I
—Aunque V. asegure lo contrario, Sr. Doctor, no me las prometo muy felices de esas condescendencias,—dije despues de haber oido en silencio las razones que alegaba.
—Esta misma noche,—me respondió con dulzura,—cenará V. con ellos, y le convenceré prácticamente de que á nada me expongo con su trato: la dureza es inútil, con esos desgraciados. Gozo al ver el respeto y las consideraciones que me guardan; nada les niego, ni me opongo á sus caprichos: circulan libremente por mi casa, y siempre me acompañan algunos en mis excursiones por el campo. Quiero experimentar si el aire libre puede contribuir á su curacion.
—Sea de ello lo que fuere, le advierto á V. que cenaré solo. No me tranquiliza la compañía de seis locos, y mañana al amanecer debo continuar mi viaje. Mire usted qué nubarrones se van aglomerando: estoy seguro de que la tormenta me robará parte del sueño.
Sin embargo, tanto insistió el buen Doctor, dándome tales seguridades, que al fin hube de aceptar su invitacion, aunque conservando mis recelos.
Llegada la hora, entramos en un hermoso comedor, en cuyo centro habia una mesa puesta con sencillez, alrededor de la cual conversaban pacíficamente los seis monomaniacos de quienes ya tenia antecedentes.
Cuando nos presentamos se levantaron con la mayor política, ofreciéndonos sus asientos á porfía, y con tal insistencia, que juzgamos oportuno complacerles, ántes de que ocurriese algun incidente desagradable.
Aquella amable recepcion no me satisfizo: hubiera deseado alejarme de la mesa, pero el mal estaba hecho y era preciso conformarse.
Sirvieron el primer plato en el silencio más tranquilizador, de modo que mis temores empezaron á desvanecerse, y pude observar con atencion á mis extraños compañeros. El brillo de sus ojos y la vaguedad de sus miradas, lo mismo podian indicar la embriaguez que la demencia.
—Veo,—me dijo el Doctor,—que se acostumbra V. á la sociedad de estos caballeros,—y añadió dirigiéndose á sus pupilos:—¿á qué no aciertan VV. lo que estoy ahora pensando?
—Piensa V. que no tiene, como nosotros, su manía, contestó uno de los locos con acento amable y compasivo.
—Piensa en todo, le replicaron al instante.
—En nada.
—En algo.
—¡Sí! ¡no!... ¡sí... ¡sí y no!... prorumpieron todos á la vez con espantosa gritería.
El Doctor quiso imponer silencio hiriendo el vaso con su cuchillo para imitar una campanilla. Todos hicieron lo mismo, invitándome á que tocára, lo que tuve que hacer por adquirir su confianza, y me valió esta frase galante de uno de los locos:
—Señores, estamos en familia: el forastero es de los nuestros.
El médico alienista se reia á carcajadas. Cuando aquellos infelices hubieron satisfecho su inocente diversion, y el silencio se restableció poco á poco, mi huésped dijo mirando á todos lados:
—Señores, pensaba en que es preciso obsequiar á este caballero, refiriendo cada cual su historia, que, por lo extrañas, le entretendrán todas agradablemente miéntras llega la hora de retirarse.
—¡Yo el primero! exclamó el de mi derecha.
—Sea, y hablen por turno. Note V., me dijo el Doctor, que el señor que va á referir su historia ejercia en el pueblo la honrada profesion de sepulturero: una noche le encontraron desmayado al lado de una fosa, y tuvo desde entónces que recurrir á mis auxilios.
—Sí, señor: no se me olvidará nunca aquella noche, respondió con viveza mi vecino. Me habia correspondido velar en el cementerio el cuerpo de una vieja. Sentéme, pues, á su lado, y encendí mi pipa en una de las hachas; pero el tabaco se acabó, y no teniendo distraccion, me entretuve en observar á la difunta: ante otro cadáver me hubiera quedado dormido fácilmente; pero entre los afilados juanetes de la muerta se destacaba una nariz más afilada todavía, apuntando al techo en línea recta; hubiera jurado que á pesar de la inmovilidad del rostro á que pertenecía, aquella nariz estaba dotada de cierto movimiento imperceptible, como el de la hierba cuando crece.
