A mi querido amigo el Subinspector de Sanidad militar,
D. Eduardo Baselga.
I
Uno de los establecimientos más curiosos de Europa es la casa de salud de Mr. Dansant, fundador y propagador de la aeropatía, ó sea, sistema de curar toda clase de enfermedades por medio del aire.
Abandonado en las calles de París siendo muy niño, Mr. Dansant habia pasado su infancia al aire libre; el aire entrando á través de su destrozada ropa, en vez de alterar su salud, le habia acostumbrado á resistir vigorosamente la intemperie: un herrero, compadecido del granuja, le recibió en su taller y puso á su cargo el fuelle de uno de los hornos: cansado de soplar la lumbre y de la abrasadora atmósfera de la fragua, el muchacho entró de aprendiz en una fábrica de abanicos, y en sus ratos de ocio empezó á estudiar música, dedicándose á aprender el pito, por ser entre los instrumentos de viento el más barato y tener aplicacion en las bandas militares: su ambicion de muchacho le hacia desear el uniforme, que da al cuerpo un aire distinguido.
—Tienes la cabeza llena de viento, decia el fabricante á su aprendiz, cuando éste le aseguraba que con el tiempo haria ruido en el mundo. Ya te cortarán las alas si tratas de volar por tí mismo.
La ocasion se ofreció más pronto de lo que el muchacho se esperaba: el fabricante de abanicos construia tambien otros aparatos: cierto dia se presentó en la tienda un aeronauta y encargó un paracaidas. Luis Dansant fué elegido por su maestro para llevar el aparato al comprador, á quien halló probando un globo: éste se hallaba sujeto por una maroma á unos fuertes anillos de hierro: los gases le inflaban rápidamente y el aeronauta se habia instalado en la barquilla, donde examinó el paracaidas.
—No parece mal trabajado, dijo al aprendiz; pero, ¿quién me responde de su solidez?
—Yo, coutestó rápidamente el muchacho, si V. Me asegura que es bueno el sistema.
—De ese no tengo duda: está conforme con las leyes físicas.
—Entónces me comprometo á hacer la prueba, si usted me permite subir en el globo.
El aeronauta, admirado del atrevimiento de aquel niño, le acogió bondadosamente en la barquilla, pero no le consintió la prueba del aparato, que se hizo con buen éxito en un perro. Luis aspiró con delicia el aire de las alturas: el aeronauta gozaba al observar aquella infantil alegría y propuso al aprendiz que entrase á su servicio. Dansant aceptó con júbilo el ascenso: el aeronauta habia calculado el poco peso de su nuevo ayudante, que en sustitucion de otro cualquiera, le ahorraba algunos metros cúbicos de gas.
El nuevo maestro de Dansant era un sabio y enseñó u su criado y discípulo la física, la medicina y dos ó tres idiomas: vivia del producto de sus ascensiones, cada vez más escasas, por la competencia de otros aeronautas más atrevidos, los cuales en vez de barquilla se elevaban en trapecios, haciendo ejercicios gimnásticos muy lucidos y arriesgados. Para colmo de desdicha, el globo se deshizo, y el maestro de Dausant murió al poco tiempo de una afeccion pulmonal, pidiendo aire.
—Héteme aquí médico sin clientes y sin recursos; mi maestro ha muerto por falta de aire en los pulmones: el aire es el principio de la vida; yo he vivido siempre del aire, ya soplando con un fuelle, ó haciendo abanicos para dar aire, ó recorriendo la atmósfera en un globo. ¡Bah! Tengo travesura y no puedo ménos de flotar en todas partes. Y meditando acerca del aire, Mr. Dansant inventó la aeropatía.
Todo el que pretende pasar por sabio, busca un país en donde no se le conozca: Mr. Dausant se embarcó para Inglaterra, y en todo su viaje tuvo el buque viento en popa; pocos dias despues de su llegada á Londres, se leia en el Times el siguiente anuncio:
«MR. DANSANT, MÉDICO AERÓPATA
»Ha llegado de París, despues de haber salvado la vida á 2.000 enfermos, sin más auxilio que el del aire. En el aire está la salud y es inútil buscarla en otra parte. En la atmósfera hay una oficina de farmacia. Cada sorbo de aire que aspiramos es un trago de vida. El aire es el más eficaz de los agentes terapéuticos.
»Mr. Dansant tiene innumerables certificados de sus curaciones prodigiosas. Admite consultas en su casa al precio de una libra; cinco, si se le llama á domicilio: gratis á los pobres, si presentan: 1.°, certificacion de buena conducta; 2.°, una prueba de pobreza suscrita por cien vecinos; 3.°, declaracion en que conste que el enfermo es hijo de legítimo matrimonio; 4.°, otra de la policía en qiíe se afirme que nunca ha comparecido ante el jurado por infracciones de ley; 5.° y último, un documento que acredite que practica alguna de las religiones positivas.
»La teoría aeropática está desarrollada en un folleto que se vende en casa del doctor.»
Aquel anuncio alarmó á los farmacéuticos de Lóndres, entre los cuales se agotó la edicion primera del folleto: en toda poblacion grande hay millares de enfermos que han ensayado inútilmente todos los sistemas; éstos fueron los primeros clientes del aerópata: las escuelas médicas, desatándose en invectivas contra el intruso, contribuyeron á su celebridad; la novedad del sistema le puso en moda; en pocos dias vendió un considerable surtido de abanicos higiénicos; dos meses despues un especulador se asoció á Mr. Dansant, facilitándole los fondos para fundar un establecimiento digno de la gran ciudad de Lóndres.
II
El edificio, situado en una altura, está sólidamente construido para aprovechar y resistir todos los vientos del mar y de la tierra. Consta de varios pisos, y le rodean cuatro torres con magníficas veletas; las azoteas son un verdadero paseo, por donde salen á airearse los enfermos; cuatro globos constantemente hinchados y amarrados á cables gruesos, que, mediante unas cigüeñas, permiten elevarse el aparato á la altura en que deben tomar el aire los dolientes, permanecen en el espacio inmóviles ú oscilantes, segun el estado de la atmósfera. Adornan la fachada principal la estatua de Eolo y la rosa de los vientos. Los pisos superiores son un verdadero hotel en que la comida y la asistencia, á pesar de su suntuosidad, son gratuitas; sólo pagan los huéspedes el aire que respiran, clasificado en varios precios.
