Pío y Pía

José Fernández Bremón


Cuento



I

Cuando despertaron al canario los gorjeos de otras aves, un rayo de luz le daba de frente por entre las hojas del castaño de Indias. Desenroscó su cuello, sacudió y alisó las despeinadas plumas; dio algunos saltitos de rama en rama y un vuelo hasta el arroyo, donde bebió algunos sorbos, mirando al cielo y mirándose en el agua, y expresó su satisfacción cantando esta copla improvisada:


Qué hermosa mañana;
cómo brilla el sol,
qué alegre es la vida,
qué bonito soy.


—¿Y yo? ¿Soy acaso fea? —dijo una canaria revoloteando por encima del arroyo y parándose a beber en la otra orilla.

—¿Fea usted, con ese corte de alas y ese cuerpecito de color de crema? ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Pía.

—¿De veras? Somos tocayos. Porque yo me llamo Pío.

—Es nombre muy común entre los pájaros.

—¡Ay, qué vocecita! ¿Se puede saber en dónde almuerza usted?

—Hay un campo de alpiste muy cerquita.

—Si todo lo que dice ese pico es cosa buena: guíe usted, que la sigo hasta el fin del mundo. ¡Ay qué meneíto tienen esas alas y esa cola! Y con qué gracia encoge usted las patitas al volar.

—Como todas las canarias.

—No: las hay muy sosas.

—Me he criado en pajarera.

—Ya se conoce: vuela usted con una timidez aristocrática.

—Éste es el campo que le dije.

—Qué bien sabe el alpiste al lado de usted.

—Coma y calle.

—¿Ha tenido usted amores?

—Luego hablaremos; ¿quiere usted que me atragante?

Cuando el almuerzo terminó, el canario dijo a Pía:

—Yo la amo a usted. ¿Le soy indiferente?

—Va usted muy deprisa.

—Mi amor crece por instantes. Un solo favor. Déjeme usted que le arranque una plumita del cuello para tener un recuerdo de usted.

—Retírese usted, joven, o doy gritos.

—Quiérame usted.

—El cariño ha de ser voluntario. ¡Ay! Que me hace usted daño. ¡No sea usted hombre!

—Háblame de tú.

—Ya no nos veremos.

Y la pájara voló y el pájaro tras ella, parecía que jugaban al escondite entre las ramas: ya se perdían tras la muralla de las hojas; ya reaparecían aleteando y tornaban a ocultarse. ¿Lograría ella escapar? Porque el pájaro la llamaba gritando a toda voz:

—¡Pía! ¡Pía! ¡Pía!

¿Se perdió el pajarillo por buscarla? Porque ella gitaba también al poco rato:

—¡Pío! ¡Pío! ¡Pío!

II

—Esposo mío —decía algunos días después la hermosa Pía, entre las ramas de un naranjo—, el sol abrasa y esta sombra es deliciosa: reposemos.

—Deja que te dé un mordisquito en la pechuga —respondía Pío.

—No seas travieso. ¿Sabes que te sienta muy bien ese moñito que tienes en la cabeza? No debería decírtelo porque eres coquetón. Pero, como te vea hablar con otra pájara, te lo arranco con el pico.

—¿Dudas de mí?

—¿Me quieres?

—¿No te lo dicen mis ojitos?

—¡Cielo mío!

—Tus alas huelen a azahar y tu pico sabe a cañamón.

III

Después de la presentación de costumbre entre los pájaros, Pía dijo a Pío:

—Este jilguero se ha criado conmigo y quisiera oírte cantar.

—Creo conocerle.

—Me vería usted hablar ayer con Pía en la copa del árbol del amor; estábamos recordando nuestra infancia —dijo el jilguero, poniéndosele la mejilla más colorada que de costumbre—. Pía me dijo que es usted un gran músico.

—Nada más que regular. ¿Y usted?

—Un simple aficionado. ¿Qué va a cantar usted?

—Nada; con estas humedades estoy ronco.

—Otro día será —replicó el jilguero despidiéndose—, me propongo frecuentar el trato de tan distinguido artista.

—¡Pía! —dijo el canario con mal humor, cuando el jilguero estuvo lejos—, ese pájaro me carga.

—¿Tienes celos de ese infeliz tan pintarrajeado y ridículo?

—¿Ridículo? Ya lo creo; y qué mancha negra tiene en el cogote.

