Las Dos Cocinas

José Fernández Bremón


Cuento



I

Es indudable que en el reinado de Carlos II los demonios andaban sueltos por España, pues fue preciso traer exorcistas alemanes que expulsasen los diablos del cuerpo de su majestad. Si el rey era energúmeno, ¿qué defensa contra el demonio opondrían los vasallos? Nadie hizo contra el infierno en aquel tiempo resistencia tan heroica como la venerable sor Clara de Jesús, humilde cocinera del monasterio de la Purísima Concepción de Mercenarias Descalzas en la ciudad de Toro, según puede leerse en su historia, escrita por fray Marcos de San Antonio, que presenció las luchas y probó los guisos de la santa cocinera. Sabemos por aquel fraile que el demonio penetró muchas veces en la cocina conventual para echar ceniza en la olla, apagar el fuego, romper cacharros y hacer toda clase de estropicios; y sabemos el triunfo de la virtuosa Clara de Jesús, que sanó a muchos enfermos con sus guisos celestiales.

II

Lo que no refieren las historias y vamos a contar es la perdición de la posadera Juana Agraz, la mejor guisandera del término de Toro. Nadie acertaba como ella con el agrio que debía tener la gallina a la morisca; y venían de lejos los grandes comilones para probar sus cazuelas de pajarillos, hojaldres, asados y jaleas. Los cazadores decían, al entregarle perdices, chochas y conejos:

—Hemos cazado esto para que lo guises: si no guisaras tú no cazaríamos.

Y Juana Agraz vivía satisfecha y halagada, reinando en los fogones.

Cuando algunos frailes empezaron a dar fama a los potajes de la monja, se consolaba Juana Agraz diciendo a sus amigos:

—Nunca fue delicado el gusto de los frailes; por eso dicen los libros de cocina al tratar de ciertos platos: guisos para frailes, soldados y demás gente ordinaria.

Pero cuando ya atestiguaron las excelencias de la cocina de sor Clara canónigos, oidores y otras gentes que comían muy bien en aquel tiempo, Juana empezó a sentir envidia, porque era muy frecuente que después de esmerarse en cocinar para dar gusto a algún ilustre viajero, la posadera preguntase a su huésped:

—¿Qué tal le parece a su señoría la comida?

Y respondiera el preguntado:

—Buena; pero he almorzado en el convento, y no hay cocinera como aquélla.

Juana Agraz enfermó de ictericia; se retrajo de sus devociones; dio en tratar con gentes que habían llevado coraza y sambenito; se hizo bruja y se casó con un diablo. Por entonces debió ser cuando el enemigo, entrando en la cocina de sor Clara, vertió el aceite hirviendo sobre las manos y el hábito de la monja; pero bastó una oración de la humilde cocinera para que el aceite derramado volviera a la sartén, sin dejar quemadura en las manos ni mancha en el vestido.

III

El diablo había dicho a Juana Agraz:

—Los llamados justos entienden poco de cocina: Elías se contentaba con los panes que le llevaba un cuervo; los santos, bienaventurados y anacoretas se alimentaban con hisopo, saltamontes, ensaladas y raíces; comen de vigilia y ayunan todo el año; es una tribu de hambrientos y no hay santo gordo.

—Sin embargo —dijo Juana— los apóstoles cenaron con...

—No me hables de esa cena —dijo el diablo, lanzando dos fuentes de fuego por los ojos—, o de una cornada en las nalgas te lanzo hasta la luna.

Juana vio con espanto dos cuernos erizados sobre la frente de su esposo y se arrodilló, pidiéndole perdón. El diablo envainó los cuernos y dijo apaciguado:

—Nosotros los que vivimos en el fuego somos los inventores del arte de cocina, y hemos enseñado al hombre el uso de condimentos excitantes a toda clase de pecados. Todas las cocineras y cocineros del mundo bajan al infierno cuando mueren, porque el fuego los atrae.

—¿Luego esa monja no se ha de salvar?

—Mal oficio tiene —dijo el diablo riendo a carcajadas—, y haremos lo posible para que nos ayude a asar ánimas.

—¿Cuál es el mejor plato que has inventado tú?

—Niños sin bautizar, en salsa negra, comidos en pecado mortal el Viernes Santo.

IV

La fama de los guisos de Juana Agraz creció mucho después de su matrimonio: el comedor de la posada estaba siempre lleno y nunca se apagaban las hornillas. Algo se murmuraba de ciertas cosas que no parecían naturales, pero poco.

—Yo —decía Perandrés el cerrajero— como, hace un mes, de un rollo de longaniza colgado al humo en la campana del fogón, y no se acaba nunca: y ya he comido de él más de media legua.

—¿Y cuánto has bebido, borrachón? —le contestaban riendo: y como siempre estaba ebrio no le hacían caso.

Ello es que el comedor seguía lleno de gente, que acudía, no a satisfacer la necesidad de alimento, sino a saciar la gula más desenfrenada: porque la posadera hacía, según la opinión vulgar, verdaderas diabluras de cocina con sus pistos y sus salsas.