Una maquinaria complicadísima establece y lleva por conductos ú las respectivas dependencias, corrientes de aire a toda clase de temperaturas, aumenta ó disminuye su velocidad por medio de graduadores, y los coloca en diversas condiciones para obrar de distinto modo en el enfermo. Aquéllas desembocan por anchas compuertas ó estrechos tubos, segun tengan que ejercer accion en un espacio grande ó reducido. Las salas de la enfermería llevan el nombre del aire á que se hallan sometidas, y se llaman: sala de aire helado, sala de aires húmedos, sala de aires rápidos, de aire sofocante, de aires colados, de aires enrarecidos, dulces y salados. Una máquina de vapor da movimiento á los diferentes aparatos, calienta el aire, pone en juego una poderosa máquina neumática y desequilibra la temperatura de los depósitos, para producir las corrientes y dirigirlas á través de los tubos y galerías; numerosos aerómetros marcan la velocidad de las corrientes; el viento silba dentro de las habitaciones, y el ruido de la tempestad es constante en el interior del edificio. En el patio hay columpios de diversos sistemas para que el enfermo se airee en todos sentidos, y cestos sujetos á elevadísimas poleas, en que aquél es arrojado desde una gran altura cuando el médico le receta aire vertical. Las señoras no pueden atravesar por ciertas galerías sin sujetarse los vestidos; varios molinos de viento aprovechan el aire sobrante; algunos dependientes llenan vejigas y pellejos de aires salutíferos que se exportan ti los puertos extranjeros.
Un vigía, colocado en la azotea y con la vista fija siempre en las veletas, anuncia todo cambio de viento. De pronto grita en las alturas: «¡Viento Sudoeste!», y llenan al momento la azotea todos los enfermos á quienes aquel aire está prescrito.
Mr. Dansant reconoce á los enfermos en un lujoso gabinete y escribe en un impreso el tratamiento. Sólo presencia algunas operaciones peligrosas, como la de la sala de los torbellinos, en que el doliente, combatido por corrientes de gran poder y opuestas, gira sobre sí mismo, choca contra las paredes acolchadas y es elevado por el aire, hasta que le retiran sin sentido; ó las caidas verticales cuando la altura pasa de cien varas; ó las cauterizaciones aéreas, con corrientes salidas de hornos encendidos; ó la ascension tumultuosa, que consiste en sufrir una tempestad en la barquilla de los globos; ó el columpio gigantesco, en el cual se balancead paciente en una cuerda á cien piés de altura, describiendo arcos de veinte ó treinta varas sobre el abismo. Dos ó tres paralíticos recobraron por espanto el movimiento en aquellos aterradores ejercicios; otros varios espiraron en la prueba.
Alguna vez entraba en el gabinete del doctor un practicante y le decia:
—Los caballeros que bajaron ayer al subterráneo han amanecido tullidos.
—¿Magnifico! exclamaba Mr. Dansant, ahora se verificará la reaccion; que los pasen á la sala de los aires sofocantes. Todo lo habia previsto.
Los enfermos, en aquella agradable transicion del frio al calor, experimentaban un alivio físico, que creian ser de la dolencia principal que padecian.
Cuando el mal resistia al tratamiento, Mr. Dansant tomaba el partido de alejar á los enfermos.
—Caballero, dijo á uno de ellos cierto dia, he agotado los recursos del establecimiento; el estado patológico de V. ha mejorado, he conseguido acelerar la circulacion de la sangre; pero la curacion completa no puede lograrse sin someterle á V. á la accion del Siroco.
El enfermo respondió temblando:
—Haga V. de mí lo que sea necesario.
—Es que... ese viento no lo tenemos en la casa.
—Pero, ¿no tienen ustedes aires abrasadores?
—Amigo mio, V. los necesita calentados por las arenas é impregnados de las emanaciones del desierto. Debe V. partir inmediatamente para el Africa.
—¿Y no podria V. recetarme otro viento? replicó el doliente con acento suplicante.
—Si señor, el Simoun; pero sólo le encontrará V. en el Asia.
El establecimiento aeropático era tambien casa de aclimatacion para personas recien llegadas de los países tropicales; la habitacion del forastero se sometía paulatinamente á toda clase de temperaturas, desde la más elevada á la más baja. Al mes de su entrada en el edificio, un habitante de Jamaica se hallaba en aptitud de pasearse por el círculo polar en traje de batista.
La aeropatía habia sido muy bien acogida por las damas, cuyos padecimientos nerviosos y morales curaba con céfiros suaves, brisas perfumadas, viajes por Italia, carreras á caballo y cambios de aire bruscos y contínuos, desde la atmósfera del tocador á la libre de la calle, de ésta á la de las galerías de un museo, y luégo á la enrarecida de los teatros y conciertos. La mano de un galan, oprimiendo la espalda de una dama, miéntras el cuerpo giraba walsando en una atmósfera ondulante, surtia, segun Mr. Dansant, el efecto de una bizma.
Sucedió que un día se inscribieron en el registro del doctor estos dos nombres:
«Temístocles Diranzo, propietario, natural de Buenos-Aires, edad cincuenta años. Catarro crónico.
«Aura Dirauzo, su hija, id., edad diez y seis años. Palpitaciones en el pecho.»
Mr. Dansant, despues de reconocer á D. Temístocles, le dijo con acento grave:
—Voy á someterle á V. al tratamiento de una corriente marina ecuatorial balsámica de primer grado. Permanecerá V. en su cuarto siete dias.
—En cuanto á esta señorita, necesita un régimen diametralmente contrario. Aires nocturnos de azotea.
—Cuando llegue su aya podrá empezar á medicinarse, dijo D. Temístocles.
—Sería perder un tiempo precioso, contestó Mr. Dausant animado con las dulces miradas de Aura: esta noche tendré el honor de acompañarla.
Y miéntras el padre y la hija salian del gabinete en compañía del conserje, murmuraba entre sí el facultativo:
—¡Aura, natural de Buenos-Aires! ¡Yo, Dansant, fundador de la aeropatía!
Y apoyando la cabeza sobre las manos, quedóse haciendo castillos cu el aire.
III
Las veletas estaban inmóviles, como descansando de una gran fatiga. La niebla, ménos densa que de ordinario, envolvia en una nube el edificio; habian cesado los silbidos del viento artificial de la maquinaria; la atmósfera estaba completamente sosegada, y en medio de aquella calma general, la imaginacion de Mr. Dansant parecia un torbellino.
Aura, envuelta en un hermoso abrigo de pieles, se apoyaba en el brazo del doctor; la azotea estaba solitaria, únicamente en la parte más oscura de la galería se podia divisar, fijando mucho la atencion, un bulto informe que espiaba á la pareja; pero Mr. Dansant, por un exceso de galante delicadeza, paseaba por los sitios más iluminados. Es verdad que en ellos podia ver más á su gusto los negros y expresivos ojos de la hermosa americana y su blanca mano, que asomaba á veces entre las pieles, desnuda de guante, pero cuajada de diamantes brasileños.
La conversacion habia sido larga y animada, como de una niña que, para buscar alivio á su mal, refiere á un médico jóven y complaciente la historia y el origen de unas palpitaciones en el pecho. Palpitaciones inocentes, producidas por las ausencias de su padre para activar la explotacion de minas lejanas, ó recorrer las pampas donde pacian á millares sus ganados. Dausant se sentia conmovido ante aquella espléndida belleza que poseía tan espléndida fortuna, y cuyos ojos, con la candidez de la poca edad, le hacían pudorosas confidencias.
