I
Ella era de una fealdad superlativa; lo horrible hecho carne; pero Él la empeoraba en tercio y quinto con su cuerpo dislocado, su cabeza como machacada entre dos piedras, pies de aumento y manazas como guantes de esgrimir. El amor, que une hasta los hipopótamos, había apasionado mutuamente aquellos monstruos, pero nadie se imaginaba al Cupido que hizo su consorcio con alas de oro y rosa, sino en figura de murciélago. Al verlos, rompían a llorar hasta los usureros, y las aguas de los ríos, espantadas, corrían más deprisa; el sol se nublaba para tapar aquella visión doble, y la obscuridad, al envolverlos cada noche, sentía las entrañas doloridas a la idea de tener que darlos a luz por la mañana.
II
Desde entonces saben los poetas que pueden hablar hasta las piedras, porque las estatuas de Fidias se quejaron en voz alta diciendo desde sus pedestales:
—Es intolerable que lo feo inspire amor.
Y las Frinés y los Adonis que lucían en los Juegos Olímpicos sus cuerpos arrogantes vociferaban indignados:
—Atraer y ser querido es el privilegio de lo hermoso; repeler y repugnar es el castigo de lo feo.
—Ese amor tierno y horrible trastorna las nociones de la fealdad y la belleza.
—Destierra, Apolo, esos amantes al astro más lejano, adonde no lleguen la vista ni el pensamiento de los hombres.
—Pide a Júpiter que los confunda con sus rayos.
III
El carro del Sol se detuvo, y los dioses, los héroes y cuantos tienen entrada de favor en el Olimpo subieron a escuchar el himno de Apolo en defensa de la poesía y la belleza. Al resonar su argentina voz en las alturas, los mundos enmudecieron para no interrumpir su cántico sublime, y temblaron los monstruos, las Harpías, las Parcas y las Furias cuando pidió el exterminio de la fealdad por desapacible a la vista, indigna de amor y ser el borrón de lo creado.
IV
Iba a dictarse la sentencia, pero pidió la palabra Vulcano, el más feo de los dioses: de lo ocurrido allí sólo se conservan breves fragmentos en un papiro hallado en las ruinas de Pompeya.
Dijo Vulcano:
—Entiendo que hay tres clases, ¡oh Febo!, en cuanto alumbras: lo bello, lo indiferente y lo deforme, y todo constituye una armonía. Si suprimes la fealdad, quedará perpetuada por esa dislocación del todo, hoy perfecto, mañana cojo como yo. Ni tendrá valor lo hermoso si falta el contraste que le da su estimación.
»¿Puedes negar acaso que, desterrando la fealdad, destruyes la hermosura, que resulta muchas veces de su trasformación o de sus obras? Fea es la oruga y se convierte en mariposa; fea es al nacer la cría de los pájaros, y luego alegra los jardines y los aires; feo soy y feos son mis cíclopes y, ¡oh Sol!, fabricamos el carro en que paseas tu belleza. ¡Que forjen obra igual las deidades más hermosas!
»Que lo feo no debe inspirar amor... Ello es que lo inspira; y desde que hay recuerdos en el tiempo, se realiza el enlace y reproducción hasta de lo más repulsivo y asqueroso. ¿Por qué misterio? Preguntadme los secretos de la aleación de los metales, pero no de los misterios amorosos. Pido que venga el Amor a declarar en este juicio.
V
Entró riendo: una bandada de mariposas blancas, verdes, azules y gayadas bullía alrededor de sus cabellos y se disputaba el azúcar de sus labios.
—¡Amor! —dijo Vulcano—, ¿por qué secreto es amado hasta lo horrible?
—¿Lo horrible? No comprendo; ya sabéis que soy ciego.
—Entonces ¿cómo aciertas cuando hieres?
—Tengo luz propia con que todo lo ilumino a mi manera. Mirad cómo me alumbro.
Y de los ojos blancos de Cupido brotó una luz rosada, que proyectándose en neblina luminosa sobre los seres más disformes, enmendaba sus defectos, como podría la divina mano de Apeles corregir el borrón de un aprendiz.
Vieron los dioses a aquella falsa luz convertidos en obras maestras los mamarrachos de artistas impotentes que aparecían no conforme eran en realidad, sino como los concibieron y creían haberlos ejecutado sus autores.
Y vieron en todo su esplendor la belleza del escuerzo, los encantos de la mosca, las seducciones del galápago, los atractivos de la cucaracha, las gracias del mochuelo y un desfile tentador de pulgas, topos, erizos, cerdos y micos adorables; que así resultaban todos mirados con los ojos del Amor.
Cuando las razas humanas penetraron en el foco luminoso, tembló la belleza helénica al ver otras formas rivales de hermosura que ni aun había sospechado: la Venus amarilla de ojos oblicuos y sin pies, la Venus esquimal envuelta en piel de foca, la Venus gitana de ojos brillantes y lascivo movimiento, la Venus enana, la Venus hotentota...
Cupido cerró los párpados y la linterna se apagó; había sentido un pellizco de su madre, la Venus verdadera.
—Basta —le dijo enfurecida—; te desafío a que embellezcas sin desfigurarlos esos monstruos que han escandalizado a Grecia con su amor.
Cayeron sobre Ella y Él los rayos amorosos, y de la horrible pareja, sin perder su parecido, emanó un género nuevo de belleza inarmónica, baja, sensual, picante, pero indudable y poderosa. Apolo en su nobleza no pudo menos de exclamar:
—Verdaderamente, esos monstruos son hermosos, y hay otra belleza oculta que no alumbran mis rayos y sólo ve el Amor.
Venus confesó su derrota con su furia, porque desatándose el ceñidor dio a Cupido una azotaina en medio de los cielos. El Amor siguió riéndose: como que el ceñidor con que le azotaba su madre era de flores.
* * *
No pudo entender más el sabio que descifraba el manuscrito pompeyano, y abandonó la biblioteca murmurando:
—Los rayos X nos han descubierto nuevos misterios de la luz. Pero hay otros rayos dentro de nosotros que hacen ver embellecidos, en la linterna mágica del amor, a las madres sus hijos, sus obras al artista, y a todos su ideal. Si no hubiera rayos X, merecerían ese nombre; ¿cómo ha de ser?, los llamaré los rayos Z.