Las Travesuras del Viento

José Fernández Bremón


Cuento



¡Con qué ímpetu baja el viento por las pendientes del Guadarrama! ¡Ay de las primeras flores que se atrevan a blanquear en los almendros, si el aire, helado en los ventisqueros de la sierra, silba por las angosturas de los puertos, varea las ramas de los árboles y forcejea con las torres! En marzo acaba nuestro invierno y empieza la primavera. En aquella estación rueda el viento sin obstáculo por los áridos campos; no detienen su marcha las murallas de hojas, patina por el hielo y reina en el espacio; pero en la primavera tiene que contenerse para no destruir los nidos, ni deshojar las flores, y hasta los muchachos le obligan a jugar con sus cometas; es un gigante precisado a andar de puntillas y hablar bajo, para no interrumpir la gestación de las criaturas débiles y el tejido de los órganos delicados. Fluctuando entre dos estaciones, nunca es tan caprichoso el viento como en marzo. Ya con su aliento suave anima a nacer a los seres primerizos; ya cuando las semillas asoman por la tierra con timidez sus orejitas verdes para oír si silba el viento, sale bramando por los aires y se revuelca por los suelos, formando torbellinos.

I

Por entre los campos labrados va llorando una muchacha muy bonita, siguiendo a la carrera y con la vista un plieguecillo de papel que sube hacia las nubes; una ráfaga de viento le ha arrebatado, antes de leerla, una carta de su novio.

Andrés se había embarcado para América, seis meses hacía, en busca de fortuna, y aquella primera carta, esperada con tristeza y sobresaltos tanto tiempo, no sólo debía contener los desahogos de un corazón apasionado, sino la expresión de sus esperanzas. ¿Dónde estaba Andrés? ¿Qué le diría en esa carta que iba desapareciendo de su vista?

El aire lascivo revolvía el cabello de Sofía y los pliegues de su falda, besando su garganta a traición y deteniendo su carrera. Sofía sintió que le oprimían la cintura como para levantarla: volviose asustada y le llenaron la cara de besos; dio un grito y luego se rió de su terror. Era el viento el que la besaba y abrazaba para llevársela consigo.

II

El viento se calmó un instante y una voz dulce resonó en el oído de la niña:

—¡Sofía! Yo te quiero.

—¿Eh? ¿Quién es?

—No soy nadie.

—Pues si no eres nadie, no me asustes —respondió cándidamente, creyendo hablar consigo misma.

—¿Qué me das si te devuelvo la carta que has perdido?

—¿Quién me habla tan cerca estando sola?

—No tengas miedo: soy el Viento. ¿Qué me das por la carta?

—¿Qué te he de dar? No tengo nada.

—Devuélveme un abrazo y la carta será tuya.

—Si eres el viento, bien me has abrazado. ¿No estás satisfecho?

—No; que mi destino es abrazar sin ser correspondido: yo abarco la Tierra: envuelvo a todas las criaturas con mis brazos; pero sólo mi esposa el Agua me devuelve esos abrazos rodeándome con la lluvia y estrechándome entre las nubes y los mares.

—¿Qué más quieres?

—Un abrazo tuyo.

—Tómalo y despacha.

Y Sofía abrió los brazos, creyendo sin importancia aquella acción, tratándose del Viento; pero los cruzó asustada sobre el seno, al ver enfrente un robusto mocetón de ancho pecho y mejillas encarnadas, que decía:

—Cumple tu promesa.

La muchacha quiso huir, pero comprendió que era imposible; el mancebo la había sujetado por el talle.

—Yo te lo prometí —dijo con rubor— creyendo que no tenías forma de persona; ¡suéltame, atrevido!

—Si te he llevado así por todo el campo. Sé formal en tus promesas.

—Dame la carta.

—¿Y me abrazarás?

—Sí; cuando la lea.

El mocetón alzó a Sofía por el talle como el bailarín a su pareja, y sin rozar la tierra cruzaron un llano y después una laguna. Al pasar por encima de ésta, el mancebo desapareció de repente, y Sofía, con el impulso recibido, quedó sin lesión sobre una orilla.

