Un Cuento de Niños

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III

I

Nunca podré olvidar los destartalados buhardillones donde pasé parte de mi infancia: pocos pisos de Madrid conservan en su interior esos desahogos de las casas viejas. Subíase a ellos por una estrecha escalera, pero una vez dentro, ¡qué anchuras para correr, qué encrucijadas y rincones para jugar al escondite y qué pintoresco desnivel en las habitaciones y pasillos! El ama seca era la soberana en aquellas alturas, adonde rara vez llegaban las riñas de los abuelos, ni los rumores del mundo: era la libertad dentro de la clausura. Allí estaba la desahogada y blanca alcoba, de anchas ventanas y techo de bovedilla, donde dormíamos cuatro criaturas y las encargadas de cuidarnos: allí, obedeciendo a un plano que parecía trazado por un loco, había piezas de paso, escaleras ascendentes o descendentes, altas ventanas con rejas, otras de caballete, y boquetes redondos por donde alguna vez nos visitaban los murciélagos; desvanes y nichos para luces: por todas partes cuartitos abuhardillados: en el uno cacareaban las gallinas y sorprendíamos con admiración el secreto de la postura del huevo: en otro espiábamos el arrullar de las palomas que comían por turno, metiendo sus cabecitas blancas o cenicientas por las ventanillas del comedero para atracarse de algarrobas. Éramos felices en aquel paraíso de muchachos y de vez en cuando hacíamos descubrimientos importantes: ya desclavando un baúl viejo encontrábamos un sombrero de tres picos o una silla de montar; ya una cría de ratones en la caja, sin cuerdas, de un violín. Cuando empezaba a anochecer, nos replegábamos poco a poco huyendo de las sombras; cesaban las cabriolas y los gritos y sentados en un ruedo de la alcoba, formábamos un corro, y pedíamos un cuento, de aparecidos y gigantes, hadas con sus varitas de virtudes, lobos, brujas, hechiceros y diablos. Cada cual recordaba el que sabía, variándolo a su gusto, sin saber si era ajeno o propio, o inventaba uno nuevo para que creyesen que era antiguo y que se lo habían contado a él solamente: de uno a otro narrador todos resultaban diferentes, por lo que olvidaban y añadían. A la caída de una de esas tardes, me tocó el turno y conté el cuento siguiente:

II

Éste era un pobre muchacho que no tenía casa, ni padres, e iba por un camino alante, buscando una familia que le peinara y le vistiese y le quisiera. A un lado del camino encontró un manzano todo lleno de fruta, y como el chico era muy ágil y tenía mucha hambre, trepó al árbol y se atracó de manzanas, que eran muy gordas y muy dulces.

—Antolín —le dijo el árbol—, ¿por qué te comes a mis hijas?

Al oír aquella voz, que resultaba del movimiento de las hojas, Antolín se tiró al suelo, y por poco se le atraganta la última manzana.

—Acércate —repetía el manzano llamándole con las ramas—, te cubriré de tallos y de hojas los brazos y las piernas; te casaré con la más encarnada de mis hijas y serás un árbol como yo.

—No le creas —dijo un monte lleno de canas y de arrugas—, mañana mismo le podan y quiere que sólo le corten tus brazos y tus piernas. Únete conmigo: soy de piedra y nadie te ha de molestar.

Antolín miró al monte, que tenía por boca una caverna, y viendo que le corrían por ella y por la cara muchas sabandijas, echó a huir por el camino, hasta que un río le dijo:

—Atrás, muchacho; no se pasa.

—Déjame atravesar, por caridad.

—Bien; pero has de beber un trago de mis aguas.

Antolín iba a beber el agua, aunque era turbia y olía a cosa de botica, cuando un chillido de águila le hizo mirar hacia lo alto.

—No bebas —gritó el águila—, que es el río veneno. Yo te pasaré volando.

—Calla, maldita —respondió el río—, lo que quieres es sacarle los ojos en el aire para dárselos a tu cría. Anda, muchacho, que más arriba tengo un puente: pásalo de balde.

—Antolín, ese puente está podrido y no resiste el peso de una hormiga.

