I
Hace cuarenta años, hacia el 1850, lo que hoy es parque de Artillería era un solar rodeado de una empalizada por la parte inmediata al cuartel y la calle de San Marcial: en el frente de la plazuela de Leganitos estaba situada la alcantarilla de aquel nombre, o sea un paredón con dos verjas de hierro giratorias sobre dos ejes colocados a la mitad de su altura: resguardábalas por la parte exterior una especie de puentecillo de hierro con barandilla a manera de balcón, por donde los vecinos transitaban en los días de avenida, mientras las aguas caían por debajo del puente y a través de las verjas en el ancho sumidero. Seguía una tapia de ladrillo que daba la vuelta por el callejón sin salida de Leganitos, y el interior de aquel solar extenso era una hondonada, donde pastaban algunas reses y se veía ropa blanca en improvisados tendederos: había una casucha pegada a la tapia del callejón, y alguna higuera chumba que incitaba a los muchachos al robo con escalamiento. Exceptuando la transformación en parque del recinto que he descrito, de algunos árboles plantados en la plazuela y de una barandilla con que ha sustituido el Ayuntamiento el pretil de piedra en que antes descansaban las lavanderas y los mozos de cuerda apoyando sudorosos sus talegos después de subir la pesada cuesta de San Vicente, todo lo demás apenas ha cambiado desde entonces.
Pues bien: allí se daban todas las tardes por aquel tiempo pedreas descomunales, entre los estudiantes del instituto de la calle de los Reyes y los alumnos del conservatorio de María Cristina, que estaba en la plazuela de los Mostenses: éstos haciendo barricada del pretil y defendiendo las avenidas de la calle de los Reyes; aquéllos atacando por todas las bocacalles, y rebasando por la plazuela, se lanzaban pedradas y denuestos. Una tarde, en que los gritos habían sido furibundos, un guijarro, cayendo sobre la muestra de un zapatero de viejo que trabajaba en un portal, derribó al suelo la tablilla en que un artista anónimo había pintado una bota negra en fondo blanco. Aquel incidente de la pelea; el ruido del pedernal sobre la tabla y de ésta sobre el suelo; el presentimiento común de una reclamación de daños y perjuicios, o uno de esos fluidos misteriosos que envía el dios de los ejércitos para determinar los triunfos y derrotas, obrando enérgicamente en la imaginación de los alumnos y estudiantes, produjo una momentánea suspensión de hostilidades, que terminó por la dispersión de los dos bandos al ver salir del portal al agraviado, en mangas de camisa, con el mandil de cuero a modo de coraza, blandiendo el tirapié, y descargando correazos. ¿Sobre los estudiantes? ¿Sobre los alumnos? No: la ligereza de aquéllos y la obesidad del zapatero se oponían a la ejecución de su venganza, que hubo de limitarse a sacudir con furia las fachadas y puertas.
Aquella tarde comenzó la popularidad del señor Pedro, que sólo necesitaba exhibirse ante el mundo en circunstancia solemne: su ancha cara, su abdomen casi monstruoso, que le daban aspecto patriarcal sentado en su taburete y medio oculto por la mesilla de herramientas, perdieron su majestad al aparecer en pleno día con aquella facha, y le convirtieron de personaje grave en clown de la inexorable grey estudiantil. Olvidaron los bandos sus rencillas, y se unieron, para consumar de común acuerdo la maligna diversión de apedrear la muestra del tío Pedro, izada diariamente como bandera de combate, y derribada invariablemente a pedradas por los estudiantes: todas las tardes el voluminoso menestral hacía una salida infructuosa contra sus ligeros agresores, que, habiendo estudiado sus movimientos y recursos, concluyeron por capearle con la impunidad con que el maestro Cúchares hacía suertes a los toros en la antigua plaza de Madrid: todas las tardes, rendido y sin aliento, el señor Pedro volvía desesperado a su portal, diciendo a sus vecinos:
—No dormiré tranquilo hasta que pueda colocar como muestra un par de botas hechas con la piel de un estudiante.