Comprendia muy bien que aquello era alucinacion ó efecto de los vapores de la cena; pero una especie de vértigo me dominaba y mi razon no estaba muy segura. Para evitar aquel espectáculo desagradable, volví la espalda á la difunta; pero al instante comprendí mi error, porque si no ví la nariz, vi en cambio su sombra, y en ella abultadas naturalmente sus formas repugnantes. Varié de sitio; pero en vano: las hachas hacian proyectarse en todas las paredes aquella silueta odiosa, que todo lo invadia. Mis dientes castañeteaban de terror ante el formidable espectro, y para distraer el miedo y acabar de una vez, me determiné á arrojar el cadáver dentro de una fosa muy profunda: eché en ella el cuerpo de la vieja, cuyas carnes blandas, al caer sobre la tierra removida, no produjeron ruido alguno. Cogí la pala más ancha, y empecé á arrojar tierra en el hoyo, hasta cubrir él pecho, los piés, la cabeza, todo... ménos la nariz de la difunta: por más tierra que arrojaba resistia á todos mis esfuerzos, dilatándose y creciendo á cada paletada. La fosa se cubrió: se fué formando un montecillo, y en su cúspide se elevaba siempre la afilada punta como la veleta en una torre. Concluida la tierra me encontré sin recursos: entónces saqué la navaja... pero me detuvo una reflexion muy oportuna: cortándola, en vez de una serian dos narices. Trepé hácia la cúspide, arrojándome sobre la nariz para estrujarla y hundirla ea el terreno; pero me costó muy cara la imprudencia, porque tenía la dureza de una piedra y continuaba elevándose y elevándome. Cuando quise arrojarme al suelo me hallé á una altura extraordinaria. Pasé así un rato. Una ráfaga de viento me hizo caer á tierra sin sentido: al despertar estaba loco, por efecto, sin duda, del porrazo.
—Sí, señor, loco como V. y como todos estos amigos, que no tienen inconveniente en confesarlo.
—¡Sí!... ¡si!... contestaron todos repetidas veces y como por turno, hasta que tuvo uno de ellos la ocurrencia de negarlo.
—¡No!... ¡no!... ¡tampoco! ¡tampoco! repitieron en círculo y haciendo extrañas muecas y visajes.
II
—Antes de referir mi historia,—dijo un señor de alguna edad y de abultado abdómen,—desearia saber si usted está en el error de que los vegetales carecen de alma.
El Doctor se apresuró á contestar por mí, temiendo que cometiese alguna ligereza.
—Precisamente,—dijo,—hemos hablado hoy mismo sobre este punto interesante, y mi amigo no duda de que V. es un sér sensible y animado.
—Gracias, mil gracias,—contestó el pobre hombre mirándome con ternura;—entónces comprenderá V. la intensidad de mis dolores. Una tarde, acababa de estallar una tormenta: piedras de enorme tamaño caian sobre los campos, destruyendo cuantas plantas encontraban. ¡Qué destrozo causaron en el melonar de mis mayores! Aquél fué un dia de luto y consternacion para todo mi linaje: mis padres, que apoyaban sus pesados cuerpos en la tierra, ya sazonados y llenos de azúcar, y algunos individuos de su familia, todavía jóvenes, que colgaban inocentemente de las ramas, cayeron heridos ó fueron deshechos por los celestes proyectiles. Algunas semillas, arrastradas por las aguas, se refugiaron en torno de un rosal, y bajo sus hojas ví la luz en un verano delicioso. No puedo recordar sin regocijo aquella época feliz de mi existencia. El cielo me regaba, mecían mi cuna los vientecillos más suaves, y los pájaros bajaban á hacerme compañía.
Cierto dia, áun no estaba maduro por fortuna, se acercaron á mí varios hombres de mala catadura, armados de cuchillos, y sin consideracion á mi juventud, y del modo ménos decoroso, me reconocieron muy despacio.
