Una Fuga de Diablos

José Fernández Bremón


Cuento



A mi antiguo y queridisimo amigo
D. Federico Luis de Benale.


La abadía del Olivar, que hoy no existe, era á principios del siglo XVIII un monasterio, si no famoso y opulento, sosegado y bien provisto. Situado lejos del camino real, en una de nuestras provincias más tranquilas, apénas llegaban á aquel santo retiro los ecos de la guerra civil que ardia en toda España. Y tan escondido estaba del mundo, que áun el viajero que conocia el camino de la hospedería del convento no lograba ver el campanario de su iglesia sino á dos tiros de fusil, y al volver una de las calles de olivos que conducian al monasterio. Sin embargo, lo esmerado del cultivo, lo aprovechado del terreno, y la presencia de algun monje, que abria con el azadon una tierra dura, ó escarbaba las cepas con cariño, anunciaban á gran distancia la proximidad de la abadía, donde debían reinar el órden, la paz y la abundancia. Algunos caseríos blancos formaban esa poblacion campesina que en los siglos pasados se establecía en las inmediaciones y al amparo y devocion de los conventos. El toque de las campanas, el lejano y solemne rumor de los rezos monásticos, el canto de las aves, el ladrido de los mastines, los cencerros del ganado y el chirrido de algunas carretas cargadas de granos y de frutos, eran los únicos sonidos familiares en aquella soledad. La compostura, recogimiento y severo aspecto de los escasos habitantes de la comarca, demostraban la inmediata influencia de las costumbres del monasterio, sometido á la estrecha regla de San Benito, algo suavizada por el tiempo, que envejece los semblantes y los códigos, pero que conservaba en todo rigor sus bases fundamentales: la obediencia, el silencio y la humildad. Estrecha religion, cuyos hermanos no sólo renunciaban, al hacer sus votos, al vicio de la propiedad, sino al dominio de sus cuerpos y sus voluntades.

Así es que las fiestas mismas del patrono del convento, á que asistian todos los aldeanos de los contornos, en vez del carácter alegre y bullicioso de las romerías populares, tenian un tinte puramente religioso; los aldeanos eran especie de benedictinos legos, á quienes únicamente impedian tomar el hábito el vicio de la propiedad y los rasgados ojos de alguna campesina.

I

A la caida de una tarde de Setiembre regresaban hácia el convento, á paso mesurado, llevando con majestad sus negros hábitos, los más caracterizados personajes de la comunidad, á saber: el Abad, el Prior, el Mayordomo y los Decanos, á quienes habia invitado el primero á cenar en su compañía aquella tarde, y que no obstante su sobriedad, trocaban gustosos la mesa conventual por la mejor abastecida del prelado.

Caminaban silenciosos, ya por costumbre, ya por haber agotado en el paseo los asuntos de conversacion, ya porque el tirano estómago, obrando sobre la flaca naturaleza, distrajese el ánimo de aquellos doctos varones hácia objetos apetitosos, pero demasiado frívolos para una disertacion entre tan graves personajes.

De repente, el Abad se detuvo, manifestando su rostro á la vez como duda y sorpresa. Todos quedaron inmóviles, revelando sus semblantes una extraordinaria curiosidad, pero sin atreverse á emitir opinion, por cortesía y respeto al Abad, á quien correspondía toda iniciativa.

—Las campanas del convento tocan á rebato, si no me engañan mis oidos;—dijo por fin el Abad.

—Pues si es una ilusion, somos dos los engañados;—añadió el Prior, que, como todos los demas habia ahuecado las manos por detras de las orejas para recoger la mayor cantidad posible de sonidos.

—Creo que estemos unánimes,—dijo el Mayordomo, mirando á los otros monjes,—que respondieron afirmativamente por orden de rigorosa antigüedad.

—¿Se habrá incendiado la iglesia?—preguntó aterrado el Abad.

—¡Quién sabe! tambien puede haberse comunicado á la chimenea la candela de las hornillas en que ahora debía estar haciéndose la cena;—contestó el Prior.

Los monjes se miraron unos á otros consternados.

—Apresuremos el paso, porque algo grave ocurre en el convento,—dijo el Abad,—acompañando sus palabras con la accion, y siguiéndole los demas monjes con la celeridad que les permitia su abdómen, su edad ó sus achaques.

A medida que se aproximaban al monasterio el estrépito de las campanas aumentaba, pero el toque tenia algo de irregular y extraordinario; parecía escucharse á la vez el campaneo de varias iglesias, que no guardaban entre sí concierto ni armonía.

—Pues el humo deberia verse desde aquí, si se tratase de un incendio,—observó el Abad deteniéndose un momento,—con satisfaccion del Mayordomo que los seguia con dificultad, oprimiendo su esférico vientre, cuyo peso se le iba haciendo intolerable.

—Es extraño lo que ocurre,—dijo el Prior,—las campanas parecen locas, y de seguro no las toca ninguno de los campaneros.

—Cincuenta años hace que profesé, y cincuenta y cuatro que habito en el convento, y en tanto tiempo no recuerdo nada semejante,—añadió el más antiguo de los monjes.

El Mayordomo nada dijo, porque estaba harto ocupado en normalizar su respiracion, absorbiendo y espirando cántaras de aire.

—Salgamos cuanto ántes de este arbolado y de estas dudas,—dijo el Abad con cierta impaciencia:—me temo alguna travesura de los novicios, en cuyo caso ya puede preparar sus disciplinas el hermano Crisóstomo, para aplicarles la correccion que recomienda nuestro Padre San Benito.