II
Leocadio Pérez era un mocetón de quince años que estudiaba por tercera o cuarta vez el primero de latín, sin haber sido nunca reprobado en los exámenes, porque perdía el curso antes de su conclusión, por faltas de asistencia. Matriculado entre los novatos, tenía consideración de antiguo en los corrillos que formaban los escolares en el claustro del Noviciado o en la puerta de la calle de los Reyes. Era pendenciero, y por lo tanto, popular: su silbido sobresalía entre todos en las gritas más descomunales: ningún escolar contestaba a los catedráticos con tanta desvergüenza como Pérez: raro era el carrillo de los estudiantes valentones que no había probado la palma de su mano: fue siempre el primero en la pedrea: por él se hicieron las paces con los alumnos del conservatorio, para reservar las fuerzas, y convertirlas en el castigo, lidia y persecución del tío Pedro.
—¡Señores! —dijo Leocadio Pérez una tarde, aprovechando un intervalo en que no se veía el galón de ningún bedel en todo el claustro—. El día está magnífico y el Campo del Moro nos invita a hacer novillos: la cara de Amézaga tiene el gesto más avinagrado que costumbre: ya sabéis que ese catedrático tiene en su sangre la furia del latín; el bárbaro Llorente viene dispuesto a encerrar a media clase: Verdejo, que tiene en vez de ojos dos cristales verdes, va tropezando hacia su aula, como un murciélago deslumbrado por la luz: el rector don Claudio Moyano parece más tieso aún que de costumbre. Aquí todo es obscuridad: las tinieblas de la ciencia y el mal humor de los maestros: fuera de aquí nos esperan el sol, la libertad y la alegría. ¿Dudaréis entre las tinieblas y la luz? ¿Entre chapurrar una lengua muerta, y vocear el castellano más libre y más castizo? ¿Entre deletrear a Cicerón o apedrear al tío Pedro?
—¡A la calle! ¡A la calle! —gritaron los alumnos con sus voces más chillonas.
—¿Qué es eso? ¿Quién escandaliza el claustro? —prorrumpió desde lejos un hombrecillo con traje galoneado, dirigiéndose hacia el grupo.
—¡Es Magister! ¡Magister ceremoniarum!
—Alcánzanos si puedes.
Y un torbellino de estudiantes, precipitándose por la escalera a modo de avalancha, se desbordó por la calle dando gritos y silbidos.
Sólo algunos tímidos vacilaron, dudando y casi decididos a cumplir con su deber, y fueron presos y conducidos en triunfo por Magister ante las autoridades competentes. Los catedráticos, a quienes en el fondo no disgustaba aquel día de huelga, enviaron a los detenidos al encierro, y dieron parte de que no era posible dar lección por fuga y dispersión de los alumnos.
III
El portal donde trabajaba el señor Pedro parecía una fortaleza: la puerta estaba entornada, la mesilla de trabajo protegida por otra hoja de puerta claveteada y con signos que demostraban su procedencia del derribo de una casa vieja: detrás de la trinchera, un montón formidable de guijarros y adoquines permitía el sostenimiento de un sitio contra todo el instituto aun cuando le hubiera capitaneado su director el mismo Tramarría. Era un taller fortificado, en que hasta las cañas de las botas que se usaban entonces parecían cañones de trabucos; el tirapié, correaje de un sable; la cuchilla, hambrienta de cortar en cuero vivo; las leznas, puñales, y sólo resultaba impropio de aquel recinto belicoso el cerote, pero el señor Pedro no podía prescindir de aquel ingrediente de su oficio.
Se había levantado y espiaba por la abertura de la puerta un nublado de muchachos que obscurecía la alcantarilla de Leganitos, en actitud de observación, grupo formidable que variaba de forma con la movilidad de las nubes en el cielo: algunos escolares hacían planchas y volatines en los arqueados hierros que sujetaban a la tapia el barandillaje del puente o balconcillo. De pronto un jovenzuelo se desprendió del grupo más numeroso, con un bastón al hombro en que flotaba un pañuelo blanco a guisa de bandera, y marchó decidido y directamente hacia el portal del señor Pedro.
Éste sacó de su abultado bolsillo una piedra enorme, y esperó a que el enemigo llegara al alcance seguro de su proyectil; pero la serenidad del muchacho, la sonrisa amistosa de su rostro y la presentación de la bandera blanca hizo comprender al agitado maestro que el estudiante venía en son de paz: era un parlamentario. El señor Pedro volvió a guardar su adoquín; el pícaro orgullo le dio a entender que la grey escolar le tenía miedo, y sintió un impulso de alegría: después miró turbado la aproximación del mozalbete, a quien suponía revestido de los honores e inmunidades de un parlamentario militar. Había visto algunos en la guerra civil: sabía que tienen algo de sagrado e inviolable; pero nunca creyó hallarse en el caso de recibir y tratar en persona con un enviado de ese género: hubiera preferido ver al muchacho adelantarse con un par de pistolas, en lugar del blanco lienzo que le obligaba a conferenciar y discutir.