—Está verde,—dijo uno de ellos volviéndome la espalda con desprecio.
Yo estaba que no me llegaban las hojas á la cáscara. Los asesinos dispusieron sus armas melonicidas, y presencié un festin horrible. Vi los cuerpos de mis parientes rodar por tierra arrancados de la planta: vi los puñales hundirse en sus entrañas, y las bocas de aquellos monstruos saborear su carne con delicia. Partian, vaciaban, descuartizaban y se engullian á los hijos en presencia de las madres. No he leido en las historias ejemplo igual de barbarie.
—¡Qué dulce está!—prorumpia el más voraz de los vampiros, con las fauces bañadas en sangre de uno de mis hermanos predilectos.
—Pues éste es una calabaza,—respondió otro, estrellando á un infeliz contra una piedra.
La tierra se cubrió de despojos: saciada su gula, los asesinos se levantaron, pero ántes de alejarse volvieron reconocerme. Yo temblaba como si soplase viento Norte.
—Lo ménos tarda siete dias en madurar,—exclamó un hombre.
—No lo creas; ántes de dos nos le comerémos.
—Será un melon excelente.
—Es de casta valenciana.
Y se alejaron continuando su diálogo siniestro.
Desde aquel dia ruedo por el mundo, huyendo de la voracidad de los hombres, y pidiendo la emancipacion de los melones.
—No le tenía á V. por tal,—dije al loco cuando terminó su narracion.
El loco me ofreció un cuchillo, y exclamó con majestad presentándome su vientre:
—Si tiene V. la menor duda, puede V. calarme.
III
Correspondia hablar á un señor de aspecto muy preocupado. Cuando se enteró de que le habia llegado el turno, me dijo gravemente:
—Caballero, yo soy un médico arrepentido: mi historia nada tiene de notable; he aplicado los medicamentos indicados en los libros, y he tenido el disgusto de que se me muriesen mis mejores parroquianos. Pongo á Dios por testigo de que no ensayé en ellos ningun medicamento, ni inventé la píldora más inofensiva; sólo he aplicado el método oficial, sin separarme de los libros de texto ni un momento; pero al ver caer ante mí tantos inocentes, llegué á dudar si era un licenciado en medicina y cirujía ó una bomba que estallaba en la alcoba del enfermo.
Comprenderá V., caballero, que debo una reparacion á la clientela que he diezmado, á las familias que por mi causa visten traje negro, y al género humano, que he disminuido.
Abrumado por los remordimientos, estudio noche y dia, no en los libros de texto, sino en la estructura del cuerpo humano, un medio de satisfacer mi conciencia.
Cuando espiró el último de mis clientes, acababa yo de responder de su vida á la familia: entré en la alcoba, y el enfermo no existia: aterrado con aquel horrible contratiempo, cerré la puerta y huí por la ventana, llevándome el cadáver, decidido á resucitarle.
Pero los libros de medicina nada decian en punto á resurrecciones: y yo no sabía cómo empezar aquella operacion, opuesta completamente á lo que hasta entónces habia practicado: sin embargo, no aspiraba inmodestamente á devolver á la familia un hombre sano: me hubiera contentado con poner el muerto en su casa, tal como me lo habian entregado, y con su misma pulmonía.
No sé cuánto tiempo estuve meditando: unas veces hubiera querido extraer del cuerpo todas las medicinas que le hábia recetado, y otras veces pensaba en conjuros y oraciones, en pactos con el demonio y brujerías. Ni una sola vez se me ocurrió valerme de ningun sistema médico. Creo que pasé algunos dias delante del cuerpo muerto, porque le perdia de vista á largos intervalos, sin duda, en medio de la noche. Por fin, creí que la naturaleza habia resuelto el problema de la vida, al observar cierto movimiento en el cadáver. Alcé su ropa con emocion... y ví que le movian los gusanos.
El loco se detuvo algunos instantes muy preocupado.
—Y despues ¿no ha resuelto V. ese problema?—le pregunté con interes.
—Sí señor,—contestó el afligido médico;—pero ántes me entregaban personas llenas de vida y ahora ni áun me confian los cadáveres.