Mr. Dansant era demasiado previsor para aventurarse ántes de tiempo; pero notaba que el influjo de aquellas miradas suaves estaba á punto de destruir la gravedad y compostura que necesitaba al ejercer su severo ministerio.
—Las brisas no han querido favorecernos esta noche; sería peligroso prolongar este paseo en una atmósfera tan calmosa, dijo con acento amable, pero firme.
Aura le dirigió una mirada que parecía significar dolorosa resignacion, y el doctor la condujo á su aposento; cuando se cerró la puerta de éste, Dansant quedó inmóvil un buen rato, creyendo ver ante sí todavía á la americana, pero más seductora y más aérea.
Al fin volvió en sí y exhaló un gemido involuntario al ver enfrente á otra mujer, tambien hermosa y jóven, pero colérica y amenazadora, que, apoderándose de su brazo, ocupó el puesto de Aura.
Era Miss Séphora Wind, doctora en medicina y cirujía, é hija del farmacéutico Mr. Wind; mujer hermosa y atlética, cuya mano varonil no sólo parecia propia para manejar el escalpelo, sino que era digna de una lanza.
Mr. Dansant apretó el paso, temiendo una explicacion en voz alta á la puerta misma de Aura, porque la voz de Séphora era sonora como el trueno. Ya léjos, dijo con enojo:
—Es preciso que concluyan las molestias que toma usted para espiarme. Quiero quedar libre como el viento.
—Ni áun el viento es libre desde que tuvo V. la serenidad de someterle á su sistema.
—¿Con qué derecho me persigue V.?
—¿Y con qué intencion evita V. mi compañía?
—Acabemos; la amistad de V. me honra, pero me abruma.
La robusta inglesa quedó inmóvil y pálida, pero, sobreponiéndose á su emocion, dijo con acento solemne:
—No tengo derecho, segun la ley, para importunarle; V. no me ha hecho promesa formal de matrimonio: en cambio, miéntras satisfacía á su ambicion la modesta fortuna de mi padre, me hacia V. contínuas declaraciones con los ojos. Por eso y sin creer en la aeropatía, he estudiado el sistema, he perfeccionado algunos aparatos, he aprendido hasta el manejo de los globos y he sido cómplice de V. en algunas defunciones; he contribuido á la prosperidad de V. imaginando trabajar al mismo tiempo por la mia...
—Ese estudio le ha servido á V. para aumentar sus conocimientos, amiga mia.
—¿Y tiene V. valor para suponerse mi maestro? ¿De una profesora que, con asombro de la facultad, ha ligado una carótida?
—¡Qué horror! dijo Mr. Dansant; V. ha derramado sangre humana; nuestras opiniones médicas nos separan yo hubiera restablecido la normalidad de aquella artéria sin más auxilio que el del aire...
—Es V. un impostor.
—Y V. infiere heridas mortales á sus clientes, y su padre de V. ensucia el estómago de los habitantes de Lóndres.
—¡Qué ingratitud! Ayer mismo decia yo á mi padre: « Conviértase V. á la aeropatía; el agua es el principal elemento con que hace V. hoy sus combinaciones; ¿por que no ha de servirse V. del aire, cuya adquisicion es más sencilla y cuyas aplicaciones son más inocentes?» Pues bien; quizás podria renunciar al amor que V. me inspira, pero nunca á la retribucion de mis trabajos. La jóven en quien V. se ha fijado no ha de pertenecerle, ¿lo oye V.? Sabré advertirla.
—Señora, para evitar imprudencias que comprometan la salud de mis enfermos, prohibo á V. la entrada en mi establecimiento.
—¿Me arroja V. de su casa? dijo Séphora con acento amenazador. Pues bien; guerra á muerte.
Mr. Dansant se alejó precipitadamente al observar la actitud imponente de Mis Séphora.
El doctor soñó aquella noche en grandes llanuras sin Arboles, todas dedicadas al pasto, y vió galopar por ellas manadas interminables de caballos que aprisionaba con un lazo en las pampas de Buenos-Aires: vió rocas que se abrían ofreciéndole magníficos filones argentíferos, y vió á Séphora persiguiendo á la pobre Aura, bisturí en mano, hasta que conseguia derribarla en tierra y ligarla la carótida.
IV
Mr. Dansant era feliz; Aura le correspondía.
Todas las mañanas la hermosa niña recibía un obsequio aeropático; apénas el alba filtraba su luz tibia por los vidrios de la ventana, penetraba en la alcoba una brisa suave cargada de perfumes. Otra brisa balsámica saturada de olores narcotizantes, la adormecía por la noche. Aura recompensaba aquellas galanterías permitiendo al doctor besar la piel blanquísima de su abrigo.
En uno de los paseos nocturnos en que el médico y la niña hablaban de su amor, y ésta ponderaba los obstáculos que opondria el carácter de su padre, dijo Aura de repente:
—¿Qué capital es el de V.?
Mr. Dansant quedó frio ante aquella pregunta inesperada.
—Doscientos mil francos, contestó con voz temblona.
Una extraña alegría lució en el rostro de Aura y llenó de sospechas la imaginacion de su amante, pero los recelos se convirtieron en júbilo extraordinario al oír estas palabras burlonas de la niña:
—¡Já! ¡já! Es preciso ocultárselo á mi padre. El capital de V. es nuestra renta de dos meses, y don Temístocles es calculador, comerciante y algo avaro.
A pesar de su dominio sobre sí mismo, Mr. Dausant, en un estremecimiento involuntario, oprimió el brazo de Aura.
—¿Qué tiene V.? exclamó ésta mirándole fijamente.
—Nada, nada, un desvanecimiento: los obstáculos me parecen insuperables y tiemblo por mi suerte.
Aura, con tono grave y voz reposada, dijo alzando los ojos al cielo, para dar mayor solemnidad á su promesa:
—Sea cual fuere la desigualdad de nuestras haciendas, prometo ser esposa de V. y nunca de otro. Cuando una jóven hace en mi país esta declaracion, cumple siempre lo ofrecido. Yo mismo tantearé las intenciones de mi padre; si no podemos obtener su beneplácito, huirémos de su lado y nos casarémos en Suiza, donde esperarémos que se digne perdonarnos.
El Doctor, aunque era enemigo de ciertas actitudes que sólo se usan en las comedias, creyó que en aquel caso no podia prescindir de arrodillarse; hecho esto, se apoderó de la mano de Aura con intento de besarla: la pudorosa jóven, retirándola precipitadamente, dijo con coquetería:
—¡En el abrigo! miéntras continuemos solteros, nada más que en el abrigo.
Las brisas que aquella noche embalsamaron la alcoba de Aura fueron más exquisitas, más fragantes; parecia que el espíritu enamorado del Doctor, saliendo de un frasco de esencias, daba las buenas noches á su amada en forma gaseosa.