El hermano Crisóstomo, que ejercíi el cargo de maestro, se inclinó con humildad, diciendo de corrido:

—Lo ordena el capítulo XXX de nuestra regla. «Todas las edades y entendimientos deben tener sus medidas; y así, cuando los niños y jóvenes, ó los que no tienen edad para entender la gravedad del castigo de excomunion, hicieren alguna travesura, sean castigados con austeros ayunos, ó con buenos azotes, para que queden enmendados.»

Y la comitiva volvió ¿emprender su marcha, seguida á alguna distancia por el Padre Mayordomo; éste vió á sus compañeros detenerse al llegar al recodo, desde donde se distinguia el monasterio, y santiguarse repetidas veces en señal de asombro y de consternacion.

Era para asombrarse y hacer el signo de la cruz una y mil veces. La explanada del convento, de ordinario solitaria, y á lo más frecuentada en las horas de recreo por algunos grupos de monjes, que paseaban con dignidad y compostura, ó que en los dias solemnes era corrida por toda la comunidad procesionalmente seguida de un pueblo devoto y silencioso; aquel lugar sosegado y triste, ofrecía entónces un cuadro de lamentable confusion, de enorme desconcierto y de insensata y frenética alegría.

Algunos monjes, con la túnica desordenada, y arrastrando las cogullas, corrían de un lado á otro, como escolares abandonados por sus maestros; otros colgaban de los árboles, á manera de racimos gigantescos; los más ágiles trepaban por las rejas del convento, y dos ó tres volteaban sobre el abismo, abrazados al cuello de las campanas; en un lado molíanse á trompicones varios religiosos disputándose una moza, defendida heroicamente por una vieja, cuyas manos arrugadas apretaban algunos jirones de hábito; un monje montado en una ventana disparaba al viente un arcabuz; otro se descolgaba desde el tejado en una cuerda; otros daban carreras agitando campanillas y llevando en la mano los escapularios ó faroles encendidos, miéntras un muchacho arrojaba al campo libros y sillas para alimentar una gran hoguera, sobre la cual saltaban, alzándose las túnicas, monjes de aspecto grave y respetabilísimas coronas, que reian, cantaban y producian entre todos un estruendo insoportable.

La tarde moria, las sombras avanzaban, y el resplandor de la hoguera, dando color de fuego á unos semblantes, y luz escasa á los grupos más lejanos, hacía el conjunto cada vez más extraño y más diabólico.

Dos ó tres hermanos solamente parecían libres de la maléfica influencia, y pasaban de un lado á otro, acetre en mano, rociando de agua bendita con el hisopo la hoguera, las cuerdas de las campanas y los cuerpos de los monjes.

II

—¡Misericordia! Nuestra comunidad ha perdido la cabeza,—dijo el buen Abad,—alzando entrambas manos en señal de desconsuelo, y cayendo de rodillas.

Todos imitaron su accion, orando con fervor para que cesase aquel vértigo y Dios se sirviese devolver la razon á sus hermanos.

Terminada la súplica, dijo con timidez el Mayordomo:

—¿Y no podria ser ficticio y pura vision lo que estamos presenciando? Tengo entendido que el enemigo común elige para sus ardides y sus apariencias engañosas los momentos de debilidad y de flaqueza; ahora bien, ¿no será lo que vemos una alucinacion producida por el flato, pues horas há que hicimos nuestra comida y la hora de la cena hace buen rato que ha pasado?

—Realidades son, por desgracia, y no quimeras, las locuras y el escándalo á que asistimos: y tan grandes, que no nos dejan lugar de sentir las molestias del cuerpo, hermano Mayordomo. No es ocasion de pensar en nuestro estómago, sino en los males que afligen á la comunidad: aproximémonos á esos desgraciados, y veamos de hacerles volver á su juicio y al decoro que exige el hábito que visten.

Dijo el Abad, y se adelantó resueltamente hácia el convento, seguido de los otros superiores.

—¡El Padre Abad, el Padre Abad! exclamaron al divisarlo algunos de los monjes que tomaban parte en la algazara.

—¡El Padre Abad, el Padre Abad! repitieron aterrados todos ellos; aquel grito cundió de boca en boca, y las campanas enmudecieron, los gritos cesaron, y todos quedaron inmóviles.

El Abad, rodeado de su respetable acompañamiento, avanzó majestuosamente hasta la puerta del monasterio, donde se detuvo, y dijo con voz atronadora:

—¡Entren los hermanos en el convento!

Los monjes permanecieron como petrificados en sus puestos.

—¡Todos al convento! repitió el Abad con voz áun más firme.

Ninguno se atrevia á obedecer: el terror los detenía.

—Hermanos, ¡acordaos de la santa obediencia! dijo con imponente voz el Prelado.

Aquella invocacion extrema produjo un efecto repentino: todos los monjes cayeron de rodillas y despues desfilaron humildemente, componiendo sus hábitos y besando el del abad. Al pasar ante el Superior, cada cual ocultaba los objetos con que habia contribuido al alboroto, y procuraba tomar un aspecto serio y circunspecto: sin embargo, sus pasos eran vacilantes. Cuando hubo entrado el último monje, el Prelado entró tambien rodeado de los suyos.

Luégo se cerraron las puertas del monasterio, y los aldeanos que habian asistido á aquel suceso extraño se retiraron asombrados, dispersándose por las cercanas arboledas.