—Y ¿qué haría V. si le entregasen un difunto?
—Dejaria obrar á la naturaleza,—contestó el loco.
—Entónces el cadáver se descompondria.
—y no alteraria por eso el tratamiento.
—Se convertiria el cadáver en un esqueleto descarnado.
—Y yo siempre dejando obrar á la naturaleza.
—Los huesos se harian ceniza.
—Tiene V. mucha razon; y las cenizas se esparcirian por el viento; y los años pasarian y los siglos, hasta que llegase el dia de la resurreccion de la carne, único en que pueda resolverse el gran problema. Dije que soy un médico arrepentido, y dije mal: ahora profeso el arte de resucitar, lo cual indica, sin más demostracion, que no soy médico.
IV
—El caballero á quien corresponde hablar es un artista notable,—me dijo el doctor cuerdo,—presentándome un loco de rizada cabellera y ojos más extraviados que los de sus otros compañeros.
—¿Puedo saber en qué arte sobresale?—contesté inclinando la cabeza ante el monomaniaco.
—Soy pintor de estrellas,—dijo con énfasis el loco,
—Ignoraba que existiese ese ramo del arte.
—He ensanchado los horizontes de lo bello, creando un género nuevo; yo traslado al lienzo lo que sólo descubre el telescopio; tengo en proyecto los retratos de todos los planetas, y un eclipse de luna, que ha de ser toda una leccion de astronomía. Instruir deleitando es mi divisa, y mis pinturas revelan los arcanos del vacio. La nebulosa y el cometa, el humilde satélite, el anillo luminoso y la constelacion más complicada, forman en mis cuadros composiciones atrevidas; en vez de batallas, pinto choques de planetas, astros que estallan, y soles que se extinguen. Mi obra maestra es un sol girando majestuosamente sobre sí mismo: no he visto cuadro de más luz, ni escorzo más artístico y gracioso, ni pintura más bella é instructiva. Mi escuela reúne á la vez la ver-dad, el atrevimiento, la fantasía y la ciencia; soy á un tiempo Velazquez y Flanmarion, Goya y Copérnico.
Yo escuchaba con admiracion á aquel innovador del arte.
El loco prosiguió diciendo:
—La pintura astronómica reúne á la belleza del asunto la enseñanza de una ciencia árida y difícil, sin cansar el entendimiento, impresionando únicamente los sentidos. Los astros circulan por mis cuadros dentro de su órbita, y como en la creacion, todo es movilidad en mis figuras; los planetas que pinto están todos habitados, y se oye la música que producen sus pesados cuerpos al rodar por el espacio. Demuestro que los cometas no son sino nebulosas desbocadas; que Saturno es un planeta, presuntuoso y cobarde, que va cargado de anillos y rodeado de satélites, y que las estrellas dobles son matrimonios astronómicos.
—Admiro ese pincel
—Pinto con los dedos,—repuso el loco interrumpiéndome.
—Tendrá V. un magnífico telescopio.
—No lo crea V.; para ver todas esas cosas cierro los ojos.
—Pues le aseguro á V.,—añadí,—que deseo admirar sus lienzos.
—Amigo mio,—respondió el artista,—no hago mis cuadros sobre lienzo, ni en tablas, ni en cobre, ni al fresco; pinto sobre el agua.
V
El loco que le seguia dirigió una mirada de lástima á su compañero, y me hizo un signo para indicarme el extravío de su mente. Despues habló de esta manera:
—Jamas he hecho aprecio de las artes; desde pequeño demostré una vocacion irresistible por las armas; comprendí que el hombre habia sido creado exclusivamente para la guerra, y me entregué con júbilo al placer de descalabrar á mis condiscípulos. Me casé á poco, porque el matrimonio es una lucha. Declaré la guerra á la sociedad, para aumentar el número de los combatientes en las contiendas humanas; y es mi ideal armar á todo el género humano, y que todos los hombres y mujeres que hoy existen, divididos en dos grandes ejércitos, se acometan en el desierto de Sahara, y den una gran batalla digna del siglo XIX.