V
Mr. Dansant era desgraciado: el prestigio de la aeropatía declinaba, y Aura no tenía esperanzas de que su padre accediese á sus deseos: D. Temístobles permanecía encerrado en su gabinete, aspirando aires marítimos y alimentándose de volátiles, manjares expuestos al sereno, jamon curado al aire, buñuelos de viento y otros platos higiénicos.
Séphora Wind hacía una oposicion terrible al sistema aeropático, publicando comunicados en los periódicos serios, é inspirando caricaturas en los satíricos; monsieur Dansant aparecia en los grabados, ya recetando un wals corrido á un paralítico, ó el ejercicio de la escalera aérea á un apoplético. En una de las caricaturas figuraba nuestro héroe haciendo entrar á la fuerza en su establecimiento á un caballero atropellado por un coche.
—¡Señor! decia el enfermo resistiéndose: el sistema de V. de nada me aprovecha; necesito que me amputen este brazo.
—En mi casa hay de todo, caballero; le amputarémos lo que guste; tengo aires que cortan.
Se insertaban ademas relaciones de las personas agravadas por someterse al tratamiento aeropático, y estadísticas mortuorias: Dansant habia cobrado á Séphora un miedo irresistible, porque conocia la tenacidad de su carácter. Los enfermos, por efecto de aquella guerra implacable, empezaban á escasear en la casa de salud, cuyos ingresos disminuian cada dia. Todo presagiaba una caida ridícula y estrepitosa.
En esta situacion apurada hallábase Mr. Dansant, cuando entró en su despacho un caballero de edad madura y de aspecto severo é imponente. El doctor quiso tomarle el pulso, pero el desconocido, retirando la mano, dijo con misterio:
—Tome V. sus precauciones para que nadie nos escuche.
Mr. Dansant cerró dos puertas, y volviendo al despacho aseguró á tan misteriosa persona que nadie podia oir lo que tratasen.
—Pues bien, Mr. Dansant, nuestra común desgracia nos asocia: yo soy un hombre honrado, que he vivido siempre de mi buena reputacion, de mi probidad intachable, de mi moralidad indiscutible.
—No lo pongo en duda, caballero.
—Sin embargo, voy á convencer á V. de que mi honradez es usurpada.
—Lo creo, caballero, no necesita V. probármelo.
—He derrochado la dote de una huérfana confiada á mi tutela, y hallándome próximo á rendir cuentas, mi reputacion, adquirida en treinta años de costumbres irreprensibles, va á sufrir el más rudo de los golpes. Esto me obliga á vender á, V. mi honradez, único medio que tengo ya de conservarla.
—Mister...
—Keen...
—Pues bien, Mr. Keen, siento decir á V. que poseo la honradez suficiente para no necesitar comprar la suya á nadie. Ademas, si es cierto lo que acaba V. de asegurarme, V. trata de vender lo que no le pertenece.
—Amigo mio, no nos entendemos Si mi posicion es crítica, la de V. no lo es ménos; la aeropatía decae rápidamente, y le propongo á V. salvarla. Y como mi probidad es una garantía para que no pueda sospecharse que sea capaz de prestarme á una superchería, he empezado disfrazándome al venir á esta casa, y encomiando mi honradez, de que puede V. cerciorarse ántes de aceptar el plan que le propongo.
Mr. Dansant escuchaba con gran curiosidad. Mister Keen continuó hablando:
—Caballero, he decidido morirme: el prometido de mi pupila, médico de mi casa, á quien he confiado mi propósito, único que puede salvar mi honra y el capital de su futura, no tiene inconveniente en certificar mi defuncion, por la cual vengo á pedir á V. 3.000 libras esterlinas..:
—¡Caballero!»
—Un poco de calma: pasado mañana se celebra un meeting contra la aeropatía: mi féretro pasará precisamente por delante del edificio cuando se perore contra usted y su sistema. ¡Qué gloria la de V. y qué confusion para sus enemigos, si propone resucitar por medios aeropáticos el primer cadáver que se encuentre V. en la calle!
—Luégo V. me propone...
—Fingirme el muerto, ser encerrado en un ataúd y hacer triunfar la aeropatía, dejando á V. que me resucite. La multitud aplaudirá el milagro, y los periódicos y el telégrafo, difundiéndolo por toda Europa, multiplicarán en las arcas de V. las 3.000 libras esterlinas. Yo seguiré siendo un hombre honrado, mi médico recibirá la dote de su esposa y V. será considerado como el primer sabio del mundo.
VI
Jamas sistema científico recibió tan rudo golpe como el que experimentó la aeropatía en el más famoso de los meetings. Ningun inventor se vió tratado con tal desprecio como Mr. Dansant en aquella sesion tumultuosa. Burlas de los oradores, rechifla de la multitud, voces desaforadas entre las cuales sobresalia la de Séphora, y apóstrofes sangrientos contra el impostor resonaban en la ancha sala donde se pronunciaban los discursos. La voz de algun enfermo agradecido, que trató de certificar la eficacia del sistema, fué ahogada por los concurrentes indignados. La casa de salud de Mr. Dansant aparecia ante la asamblea, merced á las descripciones de los tribunos, como una lóbrega cárcel en cuyos calabozos esperaban la muerte ó el tormento muchos desgraciados; era una nueva Bastilla, ó una cárcel inquisitorial llena de instrumentos de martirio, que era preciso hacer pedazos demoliendo el edificio.
Tal aspecto ofrecia la reunion cuando Mr. Dausant compareció ante sus enemigos para lanzarles el reto más atrevido que ha dirigido médico en el mundo, desde Esculapio á Suñer y Capdevila.
Es verdad que los murmullos y la gritería le favorecieron, justificando aquel arrebato, aquel alarde que se consideró como un acto de acaloramiento y de locura, pero del cual se aprovecharon sus adversarios para hundirle en el descrédito. En medio de la tempestad y el vocerío con que se interrumpia el exordio de su discurso, vió Mr. Dansant la señal que le anunciaba la aproximacion del convoy fúnebre, y fingiendo un rapto de entusiasmo, dijo con voz potente:
—No me escuchais... porque temeis ser confundidos. Negais la aeropatía porque no está á vuestro alcance. Pues bien; traedme un cadáver y yo le daré vida: si esto os parece una jactancia ó un medio de ganar tiempo, detened el primer féretro que pase por la calle y dejad que someta el cadáver á la accion de mis máquinas; yo volveré la circulacion á su sangre y la respiracion á sus pulmones.
Aquella provocacion irritó á la concurrencia de tal modo, que los más exaltados se lanzaron hácia monsieur Dansant; la policía creyó oportuno rodearle.
—¡Dejadle! ¡Dejadle! decian algunos; obliguémosle á que cumpla su promesa.
—Respetad su vida: sólo merece la muerte del ridículo.
