Pendiente de una Cuerda

José Fernández Bremón


Cuento



I

Ricardo Blásez no podía resignarse a vivir en un mundo tan indiferente con el genio. ¿Qué le importaba ser comprendido de tres o cuatro compañeros de clase que aseguraban a sus versos la inmortalidad, si sólo había vendido cuatro ejemplares de sus Nitroglicerinas, colección de poesías amargas, en que renegaba de las mujeres y los hombres? Y no era un soñador: había procurado estudiar experimentalmente la vida, como convenía a un hombre de su época, que sabe la obligación social de todo joven de ideas elevadas: ser moderno. Porque decía, y decía muy bien:

—Si no somos modernos los jóvenes, ¿quién lo será en nuestro tiempo?

»¡Nuestro tiempo! —añadía con desdén—. ¿Acaso lo es la época en que podíamos disfrutar de la vida, si todo nos lo encontramos ocupado? No hay casa que no tenga su dueño, mujer que no tenga marido o amante, destino sin su funcionario correspondiente, carrera que no tenga completo el escalafón, ni utilidad que no esté acaparada. He venido a habitar en una sociedad donde no quepo, a menos que me resigne a llevar espuertas de tierra para que otros se hagan casas. Todo el que llega a los cuarenta años pertenece a otro tiempo, no tiene derecho para influir en el nuestro, y decorosamente debería suicidarse para dejar paso a los que vienen. ¿Por qué se obstinan en vivir, si todo lo que poseen y ocupan son nuestras vacantes naturales? ¡Jamás! Jamás llegará la verdadera edad moderna, mientras sean los viejos árbitros del mundo. Ya lo he dicho en la siguiente


NITROGLICERINA

El mundo está caduco y de su vieja mole
podrido el armazón:
hay que prenderle fuego
y edificarlo luego:
hace falta una nueva creación.

La historia es un cadáver, un sueño lo pasado
que no ha de revivir:
¡abajo ese esqueleto!,
que ya palpita en feto
y empieza a rebullirse el porvenir.

¡Al fuego las vejeces de Homero y de Virgilio
y toda vetustez!
No puede haber progreso
sin destruir lo impreso
para escribir los libros otra vez.

Ancianos, daos prisa, pedid los santos óleos,
comprad el ataúd;
que todo viejo serio
se marcha al cementerio
cuando estorba a la alegre juventud.


Este y otros monólogos, y la certidumbre que adquirió experimentalmente Ricardo de que ni los viejos accedían a la delicada invitación de irse al otro mundo, ni él podría disfrutar de su tiempo, sino del futuro, del correspondiente a la generación venidera, le determinaron a quitarse la vida, por no tener que vivir en aquel intervalo probable.

—O no hay nada detrás de la muerte, o hay otro mundo —reflexionaba mientras daba cera apresuradamente a la cuerda que había comprado para ahorcarse—: si hay otro mundo, sin duda será más ancho que éste; y si no lo hubiera, nada más ancho que la nada, puesto que en ella se tiene que albergar todo lo que acaba para siempre.

Era preciso concluir, y una mañana se encaminó al Retiro; buscó el sitio más frecuentado por las niñas madrugadoras, eligió el árbol más simpático, ató la cuerda a una de las ramas, dispuso el lazo, y el ruido de unas pisadas próximas le determinó a alejarse unos instantes. Cuando volvió no había nadie en las inmediaciones del árbol: trepó por el tronco, y al ir a montar en la rama, vio un viejo que tenía su cuerda puesta al cuello, y le miraba con disgusto.

—¡Todo está ocupado en este mundo! —exclamó con ira Ricardo—. Hasta la cuerda con que quiero estrangularme.

II

—Anciano —dijo el joven en actitud respetuosa—, esa cuerda es mía.

—Joven —repuso el viejo algo confuso—, no pienso llevarme al otro mundo este cordel; puede usted recuperarlo apenas me haya ahorcado.

