La Última Labor de San Isidro

José Fernández Bremón


Cuento



Era una tarde de verano de 1172.

Los mozos de labor de la hija de Iván de Vargas trillaban en lo alto de las cuestas situadas entre Carabanchel Bajo y Madrid, a la derecha del Manzanares, y algunas pobres mujeres, cristianas y moriscas, espigaban en los campos ya segados. La sierra de Guadarrama erguía a lo lejos sus nevados picos y sus bosques de pinos, de enebros y de encinas, que concluían hacia las inmediaciones de Madrid en espesos carrascales. Pasado el río, los huertos y cercas de frutales llegaban hasta las puertas de Moros y de la Vega, término de los caminos de Toledo y de Segovia; brillaba a trechos, herido por el sol, el pedernal de la muralla de Madrid, coronada de cubos y de almenas; y veíanse tras ella los campanarios de San Andrés, San Pedro y Santa María, las torres de ladrillo de algunas casas solariegas y, dominándolo todo, los torreones del Alcázar; fuera del recinto, y por los lados de Levante y Mediodía, campos de cereales, la ermita de San Millán y algunos caseríos.

Respiraban los campesinos una brisa cálida pero embalsamada por los tomillares y mil flores silvestres: cantaban los grillos y cigarras en el campo, y las ranas en las orillas del río y en las charcas: zumbaban las abejas y los moscardones entre las amapolas y las malvas, el trébol y el mastranzo: y revoloteaban y piaban en el aire jilgueros y verderones, golondrinas y vencejos. Conejos y liebres aparecían y desaparecían al instante entre las matas, y saltaban y huían a lo lejos los ciervos y los gamos: la codorniz cantaba bajo el trigo: los perros olfateaban las huellas de los jabalíes y los osos que habían bajado a beber al Manzanares; y las palomas, que anidaban desde tiempo inmemorial en el Alcázar, detenían su vuelo, para mojar sus alas y sus picos en el caño de una fuente que salía de una peña en las heredades que fueron de Iván Vargas.

—Aquí viene el señor Isidro —dijo al otro uno de los mocetones que trillaban—, el perro sale a recibirle.

Poco después se apeaba de un jumento un anciano de alta estatura, blanca y poblada barba, apoyado en un báculo, más por costumbre que por necesidad y cansancio; cubría su cabeza una caperuza de paño pardo muy raído, y le envolvía desde el cuello hasta los pies una gramalla o sayo de lo mismo, sujeta con una tomiza a la cintura; completando su traje unas polainas viejas, abiertas por detrás y un calzado tosco.

—¡Buena parva! —dijo el anciano a los dos mozos, después de saludar.

—No ha sido mal año para el ama —contestó uno de ellos.

—Cuando el año es bueno para los amos —replicó el viejo—, lo es para los criados, para ricos y pobres, para el ganado, y hasta para los pájaros que vuelan y las hormigas que pisamos con el pie.

—Eso es verdad —dijo el más joven.

—¿Y hemos de pensar también en las hormigas? —añadió el otro con tono de burla—. Dicen, señor Isidro, que antes de sembrar, echabais al aire puñados de trigo para los pájaros y las hormigas. ¿Es verdad?

—Es cierto: todas son criaturas de Dios. Pero no cuentas el daño que les hice y las que habré aplastado sin querer en noventa años de vida: ni cuántos hormigueros habré destruido con la reja de mi arado, cuando iba tras la yunta, con la esteva en la mano, abriendo surcos en los campos.

—¿Y es cierto que los ángeles araban vuestras hazas mientras hacíais oración? ¿Y que esa fuente que brota de la peña la abristeis dando un golpe con la aijada?

—¿Y que resucitasteis a nuestra ama?

—¿Y que después de dar de limosna la mitad del trigo que llevabais a moler, con el poco que echasteis en la tolva del molino sacasteis más harina que hubiera producido el saco lleno.

El viejo no contestaba: se había quedado extático delante de la fuente.

—Está orando y no escucha —dijo uno de los labriegos—, dejémosle rezar.

Y arreando a las mulas siguieron dando vueltas en el trillo y repitiendo al ver arrodillado al viejo Isidro:

—Es santo: es santo.

—Como que se le cayó un hijo al pozo y con una oración suya salieron las aguas a devolvérselo vivo y sano.

—Pues María, su mujer, también es santa: se la ha visto cruzar el Jarama navegando sobre su mantellina como si fuera sobre un barco.

—Son santos los dos.

—Trillemos, trillemos: cómo crujen y se deshacen las espigas: nunca ha cundido tanto la labor: si esto parece milagroso...

Cuando el viejo Isidro volvió en sí, los mozos ya habían trillado la parva y se disponían a separar el grano de la paja con el bieldo.

—Larga ha sido la oración, abuelo —dijo uno de los mozos.

—¿Larga dices? He orado un rato nada más: lo demás del tiempo estuve viendo.

—¿Y se puede saber lo que habéis visto?