III

El Abad, sentado en un sillon de vaqueta de alto respaldo, ante una mesa de piés cruzados, y cubierta de libros y papeles, interrogaba á un monje, que contestaba humildemente: un lego de bastante edad y de semblante animado, de pié junto á la puerta de la celda, escuchaba con atencion y con cierta impaciencia, como si luchase consigo mismo, deseando terciar en el diálogo; pero cuando estaba próximo á romper el silencio, la mirada severa del Abad le contenia.

Alrededor de las paredes, y sentados en sillas por turno de antigüedad y jerarquía, estaban los superiores y decanos del convento.

—Puesto que la comunidad queda sosegada en los dormitorios, decia el Abad, cuente el hermano despensero cómo se le fué la mano al medir el vino, ocasionando la perturbacion mental de sus hermanos.

—Declaro á Vuestra Paternidad, contestó el monje con acento compungido, que aunque nuevo en mi oficio de despensero, no lo soy en el de medir vinos y toda clase de líquidos, como lo he probado en mis viajes hechos por su encargo, para vender y comprar cuanto ha sido necesario; y medí el vino tan á conciencia, que, calculando la merma, debió tocar á cada monje, gota más, gota ménos, el cuartillo que prescribe nuestra regla.

—Habeis hablado de merma, hermano Juan; ¿cómo se entiende eso echándose el vino en jarras de loza, y sacándose de la tinaja al tiempo mismo de la cena?

—Llamamos merma del vino el trago que se calcula pueden beber los hermanos legos al atravesar el corredor, que, como sabe su paternidad, es algo largo; contestó el despensero.

—¡Señor Abad! dijo sin poder contenerse el lego que escuchaba.

—Calle el hermano lego, replicó el Prelado deteniéndole: ¿no sabe que el silencio es una de las cualidades que recomienda más nuestro padre San Benito? ¿No sabe que ordena la sumision y el silencio, sobre todo en presencia del Prelado? ¿No recuerda las muchas veces que ha sido castigado con el encierro por culpas de su lengua, que no aprende con los años? Calle, pues, en buen hora, y medite las palabras del Profeta: Puse candado á mi boca; enmudecí y me humillé, no hablando aun de cosas buenas. Continúe el hermano Juan refiriéndonos cómo la racion ordinaria de vino ha producido efectos tan extraordinarios.

—Con permiso de Vuestra Paternidad: no hubieran llegado las cosas á tanto extremo si se hubiera limitado la comunidad á consumir lo de costumbre; pero el lego Felipe, que está presente y puede atestiguarlo, entró en la cocina con una jarra vacía y órden del Padre Decano que presidia la mesa, para llenarla del mismo vino, con objeto de resolver una duda.

—Dice verdad el Padre Juan, se apresuró á responder el lego, satisfecho con desahogar su lengua: la comunidad habia cenado una sopa de almejas con huevos, que excitan la sed; y como el vino era exquisito, cada cual habia apurado la mayor parte de su racion, celebrando la fortaleza y el aroma de aquel vino; uno de los padres notó, sin embargo, cierto saborcillo extraño, y sobre si el sabor era á esto ó aquello, de catadura en catadura, el vino se acabó, y el Padre Decano me envió á pedir más al Padre despensero.

Suficit; basta ya, que sois una taravilla,—interrumpió el Abad.

—Cuando entré en el refectorio acompañando al hermano Felipe para ver si la órden era cierta,—prosiguió el Padre Juan,—noté un bullicio desusado; el lector no era atendido; los jóvenes y novicios hablaban en voz alta, con una locuacidad impropia de sus años; los monjes más antiguos reian con estrépito; no era aquel el comedor de otros dias: sin embargo, todos guardaban circunspeccion en su postura y sus palabras.—«Buen vino nos habéis dado, hermano Despensero, pero escaso; me dijo el Padre Decano con benevolencia; háganos la caridad de que llenen otra vez las jarras para poder atravesar estas empanadas de escabeche; ademas, la comunidad está curiosa por averiguar qué clase de gustillo es el que encontramos en ese vino, nuevo en nuestra mesa, d—No debe ser nuevo,—le repliqué con respeto, porque la tinaja está mediada.—L «Tiene razon el hermano Juan, que no es nuevo, sino rancio, ese vino; pero no recuerda nadie haberle probado jamas. Hay en cada cuartillo con qué mejorar una tinaja.»—Y el Padre Decano se rió con mucha gana, lo cual me extrañó sobremanera, por no haber motivo de risa, y porque nunca le habia visto reir anteriormente. Salí del comedor, y á poco rato se repitió el pedido del vino, lo cual me escandalizó: á no ser por la obediencia que debia al que en ausencia de Vuestra Paternidad era el jefe del convento, hubiese cerrado la despensa; pero de pronto oí un ruido de pasos precipitados, y los monjes, capitaneados por el lego Felipe, entraron en mi departamento, y rodeando la tinaja de que se habia extraido el líquido, se entregaron á la intemperancia, arrollándome y despidiéndome de la bodega.

—Ahora es ocasion de hablar y de explicar su conducta, hermano Felipe, si bien con moderacion y laconismo, dijo el Abad, mirando al lego con severidad. Pero, ántes quisiera interrogar á los hermanos Anton, Blas é inocente, que me parecieron juiciosos y serenos, miéntras los demas se entregaban á toda clase de desmanes. ¿Dónde se hallan?

—Duermen tambien, señor Abad, contestó el Padre Juan.

—Yo los vi rociando caritativamente de agua bendita á sus hermanos extraviados.

—Perdóneme Vuestra Paternidad: no era agua bendita, sino vino, lo que arrojaban con el hisopo aquellos desgraciados.

