La Mata de Pelo

José Fernández Bremón


Cuento



I

El labrador y su mujer dormitaban en dos escaños, y la madre de ésta, vieja de ochenta años, a quien llamaban la abuela Prisca, hilaba en un rincón.

—Madre —dijo la labradora a la anciana—, ya es hora de recogerse; mi marido y yo la llevaremos a la cama.

—Sí —respondió la vieja con voz cascada—, que mañana es domingo y debéis aprovechar esta noche de descanso. ¡Ay, mis huesos!... llevadme con cuidado... Pobre de mí, baldada de medio cuerpo; ya sólo sirvo de estorbo en este mundo.

El labrador y su mujer consolaron a la abuela Prisca, dejándola acostada en su cuarto, el mejor de la casa, y le besaron la mano con respeto, que eran cristianos viejos, y la abuela era la más anciana del hogar de Lozoyuela. Después se asomaron de puntillas a la habitación de su hija Tomasita, pimpollo de dieciséis años, y se retiraron despacio y sonriendo, al ver a su hija tan hermosa y tan dormida; luego se recogieron a su vez.

Pero Tomasita no dormía; saltó en silencio de la cama; esperó a que roncaran sus padres, y convencida de que no se sentía ruido en el cuarto de su abuela, desatrancó con mucho tiento la puerta de la calle, la cerró con cuidado, y golpeó con los nudillos en la ventana de una casa vecina. Poco después entraba en una especie de choza, donde una vieja, poco menor que su abuelita, pero sana y hombruna, con un candil en la mano, dijo a la chica alegremente:

—Bien, Masita, veo que quieres ir al baile.

—No, señá Trébedes; tengo mucho miedo.

—¿Acaso irás sola? ¿No te llevo a la grupa de mi escoba? ¿Crees que nos faltará acompañamiento?

—Es que he oído contar cosas muy feas de esa fiesta; dicen que hay un macho cabrío y danzan muchas viejas andrajosas.

—¿Te parece que dejaríamos la cama por ver esas porquerías? Vamos allí las viejas para remozarnos; las chicas para lucir trajes de seda y oír requiebros; te sobrarán galanes, oirás músicas que no has oído nunca y bailarás sobre un tapiz de flores.

—¿Y si despiertan mis padres?

—Te creeran dormida.

—¿Y si llama mi abuelita?

—No llamará; te lo prometo. Ven conmigo al valle; la noche está deliciosa y la luna nos está guiñando el ojo. Ya verás qué bien lo pasas, servida por galanes y atracándote de confituras, nuégados, hojaldres y pan de higos; llevando una guirnalda en la cabeza y zapatitos encarnados en los pies.

—¿No me engañáis, ña Trébedes?

—Y es poco lo que digo. Decídete, que es tarde: ese murciélago que revolotea por la reja nos avisa que la fiesta va a empezar. ¿No ves que nos está llamando con las alas?

II

La cartuja del Paular estaba construyéndose al concluir el siglo XIV. Una multitud de obreros se albergaban en chozas, y los monjes y donados en galerías y celdas recién habilitadas: allí estaban mezclados todos los oficios del arte de construir, desde los peones que amasaban el hormigón, hasta los artistas que calaban el hierro a martillazos y hacían filigranas con la piedra.

El reverendo padre don Juan Fernández, segundo prior de la cartuja, marchaba con trabajo entre los materiales de las obras, y un donado le alumbraba con un farol.

—¿Falta mucho para la medianoche? —dijo el prelado.

—Muy poco ya. Vea vuesa reverencia cómo es cierto lo que dije: no apago la luz para infundir respeto a los lobos que bajan de los pinares hasta aquí. ¿Ve su reverencia? Dos, tres, cinco donados se descuelgan por la tapia, como todos los sábados.

—¿Y dónde se reúnen esos desgraciados?

—En el primer valle, pasado ese puerto que conduce a Miraflores. Todos los contornos están infestados de brujas... y hechiceros, y es la noche del sábado.

—Yo concluiré con ellos a exorcismos.

—Apartémonos, que no nos atropellen.

Cinco jinetes montados en otros tantos ciervos cruzaron a escape, saltaron de un brinco el río Lozoya y se internaron en los pinares, atronando los picos de las sierras con bocinas y cencerros.

III

—¿Vas a gusto, Masita? —decía la tía Trébedes a la moza cuando iban por el aire.

—Sí, señora; esta escoba tiene un movimiento muy suave.

—No hay quien monte y dirija una caña como yo: no me costó poco trabajo domar esta escoba a fuerza de maldiciones; acostumbrada a barrer el suelo no quería remontarse por el aire; hoy es una cometa, y en casa me sigue como un perro.

—¿Dónde estamos?

—Encima de la cartuja: a la derecha está el Reventón, a este lado Peñalara. Agárrate a mí que torcemos a la izquierda. Sujétate bien, que suenan campanas y la escoba sale desbocada. Voy a pedir auxilio...

La tía Trébedes silbó con furia en su canutero de hacer media... y cinco diablillos, agarrándose al rabo de la escoba, sólo la pudieron detener con gran trabajo, tardando mucho en sujetarla; pues con el espanto, daba de palos a todo el que intentaba aproximarse.

