Rey, Verdugo y Antropófago

José Fernández Bremón


Cuento



En las regiones del África central, en que tienen puestas las manos o los ojos belgas, franceses, ingleses y alemanes, separan del resto del mundo al país de los mumbutos varias tribus de negros que dicen llamarse zandes, y los geógrafos se empeñan en nombrar niams-niams, como si, por mucho que sepan los geógrafos, pudiera nadie mejor que uno mismo saber cómo se llama.

Son los mumbutos buenos herreros y grandes arquitectos, y comparado con el de sus vecinos, su color es relativamente claro, como un vaso de café entre dos frascos de tinta; su gobierno es monárquico, su industria adelantada, y sólo tienen el disculpable defecto de preferir la carne humana a la del perro, única que les proporcionan sus rebaños; y como es entre ellos la antropofagia muy antigua, sólo revela su conservación un piadoso celo por no alterar las tradiciones.

Podremos recriminarlos por esas prácticas fúnebres en nombre de las nuestras, aunque éstas no excluyen, en rigor, para el remoto porvenir que se anuncia de un hambre universal, someter a discusión, llegado ese caso, si es lícita la antropofagia a falta de otros alimentos, no matando y respetando las vigilias. Y aun parece probable que resulte tan buen o mejor sepulcro una olla bendita, que uno de esos museos en que se alinean esqueletos de cristianos; que se puede comer la carne humana sin gula y con respeto, y aun alternada con responsos y oraciones por el muerto.

Si en el orden puramente culinario repugna a nuestro estómago ese alimento, la verdad es que, no habiendolo probado a sabiendas, no tenemos autoridad para negar su suculencia. Y sería peligroso afirmarla, porque siendo costumbre que nos destrocemos los unos a los otros, ¿qué sucedería si fuéramos comestibles? ¿Qué parientes o amigos estarían libres de la mesa del amigo o del pariente?

Digámoslo en honor de los mumbutos: si se comen al prisionero, al rival, a los criminales y deudores, hacen el sacrificio de sepultar a los demás, adornando sus túmulos con cuernos honoríficos.

I

¡Qué animación en la orilla izquierda del Uellé y en las calles de plátanos que conducen al palacio del sublime y omnipotente Makaraka, rey de los mumbutos! Nobles seguidos de sus escoltas y escuderos; mujeres sin más adornos que el delantal de piel y sus aretes; chicos desnudos saltando por la hierba; soldados que parecían panoplias ambulantes; músicos con platillos de cobre y otros instrumentos africanos; elegantes de piel brillante e ilustrada de arabescos, y poetas cabelludos de aspecto entre académico y selvático: todos, engalanados con sus mejores plumas, peinados, pieles, anillos y collares, marchaban muy deprisa hacia palacio, como si temiesen llegar tarde a una fiesta.

Pocas palabras bastarán para explicar el interés de tantas gentes; se trataba de ver cortar la cabeza al primer ministro de aquel reino.

Entre los mumbutos, el rey asume todas las funciones de la justicia: emplaza, juzga, condena, ejecuta, y luego se come al sentenciado.

La circunstancia de ser el reo el poderoso y odiado Mamey, a quien todos atribuían la gran escasez y carestía de alimentos, atraía a las gentes no menos que la destreza con que el rey decapitaba, ya de un golpe, con su cimitarra más afilada y fina, o lentamente, con otras melladas a manera de serrucho. A veces Makaraka dejaba la elección al condenado, por haber estimado en el delito circunstancias atenuantes, explicándole los inconvenientes y ventajas de las armas con que debía ser ejecutado, en estos términos bondadosos:

—Con esta más delgada y lisa, la muerte se debe sentir menos; con esta otra, la operación es más larga, pero al fin y al cabo se disfruta de la vida un poco más. Elige a tu capricho; me es indiferente un arma u otra, no tengo más interés que darte gusto.

II

Makaraka había dicho un día al jefe de su Gobierno:

—Mamey, mis súbditos enflaquecen y tú engordas.

—¡Señor!