IV

Media hora hacía que el lego Felipe estaba hablando, sin entrar de lleno en la cuestion, cuando el Abad le dijo gravemente:

—Repare el hermano Felipe que las horas pasan y nada dice de provecho; si continúa divagando, haréle callar, aunque todo quede á oscuras. En el capítulo del silencio, dice nuestro sabio reglamento: « Las chanzas, palabras ociosas ó que muevan á risa, en todo lugar estén condenadas á eterna clausura.» Siga, pues, y no me obligue á citar textos. Ante todo, diga por qué causa, al conducir el vino á la mesa, calculó de antemano el efecto que produciria á la comunidad.

El lego Felipe se puso colorado, pero contestó sin vacilar:

—La costumbre del olfato: al llevar la jarra por sus dos asas, el aroma me daba en las narices, y no pude ménos de decirme: « Este es un vino muy rancio, y los padres no están acostumbrados á un licor de tanta fortaleza; quiera Dios que puedan resistirlo.»

—¿Y probasteis el vino, hermano?

—Confieso que tuve tentaciones, pero se sobrepuso á ellas mi conciencia y el miedo del castigo en la otra vida,—contestó el lego.

—Y ¿cómo tantos escrúpulos, cuando en el convento teneis fama de vinoso?

—El arrepentimiento, señor Abad, y la historia de ese vino,—repuso el lego Felipe.

—¿Cómo?

—Yo me dije: el Padre Juanes despensero nuevo, por fallecimiento del Padre Timoteo, santo varon, que ¿fuerza de ayunos se dejó morir de debilidad, teniendo en su poder las llaves de la despensa. El Padre Timoteo no pudo advertir al Padre Juan qué la tinaja marcada con una cruz es la que contiene el vino del pintor, del cual han prohibido el uso todos los señores abades del convento, y este vino no puede ser otro.

—Y sabiendo que estaba prohibido ese vino, ¿cómo no lo advertisteis á tiempo? dijo el Abad con acento algo alterado.

—Por cortedad únicamente: pero cuando vi que pedían nuevas jarras de vino, con objeto de averiguar su verdadero sabor, temí que lo acabaran, y no pude ocultar al Padre Decano que, á ser cierta la tradicion, y de su certeza yo respondo, á lo que debia saber el vino era á azufre puro.

—¿A azufre? dijo el Abad algo distraido.

El lego Felipe continuó su narracion.

—El P. Decano, con una jovialidad fyena á su carácter, me contestó que debia estar bebido. Entónces le repliqué respetuosamente, que el vino que estaban consumiendo era el vino del pintor, en cuya tinaja se sospecha que ha fermentado en otro tiempo una legion entera de diablos: y como éstos sólo podian dejar sabor á azufre ú otras materias infernales, de aquí mi humilde opinion acerca del gusto inexplicable de aquel líquido. Mis palabras produjeron una tormenta de voces y carcajadas.—Es preciso desocupar cuanto ántes la tinaja para que salga de ella hasta el último diablo, decia el uno.

—Verémos si el cuadro de San Antonio se concluye, respondia otro.—No puede ser ese vino el del pintor, cuando no sentimos el taconeo de los diablos en el estómago, gritaba una voz.—Sí es tal, contesté rápidamente.—Marchemos á la bodega para salir de esta duda: y velis nolis, me llevaron en volandas hasta el sótano.

—Basta, dijo el Abad levantándose: la comunidad ha dado un grave escándalo, y esta noche no se encuentra en situacion de asistir al coro con la veneracion debida: á nosotros nos toca llenar el hueco de nuestros hermanos y pasar en oracion toda la noche. Marchemos á pedir á Dios por esos infelices.

Todos se levantaron y le siguieron con humildad. El Padre Mayordomo, que por las exigencias de su robusto cuerpo bostezaba de necesidad en un rincon, lanzó un débil suspiro, y se encaminó resignado hácia el coro.

V

A la mañana siguiente los monjes cruzaban de un lado á otro en el mayor silencio, con la cabeza baja y consternados. No habian cantado Laudes ni Prima, y habian entrado en el coro á la hora de Tercia, en diferentes grupos, ninguno de los cuales habia oido el verso Deus in adjutorium meum intende, y casi todos llegado despues del Gloria Patri, con infraccion manifiesta de la regla. La calma y frialdad del Abad, la indiferencia aparente de su rostro, siendo notoria su rigidez, y el no pedir á nadie explicaciones, aumentaban el temor y confusion de la comunidad, en la cual sólo habia algunas caras risueñas entre los novicios y los legos.

Un grupo de estos últimos examinaba con atencion un cuadro de medianas dimensiones, que representaba á San Antonio en el desierto, con tal propiedad, que sólo se veia en primer término la figura del santo anacoreta, sin más detalles que un fondo sombrío y nebuloso: parecia un cuadro sin terminar y abocetado..

—Contadme esa historia, decia un moceton rechoncho á los legos que hacian comentarios delante de la pintura.

—¡Cómo! respondió el lego Felipe: ¿ignoras lo que todo el mundo sabe en el convento?

—Si hace tres dias que he ingresado.

—Calla, infeliz novato, y da gracias á Dios por haberte acercado á quien mejor que nadie te puede sacar de tu ignorancia: yo te referiré la historia y el milagro, y la relacion que hay entre este cuadro bendito y el condenado vino que ayer os privó de la razon.

Los legos, que vieron á Felipe dispuesto á repetir, por vez centésima, la historia que todos sabían al dedillo, se alejaron rápidamente de su lado, dejando al narrador sin más auditorio que al lego moderno, el cual estaba encantado de merecer tal obsequio de un hermano tan antiguo.