Mr. Dansant fué empujado tumultuosamente fuera de la sala; los adversarios del sistema aeropático se frotaban las manos de contento; ya era tiempo de que monsieur Dansant respirase el aire libre; un momento más entre aquella muchedumbre compacta que le impedia el movimiento, y el inventor de la aeropatía hubiera muerto sofocado. Un féretro habia sido detenido en la calle por la gente que queria obligar al médico cumplir lo prometido. El carruaje fúnebre era una especie de ómnibus coronado de penachos negros, y en el cual gemian los parientes del difunto: el ataúd iba debajo en el fondo del carruaje, segun la costumbre de Inglaterra.
Mr. Dansant palideció á la vista del fúnebre aparato, calculando con terror los riesgos que ofrecia su empresa, y deplorando que hubiese llegado tan á tiempo; temia que sospechasen la verdad sus enemigos.
—¿Por qué deteneis el carruaje? decia desde su asiento uno de los parientes enlutados, dirigiéndose á la muchedumbre.
—¡Que hable Mr. Dansant! A él solo corresponde la respuesta. Así exclamaban algunos mal intencionados gozándose en el apuro en que habian puesto á su contrario.
—Sí, sí, que se explique, respondieron muchas voces.
—Señores, exclamó Mr. Dansant con voz muy conmovida, soy un médico aerópata, que confiado cu los recursos de la ciencia que practico, he prometido demostrar su eficacia resucitando el primer cadáver que me permitan llevar á mi establecimiento.
Los parientes que iban en el carruaje, se miraron asustados.
—Caballero, dijo uno de ellos, tal vez ignorais que la señora, cuyo cuerpo llevamos á enterrar, ha fallecido de vejez.
Mr. Dansant quedó aterrado; no era Mr. Keen el que se veia en la precision de resucitar, sino un cadáver verdadero. Era imposible retroceder, sin embargo: pensó en fugarse, pero un círculo de enemigos le rodeaba por completo.
—Pues bien, sea cual fuere el género de su muerte, sostengo que puedo hacer vivir á esa señora, exclamó Mr. Dansant espantándose de sus palabras.
Los parientes deliberaron en voz baja. El infeliz aerópata sentia que las fuerzas le faltaban; nunca se habia encontrado en una situacion tan espautosa, y envidiaba la suerte del náufrago, que se hunde, honradamente al ménos, en las aguas, miéntras él iba á perecer entre silbidos.
Por fortuna, los caballeros enlutados eran herederos directos de la muerta, y uno de ellos se expresó de esta manera:
—Creiamos que las razones ya expuestas os hicieran desistir de un proyecto tan absurdo; los muertos no resucitan, y como tenemos esta conviccion, no podemos consentir que el cadáver de nuestra buena pariente sea profanado y sujeto á estudios ó experimentos; dejadnos continuar nuestro camino y respetad nuestro dolor.
—¡Tiene razon! gritaron algunas voces.
—Es una comedia ya ensayada, dijeron otros.
—La prueba no puede verificarse, y cantará su triunfo fácilmente.
Mr. Dansant, lleno de alegría, y seguro de la resistencia de los herederos, quiso saborear el triunfo, insistiendo en sus afirmaciones.
—Conste que estoy dispuesto á resucitar á la difunta.
—Conste que nos oponemos á que se ultraje su cadáver, contestó el enlutado.
—¿Y con qué derecho negais la vida á esa señora? replicó Mr. Dansant con impudencia, si bien para irritar más á los parientes.
—Obliguémosles á que se haga la prueba, dijo una voz implacable.
Algunos impacientes se apoderaron de las riendas de los caballos, y Dansant, aterrado, creyó ver entre los que se disponian á dirigir el carruaje á la robusta Séphora, que le miraba con encono. Aquella complicacion estuvo á punto de arrebatarle el juicio: despues de salvado, él mismo se perdia.
Los enlutados pidieron auxilio á voces, y algunos polishmen empezaron á separar á los curiosos. La opinion de éstos se habia dividido; pero se hubiera entablado una lucha, tal era la impaciencia de todos porque se verificase el experimento, á no escucharse estos gritos á lo léjos:
—¡Otro féretro! dejad ése: otro féretro se acerca.
Mr. Dansant respiró á plenos pulmones: los herederos tambien respiraron á sus anchas, y el coche fúnebre siguió su tristísimo paseo.
VII
Cuando el segundo carruaje mortuorio llegó al sitio en que Mr. Dansant esperaba, ya habia circulado entre la multitud el uombre del difunto: era indudablemente Mr. Keen, seguido de un cortejo numeroso; las gentes se apartaban con respeto, en honor á las virtudes proverbiales del finado: nadie hubiera sospechado la comedia que representaba en su ataúd aquel ciudadano respetable. Los interesados en la ruina del Doctor, los curiosos, todos unánimes, temiendo que se malograse el espectáculo, habían suplicado y obtenido, á fuerza de ruegos, el permiso de los parientes de Mr. Keen para que se hiciese con el cadáver aquella prueba decisiva. Así fué que el Doctor no tuvo que tomarse más trabajo que seguir á pié el fúnebre cortejo.
Millares de personas, atraidas por la novedad del caso, aumentaron la comitiva, acompañando en silencio el carruaje y mirándose unos á otros con sorpresa: los gritos habian cesado; sólo dominaban la curiosidad y la impaciencia.
La honradez notoria de Mr. Keen ayudaba perfectamente al engaño público, porque la defuncion de aquél, anunciada con sentidos párrafos en todos los periódicos, desvanecia hasta la menor sombra de sospecha.
El carruaje se detuvo por fin ante el establecimiento aeropático: un agente de policía ofreció sus servicios al Doctor para contener la muchedumbre y velar por su seguridad, que creia muy amenazada. Mr. Dansant contestó que permitiesen al público la entrada en el patio de la casa, impidiendo que invadiese las otras dependencias: algunos curiosos, sin embargo, se posesionaron de las escaleras: Séphora, utilizando su conocimiento del local, se habia apoderado de una ventana, desde la cual dominaba el espectáculo.
Cuatro hombres sacaron del carruaje el ataúd y le subieron á las habitaciones principales, en donde sólo se permitió entrar á los parientes del difunto. Sordos murmullos se alzaban en el patio y en la calle: las gentes se empujaban unas á otras para ganar los mejores sitios: los dependientes de la casa de salud estaban amedrentados. Mr. Dansant daba órdenes, y terminados los preparativos, asomándose á una de las galerías, habló así á la concurrencia:
«Señores:
»Voy á intentar un hecho sin ejemplo en la historia de la medicina: el galvanismo puede dar movimientos, y acaso llegue á dar voz á un cadáver, pero es un fenómeno instantáneo, que cesa con la causa que lo produce: la aeropatía, sirviéndose de los principios vitales contenidos en la atmósfera, aspira á más, cree tener medios para infundir nueva vida en un cuerpo cuyo organismo no funciona. Pasado el acaloramiento con que hice mi atrevida promesa, no debo ocultaros que el resultado de esta prueba es inseguro.
