Tiempos Heroicos

José Fernández Bremón


Cuento


Don Froilán, después de haber hecho calentar las sábanas de su lecho, y de sustituir la peluca por el gorro de dormir, se metió en la cama envuelto en su traje de franela, y muy satisfecho por el calor con que había defendido en su tertulia las costumbres de los siglos caballerescos y condenado las modernas. Al apagar su vela y verse libre de los dolores reumáticos, se quedó poco a poco dormido, con la imaginación poblada de monjes y guerreros, pajes, torreones góticos, trovadores y puentes levadizos.

Y soñó que asistía a un torneo, cerca del tablado Real, en una tribuna de caballeros de la Orden de Santiago, a la cual pertenecía. ¡Con qué placer contemplaba la palestra, los jueces del campo, heraldos y escuderos, y la correspondencia de colores entre los adornos de las damas y las divisas de los caballeros! ¡Con qué satisfacción veía los encuentros de los combatientes, las lanzas volando en astillas, las armaduras rotas y los cascos abollados! ¡Y con qué conocimiento hacía la crítica de los golpes, burlándose, entre los amigos, de los combatientes menos diestros o más tímidos!

—Esa lanzada es baja; ese revés es un simple latigazo; ese caballero no mira por su honra. —Y una vez, sin reparar en el anacronismo, estuvo a punto de pedir banderillas de fuego para un guerrero que no quería acometer.

Entró un heraldo, detrás de un caballero, y hecho el acatamiento ante los reyes, impuso silencio un trompetero para leer un cartel de desafío.

Cuando el guerrero recién llegado al palenque se alzó la visera, don Froilán reconoció en él a don Temístocles, su médico, el mismo con quien había tenido aquella noche la disputa. Había crecido y engordado, y cubierto de hierro, dominaba un caballazo defendido por sólida armadura, y blandía un lanzón como un ciprés que terminaba en agudo pararrayos: colgaba de su cintura un espadón; llevaba daga, puñal, hacha de armas, media luna y una serie de cuchillos y herramientas mortíferas, para pinchar, cortar, mondar y desgarrar las carnes en todas direcciones. Don Temístocles estaba formidable, y don Froilán tuvo un mal presentimiento.

El heraldo leyó el cartel de desafío.


Yo, don Temístocles Gutiérrez, acuso a don Froilán Pérez de felón, cobarde y embustero, y le espero en el palenque, armado de todas armas, para derribarle a tierra y cortarle las orejas.


Y don Temístocles arrojó el guantelete de hierro al rostro de don Froilán, que se levantó lleno de cólera para sentarse abrumado de dolores reumáticos. Vio fijos en él todos los ojos.

—¡A armarse! ¡Pronto! ¡A la tienda! —le decían los caballeros indignados—; no tiene usted más remedio que recobrar el honor o quedarse sin orejas.

—No tengo ni armas ni caballo, y estoy medio baldado —respondía don Froilán.

—Nosotros le armaremos, y con el ejercicio desaparecerá la baldadura.

Todos le empujaron hacia la tienda para armarle, y empezaron a probarle petos y espaldares, pero su abdomen no cabía en ellos; sólo un peto de hechura de caldera pudo albergar su vientre, pero tenía un gran boquete que descubría el corazón.

—No habéis de tener la desgracia —le decían— de que la lanza hiera en este sitio.

El clarín le llamaba ya y no se encontraba la armadura de las piernas.

—¿Qué hacemos? —decían los amigos.

—Cubrírselas de papel plateado y que salga de cualquier modo: sálvese el honor.

Poco después, don Froilán tenía las piernas forradas de papel de plata y de la apariencia de dos hermosos salchichones: metiéronle la cabeza en un casco herméticamente cerrado, que tenía hacia los ojos unos agujeritos como los de un palillero. El guerrero improvisado no podía menearse, y hubo que izarle en el caballo con auxilio de una polea.

Tomó el lanzón que le entregaba su padrino, pero no podía ponerlo en ristre según era de pesado: fue preciso, a causa de su debilidad, poner un clavo en la punta de una caña para que le sirviera de lanza.

Y entró en el palenque acribillado de dolores a cada movimiento del caballo, y sofocado por el casco y la coraza.

Su enemigo le esperaba haciendo ejercicios de fuerza con sus armas fácil y desahogadamente. Leyó un heraldo el pregón de costumbre, el adversario se colocó a su frente, y don Froilán, tapándose con el escudo y preparando su caña, miró hacia todos lados, para ver si había medio de salvar las orejas con la fuga. Imposible: estaba cercado por las barreras y la implacable muchedumbre.

Oyó el clarín, dio un espolazo a su caballo haciéndole volverse, y emprendió una carrera vertiginosa, seguido por don Temístocles, que le apaleaba con su lanza: diez vueltas dieron a la plaza de armas, hasta que su caballo le hizo rodar por tierra. Apeose del suyo don Temístocles, le despojó del casco, desenvolvió el papel plateado de sus piernas, tomó en su mano un berbiquí, y se dispuso a taladrarle la barriga.


* * *


Don Froilán despertó dando voces que hicieron entrar en su alcoba a su familia.

—¿Qué tienes? —le preguntaba su señora.

—No sé: me duele todo el cuerpo.

—Son los dolores reumáticos: ten paciencia, que van a avisar a don Temístocles.

—¡No! ¡No!, que no le llamen.

—Si es el que te asiste.

—No: vendría a taladrarme la barriga.


Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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