Un Sermón Contra el Baile

José Fernández Bremón


Cuento



I

¡Con qué aire bailaban las muchachas y los mozos en un pueblo de la Mancha, a fines del siglo pasado, en una hermosa noche de verano de un día de labor! ¡Con qué gusto se aprovechaban de la ausencia del ecónomo don Gabriel Peñazo, cura rígido y setentón, que ejercía sobre ellos una dictadura moral, imponiéndoles el mayor recogimiento! El párroco había salido a cumplimentar al nuevo obispo de la diócesis a una población situada a unas diez leguas; y el sacristán organista señor López había sacado sillas y templado la guitarra para cantar algunas canciones alegres que se le pudrían en el cuerpo por respeto y temor al señor cura. A los primeros rasgueos de la vihuela, mozas y mozos acudieron como mariposas a la luz; luego se aproximaron con sus sillas las personas más formales, y de copla en copla y de tonadilla en tonadilla, se pasó de lleno a las manchegas; salieron las castañuelas al aire, y el baile rompió con toda la furia de la privación y el placer de lo prohibido. Sólo un grupo de viejos formaban círculo aparte murmurando de la fiesta, proponiéndose delatarla a don Gabriel, cuando regresase. El sacristán rasgueaba con entusiasmo, cantando seguidillas picantes; las bailadoras castañeteaban que era un gusto, y los mozos saltaban a compás, cuando una voz terrible dijo:

—¡Don Gabriel!

Se oyó un chillido de mujeres, contenido al instante; el baile se deshizo, dispersándose y desapareciendo bailarines y espectadores, tan deprisa, que en un momento quedó dueño de la plaza, casi desierta, un sacerdote alto, de figura imponente, cuyas negras vestiduras destacaba la luna sobre una tapia blanca.

Mientras el sacristán procuraba en vano ocultar con disimulo la guitarra, los viejos murmuradores se acercaron al señor cura, haciendo ceremoniosos saludos, y dijo el más locuaz:

—Cuánto nos alegramos de que haya venido tan a tiempo su merced. Habíamos convenido en darle aviso de este escándalo.

—¿Y cómo les encuentro a ustedes en el baile, en vez de rezar por esos desdichados? ¡Buenas noches!

Y apartándose de ellos, dijo imperativamente al sacristán:

—Señor López, sígame usted con su vihuela.

II

La casa parroquial estaba al lado de la iglesia; sólo tenía un piso, un portal ancho y dos grandes rejas voladizas que correspondían a la alcoba y despacho del ecónomo; cuando éste entró en la casa, ya la vieja ama de gobierno tenía encendido y colocado el velón sobre la mesa; iba a saludar a su señor, pero éste lo impidió diciéndole secamente:

—¡Mis sopas de ajo!

La pobre mujer dio media vuelta y se alejó con rapidez.

El cura se quitó el sombrero, arrojó el manteo sobre una silla, y quedándose en sotana empezó a pasear por la habitación: despúes, deteniéndose ante el sacristán, que bajaba los ojos por no sufrir su mirada amenazadora, dijo con relativa suavidad:

—¡Señor López! Queme usted esa vihuela.

—Debo advertir a su merced —respondió el sacristán respetuosamente— que no hay otra en el pueblo.

—Tanto mejor: así podré desterrar de una vez toda la música.

—Señor cura —replicó López cobrando ánimo en defensa de su guitarra—, con música se festeja al Señor.

—¡Silencio! Y con música se le ofende: si el órgano es un instrumento sagrado, la guitarra sólo da ocasión a pecar; ¿sabe usted el conflicto que ha podido ocurrir con ese bailoteo? Pues sepa usted que el señor obispo ha estado a punto de venir en mi compañía para confirmar y para honrarme por las buenas noticias que tenía del arreglo de este pueblo. «Sé que en ese lugar se hace vida de convento —me dijo— y quiero visitarlo». ¿Con qué cara hubiera mirado a su ilustrísima, al oír desde una legua los gritos que daba usted y toda esa jarana? No lo niegue usted y recoja el caballo que dejé atado a la entrada del pueblo. En mi sermón del domingo tronaré contra el baile, que degrada al hombre con sus contorsiones. Ni una palabra más: ¡al fuego la vihuela! ¡Señora Juana! ¿Pero no me trae usted mis sopas de ajo?

III

Cuatro días después el pueblo estaba conmovido; el párroco, que acostumbraba a dar todas las tardes una vuelta por la era, y leer sentado en unos haces, dijo a dos mozos de labor:

—Me he puesto malo; ayudadme a llegar hasta mi casa.

Conducido con trabajo y avisado el médico, cuando éste llegó, el sacerdote estaba privado del sentido.

