Sor Andrea y fray Andrés

José Fernández Bremón


Cuento



A los que juzguen inverosímil este cuento, les diremos que es histórico el hecho fisiológico en que se funda. Jerónimo de Quintana lo consigna en su Antigüedad, nobleza y grandeza de Madrid, bajo la fe de Gonzalo Fernández de Oviedo, que conoció y trató al protagonista: éste tuvo en realidad el nombre que le damos, y nació en la casa solariega de sus padres en la plaza Mayor, parroquia de San Ginés. Sólo nos hemos permitido imaginar la forma en que aquellos sucesos debieron ocurrir y las emociones que sin duda ocasionaron.

I

El caballero Rui Sánchez del Monte y Heredia estaba muy contento: había recibido una carta de su hijo el capitán Pedro del Monte, que había salido ileso en las batallas que acababa de dar el César Carlos V; venía de ver comenzar la fabricación de la capilla que edificaba en la iglesia de San Miguel para enterramiento de los suyos; sus hijos Alonso y Rui le ayudaban a quitarse el abrigo de pieles; su hija Juana le besaba la mano con respeto, y su mujer, doña Flor, le sonreía. Además traía una buena noticia, de carácter reservado.

—Gracias, gracias, hijos —dijo entregándoles la espada y quitándose la gorra—, dejadnos un momento que luego os llamaremos.

Y sentándose en una silla de cuero al lado de su esposa, exclamó alegremente:

—Vengo de la Morería y he encontrado lo que necesitaba. Una morisca se compromete a extirpar el pícaro bigote y la barba de nuestra pobre monjita y dejar su cara limpia como antes.

—¿Y no teméis que emplee sortilegios?

—No: es un procedimiento natural; los moros son muy diestros en ese arte, porque sus prácticas lo exigen.

—¿Y permitirá la priora que entre la morisca en el convento para quitar a nuestra hija Andrea ese defecto?

—Pondrá reparos y tendrá algunos escrúpulos, pero yo sabré vencerlos. Desde luego ha concedido que busquemos un remedio, por no sentar bien el bigote con la toca, ni ser propia la barba de la cara de una monja.

—Cada vez estoy más contenta, esposo mío, de que profesara en Santo Domingo el Real nuestra hija Andrea, y no su hermana Juana. Dentro del claustro nadie nota esa imperfección que no sospechábamos hubiera de tener: aunque vieja, yo no soy barbuda, ni lo fue mi madre, ni mi abuela... ni Juana nuestra otra hija...

—No nos envanezcamos; que de un momento a otro sucede lo más extraordinario.

—¡Señor! —dijo un criado asomándose a la puerta—. El demandero de Santo Domingo dice que la señora priora desea hablaros lo más pronto posible.

—¿Preguntaste si ocurría novedad en el convento?

—Sólo pregunté si sor Andrea estaba buena, y me dijo que sí.

—Pues cíñeme la espada.

II

Las monjas de Santo Domingo el Real estaban alborotadas. Se había reunido el consejo de las madres y avisado al vicario del convento; se habían cantado apresuradamente las horas, y conversas, novicias, profesas y oficialas formaban corrillos y cuchicheaban entre sí, confundidas las jerarquías, sin guardar el silencio y gravedad que san Agustín prescribe en su regla y las constituciones dominicanas establecen. Las monjas, aunque eran casi santas, al fin eran mujeres. Las profesas de coro, con un velo negro y hábito y escapulario blancos, departían con las cocineras y lavanderas, de velo blanco y escapulario negro, y aun con las juguetonas novicias, que aprovechando la estancia de la maestra en el consejo, se habían salido del noviciado y revoloteaban por los claustros.

—Yo fui la que di el primer aviso —decía en un corrillo una conversa; estaba levantando un lebrillo grande lleno de ropa lavada para colocarlo al sol, y no podía, cuando pasaba sor Andrea; y como tiene tanta fuerza, hizo la caridad de levantarlo ella sola, subiéndolo hasta el cobertizo; pero al hacerlo dio un grito y se puso tan pálida que creímos se había reventado; después echó a correr hacia la enfermería; luego gritamos también y avisamos a las madres, y búscala por aquí, búscala por allá, ¿cómo la habíamos de encontrar si estaba en el tejado de la iglesia?

