Un Crimen Científico

José Fernández Bremón


Cuento



Á mi querido tío
D. José María Bremon


Permite que tu nombre respetable figure en las primeras páginas del libro en que colecciono estos cuentos, dispersos hasta ahora en los periódicos. En tu casa, siendo niño y huérfano, hizo á hurtadillas mi pluma sus cándidos ensayos. En tu librería, que forcé muchas veces para leen las obras que ocultabas á mi prematura curiosidad, está el gérmen de estos cuentos: en la consideracion y prestigio que te habian conquistado tus trabajos literarios y políticos fundaba mis aspiraciones á distinguirme, que no se han realizado: es evidente que hay en este libro y en cuanto escriba algo que te pertenece, y debes restituirte tu agradecido y respetuoso sobrino,


Pepe.

Primera parte

I

Los vecinos de un pueblo de Castilla cargaban de grano sus carretas y sacaban á la plaza sus ganados para conducirlos á la feria: los que nada tenian que vender, ayudaban cargar, ó formaban corrillos bulliciosos. A la puerta de una de las casas habia un carro tan repleto de trigo, que los sacos parecian una especie de montaña: cuatro robustas mulas uncidas esperaban en traje de camino, es decir, llevaban al costado sus raciones en los correspondientes talegos, como llevamos nuestras carteras de viaje. El carro, el atalaje y el ganado indicaban en sus dueños desahogo y abundancia: sin embargo de eso, una mujer jóven, con el rostro inquieto y la voz conmovida, decia á un fornido labrador que, látigo en mano, se disponia á arrear á las caballerías.

—¡Por Dios, Tomás! No juegues en la feria: llevas todo lo que nos queda, y si lo pierdes, tendrémos que empeñar hasta los ojos.

—Lucía, no tengas cuidado; respondió el buen mozo mirando con cariño á su mujer: pasado mañana estaré de vuelta con el carro vacío y la bolsa bien provista: estoy desengañado, y, ademas, te he prometido no jugar.

La mirada de su marido era tan franca y expresiva, que Lucía no pudo ménos de creerle: las mujeres siempre creen lo que les dicen unos buenos ojos, y los de Tomás eran muy grandes y muy negros.

Lucía quedó alegre, y Tomás sacudió á las mulas con la satisfaccion con que siempre se sacude un latigazo.

—¡Eh! ¡Sr. Tomás! dijo un arriero que cargaba el último mulo de su recua: ¿va V. á tomar por el atajo, en vez de hacernos compañía por la carretera?

—Como que me ahorro media legua de camino.

—No importa: el atajo es muy triste: hay un trozo de bosque que da miedo.

—Haces bien, muchacho, dijo á Tomás el alcalde terciando en el diálogo: estas gentes se empeñan en dar rodeos por no pasar delante del castillo, como si hubiera ladrones en la selva, sin considerar que el dueño de la finca es el primer contribuyente, muy caritativo, y un excelente médico, que me curó una catarata.

—A mí tambien me parece un buen señor, añadió una linda rapazuela.

—Ya lo creo, muchacha, repuso otra jóven con acento rencoroso: como que te dijo un dia que tienes los ojos muy bonitos, y se quedó mirándolos como un enamorado: es claro, los de su hija parecen ojos de muerta, y su criado, que es tuerto, sólo tiene uno, que no he visto otro tan espantoso en los dias de mi vida. Pues la señorita debe ser muy orgullosa: dos veces la he encontrado en el camino, siempre del brazo de su padre, y nunca contesta á los saludos.

—Desengáñese V., señor alcalde, repuso un viejo labrador; algo malo sucede en el castillo, cuando he oido en él gritos de persona.

—Eso supone V., tio Matalobos: en cambio, Antolin dice haber oido gruñidos de cerdo, como si estuvieran de matanza: Pascual oyó alaridos de perros: todos afirman, sin estar nadie de acuerdo, que los gritos eran de diferentes animales.

—Aunque eso sea, señor Alcalde, insistió el viejo, algo malo ocurre en una casa donde los animales se quejan como si los estuvieran degollando. Ademas, el chico de la Blasa, desde que le miró el Sr. de Ojeda, se ha encanijado, porque tiene mal de ojo.

—¡Vaya, vaya! hasta la vuelta, dijo irónicamente Tomás arreando otra vez á su ganado: verémos si tambien me encanijan; y salió del pueblo dando tientos á la bota.

A unos doscientos pasos de la aldea, un hombre escuálido que llegaba á todo correr alcanzó el carro: era un cuádruple funcionario, que servia de peaton, alguacil, enterrador y pregonero.

—De parte del alcalde, y en reserva, dijo á Tomás con gran misterio, procura observar lo que ocurre en el castillo cuando pases.

—Y, ¿por qué no me lo dijo en la plaza? contestó con sorpresa el labrador.

—¿Eh?...contestó el alguacil rascándose la cabeza: será... porque los asuntos del servicio se tratan de modo diferente que los otros... Y el alcalde no querrá que se enteren los vecinos, porque el público siempre debe saber ménos que el alcalde. La verdad: esa familia es muy extraña, y como nadie pasa hace tiempo por el camino... Yo mismo tomo siempre por la carretera desde que observé una cosa... muy irregular.

—¿Puedo saber cuál es, tio Esqueleto? dijo Tomás al funcionario público alargándole la bota por vía de soborno.

—Hombre, no lo hago por el vino, respondió el tio Esqueleto despues de haber bebido, sino porque llevas una comision del servicio que prueba tienes la confianza del alcalde. Pues figúrate que al llevar una carta al castillo hace dos meses, miéntras abria la puerta el criado tuerto, me puse á observar las gallinas que andaban sueltas fuera de la casa.

La voz del tio Esqueleto parecia conmovida.

—¿Y qué vió V.? añadió Tomás impaciente.

—Vi con mis propios ojos que todas las gallinas eran tuertas.

El tio Esqueleto se alejó, dejando á Tomás absorto con aquella confidencia: no era supersticioso, pero la observacion del alguacil, la orden reservada del alcalde y los recelos de casi todos los vecinos, unidos á la soledad del atajo que penetraba ya en el bosque, produjeron en Tomás una intranquilidad nerviosa, que sólo calmaba en parte el contenido de su bota, porque el vino es el éter de los valientes. Más de una vez, y más de dos, durante el largo y solitario camino, volvió la cabeza con recelo creyendo que álguien le seguia: era una bandada de gorriones, disputándose los granos de trigo que vertia la carreta.

—Hay gallinas calzadas, pensaba Tomás; otras ponen huevos de color, y algunas tienen moños muy particulares; pero nunca habia oido hablar de un gallinero tuerto.

Y su espíritu, poco dado á lo maravilloso, buscaba en vano explicaciones naturales al fenómeno.

—Felizmente he prometido no jugar, añadia para sí: la vista y áun la conversacion de tuertos es de mal agüero: hoy hubiera perdido el precio de mi trigo: es decir, en un dia así no hubiera jugado.

