A mi cariñoso y verdadero amigo
Isidoro Fernandez Florez.
Todos los dias oimos á nuestro lado palabras sueltas que se
escapan involuntariamente á individuos que pasan hablando a solas sin
notarlo: con frecuencia vemos personas que accionan sin hablar, como si
sostuvieran disputas muy acaloradas: más de una vez el eco de nuestras
propias palabras nos ha advertido que íbamos por la calle hablando en
voz alta y llamando la atencion de los transeúntes. Todo esto no es sino
una débil manifestacion de la actividad febril de nuestro cerebro,
tumultuoso taller que funciona sin cesar, congreso en sesion permanente,
y manicomio en que, entre mil ideas extravagantes, descuellan alguna
vez pensamientos razonables. El saber callar las necedades que se
ocurren es la prueba del buen juicio: ocultar en sociedad ciertos
pensamientos que escandalizarian á las gentes, constituye la prudencia:
dominar los latidos de la soberbia, los deseos livianos, la envidia y
todas las pasiones, es la virtud. ¡Qué diferencia entre el tranquilo
aspecto de algunos rostros impasibles, y el motin interior de las ideas
bajo el cráneo! vienen á ser como esos edificios cerrados, cuya severa
fachada no denuncia los crímenes domésticos que en sus habitaciones se
consuman.
Si alguna vez se descubre un instrumento que equivalga en acústica á lo que es en óptica el microscopio; si se inventa una trompetilla tan sutil que aplicada sobre las cabezas deje oir lo que discurren los cerebros, ó colocada á cierta distancia permita escuchar lo que en voz imperceptible hablamos continuamente , ¡qué revolucion moral produciría ese aparato! Baste saber que al escribir y al hablar callamos y omitimos, por consideracion á las conveniencias, lo más atrevido, lo más sincero, lo más pintoresco de nuestras ideas; y que entre el hombre interior, que habla consigo mismo, y el personne teatral, que cada cual representa ante sus prójimos, suele haber el contraste más extraño.
Disimular continuamente nuestras flaquezas, no participar á nadie nuestras observaciones más exactas y sutiles, tal es el resultado de la educacion, que creo exista áun entre salvajes. ¡Ay del hombre que vacia enteramente al exterior lo que todos ocultan en la oscura soledad de su conciencia! Conservar el incógnito: hé aquí lo que con más ó ménos torpeza casi todos consiguen en la vida. Pero creo que estoy filosofando, cuando es mi única intencion referir una historia, la cual, por haberme asegurado quien la contó ser uno de sus actores, sólo me atrevo á clasificar entre los cuentos.
I
Nunca podré olvidar á mi condiscípulo Juan Claro.
Habia sido un estudiante á la vez laborioso y pendenciero: taciturno hasta el extremo de huir la compañía de los compañeros de clase, y provocador, y de una sinceridad bárbara y ofensiva, cuando se reunía con nosotros. Le era imposible disimular los defectos que observaba en los demas, ni dejar sin correctivo sus errores; pero siempre sus manos respondian de los insultos de su lengua, que le obligaron á medir sus fuerzas con todos los estudiantes capaces de vengar una ofensa á puñetazos.
Su predileccion por mí no reconocia otra causa que la benevolencia con que toleraba su franqueza, insoportable para todos. Y era que algunas buenas cualidades de Juan, la sagacidad de sus observaciones, y la conviccion de que mi amigo tenia en su propio carácter su adversario más cruel, y un impedimento moral para vivir en sociedad pacíficamente, me hacian compadecerle y estimarle.
—Eres adulador é hipócrita, recuerdo que me dijo un día: te he visto sonreir en clase cuando el profesor contaba por vigésima vez el cuento de las naranjas, y no te puede hacer gracia lo que ese buen señor nos ha repetido tantas veces.
—Me hace sonreir, le contesté, la insistencia del profesor en contar ese cuento.
—No me engañas: tu risa hubiera sido en ese caso burlona, en vez de ser, como he observado, servilmente franca. Sacarás este año buena nota á fuerza de sonrisas.
—Te equivocas respecto de mi intencion, repuse algo picado: celebro el cuento por bondad y no por adulacion; nada me cuesta dar ese gusto al profesor, pues estoy acostumbrado á soportar tus claridades, que son mucho más molestas. Lo que juzgas en tí franqueza y lealtad de carácter, no es sino egoísmo é intolerancia; eres incapaz de callarte un pensamiento que ofenda á los demas.
—Eso que dices, replicó, prueba áun más tu hipocresía; te he tenido siempre por amigo, y ahora resulta que eres una víctima de mi mal genio y ocultabas tu sufrimiento: me has estado engañando, por miedo de una riña, ó por bajeza natural.
Y me volvió la espalda con desprecio.
Era su amigo más íntimo: le queria entrañablemente, y no pude ménos de descargar mi baston en sus espaldas: cayó sobre mí como una fiera, y ambos rodamos por el suelo con gran contentamiento de nuestros condiscípulos, que nos rodearon frotándose las manos. Todos los estudiantes me animaban con sus voces: todos deseaban mi triunfo: ni uno solo manifestó simpatías por Juan Claro. Cuando se trató huir de los bedeles, me abrieron calle protegiendo mi fuga: mi adversario, en cambio, se vió detenido por la multitud de estudiantes agolpados, y fué hecho prisionero: su altivez con los bedeles le llevó á presencia del profesor: las respuestas que dió á éste le condujeron ante un consejo de disciplina, en el cual se excedió tanto en su lenguaje, que mereció ser expulsado de la Universidad.
