I
Los amigos de don Teótimo Gravedo llenaban los salones de su espléndida morada, atraídos por esta singular invitación:
D. T... G... pronunciará un sermón muy corto en la noche del
próximo domingo, y después dará un té religioso a sus amigos. Tendrá la
mayor satisfacción si se digna Vd. honrar su casa aquella noche.
Era don Teótimo hombre ceremonioso y circunspecto, de cara larga,
nariz larga y patillas aún más largas que la cara y la nariz: su
estatura era tan alta, que los pantalones mejor medidos le resultaban
siempre cortos: sentado, parecía estar de pie, y de pie parecía andar en
zancos. Cuando los convidados estuvieron reunidos dijo extendiendo sus
brazos por encima de toda la reunión:
—Señores: Todos habéis notado que la fe desparece y lo habréis observado con dolor, porque me consta que todos sois deístas. Los cultos antiguos están en oposición con las ideas nuevas: son religiones para las mujeres y los niños. Acaso os decidiríais, para restaurar el sentimiento religioso, a practicar cualquiera de los ritos conocidos, pero sois gentes ocupadas; mientras se oye una misa se puede hacer un préstamo al Gobierno. Lejos de nosotros ahuyentar del mundo la idea de Dios, sombra benéfica, que da resignación al pobre y protege nuestras arcas. Dios nos ha hecho grandes servicios cuando era poderoso entre los hombres: no podemos abandonarle en la desgracia.
»Pero ¿quién es Dios? No imitemos, señores, a los filósofos que se empeñan en averiguarlo antes de tiempo. Quédese este complicado problema para las meditaciones del sepulcro y la ociosidad de la otra vida. Pero ¿puede representarse al bolsista del Ser Supremo en la forma poética con que lo concibió la antigüedad artística? Si ésta vio ninfas, náyades y tritones en los ríos y en el mar, y a Júpiter lanzando rayos desde el cielo, nosotros sólo concebimos un Dios con sombrero de copa, con sacerdotes de sombrero de copa, y presidiendo un mundo de sombrero de copa.
»Un dios de confianza a quien no tengamos necesidad de hacer ceremonias ni cumplidos; que acepte como único incienso el humo de nuestros cigarros, y por altar nuestra mesa de comer. Que presida honorariamente nuestros círculos mercantiles y políticos, que santifique todas nuestras fiestas y que esté en todas partes sin estorbarnos en ninguna. Proclamemos, señores, al único Dios del porvenir, y entre tanto que esto llega, al Dios de las personas decentes.
(Los concurrentes aplaudieron: el orador bebió un sorbo de agua.)
—Pido —exclamó uno de los contertulios, que después se dijo que era el jefe de la claque— que se considere agua bendita toda la que nuestro divino orador lleve a sus labios.
—Sí, sí —repitieron los convidados cortésmente.
—Gracias, señores —siguió diciendo don Teótimo—. Vuestra bendición ha convertido en cáliz este vaso, porque en nuestra religión, sin cuerpo de doctrina, las decisiones de la generalidad tienen el sagrado carácter de una bendición. Cuando la sesión haya terminado, conservaré este vaso como reliquia de gran precio. Y será la única reliquia que tengamos, porque no debemos caer en el grosero fetichismo de otros cultos. Libre de toda organización el nuestro, seremos a la vez pontífices, apóstoles y discípulos: dondequiera que esté uno de nosotros, estará toda nuestra iglesia: allí donde exista una superstición, no estará ninguno de nosotros: daremos a Dios un culto interno e indirecto, como el que le dan los elementos, al moverse y combinarse, sin violar nunca sus leyes físicas y químicas. Entre nosotros no podrá haber disidencias, porque no debe haber afirmaciones: la solidez de nuestras crencias consiste en no tener ninguna: adoramos a Dios por si lo hubiera, somos deístas en cuanto para no serlo necesitamos afirmar que no lo hay.
(Una salva de aplausos demostró que el orador interpretaba la opinión de la Asamblea.)