—¿Quién vive? —dijo el tío Pedro asomando la cabeza por la puerta.
—¡España! —contestó el muchacho deteniéndose con marcialidad.
—¿Qué gente?
—Un parlamento.
—¿De parte de quién?
—De los estudiantes de latín.
—¿Qué desea?
—Hablar al señor Pedro, para hacerle proposiciones de paz.
—Entre el parlamentario.
—Prefiere tener la conferencia al aire libre.
—Adelántese y diga lo que quiere.
Leocadio Pérez, que no era otro el atrevido, avanzó algunos pasos, y dijo con acento formal al parecer, porque lo disimulaba la ironía:
—Ante todo, señor Pedro, debo advertirle que mis compañeros me han dado en latín sus instrucciones. ¿Sabe usted latín?
—Mi padre era dómine y me lo hizo aprender a correazos —dijo el señor Pedro con vanidad.
—Que usted sabe latín —repuso Leocadio con asombro—. Entonces temo que no podamos entendernos.
—Sé latín, porque aquí donde usted me ve, estuve destinado al estado eclesiástico: el matrimonio lo impidió, y mis desgracias han dado conmigo en este portal, donde gano mi vida componiendo botas y zapatos.
—Una vez que comprende usted el latín, es inútil que le hable en esa lengua: mis compañeros, después de haber deliberado seriamente, han convenido, nemine discrepante, en que pueden haber abusado al apedrear la honrada bota que coloca usted para muestra de su oficio.
—¿Reconocen que han faltado?
—Sí: lo declaran y están dispuestos a remediar el mal en lo posible.
—Eso es otra cosa: espere usted un poco.
—¿Qué va usted a hacer?
—Sacar dos sillas: cuando los jóvenes hablan con tanto miramiento, merecen que se les considere y se les sirva.
Y el señor Pedro sacó a la plaza alegremente dos sillas de Vitoria sin respaldo, e invitó a sentarse al estudiante.
—¿Tiene usted familia? —preguntó el muchacho con tan burlesca dulzura, que cayó en el lazo el zapatero.
—Dos hijas casaderas.
—¿Serán lindas?
—No está bien que las alabe.
—¡Oh varón prudente y digno, que tiene dos hijas guapas y no quiere envanecerse de ello! Mis camaradas respetan a los padres de familia, y no tendrán inconveniente en indemnizar a usted de los desperfectos que ha sufrido en su taller, si no asciende a mucho...
—Me han roto ustedes la palomilla de la muestra, el mango de un martillo y un tarro de betún; todo lo cual viene a importar cuarenta reales.
—¿Cuarenta reales? Podemos permitirnos entre todos ese gasto. Quizás logre que le den a usted la parroquia de todas sus familias: destrozamos mucho calzado, y es un buen negocio.
El señor Pedro, que escuchaba embelesado a aquel joven tan amable y simpático, no pudo contenerse y exclamó conmovido:
—Diga usted a sus amigos que el señor Pedro retira todas las pedradas que ha arrojado contra ellos; que den sus injurias por no dichas; y usted va a beber conmigo una copita a la salud de Nebrija y de los clásicos latinos.
—Calma, honrado y sabio menestral. Dejemos a los clásicos en sus tumbas, y concluyamos de tratar; y puesto que acepta la paz que le propongo, veo que no tendrá usted inconveniente en acceder a la única condición que le exigimos.
—¿Está en mi poder?
—De usted depende.
—¿Es dura?
—Sencillísima. Figúrese usted que hace un rato estaban algunos tan exaltados que pretendían que nos lo comiéramos a usted. No se alarme: han desistido de destruirle por completo: mis compañeros se contentan con una transacción.
—Pero ¿qué quieren?
—Casi nada para usted, que pesa dos quintales: desean que se abra usted el vientre y nos eche en este taleguito seis libras de manteca.