—Agradéceme el sacrificio, me dijo, cuando todo estaba consumado: no puedes imaginarte lo que he tenido que luchar interiormente para no pronunciar tu nombre, que se me escapaba de los labios: hubiera dado cualquier cosa por haber podido delatarte sin vileza. En cambio he repetido al tribunal el cuento de las naranjas, he dicho lo que pienso sobre la escasa ilustracion de mis jueces, y he tenido la satisfaccion de revelar al Consejo la coquetería de las señoras de algunos profesores.
Yo le escuché asombrado como quien oye hablar á un loco.
Aun daré á conocer otro detalle de su carácter para que se comprenda más á fondo.
Algunos años despues íbamos en un ómnibus á San Isidro: en frente de nosotros habia una linda jóven acompañada de un señor de aspecto formidable: Juan los miraba alternativamente, y su semblante revelaba una lucha consigo mismo, que me puso en algun recelo: la jóven miraba a Juan con cierto agrado, y el desconocido atusaba con desconfianza su larguísimo bigote.
Juan le dijo de repente:
—Caballero, ¿es su esposa de V. esta señora?
—¡A V. qué le importa! contestó el de los bigotes con voz de trueno.
—En realidad muy poco; pero no puedo resistir al maligno placer de advertirle que me está mirando hace rato con interes.
Todos nos quedamos asustados, en la conviccion de que iba á suceder una catástrofe en aquel estrecho carruaje.
—¡Cochero! ¡cochero! gritó el señor de los bigotes: ¡pára! ¡pára! Esto es insoportable.
Y haciendo descender á la señora, que con los ojos bajos y el semblante pálido salió tropezando, el ofendido caballero dijo á Juan al despedirse:
—¡Ahí le dejo mi tarjeta!
Juan entregó la suya, y los caballos prosiguieron su carrera.
El lance, por fortuna, no tuvo consecuencias: la tarjeta del desconocido sólo contenia estas palabras:
«Gran casa de préstamos: se da mayor cantidad que en otros establecimientos sobre toda clase de alhajas y ropas en buen uso.»
El hombre terrible era un pacífico industrial que aprovechaba la ocasion para hacer su propaganda.
Cuando le anunciaron la muerte de su padre, Juan Claro dijo en alta voz delante de várias personas:
—Ya era tiempo.
Y despues añadió con acento conmovido:
—Siento su muerte, ahora que no tiene remedio: los millones que me deja no llenan el vacío que su pérdida produce: sin embargo, consuelan esos millones. ¡Vaya si consuelan! Creo que he ganado con su muerte; pero voy á soñar con su cadáver muchas noches, lo cual es fastidioso. Me queria mucho el pobre viejo. Soy un ingrato: hay en mi pensamientos que á mí mismo me repugnan; y no obstante, son tan mios y áun más que los otros: ¡sí! creo que vienen de fuera los buenos pensamientos.
Todos se alejaron de Juan horrorizados.
Nunca admitia en depósito secretos, confesándose incapaz de reservarlos.
—Pues yo necesito desahogar en tí uno que me estorba, le decia un amigo muy hablador.
Juan le contestó tapándole la boca:
—Comprendo tu situacion y la necesidad en que te hallas: por eso no quiero encontrarmo en el mismo caso. Soy un periódico humano; un cartel de anuncios. Guarda tu secreto.
—Entónces, repuso el hablador, te lo diré sin reserva alguna.
—Eso es otra cosa: divulguemos el secreto; no hay nada tan sabroso de contar como lo que deberia estar callado.
Cuando Juan vió que se trataba del honor de una familia, exclamó dirigiéndose al hablador:
—Eres un miserable: voy á referir lo que me has contado al mismo que depositó en tí su confianza: los que no tenemos donde guardar un secreto, no debemos permitir que se nos digan.
—Señora, decia Juan en otra ocasion muy distinta, usted ha provocado la ruda sinceridad con que me expreso.
—¡Yo! le contestaba la dama, ofendida en su dignidad.
—Sí, señora; no se le dice impunemente á un hombre ¡yo te amo!
—Usted está loco, caballero, replicaba la señora. ¿Cuándo le he dicho semejante cosa?
—Hace un momento, con los ojos; idioma el más sincero de todos los que usamos. Atrévase V. á negarlo, cerrando los labios y mirándome frente á frente.
Y como la señora sostuviese con frialdad sus miradas, Juan dijo levantándose:
—Miente V. con toda su vista.
La dama se echó á reir y le dijo con bondad:
—Preciso es perdonarle sus ofensas, porque no tiene usted el juicio muy seguro. ¿Se puede mentir con los ojos?
—Es muy difícil, contestó Juan; pero no es posible fiarse en nada del que llega á conseguirlo; los de V. me parecerian el escenario de un teatro si no fueran tan pequeños.
Renuncio á describirla tempestad que estalló en aquel gabinete.
Juan Claro habia tenido á los veinticinco años doce ó trece desafíos.
La última vez que le ví estaba vistiéndose para salir á la calle, y se enjuagaba la boca con ron, lo cual me extrañó, porque detestaba la bebida.
—Concibo tu sorpresa, me dijo, y quiero, y no puedo ménos de explicarte por qué prefiero este licor al agua odontálgica que usaba anteriormente. Has de saber que estoy medio asustado de mí mismo en vista del mal efecto que produzco en todas partes, y me enjuago con ron para que atribuyan á la bebida mis defectos.
Despues supe que se habia encerrado en una quinta inmediata á Madrid, aislada y en el campo. Aquel retiro, soportado con la mayor constancia en la fuerza de su juventud, y durante más de cinco años, tenia trazas de una monomanía irresistible.
Un dia recibí la siguiente carta:
«Querido Luis: Voy á darte dos pruebas de confianza. La primera
te proporcionará una molestia, pues necesito que me envies un criado de
buenos antecedentes y con la cualidad indispensable de ser
completamente sordo: la persona en cuya compañía ha de vivir es
sordo-muda, y seria conveniente que el criado supiese hablar por señas,
lo cual me ahorraría el trabajo de ejercitarle en esa mímica: lo
esencial es que sea sordo como una tapia, porque para guardar la casa
tengo dos perros cuyo oido es excelente.