—Sí se podría si supiera yo explicarlo. En donde está esa fuente vi una ermita: tapias elevadas, cruces, rejas y ángeles de piedra en donde están espigando esas mujeres; por todas estas cuestas, hasta la margen del río, una gran feria y multitud de gentes con trajes increíbles, comprando, vendiendo, bailando y haciendo toda clase de locuras; a la derecha, sobre el río, un puente magnífico de piedra, que no bastaba para dar paso a tanta gente; infinidad de caballos arrastraban grandes armatostes con ruedas llenos de personas; Madrid llegaba hasta cerca de ese puente, y no tenía murallas, y en vez del Alcázar vi un palacio todo de piedra; donde están aquellos dos álamos, junto a una fuentecilla, vi un templo muy grande con cúpula dorada; las casas, perdiéndose de vista, debían pasar de la ermita de Nuestra Señora de Atocha, pero los campos estaban talados y sólo crecía un pobre herbaje entre arenales, y en vez de estos aires olorosos corría un viento seco, alzando tolvaneras. Se hizo noche y todo Madrid estaba alumbrado como un altar por dentro y por fuera; sólo vestían como nosotros, con capiroteras y gramallas y chuzos con faroles algunos hombres en las calles más estrechas; las gentes hablaban desde aquí con las que estaban dentro de Madrid y se oían los quejidos lejanos de un animal que corría echando fuego; tuve miedo y volví a rezar por si aquella visión era diabólica, pero las campanas de la ermita repican alegremente: no era infernal, aunque lo parecía, porque oí pronunciar con veneración el santo de mi nombre.

—¿Y decís que había puente de piedra para pasar ese arroyo? Los sueños siempre advierten algo; pero no sé qué puede significar eso —dijo un mozo.

—Y si Madrid no tenía murallas, ¿cómo se defendía de los moros?

—¿A qué explicarnos lo que no podemos entender? —repuso Isidro—. Dadme el bieldo: ésta es la última vez que he de manejarlo.

—¿Por qué decís eso?

—Porque no veré la próxima cosecha.

—Si estáis fuerte como un roble.

—Más fuerte es aquel Alcázar y caerá para dejar sitio a otro mejor.

Y el viejo, quitándose la caperuza y recogiéndose el sayo, se puso a aventar el grano con tanto brío, que los mozos se detuvieron para verle trabajar.

—Bien mereceríais cobrar nuestra soldada —dijeron los labriegos cuando concluyó la faena.

—¿Creéis que he trabajado de balde? —respondió Isidro mirando con cariño el bieldo y arrojándolo sobre la paja—. Dadme un puñado de trigo.

—No es mucho salario. Habéis sacado más grano del que esperábamos: llenad la caperuza.

Isidro sacó una bolsa de lino blanca y nueva, y escogiendo los granos más hermosos, echó un puñado en el bolsillo y la colgó de la cintura.

—¿Es para las hormigas ese puñado de trigo, abuelo?

—No; es para que hagan una hostia; he venido a bieldar el pan de mi postrera comunión.

Los mozos le saludaron con respeto y el anciano, montando otra vez sobre el jumento, le hizo pasar el río que arrastraba entre arena sus escasas pero cristalinas aguas. Al revolver una vereda una pobre con la cara cubierta y las manos atezadas le pidió limosna en algarabía, Isidro echó mano maquinalmente a la bolsa, que sólo contenía el trigo destinado para la hostia, y después de haber sacado unos granos se detuvo.

—¿Eres mora? —preguntó a la pobre en el mismo lenguaje.

—Soy sierva de Alá.

Isidro vaciló; pero haciéndole aproximar el saco, le dijo:

—Yo te doy limosna en el nombre del Dios de los cristianos.

Y de su callosa mano cayó un chorro de trigo hasta llenar el costal de la mendiga.

—Alá permita —le dijo ésta— que seas incorruptible como el trigo, y te forren de plata, y que los pobres coman, pasados cuatro siglos, los frutos de tu huerto.

Picó Isidro el jumento para no oír las alabanzas; sólo encontró en su camino algún lego de San Benito, algún canónigo de Santa María, hortelanos moriscos, judíos harapientos, labriegos que recogían el ganado y saeteros que volvían al Alcázar. Cuando llegó a su casa era ya tarde: el almuédano cantaba a lo lejos en la Morería para los creyentes de Mahoma: «Venid al templo a orar, no hay más Dios que Dios». Y la campana de San Andrés, tocando a la oración, recordaba a los cristianos la salutación del Arcángel a María.

Epílogo

La profecía de la pobre mudéjar se ha cumplido: en las fiestas de canonización de san Isidro, el gremio de plateros depositó su cuerpo incorrupto en una urna de plata; se improvisó un huerto con árboles, frutas y hortalizas en la plaza de la Cebada, y a una señal se permitió al pueblo llevarse la cosecha. En cinco minutos no quedó en el huerto ni una fruta, ni una rama, ni una hoja, según cuentan los cronistas de aquel tiempo.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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