La Noche Larga

Leyenda escandinava

José Fernández Bremón


Cuento



I

Roberto era a los veinte años el más gallardo de los escandinavos, pero era pobre. Eda la más rica y hermosa de las doncellas: bebía en cálices de oro: vestía telas cuajadas de aljofar y ardían junto a su lecho lámparas de plata, saqueadas en los templos cristianos, por su padre el fiero Otón, de fuerzas de gigante. En todas las costas del mundo conocido temblaban los habitantes al recuerdo del pirata.

En las noches largas Roberto, envuelto en sus pobres pieles, rondaba la casa de la joven, sin cuidarse de los aullidos de los lobos, ni tiritar cuando el aliento, helándose al salir, caía endurecido sobre el suelo, ni cuando la nieve, cubriendo su traje, le daba la apariencia de una estatua de mármol.

La luz rojiza de la aurora boreal teñía a veces como de sangre la casa de Otón, las montañas y los témpanos de hielo: las estrellas parecían, en aquel cielo iluminado de rojo, botones de oro en un manto de grana. Las auroras boreales son la sangre que corre por los cielos, en esas batallas nocturnas que, envueltos en las tinieblas, se dan por los espacios los gigantes y los dioses: batallas silenciosas para no interrumpir el sueño del mundo, los combatientes forcejean en remolino, pecho a pecho, hasta que el vencido cae arrojando un caño de sangre por la boca, y su cuerpo, deshecho en nube, se evapora: si fue un gigante, queda extinguida una fuerza: si es un dios, una religión desaparece.

Otón veía al rondador de su hija a la luz de esos incendios. Eda le veía también y suspiraba, porque el resplandor de aquella luz daba más gracia a la varonil figura de Roberto. El padre fruncía las cejas, y callaba. Una noche salió a la puerta e invitó al enamorado a beber vino caliente en la mejor de sus copas; veinte cráneos con asas y pie de plata eran su vajilla.

—Ésta es la calavera de un rey —dijo a Roberto— y éste el vino que se le subió a la cabeza muchas veces. Le arrebaté primero su bodega y le corté luego la cabeza para hacerme un vaso digno de aquel vino.

Otón y Roberto chocaron los vasos brindando por los ojos verdes y melancólicos de Eda. Ésta se ruborizó y aplicó la horrible copa a sus divinos labios; en aquel brindis, la muerte y la vida, la fealdad y la hermosura se dieron un beso.

—¿Quieres mucho a mi hija, Roberto? —dijo Otón sonriendo ferozmente.

—Quiero que me des el mando de una de tus naves para ganar su mano, y te prometo teñir en sangre de guerreros estas pieles, aumentar tu vajilla de cráneos y encerrar tu vino en cueros de monarcas —dijo Roberto ya borracho.

—No me basta. El hombre más débil, ayudado de muchos valientes, vuelve cargado de despojos. Sólo te concederé mi hija cuando me venzas pulseando.

Y Otón afianzó el codo sobre la mesa, y enseñó un puño robusto como un tronco.

—Te venceré —dijo Roberto levantándose; pero los vapores del vino le habían quitado todas sus fuerzas y cayó a tierra. Otón empujó su cuerpo con el pie, y le hizo rodar fuera de la casa.

II

Roberto, al amanecer, quiso levantarse, pero el frío de la noche había tullido sus piernas, y su brazo derecho apenas tenía la fuerza de un niño; arrastrose lentamente por la nieve hasta que llegó hambriento y fatigado al borde de un camino; allí alzó la mano en actitud de pedir limosna, pero no pasaba nadie; la tierra, compadecida de su desamparo, abrió un hoyo para que caldeara sus pies; a su calor maternal sintió renacer su vida y multiplicarse sus fuerzas como si la savia del roble se mezclara con su sangre. Entonces se levantó vigoroso; sobre su frente había nacido una corona de hojas, como las que arrancaron del bosque los primitivos monarcas para darse majestad; quiso andar, pero no pudo; estaba sujeto al suelo por hondas raíces; la tierra le había nutrido, pero haciéndole su esclavo.

Otón fue el primer hombre que cruzó por el camino y Roberto le llamó.

