Mojiganga

José Fernández Bremón


Cuento



I

—Madre Zanca —dijo una muchacha rubia que representaba quince años—, es una pobre la que llama, y quiere que le digáis la buena ventura de limosna.

—Respóndele que no se la he querido decir a un caballero con guantes de ámbar, plumas en el sombrero y muchos doblones en el cinto. Hoy no trabajo.

—Dice que lo hagáis por caridad.

—Dale con el plumero.

—¿Con el mango?

—No: con la pluma, así se espanta a las moscas.

La muchacha volvió a salir, y se oyó a lo lejos el claro timbre de su voz, mezclada con otra algo cascada.

—¡Blanca! Basta de conversación y cierra la cancela —gritó con su voz hombruna la tía Zancadilla.

—Es que os ha echado una maldición esa pícara gitana.

—Pues no se la devuelvo, porque hace tiempo que no maldigo gratis.

Y se asomó al cierre de cristales para verla, pero la distrajo de su idea la vista de un jinete muy galán que entraba por la estrecha callejuela.

—¡Blanca! ¡Guiomar! ¡Inés! ¡Estrella! Niñas, aquí todas, que don Luis viene a caballo —gritó la madre Zanca.

Don Luis plantó el caballo ante el balcón, donde se habían apiñado con la vieja seis mocitas liadas como amorcillos; pero, en vez de apearse, dijo con mal humor:

—No me aguardéis: salgo en este momento de Toledo, de orden de mi tío el corregidor, con una escolta que he de alcanzar en diez minutos.

—¿Ocurre algo?

—Se sabe que la reina está de parto y no hay avisos de Madrid: voy a reconocer el camino, por si lo han interceptado los bandidos. Ni una palabra más. Adiós, Estrella: tú eres mi lucero: Guiomar del alma: Blanca mía, compadecedme y bebed a mi salud. ¡Ah! Nadie sepa que he venido.

Salió el caballo al trote, las niñas agitaron los pañuelos, retirándose contrariadas, mientras que un viejo corchete, que había escuchado la conversación, oculto en un zaguán, murmuraba para sí:

—¡Qué juventud! Hablar de asuntos de Estado en una casa como ésta!... Daré parte a su tío de lo que ha dicho a esa tía.

II

La llamaban madre Zanca por abreviar su mote verdadero de tía Zancadilla, que obtuvo sin duda por haber hecho tropezar a las mejores mozas de Toledo. Al acercarse el mediodía hablaba de este modo a sus discípulas:

—¿Cómo ha de ser? Comeremos sin galán, pero muy bien. Vengo de pasar revista a los guisos y la esclava se ha lucido: tenemos sopa de perdices, pastel de olla podrida, artaletes de ternera, madrecillas de gallina, platillo de puntas de cuernos de venado, jalea de hinojos, ¿qué sé yo? Hay que estar alegre. No todos los días se cumplen cien años; y nosotras reunimos dos siglos entre todas: entre las seis tenéis cien años; yo cumplo el otro siglo, hoy 15 de abril de 1579...

—¡Cuánto habréis visto, madre Zanca! —dijo Estrella.

—Visto y pasado. Como que conocí a Cristóbal Colón, el que descubrió la India o lo que sea. Tenía yo trece años, y me dio un pellizco estando en el Real de Santa Fe; entonces no hice caso, pero luego que fue tan renombrado, sentí que no me hubiera sacado la tajada.

—¡Ave María! ¿Para qué?

—Para enseñar la cicatriz, como quien luce una venera. Era yo una tonta; que aquí donde me veis, fui niña inocente, aunque ahora las malas lenguas me desuellen con razón. Y han de acribillarme durante mucho tiempo, que en esto del vivir, no hay como empeñarse en no morir, para salir con ello, y estoy tan fuerte, que luego he de bailar en cuanto traigan las guitarras. ¡Ea, niñas! A la mesa.

Un aldabonazo, y la entrada de un alguacil y dos corchetes, interrumpió toda alegría. Cuando la madre Zanca se enteró de que venían a prenderla, quiso apelar a toda clase de sobornos, pero el ministro fue inflexible.

—Hoy no puedo —le dijo—, ha habido un soplo.

—Pero ¿de qué me acusan? —exclamaba la tía Zancadilla camino de la cárcel.

—Tranquilízate; no es de hechicería. ¿No ha pagado tu banquete don Luis? ¿No ha venido a despedirse, cuando debía galopar por el camino?

—¿Y qué harán de mí?

—Poca cosa; no puede pasar de cien azotes.

Sin embargo, no fue así; introducida ante el juez la tía Zanca, aquél le preguntó:

—¿Qué edad tenéis?

—Cien años.

—¿Y cómo no habéis muerto todavía? —dijo el juez severamente—. Confesad que eso no es natural. ¿Por qué os tapáis la cara? ¡Descubríos!

La madre Zanca, que ocultaba el rostro por no mostrar sus deformidades, se alzó el velo.

El juez retrocedió hasta el respaldo de la silla y dijo al escribano:

—No necesito más pruebas que su cara; ¡que la emplumen!

III

Inútil fue la heroica resistencia que opuso la tía Zancadilla; hubo de entrar a empellones en la sala destinada a ejecutar ciertas sentencias. La indumentaria era sencilla, pero no faltaba nada. Banco para mutilar y la cuchillería indispensable para ejecutar los fallos de índole quirúrgica; dos perros de presa para recoger lo que caía; cubos que olían a vinagre y otros ingredientes; hornillos para calentar marcas de hierro; cadenas y grilletes, cuerdas, haces de varas y vergajos.