—Quédense para el pueblo las religiones positivas; el pueblo siempre es niño en todas las edades, y figurémonos que llega el fin de nuestra vida: los ojos se nublan, el oído se entorpece, la sensibilidad se embota, pasamos por fin la línea que separa los dos mundos. Si en vez de línea existe una barrera donde la vida se estrella para siempre, no exponiendo nada, nada habremos perdido. No sufriremos la decepción cruel del mártir, que, despedazado en el circo por un tigre, tuviese en sus últimas convulsiones la tardía revelación de que no existe el Dios por cuya fe se sacrifica. Pero si existe Dios, en esta u otra forma, sus ángeles, sus jueces o sus genios tendrán que convenir en que nunca le negamos y estábamos dispuestos a reconocerle apenas se nos demostrase su existencia. Sí, señores, nuestra religión se reduce a acatar la verdadera, sin determinar cuál es, ni asegurar por eso que la haya. Es un deísmo sin deberes pero nutrido de derechos. Religión, práctica civilizada, previsora y alegre; mundana y divina a la vez, con dividendos activos en la tierra y en el cielo.
Los bravos y las palmadas fueron tales, que el orador no quiso añadir ni una palabra más a su discurso.
—Pasemos —dijo— al comedor, y tomaremos el ponche religioso, que religioso es todo acto colectivo en que se funda una iglesia.
—Sí, sí: bebamos ese ponche —exclamaron los pontífices, apóstoles y discípulos, rodeando a don Teótimo y estrechándole entre sus brazos. La extensión de los del maestro facilitó mucho aquel acto colectivo de adhesión, pues le permitía abrazar cuatro correligionarios a la vez.
—Esas adulaciones me indignan —exclamó con acento sombrío un hombre extremadamente bajo y rechoncho, que había presenciado la sesión sin dar un solo aplauso.
—No le comprendo a usted, amigo don Severo —dijo un individuo, ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado, ni joven ni viejo, ni agradable ni antipático, que ni parecía entusiasmado ni había dejado de aplaudir.
—Señor don Canuto, ¿sabe usted lo que es tener ambición de nombradía? —le preguntó don Severo.
—No lo sé, y sin embargo, me lo explico.
—Yo era un ambicioso, y tenía cinco proyectos colosales: escribir una tragedia, componer una ópera, edificar una catedral, conquistar un pueblo y crear una religión. Escribí la tragedia, y me silbaron: don Teótimo empieza por lo último, y le hemos aplaudido.
—Tome usted ponche, amigo mío —dijo don Canuto estrechándole la mano conmovido, y dirigiéndose luego al comedor.
Don Severo no se movía del salón, y lanzaba miradas rencorosasa los últimos convidados. De pronto, en su rostro sombrío apareció un gesto risueño.
—¡Magnífico! —dijo a media voz—. Si no he podido fundar una religión, sabré, al menos, predicar una herejía.
II
Las poncheras ardían despidiendo llamas amarillentas y azuladas. La luz del ron, combinada con la claridad de las bujías, producía un resplandor melancólico, semejante al de la luna o al de los reflectores metálicos de las chimeneas de gas. Los convidados aparecían pálidos, pero sus rostros estaban animados y risueños, notándoseles la satisfacción que recibían al adorar a Dios en aquella forma inusitada.
—Maestro —dijo humildemente don Canuto, ya algo mareado por el ponche—, esta bebida me produce malos pensamientos: ¿seré inepto para practicar nuestra creencia?
—Ya he dicho que nuestra Divinidad no estorba nunca: si no temiera hacer una afirmación positiva, añadiría que en la creación no hay nada inútil, ni aun los malos pensamientos. Acaso sean el estiércol con que se abonan las ideas. Nuestra religión se practica al ejecutar todo acto natural: lo que de esto resulte lógicamente tiene carácter religioso.
—¡Que haga un milagro don Teótimo!
El maestro sonrió, y dijo con indiferencia:
—Hoy nada significan los milagros. Todas las noches vemos en el Circo hombres que andan por el techo, salen disparados por la boca de un cañón, reciben en la nuca proyectiles del mayor calibre. Pero comprendo vuestra intención y voy a haceros algún juego de manos: había previsto este deseo.
Don Severo, que acechaba una ocasión de humillar al maestro y sólo había bebido un vaso de agua, exclamó con voz tonante, mientras don Teótimo sacaba de su sombrero de copa un bizcocho de manguito.
—Señores: ¿Estamos fundando una religión o divirtiendo al público en el escenario de un teatro?
Las manos que iban a aplaudir se quedaron inmóviles y extendidas: la sonrisa de don Teótimo, perdiendo su alegría, se convirtió en una mueca desagradable: y el bizcocho abandonado cayó sobre la mesa. Se produjo un silencio solemne y los dos rivales se miraron con rencor.