—Nos estamos descontentos de tu administración. Las carnes que se nos sirven a la mesa son piltrafas; mis vasallos sólo tienen huesos que roer.

Mamey quedó aterrado, más que por la reprensión, por el uso de aquel plural ceremonioso, y dijo con respeto:

—Dígnese escuchar vuestra sublime omnipotencia. Cierto es que la escasez pública no permite echar carnes al pueblo, pero en cambio produce otras ventajas; como no pueden los pobres satisfacer los impuestos, y todo deudor paga con su cuerpo, la carne es floja, pero abunda.

—Sí, pero antes con una sola persona comía yo con todas mis mujeres, y ahora para quedar hartos no nos basta una familia.

—¿No puede ser mala elección del cocinero? Si vuestra sublime omnipotencia me permite proveer mañana su mesa, quedará satisfecho. Los extranjeros nos pertenecen, y le serviré el cuerpo de ese inglés que vino hace dos años.

—Nos te lo prohibimos. Es nuestro maestro de ajedrez, y el único que sabe ese juego y nos hace la partida. Entiendo; quieres deshacerte de un rival echándole en mi hornilla.

—Señor, no tuve intención de ofender, sino de honrar a ese extranjero, elevándole a vuestro plato. Y volviendo a demostrar las ventajas de la miseria pública, diré que ésta nos va a proporcionar el goce de fundar una institución benéfica, un asilo donde recoger y comprar los niños de que sus padres quieran desprenderse; con su precio pagarán éstos los impuestos, y con los niños bien cebados tendrá en su mesa vuestra sublime omnipotencia bocados exquisitos.

—Sea lo que quieras, Mamey. Siempre has de tener razón. Hace unos años te alababas de la abundancia y alegría que tu gobierno difundía en el país; hoy te envaneces y me ponderas las excelencias de su ruina.

El asilo benéfico de niños fue creado, y el estómago del rey era el torno de la Inclusa.

III

Por apartada que sea, no hay región en el mundo que no posea un inglés: esa pequeña mancha se extiende y concluye por el protectorado de Inglaterra. Míster Cham había llegado a Mambucia sin más equipaje que una caja de ajedrez, una bolsa de mostaza y su estuche de afeitar. Sin medios para introducir algún vicio con que explotar británicamente a los indígenas, enseñó y envició en el ajedrez a Makaraka, con quien privaba dejándose ganar. Había adoptado el barniz, el picado de la piel y la semidesnudez de los mumbutos, hasta la cocina, haciendo pasar la carne humana a fuerza de mostaza. Sólo conservaba el sombrero de copa en recuerdo y honor de su nación.

Makaraka le confió un día en secreto la proposición que le había hecho Mamey de regalarle con sus carnes. Míster Cham, asustado por aquel peligro, respondió con rapidez:

—Señor, hubiera sido una desgracia; mis carnes son inmundas; estoy vacunado, y todo el que coma de mi cuerpo muere de viruelas.

Y le explicó el misterio de la vacuna de la manera que más le convenía.

—De modo —repuso el rey— que si yo regalara tu cuerpo a un enemigo mío, ¿moriría de esa enfermedad?

Aquella pregunta le pareció a míster Cham muy desagradable y peligrosa, y se apresuró a contestar:

—Sí; moriría de viruelas; pero las mías son tan contagiosas que despoblarían todo el reino.

Míster Cham, al concluir la conferencia, determinó espiar y perder a Mamey: al pasar por el palacio de su rival husmeó y reconoció bien la cocina, y de pronto se dio un golpe en la frente, como si se le ocurriera una idea feliz. Ello es que, al llegar a su choza, devoró con gran apetito su sopa de hipopótamo y se comió un riñón entero de elefante.

IV

Míster Cham entró en palacio pocos días después acompañado de una viuda.

—Señor —dijo llorando la mujer—, ayer enterré a mi esposo y esta noche han abierto el sepulcro y robado su cuerpo.

—¿A quién acusas?

—A Mamey.

—¿Tienes testigos?