—Aquí está mi mano —le dijo—, que quiere disputarte el premio de tu hija.

—¿Por qué no aceptaste anoche el desafío? Vénceme a la carrera, si quieres conseguirla.

Roberto sacudió inútilmente sus pies con tanta fuerza, que la tierra sintió los mismos dolores que la encía de donde se quiere arrancar un diente sano.

III

Otro día despertó a Roberto una terrible sacudida: era que un leñador había clavado el hacha bajo sus pies: se apoderó del arma y el hombre huyó espantado al ver que el árbol blandía la guadaña para derribar al leñador. Cuatro hachazos vigorosos le dejaron libre en un instante. ¡Con qué placer desentumeció sus pies y se apartó de aquel sitio sin cuidarse de los gemidos de la tierra!

Las gentes, al ver su aspecto formidable, le seguían admiradas: y al contemplar sobre su frente la corona de hojas, le aclamaban por jefe: cuando llegó a la casa de Eda, llevaba un ejército detrás y era de noche.

Otón salió a la puerta y le presentó la copa en signo de amistad.

—Vengo por tu hija —le dijo Roberto con firmeza.

—Cuando amanezca el nuevo sol serás su esposo.

—¿Qué garantías me das?

—Mi mano y mi palabra.

IV

Roberto acampó con los suyos cerca de la casa: los soldados hacían hogueras, calentaban sus víveres, bebían y cantaban. ¡Qué noche tan larga!

Las estrellas giraban haciendo su revolución pausadamente.

Roberto velaba mirando hacia Levante. ¡Qué noche tan larga!

Pasaba la brisa acariciando las hojas de su frente; pasó el huracán dispersando su ejército; pasaba el tiempo, que es una serpiente, cuyos anillos no se acaban nunca. ¡Qué noche tan larga! ¡Qué noche tan larga!

Algunos criados, alumbrándose con hachas de resina, pasaron conduciendo en unas andas un cadáver.

—¿Quién es el muerto?

—Otón.

—¿A dónde le lleváis?

—A arrojarle en la única tumba digna de un marino: en medio de las olas.

Roberto pidió a los diosos que amaneciera, pero las sombras envolvían siempre el firmamento. Oyó crujir un edificio y derrumbarse, y oyó los lamentos de los habitantes sepultados.

—¿Qué casa es ésta? —preguntó ante un montón de ruinas.

—La casa que fue de Otón —respondían en la obscuridad.

—¡Eda! ¡Eda! —gritaba con desesperación el triste amante.

Y una voz lúgubre le repetía en medio de las tinieblas:

—¡Roberto! ¡Roberto! No esperes que amanezca. El sol ha muerto y las estrellas son los cirios de su entierro. Sólo hallarás a Eda revolviendo a ciegas el mundo de las sombras. Estás rodeado de enemigos invisibles. Empuña el hacha y hiere sin compasión, para sacar relámpagos golpeando en las corazas. No hay para ti más luz sobre la tierra que la que produzca el hierro chocando contra el hierro.

Epílogo

El ciego cesó de cantar su balada y cayeron algunas monedas en su mísero zurrón. Muy pocas, porque estaba en un corro de soldados, era invierno, el mar estaba helado y no había presas ni piratería aquel año.

—Bien canta ese ciego —dijo un campesino; y respondió un soldado:

—Como que canta sus desgracias. Es Roberto, el que se atrevió a pretender a la hija de nuestro jefe. Otón le hizo sacar los ojos para que no volviese a mirarla y desde entonces anda loco y hace versos. Voy a hablarle y verás cómo se explica.

Y acercándose al ciego le dijo a media voz:

—Roberto, no cantes esa historia, que quien te quemó los ojos puede hacer que te arranquen la lengua.

—Cuando me dejen también mudo —dijo el ciego— mi laúd enviará a Eda música de amores sin palabras.

Otón te hará cortar las manos.

—Pero no evitará que mi pensamiento la ronde y la persiga.

Y el ciego, apoyándose en su lazarillo, se alejó repitiendo una estrofa de su canto.

Pasaba la brisa acariciando las hojas de su frente: pasaba la sierpe, cuyos anillos no se acaban nunca. ¡Qué noche tan larga! ¡Qué noche tan larga!


Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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