»La segunda prueba de confianza te evitará la molestia de hacer un viaje inútil: como mis criados no oyen á los que llaman, no abren á nadie, pero llegan á mi poder todas las cartas que deposita el cartero por debajo de la puerta, y leeré con satisfaccion lo que me escribas.
»Tu amigo y condiscípulo,—Juan Claro.»
II
No volví á tener noticias de mi amigo en algun tiempo: pero una tarde entró en mi despacho un hombre vestido de negro y me hizo con las manos algunos signos para mí ininteligibles. Entónces recordé que era el criado que habia proporcionado á Juan segun sus instrucciones. El pobre hombre gesticulaba inútilmente: yo gritaba sin éxito: sus dedos moviéndose en todas direcciones, me parecían garabatos sin idea: en cambio mis palabras se estrellaban en su tímpano de granito. Por fin, hizo un gesto expresivo, bajó la cabeza pausadamente, y abriendo ambas manos, separó los brazos, de un modo tan elocuente, que no pude ménos de comprender su significacion. «Paciencia: no nos entendemos», me decia el sordo-mudo en ese idioma universal sin palabras, sin reglas gramaticales, que no admite discursos ni dialectos, ni elegancias, y que tal vez hablaron los hombres en el período prehistórico y sosegado del silencio. Edad oscura en que el tribuno manoteaba en vano ante un pueblo indiferente que le volvia las espaldas sonriendo, y no pudiendo comprender lo que significaban sus desordenados movimientos se alejaba encogiéndose de hombros. Epoca de franqueza, en que el agraviado demostraba su rencor enseñando á su rival el puño cerrado, y en que el seductor no usaba otros artificios que enviar besos a las bellas con las puntas de los dedos. Edad feliz en que todavía no habian nacido las buenas ni las malas palabras, ni por consiguiente las disputas. Ningún sér rudimentario hacía presentir la aparicion entre los hombres del académico de la lengua. Era de adelanto, en que la estaca, asociándose al brazo del hombre con un fin puramente gramatical, dió á los argumentos mayor peso, y más correccion al idioma primitivo.
Todas estas reflexiones se agolparon en mi mente miéntras el sordo-mudo depositaba un legajo de papel sobre mi mesa, y se despedia con una elocuente y bien medida reverencia. Rompí el sobre, la letra era de Juan, y como todo lo que con él se relacionaba excitaba mi curiosidad, leí con avidez su extraña carta.
«Querido Luis: Has sido y eres aún mi único amigo: tú tienes muchas amistades; no puedo ménos de elegirte como depositario de esta confidencia; pero acaso sólo tenga para tí un valor muy secundario, porque otros ocupan mejor lugar entre tus afecciones. Sin embargo, siento necesidad de rehabilitarme en tu corazon, y satisfacerte por las innumerables ofensas que de mí has recibido: escucha mis explicaciones.
»Aunque nunca dejaste de ser mi amigo, tus visitas disminuyeron; los ratos que pasábamos juntos procurabas acortarlos, y por fin distribuiste completamente tu tiempo, sin dedicarme un cuarto de hora. Los leales desertaban: me encontré aislado y tuve miedo.
»¿Qué hay en mí, decia, que me impide tener amigos?
»Entonces recordé que Descártes, buscando la verdad, se retiró á un lugar solitario por creer que nunca la encontraria en el trato de los hombres, y me encerré como el filósofo, aunque con pretensiones más modestas. Busqué un criado y me aislé en un edificio, cerrando sus puertas para reducir el secreto á un espacio estrecho y descubrirle fácilmente. Deseaba la soledad y no pude conseguirla. Dejé un mundo y me encontré en otro mundo animadísimo, que me entretenía y ocupaba. Nunca estuve solo cuando daba interminables paseos á lo largo de mis corredores; mi sombra, haciendo alarde de su elasticidad, giraba en torno mio, desarrollándose ó menguando: el ruido de mis pasos levantaba sin cesar ondas sonoras, que la imaginacion me hacía ver ensanchándose y persiguiéndose las unas á las otras: la luz que llenaba el cuarto, la forma de los muebles, los insectos alados, huéspedes incómodos unas veces, otras alegres compañeros, que me distraian con sus bailes y zumbidos é infinitos detalles en que ántes no me habia fijado, producian allí tanto estruendo, tanto movimiento y tanta variedad como en la ciudad más habitada. Esto en lo respectivo al mundo exterior; dentro de mí se habian multiplicado las ideas y los recuerdos: no tenia tiempo que dedicar al estudio de mí mismo.
»Mi criado me reveló el secreto de una manera brusca al despedirle.
»Es verdad que le he estado robando, dijo convicto de fraude; pero ha sido poco, como roba el mercader mermando el género y aumentando los precios suavemente; esto no es hurtar, sino comerciar: es una prima.
»¿Y te atreves á excusarte? le dije encolerizado.
»¡Ah, señor! contestó con mansedumbre, todo salario es poco para servir á un amo que nos humilla continuamente sin querer y que nos hace confidentes de todos sus secretos
»¿Mis secretos? ¿he tenido contigo alguna confianza?
»Sin advertirlo, V. tiene la costumbre de pensar en voz alta: y le he estado sirviendo por caridad, y le he sisado sin ensañamiento, creyéndole á V. loco. Señor, oiga V. un consejo desinteresado: en adelante sólo reciba V. criados sordos.»
III
No pude ménos de interrumpir la lectura de la carta, y reflexionar profundamente.