—Pero ¿no le asusta á V. la idea de la mortandad espantosa que produciria tan colosal combate?
—¿Y la magnificencia de esa funcion de guerra? ¿No se dan conciertos monstruos? ¿Por qué no ha de haber batallas gigantescas? Si la guerra no fuera una necesidad del espíritu humano, ya hubiera desaparecido ante el sentimentalismo de este siglo filantrópico, y ante los respetables intereses de la industria en esta época fabril. La guerra tiene infinitos aspectos: existe entre el criminal y la justicia; entre los que se disputan una mujer, ó el mando de un pueblo; entre dos naciones cuya política es opuesta; entre los pobres y los ricos. Cada siglo tiene sus pretextos para disculpar la lucha; y desde el duelo y el asesinato, formas las más simples de la guerra, hasta las campañas más científicas y formales, dan un total de víctimas, que acaso exceda al de la batalla que propongo. En cambio, el espectáculo gana en franqueza y gallardía: millares de cañones atronarán el desierto, hoy silencioso, y formarán nubes que rieguen sus arenas; se elevarán en su llanura montañas de cadáveres que fertilicen el Sahara, y yo, subido sobre una pirámide de muertos, aplaudiré á los vencedores cuando alanceen sin compasion á millones de vencidos.
—¿Y si V. formase parte de los últimos?
—Imposible, caballero; yo sería neutral, para poder gozar de todo el espectáculo. El placer de la guerra es como el de los toros y el teatro; los verdaderos aficionados ven la funcion desde los palcos, ó leen las reseñas que hacen los periódicos, pero no pican toros ni declaman. Caballero, me ha sido V. simpático, y le ofrezco el mando de uno de los dos ejércitos; tendré una gran satisfaccion en que se cubra V. de gloria.
Y aquel loco singular me tendió la mano y distribuyó várias gracias militares á todos los presentes.
—¡Qué locura tan sensata, si el interes justificase esta manía! perturbar el mundo, lanzar unos contra otros á los hombres, y permanecer tranquilo y respetado en medio de la lucha. No pude ménos de murmurar conmigo mismo, al oir á aquel monomaniaco.
VI
Sólo faltaba hablar á uno de los clientes del doctor. Mis temores se habian desvanecido por completo al ver la tranquilidad y orden con que se expresaban por turno aquellos infelices, que conservaban bajo sus extravagantes relatos una razon relativa, que era cuanto se hubiera podido exigir en una reunion de cuerdos á los postres de una cena. El problema estaba resuelto: la sociedad de los locos, no teniendo éstos manías destructoras ó molestas, era tan agradable y natural como la de tantas personas razonables, cuyas preocupaciones se toleran por cortesía, y aquellas manías tenian sobre las de los cuerdos la ventaja de ser más pintorescas.
—Y V., ¿cómo se encuentra en tan amable compañía? pregunté al último loco, que no tuvo por conveniente contestarme.
—Un dia, respondió el doctor en su nombre, se oyeron gritos desgarradores en su casa; los daba su señora para impedir que este caballero arrojase á sus hijos por la ventana.
El loco levantó entónces la cabeza, y dijo con ternura:
—Yo habia enseñado á andar y á nadar á todos mis hijos: sólo me faltaba que aprendiesen á volar los pobrecillos.
—¿Y si se hubieran estrellado? le dije.
—Hubieran volado al cielo: la leccion no se perdia.
—Pero ¿amaba V. á sus hijos? repuse con sorpresa.
—Entrañablemente, caballero, y queria que su educacion fuese completa, preparándoles para todas las carreras y enseñándoles toda clase de conocimientos, y haciéndoles aptos para todo. Bajo mi direccion hubieran aprendido desde el idioma de los pájaros hasta el de los filósofos alemanes; desde la gimnasia higiénica, hasta la ciencia prehistórica; la teología y la equitacion, la poesía y la balística; el contrapunto y la partida doble; y lo mismo podrían redactar una Constitucion que castrar una colmena.