—Yo lo soy —dijo míster Cham.

—No basta uno solo.

—Hay otras pruebas: el cuerpo en estos momentos hierve en las vasijas del acusado.

El rey, los acusadores y la corte se trasladaron a la cocina del privado. La viuda, con ademán trágico, dijo señalando un trozo de pierna que volteaba en el asador:

—Señor, reconozco el muslo de mi esposo; no había otro tan gordo en la ciudad.

—Eso es un indicio nada más; es un cuerpo bien mantenido; un muslo de persona decente; pero no es una prueba —dijo el rey.

—¿Y ésta, señor? —repuso míster Cham sacando una piel del basurero y extendiéndola por tierra.

La cara con las facciones, las verrugas y las picaduras y adornos de la piel identificaba de tal modo al difunto, que Makaraka dictó sentencia en el momento.

—Mamey, entrégame el anillo del poder; mañana te decapitaré con toda pompa: ahora conduzcamos esta comida a su sepulcro.

Se organizó el entierro, presidido por el rey, en esta forma: primero iba la piel; después la olla del cocido; enseguida la vasija del guisado, y detrás los muslos, atravesados por sus respectivos asadores; luego la corte y la familia.

—Míster Cham —añadió el rey—, horádate esta noche las narices para que te coloque mañana el anillo del gobierno.

V

Los altos dignatarios, la orquesta real, el harén y la grandeza llenaban el magnífico salón de las grandes ceremonias, y el pueblo, agolpándose por fuera, miraba con ansiedad por entre las columnas de las abiertas paredes del palacio. Cuando apareció el reo, todos los pescuezos se alargaron para verle. Makaraka, sentado en su trono, le dijo con tono afable:

—Mamey, eres criminal y vas a morir; pero, en pago de tus servicios, te permitimos que toques por última vez la trompa.

Un esclavo entregó al reo el cuerno de marfil, y Mamey tocó un aire melancólico que nunca concluía.

—¡Basta! —exclamó Makaraka—. Tu música nos enternece; pero nadie pide tu perdón. Baila por última vez.

El ex ministro, que había sido un gran danzante, improvisó un baile fúnebre inspirado, fantástico, prodigioso, que el pueblo no aplaudió.

—Ya lo ves —dijo el ilustre Makaraka—; mi pueblo calla porque desea tu muerte: acerca tu cabeza.

—Señor —contestó Mamey—, tengo que hacer una revelación secreta a vuestra sublime omnipotencia.

—Acércate, y que todos se aparten para no oír. Se suspende la ejecución por un momento.

Cuando los cortesanos ensancharon el corro, dijo Mamey en voz baja:

—Señor, compro mi vida.

—Todo lo que posees es mío.

—Tengo riquezas ocultas.

—Ha descubierto míster Cham el escondite.

—¡Perdón!

—Lo siento; el pueblo espera, y no le puedo quitar su diversión.

—¡Misericordia!

—Imposible; tu cuerpo reventando de grasa y de salud me abre el apetito.

Denegado el indulto, a una señal del rey, el reo inclinó el pescuezo en actitud respetuosa, como buen cortesano; Makaraka blandió la cimitarra, y de un solo sablazo echó a rodar la cabeza del ministro, saludado por la orquesta y las aclamaciones populares.

—¡Vasallos! —dijo el soberano—. Podrán en otros países engordar los ministros a costa de los pueblos; pero no en mi reino. Ved ahí lo que hago con los ministros que engordan cuando los pueblos enflaquecen. Vengan mis cocineros; recojan esos restos, y que me guisen al presidente del Consejo de Ministros.

La ceremonia terminó invistiendo el anillo a míster Cham. Éste pronunció algunas palabras en inglés.

—¿Qué has dicho? —preguntó el rey.

—He rezado una oración en acción de gracias.

Lo que había dicho al meterse el anillo en las narices, traducido del inglés, era lo siguiente:

—Yo, míster Cham, agente británico, tomo posesión de este Gobierno en nombre de Inglaterra.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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