—En efecto, debe tener razon el criado, me dije. Cuando yo trataba á Juan, aquella sinceridad impertinente no era sino el principio de ese defecto, que la soledad ha desarrollado por lo visto. Veamos qué dice este pobre amigo.
«Aquella revelacion, continuaba la carta, me hizo reconcentrarme y comprender la exactitud del hecho. ¡Pienso en alta voz! Y ese ruido constante que me acompañaba en la soledad eran mis propios pensamientos, divulgados sin advertirlo. La mujer más habladora sabe callar lo que le conviene: yo no tengo secretos para nadie, y saco á la vergüenza lo que todos ocultan con sigilo. El aislamiento ha convertido en vicio irremediable y constante lo que ántes, siendo una mera propension, ó un defecto pasajero, me impedia vivir en paz con mis amigos. Ya no puedo salir á la calle, y debo renunciar para siempre al trato de los hombres. No es posible alternar con las gentes haciendo públicas mis ambiciones entre tantos políticos al parecer desinteresados; escandalizando con pensamientos inmorales á los que sólo enseñan la parte moral y púdica de su alma; haciendo gala de todas las tonterías que discurra entre quienes eligen lo más florido de sus ideas para decir sentencias y agudezas, y declarando mis terrores ante los que saben disimular el miedo y ganan fama de valientes; no tengo valor para confesarme en público sin elegir siquiera palabras que atenúen mis debilidades.
»Ni podria vivir en sociedad, denunciando en sus barbas al hipócrita, negando su honradez al que la finge, repitiendo á cada cual las historias que de él se cuentan apénas vuelve las espaldas, revelando á los poderosos sus miserias, á las hermosas sus defectos, y ú todos sus malas cualidades, sus vicios ó sus crímenes. Sucumbiría bajo los golpes de los virtuosos de cuya honradez me burlase; de los maridos á quienes dijese que me gustaban sus mujeres, y sería un perturbador peligroso de la sociedad y de la familia. Examina, querido Luis, tu conciencia, y dí si te atreverias á publicar todo lo que piensas.
»—Tiene razon Francisco; necesito un criado sordo, dije escribiendo al encargado de la agencia.
»Aquella misma tarde se me presentó un criado de las condiciones exigidas: era un hombre de cabellos y bigote blanco, pero de aspecto vigoroso. Servicial y activo, no me hizo echar de ménos á Francisco; pero tenía el defecto de la curiosidad, y buscaba compensacion á su falta de oido, abusando del sentido de la vista: más de una vez le sorprendí espiándome por la rendija de una puerta.
»Convencido de mi inutilidad para el trato de las gentes, éste se me hizo entónces más apetecible. La sociedad de mi criado tenía para mí un valor extraordinario; compré loros y cotorras, con lo cual formé en mi gabinete una tertulia que, no lo digo por orgullo, podia competir con muchas de las que en otro tiempo frecuentaba. ¡Oh poder de la palabra! Confieso que llegué á guardar ciertas consideraciones á uno de los loros, por el despejo con que repetia todo cuanto pensaba yo en voz alta. Me recordaba a Nuño, aquel condiscípulo tan aplicado, que repitiendo en todas partes lo que explicaba el profesor, era la admiracion de su familia y prometia ser uno de nuestros sabios más jóvenes. Excuso decir que llamé Nuño al loro.
»Sin embargo, pronto me convencí de que el trato de los loros tenia inconvenientes. Aprovechando un descuido, Nuño se escapó un dia de casa, y detuvo su vuelo en la copa de un árbol de un jardin lejano. Yo le veia columpiarse en la rama, y conociendo su indiscrecion, calculaba que estaría divulgando mis pensamientos más secretos. No me atrevia á declararme propietario de aquel orador de acacia, ni me resignaba á que un pájaro, volando de jardin en jardin, dijese por todas partes lo que yo callaba encerrándome en un edificio aislado.
»Dí una carabina á mi criado, y las instrucciones más enérgicas, esperando con tranquilidad el resultado.
»Pocos momentos despues sonaba un tiro; Nuño caia herido de un balazo y su lengua enmudecia para siempre. ¡Pobre Nuño!»
IV
«Llegó un domingo de Carnaval, y me dije:
»—Hoy es el dia en que los hombres piensan alto. Y tomando una careta y un traje de máscara, me dirigí al Prado, confundiéndome en aquel enorme grupo humano, que al recibirme, despues de mi aislamiento, me aturdió como si hubiera caido en un rio revuelto.
»Media hora despues, cuando se hubo disipado mi mareo, oí á mi lado estas, ó frases parecidas:
»—¡Qué habladora es esta máscara! Se está dando broma á sí misma.
»Huí de aquellos sitios, pero las voces continuaron:
»—Está contando una historia. Dice que siente haber salido de su casa. Teme que le descubran. Nos llama impertinentes. ¡Qué algarabía! ¡Qué insolencia!
»—Mascarita, contente un poco, ó van á concluir tus bromas en la cárcel, me dijo un joven, por una idea que se me ocurrió cuando pasaban á mi lado dos individuos del gobierno.
»—Eso es abusar del disfraz, exclamaron algunos que oyeron lo que pensaba de dos antiguas amigas mias que llamaban la atencion por su hermosura.
»A cada observacion de las gentes apresuraba el paso y variaba de auditorio, y en cada grupo era expulsado por la indignacion de los que me rodeaban. Era natural: yo no podia sujetar á mi rebelde pensamiento, ni impedir que hiciese un juicio rápido de las gentes que veia, como sucede á todo el mundo.
»—Allí va fulano, jugador de ventaja.—Este caballero lleva el gaban vuelto.—Aquella jóven está apretando la mauo al pollo que la sigue.—Parece postiza la nariz de esa señora.—¡Calle! ¡Sofía del brazo de un caballero! Buen papel hace el desdichado.—¡Qué necedades dicen esos jóvenes!—Esta niña va vestida de jilguero.—Ese es el amante—¡Qué vieja! ¡Parece la abuela de sí misma!