A todo esto, se hallaba Tomás muy cerca del castillo; sin duda reinaba con frecuencia en aquel lugar determinado viento, porque los árboles, todos inclinados en la misma direccion, parecian soldados dispersos que huian del castillo. Ya en las inmediaciones de éste, el bosque se hacia más espeso y complicado, y los árboles, sometidos acaso en su juventud á la accion de un torbellino y demasiado numerosos, se disputaban el terreno, trabados en feroz lucha tronco á tronco, y retorciéndose los unos en los otros: su aspecto era salvaje y formidable; tal vez fueron así las batallas primitivas, en que dos tribus humanas, acosadas por el hambre, se acometian con fiereza cuerpo á cuerpo, sin más armas que piedras, y sin otro fin que devorarse: algunos troncos se encorvaban bajo el peso de otros muchos: unos alzaban del suelo, entre sus ramas vigorosas, á los árboles más débiles, desencajando sus raíces: otros, contrahechos y oprimidos, parecian condenados á desesperacion eterna y silenciosa, y que amenazaban al cielo con sus puños: otros, aniquilados y deshechos, yacian en tierra, y el conjunto de aquella masa de árboles era fantástico y terrible: sólo faltaba á su siniestra majestad una corona de nubes y de rayos.

El campesino estaba pálido: despues de vacilar algunos instantes, habia decidido parar las mulas y atravesar por entre los árboles que conducian al castillo; pero a los primeros pasos se detuvo temblando y conmovido: en cualquiera ocasion le hubiera causado risa el espectáculo: en aquella tenía un carácter diabólico y abrumador.

Un magnífico orangutan le miraba fijamente á la entrada de la senda, gesticulando y dando saltos. Tomás notaba con espanto que el mono tenia un ojo solamente.

El carretero procuró reponerse de su emocion, y tuvo el valor de dar algunos pasos: un áspero gruñido le hizo volver la cabeza, y vió un cerdo que hozaba en un charco inmediato: fijóse en él con recelo... y volviendo apresuradamente á donde estaba la carreta, hizo sonar el látigo. Las mulas partieron con rapidez hácia la feria.

Aquello era demasiado: el cerdo tambien estaba tuerto.

A los dos ó tres minutos oyó Tomás un ruido extraño á sus espaldas: era que el cerdo corria á todo escape dando resoplidos, llevando encima al mono, que le oprimia el lomo con deleite.

II

El licenciado Ojeda habia sido en sus buenos tiempos famoso oculista: sus pomadas y colirios eran de tal valor, que se falsificaban como los billetes del Banco Nacional: habia hecho un estudio profundo de todas las partes del ojo, á fuerza de quemarse las pestañas: era el tutor de las pupilas y disipaba las nubes, para que luciese sus colores el iris de los ojos: complicados, sutiles y extraños instrumentos de su invencion le permitian internarse en el globo del ojo con singular atrevimiento: vaciaba ojos inútiles y colocaba en su lugar ojos de cristal, cuya mirada era irresistible: en su despacho sólo se veian objetos relativos á su profesion, pues hasta el único objeto frívolo que le adornaba, era una estatua de Argos, representada con cien ojos.

Su señora, rodeada continuamente de ojos imitados y enfermos de la vista, y no oyendo hablar en su casa sino de cataratas y oftalmías, de la vision, de la retina y la esclerótica, habia tomado un verdadero aborrecimiento á todo lo que se referia á la vista: más de una vez, en las disputas conyugales que ocasionaba el fastidio, estuvo á punto de sacar los ojos á su esposo: pero extenuada por el aburrimiento, y no habiendo podido satisfacer en su embarazo el antojo cruel de dejar sin vista á su marido, falleció dando á luz una niña completamente ciega.

Ojeda recibió con tristeza aquel legado de la mala voluntad de su señora. Hacia un efecto desastroso oir con frecuencia este diálogo:

—¿De quién es esa niña ciega?

—De Ojeda el oculista.

El cariño hácia la niña, el celo por su reputacion médica y la tenacidad científica del sabio en lucha con lo imposible ó lo desconocido, determinaron un cambio radical en la manera de ser del oculista. Hasta entónces, en cada ojo enfermo que le miraba suplicante, sólo habia visto un órgano descompuesto que debia volver á su estado normal, una dolencia que era indispensable combatir. Desde entónces consideró los ojos sanos ó enfermos de todos los seres vivientes, como objetos de estudio para dar vista A su hija. ¡Cuántos perdieron los ojos que confiaban á la buena fe del oculista! El licenciado tuvo que abandonar la poblacion en un motin de tuertos, salvándose con su familia, merced á la gratitud de las infinitas personas á quienes habia proporcionado colocacion de lazarillos.

Aquella contrariedad, y la conviccion de que la ceguera de su hija era incurable, en vez de abatir al Sr de Ojeda, le produjeron una especie de alegría: libre de enfermos, disponia de un tiempo sin límites para hacer experimentos en toda clase de animales.

Cae de las nubes un aeronauta como llovido del cielo; se hace añicos un sabio en una explosion de dinamita, ó asan los salvajes á un geógrafo que excitó su apetito, y la ciencia consigna y enaltece con justicia los nombres de esos mártires. Pero la ciencia es ingrata, despues de ser cruel, con otros mártires subalternos: la rana descuartizada viva, cuyos miembros palpitantes se estudian con deleite: el gallo, al que se corta en vida una parte del cerebro, para hacer observaciones en los nervios, contribuyen con horribles sufrimientos al adelanto de las ciencias, sin que nadie consagre una frase de gratitud á su memoria. El licenciado Ojeda, con crueldad científica, operaba á cuantos animales caian en sus manos; pero, digámoslo cu honra suya, tenia la humanitaria costumbre de no arrancarles nada más que un ojo.

Por eso habia elegido para vivir aquel castillo aislado, léjos de testigos importunos, y donde á nadie escandalizaban los quejidos desgarradores de las víctimas. Allí habia realizado estudios profundos y operaciones atrevidas en los ojos palpitantes de sus perros y gallinas: habia hecho increibles perfeccionamientos en los instrumentos operatorios, é inventado otros de una finura extraordinaria. Sólo le faltaba ya construir un ojo artificial que sustituyera al ojo vivo.

¿Pensaba en ello Ojeda, cuando, encerrado en una cámara oscura, analizaba un rayo de sol, descomponiendo sus colores con un prisma de cristal?

Su actividad científica buscaba otra solucion no ménos importante: el oculista trataba de contestar á esta pregunta, que se habia dirigido á sí mismo una mañana al despertarse.

—¿Se puede ver sin ojos?

Las dudas de los sabios, por más extrañas que parezcan, tienen siempre fundamento en que apoyarse.—Los mudos hablan sin voz, sustituyendo la palabra con los dedos;—se decia. Los sordos oyen, poniendo en contacto su dentadura con la garganta del que habla, por medio de un baston. ¿No ha de tener la naturaleza un recurso auxiliar para el sentido de la vista, que es aún más necesario?—Y el licenciado se entregaba con pasion á sus experimentos, en busca de aquel doble sentido.

El lector recordará que uno de los criados de Ojeda era tuerto; pero su admiracion subirá de punto cuando sepa que tambien estaba en el mismo caso otro criado. Ahora bien; ¿se habian hecho in anima vili todos los experimentos en aquel castillo misterioso?

De vez en cuando el licenciado Ojeda habia dirigido sin éxito razonadas exposiciones al Gobierno, pidiendo la sustitucion de la pena de muerte con la pérdida de la vista, apoyándose en el ejemplo antiguo de los godos y en la autoridad de un novelista moderno , y comprometiéndose á ser el ejecutor de la justicia.