—Ese cuadro que ves no se ha pintado ayer ni hace cuatro dias, sino que tiene cerca de cien años, dijo el lego Felipe con majestad: compara la antigüedad de esa pintura con la tuya, y avergüénzate de tu efímera juventud: así comprenderás el favor que te hago al dirigirte la palabra, no obstante mis cuarenta años en el servicio de Dios; pero la humildad es una de las cualidades que recomienda nuestro padre San Benito.

—Y yo os doy gracias, hermano Felipe, por vuestras bondades.

—Padre podia ser y áun abuelo, si ese cuadro no fuera la ruina de mi casa: porque has de saber, y empiezo la historia, que soy nieto de un pintor que hizo sus estudios en Toledo, y el cual hubiera sido famoso, si la picara aficion al vino le hubiese dejado terminar sus obras y dedicar al trabajo el tiempo que empleaba en las tabernas. Pero del mucho beber resultaba que se pasaba durmiendo las horas del dia, y sólo estaba disponible por las noches, cuando la falta de luz le impedia manejar los pinceles.

—Feo vicio tenía vuestro abuelo, hermano Felipe.

—Pero más feo áun es el de interrumpir á los que hablan, y más áun si éstos nos hacen un favor y son superiores. Esto prueba que ignoras las palabras del Profeta, cuya práctica te recomiendo para en adelante: Puse candado á mi boca, enmudecí y me humillé, no hablando áun de cosas buenas.

—No olvidaré esas palabras, perdonadme.

—Siendo asi, continúo y perdono. Juan Ramirez se llamaba mi abuelo, y era tal su habilidad, que su maestro le daba á concluir algunos de sus cuadros en los intervalos que le dejaba libres la bebida. Eran éstos tan pocos, que mi abuela, santa y devota mujer, se lamentó á un padre benedictino, amigo de la casa, del abandono de su marido y del temor de que su alma se perdiese, porque el sueño no le dejaba asistir á misa; compadecido el padre, proporcionó á mi abuelo unas obras de su arte en el convento mismo en que estamos, recomendando al Abad de éste no le permitiese probar el vino hasta que concluyera su trabajo.

—Trabajo era...

—Jóven, creo haberte reprendido por tu mala costumbre de interrumpir á los mayores: sírvate de gobierno para tu conducto lo que previene terminantemente nuestra santa regla: « Las palabras ociosas estén condenadas á eterna clausura.» Pues, como iba diciendo, llegó mi abuelo á este monasterio con la recomendacion del monje toledano, y ajustó can el Abad, cuyo sepulcro habrás visto á la izquierda del altar mayor, un cuadro que debia representar las tentaciones del bendito San Antonio.

—¿Será este mismo cuadro?

—Precisamente.

—De modo que ese santo es obra del pincel de vuestro abuelo...

—Hé ahí lo que tiene hablar de memoria, y por eso te he recomendado el silencio: puede ser que no haya en el cuadro una sola pincelada de mi abuelo. No porque no haya trabajado en esa tabla, sino por un milagro portentoso. La prohibicion de beber impuesta á mi abuelo, y la necesidad de trabajar, y la esperanza de cobrar el salario de su trabajo, hicieron que el cuadro adelantase en poco tiempo. Un dia entró el Abad en su taller con otro monje, y quedó tan asombrado y satisfecho de la obra, que dijo al pintor: « Vaya con el hermano despensero á la bodega y elija para sí todo el vino de una tinaja, que le será entregado de gratificacion cuando nos abandone.» Mi abuelo besó la mano del Prelado, y en aquel mismo instante bajó al depósito del vino, y como inteligente, escogió el vino de su gusto, marcando con una cruz roja la tinaja y guardándose la llave.

—¿Y fué aquélla la tinaja de que ayer bebimos?

—Gracias á Dios que dices algo con sentido: la misma fué y el mismo vino de que abusasteis ayer con gran escándalo.

—De modo que el vino

—Tiene cerca de cien años

—Ya no me extraña que fuese tan fuerte y tan espeso.

—Y si ese vino no tuviera nada más que su fecha pero escucha. Cundió la voz de la bondad del cuadro, y todos los monjes acudieron al taller, saliendo sorprendidos y espantados de la fealdad y aire terrible de los diablos que habian de atormentar al santo anacoreta. Decian unos que quien tal cuadro pintaba, debia haber tenido visiones infernales. Otros padecian ensueños y pesadillas, recordando aquellas figuras diabólicas, y alguno aseguró haber visto mover los ojos y estirar el cuerpo á uno de los demonios más horribles. En particular, la última figura tenia tal relieve, pareciendo salirse del cuadro, que á mi juicio, aunque de esto no respondo, creo que pudo ser mi propio abuelo, que harto de pintar se incrustró y aplastó sobre la tabla. Porque mi abuelo desapareció sin concluir el cuadro, en el cual faltaba lo principal, que era el San Antonio.

—¿Y no se supo de él?....

