I
Paseaba melancólicamente junto al solar extenso y rodeado de tablones a que ha quedado reducido el histórico palacio de Medinaceli, cuando un hombre de aspecto grave salía de la cerca, saltando la empalizada como un ladrón, con un bulto en la mano. Sin duda se asustó al verme, creyéndose sorprendido, porque, perdiendo el equilibrio, dio consigo en tierra, lanzando al caer un gemido. Acudí a socorrerle, y cuál sería mi asombro al reconocer en aquel supuesto merodeador nada menos que a mi amigo el sabio anticuario don Lesmes de los Fósiles, gran investigador de historias viejas, a quien hube de dar la mano y ayudar a levantarse.
—¿Se ha hecho usted daño? —le dije.
—¿Qué importa un porrazo más o menos? —respondió—, si he perdido el fruto de la trasnochada. ¡Sí! —añadió alzando del suelo un aparato parecido a los cazamariposas de los chicos—. ¡Se me ha escapado!
—¿Quién?
—El venerable fray Tomás de la Virgen. Tres noches hace que le estaba acechando, y le había ya cazado.
—¿Pero usted caza frailes?
—Cazo sombras.
—Permita usted que me asombre.
—No lo extraño, porque no está usted en el secreto, y debo revelárselo para que no me tome por un ladrón nocturno. Todos los eruditos poseemos una red de cazar sombras, como esta que usted ve, y salimos a las altas horas de la noche a caza de personajes de otros tiempos para interrogarlos.
—¿Y se dejan atrapar?
—¿Qué han de hacer? Ven tan poco que casi andan a tientas y huyendo de la luz.
—Y ustedes ¿cómo las ven en la obscuridad?
—Tenemos acostumbrada la vista a las tinieblas.
—Buena broma me da usted, don Lesmes.
—Hablo seriamente. Y si quiere usted cerciorarse, no tiene usted sino preguntárselo a quienes no me dejarán mentir; ellos saben que Fernández Duro, Jiménez de la Espada, Luis Vidart y Justo Zaragoza tuvieron la sombra de Colón entre sus mallas y costó trabajo hacérsela soltar; Menéndez Pelayo tiene llenos de sombras sus armarios y baúles, y hay datos para sospechar que se las traga, según tiene el cuerpo lleno de noticias de otros tiempos.
—¿Y por qué ha cazado usted a ese venerable, para mí desconocido?
—Cada uno tiene sus piezas favoritas. El general Arteche caza héroes de la guerra de la Independencia; Pirala, carlistas y milicianos nacionales, y Castelar es feliz cuando cae un papa entre sus redes: yo he buscado a cuantas sombras pueden darme noticias para la historia de Cervantes.
—¿Y tenía algo que ver con eso fray Tomás de la Virgen?
—Ante todo sentémonos un rato junto a la fuente de Neptuno, porque me ha derrengado esta caída.
II
—En ese solar de Medinaceli —dijo el erudito—, no ignorará usted que estuvieron en otro tiempo el palacio y jardines del famoso duque de Lerma; éste cedió una parte del terreno, hacia la plaza de Jesús, a los trinitarios descalzos para que fundaran un convento, y otra parte al lado mismo de la puerta principal de su palacio a los capuchinos, cuya iglesia de San Antonio del Prado hemos visto derribar hace muy poco; una y otra fundación tenían conexión más o menos directa con Cervantes: la de los capuchinos, porque su instalación procesional en el palacio de Lerma en 1610 fue en Madrid una fiesta popular, y aquel privado era asistente de la Congregación de indignos esclavos del Santísimo Sacramento, a que Cervantes pertenecía: ¿asistió el autor del Quijote a aquella ceremonia para congraciarse con un mecenas tan poderoso, tío de su protector don Bernardo de Rojas Sandoval, arzobispo de Toledo? No lo sé, pero no parece improbable. De todos modos, es cierto en absoluto que Cervantes veló al Santísimo y asistió a las ceremonias de la Esclavitud en la iglesia de los trinitarios descalzos, que se alzó al lado de la que aún existe en la plazuela de Jesús, pues allí fue fundada dicha cofradía y allí subsistió hasta el 6 de abril de 1615.
—¿De modo que Cervantes oró muchas veces en ese solar en ruinas, que ha adquirido una compañía edificadora?
—Es indudable.