—¡Fuera de clausura! —repuso una profesa de coro.

—Pero ¿es verdad que no quier bajar? —preguntó una novicia, morenita y redonda.

—Como que ha desobedecido a la madre priora, que le mandaba entrar en el convento bajo precepto formal de obediencia.

—¡Ave María! —dijeron todas santiguándose.

—¿Y qué respondía? —volvió a decir la jovenzuela.

—Respondía: «No puede ser; no puede ser; madre priora».

—Yo creo —dijo una celadora vieja— que sor Andrea con el esfuerzo ha perdido la cabeza; hasta hoy había sido un modelo de observancia y buen espíritu.

—¿Y continúa desobedeciendo? —repitió la preguntona.

—Ya lo creo: por eso está reunido el consejo de las madres y se avisó al padre vicario.

—¿Y no ha venido aún?

—Sí; yo lo vi en la iglesia por el coro —dijo otra novicia.

—Subió por el campanario, que tiene una reja que da al tejado —añadió la celadora—, para ver si la persuade.

En esto una novicia profesa que bajaba muy deprisa una escalera decía dando gritos:

—¡Ay lo que he oído! ¡Ay qué desgracia! ¿Sabéis lo que sucede? ¿Sabéis lo que ha dicho al padre vicario sor Andrea?

Pero la vieja celadora no la dejó hablar.

—Yo —le dijo—, que estaba vigilando a sor Andrea, no he querido oír eso que vais a divulgar. ¿Sabéis por qué, sor Clarisa? Porque el padre vicario escuchaba a sor Andrea en confesión.

Sor Clarisa quedó aterrada, y viendo que salían de la sala capitular las madres consejeras, marchó a su encuentro, y tendiéndose en tierra, todo a lo largo sobre el lado derecho delante de la priora, esperó con humildad.

—Levantaos, sor Clarisa —dijo la prelada—. ¿Por qué hacéis la venia?

—Digo mi culpa, que he escuchado la confesión de sor Andrea, porque no creí que se confesara en el tejado.

—¿Se ha confesado, decís? ¿Y lo oísteis? Comeréis luego en el suelo.

—Es poco castigo, madre priora, para lo que he oído.

—¿Qué castigo queréis?

—Pido que me encierren, porque el secreto se me escapa de la boca y no puedo contenerlo.

Las religiosas, que habían hecho corro sin poder dominar la curiosidad, hicieron señas, llamando la atención hacia la escalera que desembocaba en la galería.

—¡Sor Andrea! ¡Sor Andrea! —decían en voz baja.

Ésta se había detenido en el descansillo como avergonzada; era alta y robusta, y no llevaba velo ni capa. La regularidad de sus facciones y sus grandes ojos negros le daban cierta hermosura, pero un bigote sedoso y una barba fina formaban contraste risible con la toca; sólo las monjas, a fuerza de costumbre y conociendo la bondad y timidez de aquella joven de diecisiete años, hallaban su aspecto natural. Sus ademanes, su andar y la manera de llevar el hábito eran modestos, delicados y de mucha compostura.

—¡Está enferma! —decian algunas monjas compasivas.

—¡Tiene vergüenza! —añadían otras.

—Madre priora —dijo la más resuelta—, no está en su juicio; ¿nos permite que la abracemos para que pida perdón?

Y como vieran en el rostro de la prelada signos bondadosos, una bandada de profesas y novicias subió por la escalera, rodeando con efusión a sor Andrea.

Entonces, sor Clarisa, aterrada por lo que iba a suceder, dijo a grandes voces:

—No la abracéis, no la abracéis. El diablo ha transformado a sor Andrea. ¡No la abracéis, que es hombre!