—Hasta la fecha: mi abuela murió vieja y no tuvo jamas noticias de su marido; mi padre murió de ochenta años, y nadie le dió en todo ese tiempo razon del suyo; yo, rodando el mundo, vine á parar al convento y sólo me dieron estas noticias de mi abuelo. Visité la tinaja muchas veces y contemplé aquel vino, cuyo consumo está prohibido por la razon que ahora diré. Viendo el Abad que el pintor ya no volvía, y deseando quedase terminada aquella obra maestra, encargó su conclusion á un monje del monasterio, hábil tambien en la pintura, el cual hizo este santo que vemos: el dia en que se dió su última pincelada acudió toda la comunidad á contemplar el cuadro, que el monje habia cubierto con un lienzo. Destapa la pintura nuestro monje, y ¡cuál seria el asombro de todos al ver que los diablos, aterrados al verse junto al Santo, saltaban del lienzo y desaparecían de la vista! No quedó un solo diablo en todo el cuadro. Míralo bien, y di si hallas una sola huella de demonio en la pintura.

—En efecto, sólo está el Santo y nadie le perturba.

—Los malos antecedentes de mi abuelo hicieron sospechar que los tales diablos no habían sido pintados, sino evocados sobre la tabla: el no haber oido misa en tanto tiempo daba verosimilitud á la sospecha, y el no haber pintado el Santo quitaba todo género de duda. Ahora bien, en las puertas y ventanas por donde pudieran haber salido los diablos, estaba tallada la cruz de San Benito, que tiene la virtud de no permitir la aproximacion del enemigo. ¿Cómo pudieron salir aquéllos del convento? Esto cavilaban continuamente los buenos monjes, decidiendo por fin que, faltos de salida, no tuvieron más remedio que refugiarse en la tinaja del pintor. Desde entónces ha sido mirado aquel vino con un recelo saludable, justificado ayer tarde por los hechos. Por esa razon hemos venido á ver el cuadro, creyendo que alguno de los diablos hubiera vuelto al sitio de donde salió; pero, por lo visto, deben continuar nadando en la tinaja.

—Pero ¿no se habrán ahogado en tanto tiempo?

—Moderno, ¿cómo te llamas? le preguntó el lego Felipe.

—Clemente, contestó humildemente el otro lego.

—Pues bien, Clemente; tu juventud disculpa tu simpleza: lo que debia admirarte es cómo unos espíritus tan viciosos no se han bebido un licor tan exquisito.

VI

La campana habia dado el toque para asistir á la mesa, y todos los monjes habian acudido apresurada y silenciosamente al refectorio. Aunque, á decir verdad, el acto de la comida, en observancia de la regla, se habia efectuado siempre con el mayor órden y recogimiento en aquella sala inmensa, exceptuando la deplorable víspera, el dia de que hablamos, la comunidad se presentó con tal humildad y temor, como si se tratase de celebrar un banquete fúnebre. A ello contribuia la presencia del Abad, que quiso presidir la mesa con el Padre Prior y los Decanos.

—Padre Blas, dijo el Prelado dirigiéndose á un monje anciano, que con la cabeza baja habia esperado temblando oir su nombre: ayer presidisteis la mesa: hoy comeréis aparte y despues de los hermanos; agradeced á vuestra irreprochable conducta anterior la blandura del castigo.

El anciano besó la mano del Abad y se retiró á un rincon vertiendo lágrimas.

—Padre Mayordomo, dijo en seguida; vos, que teneis una voz robusta, sustituiréis hoy al lector y leeréis con voz clara y despacio el manuscrito que os entrego, por ser en esta ocasion de más provecho que otros libros mejores. El hermano Felipe queda relevado de servicio para que no pierda una sola línea del escrito. Hermano Despensero, os ruego que no olvideis nada de lo que tengo prevenido.

Y el Abad, colocándose de pié junto á la cabecera de la mesa, dió la bendicion: despues, á una señal suya, se sentaron los monjes con tal silencio, como si fueran sombras y estuviera alfombrado el suelo del refectorio.

Los legos empezaron á servir un potaje de sardinas sin llenar de vino ninguno de los vasos. El P. Mayordomo comenzó la lectura del manuscrito, con voz robusta y solemne, en estos términos:


Confesion del P. Anacleto, monje profeso de la religion de San Benito, en la abadía del Olivar, hecha por escrito en el año 1639 y depositada en el archivo reservadlo del convento, para si algun señor Abad creyese útil su publicacion ó su lectura al buen servicio de Dios y de N. G. P. San Benito.


«Yo, Anacleto, monje indigno y pecador arrepentido, declaro y confieso haber dado oidos á la soberbia, y descuidado mis deberes religiosos por la satisfaccion de un necio orgullo. La circunstancia de ser el único monje aleccionado en el arte de pintar, y los elogios que me habian sido prodigados por varios cuadros que adornan la sala de capítulos, me envanecieron de tal suerte, que faltaba con frecuencia á los rezos, y disculpándome con el trabajo, habia descuidado el cumplimiento de la regla, viviendo en el convento con una independencia impropia de mi estado. El P. Abad me habia reprendido muchas veces con blandura, inútilmente, y todos los monjes murmuraban de mi orgullo y rebeldía, cuando un dia fuí llamado á la celda del Prelado.

»—Hermano Anacleto, me dijo el P. Abad, he agotado los medios persuasivos para conseguir vuestra enmienda y corregir vuestro orgullo; es llegada la ocasion de cumplir con lo que previene nuestro santo Código. Leed el cap. LVII.

»Cogí temblando el libro y leí:

»Si hubiese artífices en el monasterio, ejercitarán sus artes con todo el respeto y humildad posible, si el Abad se lo mandáre; pero si alguno se engríe por su arte, por parecerle que en ello tiene el monasterio algun interes, este tal sea privado de su ejercicio y no trabaje más en su arte sino que viéndole arrepentido el Abad, se lo mande de nuevo.