—Lo he comprado para mi uso particular y tengo el derecho de estrenarlo.

—La propiedad varía de carácter según sus condiciones: una horca pertenece por su naturaleza al primer cuello que la ocupa. Puede usted retirarse, que estoy tomando posesión.

—Le niego mi permiso, y cortaré la cuerda al primer movimiendo que haga usted para colgarse.

—Quiero irme al otro mundo: no obstruya usted el camino, y déjeme pasar.

—Yo sólo le impido que se balancee usted en mi columpio. Hay doscientas maneras de quitarse la vida.

—Joven, soy más antiguo que usted y debo morir antes. Además, la vida pertenece a la juventud.

—¿Qué está usted diciendo?

—Que el mundo es de ustedes, y lo que en él tiene valor: el amor, la alegría, la esperanza y la salud.

Ricardo no pudo contener su irritación y cortó la cuerda, diciendo:

—Caballero, puede usted bajar del árbol; me llevo mi cordel.

—¡Joven, joven! Espere usted un momento.

—Ya estoy en el suelo.

—Ayúdeme a bajar.

—Los desesperados se tiran de cabeza.

—Es que he reflexionado y suspendo mi ejecución para otro día.

—Eso es otra cosa: ponga usted la rodilla sobre mi hombro: así. Ya está usted servido.

—Dispénseme usted —dijo el anciano—; la cuerda encerada con su nudo, pendiente de la rama, incitaba a colgarse por el pescuezo; los escalones del tronco facilitaban la subida, y no pude contenerme. Vendré mañana con un cordel de mi propiedad, y si es preciso traeré un lacayo para que me ahorque. Está usted convidado.

—Agradezco la invitación, pero no puedo aceptarla; no es desaire; crea usted que tendría un gran placer en verle colgado de ese árbol; pero me ahorco hoy mismo y no estoy para perder tiempo.

—Comprendo: le urge a usted abandonar un mundo completamente transformado e insoportable. Ya no se puede vivir. El hombre perdió su dignidad desde que dejó de usar aquellos corbatines de muelle que eran el corsé de la garganta; perdió su tranquilidad cuando introdujo en su despachco el timbre del teléfono; se despidió de la música al advenimiento de una instrumentación complicada, que sólo está al alcance de los sabios; renunció a la literatura amena para leer obras de medicina dialogadas; los que teníamos algunas onzas de oro, sólo tenemos créditos en cuenta acaso imaginarios. Vivíamos en salones y hoy nos embuten en alhacenas. Las malas noticias llegan con rapidez abrumadora; nos creíamos dueños de nuestro cuerpo, y sabemos que está atestado de microbios. Hace usted bien abandonarlo. Es verdad que hoy es usted joven; pero esa cualidad pasa en un abrir y cerrar de ojos. Beso a usted la mano.

—Un instante, caballero —repuso Ricardo—. ¿Es cierto que encuentra usted verdaderamente moderna la sociedad en que vivimos?

—No le digo a usted más, sino que soy un hombre chapado a la antigua, enamorado de lo viejo, y ni siquiera puedo tomar el chocolate legítimo que sorbía por las mañanas siendo muchacho. Soy madrileño rancio, y puedo asegurarle que en el transcurso de mi vida se ha perdido el acento neto y puro de los hijos de Madrid. Las carnes tenían otro sabor antiguamente; bebemos otras aguas y respiramos otro aire; los chicos de hoy son hombrecillos de corta edad, y de tal modo se me impone lo moderno, que ni siquiera puedo pensar a la antigua libremente.

—Caballero, he sido un grosero al impedir a usted el uso del cordel con que pensaba suicidarme: ¿quiere usted hacerme el obsequio de aceptarlo?

—No; sería abusar.

—De ningún modo; si usted no se sirve de esa cuerda, creeré que me guarda usted rencor.

—Para probarle lo contrario, voy a ayudarle a usted a estrangularse tirándole de los pies.

