—Señor —me dijo una pobre mujer, dejando su periódico—, ¿qué es eso del hipnotismo? No acabo de entenderlo.
—Se han escrito acerca de ello muchos libros, que cuentan maravillas seriamente; pero como usted no los comprendería, diré en términos claros lo que puede y debe usted entender. Un sabio le propone a usted dormirla con la voluntad y la mirada: si usted acepta, toma asiento; el profesor fija en usted la vista y la adormece; en ese estado le da a usted una orden, que no oye usted, pero que, sin querer y necesariamente, cumple usted al despertar.
—¿Y si me manda que mate?
—Mata usted; y si le ordena que robe, roba usted. Aún hay más. Un sabio dijo a un durmiente hipnotizado: «Quiero que mañana te salga una ampolla en el cogote»; y el cogote obedeció la orden, y salió al día siguiente la vejiga: de modo que, no sólo obedece el paciente con sus acciones, sino los miembros de su cuerpo, curándose si están enfermos, y hasta marcando si es preciso una inscripción sobre la espalda, según refiere un profesor de Montpellier.
—¿Tales milagros se ejecutan?
—¿Quiere usted que la duerma y ordene a sus narices que se caigan a la hora que usted guste?
—¡No, por Dios!
—Lo remediaríamos con otro sueño hipnótico, en que, a mi voz de mando, brotaría bajo su frente otra nariz tan linda como la que luce usted en esa cara. Como que trato de abrir un salón de compostura y embellecimiento de personas, a precios arreglados: desfiguración de rostros para huir de la Justicia o acreedores, brote de cabellos en las calvas y cambio de atractivos a los descontentos de su físico.
—¿Eso hará usted?
—He hecho más: he convertido en cerdo a un hombre, como verá usted en la historia que voy a referir: no supongo que la nieguen esos sabios: yo les he creído, y en correspondencia deben creerme a pie juntillas. O se tira de la manta para todos o para ninguno.
Narración
Sabido es que tuve un criado, Perico, que me enviaron sus padres desde el pueblo: que le hipnoticé; y habiéndole preguntado, mientras dormía, en qué animal preferiría convertirse, respondió que la vida de cerdo le parecía inmejorable. A fuerza de hipnotismo y de mandatos apremiantes, empezó a trocar su cara en hocico y los muslos en jamones, y en esa clase media de hombre-cerdo le dejé en mi cuento El paraíso de los animales.
Siguiendo mi narración, todo fue para mi gusto y recreo, y gocé como autor, o más bien arreglador (que dicen ser gusto duplicado el de enmendar al que se roba), al ver convertida en jeta la cara del muchacho, y tomar aire de matón con su colmillo retorcido; al ver formando graciosos cucuruchos las orejas, moldearse a mis órdenes su cuerpo y el brotar del hueso sacro el rabo final, como una etcétera mal hecha.
No tardaron en sobrevenir los remordimientos. El Código no había previsto el caso: era un delito del porvenir, y entretanto no hay responsabilidad para los que embrutecen a los hombres; pero mi conciencia me gritaba: «¿Qué has hecho de tu pobre criado? Sus padres te lo confiaron para que se hiciese hombre a tu lado, y le has convertido en cerdo. ¿Puedes devolvérselo en esa apariencia inmunda y decirles: “Tomad a vuestro hijo”? Y si no se lo entrego, ¿qué haré con él? ¿Comérmelo sabiendo que es Perico?». Y la tentación me respondía: «Acaso esté exquisito: se te ofrece el único caso de probar un jamón hecho por ti».
En rigor, el cerdo era mío en cuanto cerdo; pero en calidad de hijo era de sus padres: no debía dudar, y se lo envié como regalo. Los infelices me dieron las gracias, preguntándome de qué raza era aquel puerco: ¿les había de contestar: «Es de la vuestra»? Añadíanme que lo habían unido a la piara y estaba ya como en familia; que había llegado flaco, pero que pronto engordaría.
Tuve una nueva preocupación: los padres de Perico me avisaban con tiempo que el reemplazo exigiría su presencia: el apuro era terrible; no podía consentir que le declarasen desertor, y determiné «hacerle un sustituto»; ¿no había convertido en cerdo a un hombre? Pues convertiría en hombre a un cerdo.
Era un puerco de primera el que me propuse moldear, dándole la forma de Perico; me encerré con él y lo dormí a fuerza de bellotas y miradas; el organismo del marrano era aún más dócil que el del hombre, y en pocos días tuvo piernas de persona, y a la semana siguiente cintura de muchacho, y sacaba los brazos por los hombros: abreviando: al poco tiempo sólo tenía de cerdo la cabeza; le presenté un espejo y me pareció que no se conocía. La dificultada estaba en la cabeza, porque identificaba la persona; pero una fotografía de mi infeliz criado permitió la perfecta semejanza, y me vi en presencia de Perico. Había falsificado un hombre, pero era un artista, ¡había hecho una escultura de tocino!