»—Basta, dijo el P. Abad con voz que no admitia réplica: cúmplase el castigo. Nadie hay necesario en esta santa casa; mañana llega un pintor á quien he encargado el Cuadro de las tentaciones de San Antonio, cuya ejecucion os hubiera sido encomendada. Vos ejerceréis el oficio de Despensero desde esta misma tarde. Meditad y arrepentíos.

»Yo caí de rodillas aterrado. El Abad me despidió señalándome la puerta.»

Cuando el P. Mayordomo llegaba á esta parte de la lectura, algunos monjes, cuyo estómago estaba irritado por el exceso del dia anterior y el potaje salado que comian tristemente, habian hecho señas á los legos pidiendo agua, pero éstos permanecian en sus puestos aparentando no reparar en las señales.

VII

«Aquel cambio brusco de oficio, prosiguió el Padre Mayordomo, me humilló profundamente; ya no era el artista del convento, que pasaba los dias encerrado, pero independiente y libre de testigos en el taller, meditando mis asuntos y haciendo ensayos y estudios en mi arte, sino un monje obligado á medir líquidos, contar panes, vigilar las cocinas, sufrir las impertinencias de los legos y rendir cuentas minuciosas; ocupacion insoportable que me molestaba y ofendia. Las sonrisas, las palabras sueltas que observaba y oia á mi lado me parecían burlas de los monjes, que se burlaban de mi orgullo, atormentándome y regocijándose de mi castigo. Tan obcecada y perdida estaba mi alma, que en vez de la resignacion propia de mis votos, sólo abrigaba sentimientos de odio y de despecho.

»Mi orgullo me impedia acercarme al taller donde trabajaba mi rival, que se llamaba Juan Ramirez, cuyo saludo evitaba las pocas veces que nos encontramos en el claustro; sin embargo, mi espíritu se trasladaba en éxtasis al taller, miéntras mis labios articulaban distraidamente las oraciones en el coro, y mi oido escuchaba con ansiedad todas las conversaciones referentes al pintor, conservándolas profundamente en la memoria.

»Nunca espero sufrir mayor tormento que al escuchar cierto dia las frases de admiracion de algunos monjes hácia el cuadro que pintaba Juan Ramirez. Este habia permitido la entrada en el taller para que juzgasen su obra ántes de terminada, y toda la comunidad, excitada por los elogios de los primeros monjes, acudió á ver el famoso cuadro; todos, excepto yo, porque me consumía la fiebre de la envidia.

»—¿Qué juzgais del cuadro de Ramirez? me dijo el P. Abad en un tono que mi soberbia me hizo creer ofensivo.

»—Señor, mis ocupaciones me han impedido visitar el taller, contesté con fingida humildad.

»—Venid conmigo, hermano, repuso con cruel bondad el Prelado; quiero saber la opinion de una persona tan práctica en el arte.

»Mis ojos debieron lanzar llamas al descubrir el cuadro; jamas hubiera concebido una composicion tan valiente y una extravagancia tan adecuada al extraordinario asunto que representaba. El Santo estaba dibujado únicamente, como dejando toda la inspiracion para la figura principal; los detalles eran admirables y revelaban una imaginacion exaltada y creadora; el infierno ofrecía á San Antonio, en sus más seductoras formas, toda la voluptuosidad, todos los estímulos irritantes del pecado, y á la imaginacion del vulgo la vision espantosa del infierno. El colorido del cuadro era tan extraño, que no podia yo comprender qué mezcla de colores habia producido aquellos tonos. Mis ojos no se apartaban de la tabla; estaba pálido de envidia y no sabia qué decir.

»El Abad no apartaba su mirada de mi rostro y esperaba mi juicio sobre al cuadro.

»—¿Encontrais alguna falta? dijo por fin.

»—Es una pintura admirable; sólo veo sus bellezas, dije con verdad, pero con un trabajo que debió ser notado.

»—Puesto que vos, tan inteligente, estimais así la pintura, quiero hacer un pequeño obsequio al autor, contestó el Prelado: hermano Despensero, acompañad á la bodega á Juan Ramirez para que elija el contenido de una tinaja, que le será entregado y conducido á donde quiera el dia en que nos abandone.

»Nunca, como en aquel momento, me irritó la palabra Despensero. Los ojos del pintor brillaron de alegría; el Abad le recompensaba en su aficion favorita, y me humillaba en lo más sensible de mi amor propio. Cuando caminábamos Ramirez y yo hácia el sótano, tentado estuve de vengarme con alusiones á su vicio; pero la reflexion me hizo comprender que era preferible el disimulo.

»—¿De quién sois discípulo? le dije.

»—Del Greco, respondió con orgullo.

»—No he oido hablar de él, contesté con mala intencion.

»—No lo extraño, repuso; este monasterio está muy retirado.

»—Aquella respuesta me parecia una puñalada.

»—Pintais bien, dije con zalamería.

»—No seré de los peores, me contestó fatuamente, cuando tenga tiempo de ejecutar todo lo que me bulle en la cabeza.

»—Tambien yo pinto algo, repuse algo picado.

»—Ya me lo han dicho; hacéis bien las telas de los hábitos, pero perteneceis á la vieja escuela

»—¿La juzgais mala?

»—No tal, pero las artes adelantan; hoy cualquiera de nuestros aprendices podría enseñar á Apéles muchas novedades..

»La impertinencia de aquel hombre me irritó, su superioridad me hacía daño, procuré abreviar el acto de elegir el vino, le entregué la llave de la tinaja y quedé solo meditando en la manera de vengarme. El demonio, que me acechaba, me inspiró una mala idea.