Una gritería descompasada atronó las galerías, y monjas, novicias, oficialas y conversas se desbandaron chillando en todas direcciones hasta encerrarse en la cocina, en el dormitorio y en el coro.

Sólo quedaron en la galería la priora, la vicaria y algunas monjas viejas.

—¿Qué habéis dicho? ¿Qué habéis hecho, sor Clarisa? —dijo la prelada.

—He cometido un pecado —respondió sor Clarisa postrándose—, pero he salvado a la comunidad.

—Ha dicho la verdad —exclamó sor Andrea bajando con precipitación—. ¡Ha dicho la verdad! —repitió sollozando—. Madre priora, que me lleven a mi casa: no puedo estar en la clausura: ¿Qué va a ser de mí? Ya no soy monja, sino fraile.

III

El prior provincial, el vicario del convento y el médico explicaban en el locutorio de Santo Domingo, al caballero Rui Sánchez del Monte, la transformación de su hija en hijo.

—Puedo atestiguar —decía el asombrado caballero— que nació niña: que como tal la bautizamos: que por tal la tuvo su madre hasta que ingresó en el convento a los catorce años. ¿Ha ocurrido un milagro?

—Niego —dijo el viejo galeno—, en la apreciación del sexo hubo error, disculpable y legítimo, porque la Naturaleza engañó con apariencias anormales; una conmoción interna ha hecho exteriormente revelaciones inesperadas y ya el engaño no es posible. Lo afirmo y certifico.

—¿Puedo ver a mi hija?

—Queréis decir a vuestro hijo —repuso el provincial—. No hay inconveniente; ha retardado la entrevista por rubor.

—¿De qué?

—Poneos en su caso, y figuraos que fuerais el transformado a sexo diferente y en vez de padre resultarais ser madre.

—Venid conmigo —dijo el vicario—, está encerrado en mis habitaciones.

—¿Encerrado?

—No lo extrañéis; tengo dos sobrinas.

La entrevista de padre e hijo fue conmovedora; Andrés estaba vestido de dominico y rasurado, porque su primer acto de varón fue usar el derecho de afeitarse; con la cara limpia parecía una señorita en hábito de fraile.

—¡Hija! —dijo el caballero, abrazándole.

—Sí, vuestra hija —respondió el frailecito con ternura—, no me acostumbro a no serlo.

Al despedirse Andrés de las sobrinas del vicario, abrazó a la más próxima, y cuando se acordó de que era varón, ya le había dado un par de besos.

El efecto que produjo en la familia la entrada de la monja convertida en fraile no admite descripción. El pudor no permitía explicaciones; fue una sorpresa contenida y la franqueza familiar se trocó en la reserva de una visita de cumplido. Este malestar y el escrúpulo de Andrés por haber hecho voto de obediencia a Santo Domingo le movieron a reiterar sus votos como fraile, para lo cual marchó a Plasencia acompañado de su padre; pero al verse allí rodeado de frailes, tuvo miedo, y volviendo a salir del convento, dijo a su padre con firmeza:

—No entro ahí; no me atrevo; jamás me encerraré con tantos hombres.

Epílogo

Se sabe que después en Roma se aclaró su situación, se le dispensaron los votos y fue clérigo con el nombre de don Andrés Heredia; pero el demandadero de Santo Domingo le llamó siempre Andrea.

Consta asimismo que su hermana doña Juana permaneció doncella e instituyó en la iglesia de San Miguel una memoria. Acaso doña Juana no contrajo matrimonio por haberla advertido aquel ejemplo que los sexos no son de naturaleza tan definitiva como se juzga vulgarmente.

Desde entonces los muchachos de Madrid, cuando están las amapolas en capullo, toman éstos y preguntan a sus compañeros: «¿Fraile o monja?». El preguntado responde lo que le parece; se revienta el capullo, y si resulta rojo, es fraile, y monja cuando es pálido; y claro es que son pálidos los más tiernos y enrojecen al crecer.

Sor Andrea fue capullo de amapola: pálido primero, después rojo: monja y fraile.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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