Sacrilegio

Episodios del siglo XXIII

José Fernández Bremón


Cuento


—Ya abre los ojos; trasladadle a la pollera —dijo un médico.

Y me sacaron de la tina donde había estado en remojo un mes, según luego supe, para hacerme recobrar los jugos, y perder el polvo y telarañas acumulados en mi cuerpo en el espacio de tres siglos, que había durado mi sueño magnético. Estaba finalizando el año 2200 de nuestra era. Por entonces eran muy frecuentes los casos de quedar dormidas las personas por sugestión, y había hospitales donde cada durmiente tenía inscripta la fecha de su despertar, que se efectuaba con las precauciones necesarias.

Como esto no tiene relación con mi propósito, baste consignar que salí a la calle sano y ágil, después de un sueño de trescientos años, compañado por un guía, judío de nación, a principios del año 2201.


* * *


Lo primero que hice al dejar el hospital, que me parecía conocido, fue volverme para examinar la fachada.

—¡Calle! —dije en voz alta—, éste es el monasterio de San Lorenzo. ¿Conque estoy en El Escorial?

El guía se sonrió, señalándome el edificio situado enfrente.

—¡Cómo! —repuse—, ese otro es la catedral de Colonia. ¿Cuál es el auténtico y cuál el imitado?

—Uno y otro son los verdaderos, comprados a los Gobiernos respectivos. Y no cavile usted, que no puede saber las transformaciones de las cosas en tres siglos; hay ahora empresas de mudanzas que transportan edificios como antes los muebles de las casas. Esto es un museo de arquitectura que hemos reunido comprando monumentos baratos en las quiebras de todas las naciones. ¿Quiere usted ver catedrales? En esta misma calle podrá usted contemplar la abadía de Westminster, Nuestra Señora de París, las de Córdoba, Burgos, Toledo, León, las dos de Salamanca, las de Estrasburgo, Reims, Milán, Ulm y Ratisbona.

—Son muchas catedrales para un día. Pero no ha mencionado usted la de Sevilla.

—Se ha roto en el camino. Si prefiere usted arcos, tenemos el de Constantino, el de la Estrella de París, el de Burgos...

—No, no...

—Será usted aficionado a obeliscos y columnas. Le enseñaré los más célebres de Egipto y hasta el que adornaba la plaza de San Pedro, el de Bunker Hill, la columna de Vandoma... Pero mejor será que lo veamos a vista de pájaro.

El guía dio unas palmadas.

—¿A quién llama usted? —le pregunté.

—Al agente de policía más cercano.

—No veo a nadie.

—¿Cree usted hallarse en el siglo XIX? Estamos en el siglo XXIII y ahora la policía es invisible. ¡Ea! Un asiento para dos y que ascienda a cien metros de altura.

Vi salir un banco de la tierra, movido por una sólida tijera parecida a las que usaban los postulantes en mi tiempo.

—Siéntese usted a mi lado, sin temor —dijo el guía.

Senteme, no sin recelo, y ascendimos. Era una ciudad inmensa, toda de monumentos, templos insignes y palacios.

—¿No es aquélla —dije— la pirámide de Cheops? ¿No es aquél el Partenón? ¿No veo allí la torre de porcelana de Nankín? ¡Dios mío! Creo que descubro la Alhambra...

—Así es la verdad; y más allá el Kremlin, y luego la pagoda de Kelat, el castillo de Versalles, el Panteón de Agripa, la Torre de Londres, la Esfinge, el Capitolio de Washington, el Palacio Real de Madrid... Todo nos ha costado una miseria.

—Pero, ¿dónde estamos?

—En la capital del mundo.

—¿Roma?

—Bah.

—¿Berlín? No sé: me confundo.

—Estamos en Jerusalén. ¿No ve usted aquel templo de columnas retorcidas? Es el templo de Salomón reedificado.


* * *


—Cuénteme usted —le decía poco después sentado en una piedra del valle de Josafat— cómo ha sucedido todo esto.

—Del modo más natural —contestó el guía—. Los hijos de Israel habíamos adquirido todas las vías de trasporte y acaparado el oro, la plata, el cobre, el hierro, el azogue y el carbón; no saltaba el agua por un desnivel, que no saltase en favor nuestro; por medio de sabios sindicatos, nos hicimos los reyes del trigo, de las carnes, del pescado y de toda clase de alimentos; monopolizamos, además, la prensa y todas las industrias; hemos convertido el mundo en una sociedad anónima y poseemos todas las acciones. Esto nos permitió comprar al Sultan de Palestina; decretar para cualquier región el hambre y la pobreza; y todo el que come, bebe, viste, escribe, trabaja, enferma, cura, pelea o se divierte paga su tributo a las once tribus.