Sólo de vez en cuando, algunos viajeros de importancia se quejaban a la posadera de sus guisos: pero al ver que se afligía, solían añadir:

—No extrañéis que seamos descontentadizos: probados los potajes de sor Clara, todo lo que después se come sabe como a azufre.

Un día en que había oído aquel eterno estribillo Juana Agraz, dijo, colérica, a su esposo:

—Eres un calzonazos, que dejas insultar a tu mujer, y no haces nada contra esa cocinera.

—¿Que no hago nada? Vengo de coser su boca a fuego y lezna, para impedir que rece; y si no salgo por la chimenea me embotellan.

—Pues yo quiero entrar en la cocina de la monja. Conviérteme en gata.

—No hay claraboya en el tejado, ni admiten animales hembras.

—En pájaro.

—Hay muchos milanos.

—En pulga.

—No sabrías dar con la cocina, ni averiguarías nada de sus guisos. Yo te daré un medio de probarlos, convirtiéndote en cangreja; te introducirán en la cocina en un cestillo, y te haré insensible al fuego y al agua más caliente; entre los hervores podrás probar el caldo, saltar de allí a la lumbre y salir cuando no te vea nadie. Pero la aventura es peligrosa.

—Estoy decidida.

—Pues ahora a guisar, que yo te ayudaré.

Poco después decía el cerrajero borracho en el comedor de la posada:

—Me importa poco que me creáis o no; pero acabo de ver al posadero con la cabeza metida en el horno y asando dos pollos con los cuernos.

V

Qué mañana tan larga pasó Juana Agraz en la cangrejera, convertida en cangreja y revuelta con sus compañeros de prisión. Al principio se sintió muy satisfecha dentro de su duro coselete y con todo el cuerpo ajustado y resonante; es verdad que echó de menos su pescuezo, pero en cambio sintió más facilidad de movimientos con sus cinco pares de patas, y le gustó una especie de abanico que tenía en la punta de la cola; quiso encaramarse, pero como todos los cangrejos se removían a la vez, cuando parecía subir se iba hacia el fondo; en vano encogía los anillos del abdomen; sus compañeros la atenaceaban con sus pinzas y sus garfios; nunca había recibido ni dado más pellizcos.

—Si me habrá engañado mi pícaro marido —pensaba Juana Agraz.

Por fin se abrió la cangrejera y Juana pudo saltar y verse encima de un tablero: entonces alargó cuanto pudo sus movibles ojos, que se estiraban y encogían, ansiosa de espiar a su rival: pero sólo vio una cocina limpia y ancha, ollas y cacerolas que hervían en el fuego y una monja de hábito blanco, arrodillada en un rincón.

Una mano sin brazo que revoloteaba oprimió a Juana Agraz y la dejó sin movimiento; sintió en su cuerpo un gran chasquido; era que acababan de castrarla; vio que la acercaban a la boca de una vasija de agua hirviendo, sintió un vaho caliente que la ahogaba, y cayó con otros cangrejos dentro de la olla; sus cuatro dedos se abrieron y sus diez patas se estiraron a la vez, mientras la monja rezaba en su rincón.

VI

No era el diablo un buen marido, pero sí muy curioso, y poco después del mediodía llamaba a la puerta del convento, disfrazado de peregrino; si bien su traje no era muy correcto, pues no llevaba imágenes, su bordón era de cuerno y sus conchas de galápago.

—Un peregrino enfermo y casi exánime necesita un alimento sano —dijo con voz débil.

—Entre el hermano —respondió el demandadero.

—Imposible; ya no tengo fuerzas.

—Espere entonces que dé aviso a las madres.

Algunos minutos después salió el demandadero, trayendo en una bandeja una escudilla.

—Tome el hermano un caldo con cangrejos; era para una enferma, y se lo cede. No se queme... que abrasa. ¿Qué miráis?

—Miraba —dijo el diablo— si hay algún cangrejo vivo; pero todos están bien colorados y bien muertos.

—¡Un cangrejo vivo en caldo hirviendo!

—¿Hirviendo decís? Mirad cómo me lo trago.

Y abriendo una boca enorme se tragó de un golpe caldo, cangrejos y escudilla.

Pero instantáneamente dio un grito desapareciendo por los aires.

—¡Uf! —decía aullando y blasfemando—, me he tragado a mi mujer: guisan con agua bendita en el convento: ¡cómo abrasa!

Y marchó a vomitar a Juana Agraz en los infiernos.

Epílogo

Cuando murió, muchos años después, la humilde y prodigiosa monja, después de hacer muchos milagros, preguntaba una beata a un mercenario:

—¿Cómo se pudo salvar siendo cocinera?

Y el fraile contestó:

—Es que sor Clara de Jesús no sabía guisar, y mientras ella rezaba, los ángeles hacían la comida.


Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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