Un Crimen en el Cielo

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Colás el zapatero era viudo, pobre y estaba próximo a ser viejo: no es de extrañar que viviera solitario en su buhardilla, comiendo mal, cavilando mucho, saliendo a cazar muy de tarde en tarde por único ejercicio, y buscando sus recreos en los recuerdos, mientras machacaba la suela, punzaba con la lezna o untaba con la pez, o en alguna que otra ilusión que cruzaba por su frente: que las ilusiones con sus alas de oro entran también en las buhardillas y acarician a los pobres y a los viejos.

Había velado Colás hasta las altas horas de las noche para acabar un zapatito de señora, el cual iba adquiriendo entre sus manos forma tan delicada y elegante, que cada vez lo manejaba con más consideración y más cuidado. Cuando acabó de dar a su obra la última mano, la contempló con admiración; era perfecta.

Había empezado a examinar en ella la puntada, la suavidad del contrafuerte, la tirantez e igualdad de la plantilla y su adaptación justa a la horma: era crítica de zapatero. Después admiró la elegancia de la hechura, la morbidez y gracia de sus líneas; la admiraba como artista.

—No se puede hacer mejor —exclamó lleno de orgullo—, más diré: no se puede hacer otro igual: este zapatito no tiene par posible y ha de quedar descabalado.

Hasta entonces, en cada obra terminada sólo había considerado Colás la ganancia que le debía producir: en aquel momento experimentaba una emoción espiritual: la satisfacción del arquitecto al concluir una hermosa catedral, la sentía Colás contemplando su obra prima, como si hubiese puesto toda su inteligencia y todo su sentimiento en la confección de aquel zapato.

—No haré el otro —se decía—, habría de desmerecer al lado de éste. No consentiré que pise mi mejor obra ningún pie, así sea el de una reina: sólo debería usarlo una santa para andar sobre las nubes. Y si yo no concluyo el par, ¿quién podrá acabarlo? Aquí está el zapato derecho: que venga a hacer el izquierdo el mismo san Crispín.

No bien acabó de expresar aquella irreverencia, sonaron en los cristales de su ventana unos golpecitos. Alzó Colás, temblando, la cabeza, y su primera impresión fue creer que amanecía por la claridad que entraba a través de la vidriera: su engaño duró poco: dos angelitos sujetaban el extremo de una escala de oro, y descendía por ella un santo de noble aspecto y envuelto en una túnica y rodeada su cabeza por un nimbo de luz: una bandada de angelitos le escoltaba aleteando alegremente. Uno de éstos era el que golpeaba en los cristales, y decía sonriendo:

—Abre, Colás, que viene a visitarte san Crispín.

El zapatero, espantado, cayó de rodillas, y la ventana se abrió sola.

II

Cuando Colás se hubo tranquilizado por la bondad del santo y el bullicio de los risueños angelitos, lo primero que inspeccionó fue el calzado del patrón; llevaba unas sandalias de cuero muy modestas: los angelillos no le inspiraron gran respeto; iban descalzos: no debían tener aquéllos gran autoridad en las alturas, cuando no les había hecho siquiera unas plantillas el bendito san Crispín.

Éste se instaló con nobleza en un pobre taburete y examinó como experto el zapatito, mientras Colás, de pie y con la cabeza descubierta, ocultaba bajo el mandil de cuero sus manos manchadas de pez y de betún.

Los angelitos en tanto se colgaban de las vigas y hacían travesuras.

—Es un modelo de zapato —dijo el santo—, no me atrevo a hacer el izquierdo; el arte de la zapatería ha adelantado mucho en los diez siglos que han transcurrido desde que Crispiniano y yo fuimos degollados en Soissons. Eres un maestro y yo un simple oficial.

—¿Vos, señor? —se atrevió a decir Colás.

—Éramos patricios en Roma; y cuando renunciamos a los bienes de la tierra, aprendimos tu oficio para no ser gravosos a los fieles, y ganar la vida con modestia. No trabajábamos por la arrogancia de brillar en tu arte, sino por humildad.

—Pero —dijo Colás, ya muy tranquilo por la mansedumbre del santo— sois entendidos en mi oficio, y habéis declarado que este zapato es un modelo.

—Ese modelo se convertirá con el tiempo en una chancla; no estés orgulloso de tu obra; la vanidad es un pecado.

Y el santo, levantándose, volvió a subir por la escala de oro suspendida de una nube, seguido de las aladas criaturas, dejando a Colás estupefacto y con el zapatito de tafilete en una mano.