—¿Cómo once?

—Es que hemos suprimido la de Dan para refundirla en la de I-sacar.

—¿Y cómo consienten ese predominio Inglaterra, Alemania, Francia, Rusia y los Estados Unidos?

El israelita me miró con lástima.

—Usted no puede saber —respondió— lo que hoy no ignoran los muchachos; toda la riqueza de esos pueblos era nuestra, y sólo poseían la obligación de trabajar y hacer la guerra.

—¿A dónde van esos hombres encadenados? —pregunté, interrumpiendo el diálogo, al ver pasar un pelotón como de presidiarios.

—Van al teatro.

—¿A divertirse?

—Bien se ve que usted ha dormido por espacio de tres siglos; el teatro sería un recreo antiguamente, pero hace ya más de doscientos años que sólo se escriben comedias para aburrir, molestar y dar tormento al espectador. Todos los códigos humanos han incluido el teatro entre las penas aflictivas. Esos infelices van a cumplir uno o más abonos por sentencia judicial.

—No vuelvo de mi asombro —exclamé—, y tornando a nuestra anterior conversación, no me explico cómo las naciones no emplean la fuerza contra ustedes.

—La fuerza militar reside en máquinas tan costosas que la tenemos encerrada en nuestras arcas.

—¿Existe España?

—No me hable usted de ella: es un pueblo díscolo que, como no produce, no tributa; no ha querido europeizarse, ni adoptar la cocina universal, y se pasa la vida tocando la guitarra, yendo a los toros, comiendo sus garbanzos, bebiendo peleón y empeñando monumentos.

—Pero el trabajo redimirá de la tutela de ustedes a las naciones industriosas.

—Tienen para siglos, según la liquidación que se está haciendo. Hemos presentado al mundo la cuenta de todos los daños y perjuicios que nos hizo: ha resultado que la cena de Baltasar fue servida por judíos y no estaba pagada; y ahora nos estamos reintegrando de los daños que sufrimos en la cautividad de Babilonia.


* * *


Cuando regresamos a Jerusalén, vimos a las puertas de la ciudad un gran gentío.

—¿Será prudente adelantar? —dije—; el pueblo parece alborotado.

—De regocijo; ¿no ve usted cómo agitan palmas y ramos, hombres y mujeres? Alguna buena noticia y una ovación a nuestro monarca, que llamamos Arcade Supremo por la magnitud.

—¿Pues quién reina en Jerusalén?

—Siempre el principal accionista. ¿No oye usted cómo aclaman?

En efecto, la multitud alzaba las palmas, gritando:

—¡Viva! ¡Viva Abraham III!

Cuando alcanzamos el tropel quedé admirado de la riqueza de los trajes y de los tapices colgados en los muros. Jerusalén celebraba la noticia de haberse declarado la guerra entre África y América; cada continente había decretado un gran empréstito y hecho un pedido enorme de máquinas de guerra y las acciones del pueblo de Israel habían duplicado su valor. Abraham III, precedido del Gran Sacerdote y los Levitas, iba seguido del pueblo y cantaban alternativamente los ancianos y doncellas:

Ancianos.—Tus ojos son sagrados; cuando los alzas al cielo, suben nuestros fondos.

Doncellas.—Tiene tu voz timbre argentino; bebes en cálices perlas desleídas; vuelve hacia mí tus gafas de oro.

Ancianos.—Eres imán que atrae todos los metales de la tierra; cuando escribes, tu pluma, al raspear, despide libras esterlinas: ¿quién descubrirá el fondo de tus arcas?

Doncellas.—Desfallecidas de amor, te siguen las hijas de Sión; porque son tus labios dos rubíes y tus uñas de marfil.

Ancianos.—Tú mandas en los líquidos y pones precio al vino y al aceite; sin tu permiso, no hay en las mesas ensalada.

Doncellas.—¡Ay de la que miras! ¡Ay de la que no quieres mirar! Como las ramas de la palmera, nos inclinamos ante ti.

Ancianos y doncellas.—¡Hosanna! ¡Hosanna! Eres el Mesías verdadero.

Quise ver al monarca, y atropellando al pueblo, pude ponerme detrás a corto trecho; llevaba sobre su túnica de encaje una casulla de aljófar que me pareció haber visto en el sagrario de Toledo; la multitud me empujó hacia él y Abraham III dio un grito terrible.

En un instante me vi sujeto, golpeado, maldecido y llevado al sacrificio.

—¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! —vociferaba la multitud vilipendiándome, mientras Abraham III continuaba dando gritos.

Yo estaba aterrado.

Le había pisado el rabo sin querer.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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