La fisonomía del sabio adquiere con estas revelaciones un carácter tétrico y sombrío. ¿Era caprichosa la eleccion de dos criados tuertos? ¿O era vicio en Ojeda sacar un ojo á cuantos entraban en su casa? ¿Tenía razon el campesino que aseguraba haber oido en el castillo grites desgarradores de persona?

III

—¡Yo quiero ver! ¡yo quiero ver! y esto no sirve: no podré nunca comprenderlo; decia una mujer colérica y llorosa saliendo de una habitacion oscura, y andando con ménos ligereza de la que sus impetuosos ademanes prometian.

Era jóven y linda, pero sus ojos inmóviles, sus brazos extendidos al caminar, y los tropezones que detenian alguna vez su marcha, demostraban que era ciega.

La irritada jóven desapareció, y dos hombres se presentaron en la sala; el licenciado y su criado favorito. Era Ojeda hombre de edad madura, alto, huesudo y amarillo; de mirada penetrante. El criado sólo tenia de notable su manera de andar insegura y unas enormes gafas azules que quitaban toda expresion á su fisonomía.

—Se encerrará en su cuarto mi pobre hija, dijo el licenciado sentándose con desaliento: Lázaro, añadió el oculista suspirando; ¿sabes lo que temo?

—¿Qué, señor? preguntó el criado con voz respetuosa.

—He llegado á sospechar, con verdadera desesperacion, que no se puede ver sin ojos.

—Eso mismo he creido siempre, señor: pero como soy un ignorante no me atrevia á manifestarlo.

—Sin embargo, repuso Ojeda con firmeza y levantándose: quiero convencerte de que mi sistema no es un sueño. ¿Ves este aparato? Viene á ser una máquina fotográfica, en apariencia, y en este vidrio posterior, tan sensible y delicado, se proyectan los objetos: pues bien, yo pretendo que mi hija consiga tal finura de tacto, que llegue á percibir con las puntas de los dedos los objetos proyectados en el cristal.

—Señor: yo he sido ciego, y puedo asegurar á usted que esa finura de tacto que se les supone, no es exacta; ya sabe V. que leen en libros cuyas letras son de relieve: pues bien, en vez de ganar en delicadeza de tacto con el ejercicio, pierden la sensibilidad y no pueden leer á los veinte años, los que leian de corrido á los catorce.

—No te fijas, Lázaro, en que les dedican á trabajos que encallecen sus dedos: ademas, las ciegas tienen el tacto más sutil que los hombres: y si es necesario, levantaré la piel de sus dedos, para que se produzcan las sensaciones con la viveza y claridad con que las percibe la punta de la lengua.

Lázaro, como profesaba una extraña admiracion á su amo, estaba predispuesto á creer en el sistema.

—Señor, dijo con respeto, quiero aprender á ver en esa máquina.

—Primero necesito convencerte. Has de saber que, segun los físicos modernos, el calor y la luz no son sino movimiento. El calor lo percibimos con el tacto: si la luz se trasmite como el calor, con el tacto debe percibirse. Ahora bien, ¿qué son los colores? proseguia Ojeda estirando su cuerpo con entusiasmo: el rayo de luz descompuesto en un prisma de cristal, produce los siete matices que vemos en el arco iris: los colores son, por lo tanto, movimiento: los físicos saben perfectamente que el color rojo equivale al menor número de vibraciones, y el morado al mayor número.

—Basta, señor, me he convencido; dijo el criado confundido con aquellas palabras, que en realidad no comprendia.

—Sin embargo, amigo Lázaro, no me habia explicado todavía. Pero desde mañana colocarás tu lengua bajo la accion del rayo morado: es la primera letra de mi alfabeto: cuando la sientas y distingas, pasarás al azul oscuro, y cuando ya percibas el rojo, diferenciarás en el cristal todos los objetos por la diversidad de sus colores. Entónces convencerás á mi pobre hija, que se empeña en no aprender.

—¿Será posible esa invencion? dijo el criado con espanto.

—La invencion estaba hecha, repuso Ojeda con tono grave: en ese periódico se cuenta el caso sorprendente de una señorita que, habiendo quedado ciega, distinguia unos de otros los colores del espectro solar que caian en sus manos: leia en un libro con sólo tocar un lente colocado á poca distancia de las letras, y aplicando los dedos á las vidrieras, nombraba con notable exactitud todo cuanto pasaba por la calle. Miss Evoy veia con la punta de los dedos.

Lázaro, maravillado, miraba á su amo con veneracion.

—¿Por qué llevas esos anteojos? dijo éste despues de haberse recreado en la admiracion que producia.

—Señor, por ahorrar la vista, contestó Lázaro humildemente; quiero conservar mi único ojo.

—Lo que haces es irritarle.

Lázaro se quitó con prontitud las gafas azules y lució un ojo brillante y de un color extraordinario.

—¿Qué hace Anton? preguntó el licenciado.

—Lo de siempre: ya sabe V. que tiene el vicio de mirar: no se cansa de estar viendo: dice que sólo se goza en este mundo con la vista.

—Mi hija está en el jardin rodeada del mono, del cerdo y de todas las gallinas, dijo el licenciado, que se habia asomado á la ventana: bajo á ver si se encuentra más tranquila.

—Mi padre se acerca, decia poco despues la jóven; los animales me lo indican.

En efecto, al aparecer Ojeda, el mono, el cerdo y las gallinas se habian declarado en fuga, llenos de terror.

IV

Lázaro habia sido ciego, y tenia grandes motivos de gratitud hácia su amo.

Una tarde rascaba inútilmente la vihuela en un camino, entonando sus mejores coplas sin recoger una limosna, cuando se detuvo á su lado un transeunte.

—Santa Lucía le conserve la vista, dijo el ciego entonando con voz ronca la oracion de la santa.

—Tú no eres ciego de nacimiento, exclamó una voz desconocida.

—No, señor, contestó Lázaro.

—¿Quiéres recobrar la vista?

El ciego se levantó con ligereza, y buscando á tientas al que hablaba, le dijo con acento lastimero:

—¡Oh, señor! ¿se quiere V. burlar de mi desgracia? Pero la voz de V. es grave... No creo que se divierta usted en darme esperanzas vanamente.

El desconocido guió al ciego, y media hora después le hablaba de este modo dentro de una casa.

—La operacion es dolorosa, pero respondo del buen éxito. El mono está sujeto: le extraigo el ojo en un instante, despues de haber vaciado la órbita del tuyo, en la cual coloco el globo del ojo del orangutan, cubriéndolo despues con mi aparato, para que su temperatura no se altere: los nervios cortados tienen la propiedad de unirse en pocos dias cuando se ponen en contacto: de modo, que si tu nervio óptico se une al del mono, tendrás un aparato para ver, sano y servible.

—¿Y si no se uniera?

—Todo consiste en la prontitud de la operacion y confío en mi destreza; todos los animales de mi casa ven con un ojo que no es suyo: lo estoy ensayando hace diez años.

—¡Ah, señor! decia Lázaro; pero ha ensayado V. en las bestias solamente.

—No lo creas: mi criado Anton era ciego hace tres meses, y le coloqué un ojo quitándoselo al cerdo.