La conferencia terminó levantándose y blandiendo el señor Pedro la silla en que se había sentado, desapareciendo el parlamentario en un abrir y cerrar de ojos: su huida era la señal de la pedrea; y fue tal aquella tarde la lluvia de guijarros, que la puerta retumbaba como si a la vez llamaran con el aldabón a todas las buhardillas de la casa.
IV
—Yo que usted, señor Pedro, daría parte al celador del barrio —decía aquella misma noche un alabardero jubilado, en un corro de vecinos donde se comentaba el escándalo del día.
—Eso no he de hacerlo, don Antonio: la autoridad sabe lo que pasa, y no pone remedio: ni un solo guindilla se presenta por las tardes desde que apedrean mi portal. Crea usted además que yo no reconozco a la autoridad del barrio desde que quiso dar un abrazo a mi hija Petra. ¿Sabe usted lo que hice después de haber cosido un zapato, al saber que era de aquel hombre? Estuve a punto de descoserlo.
—Yo le hubiera cobrado el doble —dijo una vecina.
—Yo le cobré triple; y así he seguido haciendo siempre que le he compuesto sus zapatos: lo que es el abrazo lo ha pagado ya.
El grupo se disolvió, y poco después entraba en el portal una muchacha rubia, de ojos vivos y mirada maliciosa: sólo tenía el defecto de ser un poco flaca, acaso porque el padre había acaparado en su cuerpo la carne de toda la familia.
—¿De dónde vienes, Petra?
—¿Que de dónde vengo? ¿Pues he de consentir que sucedan estas cosas? Vengo de dar parte al celador.
—¿No te he dicho que para nosotros no hay celador en este barrio?
—Tiene usted razón. ¿Pues no me ha contestado el arrastrao que ha de dejar que los estudiantes nos hagan picadillo?
—¿Lo ves? No hay protección; no hay policía: son mentira los bandos del gobernador: el que no tiene un cañón no puede hacer zapatos. ¿Qué más te dijo?
—Que la justicia no puede ser gratuita.
—¿Cuánto pidió?
—Poca cosa: un abrazo para los primeros gastos de la causa.
—Te prohíbo pedir justicia a nadie.
—Y hace usted bien: sólo hay una en el mundo: la justicia catalana.
La que así habló era Ruperta, la hija menor del señor Pedro, que entraba con los brazos en jarras y el pañuelo de la cabeza caído sobre la espalda.
—¿Y crees que tu padre puede algo contra todos los estudiantes de latín? —replicó con exacerbación el señor Pedro—. ¿Sabes quién soy yo? Destinado a la Iglesia, no pasé de ayudar misa: en el ejército de don Carlos se hizo el convenio cuando iba a ser sargento: obligado a hacer zapatos, no he pasado de poner medias suelas; sí: es preciso que lo declare en el seno de la familia: nadie me ha encargado todavía un par de botas nuevas. Tu madre me perdió: sin ella quizás sería ya teniente cura. Maroto me arruinó: sin él sería capitán. Los estudiantes destruirán lo que me resta: mirad; me han roto una pata del banquillo.
—Porque usted es un mandria.
—¿Mandria yo? Ruperta, da gracias a Dios de que haya guardado el tirapié.
—Pues... y na más: y aquí es preciso que yo me ponga los calzones y lo arregle.
Y asomándose a la calle, gritó con voz chillona:
—¡Manoloo! ¡Lorenzoo! Venid, venid corriendo.
—¿A qué llamas a esos granujas? ¿No te he dicho que no me gusta que hables con Manolo? La hija de un hombre que ha estudiado latín no debe tener relaciones con un muchacho sin oficio: con un triste buñolero.
—Calle usted que vienen.
Y un grupo de muchachos se presentó con arrogancia bajo el dintel de la puerta: unos con mandiles de carpintero y herrero; otros con blusa de albañil; Lorenzo con un cesto en el brazo con la tapa dividida, una mitad para abrir y cerrar el aparato; en la otra la antigua rueda de jugar a los barquillos, precursora inmoral de la ruleta; pero entre todos sobresalía Manolo el buñolero, por su cara picaresca y su aire resuelto y avispado. Ruperta les habló sin preámbulos:
—Mi padre dice que no sois hombres para espantar a esos silbantes que le insultan.
—¿Que no lo somos? Ya está todo preparado, y mañana se arma aquí la gran jarana.
—¿Con quiénes contáis?