—¿Quién duda que hay milagros? —prosiguió diciendo don Severo con vehemencia—. ¿Acaso la ciencia no los hace? Pues bien, si la tosca antigüedad concedió la categoría de profetas a los grandes prestidigitadores de la historia, ¿cómo los sectarios de la religión más moderna e ilustrada no reconocemos por nuestros profetas a Edison, Morse y Monturiol y aclamamos al respetable pero oscuro don Teótimo, que sólo hace bizcochos de manguito? ¿Será porque Edison y los demás sabios no convidan a ponche a sus amigos? —Grandes murmullos interrumpieron al orador, y don Teótimo mandó apagar el ponche—. Si los antiguos profetas fueron inspirados por Dios, que ni lo afirmo ni lo niego, los sabios modernos deben gozar el mismo privilegio, puesto que tienen igual prestigio ante nuestra ignorancia. Señores: os invoco en nombre del supuesto o positivo Dios que estamos aclamando, a que, en vez de perder tiempo en hacer juegos de manos, vengáis conmigo a discutir serenamente el símbolo de nuestra joven iglesia. En mi casa no habrá presidente ni maestro: todos seréis los dueños de mi casa. Desconfiad del ponche, que embrutece e impide discutir con frialdad: yo os daré refrescos y sorbetes; venid conmigo; los tengo de limón y de yema, de fresa y mantecado.
Por desgracia para don Teótimo, hacía gran calor en el comedor, y el discurso de don Severo obtuvo aplausos: algunos convidados se levantaron dispuestos a seguirle.
—Un momento, señores —dijo don Teótimo para impedir la deserción—. Nuestra iglesia no puede tener símbolo. ¿Cómo encerrar el pensamiento de todos en una fórmula fría y externa? Don Severo es un hereje.
—¡Un apóstata!
—¡Un visionario! ¡Un corruptor! —vociferaban los amigos de don Teótimo.
—¿Y con qué derecho quieres imponer tu voto a lo que decidamos los demás?
—Con éste —dijo resueltamente don Teótimo levantando y descorriendo una cortina.
Los convidados aplaudieron aquel cuadro imponente: una larga mesa ante la cual daban guardia los criados vestidos de etiqueta atraía las miradas de todos. Soberbios salmones a la mayonesa, rodeados de enormes cangrejos: cabezas de jabalí enseñando sus colmillos: jamones azucarados: faisanes dorados en el horno: mezclas olorosas de trufas y aves suculentas, de galantina y de foie gras: pasteles, ramilletes de dulces, piñas de América y otras frutas tropicales: copas de diversos colores y tamaños en la mesa: botellas oscuras y piramidales, venidas del Rin, o con cuello plateado, o de un color de ámbar tentador: frascos y jarrones: flores hermosas y luces que relampagueaban en la plata y el cristal.
—Ved ahí mi altar: ¿hay quien me siga?
—¡Viva don Teótimo! —dijeron los discípulos entusiasmados.
—Éste es el paraíso moderno, y no puede haber otro paraíso.
Don Severo se retiró solo y cabizbajo: únicamente don Canuto se acercó y le dijo por lo bajo:
—Ahora me siento débil porque el ponche abre el apetito. Luego iré a tomar un helado con usted y discutiremos ese símbolo.
III
La idea de don Severo había fracasado por el momento; pero el germen quedó en muchos cerebros: la cena produjo indigestiones, y los dolientes fueron los primeros apóstatas que acudieron a dar fuerza a la herejía. El Dios de sombrero de copa, después de reflexionarlo detenidamente, les pareció mucho Dios a otros discípulos, los cuales formaron una secta que sólo reconocía un Dios de calañés: a ésta sucedió una iglesia militante que representaba la divinidad con sombrero de tres picos: las divisiones eran innumerables seis meses después: cada vez que los creyentes miraban el escaparate de un sombrerero, brotaba una herejía.
Don Canuto había hallado una fórmula para no reñir con nadie, siendo la condición primera del deísmo ilustrado no afirmar ni negar rotundamente: sólo se conseguía el objeto en toda su extensión asistiendo a todos los círculos y perteneciendo a todas las escuelas.
Entre tanto, don Teótimo se arruinaba lentamente para sostener sin decadencia su prestigio.
IV
Las funciones religiosas, a pesar de su magnificencia, empezaron a parecer tristes por la ausencia del bello sexo. Muchos discípulos murmuraban fundándose en que no se propagan las ideas sin el concurso de la mujer; otros temían que la injerencia del elemento femenino hiciese brotar entre los fieles alguna idolatría. El maestro pudo contener la división declarando que no era asunto de fe.