III

—¿Negarás ahora tus infidelidades? —decía una ninfa de carnes transparentes, sacando la cabeza y el pecho fuera de las aguas, y sujetando al Viento por un pie.

—¡Agua! No me detengas o armo una tormenta —respondía el Viento muy incomodado.

—¡Viento! Ya no puedo sufrir tus ligerezas.

—¡Agua! No seas pesada.

—Marido: ya estoy harta de tus libertades: te pasas la vida persiguiendo a las mujeres y haciéndoles enseñar las pantorrillas, y ahora llevas engañada a esa muchacha. No ha de ser. La carta que buscas ha caído en mi poder y no la suelto.

—¡Una carta! —dijo el Viento con hipócrita extrañeza.

—¿Creías estar solo cuando pedías el abrazo? Nunca falta una fuente oculta que venga a contarme lo que haces. ¡Mal marido!

El Viento se desprendió de su mujer y volvió al lado de Sofía, que estaba muy desconsolada. Había visto caer la carta de Andrés en la laguna, flotar un instante y luego hundirse bajo el agua.

IV

—No llores, niña hermosa —dijo el Viento—. Yo la recobraré.

Y soplando con furia en la laguna, la secó vaciando toda el agua. Dos pueblos quedaron inundados por aquel capricho del Viento y sus habitantes destruidos. Pero al alzar la carta sujeta al fondo por una enorme piedra, y entregársela a Sofía, ésta no la pudo leer: el agua la había borrado y estaba en blanco el pliego.

—He cumplido mi promesa —dijo el Viento incomodado.

—Yo prometí cumplir la mía, cuando leyera la carta —respondió la niña.

—Te contaré lo que diría.

—¿La has leído?

—¿Para qué? Todas las cartas de amor dicen lo mismo.

—No hay abrazo.

El Viento no insistió: había oído murmurar bajo tierra un caño de agua y comprendió que le escuchaba su mujer.

V

Pasaron los meses y los años; el Viento había llamado inútilmente muchas noches a la ventana de Sofía, pero la lluvia había golpeado también en sus cristales; era que la esposa vigilaba protegiendo a la muchacha. Por fin regresó Andrés y se celebró en Madrid su boda con Sofía, que con su traje blanco estaba aérea, según dijo un poeta. Cuando salió la comitiva de la iglesia, se levantó un poco de viento, que derribó el sombrero del novio y estropeó el tocado de la novia; casi en el acto aparecieron algunos nubarrones en el cielo; el día, que había amanecido tranquilo, se descompuso, y mientras se celebraba el banquete de boda, el Viento se revolvió bramando por calles y tejados, arrancando árboles copudos, alzando coches y derribando reyes de piedra y chimeneas; la lluvia cayó con furia sobre el Viento, y los sabios llamaron ciclón a aquella tempestad de viento y agua. No estaban el secreto. Era un matrimonio celoso que se tiraba de las greñas y se zurraba en medio de la atmósfera.

VI

Una tarde de otoño había salido Sofía dejando en casa a Andrés, y al revolver una bocacalle, sintió que le rozaba las mejillas un aire suave.

—¿Crees que te olvido? —dijo el Viento.

—¿Crees que te hago caso? —respondió la buena moza.

—Elige: o eres mía o estrello a tu marido.

—No saldrá de casa.

—Es inútil: me basta el ojo de una cerradura para matarle de una pulmonía.

—No serás tan cruel...

—Soy bueno y malo: cuando estoy de buen humor, ayudo al labriego que aventa su cosecha con el bieldo, y me llaman Céfiro en las poesías: si me irrito me llaman Huracán.

VII

Andrés vive sano y feliz: tiene cerca de Madrid un molino de viento que muele como si fuera de vapor y se ha hecho rico: Sofía sólo tiene el defecto de salir a tomar el aire, muy a menudo, en la ventana, y vivir en casa donde no haya fuente: alguna que otra noche, el marido se despierta con sobresalto, y al verse solo y oír ruido, llama a su mujer. Ésta le tranquiliza, diciéndole con cariño:

—No tengas cuidado y duerme, que es el viento.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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