—¿Y ve bien ese hombre?

—Demasiado: era ciego de nacimiento, y al recibir la impresion de la luz por primera vez, estuvo á punto de volverse loco: al principio se quejaba de calor dentro del cerebro; despues creia estar dormido; trataba de cojer las estrellas, como si estuvieran al alcance de su mano, y saludaba á los retratos y á las sombras: tropezaba en las paredes, creyéndolas lejanas, y por último, lleno de dudas, y no acertando á explicarse tanta cosa incomprensible, está como alelado y no me sirve para nada.

—Jamas habia oido hablar de que los ojos se operasen de ese modo.

—Hoy la cirujía hace prodigios: pone narices nuevas: vácia el cuerpo de sangre, y le vuelve á llenar, como quien trasiega vino en una cuba: yo ingerto ojos: es una operacion sencilla que no tiene importancia.

Esta breve explicacion demuestra el por qué Lázaro y Anton y los demas séres vivientes del castillo estaban tuertos.

—¿Qué tal es el ojo que te he puesto? decia alguna vez que otra el licenciado á Lázaro, que se miraba con placer al espejo.

—Excelente, señor, no lo cambiaria por dos ojos de persona.

—¿Tan claro es y tan bueno?

—Parece un anteojo de teatro.

V

Cuando el licenciado se acercó á su hija, despues de la huida de los animales, el semblante de aquélla demostró visiblemente su disgusto. En vano suavizaba Ojeda la voz, prodigándola caricias: la niña mimada sufria una gran contrariedad, y no estaba dispuesta á perdonarle.

—Soy ciega por tu culpa, decia sollozando: aquella máquina inútil no me produce sensaciones ni me explica los colores. El pobre Anton, siendo tan torpe, me ha hecho entender lo que es la vista, porque, como yo, habia sido siempre ciego.

—¿Y qué te ha dicho?...

—Me ha contado las maravillas de ese mundo que no veo: en el que se tienen al lado y áun mismo tiempo, infinitos objetos que no pueden tocarse, porque están fuera del alcance de las manos: en el que se sabe cuándo se acercan las personas, mucho ántes de que lleguen sin ruido: me ha dicho, en fin, lo que son la luz y los colores; sus palabras rudas me han explicado lo que no me enseña la máquina de V. ni sus lecciones.

—Eh, ¿cómo te ha dicho ese idiota?...

—Señorita Aurora, me dijo; ademas del dolor, cuando recibe V. un golpe en los ojos, ¿qué siente V.?—No puedo explicarlo, contesté; pero lo que siento me causa un placer muy distinto, y parecido, sin embargo, al de la música.—Así son los colores. ¿No sueña V. con eso algunas veces?—Sí; pero entónces la sensacion es más fuerte y el despertar sumamente triste.—Pues bien, cuando se deja de ser ciego, lo que se ha soñado no es tan hermoso como lo que se siente estando despierto. Ver es tocar suavemente con los ojos todo lo que está léjos y cerca; es abrazar á un tiempo los objetos más grandes y más chicos, y saber lo que son en un instante, sin necesidad de palparlos uno á uno, ni de acercarse á donde están. Es andar leguas y leguas repentinamente sin moverse de un lugar y sin trabajo. ¡Oh! Diga V. á mi amo que le dé vista, como me la dió á mí y á Lázaro; ver es una alegría contínua, y preferiria morirme á quedar ciego otra vez.

Ojeda escuchaba con atencion y parecia muy contrariado.

—Hija, dijo por fin, no me atrevo á concederte lo que pides. Tendrias que sufrir mucho...

—No me amedrentan los dolores... si he de ver.

—¡Imposible, imposible! añadió el licenciado; hay muchos inconvenientes.

—Pues bien, respondió Aurora llorando; los ciegos sólo ven la luz cuando se mueren, y yo he de ver muy pronto.

—Aurora se alejó rápidamente; pero su padre la detuvo.

—¡Oh! No me quiere V... exclamó con ese acento de las niñas consentidas, irresistible para los padres complacientes.

El licenciado enjugó las lágrimas de Aurora, y prometió, temblando, lo que su hija le exigia.

—El caso es, decia poco despues Ojeda á Lázaro, que no me atrevo á cumplir lo prometido: es una operacion delicada y dolorosa, que se puede hacer á un extraño ó á un amigo; pero se trata de una hija. Ademas, no sé de donde sacar el ojo que hace falta.

—Señor, observó Lázaro, yo habia pensado pedir para mí el otro ojo del mono; pero la señorita Aurora debe ser ántes que nadie.

—Escucha, Lázaro, mi hija es jóven y hermosa: en su cara no se puede colocar nada ridículo...

—¿Ridículo?... Señor, ¿mi ojo es ridículo?

—En tu cara sienta bien... pero para dar vista á mi hija es necesario un ojo hermoso de persona. ¿Crees que puedo encontrarlo fácilmente?

—Es imposible, me parece.

—¡Y si no lo encuentro, pierdo á mi hija!...

Lázaro se afligió en extremo al contemplar la desesperacion de su señor.

—Señor, le dijo con dulzura, dicen que en defensa propia ó de los hijos todo es permitido...

—Lázaro, me estás incitando á un crímen, contestó Ojeda apretando la mano con efusion á su criado.

—Pues bien, repuso éste con decision, le cometerémos.

—Ademas, añadió el oculista, no se trata de dejar á nadie ciego, sino de un reparto equitativo de ojos entre uno que tenga dos y otra que no tiene ninguno.

Y el amo y el criado pasaron juntos la tarde haciéndose confidencias en voz baja.

Á la noche siguiente ocurrió en el castillo un suceso inusitado: en el macizo y enmohecido llamador resonó un débil y extraño aldabonazo.

—Señor, dijo Anton entrando al poco rato en el cuarto de su amo, que conversaba con Lázaro: un hombre extraviado pide que le permitan pasar la noche en el castillo.

—¿Qué trazas tiene el forastero? preguntó Ojeda.

—Sólo he reparado que tiene dos ojos como usted, pero muy grandes y muy negros.

—Que entre, que entre al instante; dijo el licenciado.

Y Ojeda y Lázaro cambiaron entre sí dos miradas alegres y diabólicas.

VI

El hombre que habia llamado á la puerta del castillo era Tomás.

Vendido el trigo en la feria, se disponia á regresar al pueblo por la carretera, cuando un amigo le llamó desde su casa: entró en ella Tomás y vió que las personas allí reunidas eran jugadores.—Te he llamado por si querias divertirte, dijo el conocido estrechándole la mano.

Por desgracia, habian trascurrido dos dias desde el encuentro de los tuertos: para mayor fatalidad, una mariposa blanca revoloteaba en torno de Tomás en aquel momento: los consejos de Lucía estaban aún recientes: pero Lucía habia condenado el juego en cuanto podia ser causa de su ruina, y la mariposa blanca era un presagio evidente de ganancia.

Tomás se decidió á exponer unas monedas: despues sacó algunas otras para recuperar las ya perdidas: cuando se hubo quedado sin dinero, reflexionó que no podia volver de aquel modo á su casa: afortunadamente le quedaban el carro y su ganado, y podia desquitarse dando tres golpes á una mula; pero como perdió cuatro cartas seguidas, se quedó dueño del carro únicamente. No era decente que Tomás volviera al pueblo arruinado y tirando de la carreta: ésta siguió el mismo camino que las mulas.