—Tú vales mucho más, Pío del alma.

—Ya lo sé, aunque me esté mal alabarme.

IV

—Tengo que darte un recado muy bajito —dijo Pía al canario.

—Habla, nena mía.

—Aquí no, porque pueden oírnos los vecinos.

—Dímelo en la fuente.

—No, que las ranas son curiosas.

—Volemos hasta aquella peña que está aislada.

Ya en ella, añadió Pío:

—Ya puedes hablar.

—Me da vergüenza.

—¿De qué?

—¿No adivinas lo que quiero decirte? Que voy a poner huevos.

V

¡Qué agitación! ¡Qué días para buscar un sitio cómodo, seguro y resguardado para el nido; después, qué afanes eligiendo y transportando las briznas de tomillo y otras hierbas aromáticas, para que el armazón resultase fuerte y oloroso; cuando éste fue probado, qué trabajo sólo para arrancar las hebras de los sauces y los álamos, recoger hilachas llevadas por el viento y las crines y el vellon que las carrascas arrancan al ganado; hacer con ello el forro de la casa y colocar encima la cama de heno y musgo.

Al volver Pió una vez con el pico cargado de grama, se encontró a Pía acostada y cubriendo con las alas todo el nido. Dejó caer la grama y preguntó todo azorado:

—¿Cuántos son?

—¡Cinco!

—Quiero verlos.

—Imposible. ¿No conoces que podrían enfriarse?

—¿Son grandes?

—No los he visto nunca más hermosos.

—Pía, no te muevas. Quieta hasta que vuelen: yo dormiré en esta ramita y te traeré de comer y mantendré a toda la familia.

Y cada día preguntaba el pájaro a la pájara:

—¿Rebullen ya?

Hasta que pasadas dos semanas respondió la madre llena de ternura:

—Mira este piquito de rosa que asoma por el cascarón: es tu retrato: va a tener moño como tú.

—Déjame darle un granito tierno de cebada.

—No quiero que se empache.

—Enséñame los otros.

—Están todos desnuditos; hasta que no hayan crecido y tengan plumas, no has de verlos.

VI

Pasaron los días; Pío no reposaba para ganar la vida a su familia, porque tenía que alimentar con el suyo siete picos; los pajarillos asomaban los ojos para verle, y eran cada día más tragones. La madre no permitía a Pío que se acercase mucho para verlos y estaba triste y pensativa.

—¿Por qué no sales a tomar el aire? —decía el canario a la hembra—. Mientras estés ausente yo los cuidaré.

—No me atrevo a separarme; vosotros los machos sois muy bruscos.

Pero la cría se cansaba de tanto encogimiento y aleteaba bajo el seno de la madre. Un día, por fin, a fuerza de empujones lograron asomarse al borde del nido, temblorosos y deslumbrados, cuatro polluelos cubiertos de un plumón albino.

—¡Hermosos! ¡Querubines! —dijo Pío acariciándolos desde una rama—. ¡Chiquirrititos de papá! Pía, ¿dónde está el otro?

—Está muy débil todavía para salir.

Pero el aludido protestó escurriéndose bajo el ala maternal, y asomó su cuerpecito negro y gris buscando a sus hermanos.

Cuando el canario vio salir a aquel polluelo obscuro, lanzó un pitío ronco, se erizaron todas las plumas de su cuerpo, se agitaron sus alas, sus ojos y su pico, y su menudo cuerpo tomó el aspecto feroz de un ave de rapiña. Los polluelos, asustados, se refugiaron en el seno de su madre, que los cubría temblorosa con su cuerpo.

—¡Infame! —exclamó el pájaro furioso—. Bien hacías en ocultarle: es un mestizo: ese aborto tiene una mancha negra en el cogote.

Y cayó sobre la hembra, picándola y pisoteándola con rabia.

—Perdón —decía ésta—, que vas a aplastar a la cría.

—¡Qué me importa si voy a sacarte la molleja!

—¡Vecinos, socorro! ¡Que me mata mi marido!

Y la copa del árbol se llenó de chorlitos, jilgueros, verderones y pardillos, que a duras penas pudieron apartar al ultrajado pájaro.

—¡Vecinos! —dijo éste con voz trágica—. Yo he sido un buen padre de familia, pero esa mala hembra es una infame: ¡sabed todos, para que lo cantéis de rama en rama, que le he pelado el pescuezo por adúltera!


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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