—No lo consiento: va usted a ahorcarse ahora mismo con toda confianza.

—¡Usted!

—¡Usted primero!...

Y después de instarse mutuamente y hacerse cumplidos un buen rato, el viejo se alejó incólume y erguido, y el joven se quedó con la cuerda rota entre sus manos.

III

—Ese viejo es un impostor —murmuró para sí Ricardo cuando el anciano desapareció de su vista—; dice que lo moderno se nos impone, y yo, que me considero el joven de ideas más modernas, no he sabido elegir otro género de muerte que el usado por Judas hace diecinueve siglos. Es verdad que yo tenía una idea muy mía: si quise ahorcarme, fue por morir haciendo a la humanidad una mueca despreciativa sacándole la lengua. Sin embargo, no debo morir sin explicarme, sin escribir otra nitroglicerina.

Y sacando la cartera, empezó a versificar en esta forma:


¿Por qué el mundo es tan exiguo
y limitado lo eterno?


—¡Eterno!... Temo que este consonante me obligue a interpelar al Gobierno. No; es preferible evocar al infierno o echar un terno. ¡Ah!, ya he encontrado la cuarteta.


«Porque acapara lo antiguo
la extensión de lo moderno
pensemos de golpe todo»,
dijeron nuestros mayores
desde el fenicio hasta el godo...


—¿Fenicio?, ¿godo? ¿A qué aludir a nadie? Suprimo este verso.


«pensemos de golpe todo
—dijeron nuestros mayores—,
y evitamos de ese modo
que haya librepensadores.

Desde el sabio hasta el salvaje
discurrirán con plantilla...».
E inventaron el lenguaje
que hablamos de carretilla.


—¿Carretilla? ¿Es poética esa voz? Todo es poético en el verso cuando lo usa un autor bueno.


En las edades obscuras
tuvo este siglo su albor,
como las flores futuras
en el germen de la flor.

Y es que en este mundo viejo,
lo que parece reciente
tiene el sabor del pellejo
en que estuvo antiguamente.

Hasta la concha de nácar
que al brillar parece nueva...


—¿Nácar? Apurado me voy a ver para encontrar el consonante... y no puedo, no debo suicidarme decorosamente sin terminar esta cuarteta.

IV

—¡Ricardo! ¡Aquí está Ricardo! —gritaron algunas voces infantiles.

Y mientras aquél guardaba la cartera, se vio rodeado de tres o cuatro niños, que le acometieron cabalgando en sus piernas y trepando por su espalda.

—¡Quietos! ¡Quietos!

—¿Para qué has traído esa cuerda? —decía Gabrielito, que se había apoderado del cordel.

—¿Para qué ha de ser una cuerda en el Retiro? Para jugar a la comba —respondió Juanita, saltando con extraordinaria ligereza.

Mientras el joven saludaba a don Cipriano y doña Petra, padres de las criaturas, dos niños se habían dejado enganchar como caballos, y Juanita tiraba de las riendas.

—Ya están mis hijos haciendo de caballerías —dijo doña Petra—; no tienen otra vocación.

Los chiquillos, trotando con delicia, lanzaban relinchos de alegría, amarrados a la cuerda.

Don Cipriano repuso por su parte:

—Se han empeñado en que les llevemos a la Casa de Fieras. Y como no van ahora al colegio, a alguna parte han de ir los angelitos. ¡Si viera usted cómo las remedan! Mi hijo Luis aúlla como un lobo. ¡Luis!, da un aullido para que te oiga este caballero.

El niño no se hizo rogar, y aulló con perfección.

—¿Qué le parece a usted? —dijo el padre.

—Que es todo un artista. Dedíquele usted a la escena: eso que hace el niño se paga a peso de oro. Niños, ¡adiós! ¿Me dais la cuerdecita? Yo os la regalaría, pero se me ha escapado un perro...