El desgraciado jugador salió de la casa aturdido y desencajado. Las protestas hechas á su mujer, las lágrimas de Lucía y lo completo de su ruina; el porvenir, el presente y el pasado producian en su imaginacion un efecto semejante al del capítulo más lúgubre de la más triste novela.

Buscó en el campo un sitio solitario, y lloró y meditó por espacio de mucho tiempo: cuando se convenció de que no podia presentarse ante su mujer en aquel estado, y de que no tenia á quién recurrir en este mundo, la desesperacion le hizo adoptar un partido extraño.

—El dueño del castillo es un hombre rico, pensó en un instante lúcido: tengo mis sospechas de que se dedica á la brujería, y aunque no creo en brujas, ahora son éstas mi única esperanza. La verdad es que allí sucede algo extraordinario. Necesito ver á ese hombre y pedirle su proteccion y sus consejos.

Tomás, desesperado, entró resueltamente por el atajo, decidido á intentar aquella vaga probabilidad de remedio que, en su mísera situacion, era al fin una especie de consuelo.


Tres dias despues se notaba en el pueblo una agitacion extraordinaria; el alcalde, conmovido por los lamentos de Lucía, habia hecho correr al tio Esqueleto en todas direcciones, y averiguar el paradero de Tomás, dando parte á las autoridades de los pueblos inmediatos, cuando entraron en la casa consistorial el tio Matalobos y su nieto llevando la cabeza y la piel de algunas zorras.

—Preséntelas V. mañana á la hora de sesion, dijo el alcalde, y se le abonará su importe; ahora estoy muy ocupado con el asunto de Tomás.

—Es el caso, insistió el viejo, que la cabeza de estos animales tienen que ver con el asunto.

—¿Sabe V. algo?—dijo el alcalde con interes.

—Tengo la conviccion de que se ha cometido un crímen en el castillo.

—Hable V., hable V., que escucho su declaracion como autoridad.

El tio Matalabos declaró que, presumiendo que en las inmediaciones del castillo debian rondar algunas zorras su gallinero aislado y abundante, decidió colocar trampas en ciertos sitios fragosos de la selva para recibir los premios que concede la ley á los cazadores de alimañas. Y que, hallándose en el puesto más próximo á la finca, oyó de repente gritos dolorosos de mujer; asustado y tembloroso, quedó inmóvil algun tiempo, y entónces sonaron otros dos gritos que partian asimismo del castillo, pero en los cuales juraria haber reconocido el acento de Tomás. Aquel descubrimiento le hizo abandonar el puesto y correr al de su nieto, el cual nada habia oido desde el suyo; que, acompañado del mozo, volvieron á aproximarse, oyendo otra vez gritos de mujer únicamente, los cuales cesaron para no volver á repetirse.

El alcalde le hizo prometer el mayor secreto, y empezó la instruccion de la sumaria.

—Pero ¿qué interes puede tener un hombre rico en asesinar á quien ha perdido hasta los ojos, decia el alcalde al tio Matalobos?

—¡Quién sabe! respondió éste gravemente. Dicen que hay médicos tan curiosos que abren á las gentes por ver lo que tienen dentro de su cuerpo.

Entre tanto, la mujer de Tomás, despues de haber recorido todo el pueblo, pidiendo inútilmente noticias de su marido, rezaba fervorosamente ante la imágen de su patrona Santa Lucía, abogada de los ojos.

Segunda parte

I

Del núm. 7.000 de La Correspondencia de España trascribimos el siguiente suelto:

«En la aldea de X se ha cometido un crímen espantoso: el juzgado de primera instancia del partido, con una actividad que le honra, teniendo fundadas presunciones de que un labrador llamado Tomás habia sido asesinado en una finca situada en medio de un bosque, se personó en la casa sospechosa.

»La viuda del labrador, no obstante las precauciones tomadas para ocultarle la desgracia, hubo de sospecharlo, y sus lamentos y desolacion conmovieron de tal modo á los vecinos, que éstos, indignados, cercaron el edificio donde se practicábanlas diligencias judiciales, pidiendo á voces la cabeza del criminal. La Guardia civil, con su enérgica y persuasiva actitud restableció el órden, impidiendo que la casa fuera atropellada.

»El registro practicado en la finca dió por resultado el hallazgo del carro y las mulas pertenecientes á la víctima. En una de las habitaciones superiores yacia en el lecho, ensangrentada, una mujer jóven, cubierta con una especie de máscara de hierro; y en uno de los gabinetes inmediatos se descubrieron innumerables instrumentos de formas extrañas y uso desconocido; algunos parecidos á ganzúas.

»El asesino es un médico retirado, de antecedentes muy equívocos, llamado Ojeda. Para que el hecho revista un carácter más sombrío, añadirémos que en el castillo, pues el crímen se ha efectuado en un edificio antiguo, uno de los aposentos está completamente enlutado, y se presume que allí se verificó el asesinato, y acaso algunos anteriores. Se espera encontrar en breve el cadáver de Tomás.

»Uno de los cómplices de Ojeda, cuyo nombre es Lázaro, ha desaparecido. El móvil del asesinato se cree haya sido puramente científico. Todos los animales de la finca están horriblemente mutilados. Se asegura que el licenciado Ojeda tenía una manía sanguinaria: coleccionaba ojos de personas y animales.

»Tendrémos al corriente a nuestros lectores de este drama conmovedor é interesante.»

Oigamos á El Imparcial del dia siguiente:

«La hora avanzada á que ayer recibimos el correo nos impidió dar la noticia del crímen, célebre ya, que ha producido en Madrid tan honda sensacion. No nos atreverémos á hacer las terminantes afirmaciones que, con su acostumbrada ligereza, se permite un periódico puramente noticiero. Nuestros datos son ménos novelescos, pero más completos y seguros. En primer lugar, parece que el hallazgo del carro y de las mulas resulta explicado de un modo natural, por ser público que Tomás los habia perdido en el juego dias ántes, habiéndolos adquirido, ya de segunda mano, un criado de Ojeda. Respecto á la jóven de la máscara de hierro, se nos dice ser la propia hija del médico, ciega de nacimiento, que acababa de sufrir una dolorosa operacion, á la cual deberá acaso la vista. Los ojos que han parecido á ese periódico una sangrienta coleccion, constituyen, por el contrario, un museo oftálmico muy interesante; y el aposento enlutado no es sino una cámara oscura destinada á experimentos relativos á la luz.

»Respetando el secreto del sumario, por hoy no somos más explícitos.»

La Correspondencia, núm. 7.007:

«Un sentimiento de prudencia, y la conviccion de que pronto podriamos revelar el verdadero estado de las diligencias judiciales, nos hizo dar conocimiento al público del crímen X, tal como lo referia la voz popular, no como constaba del sumario. Un periódico, que dice respetar el secreto de las actuaciones, ha publicado hechos que no creiamos conveniente dar á luz todavía: los lectores juzgarán quién ha tenido más prudencia.

