Un Médico en el Siglo XVI

José Fernández Bremón


Cuento


El doctor don Miguel Martínez de Leyva, después de haber visitado a la esposa del conde de Villar, se disponía a marcharse, cuando al llegar a la cancela fue detenido por el secretario del conde, en su casa de Sevilla, una tarde del año 1583.

—Sea servido vuesa merced de entrar y sentarse en mi aposento, y decirme cómo está su señoría la condesa.

—Mi señora la condesa —dijo el doctor con aire grave cuando se hubo sentado— está apestada; quiero decir, que presenta todos los síntomas patognomónicos del pestífero contagio que hace tres años introdujeron en Sevilla aquellos negros que vimos andar enfermos por las calles, recién desembarcados de una galera de Portugal. Tiene dolores de cabeza, he observado en su cuerpo pintas, y está calenturienta. Todo sea a gloria y alabanza del Señor.

—Luego vuesa merced la encuentra enferma de peligro...

—No me gustan las pintas; tolero los dolores de cabeza de la señora condesa, mientras no la priven del juicio, y en cuanto a la calentura, he visto a algunos morirse de ella hablando; no han aparecido aún los tumores o landres, pero ya irán saliendo, y acaso sean tan duros que no se puedan partir a golpe de hacha.

—¿Y qué se puede hacer contra la peste?

—Lo primero es la limpieza del alma; luego, curar el cuerpo con medicinas apropiadas, y después, buena regla de vida. En cuanto a los remedios, se han de dar según la peste sea causada por corrupción del aire, de la tierra, del agua o del fuego.

—¿Y se sabe de cuál de los elementos procede esta pestilencia?

—Hablando vulgarmente, creo que ésta no es peste legítima, sino hijastra. La peste tiene causas mayores. Hablando filosófica y peripatéticamente, es posible que esa venenosidad salga de la potencia de la materia, la cual causa venga necesariamente de los cielos. Dicen los astrólogos que, estando Saturno en el signo de Piscis o en el principio del Toro, si juntamente las mismas estrellas representan la figura de animales venenosos es causa de engendrarse pestilencia.

—¿Y se han visto esos signos?

—No se han visto, pero pudo producirse por cruzamientos de males, como sucedió en 1493 al pasar por Valencia al ir a sitiar Nápoles los franceses: dícese que un soldado o capitán francés tuvo conversación secreta con una noble ramera, y entre los dos se engendró un nuevo y monstruoso contagio, porque, verdaderamente hablando, la sangre del francés enemigo es veneno mezclada con la sangre española.

—¿Pero se sabe ya la causa de la enfermedad de ahora?

—Yo la atribuyo a una intemperie, ni caliente, ni fría, ni húmeda, ni seca, sino venenosa, pestífera...

—No entiendo bien, doctor Leyva...

—Es natural; porque si vuesa merced lo entendiera, sabría, sin haber leído medicina, tanto como yo.

—Y aquí, en confianza, confieso a vuesa merced que tengo miedo.

—También es natural, pues algunos juristas llegan a sostener que en la furia de la peste es lícita la fuga de los que gobiernan, aunque el superior les niegue la licencia. Yo no la he seguido, antes al contrario, arrostré a la bestia fiera por dar ejemplo a los médicos que huían, y aconsejé a todos lo mismo en los pueblos que asistí, pues la peste y sus contagios menos mal causan haciéndoles rostro: así hice en Utrera y en Lora, donde vi a los perros comiendo carne humana, en los olivares, de los fugitivos que morían abandonados en el campo. Vuesa merced recordará lo sucedido en Burgos el año 65.

—No lo sé.

—Cuando su majestad el rey don Felipe II, que Dios guarde, y la serenísima reina doña Isabel de la Paz, que sea en gloria, quisieron entrar en dicha ciudad, hubo diferencia entre el regidor más antiguo y el cardenal Bobadilla sobre quién había de entrar, con su majestad, bajo el palio, mostrándole las cosas de la ciudad; y como el regidor no cediese, el cardenal escribió a su majestad que no entrase en Burgos, porque había peste, y sólo habia tercianas. Los reyes no entraron, e ida la corte, del ruido de la peste, las gentes se atemorizaron, los ricos huyeron, y cuando los pobres se morían de hambre, si salían de la ciudad a buscar pan los recibían a tiros y ballestazos. Vea vuesa merced los peligros del miedo.