—¿Y cree V. que sus hijos hubieran soportado esa educacion enciclopédica?
—¡Oh! sí, señor; combinando sabiamente el antiguo sistema de los azotes y la moderna invencion de enseñar sin libros y estudiando los gustos é inclinaciones del discípulo. Por ejemplo, al niño que aborreciese el idioma de Ciceron, y tuviese aficion á bailar, le enseñaría el latin walsando y le azotaria si perdiese el curso. Le haría aprender á contar llevándole á jugar á la ruleta. Le enseñaría la teología y las ciencias más difíciles cantadas en villancicos; y arrojándole á la cabeza mis cacharros cuando cometiese alguna impertinencia, aprendería poco á poco la cerámica. Mis hijos quedarian en disposicion de ser príncipes ó sabios, caras ó danzantes, verdugos ó acomodadores de teatro.
—¿Y V. conoce todas esas ciencias de que habla? le pregunté con cierto respeto.
—Sí, señor, me respondió; las conozco de vista únicamente.
—¿Y se había dedicado V. alguna vez á la enseñanza?
—Le diré á V.... en mi juventud eduqué á un canario, enseñándole á hacer el ejercicio y á llevar cartitas á mi novia. Ya de jóven tuve el pensamiento de crear una universidad para las aves...
—¡Esa idea es detestable! prorumpió con voz terrible el loco del melonar; las aves picotean y destruyen las frutas y no merecen tantas consideraciones.
Su compañero le miró con desprecio y respondió:
—Usted olvida que estamos en los postres, y que siendo un melon, le tiene cuenta no llamar mucho nuestra atencion.
El pobre loco á quien se dirigia la amenaza miró con espanto los cuchillos y se agazapó debajo de la mesa. Pero la interrupcion y el insulto que siguió, produjeron cierta sensacion nerviosa en aquella impresionable concurrencia. Un relámpago muy vivo, seguido de un trueno formidable, completó el efecto, y los locos se levantaron de sus asientos en la mayor agitacion.
VII
El pintor abrió la ventana y pidió un vaso de agua.
—¡Quiero pintar ese trueno!—exclamó con acento inspirado.
—¡Si eso es imposible!—dijo el Doctor deteniéndole.
—No ha sido un trueno, sino un magnífico cañonazo,—repuso el guerrero lleno de entusiasmo.
Los relámpagos y truenos continuaban aumentando la confusion y el vocerío; algunos locos estaban subidos en las sillas.
—¡Juicio, señores! ¡juicio!—decia el Doctor corriendo de uno á otro lado.
—¡Nos recomienda el juicio! Alude indudablemente á nuestra locura. ¡Venganza, caballeros!—exclamaba el loco de la batalla, animando á, sus amigos.
—¡Muera! ¡Muera!
El Doctor reia á carcajadas.
—¡Se burla de nosotros! la las armas!
Aquellos gritos de guerra, la actitud melodramática del demente, la exaltacion de sus amigos y el ruido de los truenos, produjeron en los locos tal impresion, que el pobre Doctor, amedrentado á su aspecto, retrocedió hasta uno de los rincones de la sala.
—¡Calma! amigos mios,—decia con su acento más melifluo, al ver que el loco belicoso distribuia á los demas los cuchillos de la mesa.
—¡Tiene en su rostro la nariz de la difunta!—vociferó con rencor el sepulturero.
—¡Yo necesito un cadáver!—exclamaba el médico alzando su cuchillo.
Hubo un momento de extraordinario ruido, en el cual se oian estos gritos:
—¡Hagamos su diseccion sobre el mantel.
—¡Enviémosle al otro mundo á girar con los planetas.
—¡Calémosle!
—¡Enterradle vivo!
La resistencia era imposible contra aquellos furiosos, pues sólo habia un criado en la casa. Pero los locos, viéndome armado de cuchillo, me guardaban ciertas consideraciones, hasta el punto de que el médico monomaniaco me dijo al oido estas palabras:
—No se alarme V., amigo mio: dejémosle que muera, y yo me encargo de resucitarle; no dude V. de que lo haré, porque ya sabe V. que no soy médico.