—¿Y haría ahí sus últimas devociones cuando se sentía herido de muerte por incurable hidropesía?
—No, y fíjese en la fecha: Cervantes murió el 23 de abril de 1616, un año y diecisiete días después de haberse trasladado su congregación a la iglesia del Espíritu Santo de Clérigos Menores.
—¿Subsiste aún?
—No; en su lugar se ha construido un edificio de significación muy diferente: el Congreso de los Diputados. Sí, en aquel recinto, testigo de tantas agitaciones parlamentarias, veló Cervantes de rodillas al Santísimo Sacramento, y acaso encomendó a Dios su alma con la certeza de la muerte.
—Entonces, la estatua de Cervantes ¿ha sido colocada a propósito delante de la antigua iglesia del Espíritu Santo, del convento de capuchinos que vio fundar, y del palacio del jefe de la congregación a que perteneció?
—No: ha sido instalada casualmente en esas condiciones.
—¿Y quién era fray Tomás de la Virgen?
—Era un trinitario descalzo, sobrino de santo Tomás de Villanueva, que ingresó enfermo en el convento de la plazuela de Jesús el año 1613, y no volvió a salir de su celda en 34 años: tan larga fue su enfermedad. Su paciencia y prolongada prueba, sus virtudes, el don que tenía de consejo, su intuición para leer en los corazones y adivinar pensamientos, la fragancia que según su biógrafo se exhala de su celda hospitalaria extendieron la fama de su santidad a tal punto, que acudían a verle y consultarle en ss tribulaciones los personajes más altos de la corte de Felipe III y más tarde de su hijo y sucesor: los mismos reyes quisieron visitarle: el duque de Lerma acudió alguna vez al llamamiento del pobre trinitario; y una esquela suya era la recomendación más eficaz para conseguir en Palacio alguna gracia: era, pues, una fuerza política en aquel tiempo.
—¿Y qué relación hay entre ese venerable y Cervantes?
—Que siendo aquél trinitario, y Cervantes rescatado por la orden, y teniendo su congregración en la iglesia del convento, es también probable que visitara y conociera al prodigioso fraile: como es seguro que trató y conoció al virtuosísimo Simós de Rojas, su hermano de congregación, que tenía su celda en el convento de la Trinidad.
—¿Y no hizo Cervantes sus devociones en el oratorio del Olivar?
—Nunca: por la sencilla razón de haberse muerto hacía treinta años cuando la congregación se instaló en él definitivamente en 1646. Volviendo al venerable fray Tomás, dicen que tuvo el don de leer en el pensamiento, y con ese objeto había capturado su sombra, para que leyese en el pensamiento de la sombra de Cervantes cuando la interrogue.
—¡Cómo! ¿Sabe usted dónde se halla?
—¡Ya lo creo!, la tengo encerrada en mi despacho: por fin cayó en mis redes, y no la suelto hasta dejar en claro la vida, vicisitudes y las más ocultas intenciones del autor del Quijote.
—¿Y no habrá huido?
—Imposible: está rodeada de un círculo de luces y reducida por su gran elasticidad al tamaño de un huevo de paloma.
—¿Dentro de un magnífico estuche?
—Dentro de una primera edición del Quijote; 1605, sin la fecha repetida: auténtica e impresa en Madrid por Juan de la Cuesta.
III
—Y ¿habló usted con la sombra de Cervantes? ¿Podré también significarle mi admiración y respeto?
—¿Sabe usted el idioma de las sombras? ¿Las nebulosidades del lenguaje arcaico y erudito con que los sabios nos comunicamos con el ayer?
—Ni una palabra: me contentaré con inclinarme ante Cervantes.
—¡Hum! Sepa usted que me tiene descontento: ha negado que tuviera con el Quijote otra intención que escribir una novela divertida, burlándose de los libros de caballerías, contra lo que yo sostengo.
—Pues si lo dice, hay que creerlo.
—Pues aunque lo diga hay que averiguarlo: no existe verdad en literatura hasta que no la sancione la crítica. Todos los autores creen que sus obras son buenas... ¿Hay que dejarse guiar por su opinión? No hay en historia nada definitivo hasta que no lo declaran los que saben.
—El Quijote era un libro colosal desde que lo escribió su autor.
—Niego: el Quijote fue en el siglo XVII un libro divertido, y nada más: empezó a ser libro serio en el siglo pasado: ahora es cuando es bueno, porque nosotros lo afirmamos.