(Grandes murmullos interrumpen el discurso.)
«Pero no desconfío, sin embargo; las máquinas están prontas; los
aires salutíferos que han de vivificar los pulmones del cadáver se
hallan en sus respectivos aparatos. Tres mil libras esterlinas me cuesta
este singular experimento, y las doy por bien empleadas si consigo
devolver la vida á un hombre cuya pérdida lamenta todo el pueblo. Tened
paciencia, y suspended vuestro juicio hasta saber el resultado; el
cuerpo de Mr. Keen yace en la sala de los torbellinos, en la cual voy á
levantar una tormenta: ántes de un cuarto de hora será devuelto á su
familia vivo como nosotros, ó muerto, si tengo la desgracia de no salir
triunfante. Voy á someterle á todas las gradaciones aeropáticas, desde
el vacío hasta el huracan desencadenado; voy á hacer en su obsequio un
esfuerzo supremo, que será el último de esta naturaleza, porque,
señores, debemos respetar los decretos divinos y no empeñarnos en
devolver la salud á aquellos á quienes Dios, en sus altos fines, priva
de la vida.»
Mr. Dansant fingia estar dudoso del éxito para dar más verosimilitud á la comedia; por el vocerío y las amenazas que suscitó su discurso pudo convencerse de su triste suerte, si en vez del cuerpo de Mr. Keen hubiera tenido que resucitar el cadáver de la anciana.
—Recuerda que la promesa fué solemne, decia una voz irónica.
—No creas que tu burla quede impune.
—Necesitamos dos vivos ó dos muertos.
Estas y otras frases resonaban en el patio, cuando el Doctor se retiró de la ventana.
Mr. Dansant hubiera querido evitar á Mr. Keen las emociones violentas de la sala de los torbellinos; pero el estrépito de la maquinaria, el silbido de los vientos y los golpes de las compuertas eran necesarios para herir la imaginacion de las gentes y dar una idea imponente y deslumbradora del sistema aeropático.
Diez minutos permaneció á solas con el fingido cadáver en la sala circular destinada á las tormentas; en aquel tiempo Mr. Dansant no cesó de abrir grifos, hacer silbar el aire de todos los conductos subalternos para que los empleados le creyesen ocupado en una operacion larga y delicada: Mr. Keen permanecia inmóvil en el suelo respirando con precaucion y sin atreverse á abrir los ojos; por fin oyó una voz que le decia al oido estas palabras:
—Va V. á sufrir la prueba última: soporte V. con paciencia la incomodidad que le preparo, y yo cuidaré de que no se prolongue mucho.
Luégo sintió Mr. Keen que se cerraba una puerta; despues oyó un gran estrépito, y le pareció que el viento le arrastraba: entónces abrió los ojos, y se vió, en efecto, llevado de un lado á otro por fuerzas irresistibles y contrarias: quiso agarrarse á algun objeto, pero el huracan no le permitía estar inmóvil: su cuerpo chocaba sin lastimarse contra las paredes acolchadas, pero le faltaba la respiracion durante intervalos que se le figuraban interminables: todo giraba á su alrededor; los objetos perdian su forma, tomando el aspecto de fajas de colores diferentes: sus ideas e hacian cada vez más confusas, y cesaron por completo.
Mr. Dansant, entre tanto, calculaba desde fuera, reloj en mano, la duracion del torbellino.
El público, cansado de esperar, habia prorumpido en insufrible clamoreo, llegando el vocerío á dominar el estruendo de las máquinas.
El Doctor dió la señal para que dejase de funcionar la maquinaria, una, dos y tres veces, pero en vano: el ruido popular ahogaba sus silbidos: aterrado, al ver el riesgo que corria la vida de Mr. Keen con la prolongacion de aquel tormento, salió en persona para advertir á los operarios, pero éstos, espantados con el motin, y enterados de su causa, habian huido casi todos. Monsieur Dansant bajó á la máquina y consiguió, con gran trabajo, suspender su movimiento: cuando pudo abrir el departamento en que estaba Mr. Keen habia pasado más de un cuarto de hora: el enfermo de mayor resistencia no hubiera sufrido aquel vaiven cinco minutos.
Mr. Keen yacia en el suelo inmóvil y demacrado. Dansant se acercó á reconocerle y notó que sus artérias no latian y que su respiracion habia cesado por completo. Por un instante mantuvo la esperanza de que fuese aquello un accidente pasajero, pero una inspeccion detenida le convenció de que Mr. Keen estaba muerto.
Entónces Mr. Dansant huyó por una galería, pálido y con los cabellos erizados.
VIII
Todo habia concluido para el desdichado aerópata: su sistema iba á quedar hundido en el descrédito, y su casa á ser saqueada por las turbas. En aquel momento supremo Mr. Dansant concibió dos proyectos, que era preciso realizar acto contínuo: uno para salvar su vida, y el otro para crearse un porvenir espléndido que le indemnizase con amplitud todas sus pérdidas.
Cruzó algunas habitaciones rápidamente hasta llegar á la de Aura, pero el gabinete de la americana estaba desierto y sus muebles en desórden. El tiempo apremiaba, porque los gritos de la multitud eran cada vez más aterradores; así es que Mr. Dansant, contrariado, se decidió á acudir únicamente al riesgo más inmediato, al de su vida, y subió precipitadamente por una escalera poco frecuentada.
Cuando llegó á la azotea bendijo su buena estrella: Aura, con el cabello descompuesto y en actitud llena de espanto, se precipitó en sus brazos, diciéndole con voz desesperada:
—¡Sálveme V.! ¡Sálveme V.! la policía y el pueblo se han apoderado de la casa.
—Sí, sí, huyamos, dijo Mr. Dansant oprimiéndola en sus brazos. ¿Tiene V. el valor suficiente para unir su suerte con la mia?
—Es necesario huir, dijo Aura por única respuesta.
—Pues bien, exclamó Dansant con energía: entre usted en esta barquilla, y miéntras mis enemigos echan á tierra mi casa, huirémos nosotros por el aire.
Aura retrocedió asustada: la idea de una fuga en globo la llenaba de terror.
—¿Vacila V. en acompañarme en este instante de infortunio?
—¿No hay otro medio de evitar el peligro?
—No nos queda más recurso.
—Entónces, alejémonos cuanto ántes de esta casa, de Lóndres, y si es posible, de Inglaterra.
Dansant besó con reconocimiento las manos de Aura, y la ayudó á subir en la barquilla del más inmediato de los globos; ¿qué le importaba perder veinte mil libras esterlinas si llevaba consigo á la heredera de una fortuna tan considerable? Miéntras el Doctor se acomodaba en su asiento y hacía los preparativos de marcha, el griterío del patio habia tomado proporciones colosales, y Séphora se presentó en el lado opuesto de la azotea, revólver en mano, y en la mayor agitacion.