—Pido la palabra—dije en alta voz subiéndome en una silla para dominar y contener al auditorio.
El Doctor, rodeado por sus huéspedes, habia caido sentado sobre una silla, y perdido su habitual serenidad ante aquel peligro tan inesperado como serio.
—¡Señores,—dije,—la muerte del Doctor es justa y está irremisiblemente decretada. Pero... todos aquí somos cristianos, y no podemos dejar morir á un hombre sin que haga siquiera exámen de conciencia.
—¡Bravo! ¡bravo!—exclamaron los locos.
—¡Pongámosle en capilla!—dijo uno de ellos.
—Perfectamente,—repuse,—y la capilla puede ser la habitacion más inmediata.
—Es verdad,—contestó un loco,—pero como podría fugarse el condenado, pido que le pongamos en capilla despues de cumplida la sentencia.
—¡Bien! ¡muy bien!—contestaron en coro los monomaniacos.
—¡Un momento!—grité con tal fuerza, que se contuvieron los que tenian alzados los cuchillos.—Pido un cuarto de hora para que se reconcilie.
Todas las proposiciones eran aprobadas por unanimidad, y los seis desgraciados se quedaron inmóviles alrededor de la víctima, contando en el reloj de pared los minutos. Yo, entretanto, hacía señas al Doctor, que no osaba hablar porque al intentarlo se alzaban los cuchillos. El Doctor era corto de vista y no veia mis señales. Un poco ántes yo habia escrito algunas líneas en mi cartera, que recibió el criado, atraido por la vocería.
La victima intentó levantarse, pero doce manos de hierro le aprisionaron á su silla.
El Doctor sudaba y trasudaba.
—¿Cuántos minutos faltan?—preguntó el artista:—me parece que este reloj no está arreglado con el sol.
—Faltan siete todavía—le contesté:—dejémosle que rece.
Empecé á inquietarme: el minutero volaba aquella noche: pasaba sobre las rayas con rapidez: habia recorrido el término fijado.
Por fin sonó en el patio una palmada.
—Llegó la hora—dije con energía;—al suelo los cuchillos y tiremos á ese monstruo por la ventana.
—¡Muy bien!—exclamaron los monomaníacos batiendo palmas.
El Doctor se incorporó, con los cabellos erizados, y sus huéspedes le levantaron en sus brazos.
—¡Socorro, amigo mio!—gritaba el infeliz resistiéndose inútilmente.
—¡Muera!—grité tambien con todos mis pulmones.
El desdichado alienista se habia asido al marco de la ventana, fuera de la cual estaba su cuerpo suspendido.
—¡Asesino!—me dijo con desesperacion,—al ver que yo mismo le empujaba, y cayó.
—¡Ahora,—exclamé sentándome en el marco de que habia arrojado al Doctor,—que VV. pasen buena noche!
—¡Adiós! ¡adiós! ¡que la cena le aproveche! ¡buena digestion!—gritaron los locos al ver que yo seguia al médico, arrojándome tambien por la ventana.
—¿Qué tal, amigo Doctor?—dije despues de caer sobre una blandísima alfombra de colchones;—supongo que renunciará V. al trato de esos caballeros y al sistema de las condescendencias?
—Imposible: esto ha sido un susto nada más. Mañana continuaré su curacion—contestó el Doctor ya sosegado.
—¿Y cómo se presentará V. ante ellos?.
—Es muy sencillo: haré que me amortajen y me dejaré resucitar por mi colega, que busca un cadáver hace tiempo.
—¿Pero no le estremece á V. la idea del peligro en que se ha visto?
—Ya ha pasado. Amigo mio, dijo el Doctor con seguridad: he prometido curar á esos infelices por un método á que no renuncio: es mi manía: porque, créame usted, tambien los cuerdos las tenemos. Más diré; sin estas manías ó alucinaciones, ó como quiera V. llamarlas, la sociedad humana es imposible: sólo se reunirian los hombres al lado de los favoritos de la suerte.
La Moda Elegante Ilustrada, Julio 1873.