»Por lo demas, no sólo nos constaban los hechos que ha divulgado ese periódico, sino tambien otros muy interesantes. La situacion de la hija del Sr. Ojeda es tan delicada, el aparato requiere una asistencia tan constante, nueva é ingeniosa, que los médicos forenses se han opuesto á que el acusado salga del castillo, donde permanece preso en tres habitaciones debidamente custodiadas; sin embargo, ya no está incomunicado, y se permite la entrada al orangutan, que hace frecuentes y cariñosas visitas á su ama.

»Se cree que el cadáver de Tomás no se encuentre en el castillo, porque debe estar vivo el dueño del cadáver.

»El licenciado explica satisfactoriamente la mutilacion de los animales y el uso de los instrumentos; los médicos reconocen su profunda habilidad, y en cuanto á las demas declaraciones, exceptuando una, vaga y problemática, todas las demas favorecen al dueño del castillo. El juzgado, los médicos, el alcalde, la Guardia civil, nuestro corresponsal y los vecinos, todos rivalizan en celo para el esclarecimiento de la verdad, y se distinguen especialmente todos ellos.»

La polémica de ambos periódicos dura algunos dias tomando sério aspecto: el crímen de X. amenaza tener en Madrid repercusiones.

Por fin, suceden á la polémica los hechos: un telegrama de El Imparcial agrava la situacion del acusado, y luego se insertan en el órden siguiente los telégramas.

El Imparcial.

«Declara Anton, criado de Ojeda, haber abierto á Tomás la puerta del castillo. Vigilancia redoblada.»

La Correspondencia.

«Criado Anton, sospechoso de idiotismo. Ojeda muy sereno.»

El Imparcial.

«Gabinete de Ojeda, hallado en alcohol un ojo humano, fresco todavía.»

La Correspondencia.

«Ojo encontrado en alcohol era de mono. Descubrimiento horrible. Camisa ensangrentada con iniciales de la víctima.»

A los pocos dias EL GLOBO triplica su tirada, publicando el retrato del licenciado Ojeda, con los datos biográficos del célebre oculista, y el catálogo de su Museo. En vista de aquel éxito, el propietario del periódico tiene que refugiarse en lo más puro de su alma, para no desear que los crímenes se repitan.

Fija la curiosidad pública en el crímen, desaparece en aquellos dias un banquero, sin que se hagan cargo de ello sus numerosos acreedores: el Gobierno decreta un nuevo impuesto sin que lo noten los contribuyentes: se fragua, estalla y vence una conspiracion sin que el Gobierno se aperciba.

Quince dias despues nadie se acuerda del crímen, y á nadie le importa el estado de la causa.

II

La situacion del licenciado era apuradísima. Brotaban pruebas del crímen en todos los rincones de su casa.

—Sólo me falta que el mono rompa á hablar y me delate, se decia.

¿Habia sido Tomás asesinado? Volvamos háeia atras nuestra mirada.

La noche en que Tomás llamó á la puerta del castillo, al entrar en el despacho, aunque se le recibió perfectamente y se le dió muy buena cena, estaba acordado que, muerto ó vivo, saldria tuerto de la casa. En la mesa los hombres se hacen expansivos y se entienden. Tomás, de confianza en confianza, contó su gran apuro al oculista, concluyendo la narracion con esta frase.

—No sé que hacer; pero por recuperar lo que he perdido, daria un ojo de la cara.

—Le tomo á V. la palabra, dijo el oculista, y cierro el trato.

Mediaron, como era natural, las explicaciones consiguientes: al principio costó mucho trabajo convencer á Tomás de que no se hablaba en broma. Despues regateó el ojo, y por fin quedó ajustado; los campesinos son desconfiados en negocios, y sólo consintió en la operacion cuando vió entrar en el castillo su carro y las mulas, base del contrato, y recibió en dinero el cuádruplo del trigo.

—Pero ¿cómo me presento en mi casa con un ojo solamente? exclamó el campesino.

Ojeda abrió un escaparate y le enseñó una coleccion de ojos de cristal, cuyo brillo seductor debia fascinar á las mujeres.

Tomás eligió el más grande y el más negro. Los suyos propios, al lado de aquel ojo tan perfecto, parecian imitados.

Por desgracia, al verificar la operacion, preocupado exclusivamente Ojeda por su hija, descuidó de tal modo al otro enfermo, que cuando quiso acudir en auxilio de éste, su cara inflamada presentaba horrible aspecto. Entónces envió á Lázaro al bosque á buscar algunas hierbas.

Tomás les habia referido las desconfianzas del alcalde. Lázaro tardó mucho, y cuando volvió del bosque estaba pálido y aterrado. Su oido finísimo le hizo comprender que habia gente en las cercanías, y arrastrándose sigiloso, habia oido decir al tio Matalobos:

—Era la voz de Tomás: no tengo duda: será preciso dar parte á la justicia.

El enfermo habia sido colocado en un lecho limpio, blando y confortable; pero no podia continuar en el castillo sin que se descubriese la horrible compra, la operacion criminal que habia consumado el oculista: ademas su estado era gravísimo: al llegar la justicia se podia encontrar con un cadáver.

Aquella misma noche Anton y Lázaro, con teas encendidas para espantar á los lobos, trasladaron los útiles y víveres necesarios á una cueva medio oculta entre unos troncos, en lo más salvaje de la selva: la naturaleza habia rodeado aquel asilo de una fortificacion inexpugnable. Interceptando la senda con un tronco, el hacha del hombre necesitaba años enteros para llegar hasta la cueva.

Cuando Lázaro se despidió de su amo, éste le dijo:

—No tengas recelo por mí; cuida al enfermo; y si se cura, ponle su ojo de cristal, y que se presente en la aldea sin pérdida de tiempo: si muere, entiérrale muy hondo, y tú véte muy léjos.

El licenciado desesperaba de que Tomás apareciese. Habian pasado cerca de dos meses.

—Su estado era muy grave, y habrá muerto, se decia. Ademas pueden haberles faltado víveres, y no atreverse á salir por miedo de los lobos. ¡Quién sabe! Hasta se le puede haber comido Lázaro.

III

Anton no habia sido traidor á su amo; ántes al contrario, le habia perjudicado queriendo sacrificarse en su defensa. Cuando se descubrió la camisa ensangrentada, único vestigio del campesino olvidado en la turbacion de la mudanza, Anton creyó asumir toda la culpabilidad en su persona, exclamando con bárbara nobleza:

—Yo fuí quien abrió á Tomás la puerta del castillo.

Pero cuando comprendió que habia cometido un desacierto, enmudeció llorando amargamente. Su ojo inmóvil y extravagante, que apénas cabia dentro de su órbita, hinchado aún más por el llanto, lanzaba estúpidas miradas. Los médicos le habian concedido el precioso diploma de idiota, que hace al hombre irresponsable.

Su amo le comprendia y perdonaba.

En tanto, la curacion de Aurora estaba para terminarse; desde los primeros dias pudo observar el oculista que el ojo de Tomás habia prendido: una semana ántes del hecho que refiero, habia colocado en el aparato un vidrio verde sumamente grueso, que condujera al ojo, muy debilitada, la media luz de la alcoba de su hija. La sensacion fué, sin embargo, extremadamente viva, produciendo el efecto de una quemadura. Despues, aquel dolor se convirtió en placer, que se renovaba, con infinita sorpresa, cada vez que Ojeda cambiaba el color de los cristales.

Cuando su padre colocó el cristal azul oscuro en el aparato, dijo Aurora.