»Todos estos pensamientos, expresados ante los mismos interesados, producian escándalo en medio de los escándalos del Carnaval. Porque omito los nombres propios, y callo aquí lo más interesante.
»Hubo un momento en que la tolerancia se acabó, y mi sombrero cayó al suelo, derribado de un golpe. Quise vengar la ofensa, pero la actitud del público en contra mia me impuso y me contuvo.
»—¡Fuera! ¡fuera! exclamaban las gentes indignadas.
»Entónces comprendí la magnitud de mi peligro. Por un lado la indignacion de tanta gente. Por otro los agentes de la autoridad, que me tomarian por un ebrio.
»No tenia más remedio que la fuga.
»—Y en último término, decia yo, apénas estuve dentro de mi casa, yo no he calumniado á nadie: sólo he dicho la verdad.
»Y me contestaba con mucha razon, por habérmelo oido alguna vez uno de mis loros:
»—Juan, tú no puedes vivir entre la gente.
»—Señor, decia yo casi desesperado, ¿los locos, serán cuerdos que piensen en alta voz? ¿Estaré loco?»
V
«A espaldas de un cementerio próximo á mi casa veia pasar todas las tardes una jóven enlutada; su traje era modesto: en Madrid y en un paseo, acaso no hubiera reparado en su belleza, pero en aquella soledad, su hermosura, libre de concurrencia, me parecía extraordinaria. Era la única mujer que estaba al alcance de mis gemelos de teatro; porque aunque alguna vez cruzaban por la vereda de las tierras inmediatas, criaturas de su sexo, pertenecian á esa que nuestros sentidos juzgan raza híbrida, porque el trabajo y la miseria borran de los rostros las líneas suaves que caracterizan la belleza femenil: raza que pasa repentinamente de la infancia á la vejez.
»¿Quién será esa desconocida? me preguntaba todas las tardes, observándola desde mi balcon detenidamente. Y era tal la costumbre y mi necesidad de verla, que me irritaba contra las nubes cuando, agolpándose en el cielo, amenazaban privarme de ese placer sencillo.
»¿Me estaré enamorando de esa joven? me decia no sin alarma una tarde en que, maquinalmente, me encontré en medio del campo, siguiendo el camino por donde siempre se ocultaba. Volví el rostro hácia mi casa y encontré á mi criado parado á pocos pasos de mí, el cual me miraba sonriendo.
»—¡Tunante! ¿me espiabas? le dije con aire colérico, usando el alfabeto mímico.
»—No, señor, me contestó de viva voz y sin reprimir su sonrisa. Queria darle á V. noticias de esa señorita.
»—¿Quién es? le dije sin pedirle cuentas ya de su espionaje, más antiguo de lo que hubiera sospechado.
»—No le conviene á V... replicó con acento humilde.
»—¿Cómo se llama?
»—Sofía. Al notar que V. la miraba con tanto interes la he seguido, y me he enterado de su estado y su familia: es soltera y pobre: vive con una hermana de su padre, empleado subalterno de provincia, que no puede mantenerla: la familia es muy honrada; pero esa jóven tiene un defecto horrible.
»—¡Habla! le dije, apretándole con fuerza la mano, al ver que se detenia.
»—Es sordo-muda.»
VI
«Al dia siguiente la esperé junto al cementerio. ¡Qué emocion tan dulce la mia al acercarme á aquella jóven con la seguridad con que en otro tiempo me aproximaba á las mujeres! Para Sofía yo era un hombre sin defectos. Mis manos sólo expresarian sencillas ideas de amor, como si me valiese de la pluma; el cielo me enviaba aquella mujer, que podia ser mi compañera, y vivir siempre á mi lado sin penetrar en el misterio de mi pensamiento.
»El idioma mímico necesita laconismo y precision. Una declaracion en los términos usuales seria interminable entre dos amantes mudos.
»—Amo á V., dije por señas á Sofía, deteniéndola. Sé su nombre y posicion. Vivo encerrado y solo. Puede usted hacerme feliz. ¿Quiere V. que seamos amigos?
»Esperé con verdadera ansiedad su respuesta. Sofía me miró sonriéndose, y contestó:
»—Las amistades se forman poco á poco. Sólo puedo decirle que privada por mi defecto de todo trato, me agrada conversar con quien me entiende.
»Aquel dia no fué Sofía más explícita, aunque estuvimos hablando por signos cerca de una hora. Me prometió volver todas las tardes, y cumplió su ofrecimiento.
»Era indudablemente la mujer que me conveníi. Sus ojos negros y tristes me miraban con amorosa melancolía, bañándome en cariño. Comprendia con extraordinaria rapidez, y existia entre ambos tal corriente simpática, que su rostro se alegraba y entristecia segun eran risueñas ó desagradables mis ideas.
»—Es preciso casarnos, la dije un dia.—No, contestó inmediatamente.—¿Dices que me quieres?—Mucho.—¿Por qué te opones?—Yo no te convengo: debemos separarnos.
»Y se le saltaban las lágrimas al decirlo.
»Duró la lucha mucho tiempo. Comprendia que mi riqueza era el inconveniente en que su orgullo tropezaba. Entónces la revelé mi defecto y la necesidad en que me hallaba.
»—Ser mi mujer equivale á un sacrificio, le decia. Es renunciar al mundo y vivir en clausura. ¿Quieres ayudarme á soportar esta vida solitaria?
»—Sí, contestó por fin ante aquellos argumentos: me necesitas y voy á ser tu compañera.
»Mi corazon estallaba de júbilo: el tañido de una campana en la capilla del cementerio, y el canto de los sacerdotes que acompañaban un cadáver, no fué bastante á reprimir la explosion de mi alegría.»