—¡Quietos! ¡Quietos! —dijo el verdugo apartando a los perros, que olían y miraban a la vieja con glotonería—. No hay nada para vosotros esta vez. ¡Muchacho! Acerca las brochas a la miel. Y tú, vieja, desnúdate.

—Pero es una vergüenza —gritó la tía Zancadilla.

—¿Te he de emplumar vestida?

—Decid cómo se hace, dejadme sola y yo me emplumaré.

—Esto es un arte y además lo tiene que presenciar el escribano. Ea; apresúrate que el pueblo espera, y es la hora del paseo.

El verdugo arrancó la toca y el jubón y empezó a descubrir la piel amarillenta: allí no habia carne sino huesos, y los perros gruñeron de placer, disponiéndose a roerlos después, miraron a su amo como extrañando que no les echaran aquellos desperdicios. El tiempo la había disecado: los pechos se habían hecho pasas y la momificación era completa. El escribano atestiguó haber contado las costillas.

—¡Apelo! ¡Apelo! —decía la madre Zancadilla al sentir en sus espaldas los fríos brochazos de la miel, necesarios para que las plumas se pegasen al cuerpo.

—¿Apelar? —repuso el escribano—. No hay sentencia más dulce. Ahora las manos. No te chupes los dedos. ¡Vamos, que dado tu oficio, ya debías esperar que alguna vez te pusieran en almíbar! ¡Muchacho! ¡Más plumas! Considera que es el traje único.

Y el verdugo añadió:

—Pesia a mí, si hay muchas señoras que hayan lucido tantas plumas como vas a lucir tú; y te juro que mejoras por instantes. ¿Quieres una cresta?

—Calla, maldito —dijo la tía Zancadilla—, así te sierren por la mitad con una espina de pescado.

IV

El verdugo conducía el asno tirando del ronzal, el pregonero iba detrás y los corchetes apartaban a la gente.

Cuando la tía Zancadilla, a horcajadas sobre la albarda, apareció ante el público, con el cuerpo cubierto de plumas de pato y de gallina, exceptuando el óvalo grotesco de la cara, parecía a lo lejos un gran orangután. La muchedumbre, al ver aquella extravagante mojiganga, lanzó un bramido de placer: los muchachos brincaban de alegría, el pregonero no podía hablar de risa, y hasta dos agonizantes que venían de auxiliar a un moribundo bajaron los ojos para no perder la gravedad.

—¡La emplumada! —gritaban los chiquillos—. ¡Anaranjeémosla!

—Sacad las colgaduras —decían las mozas—. Salgan las rodillas y felpudos.

—Hoy cumple un siglo la tía Zancadilla —decían los amigos—, bien lo celebra.

—¡Que los tengas muy felices!

—¿A que no te acuerdas de cuándo recibiste la primera excomunión?

Y durante un gran rato sólo se oyeron por las calles risas, dicterios, chanzas y silbidos. La tía Zancadilla, atolondrada por el estruendo, calló en la primera mitad de la carrera; al llegar junto a una taberna, pidió vino y le alargaron una bota.

—Zanca —dijo una voz—, soy la que te maldijo esta mañana: como me diste con la pluma te emplumaron: si me llegas a dar con la vara te muelen a varazos.

La tía Zancadilla no pudo ver quién lo decía: pero animada por un trago de a cuartillo, desató la lengua, contestando a los insultos.

—¡Fuera, ladronzuelos! —decía a los chiquillos—. Bailad de gusto, que ya bailaréis sin él colgados del pescuezo. Y vosotras, bribonas deslenguadas, me injuriáis porque no os he proporcionado amantes.

El clamoreo de las mozas aumentó.

—¡Qué bien volarás con esas plumas! ¡Qué blanda dormirás en ellas!

—No: dormirá en un pie con la cabeza bajo el ala. ¿Es verdad que te queman luego?

—No: las mujeres a mi edad somos incombustibles. Vosotras os requemáis a solas.

—Pues bien te vendrían algunos tizonazos en vida, a cuenta de los que te esperan en la otra. ¡Bruja!

—¡Feas!

El clamoreo era infernal, y hubiera acabado a tronchazos y puñadas, a no adelantarse por el frente de la comitiva un jinete que refrenaba su caballo, diciendo:

—¡Plaza, plaza, por el rey! ¡Ea! Soltad a esa mujer, que aquí traigo el perdón.

Una protesta casi unánime sucedió a aquellas palabras: pero don Luis, que era el caballero, dijo con voz poderosa:

—¡Silencio! La reina doña Ana (que Dios guarde) ha dado a luz un infante ayer mañana en el alcázar de Madrid. ¡Viva la reina! Aquí está la orden: soltad al instante a esa mujer, y vosotros a sacar las colgaduras y preparar las iluminaciones de esta noche. —Y empujando suavemente a la multitud con su caballo, se perdió de vista entre la gente.

Los gritos variaron de carácter, y el pueblo, cansado de la grosera mojiganga, marchó a variar la diversión.

—Desmonta —dijo el verdugo a la emplumada—. Ya estás libre.

—Desmonta —repitió el dueño del burro—, ya tu caballería está libre del embargo.

—Pero ¿qué he de hacer en esta facha en medio de la calle? —decía la tía Zancadilla.

—Componte como puedas.

—Dadme mis ropas.

—Manda por ellas a la cárcel.

—Pues dejadme siquiera en una pollería.

—¿Qué quieres hacer allí?

—¿Qué he de querer? ¡Que me desplumen!

—Desgraciada —dijo compadecido el verdugo, y cubriéndola con su capa—, ven conmigo. Yo te salvaré. Si el pollero te ve entrar en su tienda en esa forma, te retuerce el pescuezo y te hace cuartos.


Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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