—No seas embustera; ahora mismo pasa por él un coche.

Era verdad y el águila se retiró avergonzada; la habían conocido. El chico no se atrevió a pasar el puente, aunque enfrente y muy a lo lejos se veía una ciudad que parecía un nacimiento; y siguió andando, andando, por la orillita del río, sin encontrar posadas, ni viajeros, ni sentir hambre alguna.

—¿Cómo no tendré ganas? —se decía a media voz.

—¿Qué has de tener, tragón? Has de saber que aquel manzano al cual subiste es un príncipe encantado, y la fruta es su familia; te has comido seis personas.

Antolín se afligió mucho, pero ya no lo podía remediar. Anduvo dos días enteros, y al despertar una mañana, se encontró delante de la ciudad que parecía un nacimiento.

—¿Quién me habrá pasado el río? —se preguntaba con sorpresa—. ¿Habrá sido el águila?

—Nadie ha sido —le respondió un viejo andrajoso, con la cara entrapajada y oculta—. No has traspasado el río, sino que es redondo y te has encontrado enfrende de donde saliste al dar la media vuelta. Si hubieras pasado el puente, estarías en la isla del centro, donde la tierra, los bichos y los frutos son todos venenosos. Yo estuve en ella y por eso me encuentro consumido. Y ya que he dado esas noticias, niño, entremos en la ciudad y me darás una limosna.

—Soy tan pobre como tú.

—¿Pobre con esas carnes y esa resistencia? En esta ciudad no se compra nada con dinero, sino que todo se paga con castigos y dolores. El que más sufre más goza.

La ciudad era muy hermosa y los juguetes de las tiendas todos de resorte: había batallas de juguete con tiros, cañonazos, muertos y heridos, que parecían de verdad. Antolín quiso preguntar los precios, pero el viejo le hizo entrar en una pastelería.

—¿Cuánto cuestan cada uno de esos bollos? —preguntó el viejo.

—Dos azotes —respondió el pastelero.

—No son caros. ¿Y el salchichón?

—La onza, tres pellizcos.

—¿Y el jamón?

—Cada ración, cuarenta palos.

—Pues sírvanos de todo —repuso el viejo, que este niño paga.

Y empezó a atracarse el mendigo con tanta ansia, que Antolín le tuvo que tirar de la manga, sin que el viejo hiciera caso.

El pastelero, entre tanto, sacó unas disciplinas que tenía puestas en vinagre, y cuando estaba Antolín más descuidado le dio un azote tan fuerte, que hizo saltar al chico en medio de la calle dando gritos.

La gente acudió al escándalo, y toda daba la razón al pastelero, que decía:

—Señores; estoy cobrándome los bollos.

Y como Antolín se resistía al pago, fue llevado a la cárcel con el viejo y encerrados en un calabozo obscuro, alumbrado por una lamparilla y con una sola cama muy estrecha.

—No cabremos los dos en el colchón —dijo el chico, temblando al quedarse a solas con el viejo.

—Sí —dijo éste—, yo no ocupo nada.

—¿Por qué no se descubre usted la cara?

—Por no darte un susto. ¿Quieres que apague la luz?

—Tendría mucho miedo.

—Acostémonos entonces; aunque no podré dormir si no me ponen cuatro hachas.

Y empezó a desnudarse de sus harapos: primero descubrió unas canillas descarnadas, luego una calavera, después las costillas y la espina. Era un esqueleto.

III

Cuando llegué a esta parte del cuento, había anochecido y estábamos a obscuras. La aparición del esqueleto nos causó tal impresión, que todos los chicos nos levantamos dando gritos, corriendo en busca de la luz y de la gente; y yo mismo, al huir, rodé por la escalera. Aquella noche tardé mucho en dormirme, asustado de mi obra. Parecíame oír chasquidos de hueso por los pasillos del buhardillón, pasos que se aproximaban a mi cuarto, y que el esqueleto, golpeando con sus pelados nudillos en la puerta, nos decía:

—Niños, ya estoy desnudo; ¿entro a acostarme?


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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