El furor de la despreciada inglesa se convirtió en vértigo al ver á Mr. Dansant y Aura juntos en el canastillo y dispuestos á lanzarse en el espacio: al elevarse el globo, una bala silbó entre los dos felices amantes. Despues Séphora, rugiendo de ira, se precipitó en la barquilla de otro globo.
Ya las gentes sabian el fracaso de Mr. Dansant, y deseosos de vengarse, habian arrollado á los agentes de la autoridad y roto una de las máquinas: una columna de aire frio, saliendo del interior de un subterráneo, hizo retroceder á los invasores, derribando sombreros y produciendo gran confusion en los amotinados.
En aquel momento todos los ojos se fijaron en la atmósfera, por la cual se elevaban paralelamente dos globos de iguales dimensiones.
Los aeronautas oyeron desde las alturas un alarido de furor que se alzaba de la tierra.
IX
Mr. Dansant, al encontrarse libre y dueño de la opulenta americana, estuvo á punto de cantar un himno al aire, principio de la salud, fuente de la vida. Aura, tranquilizada con el dulce movimiento del aparato, empezaba á recobrar su animacion y sus colores. El sosiego y silencio que reinaba en aquellas soledades, despues del estruendo de que acababan de librarse, contribuia á devolver la tranquilidad á sus espíritus. Sólo cuando el globo hubo llegado á su mayor altura observó el Doctor con alarma otro globo que se mantenia á cierta distancia, y que reconoció ser de los suyos.
Como las barguillas, en la prevision de un accidente, como la rotura del cable que las sujetaba á la azotea, estaban provistas de todos los útiles necesarios para un viaje, Mr. Dansant tomó el anteojo para reconocer al aeronauta que sin duda le espiaba. ¿Cuál sería su sorpresa al ver á su enemiga con otros anteojos en la mano dirigidos á su globo?
La atmósfera estaba tan serena, que Mr. Dausant pudo encender un cigarro para observar si soplaba alguna brisa imperceptible, pero el humo se extendia indiferentemente en todas direcciones.
—La calma no puede ser duradera, pensó el aerópata, y las brisas nos dispersarán necesariamente: despues miró la brújula y vió que Séphora se hallaba al N. O.
Iba vencida la tarde, y en el caso de que la ausencia de vientos continuase, el Doctor confiaba en las sombras de la noche para librarse de la inspeccion de su perseguidora.
¿Qué se habia propuesto Miss Séphora al tomar una determinacion tan arriesgada? En realidad no lo sabía: el hombre á quien amaba huia por los aires, y sus nervios no la permitian permanecer en la azotea, viéndole perderse entre las nubes. La serenidad del aire la ayudaba en su espionaje aéreo, pero conocia la imposibilidad de ir en su seguimiento. Al observar de léjos á su hermosa rival y al desdeñoso médico, su irritacion iba en aumento y sus manos oprimian el revólver.
Media hora despues, Mr. Dausant volvió á tomar el anteojo para calcular si habia aumentado la distancia entre los globos, y tuvo el disgusto de notar que el rostro de Séphora era ya más perceptible, y parecia más vivo el color verde de su chal. Encendió otro cigarro, y el humo se desviaba con lentitud hácia el S. E.
Era indudable que una brisa ténue impulsaba el globo de Séphora hácia el suyo: pero como éste debia alejarse en la misma direccion, Mr. Dansant no se explicaba aquella disminucion de distancia.
Así pasó otro cuarto de hora: el doctor observó con temor, que ya distinguia el alfiler de lava con que Miss Séphora abrochaba el chal sobre su pecho. Entónces comprendió que, estando ménos cargado el otro globo, por contener una persona sola, oponía al aire ménos resistencia, y que al cabo de quince minutos concluirian por encontrarse en la prolongacion de un mismo radio terrestre, diferenciándose su posicion únicamente en la altura, modificable á voluntad del aeronauta.
Trató de ocultar á Aura sus temores, la cual examinaba el globo de Séphora, no sólo sin desconfianza, sino con curiosidad y alegría, por ser el único accidente de aquella navegacion, que empezaba á ser monótona.
Mr. Dansant estaba muy preocupado: habian cesado sus galanterías y no apartaba la vista de Séphora y de su revólver: conocido el carácter varonil de Miss Wind, era de temer la aproximacion de aquella mujer que le perseguia por el aire.
Diez minutos despues, Mr. Dansant y Aura oyeron claramente la voz robusta de Séphora, que decia, enseñando el extremo de una cuerda:
—Amarrad este cable á esa barquilla cuando los globos se reunan, ó hago fuego sobre el vuestro.
Aura dió un grito, y Mr. Dansant, temblando, procuró tranquilizarla.
Por primera vez en su vida el doctor renegó del aire, ante aquella brisa imperceptible que empujaba á Séphora en su persecucion de una manera tan inesperada como inevitable.
—Es una loca, dijo Mr. Dansant á la americana: felizmente, su globo está muy alto y pasará sobre nosotros.
Parecia que Miss Wind los escuchaba, porque exclamó en aquel momento:
—Si, por cualquier accidente, mi cable no uniese ambas barquillas, romperé á balazos esa tela.
Y el globo de Séphora, que hasta entónces habia economizado su gas para tener sobre sus adversarios la ventaja del descenso, dirigido con gran habilidad, descendió hasta colocarse casi al nivel del otro globo. Se hallaba á la distancia de unas veinte varas. Mr. Dansant, aprovechando un descuido de Séphora, arrojó el lastre de su barca y su aparato se elevó sobre el de su enemiga. Miss Wind apuntó hácia el globo, y dijo con energía:
—Un minuto os doy para colocaros á mi altura.
Mr. Dansant tiró de una cuerda suavemente, y su globo obedeció el mandato de la inglesa.
—¿Qué hace V.? exclamó Aura, contrariada con la debilidad de su amante.
—Salvar nuestra vida: esa mujer está demente.
—No: esa mujer viene en mi busca.
Y la tímida americana, con una energía que Mr. Dansant no hubiera sospechado en aquella criatura delicada, se desembarazó de su abrigo y sacó un revólver del bolsillo, que dirigió hácia su adversaria. El médico estaba lívido, y se veia de un momento á otro atravesado de un balazo ó precipitado al abismo, en aquel duelo femenino que iba á verificarse en medio de los aires.
Las dos rivales se apuntaban mutuamente, pero ninguna disparaba: la inmensidad del peligro habia paralizado su accion, produciendo una tregua momentánea.
Mr. Dansant habia llegado al colmo de la angustia: el mismo terror le hizo tomar una determinacion salvadora: en un movimiento rápido é inesperado, arrancó el rewolver de manos de Aura y le arrojó fuera del globo.
Aura le miró con indignacion, y le dijo con desprecio:
—¡Es V. un cobarde!
—No: soy un hombre prudente, y me rindo, para evitar mayores males.