VII
«No puedes imaginarte las precauciones y el misterio le que hube de rodearme para la celebracion del matrimonio, ni mi reconcentracion de espíritu para no interrumpir la ceremonia; sólo pude conseguirlo repitiendo constantemente las palabras del sacerdote; pero mis apuros habian sido mayores al confesarme. Cuando todo terminó, y los escasos concurrentes desaparecieron, éstos no abandonaron mi casa sin oir con asombro estas palabras:—¡Gracias á Dios que me dejan VV. solo!
»¡Qué época tan feliz en mi vida, la de los primeros meses de casado! Sofía sólo tenía para mí sonrisas y caricias: alguna que otra vez únicamente temblaba, y decia tapándome la boca:
»—Procura distraerte: conozco en el movimiento de tus labios que hablas alto, y tus ojos me dicen que te estás poniendo triste.
»Su mirada penetrante me espiaba, adivinándome algunos pensamientos: mis ratos de mal humor eran escasos, porque su compañía me hacía feliz: durante cinco años habia vagado solitario por aquellas anchas habitaciones, y entónces tenia siempre al lado mio una mujer prodigándome cuidados, acompañándome siempre, y cuya mano cariñosa me apretaba la frente miéntras sus ojos me miraban con dulce compasion á cada ráfaga de melancolía ó de tristeza.
»Hallan algunos placer en la variedad tumultuosa: yo prefiero la apacible monotonía de la felicidad que se refugia dentro del hogar doméstico; aquellos goces aturden y gastan: el otro da serenidad al pensamiento y prolonga la existencia. Yo estaba cansado de luchas con los hombres y conmigo mismo, y me entregaba con encanto á las delicias del sosiego. Nunca he pensado ménos, ni sentido mas, que entonces.
»Un incidente extraño alteró la calma patriarcal que disfrutábamos. La curiosidad de mi criado se habia hecho excesivamente molesta. Atribuyéndola al aislamiento de aquel pobre hombre, toleraba con resignacion su impertinente vigilancia. Sin embargo, aquel ojo situado constantemente en el agujero de la llave empezó á serme insoportable, y espiando á mi criado le sorprendí cuando se hallaba de centinela, asiéndole sin compasion de los cabellos.
»Cerré los ojos con espanto. El cráneo de aquel infeliz habia quedado pendiente de mis dedos. Cuando miré á su cabeza, creyendo encontrar un cerebro desnudo y palpitante, mi sorpresa áun fué mayor al reconocer la calva de mi primer criado, de Francisco.
»—¡Perdon, señor! exclamó cayendo de rodillas: la fidelidad me hizo adoptar este disfraz, no pudiendo resignarme á dejar su servicio.
»Fuí inflexible á pesar de los ruegos de Sofía, á quien pidió intercediese para que no le despidieran.
»Sin embargo, cuando Francisco salió de casa, Sofía se arrojó en mis brazos, y me dijo despues con señales de terror:
»—Has hecho bien en alejar á ese hombre: guárdate de él constantemente.
»La contradiccion de Sofía y la intervencion de Francisco en mis amores nublaron mi espíritu de dudas.
»Sofía lo conoció y rompió á llorar amargamente.»
VIII
—Juan, me decia algunos meses despues mi pobre mujer, en su idioma silencioso, ¿pensará tambien alto nuestro hijo?
»No contesté, pero aquella pregunta me dejó preocupado.—¿Qué va á ser de ese niño, si se educa oyendo continuamente los íntimos secretos de un hombre agriado por la experiencia, y se enseña á no callar lo que la sociedad quiere que se calle?
»—Nuestro hijo debe educarse léjos de mí, dije á su madre.
»Sofía ocultó el rostro entre las manos, pero sin protestar, como convencida de la necesidad del sacrificio. Blas, el criado que me enviaste, nos miraba estúpidamente, sin explicarse aquel dolor, mudo como su lengua, y mecia entre sus brazos al niño dormido. Yo paseaba hablando, como siempre, y de vez en cuando miraba á mi mujer, cuya frente tenia una blancura enfermiza que me alarmaba. Por fin, alzó Sofía el rostro, y sonrió; pero aquella dulce y resignada sonrisa me dió miedo.
»La salud de Sofía habia ido decayendo al mismo tiempo que mi alegría: la nube de recelos que levantó mi imaginacion cuando la salida de Francisco, el monstruo de la sospecha que se habia apoderado de mí, parecia tambien cebarse en aquella infeliz, cuyas mejillas enflaquecian y cuyas fuerzas se acababan.
»Sin embargo, sus caricias y sus extremos hácia mí, en vez de disminuir, aumentaban á medida que se ennegrecian mis ideas. Yo espiaba sus ojos á menudo para descubrir una mirada traidora, y sólo veia resiguacion, cariño y sentimiento. Sus lágrimas me hacian daño, y como si lo conociese, no lloraba en mi presencia: sólo más tarde conocí que lloraba cuando yo dormía.
»Por eso me quedé un dia helado de espanto al verla cubrir de lágrimas el rostro de su hijo, que estaba en su regazo. ¡Pobre Sofía! Al querer dar al niño el alimento de su sangre, notó que la naturaleza, tratando sin duda de impedir que aquél bebiese la muerte en el pecho de la enferma, habia agotado el seno de la madre.
»Cuando se convenció de su desgracia, estrechó convulsivamente al niño entre sus brazos, y su silenciosa garganta exhaló con voz desgarradora estas palabras: « ¡Hijo mio!»
»Despues me miró asustada, y tuve que sostenerla entro mis brazos, porque cayó desvanecida.
»¡Mi mujer no era muda! Habia fingido hábil y constantemente su defecto, hasta que el amor maternal le arrancaba su secreto. Yo habia sido espiado con esa estratagema y vilmente engañado: la ficcion, no me cabia duda, estaba preparada por Francisco, cómplice y partícipe en aquella accion inicua.