Poco después oyó cerca de sí una infantil y alegre carcajada. Era uno de los angelillos que se había quedado enredando con las herramientas.

—¿Qué haces ahí, muchacho? —dijo Colás con mal humor.

—Reírme de ti y de tu zapato; todo su mérito consiste en la bondad del material y la buena hechura de la horma.

Colás, indignado, soltó el zapato para tomar el tirapié, y el angelito, sorteándole, salió por la ventana, riendo y llevándose el zapato.

El zapatero tomó la escopeta, se asomó a la ventana y apuntó.

—Devuélveme mi prenda o hago fuego —repetía.

Pero el angelillo revoloteaba por encima del tejado, enseñando por burla el zapatito y jugando con él a la pelota.

Colás dudaba, no atreviéndose a disparar contra un ángel; pero era cazador y tenía apuntada su escopeta contra un objeto que volaba: el tiro salió y el angelito cayó sobre las tejas.

III

Fue un instante nada más, producido el efecto por el susto, pero lo suficiente para que le sujetase Colás por un tobillo. Remontose otra vez la criatura, ascendiendo a Colás en su vuelo hasta la bóveda celeste, cuerpo elástico y bruñido que volvió a cerrarse apenas le pasaron. Allí hicieron pie: bajo aquel suelo azul y transparente se veían cruzar los nubarrones, y como en el fondo de un lago moverse las aguas y destacarse las montañas.

—¡Suéltame! —dijo el angelito.

—Dame mi zapato.

—No lo tengo: lo he tirado a tu buhardilla.

—¡Mientes!

—¿Qué dices? —respondió llorando la criatura angelical—. Nosotros no mentimos nunca. Soy un ángel.

—No: que eres un diablillo.

—Calla: no pronuncies ese nombre tan cerca del cielo.

—Vuélveme a mi buhardilla.

—No tengo licencia. Espérame un instante y volveré: te lo prometo.

—No me fío: quieres dejarme aquí perdido.

Y añadió sacando su afilada cuchilla para asustarle:

—Ea: vuélveme a la tierra.

El angelillo aleteó como un ave aprisionada y tropezando su delicada garganta en la cuchilla de Colás, se degolló.

La cabeza con las alas huyó dando gemidos y Colás, horrorizado, soltó el cuerpo que vertía por el cuello segado un caño de sangre, que se extendía como un río, por la bóveda azul, enrojeciéndola.

Sonaron a lo lejos voces, trompetas y ruidos pavorosos.

—Allí está —gritó la luna con voz sonora—, yo alumbraré para que no pueda escapar.

—¡Al asesino! ¡Al asesino! —gritaban las estrellas.

El zapatero, espantado, huía por la bóveda, y el río de sangre le seguía; y decía Colás en su carrera:

—Valedme, bendito san Crispín.

El santo dijo apareciéndose:

—Toma este cabo y huye; descuélgate al instante.

—No tiene ni una cuarta.

—Confía en Dios y alcanzará.

Colás se arrojó sobre la tierra; había visto juntarse en las alturas legiones de ángeles armados, y a los que guardan el cielo y cabalgan en caballos flamígeros formar sus escuadrones y agitar sus espadas de fuego en el espacio.

IV

Cuando volvió en sí el zapatero de la impresión de la bajada milagrosa, se encontraba en su buhardilla y empezaba el crepúsculo de la tarde. El zapato de tafilete estaba encima de su banquillo de trabajo, pero no se determinó a mirarlo; cuando Colás, temblando y azorado se atrevió a fijar la vista en el oriente, vio con gusto que tenía un color tranquilo y ceniciento. Pero el terror le dominaba; su buhardilla estaba muy cerca del cielo y bajó de tres en tres los escalones. Cuando salió a la calle y miró al cielo, quedó pálido y frío.

El sol de occidente alumbraba un montón de nubes blancas que semejaban escuadrones de ángeles armados, y por debajo de ellas otra nube roja tenía la apariencia de un río de sangre.

—¡Huid! ¡Huid! —gritaba Colás, atropellando a las gentes—, la justicia divina me persigue; huid que llueve sangre; he muerto a un ángel y está el cadáver encima de las nubes.

V

Colás, en otros tiempos se hubiera refugiado en una celda; como vive en los nuestros le han encerrado en una jaula. Cuando el cielo está sereno y azul, su imaginación está serena; pero si ve, al caer de la tarde, surcar el horizonte nubes rojas y nubes con apariencia de escuadrones, cae en tierra y se revuelca dando gritos y diciendo:

—Prendedme y haced justicia en mí; que he muerto a un ángel y he manchado el cielo.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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