—¡Es extraño! Este color le be soñado muchas veces sin saber lo que soñaba.

—¿Cuál de todos los colores te es más grato? pregunta Ojeda.

—El verde: el que me dió la primera idea de la luz: el que me causó tanto dolor el primer dia. Ahora sólo me falta conocer el color blanco: ¿se parece á alguno de estos?

—Está formado de todos y no es semejante á ninguno: sin embargo, espero que ha de sorprenderte, pero no te conviene verlo todavía.

Aurora estaba impaciente por distinguir algun objeto, para explicarse la relacion de la luz con los sonidos: cuando salió su padre de la alcoba, el orangutan, que siempre se alejaba de su amo, entró en la alcoba de la enferma, y, suspendiéndose de la cama, produjo un ruido acompasado y extraño en su columpio.

¿Qué ruido era aquel? Nadie contestaba, y la curiosidad de Aurora iba en aumento.

—¿Será verdad que los ojos dan idea ó auxilian la percepcion de los sonidos? se decia: y luchando entre la impaciencia y el temor, venció al fin la primera.

—Quiero ver el mundo: exclamó por fin, y desprendió de su rostro el aparato, quedando deslumbrada. Un cáos de colores confundidos é hiriendo á la vez su vista, le dieron la primera idea visual del movimiento. Cuando los colores se fueron separando, y distinguió los objetos y las sombras con su armonía y claro oscuro, y extendiendo la mano hácia ellos, comprendió lo que era la distancia, una expansion de gozo dilató su corazon, y llena de alegría prorumpió en gritos infantiles.

—¡Padre, padre ya veo!

El mono, impresionado con la alegría de su ama, dejó la colgadura, y se presentó ante Aurora lleno de curiosidad: y la niña, que no habia visto jamás un sér humano, por una lamentable confusion, cayó á los piés del orangutan exclamando.

¡Padre mio!

IV

Llegó por fin el dia de la vista de la causa: la cabeza de partido distaba una media legua de la aldea, cuyos habitantes habian abandonado sus casas para asistir á aquel acto interesante. La sala estaba llena de gente y el patio del juzgado: el maestro de escuela, que era de los que se quedaban en el patio, lamentaba que no se verificasen los juicios en la plaza pública como en los tiempos clásicos, lo cual hubiera permitido á todos disfrutar del espectáculo.

Aurora, que era ya una tuerta muy graciosa, se habia obstiuado en no abandonar á su padre, y estaba junto al acusado sentada en una silla. La viuda de Tomás, pálida y enlutada, presenciaba tambien la imponente ceremonia, sin apartar la vista de Aurora, que más parecia atender á los variados rostros de los concurrentes, á las ondulaciones de la multitud y á los accidentes exteriores, que á la lectura del proceso.

El oculista estaba inquieto, y el monótono relato de la causa le sonaba como un rezo de agonía.

La voz acompasada y cadenciosa del lector, las fórmulas y digresiones judiciales y lo voluminoso del legajo, martirizaban á los espectadores, que, viendo volver fólios y fólios sin esperanza deque aquello concluyese, cerraban los párpados con resignacion como si aguardasen dormidos la sentencia.

Un suceso inesperado trocó el silencio en verdadera confusion y los ronquidos en exclamaciones de sorpresa.

—¡Se ha vuelto loca! decian unos.

—¡Pobre mujer, cuánto le queria! exclamaban otros.

—No se ha visto una causa tan extraña, añadian los curiales.

El juez daba campanillazos inútiles para restablecer el órden, consiguiéndolo únicamente cuando salieron de la sala la hija del médico y la viuda de la víctima, y cuando el público se cansó de hacer ruido.

El incidente habia sido rápido; un acceso momentáneo de locura: una alucinacion extraña de Lucía, la cual no habia apartado un solo instante su vista de Aurora, y que de repente, nerviosa y sollozando, se levantó de su asiento, y dirigiéndose á la hija de Ojeda, gritó con voz desgarradora:

—¡Infame! ¡infame! Ese ojo negro que luces fué de mi marido: reconozco su brillo y su mirada.

Ojeda veia su secreto cada vez más público: se habian registrado los rincones de su casa: el fiscal iba de un momento á otro á iluminar con gas lo más oscuro de su alma, para ofrecer su conciencia en espectáculo.

Desde que el ministerio público empezó la acusacion, el oculista no podia reposar sobre su asiento: vibraban sus nervios como cuerdas de guitarra: sus dedos se movian convulsos como la sacra mano del medium, cuando sirve de amanuense á un espíritu elevado. El tormento era intolerable, pero subió de punto cuando el fiscal exhaló de sus labios este trozo de elocuencia:

«¿Esperarémos para condenar á Ojeda á que se encuentre el cadáver de la víctima? No cometerá el asesino la torpeza de abrirnos su sepulcro: en vano buscarémos éste en la fragosidad de aquel bosque intrincado, elegido hábilmente para cementerio: el cadáver está pudriéndose en aquel laberinto de troncos: acaso cada tronco es una lápida: jamas la justicia podrá desenterrar aquellos huesos para unirlos á la causa.

»Pero ¿acaso necesitamos el cadáver? ¿No tenemos su mortaja? ¿Qué otra significacion tiene la camisa ensangrentada, con las iniciales marcadas por la viuda de Tomás? ¿No hemos encontrado un ojo humano, reliquia de la víctima, que los médicos afirman se arrancó recientemente? ¿Qué, señores, no es nada lo del ojo? Pues ese ojo nos pide justicia suplicante: ese ojo prueba el asesinato ante los ojos de la ley.»

Los pocos cabellos de Ojeda estaban erizados: el oculista no pudo resistir más, y pidió la suspension de la vista para hacer revelaciones importantes.

Habia tenido una idea luminosa: acusar á Lázaro y denunciar á la justicia su escondite.

—Así sabré á lo ménos, se decia, si están vivos ó muertos.

—No conozco á Tomás, declaraba Ojeda, y copiaba el escribano, pero Lázaro me parece persona sospechosa: oreo que el verme hacer experimentos en algunos animales, le haya decidido á experimentar por su cuenta en algun viajero extraviado. Tiene costumbres silvestres, y me hablaba á menudo de esa cueva.

V

Lázaro, entre tanto, se ballaba en una situacion desesperada.

Despues de haber asistido y salvado de la muerte á Tomás, á fuerza de constancia, de sobriedad y de trabajo y en medio de grandes recaidas, acababa de perder en un instante el fruto de tan ímprobas tareas. Aquel mismo dia le habia dado de alta, completamente sano, despues de haberle probado el ojo de cristal.

—¡Maldito sea el juego! habia dicho Tomás al colocárselo.

—Bien puedes estar arrepentido de ese vicio, respondió Lázaro: la vista no se paga con dinero. No se debe cambiar un ojo aunque le diesen á uno cuatro piernas.

—¡Qué dirá mi mujer al verme tuerto!

—Se alegrará probablemente.

—¡Eh!

—El ojo nuevo te sienta mejor que el tuyo propio.

Lázaro estaba impaciente por tener noticias de su amo: algo grave ocurria cuando le habia reducido á alimentarse de la pesca y de modestas ensaladas; así es que se impacientaba de la tardanza de Tomás, que habia salido á recoger berros en las orillas de un arroyo. Pasaron algunas horas de verdadera angustia: la noche se acercaba: el bosque se hacía peligroso á tales horas, y determinó salir en busca de su amigo.

