Mundo y Familia

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III
IV
V

I

—Papá —dijo una arañita flaca y zancuda a otra araña, que había sido gorda, a juzgar por la anchura del abdomen, ya desinflado y lacio, como bolsa sin dinero—, hace mucho tiempo que no se come aquí: ni un mosquito siquiera pasa por este rincón; mi madre salió a buscar comida fiada y no vuelve; deme usted su bendición, que voy a correr el mundo.

—Espera, hijo, siquiera una noche.

—No espero, papá, el hambre incita al crimen y anoche tuve malos pensamientos.

—Ya lo reparé, hijo mío. Haciendo que dormía, observé que me mirabas con apetito. Por fortuna, pudiste reprimirte; yo aguardaba con la boca abierta que me dieras un motivo para desayunarme con tu cuerpo. Vete, pues, y recibe con mis ocho patas las ocho bendiciones que se dan al viajero. Acércate, hijo mío.

—Bendígame usted de lejos.

—Cómo, criatura, ¿te irás sin abrazarme?

—Ya lo creo: aquí reina el hambre y somos comestibles.

—Adiós, pues: no te olvides de enviarme noticias tuyas con la primera mosca que encuentres.

La arañita no escuchó más, y descolgándose del techo con un hilo, en pocas zancadas salió por la ventana. Allí se detuvo asombrada, porque nunca sospechó que el mundo fuera tan grande ni hubiera en él tantos vivientes. Poco después se hallaba en un tejado donde un gusano pacífico tomaba el sol tranquilamente. Examinole con atención, y viendo que no tenía dientes ni defensas, le dijo agarrándole por el pescuezo:

—Date preso en nombre de la ley.

Es la fórmula antigua que usan las arañas cuando estrangulan a su víctima. En vano quiso desasirse el infeliz gusano estirando y encogiendo sus anillos: la arañita le chupó todo su jugo, hasta que, creyendo reventar de puro harta, le soltó.

—Puedes retirarte —le dijo—, quedas en libertad.

El gusano no le pudo dar las gracias: estaba seco.

—Mi padre es un buen tejedor —exclamaba la arañita—, pero es un majadero; ¿de qué le sirve que sus redes sean excelentes si las tiende en un rincón donde no hay moscas?

II

¡Qué semana pasó la jovenzuela debajo de una teja, al lado de uno de esos caminos que forman los tejados para el desagüe de las lluvias! Eran tantos los insectos que transitaban por allí, que no necesitaba más trabajo que el de la elección para procurarse el alimento.

—¿Hay romería por aquí cerca? —había preguntado a un grillo vecino.

—No; es que hay en el tejado un gato muerto y los gusanos acuden al olor.

Y la arañita, desde aquel aviso dejaba pasar a los que iban a engordarse, y retorcía el cuello a los que volvían ya cebados. Sólo exceptuaba a las hormigas, de quienes había oído decir a su padre muchas veces: «Todas ellas se resisten con coraje, y después de muertas, no tienen dentro casi nada. No me explico qué es lo que defienden de su cuerpo esas infelices».

Una noche, le dijo el grillo:

—Vecina, ¿no va usted a la fiesta?

—¿Qué fiesta dice usted?

—La boda de la hija de esa araña peluda que tiene sus telares en lo alto de la parra que asoma por el canalón. Es riquísima y da de comer a doscientas operarias; tiene debajo del alero inmensos almacenes, y los tapices más antiguos y empolvados de toda la provincia; sus redes cubren de rama a rama todo el emparrado y sus hilos comunican con el suelo y los árboles vecinos; por ellos le avisan los peligros, los cambios de tiempo y todo lo que puede interesar.

—¿Tan rica es esa araña?

—Si le quitasen la mitad de lo que tiene; le sobraría casi todo.

—¿Y de qué le sirve ese sobrante, señor grillo?

—No lo sé; pero que vayan a quitárselo. Venga usted conmigo al baile.

—¿Es usted convidado?

—No; soy de la orquesta.

III

—Pase usted adelante; es libre la entrada y el baile ya ha empezado —decía un matamoscas que hacía de portero, levantando una colgadura—, la orquesta preludia el minué, y si se coloca usted en esa hoja, puede verlo bien.

—¿Pues dónde bailan?

—Han preferido bailar en la pared, porque es más lisa.

La arañita, que nunca había visto un baile, estaba maravillada de tanto lujo. Se habían alquilado gran número de luciérnagas que iluminaban la pared, y una gran orquesta de grillos y cigarras. Arañas zancudas y de cuerpecillos diminutos conversaban con otras, todo vientre, y de hechura de calabazas.

Una de éstas preguntaba a otra compañera:

—¿Usted no baila?

—¿Yo bailar? Sólo he venido por la cena. Dicen que será suculenta y habrá una mosca para cada convidado.

—¿De veras?

—Y lo que caiga. Hay esperanzas de cazar un moscardón.

—No lo he probado nunca. Aunque esos animales gruesos no deben tener la sustancia de los chicos.