—Permítame usted que no lo crea así.
—No permito. Si en el siglo XVII hubiera sido bueno el Don Quijote, no hubiera escrito estas palabras don Juan Valladares Valdelomar en su historia manuscrita del Caballero venturoso: (no hallarás aquí) «las ridículas y disparatadas fisgas de Don Quijote de la Mancha, que mayor las deja en las almas de los que leen, con el perdimiento del tiempo». Ni el licenciado Juan de Robles, en su Primera parte del culto sevillano, quince años después de la muerte de Cervantes, refiriéndose a los jóvenes que se declaraban cultos: «En habiendo leído a Guzmán de Alfarache o a Don Quijote... se sueñan catedráticos de Salamanca».
—Esto indica que algunos le daban valor.
—Los muchachos.
—Calderón hizo una comedia titulada Don Quijote de la Mancha. Lo leí en el Semanario Pintoresco.
—¡Uf! ¡Un periódico!
—¿No es cierto?
—Sí lo es; pero no porque lo diga el Semanario, sino porque lo asegura el licenciado Andrés Sánchez Espejo en su «Relación de unas fiestas burlescas», que se celebraron en el Palacio Real: fue una comedia de Carnaval, y nada más. El mismo Salas de Barbadillo, en su dedicatoria de La Estafeta del Dios Momo, siendo novelista como Cervantes, elogia mucho a los mecenas que le auxiliaron, «porque les parecía que el socorrer a los hombres virtuosamente ocupados era limosna digna»: y si bien Pellicer cita a Cervantes, en un manuscrito que hemos disfrutado pocos, entre Homero, Virgilio, Heliodoro y otros, lo hace en defensa de Góngora y sin citar el Quijote; y además ese Pellicer y Tovar tiene una autoridad algo discutible.
—Pues, con perdón de usted, esa sola cita le coloca a más de un siglo de distancia y delantera entre los críticos.
—¿Qué sabe usted, joven?
—¿Joven yo?
—Todo es relativo; usted pertenece al siglo XIX.
—¿Y usted?
—Como si no perteneciera, que vivo siempre fuera de él.
—Pues bien, señor don Lesmes; con el mayor respeto le advertiré que conozco a muchos académicos de la Historia y a casi todos los citados, y ninguno me trata con tanto desdén, y usted no es académico.
—Ni lo seré, ni quiero serlo: la Academia de la Historia es un cuerpo moderno; sólo data de Felipe V: acaso ninguno de esos señores ha leído al sevillano Francisco Morovelli de Puebla.
—¿Y usted?
—Tampoco; pero sé que en 1620 citaba la «Relación de las fiestas de Valladolid», escrita por Miguel Cervantes, para disculparse, con su ejemplo, de haber impreso en otra relación el coste de las fiestas de Sevilla. Pero ¿qué significa eso? Que le daban autoridad por necesitar un apoyo, y lo mismo diré de la cita de Cristóbal de Mesa en su poema La restauración de España:
Tú, que en tu Galatea, Miguel Cervantes,
ganando nombre en siglos infinitos,
vaticinaste aquellas obras antes,
Palma heroica anunciando a mis escritos.
En cambio, en la carta-prólogo de las obras de don Sebastián
Francisco de Medrano, impresas en 1631, inserta este autor una larga
lista de ingenios que reconoce superiores, y no cita a Cervantes.
—¿Puedo hacer una observación?
—Sí; porque necesito respirar.
—Quiero decir que en el siglo XVII se desarrolló con tal fuerza lo que hoy llamamos forma poética, que la prosa, incluyendo el Quijote, pudo parecer género inferior...
—Cite usted autores para probar eso.
—Es una observación sin pretensiones.
—Cállese usted, o le aturdo con cincuenta citas que prueben lo contrario.
Me callé.