—Pero si aquí hay peste...

—No; contagio pestífero.

—Bien, la epidemia.

—Niego: no es epidemia, ni aun endemia, y ni aun es acaso pandemia.

—Lo que sea, señor doctor.

—Un humor que corrompe por vecindad, y hay humores tan pésimos, que en Valencia de Aragón un enfermo quebraba los platos con la vista. Nuestra ciudad de Sevilla tiene malos olores: muchas de las calles tienen inmundicias y letrinas, sumideros y animales muertos; todo eso es detestable. Ya se lo ha dicho a su señoría el asistente. Quémense en las calles leña odorífera, romero, ciprés, haya, pino, laurel, enebro y otras materias aromáticas; enciérrense en la ciudad los bueyes y las vacas, que vacían las hierbas odoríferas que comen en el campo. Yo zahúmo los hospitales de apestados de las casas de Colón con romero, poleo, salvia, lentisco, hierbabuena y toronjil.

—¿Debo tomar vino en las comidas?

—Si es de buen color y sabor, ni dulce ni agrio.

—¿Y los alimentos?

—Carnes de animales nuevos, ni muy gordas ni muy magras; las aves, de lugares secos, no las que se sustentan en el agua; los corderos recién nacidos y lechones son demasiado húmedos; la leche tómese por la mañana con azúcar; el queso, poco y tierno; de los peces, sólo las truchas, aunque son sospechosas como peces, cómanse salados o en vinagre; de las frutas, las granadas y membrillos, limones y naranjas son milagrosos para la peste; las legumbres son malas, ventosas y melancólicas; por último, hay un manjar maravilloso, hallado por Pompeyo en los cajones de Mitrídates: mézclense dos higos secos y dos nueces con veinte hojas de ruda y un grano de sal. Es una triaca comprobada por Galeno y otros sabios.

—¿Qué me dice usted de los pasteles?

—Peligrosísimos, si no se toma la precaución de construir en el centro un respiradero o chimenea que expulse los hálitos nocivos.

—¿Y cree su merced que no enfermaré con esas precauciones?

—Si toma otras además: como dormir de seis a ocho horas; sea el primer sueño media hora, sobre el lado derecho, para que asiente el manjar en la boca del estómago, aunque algunos dicen todo lo contrario, y el resto de la noche sobre el lado izquierdo, volviéndose por la mañana sobre el hígado. Con esto, y andar alegres, buscar huertas frescas y holguras, oír músicas y ver comedias, todo en servicio de Dios; huir del juego y los naipes, conversaciones deshonestas y banquetes, y andar siempre confesados, no hay que apurarse. Use su merced además en el anillo del dedo corazón una esmeralda: es piedra que preserva del veneno.

—¿Y si enfermo a pesar de eso?

—Lo peor que le puede suceder —dijo el doctor, levantándose— es morirse, que tiene sus ventajas, pues cuanto más vivimos peores somos, y habiendo de dar cuenta de la vida, mejor será darla de poco que de mucho.

—Pero eso es desahuciarme...

—Tranquilícese su merced, conozco ya ese contagio; el cabildo me encomendó la formación de los hospitales; eso sí, me lo paga bien con cinco ducados diarios.

—Y aun seis merecería su merced.

—Pues bien; si enferma su merced, yo le recetaré el aceite de azufre, que es incomparable, y un perfume para evitar que se congele la sangre en las venas, hecho de ortigas, malvas, cardo santo y otros ingredientes, o el letuario angélico, que sirve para todas las enfermedades, por su virtud atractiva y mundificativa; o el diaromático, que sana todas las enfermedades intrínsecas o extrínsecas, como que tiene, entre otras cosas, azafrán, piedra filosofal, perlas molidas y canela, y en fin, otros remedios de gran autoridad; y si llegan las glándulas, yo le prometo aplicarle en la llaga un cáustico de mi invención, que hago con amoniaco, argento vivo sublimado, vinagre fortísimo y arsénico cristalino. Vuesa merced no morirá desamparado.

El secretario se estremeció; abrió la cancela un criado; los interlocutores se hicieron una reverencia, y el doctor montó en su mula, alejándose con aspecto grave y reposado.


Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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