»Miéntras pensaba todo esto, habia vuelto en sí Sofía.
»Codiciaban mis riquezas. Acaso es la amante de ese hombre, dije mirándola con horror; pero mi mujer, levantándose con dignidad, me dijo con voz firme:
»—Ese hombre es mi padre.»
IX
«No puedo decirte qué me extrañó más en aquel instante: si el verme convertido en yerno de mi criado, ú oir salir pausadamente de la boca de Sofía palabras claras y sonoras. Lo primero me humillaba como esos golpes de Estado que elevan repentinamente á jefe del país al que pocos dias ántes nos tomaba medida del pié para calzarnos. Lo segundo me aturdia como si el Mefistófeles de bronce que sostiene el reloj de mi alcoba abriese de repente los labios y cantare la serenata del Fausto como Vialeti ó como Selva.
»Sólo entónces comprendí que mi suegro D. Francisco Lopez Vivo y mi ex-criado Francisco Lopez eran un mismo sujeto, y quedó demostrada la inutilidad de los patronímicos para distinguir á las personas: entónces me expliqué la ausencia de mi padre político en mi boda, pues no podía á un mismo tiempo presidir el acto y hacer el chocolate.
»»—No he querido especular con tu riqueza, me dijo Sofía, con acento lleno de amargura: mi padre me había revelado tu triste situacion, y compadecida quise conocerte. Me dió lástima verte dando paseos por la casa, hablando en alta voz, pasando con rapidez de una idea á otra, y siempre solitario, á pesar de tu juventud y tu fortuna. Desde aquel dia no dejé de preguntar por tí á mi padre con imprudente interes y sin reserva.
»—En tu mano está ser rica y dueña de esa casa, me contestó un dia con misterio: no le comprendí al principio, pero en vez de indignarme el plan que me propuso, y que me repugnaba, sólo ví en ello un medio le acercarme á tu lado, y le acepté sin reserva. Crucé ante tu ventana á la hora en que acostumbrabas á asomarte. Cuando me hablaste y oí de cerca tus pensamientos, y comprendí toda la extension de tu desgracia, vi que necesitabas el apoyo de una mujer desinteresada y de un cariño verdadero. Me sentí con fuerzas para el sacrificio y me resigné á privarme de la voz y de la libertad para traer á tu casa un poco de alegría. Ademas, queria defenderte de la codicia de mi padre, cuyos ojos no se apartaban de tus bienes. Pero tu compañía es mortal; ni un solo dia has dejado de sospechar de mi desinteres, ni de atribuirme odiosas culpas. Yo me decia:—Son malos pensamientos que todo el mundo tiene.—Te he oido burlarte de mi simplicidad algunas veces; recordar todos tus amores; echar de ménos otras mujeres; pasar revista á mis defectos, quejarte de cansancio, y soñar en otra vida más feliz y ménos monótona. Y á pesar de tus desprecios he callado siempre.
»No la dejé concluir: me aterraba aquel tormento y me consideraba indigno de tan enorme sacrificio: evoqué mis recuerdos y bajé la vista avergonzado ante aquella mujer que habia leido todos los misterios de mi alma, y besado mi frente, bajo la cual se revolvian tantos pensamientos criminales.
»Miéntras la abrazaba con ternura, mi imaginacion, en su incesante trabajo, decia sin querer al oido de Sofía:
»—Soy yerno de mi criado; Francisco me ha casado con su hija, que es un ángel, pero que morirá tísica este otoño.»
X
«Desde que salió de casa nuestro hijo aumentó la tristeza que se habia apoderado de nosotros, y la enfermedad de Sofía caminó con increible celeridad.
»—No llega al otoño, decia yo inadvertidamente en presencia de la enferma: sus pómulos parece que se afilan diariamente; su rostro causa miedo; las flores mueren con poesía, pero la mujer se marchita en una forma desagradable; no comprendo la belleza de la tí-sis, que sólo ofrece á la vista caras de muerto que nos miran y nos hablan.
»Durante mucho tiempo luché para que Sofía variase de clima acompañada de su padre, ó sola ó con la persona que eligiera; pero se opuso tenazmente á mi proyecto. ¿Manifesté deseos de que no aceptára, me enorgullecí con sus negativas, ó demostré desconfianzas? No lo sé: ¿quién recuerda todas sus ideas?
»¿Eran éstas las que precipitaban su muerte? Creo que contribuyeron á aumentar su postracion. Sofía perdia sus fuerzas por momentos, oyendo las terribles observaciones que hacía en su semblante: creo que mi conviccion de que las medicinas serian inútiles la hizo despreciar toda clase de remedios. Sofía estaba resignada á morir prosáica y oscuramente, que es en la juventud la muerte más heroica. El militar que perece en la guerra, jóven y lleno de vida, sabe, al espirar, que su muerte es bella y gloriosa, y al entrar en accion comprende que, áun cuando su cuerpo sea destrozado por una bala de cañon, sus restos desfigurados serán pedazos de héroe. No hacía mi pobre mujer alusiones á su muerte, ni me pedia flores para su tumba: moria sin quejarse, oyendo palabras crueles y verdades áridas, mezcladas de frases de consuelo y de cariño.
»Pero una tarde, en que me costó más trabajo que de costumbre llevarla hasta su butaca, no pude reprimir este pensamiento:
»—¡Cuánto pesa! ¿Tardará muchos dias en morirse?
»No puedo recordar sin doloroso remordimiento la mirada que me lanzó llena de melancolía.
»¿Oyó aquellas palabras crueles? ¿Las oyó en la tierra ó en el cielo?
»No sé; porque cuando cogí sus manos para besárselas pidiéndola perdon, estaba muerta.»