Tomás habia reflexionado que un plato de berros no era un almuerzo fuerte para dos hombres robustos que iban de viaje, y pensó acercarse al castillo, por si tenia ocasion en sus inmediaciones de retorcer el pescuezo á una gallina, las que solian alejarse demasiado. Pero volviendo al cabo de un rato la cabeza, notó que un lobo le seguia: chocóle y púsole en cuidado aquel atrevimiento, y se detuvo: el animal le miraba con descaro y detras de él caminan varios lobos. Tomás tuvo tiempo para atrincherarse en unos árboles espesos: los lobos avanzaron, y sólo halló el recurso de blandir una rama nudosa y pesada; pero comprendiendo que la lucha era desigual, se encomendó á Dios para morir como cristiano. El juego le habia costado un ojo: la gula le costaba todo el resto de su cuerpo.

Lázaro, despues de haberle llamado inútilmente y recorrido los sitios que de ordinario frecuentaba, se detuvo lleno de horror ante un charco de sangre: siguió conmovido aquella huella, y las últimas luces del crepúsculo le permitieron ver un cuadro desgarrador y lamentable.

Un cráneo y los restos más visibles de una osamenta humana, pelados y roidos, yacian en desorden por el suelo. Del hombre vigoroso y lleno de vida poco ántes, de su compañero Tomás, sólo quedaban aquellos despojos miserables: Lázaro derramó copioso llanto, y empezó á rendir á su amigo el último tributo. ¿Qué podia hacer ya en su obsequio? Colocar sus huesos en perfecta simetría.

—¡Asesino! ¡asesino! gritaron de repente várias voces.

Lázaro estuvo á punto de caer desmayado, al verse rodeado de guardias y alguaciles. No encontró palabras para justificarse, y se dejó atar sin resistencia.

El tio Esqueleto colocó en una espuerta el de Tomás, llenando á la vez dos funciones de las cuatro que ejercia: las de alguacil y sepulturero.

La comitiva se puso en marcha, y Lázaro, con paso vacilante y la cabeza baja, emprendió tambien el camino, rezando piadosamente por el alma del finado.

VI

El tio Esqueleto, cuya ligereza no le permitia caminar al paso de los otros, se adelantó con la espuerta mortuoria, hácia la cabeza de partido. Cuando llegó al pueblo era de noche, pero habia un ruido desusado á tales horas, y un hombre le llamó desde una casa.

El alguacil se detuvo aterrado: el hombre salió á su encuentro, y el tio Esqueleto cayó de rodillas santiguándose y diciendo:

—En nombre de Dios pide lo que quieras, pero aléjate al momento.

—¿Por qué te asustas? replicó el aparecido: soy Tomás en carne y hueso.

—En carne ó ánima, no lo negaré: pero ¿cómo has de estar completo si llevo tus huesos en mi espuerta?

Hubo un momento de confusion, é intervino el juzgado, que se hallaba esperando la resolucion de tan variados incidentes.

Anton, que llegaba del castillo, dió una noticia sin importancia que completada por Tomás, explicó el hecho.

Miéntras los lobos sitiaban á éste, recelosos de la lucha, y despues de haberle tenido acorralado algunas horas, se oyó un ruido extraordinario: el mono, subido sobre el cerdo, pasaba á todo escape, dando su carrera acostumbrada: los lobos juzgaron ménos peligrosa aquella presa, y se lanzaron á la caza, dejando á Tomás huir hácia poblado. Anton anunciaba que el cerdo habia vuelto sólo. Los médicos reconocieron el cráneo del orangutan, ántes de que se depositasen los huesos en la iglesia.

Cuando llegó Lázaro, no se esperaba encontrar en el pueblo un recibimiento tan alegre. Tomás y Lucía abrazados: Lucía y Aurora reconciliadas: la causa sobreseída en principio, pues despues de lo ocurrido, el Juzgado, los testigos y los médicos, buscaban á todo explicacion satisfactoria, desechando lo que no conviniese al juicio ya formado del asunto: el ojo humano era indudablemente de un enfermo: la sangre de la camisa, era sangre de una muela, y los gritos de Tomás habian sido de alegría.

Lucía no se causaba de mirar á Tomás y le encontraba mejorado.

Solo Lázaro lamentó la pérdida del mono, por haberse desperdiciado el ojo que consideraba como suyo, y que habia deseado tanto tiempo.

Apénas pudo regresar al castillo, se apresuró Ojeda á abandonar la poblacion, porque habia notado con recelo que los ojos de Aurora y de Tomás, sin duda por espíritu de compañerismo, se buscaban y encontraban á menudo.

Conclusión

Un año despues, Ojeda se instalaba en Madrid en un edificio extraño, que parecia á la vez clínica y casa de fieras. En una de las alas del edificio debian entrar á curarse los enfermos: en la otra, rugian, balaban y gruñian toda clase de animales.

Habia en lo alto de la casa un aposento aislado, en el cual Lázaro y Ojeda pasaban al dia algunas horas: el primero, con la lengua sacada, sometiéndola á la accion del rayo morado, y su amo, esperando que la sensacion se produjera.

Lázaro, muy alegre, dijo un dia al licenciado que, como siempre, contemplaba con ansiedad la operacion.

—¡Señor! He notado un cosquilleo agradable: ya sé lo que es la luz morada.

—No, Lázaro; era una mosca que se paró en la punta de tu lengua.

—¡Señor! Buscamos una cosa muy difícil, dijo suspirando el criado.

—¿Dudas del sistema? replicó su amo con asombro.

—No dudo, contestó Lázaro con humildad; pero recuerdo que hoy hace un año empezamos los experimentos, y nada siento todavia. En cambio, á la otra invencion no le da V. importancia.

—Aquella consiste en la habilidad del operador únicamente: ésta es la sublime, porque ha de confirmar la teoría de los físicos.

Felizmente para Lázaro, un desconocido buscaba al licenciado con urgencia.

Arrancóse Ojeda de mal humor á sus experimentos y salió á recibir al tal sujeto: el licenciado y aquel hombre estuvieron encerrados un gran rato; por fin, salió el hombre de la casa con aspecto muy contrariado.

Era Tomás que se habia vuelto á arruinar en el juego, y deseaba vender el ojo izquierdo.

Media hora despues se llenaba la casa de gente, y paraban á cada momento coches en la calle: en efecto, los madrileños cercaban en tropel el edificio, porque habian leido con admiracion y entusiasmo este anuncio en los periódicos:


«EL LICENCIADO OJEDA

da vista á los ciegos: coloca ojos vivos de diversos animales, en la órbita inútil de las gentes privadas de la vista: los criados y las gallinas del licenciado tienen ojos colocados por su mano, y pueden servir de muestra y de prospecto.

»Hay en el establecimiento ojos de águila para generales en campaña, ojos de tigre para deudores acosados, y ojos de gacela propios para dama.

»Tambien hay ojos más comunes y baratos para nodrizas y soldados.

»Se ponen grátis á los pobres, ojos de besugo.»


Publicado en El Globo: 20, 22, 23, 24, 25, 27 y 29 de Junio de 1875.


Publicado el 29 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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