—¿Con quiénes? Ya están sublevados, y deseando que se arme, todos los muchachos del barrio del cuartel y Leganitos —dijo Manolo restregándose las manos.
—Yo traeré catorce barquilleros —añadió Lorenzo con majestad.
—Nosotros perderemos el jornal de la tarde —exclamó un aprendiz en nombre de los tres.
—Señor Pedro —dijo un mozo de cordel entregrándole una carta—; me la ha dado para usted un señorito.
—¿Un señorito? —dijo con recelo el señor Pedro, abriendo la carta y encolerizándose a medida que la leía—. Me insultan; me injurian otra vez.
—Ya lo oís —dijo Ruperta a los muchachos—: los señoritos se burlan de los pobres.
—¡Mueran los silbantes! —gritaron los chiquillos con entusiasmo.
—No hay que perder tiempo: buscad amigos; pedid varas y garrotes: es preciso que la paliza sea de tamaño natural —añadía Ruperta empujándoles como para infundirles su vigor.
Y los muchachos salieron con presteza, mientras el señor Pedro volvía a leer el papel, que decía lo siguiente:
El parlamentario que tuvo con usted la conferencia ha reparado
que tiene usted un magnífico pescuezo: mañana tendrá el gusto de
visitarle en su portal y darle un cogotazo.
V
Cuando a la tarde siguiente los alumnos de latín, desembocando en columna por la calle de los Reyes, iban tomando posiciones en las esquinas de la calle de Leganitos y en la baranda de la ya famosa alcantarilla, los estudiantes notaron, aunque sin recelo, alguna gente en los balcones inmediatos; un buñolero, que dormía sobre el pretil con la caña de su oficio atravesada en los extremos por dos palos pequeños; un barquillero, que también echaba su siesta apoyado sobre el cesto, y algunos chiquillos que asomaban con curiosidad de vez en cuando por las calles de Eguiluz y de Santa Margarita. Por lo demás, ni un solo agente se veía en todo lo que abarcaba la mirada.
Por su parte, el señor Pedro, contra su costumbre, tenía el portal enteramente abierto, si bien estaba resguardado por su segunda barricada: se notaba en su rostro la impaciencia, y una agitación desusada en sus inmóviles facciones. Fija su vista en los grupos de muchachos que desfilaban a lo lejos, apenas hacía caso de una viejecilla rebozada en un mantón negro que le daba aire de bruja, la cual le alargaba un zapato viejo.
—Es mala hora —decía el señor Pedro—; vuelva usted mañana: por hoy he concluido mi trabajo.
—¡Sea por Dios! —dijo la viejecilla suspirando—. ¿Podría al menos beber un poco de agua?
—Sí, señora, y retírese antes de que empiecen las pedradas y le rompan la cabeza.
Y el señor Pedro, volviéndose para alcanzar el botijillo, quedose paralizado de pronto sin saber lo que le pasaba.
Había recibido un zapatazo en el cogote, y la fingida vieja, alzándose las faldas y corriendo como un gamo, huía hacia el tropel de estudiantes: era Leocadio Pérez, que había cumplido su promesa, y fue recibido en triunfo por sus compañeros, mientras el señor Pedro gritaba desde el portal:
—¡Manolo! ¡Lorenzo! ¡A ése! ¡A ése!
Desde aquel momento, los hechos se sucedieron con tanta rapidez, que apenas puede la pluma consignarlos: el buñolero y el barquillero, que parecían dormir, saltaron como gamos, silbando con estrépito: un tropel de muchachos, vestidos pobremente, salieron de los portales más cercanos, y por las ya citadas calles, dos columnas de chiquillos con blusas, mandiles y chaquetas remendadas, aumentando el grupo, tomaron posiciones en el pretil: era un ejército.
Los estudiantes, ocupados en hacer banderas con el mantón y la falda de la vieja, no se habían fijado en el carácter hostil de los muchachos que se aglomeraban a su frente; pero una piedra caída cerca de ellos fue la señal primera del ataque.
—¡Los pillos nos acometen! —dijo un estudiante.
Era el apodo injurioso con que los señoritos de entonces insultaban a los muchachos mal vestidos. A aquella voz los alumnos más tímidos huyeron a refugiarse en el cercano Noviciado.
—¡Mueran los silbantes! —respondieron con furor los adversarios.
