Otro Pecado Capital

José Fernández Bremón


Cuento


—¿Cree usted que hay criminales de instinto, señor doctor?

—Creo que obra sobre el alma del hombre una levadura terrestre, la levadura del mal, y que ésta fermenta con acción mayor o menor en cada individuo, constituyendo el conjunto de buenas cualidades y esta condición negativa la moral de la persona, y yo me atrevería a incluir entre los pecados capitales otro que no me parece comprendido entre los siete, salvo la opinión de los que definen estas cosas graves.

—¿Un pecado nuevo?

—Antiguo y muy antiguo: los modernos han inventado muchas cosas, pero no han podido inventar un solo pecado: todos los que se conocen hoy se conocían en los tiempos más remotos. Pero si no hemos añadido, tampoco hemos olvidado ninguno: en vez de hacerse añejos, cada vez parecen más frescos y remozados.

—¿Qué pecado capital es el que quiere usted añadir a los otros siete?

—La crueldad.

—¿No está comprendida en la ira o es su consecuencia? ¿No se condena por extensión en el quinto mandamiento no matar?

—A mi entender no, aunque resulte anatematizada por completo en el espíritu general de la doctrina, y en la máxima de no hacer al prójimo sino lo que quisiéramos para nosotros mismos. Y no pudiendo dudarse de que la crueldad está condenada, no veo este otro vicio bien determinado y definido, ni establecida su perversa categoría en toda su importancia. La soberbia es un pecado mortal que nos hace multiplicar nuestro propio valor, y es en cierto modo la idolatría de uno mismo: no es pecado de naturaleza agresiva, como la avaricia, que guarda inútilmente y sin provecho lo que otros podrían disfrutar: como la lujuria, que no se satisface sin mancha ajena; ni como la envidia, que al fin tiene en sí propia su tormento: en cuanto a la ira, de que me hablaba usted, no se concibe bien por sí sola, a no ser como predisposición del ánimo a arrebatarse por cualquier contradicción, y que es, a mi juicio, pecado menos espontáneo que los otros.

—¿Y concibe usted la ira sin crueldad?

—Basta el arrebato y el desordenado arranque del furor, que pone al hombre fuera de sus condiciones de ser racional, igualándole con el bruto, para incurrir en el pecado de la ira, sin otros actos que ya en aquel estado pueden ser irreflexivos o mal coordinados: la ira suele ser cruel por sus efectos, no por precisa condición: en sí viene a ser como un relámpago infernal o un rugido del alma. Pero esta relación de la ira con la crueldad no debe hacer que se confunda la diversa naturaleza de ambas, que tienen sus límites bien establecidos, ni puede dársele otro significado que el de relación que guarda entre sí todo lo malo; todos los pecados son parientes.

—Pero en el precepto de no matar que sintetiza y comprende todo lo que daña al prójimo, ¿no está inclusa y condenada la crueldad?

—Aquí sólo se prohíben los actos dañinos, aun simples y sin ensañamiento, quedando implícitamente calificada de pecado grave, por consiguiente, la crueldad que se ejecuta con delectación; pero los pecados mortales no siempre se concretan en actos determinados, y eso sucede a la crueldad.

—Explique usted bien su idea.

—Es muy sencilla. ¿Qué es crueldad? La propensión a causar daño con maligna complacencia o recrearse en el que sufren los demás. Compare usted la crueldad con la gula, y dígame si no le parece mayor pecado el primero que el segundo. Será éste más grosero, pero aquél supone mayor perversidad: la gula daña sólo al que la padece; la crueldad es más premeditada, duradera y perjudicial, y contradice y afecta más directamente a lo substancial de toda la doctrina, violando la ley de amar al prójimo.

—Permítame usted una observación. ¿Qué interés tiene usted en que haya un pecado más?

—Y usted, ¿por qué me corta mi razonamiento?

—Tiene usted razón: esta pregunta encierra una cuestión previa, que debí hacer al principio: existen hoy siete pecados capitales, y, o estoy equivocado, o parece que todos ellos informan la sociedad en que vivimos: estamos soberbios con nuestra cultura; buscamos con avaricia la riqueza; toda la literatura contemporánea se complace en la deshonestidad; nos combatimos unos a otros con ira; no sabemos hacer nada sin banquetes, y nos dominan la envidia y la pereza. Si añade usted la crueldad, ¿no parece lo probable que se apodere de ella nuestra sociedad, que parece inspirada en todos los pecados capitales?

—Me hace usted reflexionar.

—Además, ¿qué virtud tiene usted contra ese pecado que quiere usted inventar?

—Yo no invento: estudio y clasifico, limitándome, sobre todo, a proponer.

—Al grano, al grano. ¿Ha encontrado usted esa virtud?

—Confieso que si no hay pecados nuevos, no es difícil desenterrar algunos quitándoles el polvo que los cubre; pero no me comprometo a encontrar una virtud.


Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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