—Tome usted chocolate.
—Imposible: el chocolate hace soñar: la última vez que lo tomé, soñé que deseaba conocer el misterio de la desigualdad de las existencias humanas.
—Y ¿acudiría usted a un sabio?...
—Tengo la costumbre de no hacer preguntas a los sabios cuando quiero saber algo. Busqué un médium ignorante que sin ciencia ninguna daba respuestas maravillosas y le dije:
»—¿Por qué mueren tantos niños, tantos hombres robustos y personas que parecían destinadas a larga vida, y duran otras que no reúnen condiciones de salud?
»El médium, que es cerero, consultó a los espíritus y me dijo:
»—Enciende una vela tú mismo.
»Había delante de mí hachas, cirios, velas de todos tamaños, y cerillas muy delgadas; casi todas estaban sin estrenar, y por no hacer perjuicio, tomé un hachón algo gastado, y lo encendí.
»—Esa luz que has elegido es tu vida: cuando se apague, morirás.
»—¿Y si hubiera elegido aquel cabito que veo en ese rincón?
»—Hubieras durado muy poco. Ya sabes el secreto: unos viven con hachón de viento, otros con vela de sebo, otros con cirio pascual y algunos, lo que dura una cerilla.
»—¿Qué hago con este hachón?
»—Puedes llevártelo o dejarlo.
»—¿Cuánto debo?
»—La vida no tiene precio. Si lo dejas no podré cuidarlo, que harto tengo que hacer cuidando el mío.
»—Es que si me lo llevo el viento lo apagará... porque hace mucho aire.
»—Resguárdalo con la mano... adiós: voy a cerrar.
»—Espera a que se calme el viento.
»El viento apenas movía la llama y me parecía un huracán: me detenía en todos los huecos: no me determinaba a atravesar las bocacalles, y todo me parecía conspirar para apagar aquella luz preciosa.
»—¿Me hace usted el favor del fuego? —dijo un transeúnte.
»La pregunta me indignó: aprovechar la luz de mi vida para encender un cigarro era un abuso: pero no podía indisponerme con nadie. Al aproximar el puro a la llama, el transeúnte estornudó. Yo retiré el hachón con tanto ímpetu que se cayó de mis manos, y rodando encendido por la acera, cayó por la abertura de un sótano cercano.
»—Es la cueva del carpintero, que está llena de virutas —dijo el transeúnte gritando ¡fuego! con todos sus pulmones.
»—¡Silencio! —le dije.
»—Espere usted: la fuente está cercana y voy por agua para apagar el hachón en un momento.
»—¡Silencio! —repetía yo con angustia—: cuando esa luz se apague moriré... Su estornudo de usted me ha muerto.
»Pero se oían las campanas que tocaban a vuelo y las bombas que acudían saltando por el empedrado.
»Yo me puse delante del boquete para recibir el agua de las mangas en mi cuerpo... y la frialdad del chorro me despertó...
»No: no debía estar despierto porque tocaban a fuego. Pero mi familia me tranquilizó: no se quemaba nada más que la Armería.