Con aquel vocablo motejaban también en aquel tiempo los muchachos del pueblo a los señoritos.
Los alumnos se miraron y comprendieron su inferioridad, si no numérica, de edad y robustez.
—Tienen bandera, y voy a hacer la nuestra —dijo Manolo, mientras sus compañeros lanzaban algunas piedras con las hondas y las manos.
Y tomando la muestra del señor Pedro, la colgó en la punta de la caña: los estudiantes de latín tenían por estandartes un mantón negro y una falda de percal; los muchachos del barrio una bota negra pintada en fondo blanco.
La pedrea se generalizó por ambas partes; de vez en cuando se oía un grito de dolor, y los amigos vendaban la descalabradura del herido.
—¡A ellos! —gritaban los aprendices más fogosos—. ¿A qué esperamos?
—¡Silencio! —dijo Manolo—; no os mováis y sostened el fuego aquí, mientras voy por la calle de los Dos Amigos a cortarles la retirada. Entonces atacad.
Los chicos del barrio, comprendiendo el alcance de aquella evolución, se estremecieron de placer.
—¡Subid, cobardes! —gritaban a los estudiantes, lanzando pedradas y agazapándose bajo la trinchera del pretil.
—¡Bajad, canallas! —repetían los otros, disparando pedazos de adoquín.
Por espacio de algunos minutos las piedras silbaron por el aire; los denuestos más horribles se dispararon con mayor furia que las piedras; las gentes pacíficas se alejaron; cayeron vidrios, y algunos vecinos gozaron del espectáculo abroquelándose con almohadas; sólo un coronel loco, a medio vestir, gritaba desaforadamente sin miedo alguno, creyéndose el general que dirigía aquella acción. Aquello era la miniatura de la guerra.
—¡Que nos cortan! ¡Traición! —dijeron algunos estudiantes.
Y los alumnos de latín hicieron de repente un remolino al verse envueltos por delante y detrás entre dos catervas de muchachos que acometían con los garrotes levantados. La derrota fue completa e instantánea. ¿En dónde se escondió la mayoría? Sin duda las entrañas de la tierra se tragaron algunos; hubo quien trepó por la pared como los gatos; muchos saltaron por la valla del solar descrito en el capítulo primero, y dos alumnos de tercero se precipitaron en la misma alcantarilla, cayendo blandamente sobre un montón de estiércol: tres horas después se encontraron caminando bajo tierra a media legua de Madrid, hechos una lástima, y no salieron aún más embarrados, porque se habían aseado manos, cara y traje con el sagrado percal de las banderas.
El señor Pedro, desde que tuvo quien peleara por él, presenciaba el espectáculo a la entrada del portal, y aplaudía desde lejos lleno de entusiasmo.
VI
Sólo un grupo parapetado tras de la valla, y capitaneado por Leocadio Pérez, resistía con ventaja: todo el que asomaba la cabeza entre las tablas la retiraba con un chichón; los asaltantes rugían de furor, y deliberaban la manera de exterminar al enemigo.
—¡Es preciso abrir brecha!
—No; saltar la tapia del callejón, que no está defendida.
—Id a buscar una pistola.
La discusión fue funesta, porque los primeros fugitivos habían esparcido en la Universidad el grito de que estaban degollando a todos los estudiantes de latín, y que se iba a perder aquel idioma y a perecer para siempre la gramática. Los estudiantes de leyes no creyeron deber consentir que Amézaga y Ponce de León se quedaran sin discípulos, y otro ejército de estudiantes, más grave y silencioso, pero más temible, bajó de nuevo por la vía militar de la calle de los Reyes.
—¡Que vienen más silbantes! —gritó un granuja, descubriéndoles a lo lejos.
El pueblo de Madrid no ocultó jamás su antipatía hacia el sombrero de copa, con el cual sólo le hizo transigir poco a poco la costumbre. Aquel sombrero irritó más los ánimos, y la pedrea se renovó con mayor furia. Pero también esta vez la lucha era desigual, y la columna de estudiantes formidable: iban en ella todos los tribunales, los colegios de abogados futuros. La Providencia no podía, sin trastornar el orden social, destruir toda la legalidad venidera del país; debían triunfar al primer choque. El señor Pedro, al ver sus primeras avanzadas, se refugió en su portal, cerrándolo con llave. Y los apaleadores de antes, por la reconocida instabilidad de la victoria, fueron a su vez apaleados: aprendices, barquilleros, zagales y granujas corrían la calle de San Marcial abajo en dirección a las afueras, mientras Leocadio Pérez, dando mueras a los pillos, agitaba con orgullo la bota pintada en la punta de la caña: había tomado la bandera al enemigo. Los estudiantes, desdeñando la persecución, cercabn la casa del señor Pedro, dando aldabonazos en su puerta e invitándole a entregarse, mientras el coronel loco gritaba con ardimiento:
—¡Al asalto!, ¡al asalto! ¡Santiago y cierra España!