—No buscaremos a la mujer —exclamaba—; por si puede ser germen de discordia, no le cerraremos tampoco la puerta, porque nuestra religión es amorosa y expansiva. Además, muchas de ellas visten de amazona y llevan en la cabeza sombreros como el nuestro. Y por otra parte, ¿quién asegura que no hayan ingresado en nuestra secta? ¿No pueden ser algunos de los presentes señoras disfrazadas de hombre?
Los concurrentes se examinaron unos a otros con desconfianza, y don Canuto, que era barbilampiño, presentó las orejas a los que estaban más próximos, diciéndoles:
—Miren ustedes bien: no tengo agujeros.
Aquel día hubo murmullos en la mayoría, que acallaron don Canuto con su natural benevolencia y don Teótimo organizando una procesión de las más cómodas.
—Nos trasladaremos —dijo— procesionalmente a la Exposición Universal en un tren de recreo. Nuestras procesiones son caravanas de estudio y de placer que no estorban el paso en las ciudades.
Muchos discípulos se excusaron de asistir, y el maestro no se dio por desairado.
—También se acompaña a una procesión de las nuestras mentalmente —repuso.
—Y ¿llevaremos estandartes y faroles? —preguntó fervorosamente don Canuto.
—No es necesario —contestó don Teótimo—, pero el que quiera tomarse esa molestia puede hacerlo por cuenta propia: a mi parecer, los astros son el alumbrado de nuestra supuesta Divinidad: las nubes su estandarte. Yo llevaré el vaso que bendecisteis para beber agua en el camino.
La respuesta de don Teótimo pareció afectada y vanidosa.
Los discípulos, que habían observado con prevención los gastos exorbitantes que hacía su maestro, prorrumpieron en irritante clamoreo cuando empezaron a correr voces de su ruina.
—Nadie se arruina así —decían— sin algún fin siniestro. Este hombre trata sin duda de explotarnos.
—No, señores —exclamaba defendiéndole don Canuto—: es que tiene la abnegación y el entusiasmo de un apóstol.
Llegó el día en que el repostero no quiso servir la cena a don Teótimo, y éste tuvo que decir a los creyentes:
—Señores: nada puedo daros esta noche: ha llegado nuestra cuaresma: pero, alegraos: esta penitencia acaso nos sea útil para el alma, si es que la tenemos.
La palabra penitencia hizo el peor efecto entre los fieles.
—Este hombre —prorrumpían indignados— ha perdido el espíritu religioso y concluirá por inventarnos un infierno.
Entre tanto, la familia de don Teótimo se hizo intervenir sus bienes como pródigo y aun consultó al doctor Esquerdo si procedía encerrarle en una jaula.
V
Las cenas religiosas concluyeron, quedando reducida la ceremonia del fundador al ponche místico. Los que se habían acostumbrado a la sólida devoción de los primeros tiempos de la iglesia hallaron poco ortodoxo el ponche solo, y protestaron del sacrilegio desbandándose, engrosando todas las sectas, a excepción de la de don Severo, a quien se consideró como un simple anacoreta..
La ruina de don Teótimo era ya tan rápida, que se vio imposibilitado de dar el obsequio tradicional a sus adeptos: sólo don Canuto escuchó los últimos sermones, después de los cuales hacían la fórmula del ponche con un vaso de agua y unas gotas de aguardiente.
El espectáculo de aquella ruina, en vez de hundir todas las sectas de la nueva religión, produjo, si no su avenencia, un símbolo o contraseña común para distinguir a todos los creyentes. El símbolo era breve, nada afirmaba ni negaba relativo a las creencias, pero expresaba claramente el pensamiento general.
Se reducía a esta frase:
—¡Abajo don Teótimo!
—Triunfó usted —decía el maestro al primer apóstata, un día que se encontraron en la calle.
—He triunfado en principio nada más —contestó modestamente don Severo—, porque el símbolo no es mío, lo inventó y lo propuso a todas las sectas nuestro amigo don Canuto.
En aquel momento apareció en una esquina don Canuto, y se acercó a sus dos amigos sonriendo:
—¡Apártate, Judas! —le dijo don Teótimo.
—¡Oh, ingrato amigo! —respondió su antiguo discípulo con afligido acento—. ¡Qué! ¿No ha conocido usted la intención bondadosa de mi símbolo? Si no lo hubiera propuesto, acaso resonaría en sus oídos este grito mucho más peligroso y amenazador: «¡Crucificadle!».