—¡Oh poder de la sugestión! —dije extasiado ante mi obra—. ¡Oh sabios que descubristeis la ley con que la voluntad del hombre modifica el cuerpo ajeno! Nada invento: sólo deduzco, aplico y desarrollo vuestra idea. Por vosotros se explican los antiguos encantamientos y las transformaciones de Medea, que debieron ser casos de hipnotismo, no de magia, como la del asno de oro de Apuleyo. Recibid mis aplausos y saludos. Y ahora, a infundir la luz de la razón en la sesera de ese puerco, destinada hace poco a la venta en una casquería. ¿Puerco le llamo? Retiro la palabra: hoy es mi semejante.
¿Habría tiempo de educarle? Afortunadamente, Perico no había tenido la fatal manía de estudiar, y entre sus conocimientos naturales y los del ex animal, el hueco era muy corto. ¿Influyó en sus rápidos adelantos la superioridad que la forma y construcción de la cabeza humana presta a las criaturas? La mezcla de sustancias ¿resultaría a propósito en aquel mestizo de hombre y cerdo? Todo contribuía, pero como impulso principal, la sugestión, el más intenso y eficaz de los sistemas pedagógicos. Día llegará en que, en vez de bancos y mesas, en las escuelas haya camas, e hipnotizados los alumnos por el profesor, se empapen de ciencia en siestas deliciosas.
Al verse con la cabeza lejos del suelo, sentía vértigos mi discípulo; pero con una pollera le acostumbré a andar en dos pies, y al mes de mis lecciones hablaba el castellano tan bien como Perico. Ningún aprendiz de músico, al sacar por primera vez en su violín La donna è mobile, experimenta el placer que yo sentí al oír que me daba en español los buenos días. Le abracé y le dije conmovido: «Grúñeme, Perico, grúñeme otra vez esas palabras, pero procura perder el acento de familia». Era feo el pobre, pero, como obra mía, pareciome encantador: sólo entonces comprendí el célebre final con que el poeta francés Carlos Monselet termina su soneto en elogio del cerdo, llamándole ángel querido:
Adorable cochon! Animal roi! — Cher ange!
Era día de San Eugenio, y le llevé a El Pardo en recompensa, donde vareamos encinas a placer.
—¡Qué rica es la bellota! ¿No es verdad? —le dije creyendo halagar sus gustos.
—Mejor es lo que ayer me dio usted a probar.
—No recuerdo...
—La trufa.
Le miré con admiración, comparando su preferencia con las del vecindario que volvía a Madrid cargado de bellotas.
—Oye —le dije— y graba en tu sesera estos últimos consejos con que doy tu educación por terminada: «No atropelles a las gentes, ni te revuelques en los charcos, ni metas el hocico en la sopera, ni te pongas los pantalones del revés». Sin esos pequeños defectos eres todo un hombre.
* * *
Poco después, el falso Perico caía en los brazos de la madre del verdadero, que le decía enternecida:
—No hay como Madrid para mejorar a las personas. ¡Bendito seas! ¡Cuánto has ganado! Si hasta me parece que hueles a jamón.
El falso Perico la miraba distraído: ¿se acordaría de la puerca que le había amamantado?
No sólo le acompañé al pueblo para vigilarle algunos días: me atraía mi crimen, el cariño a mis dos obras y una curiosidad irresistible; y, sin embargo, tuve miedo de encontrarme con mi víctima. Cruzó a mi lado una piara de cerdos, y —¡oh poder del remordimiento!— me figuraba que todos se parecían a mi pobre criado: uno, sobre todo, se destacaba entre los demás; era un cerdo mal hecho; sin duda era mi obra: el cochino me miró al pasar...
Luego me saludó con el hocico...
No podía dudar, ¡era Perico!
Aquella noche sentí que empujaban mi puerta procurando hacer poco
ruido; abrí con precaución, y una visita extraña honró mi cuarto: era
el cerdo que me había saludado aquella tarde; sentí temor al ver en
aquella forma a mi criado, recelando una venganza; pero tenía el aspecto
tan tranquilo y tan dulce la mirada, que le dije:
—Toma asiento.
Ninguna silla se acomodaba a su volumen, y hubo de sentarse en su cuarto posterior.
—¿Sufres, Perico? —le dije con cariño.
Hizo con la cabeza un signo negativo.
—¿Puedes hablar?
El animal, digo, ex Perico, aproximó su boca a mi oído, y su voz, que era gruñido emitido con fuerza, se convertía en habla humana sonando pianísimo.
—Vengo por ti —exclamé—, para transformarte.
—¡Oh! No, señor: estoy contento: aquí vivo sin trabajar y como a todas horas.
—Pero te abrirán en canal, desdichado.
—Cúmplase mi suerte.
—Harán morcillas de ti y me las darán a probar.
—Que le hagan buen provecho.
—Positivamente. ¿No quieres volver a ser hombre?
—No puede ser: me han mutilado.
Le tendí la mano, puso su mano de puerco entre la mía, y salió de la alcoba para ir a dormir en la pocilga.
* * *
Perico, el hombre convertido en cerdo, murió honradamente en el mes de la matanza: le degollaron por delante como a un noble.
El cerdo que convertí en hombre llegó a ser alcalde en el pueblo, y al administrar el municipio se portó como quien era: quiero decir, que hizo muchas porquerías.