IV
—Óigame usted —repuso el sabio— y aprenda cómo se discurre con pruebas. Fernández Navarrete, en su Vida de Miguel Cervantes (y aludo a un autor moderno porque se ocupaba de lo antiguo), cita entre los que combatieron los libros de caballería, antes que Cervantes, a Luis Vives, Melchor Cano, Alejo Venegas, Pedro Mexía, Alonso de Ulloa, fray Luis de Granada, Benito Arias Montano y Pedro Malón de Chaide. Pues bien; omite a Andrés Laguna, que hizo una invectiva contra esos libros en la dedicatoria de su traducción de las «Oraciones de Cicerón», impresa en 1557; y aun pudo incluir al inca Garcilaso, si no anterior, por coetáneo, en el prólogo de su Historia de la Florida, como enemigo de esas fábulas. Y esto ¿qué le dice a usted? Que estaban esos libros condenados por la crítica cuando Cervantes dio a esa idea forma novelesca. Pero escuche usted y aprenda. ¿Querrá usted creer que hubo quien, muy entrado el siglo XVII, echó de menos esos libros? Francisco de Medina, si bien los ataca, reconoce en ellos propiedad y abundancia en el estilo; pero el padre maestro Juan Cortés Osorio, reinando Carlos II, decía textualmente en su Constancia de la Fe: «Los antiguos se divertían en las fingidas hazañas de los libros de caballería; y aunque en muchas cosas fuera buena política el reformarlos, por lo menos tuvieron la conveniencia de teñir los ánimos de los españoles de aquellos generosos pensamientos con que ganaron tantas islas y tantos reinos, venciendo monstruos y obrando hazañas, con que dejaron más admiración en las historias que cuanto la ociosidad había mentido en las fábulas; pero ya aquellos libros no dan gusto, etc., etc.». ¿Qué querría el buen padre? ¿Resucitar el libro de Caballería celestial que publicó en 1554 Jerónimo de San Pedro, y que era la Historia Sagrada en forma aventurera?
—Basta, basta. Tome usted aliento, y entretanto le diré que saco en limpio lo siguiente: la crítica condenó los libros de caballería hasta derribarlos, y después de muertos los lloró, no por amor, sino por derribar lo nuevamente edificado. Pero ¿hace usted el favor de decirme algo de lo que ha tratado con Cervantes?
—Repito que me tiene disgustado. Aquí inter nos, los autores pierden mucho con su trato, aun en sombra. ¿No dirá usted qué pretende? Que se publique la causa de Valladolid, porque dice haber oído especies que le perjudican, y todo por el secreto con que se guarda ese documento, que abulta la malicia. ¡Vulgarizar un proceso que sólo hemos copiado algunos eruditos!... Jamás. Si el público lo ignora, que se aguante. No me gusta murmurar de nadie y menos de una sombra, a quien no puede dolerle; pero ¿le parce a usted bien que Cervantes niegue la mayor parte de las noticias que acerca de su vida he comprobado? Pero no le soltaré hasta que él mismo las confirme. Aunque haya de estar cautivo en mi despacho otro tanto que en Argel. Lo dicho, dicho: ha de quedar en claro todo lo que a él se refiere y a sus libros. Si me incomoda, le diré que conozco por qué firmaba su apellido SaaVedra, con V mayúscula en medio de dicción; sí, señor por ser un apellido compuesto de dos voces gallegas, saa y vedra, y le llamaré Sayavieja. Vamos a verle: he descansado ya.
Y levantándose, echó a andar con agilidad impropia de sus años, seguido por mí, que deseaba con ansia ver la sombra del hombre prodigioso. Díjele en el camino:
—¿Y salen todas las noches las sombras de sus sepulcros?
—¡Usted ignora todo! Las sombras que salen son las que han sido expulsadas de sus tumbas. ¿Ve usted aquella silueta? Es la de Velázquez. ¿Aquella sombra? Es Lope de Vega: todas las noches pasea el pobre Alarcón entre las rejas de San Sebastián. Cada iglesia, cada palacio que se derriba, lanza de su sepulcro santos, artistas, guerreros, monjes y una legión de sombras, esparciendo por el viento cenizas y recuerdos, y aventando la mitad de nuestra historia.
V
Llegamos a la casa. En medio de la mesa del despacho, y rodeado de velas encendidas, había un libro prensado bajo una losa mortuoria, arrancada de algún antiguo claustro.
—¿Está ahí? —pregunté a don Lesmes en voz baja descubriéndome.
—Sí, y en estos legajos todas mis notas relativas a Cervantes.
Era un archivo completo.
El sabio se acercó a la mesa sin respeto, apartó la piedra, abrió el libro y dio un grito.
—¡Mi ejemplar! —exclamó con espanto—. ¡Manchado de tinta mi ejemplar!
El sabio, por aclarar a Cervantes, le había estrujado y oprimido y prensado hasta convertirle en un borrón.