Desde aquel momento cesó toda resistencia: Séphora, con ademan de triunfo, arrojó el cable dos ó tres veces, y Mr. Dansant hizo cuanto estaba de su parte para amarrar las dos barquillas.
Cuando estuvieron juntas, Miss Wind ordenó á monsieur Dansant que se trasladase á su globo.
—¿Qué pretende V.? dijo Aura llena de miedo al oir aquel mandato.
Mr. Dansant quiso hacer observaciones, pero la inflexible inglesa le dijo con voz firme:
—Es el único medio que tiene V. de salvar la vida de esa señorita.
El médico bajó la cabeza y obedeció como un criado.
—Ahora, señorita, dijo Séphora cortando el cable y separando los dos globos, cuando tenga V. deseos de bajar ú tierra, sólo necesita V. tirar de aquella cuerda.
Aura, ya acobardada, al verse sola, rompió á llorar, miéntras el otro globo descendia.
El prisionero lanzó un suspiro al viento: al viento, que se llevaba su amada, su porvenir y su fortuna; al viento, que por primera vez le era contrario.
X
Cuando se apearon de la barquilla los aeronautas estaba anocheciendo.
Habian caido dentro del mismo Lóndres, pero en una plaza retirada y solitaria.
Varios polishmen rodearon á los viajeros, y despues de saludar con respeto á Mr. Dansant, uno de ellos dijo, encarándose con Séphora:
—Señorita, tenga V. la amabilidad de acompañarnos.
—No comprendo, caballero; respondió Miss Wind llena de sorpresa.
El agente sacó del bolsillo un papel y leyó con voz solemne:
—«Préndase á la llamada Aura Diranzo, convencida de robo de diamantes, y sobre la cual recaen sospechas de que intenta un nuevo crímen contra Mr. Dansant, médico aerópata; ha ascendido esta misma tarde en un globo, acompañando á dicho médico.»
El polishman recalcó las últimas palabras, mi raudo á Séphora con ironía: luégo continuó, pero esta vez completamente desconcertado:
Vive en compañía de uno de sus cómplices, que se finge rico americano. Señas de la supuesta criolla: Estatura baja...
—Caballero, interrumpió Miss Wind, irguiéndose con orgullo: creo que no me convienen esas señas: le llevo á V. cuatro pulgadas.
El agente se inclinó con respeto y continuó la lectura.
«Ojos y cabello negro...
Séphora no le permitió proseguir: su cabello rubio y sus ojos azules hacian la equivocacion palpable y evidente.
Sepa V., dijo con arrogancia, que soy Séphora Wind, doctora en medicina, hija del farmacéutico Mr. Wind, persona honrada y conocida.
Mr. Dansant, que habia permanecido silencioso y como anonadado al oir la revelacion de la policía, tendió las manos á Séphora con reconocimiento: le habia salvado tal vez de la deshonra; luégo exclamó, dirigiéndose á los polishmen:
—Caballeros, la persona á quienes VV. buscan, está en el aire, en otro de mis globos. Respondo de que esta señorita es Miss Wind, prometida.
—En efecto, la reconozco y testifico su identidad; añadió un agente de policía recien llegado al grupo: esta señorita ha hecho la operacion cesárea á mi mujer.
—Es extraño, decian entre sí los agentes, retirándose despues de haber pedido perdon á la ilustre comadrona. Todos afirmaban que Miss Séphora habia subido sola en el otro globo: vaya V. á creer en los testigos.
Mr. Dansant, en medio de sus cuitas, debia al aire un nuevo beneficio.
—Y bien; ¿qué hacemos ahora? preguntó Mr. Dansant, cuando quedó solo con Séphora.
—Tomar un coche y acercarnos á la casa de salud para ver si se ha salvado siquiera el edificio. La oscuridad de la noche impedirá que nos conozcan, respondió Miss Wind; luégo pedirémos hospitalidad en casa de mi padre.
Media hora despues llegaba el coche cerca del establecimiento aeropático; pero era imposible seguir más adelante: la multitud parecia más compacta aún que por la tarde: la agitacion no habia disminuido: hubiera sido una temeridad aventurarse entre aquel público indignado.
—¡Viva Mr. Dansant! dijo una voz en medio de los grupos.
Séphora y Mr. Dansant se miraron sorprendidos.
—¡Viva! ¡viva! respondió un clamor unánime.
Miss Wind, que habia sacado el revólver para defender á su futuro, no pudo resistir la curiosidad y abrió una ventanilla.
—Caballero, dijo á uno de los transeúntes, ¿tiene usted la bondad de explicarme lo que ocurre?
El inglés no se dignó contestar á la pregunta.
Dos veces pidió Séphora explicaciones á diferentes personas sin obtener respuesta alguna. Por fin dió con un inglés hablador y comunicativo, que exclamó con entusiasmo:
—¡Cómo! ¿No sabe V. lo que sucede? La gente busca al ilustre médico Mr. Dausant para aclamarle y bendecirle; el triunfo de la aeropatía ha sido completo; yo, que defendí al Doctor cuando le perseguian sus contrarios, tengo más derecho que nadie para prodigarle mis aplausos.
—Pero ¿qué triunfo es ése de que me habla V., caballero?
—¡Ahí es nada! La resurreccion del honradísimo Mr. Keen, y la modestia con que Mr. Dausaut se alejó en un globo para evitar la ovacion que le esperaba.
El hablador se confundió entre los curiosos dando vivas.
—Esto es un sueño, dijo Séphora aturdida.
—No tal, no tal, respondió el Doctor lleno de júbilo, comprendiendo lo que habia sucedido: anúncieme V. á las turbas en voz alta.
Cuando las gentes reconocieron á, Mr. Dausaut, aquello fué un delirio de entusiasmo; se improvisaron unas andas, se encendieron mil antorchas, se arrojaron sombreros al aire y fué conducido entre vítores á los brazos de Mr. Keen que le esperaba.
—Amigo mio, no volveré a entrar en la sala de los torbellinos, le dijo el resucitado en voz baja miéntras le abrazaba.
Nadie oyó aquellas palabras, porque no era posible entender nada entre el estruendo de las aclamaciones populares. En medio de aquella extraordinaria ovacion, parecia natural que los enemigos de Mr. Dansant estuvieran avergonzados y escondidos; pues sucedia todo lo contrario: todos ellos aseguraban que, aunque adversarios leales del Doctor, nunca habian dudado de su ciencia.
Epílogo
Aura tuvo la poca suerte de que su globo cayese en casa del jefe principal de policía.
El telégrafo difundió la noticia de la resurreccion, y la aeropatía fué reconocida en toda Europa como ciencia indiscutible. Algunos periódicos ingleses piden que se decrete su enseñanza oficial en las escuelas.
Séphora, hoy misstres Dansant, dirige, en ausencia de su esposo, el establecimiento de salud, y su padre, monsieur Wind, que ha convertido su botica en farmacia acropática, se enriquece rápidamente vendiendo píldoras de aire.
Ilustracion Española, 1879.