—Eso creo; yo he catado el moscón, y no lo encuentro tan sabroso como el mosquito.

—Sobre todo si está cebado en vino dulce.

—Tiene otra ventaja: el mosquito es una ración moderada para una de nosotras: y como se toma caliente arregla mucho el cuerpo. Mire usted, ya empieza el baile.

Ocho lindas arañitas de ambos sexos, colocadas en dos filas, en el centro de un gran círculo de convidados, empezaron a mover acompasadamente sus patitas, tan limpias y relucientes, que parecían de charol. Era la crema de la juventud y del buen tono; ¡con qué elegancia se hacían los saludos y encogían ellas sus zanquitas con graciosas genuflexiones, retirándose, adelantándose o cruzando con majestad, según lo requerían las figuras! Qué delicados, ellas y ellos, en sus modales, sus posturas y sus esbeltos cuerpecitos.

De repente, un monstruo alado, embistiendo contra la parra, hizo temblar todas las ramas, y rozando la pared, barrió con el ala a los bailarines, los músicos y parte de los convidados. La confusión que se produjo fue tremenda.

—¿Dónde están los novios? —gritaban los parientes.

Las madres llamaban a sus hijas: dos arañas respetables habían quedado aplastadas en la tapia: otras habían caído al suelo o trepaban por las maromas a fuerza de brazo para alcanzar el canalón: las luciérnagas apagaban sus faroles para ocultarse entre las sombras: las arañas más prácticas se habían refugiado en el buffet: los que esperaban el banquete procuraban tranquilizar los ánimos; pero los gritos de «¡Ya vuelve el murciélago!» y nuevas acometidas y aletazos del terco y atontado pajarraco terminaron la fiesta con una huida general; una gran señora salió cargada como un mozo de cuerda.

—¿Qué llevas ahí? —le dijo su marido.

—¿Qué he de llevar? A nuestra hija.

—¿Nuestra hija? Si es una mosca. Querida, tú has entrado en la despensa.

IV

Una de las primeras que huyeron trepando hasta el tejado fue nuestra arañita, que no paró hasta esconderse dentro de su casa.

—¿Quién anda ahí? —dijo en la obscuridad una voz ronca.

—No contestó la arañita, sino que salió huyendo: se había equivocado de teja. Quiso ver si era la suya la inmediata: pero oyó ruido dentro: en la de más allá, sacaba la cabeza un alacrán.

—¿Vive usted aquí? —le preguntó tímidamente.

—Ya lo creo.

—Es que no encuentro mi casa.

—Se habrá usted equivocado de calle, porque en ésta sólo viven ratones, cucarachas, escarabajos y alacranes.

—¿Podría usted recogerme esta noche?

—Vaya usted de ahí, ¡pindonga!, o le clavo mi garfio en la cabeza.

¡Qué noche de terrores para la pobre arañuela! Ya pasaba rozándola un ratón: ya sentía misteriosos aleteos por el aire: ya tenía que sujetarse a las tejas con la baba para que el viento no la alzase. Por fin amaneció y vio en lo alto del tejado una araña vieja que hilaba debajo de una viga.

—Somos pobres —contestó ésta cuando la joven hubo contado su historia—, nada puedo hacer por ti. Vuélvete a casa de tus padres: lo extraño es que encontraras una teja vacía que habitar.

—¿Por qué?

—Porque el mundo está ocupado y no hay rincón que no tenga su dueño.

—¿Y dónde se refugian los que no tienen nada?

—No encuentran refugio y se los comen los pájaros que vuelan. Escóndete antes que te trague un gorrión.

—¿Y si encontrase mi teja?

—Ya estará habitada. Además, las primeras lluvias inundarán esas canales y te arrastrarán al río.

—¿No andamos sobre el agua?

—Líbrete la suerte de ello; mi marido pasó el río una vez y se me eriza la pelusa cuando me lo cuenta; en la orilla le arrojaban peñascos unos cachorros de hombre; en el aire revoloteaban los pájaros amenazándole con el pico, y bajo el agua iban siguiéndole innumerables monstruos de ojos redondos y con serruchos en la boca. Vuelve a casa de tus padres.

V

La arañita llegó muy cansada a la buhardilla paterna; ¡pero qué tranquilo y seguro le pareció el rincón familiar donde había nacido! Trepó, a pesar de la fatiga, por la terrosa pared y se detuvo a pocos pasos de la empolvada telaraña. La puerta tenía cerrada una hoja.

—¡Madre! —gritó con emoción.

La telaraña se estremeció y la araña padre asomó por la ventanilla.

—¡Hijo! —dijo llorando el arañón—. Desde que te marchaste no ha entrado alimento en casa: esto es un desierto.

—¿Y mi madre?

—No me preguntes por ella: me ha dejado solo y triste.

—¿Ha huido?

—¿Huir? Si era una santa. ¡Hijo del alma! Llegas tarde. Acabo de comerme a tu mamá.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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