—¿Se ha quejado de algo? —preguntó aquél a los mozos.

—Pues, sí, señor; primero de escozor, salva la parte, en la tetilla; luego de fatiga y opresión.

Al acostarle descubrieron sobre sus maceradas carnes un cilicio: debajo de éste una araña aplastada.

—Ya, ya —dijo el médico—, es un caso de tarantismo.

—¿Y eso qué es? —dijo llorando el ama de gobierno.

—Que su amo de usted está tarantado.

—¡Ay amo mío! ¿Atragantado?

—No, señora Juana: es que le ha picado una tarántula.

—¡La Virgen nos asista! ¿Y qué receta usted?

—Por de pronto la Unción; luego, veremos.

—¡Ay, pobre señor cura! Si era un santo que tiene que subir al cielo de patitas; si ayunaba todo el año y era lástima oír las palizas que se daba en su propio cuerpo.

—No se alarme usted todavía.

—¿No le van a olear?

—Es que yo soy así; es lo primero que receto a mis enfermos.

IV

—Nada —decía el médico al sacristán—, aquí está el libro con la música; apréndase al instante esas tarantelas y vaya con la guitarra a casa del enfermo.

—Ya he dicho que la quemé.

—No importa; llévela usted pronto, antes de que fallezca don Gabriel.

—¿No hay otro remedio?

—Ése es el verdadero; el veneno de la tarántula, según el doctor Cid, tiene «una especial naturaleza que le hace agitarse con esa sonata y no con otra».

—Es fácil de aprender. ¿Y cree usted que volverá en su acuerdo el señor cura si toco esa tarantela?

—Así lo espero.

—Entonces no la toco. Porque hará quemar mi guitarra si revive.

—Yo lo impediré.

—¿Y qué más sucederá si toco?

—Que al oír la música, el enfermo abrirá los ojos; su rostro se alegrará.

—Si nadie le ha visto reír...

—Se agitará; su cuerpo saltará de la cama y bailará al son de la música.

—¿Bailar el señor cura, que está preparando un sermón terrible contra el baile?

—Sí: han bailado religiosos y personas muy graves: y bailará con mi receta.

—¿Y si no baila?

—Si no baila... Mire usted, señor López, aborrezco a los enfermos a quienes no hacen efecto las medicinas: si no baila, morirá.

V

El pueblo, asombrado, se agolpaba ante la abierta y ancha reja de la casa parroquial, por donde miraba con respeto, sin creer lo que veía. Don Gabriel no sólo había saltado del lecho a medio vestir, dando brincos nerviosos al agitado compás de la tarantela, sino que hubieron de sujetarle a una cuerda pendiente del techo para que no cayera al suelo, cada vez que relevaban al sacristán dos discípulos suyos, pues cuando un tañedor se detenía, don Gabriel, sofocado y dolorido, se desplomaba gritando:

—¡Música! ¡Música!

La señora Juana lloraba al ver a su amo tan fuera de razón y de su naturaleza, pero el médico se frotaba las manos, repitiendo:

—Da gusto ver a los pacientes cuando obedecen tan bien al tratamiento.

A todo esto, el pueblo entero, agolpado ante la reja, no reparó, hasta que estuvo delante de ella, en una cabalgata de sacerdotes en traje de camino.

—¿No es ésta la casa parroquial? —preguntó uno de ellos.

—Ésta es —le respondieron.

—¿Y quién es ese señor que baila tan desordenadamente?

Nadie se atrevía a contestar, y lo hizo el alcalde, adelantándose vara en mano.

—Con perdón de su merced —dijo—, ese que baila es el señor cura.

—¡Cómo! ¿Don Gabriel Peñazo en ese estado? Díganle que el obispo está a la puerta.

—¡El obispo! —murmuraron las gentes haciendo corro y arrodillándose en la plaza. El alcalde dijo descubriéndose:

—Dispense su ilustrísima. El médico ha recetado al señor cura veinticuatro horas de baile, y tiene que estar bailando hasta mañana. Le ha picado la tarántula.

—Pues piquemos nuestras mulas —dijo el prelado saludando— y marchemos a otro pueblo.

VI

Don Gabriel rcobró la salud, pero no perdonó nunca al doctor el tratamiento: costó gran trabajo que no quemara la guitarra, y sólo consintió en que fuera guardada, como instrumento medicinal, en la botica; a lo que no se atrevió fue a predicar su sermón terrible contra el baile.

De vez en cuando suspiraba el bueno del cura, diciendo con tristeza:

—¡Señor! ¡Señor! ¡Haber hecho una vida tan arreglada como la mía para dar ese espectáculo delante del prelado!


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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