—¡Estudiantes! —dijo un orador, subiendo a la tribuna—, ¿qué hacemos con ese pícaro que se esconde tras de la puerta? ¿Creéis que la ley penal moderna es suficiente para darle su merecido?
—¡No, no!
—¿Creéis que el emplumamiento encaja perfectamente para castigar al ventrudo remendón que nos atisba por el ojo de la llave?
—¡Sí, sí!
—Sin perjuicio de que le emplumemos, creo pertinente que en su calidad de zapatero se le aplique el tormento del borceguí.
—¡Que salga!, ¡que salga!
—Señores: no le podemos condenar sin defensa; yo hallo en él circunstancias atenuantes; queréis que nos entregue su cuerpo, sin considerar que es pedir mucho, dada su corpulencia; seamos misericordiosos y dejémosle el cuerpo con tal de que nos tire por la ventana su cabeza.
Los gritos, las carcajadas, los aldabonazos redoblaron; la gente llenaba ventanas, balcones y las bocacalles adyacentes; ladraban los perros; disparataba el loco, y todo el ruido era infernal, cuando tres gritos, resonando por tres lados distintos, hicieron oscilar a la bulliciosa estudiantina, formando en columna cerrada, y retirarse en buen orden, dando mueras al tío Pedro y llevándose como trofeo la bandera tomada por Leocadio.
Los gritos que se oyeron en tres distintas direcciones habían sido los siguientes:
—¡El rector con los bedeles!
—¡Un piquete de caballería!
—¡El celador con los guindillas!
En efecto, el celador del barrio había pedido auxilio al rector y al jefe de la fuerza de San Gil, antes de decidirse a restablecer el orden con sus guardias. Los estudiantes de derecho no podían desconocer que la reunión de tres autoridades, la académica, la militar y la civil, tenía fuerza de cosa juzgada sin ninguna apelación.
Cuando el celador llamó a la puerta en nombre de la autoridad, una voz femenil añadió con alegría:
—Abra usted, padre; soy su hija Petra, que vengo también al frente de los guardias.
Ruperta había estado a punto de perder a su padre; Petra acababa de salvar a la familia.
—Y ahora ¿reconoce usted la autoridad? —dijo la muchacha a su padre, señalándole el celador.
—Sí, la reconozco; sin autoridad, no existirían padres ni familia.
En efecto, cuatro meses después Petra era la celadora del barrio, y antes del año era abuelo el señor Pedro.
Pero en aquel instante, el señor Pedro sólo veía las ventajas que halla en la organización social el que en vez de recibir la paliza que le querían propinar los estudiantes, hallaba su casa rodeada de fuerzas imponentes y oía a lo lejos el clamoreo de sus enemigos que gritabn en su retirada:
—¡Muera el tío Pedro! ¡Mueran los pillos! ¡Vivan las muchachas bonitas! ¡Abajo las tachuelas! ¡Muera san Crispín!
El señor Pedro, lleno de ánimo al verse protegido, ahuecó la voz, y gritó con todos sus pulmones cuando desaparecía el postrer grupo:
—¡Mueran los silbantes!
Epílogo
Algunas noticias biográficas de los principales personajes de esta historia.
El señor Pedro hizo por fin unas botas nuevas para su yerno el celador, pero no las cobró nunca. El celador quedó cesante; pero Petra, que había salvado a su padre, salvó de la cesantía a su marido. Ruperta se casó con Lorenzo después de haber sido novia de Manolo, y se escapó con Manuel después de casada con Lorenzo. Leocadio Pérez repitió otra ves el primer año de latín sin llegar a concluirlo; luego brilló en el mundo, y llegó a director de Instrucción Pública; el Gobierno cayó cuando se proponía suprimir la enseñanza del latín.