—¡No, no! ¡Ya es nuestra!

Y se alejaron a galope tendido, sin atender los gritos de los padres.

—¡Niños! ¡Niños! —gritaban éstos inútilmente.

—No se molesten ustedes; me pasaré sin ella, y en vez del perro, me dedicaré a buscar un consonante que no encuentro.

—Si puedo servirle... —añadió don Cipriano.

—Es muy difícil: busco un consonante a nácar...

—Pues le diré que conozco una familia que rima con esa voz: la familiá de Ácar. Y por si vale el aviso, recuerde usted la acción de Lácar.

—¡Ácar! ¡Lácar! —repetía Ricardo al quedarse solo—; aunque tuviera la cuerda, no podría atar a mi cuarteta ninguno de esos consonantes.

»Los jóvenes no somos hoy los más modernos, sino los niños; pero ¿qué es lo moderno en esa familia donde los niños aúllan como lobos?

»Antes no me hubiera suicidado hasta terminar mi estrofa; ahora me ahorcaría por no concluirla; pero ¿cómo? Esos chiquillos han convertido el instrumento de muerte en un juguete, y los padres ni aun sospechan que sus hijos se han enganchado en una horca.

»¿Por qué nos estorbaremos tanto los unos a los otros? Unos me impiden vivir, y los otros no me dejan morir. ¿A que tendré necesidad de quitarle mañana al viejo su cuerda y su lacayo?


Hasta la concha de nácar
que al brillar parece nueva,
acaso escrito en el nácar
signos del diluvio lleva.


»Pero ¿cómo me ha salido tan fácilmente esta cuarteta? Ya puedo morir tranquilo.

»Soy un imbécil: un farsante; he rimado nácar con nácar.

Y lleno de furor arrojó lejos de sí la cartera con tan mala suerte, que dio en la nariz de una señorita que en aquel momento aparecía, acompañada de su mamá.

V

La joven dio un pequeño grito: la mamá miró colérica a Ricardo. Éste perdió un momento el uso de la palabra, y por último dijo:

—Señoras, he sido un bárbaro y un torpe. Merecería que me castigasen ustedes, y como no han de hacerlo, voy a castigarme yo mismo. Ojo por ojo, diente por diente y nariz por nariz.

Y dándose en la suya un puñetazo, lo hizo tan al vivo y con tan poca fortuna, que brotó por sus fosas nasales un caño de sangre.

—¿Qué ha hecho usted, caballero?

—¡Qué atrocidad!

—Va usted a desangrarse...

—Ha llenado su pañuelo: tome usted el mío... —decía la señorita.

—Yo necesitaba darles a ustedes una satisfacción.

—Y nos ha dado un disgusto.

—No le hagas hablar, niña. Caballero, tápese usted la nariz, y vamos hacia el estanque: esa hemorragia no se corta hasta lavarse: tú también debes lavarte, Elisa, porque tu nariz se empieza a hinchar. ¡Vamos, pronto!

Y apretando el paso, llegaron a la fuente egipcia, de cuyo pilón se sirvieron como de jofaina, no sin que se detuvieran a corta distancia, con curiosidad, las gentes madrugadoras que paseaban a orillas del estanque.

—Caballero —dijo la mamá—, sentimos haberle ocasionado este percance, pero debemos separarnos; hemos llamado la atención.

—Señora —repuso Ricardo—, por lo mismo que hemos llamado la atención, no podemos separarnos.

—¿Qué dice usted?

—Que las gentes nos han visto juntos, a mí sangrando por la nariz y a Elisa con la nariz hinchada; y si ahora nos separamos, creerán que esta señorita y yo nos hemos dado de puñetazos, y como yo he llevado la peor parte, dirán que usted también ha intervenido en nuestra cachetina.

—¡Ay, mamá, tiene razón!

—¿Y qué haremos?

—Reírnos, pasear juntos, entrar en una lancha y hacer ver a los curiosos que estamos en la mejor armonía.

