Pedro Chapa había sido conserje de un cementerio, y estaba rico: vivía retirado y habíamos adquirido mucha confianza. Todas las noches tomábamos juntos el café, y gustaba de narrarme, entre sorbo y sorbo, y taza tras taza, algunos episodios de su vida sepulcral, que así llamaba al período de tiempo que pasó siendo vecino de los muertos.
—Aquí inter nos —le pregunté una noche—, ¿ha violado usted muchas sepulturas?
Chapa respondió sonriéndose:
—Una sepultura es como una carta cerrada; pocos curiosos resisten a la tentación de abrir algunas, y soy algo curioso.
—La verdad es —le dije aparentando pocos escrúpulos para animarlo— que de nada aprovechan a los muertos las alhajillas con que les adornan.
—Está usted equivocado; ya no hay esa costumbre: puedo asegurarle a usted que en todos los cadáveres que he registrado no he hallado más alhaja que aquel reloj, olvidado sin duda en el bolsillo de un chaleco por no tener cadena.
Y Pedro descolgó de la relojera una saboneta de oro.
—Está parada —dije examinándola—; ¿por qué no le da usted cuerda?
—Es inútil: no anda.
—Llévela usted a un relojero.
—Sepa usted que este reloj ha recorrido las mejores relojerías de Madrid: todos los artífices me han dicho: «La máquina es muy buena: todas las piezas están completas y sin lesión, y sin embargo, el mecanismo no funciona. No sabemos en qué consiste».
—No he visto mayor anomalía...
—Yo sé en qué consiste: este reloj no está parado, sino muerto, y marca su última hora.
—¿Cree usted que esos objetos mueren?
—A todas las máquinas les llega su última enfermedad, que no tiene compostura. En fin, no pudiendo componer el reloj, lo colgué de este clavo, y aquí yace —dijo Chapa colocándolo en su sitio.
—¿Sabe usted que no comprendo el registro de sepulturas —añadí— sin la esperanza de hallar objetos de valor? ¿Se aprovechan acaso sus vestidos?
—En mi establecimiento, quiero decir, en mi cementerio, no se hacía esa bajeza. Yo sólo registraba los bolsillos de los muertos que no causaban repugnancia, por curiosidad, y para sacar los papeles y objetos que suelen enterrarse por falta de cuidado. Hay en los bolsillos de los muertos muchas llaves, boquillas y carteras, cartas y apuntaciones. Vea usted algunos.
Y abriendo su cajón, que parecía un escaparate de prendería, desató un legajo lleno de papeles.
—Lea usted esta nota: «Día 28». Era de un señor que murió de repente aquella noche. «Lista de lo que debo hacer mañana: Dar un beso a mi hija y un abrazo a la institutriz; asistir a la subasta; almorzar con Amparo; ir al salón de peluquería, al salón de Conferencias y al salon del Prado; comer en Fornos; luego a los salones del marqués y al salón de juego del Casino, y a cenar con la institutriz». Todo quedó en proyecto.
—¿Y quién era ese individuo?
—Don Roque Ciénaga.
—Le conocí: era, en efecto, un hombre de salón. ¿Qué son aquellos papeles?
—Cartas amorosas; las tenía un muerto entre las manos; yo no sabía, al quitárselas, que era disposición romántica del difunto; creí que era cartero.
—¡Cuántos cigarros!
—No se los ofrezco, porque son cigarros de ultratumba. ¿Quiere usted ver si le sirven los anteojos de un cadáver?
—Muchas gracias.
—Una tarjeta. Por cierto que me recuerda un episodio curioso. Preguntó por mí cierto día en el cementerio una señora: salí a recibirla; era guapa y estaba algo agitada. «¿Puede usted decirme —exclamó— si ha resucitado algún muerto en estos días?». «Ninguno, señora, que yo sepa». «¿Está usted seguro?». «Hasta la evidencia». La señora palideció, y dijo al cabo de un rato: «¿Quiere usted acompañarme a la tumba de don Julio C..., que fue enterrado cuatro días hace?». La acompañé al nicho y se la enseñé, porque todavía no tenía lápida, e hice ademán de retirarme. «¡Por Dios! no me deje usted sola. Soy muy desgraciada. He sido citada por un muerto. Hágame usted el favor de llamar en ese nicho». Llamé, porque sabía que no habían de responder, pues de otro modo no hubiera llamado... llamé con un garrote.
—¿Y respondieron? —no pude menos de preguntar interrumpiéndole.
—Sí; muchos golpes dados en hueco sonaron dentro del sepulcro. Quise huir, pero la señora se había abrazado a mí, desmayándose en mis brazos. Yo debía tener erizados los cabellos. En fin, un albañil que trabajaba en otro patio en la galería posterior lo explicó todo. Oyó mis golpes y había contestado. La señora volvió en sí, pero la explicación no le satisfizo. «¡Ha sido él, ha sido él!», repetía. «¡Señora, los muertos no responden!». «Tampoco parece que escriben, y me ha escrito; vea usted esta carta, echada ayer en el correo y recibida esta mañana; ¡ah!, conozco bien su letra; tengo quinientas cartas suyas». La carta decía así: «Recibirás esta carta temprano; ven a almorzar conmigo al mediodía. — Julio». «Y gracias —me dijo la dama al oído, mirando al nicho de reojo— que no me convidó a cenar a media noche».