XI
«Estoy solo y no puedo resignarme á vivir en esta casa, donde el recuerdo de Sofía me acusa constantemente. Deseo el bullicio de los hombres, y ni áun me atrevo á ponerme en tu presencia: mi compañía mata ú horroriza. ¿Soy un monstruo interiormente y un sér excepcional entre mis semejantes? ¡Felices los demas hombres, que tienen don de esconder sus pensamientos.
»Tu desgraciado amigo,
Juan.»
XII
Habia olvidado esta extraña carta cuando un dia se abrió la puerta de mi despacho, y pálida y con el semblante taciturno, apareció la figura de Juan Claro. Quedó inmóvil de sorpresa esperando oir salir de la boca de mi amigo quejas y reproches, y un tumulto de ideas sin conexion y atropelladas. Juan, sin embargo, callaba, y en sus labios apuntaba una sonrisa triste. Abrió sus brazos, y me precipité en ellos diciendo:
—Gracias á Dios que estás curado: ya puedes alternar con tus amigos.
Pero Juan no respondia, y su silencio no pudo ménos de alarmarme.
—¿Estará loco? dije interiormente.
Juan Claro se sentó junto á mi mesa, tomó pluma y papel y me invitó á leer lo que escribía.
«Si pensases alto, escribió Juan, te verías apurado en este instante, porque el juicio que estarás formando de mí no puede serme favorable.»
Confieso que me ruboricé; yo le creía verdaderamente loco.
«Te explicaré rápidamente la causa de mi silencio, prosiguió escribiendo mi amigo. Algunos dias despues de la muerte de Sofía me avisaron de que mi suegro habia pedido judicialmente un reconocimiento de facultativos, asegurando que yo habia perdido la razon. Mi buen pariente deseaba encerrarme en Leganés, y administrar mis bienes en nombre de su nieto.
»El apuro era terrible: en el estado en que me hallaba, ningun médico hubiera certificado mi cordura, y urgia evitar aquel peligro, que me privaba de mis bienes y me arrojaba á un manicomio.
»Tomé un periódico de anuncios, escribí una carta á un médico, y poco despues llegaba éste á mi casa, con un envoltorio bajo el brazo.
»—¿Trae V. todo lo necesario? dije al facultativo.
»—Sí, señor, contestó éste al momento. ¿Es usted compañero mio ó pariente del enfermo?
»—Soy el enfermo mismo, dije sacando un revólver y presentándosele al pecho. No tiemble V., amigo; mi lengua está sana; pero me estorba y necesito que la corte usted acto contínuo.
»—Es imposible, contestó el médico asustado. Me propone V. cometer un crímen de que sería responsable ante las leyes y ante mi conciencia.
»—Caballero, añadí interrumpiéndole, esta casa está aislada y tiene un pozo muy profundo. O se decide usted á operarme ó no vuelve V. á su domicilio.
»—Pero... expíqueme V. al ménos la causa de esa extraña determinacion...
»Entónces referí al facultativo la situacion en que me hallaba: sin duda me tomó por un monomaniaco, y fingiendo acceder á mis deseos, tomó el bisturí y se dispuso á simular que me operaba.
»Conocí su intencion y naturalmente se enteró tambien el médico de lo que pensaba, y de que yo no ignoraba los instrumentos necesarios para aquella amputacion, ni la precaucion de enganchar la lengua, y supo mi resolucion de no sufrir sus burlas. Me oyó atribuir á codicia su resistencia, y al propósito de ser sobornado á fuerza de dinero, y se sentó diciendo:
»—Puede V. matarme; pero no cometo el crímen.
»—¡Calle! dije entónces reconociéndole: en buenas manos he caido: este médico es Nuño, mi antiguo condiscípulo: si no ha presenciado una amputacion como la que le propongo, no se determinará á probar fortuna. Su especialidad es repetir todo lo que oye y ejecutar todo lo que ve: es un mono sabio.
»—Sepa V. que no tolero esos insultos, dijo Nuño levantándose.
»—Corte V. ó le levanto la tapa de los sesos, en lo que la facultad no perderá nada.
»—Pues bien, me decido, dijo el médico preparando los instrumentos; pero conste que no es el médico, sino el hombre ofendido el que le corta á usted la lengua.»
XIII
Juan Claro habia abierto la boca y me enseñaba una cavidad deforme, de la que aparté la vista con disgusto.
«Ahora soy una persona juiciosa, continuó escribiendo el desdichado: los médicos forenses me han dado la razon, y soy más cuerdo que tú, pues tengo la certificacion entre mis papeles: mis amigos me aprecian, y hasta Nuño come una vez en mi casa todas las semanas.
»—Aquí está el cuerpo del delito, escribió Juan sacando un frasco, dentro del cual se conservaba su lengua entre alcohol.
) Este es el instrumento con que di muerte á Sofía, prosiguió sollozando: ántes no podia vivir entre los hombres: hoy todos me buscan y me aprecian; y sin embargo, soy el mismo.
»¿Qué he hecho conmigo? Lo que los gobiernos hacen con la prensa cuando piensa demasiado en alta voz: cortar la lengua a los periódicos. Yo he sometido mi pensamiento á la prévia censura.»
Despues guardó el frasco, y escribió estos últimos renglones:
«Sólo alguna que otra vez me estremece el considerar que todos, desde el nacer hasta el morir, para Dios pensamos alto.»
Como mi amigo estaba triste, procuré distraerle, recordándole los dias risueños de la infancia; pero rara vez pude lograr en su rostro una sonrisa.
Al cabo de un rato Juan Claro me estrechó la mano y salió de mi habitacion llevándose la lengua en el bolsillo.
Ilustracion Española y Americana, 22 de Julio, 8 y 15 de Agosto 1874.