—¿Qué te parece, niña?

—Me parece necesario lo que dice este caballero.

—Pues que empiece él a reírse...

—¡Ja, ja, ja!

—¡Je, je, je!

—¡Ji, ji, ji!

—Los curiosos se retiran disgustados.

—Creían presenciar una tragedia.

—Y ven que todo era un sainete.

—¡Ja, ja, ja, ja!

VI

Cuando tres personas se han reído juntas, se establece entre ellas muy pronto la confianza, y es que el placer une a los hombres, como la tristeza los separa.

—¿Le duele a usted la nariz? —decía Ricardo con interés a Elisa.

—Ni siquiera siento que la tengo. ¿Y usted?

—Yo la estoy disfrutando.

—No entiendo.

—Es muy sencillo: nadie siente que tiene nariz hasta que le incomoda; de manera, que la poseemos sin gozar de su dominio. Ahora no me duele, pero noto que me está creciendo, y sé no sólo que existe en mi cara y es mía, sino que estoy en la plenitud de su posesión. ¿Tiene usted la bondad de decirme si ha ensanchado con exceso?

—Puede pasar todavía.

Y con el pretexto de mirarse la nariz, sus miradas se rozaban con placer, mezclando su fluido.

Media hora después habían tomado juntos el chocolate, y Ricardo no podía comprender cómo había podido pensar en el suicidio, en una mañana tan risueña, entre arboledas tan verdes, y cuando los pájaros piaban con tanto regocijo.

Los ojos de Elisa cada vez eran más simpáticos; Ricardo sintió por primera vez que era joven; hasta entonces sólo había sido moderno, es decir, innovador, en un sentido literario y filosófico.

Cuando tres personas han tomado juntas el chocolate en el Retiro, la confianza se convierte en intimidad, sobre todo si el mozo ha preguntado, como lo hizo, dirigiéndose a Ricardo:

—El chocolate, ¿lo quiere usted con mojicón?

A lo que contestó Ricardo con presteza:

—Gracias: el mojicón ya lo he tomado.

VII

¿Quién había de decir a Ricardo que el paseo en lancha por el estanque, a que invitó a las dos señoras, había de concluir en un naufragio?

¿Quién piensa en la muerte, cuando se siente en plena eflorescencia y entre dos cielos, el de arriba, de un azul celeste, y el de dos ojos negros que llevan al ánimo promesas celestiales?

Un solo momento sintió escrúpulos...

¿Se estaría enamorando como sus bisabuelos? ¿Rendiría el reformador culto a la tradición de amar?

Pero la lancha era algo estrecha. Cuando las miradas de dos jóvenes se cruzan con insistencia, se establece una corriente de simpatía: si los pies se rozan al mismo tiempo, se forma círculo magnético. Nada se ve, nada se oye y no se atiende a nada. Ricardo y Elisa no veían a la mamá, que estaba al lado.

Bogaban y bogaban hacia la barandilla del estante. Ricardo quiso aproximarse a la niña: ésta se retiró modestamente: el joven se deslizó para ganar terreno, y desnivelándose la barca, amenazó con irse a pique.

Ricardo se levantó instintivamente, mientras las señoras se acurrucaban en el banco. El galán vaciló, quiso mantener el equilibrio, oyó voces infantiles que le llamaban por su nombre y sintió una impresión de frialdad en todo el cuerpo, ansia de vivir, angustia y el vacío en todas partes. Luego sus manos oprimieron con fuerza un objeto resistente... se sintió arrastrado hacia el aire, y respiró con avidez.

Primero vio a Elisa en la barca abrazada a su madre y que lloraba y reía a la vez: después a Gabrielito y Luis y don Cipriano, en la barandilla del estanque, y vio en su mano el objeto salvador que le había devuelto a la vida sacándole del agua.

Era la cuerda que había llevado al Retiro para ahorcarse.


Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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