»Nos habíamos quedado solos otra vez, y al ver el terror de la señora, no pude menos de confesarle la verdad. Yo había encontrado una carta cerrada y con señas, registrando los bolsillos del cadáver, y creyendo que podía ser de interés particular, la eché al correo tres días después. La dama respiró entonces libremente de tal modo, que se acordó de que estaba en ayunas. «¿Hay por aquí cerca alguna cantina? —me dijo—, no he almorzado y es ya tarde». «Comprendo —respondí—, como estaba usted convidada, vino usted sin almorzar...». «¿Y cree usted que podía tener apetito recibiendo una carta semejante?». «Es verdad: hágame usted el honor de almorzar conmigo en la conserjería». «¡Cómo!, ¿almorzar en el camposanto? He almorzado en todas partes menos en los cementerios. Gracias; acepto, si me jura usted una cosa...». «Cuál, señora?». «No darme en el almuerzo carne humana».
El relato del conserje me interesó mucho, y cuando concluyó, le dije:
—Supongo que si encontró usted alguna otra carta cerrada, no la echaría al correo sin abrirla.
—En efecto: encontré otra en la americana de un estudiante muerto, y... la abrí. Iba dirigida al juez de guardia, y decía: «Que no se culpe a nadie de mi muerte; muero de viruelas».
—¿Y no tuvo usted algún otro sustillo en sus registros nocturnos?
—Una noche acababa de abrir la caja de un comandante retirado, y pareciéndome notar un bulto en el bolsillo del chaleco, introduje en él los dedos. En aquel momento la mano del difunto oprimió la mía, y dijo éste incorporándose: «¡Ah, ladrón, no te me escapas!». Y con la otra mano me apuntaba un revólver a la frente.
—¿Y no quedó usted muerto en el acto?
—Quedé mudo y exánime; pero la inminencia del peligro me salvó, haciéndome comprender que el comandante había sido enterrado vivo. «¡Por Dios! —le dije—; suelte usted esa arma; no soy ladrón, sino un funcionario público; estaba usted enterrado; oí un gemido, y he abierto el nicho para salvarle!». «En efecto —repuso el comandante—, veo que me han traído al cementerio y que me han puesto el uniforme viejo y una caja de las baratas; pues no será porque no dejé a mi familia buenos cuartos, pero han cumplido al menos mi voluntad de ser enterrado con revólver; no crea usted que es un capricho ridículo, sino que padezco de epilepsia, y en la previsión de ser enterrado vivo, quise tener un arma para evitarme sufrimientos. Le agradezco su servicio, pero no acepto; cierre usted la caja y vuelva a enterrarme; ¡buenas noches!». «Caballero —repuse—, no puedo complacerle; usted está vivo y debo socorrerle». «¿No he pagado el nicho? Pues tengo el derecho de ocuparlo; ya se ha hecho el gasto del entierro y usted me perjudica; cierre usted la caja». Le supliqué tanto para que se levantara, que me dijo: «¿Conoce usted lo que le sucedió al virrey de Cataluña, conde de Melito? Es muy sabido; pues eso mismo me pasa a mí. Con este uniforme tan roto, en esta caja tan dura y enterrado vivo, estoy aquí mejor que en mi casa. Pero veo que tiene usted escrúpulos para enterrarme, y voy a quitárselos». Y el comandante, sin que pudiera yo evitarlo, se dirigió el revólver a la frente, levantándose la tapa de los sesos. Tuve que enterrarle.
—¿Sabe usted que con ese episodio se podía hacer una novela? ¡Pero es terrible el enterramiento de los vivos!... ¿Es acaso frecuente?
—Afortunadamente, no. Y vea usted cómo la tarea de registrar los bolsillos de los muertos resulta humanitaria. Llegose a mí un médico y me comprometió a que le entregara el cadáver de una huérfana que iban a enterrar aquella tarde y que debía tener un soberbio esqueleto; se lo prometí, porque me habló en nombre de la ciencia. El médico no faltó a la hora convenida. «¿Dónde está el cadáver?», me preguntó con interés. «El cadáver no existe», le contesté. «No entiendo». «Es muy fácil: abrí la caja, y observé señales de vida en la supuesta difunta». «Imposible; la he asistido yo, y sé lo que me hago. Pero, en fin, ¿dónde está el cuerpo?». «En mi cama...». «¿Quiere usted entregármelo?». «No señor; me quedo con él».
—¿De modo que usted sacó del nicho a una mujer y le salvó la vida? ¿Y qué ha hecho usted de ella? —le pregunté con interés.
—¡Silencio! —me contestó el conserje—. ¿No oye usted pasos?
—Sí —dije levantándome con inquietud y tomando el sombrero.
La puerta se abrió y apareció en ella una mujer pálida con una vela en la mano.
—¡Ésa es la muerta! —me dijo al oído Pedro Chapa.
Miré con espanto a la doncella, que exclamó con acento sepulcral:
—¿Me han llamado ustedes?
—Sí, señora... —contesté—; ¿quiere usted alumbrarme?...
—Estoy a sus órdenes.
—Buenas noches —dije a Chapa casi temblando.
—Descanse usted en paz —me contestó el conserje del cementerio.
Al pasar junto a aquella criada alta y pálida, la emoción me hizo tropezar con la luz, queriendo evitarla.
—¿Se ha manchado usted? ¿Quiere usted que le limpie?
—Gracias, gracias; la esperma se quita fácilmente.
—No es esperma...; aquí nos alumbramos con cera...
Y no oí más, porque gané la calle de un brinco.
—¿Es posible —decía entre mí al dirigirme a mi casa— que haya querido obsequiar a esa mujer haciéndome amigo del conserje? Ahora me explico su insensibilidad..., ya sé por qué es tan fría... Esa mujer es un cadáver.