Estaban en el baile. Un escudero dio la mano a la vieja y un lindo pajecillo a la muchacha, dejándolas a la puerta del vestuario. Allí había de todo: tenacillas de agrandar ojos: sartas de perlas para dentaduras; planchas de alisar las arrugas de la piel y mazos para achicar narices largas. Dos minutos después la tía Trébedes representaba veinte años, y un sombrero cónico con gasa, un manto de escarlata y un brial de seda le daban el aspecto de una reina. Masita estaba lindísima con una caperuza azul, un vestido de tisú y zapatitos de oro puro.

—Ay monina mía —dijo a la Trébedes, al mirarse en el espejo—. No sabía que el ser bruja era tan bueno. No he de faltar al baile ningún sábado.

IV

El comedor estaba bajo un enramado. Masita devoraba pechugas de perdiz, que el pajecillo rubio rociaba con jugo de rosas: éste le servía tórdigas de jabalí sancochado, sesos en jengibre, pescados y confites.

—Quiero aquella fruta —dijo Masita, señalando una que tenía color de oro y perfume de azahar.

—Es la fruta prohibida —dijo el pajecillo presentándosela.

—¡Ah!, ¿no se puede comer?

—Al contrario: está prohibida para excitar más el apetito.

Y la miraba con ojos picarescos. Entonces notó Masita entre las guedejas rubias del paje unos cuernecillos dorados que le hacían mucha gracia, y conoció que era un diablillo, y se lo dijo.

—¿Qué te parecemos los diablos? —le preguntó el paje con ternura.

—Más traviesos y más guapos que los hombres.

V

Qué trajes tan ricos en la fiesta. Qué música tan adormecedora. Qué claro obscuro de iluminación y de tinieblas, para agitarse y brillar, o retraerse. Qué ardores, qué languidez.

Masita había bailado con uno, con tres, con muchos: ya perdió la cuenta.

—¿Qué se me ha perdido? —decía como quien al salir de casa nota que ha perdido algo y no sabe lo que es.

—¿Buscas algo? —le preguntó Trébedes apareciendo.

—No lo sé: algo que he perdido y no lo recuerdo.

—¡Ah! —replicó la Trébedes riendo a carcajadas—, lo mismo me pasó hace sesenta años: ya sé lo que buscas: la vergüenza.

En aquel momento se oyeron grandes aplausos en el lugar más iluminado.

—Eso es bailar. Eso es mover bien las caderas. Eso no es cuerpo, sino alma —decían los hombres y los demonios—. ¡Viva la Prisca! ¡Viva la gracia de las gracias!

Masita y Trébedes se aproximaron al tablado, donde zapateaba y hacía prodigiosas cabriolas la famosa bailadora; pero ésta apenas las vio, saltó del tablado y empezó a zurrar a Tomasita.

—¡Bribona! —le decía—. ¿Tú en el baile? ¡Arrastrada! ¿Quién te ha traído al aquelarre?

Masita, que era fuerte, se había agarrado a los pelos de la bailadora, quedándose con una mata entre las uñas.

—¡Masita! ¡Masita! —dijo Trébedes llevándosela a la fuerza—. ¿Qué haces? ¿Sabes a quién has tirado de los pelos? A tu abuela.

—No puede ser —decía Masita sollozando—, tiene otra cara.

—Como yo.

—Mi abuelita está baldada.

—Ya lo creo: baila tanto los sábados por la noche, que no se puede mover en toda la semana.

En aquel momento, por la entrada del valle se oyó un cántico triste que hizo cesar los gritos y las músicas.

Era una procesión de cartujos a caballo, alumbrados por teas resinosas. La voz robusta del prelado resonó en el silencio, invocando a Jesús, a la Virgen, a los ángeles, santos, apóstoles y evangelistas.

A cada palabra suya se apagaban las luces, desaparecían los disfraces y los grupos se disolvían; pero cuando el monje dijo: «Ut dignetur me liberare et conservare ab omni infestatione satane et ministrorum ejus...», un estampido atronó el valle y un ramillete de escobas se dispersó por el aire en todas direcciones.

VI

—¡Qué sueño tan raro he tenido! —decía Tomasita cuando despertó al día siguiente—. ¡Cuánto disparate! ¡Pobre abuela!

La vieja decía en la pieza inmediata zollipando:

—¡Ay mis huesos! Baldada de medio cuerpo, sólo sirvo de estorbo en este mundo.

Tomasita, arrepentida de haber calumniado en sueños a su abuela, salió del cuarto y se arrojó con efusión en brazos de la vieja.

Ésta la miró iracunda, y pellizcándole con rabia le dijo por lo bajo:

—O me entregas la mata de pelo que anoche me arrancaste, o no vuelves al baile.

Masita quedó muerta de miedo; luego registró maquinalmente su faltriquera y sacó un puñado de greñas blancas en la mano.

Todo era verdad: su abuela era una grandísima bruja, que no podía moverse porque estaba rendida de bailar.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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