»Desde aquel dia empleé toda mi habilidad en captarme la confianza del pintor, y mi calidad de Despensero ayudaba mis propósitos. Sin embargo, nunca me fué posible verle trabajar; tenia gran cuidado en que no sorprendiesen el secreto de sus mezclas de colores, con las que producía maravillosos efectos en el cuadro. Juan Ramirez, le dije un dia despues de haber esperado á que repitiese sus instancias, mañana, ántes del primer rezo, os espero en la bodega; tengo órden de no dejaros probar vuestro vino, pero quiero haceros este obsequio si me prometeis ser comedido.

»El pintor, á quien se iba haciendo muy pesada su abstinencia, sin duda no debió dormir, porque yo me adelanté á la hora de la cita, y ya me esperaba en la escalera. Le hice seña de que no produjese ruido, y entramos en el primer departamento de los sótanos.

»—Ahí está mi tinaja, dijo con alegría.

»—¿Traeis la llave? le pregunté.

»—Siempre me acompaña.

»—Entónces, tomad una jarra y un cacillo, y bebed con moderacion.

»—¡Cómo! ¿No quereis brindar conmigo?

»—Nuestra santa regla sólo nos autoriza á beber en las comidas.

»—¿Sabeis, padre, dijo destapando la tinaja y sentándose en el suelo, cerca del borde, lo que sospecho?

»—No entiendo, le contesté muy alarmado.

»—El pintor echó un trago que parecía interminable, alabó el vino, se recostó sobre un codo, y me dijo sonriéndose.

»—Pues bien, creo que tratais de embriagarme para que os revele mis secretos.

»—No hagais juicios temerarios, hermano, repliqué ruborizándome al ver mi intencion adivinada; mal pagais el peligro á que me expongo, faltando á mi deber por complaceros. ¿No me pedisteis por favor que os dejase probar el vino?

»—Así es, en efecto; pero vos quizá habéis accedido á mi ruego para aprovecharos de una indiscrecion de la bebida; esto no tiene nada de particular, yo he pasado todo un dia oculto tras un lienzo espiando á mi maestro.

»—¿Y descubristeis algo?

»—Vi preparar Greco sus colores más extraños, y trabajar despues en una de sus más estrambóticas creaciones; temiendo ser descubierto, bajé con precaucion el lienzo que tenía algo levantado, y oí decir con mucha calma á mi maestro: «Juanillo, no te muevas; estabas en una posicion admirable, y hace un cuarto de hora me estás sirviendo de modelo con auxilio de esta cornucopia.»

»—¿Y no os molió á golpes?

»—Al contrario, me hizo moler pintura y me abrazó, diciéndome con cariño: «Juanillo, es inútil que me espies; necesitarias esconderte dentro de mi cráneo para averiguar el secreto de mi inspiracion.

»—Juan Ramirez, siento que me hayais juzgado mal.

»—No tendria inconveniente en enseñaros, me respondió, si hubiera formado escuela. Entre tanto, resignaos á verme beber únicamente.

»—Cuidado con lo que haceis, dije al observar que llenaba por segunda vez el jarro; pero en realidad deseando que bebiera.

»—No os alarmeis, padre, repuso con jovialidad; esta es la porcion de vino que constituye mi regla.

»—Pasamos media hora conversando al lado de la tinaja, cuyo borde está al nivel del suelo, y en todo ese tiempo no pude lograr del pintor una sola palabra que me iluminase, aunque empleé toda mi sagacidad y disimulo en las preguntas.

»—Si al ménos la borrachera le hiciese estropear el cuadro, pensé con infame regocijo, desesperando de lograr mi primer objeto.

»—Otro jarrito, padre, dijo Ramirez apoderándose del cacillo y casi tartamudeando.

»—Ni una gota más, añadí con fingida severidad, al ver que el cacillo no temblaba en su mano, lo cual probaba que tampoco temblarian los pinceles.

»Hice ademan de arrancarle el cazo de la mano, pero mi rival, hurtando el cuerpo, se inclinó dentro de la tinaja bruscamente, con tal desgracia, que perdiendo el equilibrio ó mareado con el vapor, cayó de plomo en el depósito.

»Aquello sucedió de una manera tan rápida, inevitable é imprevista, que me quedé yerto de espanto, y sin fuerza para ayudarle ni moverme de mi sitio: cuando pude hacerlo, corrí á un rincon, cogí un cubo amarrado á una maroma y hundí ambos en el vino, metiendo la linterna en la tinaja. Sólo ví una superficie oscura y brillante que reflejaba mi propia sombra y la luz del farol, y no vi más signos de vida que algunas burbujas de aire en la inmóvil superficie. Agité la cuerda en diversos sentidos sin observar peso alguno, y aterrado y mareado por el vaho que despedia la cuba, busqué un garfio, le até á mi palo, y á fuerza de trabajo conseguí sacar el cuerpo: el cuerpo únicamente, porque el alma estaba léjos de la tierra.

»Era inútil pedir auxilio: iban á culparme de la muerte del pintor, achacándola á la envidia: el lugar en que habia ocurrido la catástrofe me quitaba toda excusa. No sabia qué hacer; oraba, gemia y paseaba al mismo tiempo. El dia apuntaba: iba á sonar de un instante á otro la campana de la iglesia. No tuve eleccion en aquel trance apuradísimo; la necesidad más inmediata era ocultar el cuerpo: cogíle con resolucion, le arrojé en el lugar de su muerte, cerré con cuidado la tinaja, apagué la luz y salí del sótano tambaleándame como un ebrio.»

VIII

A una mirada del Abad, los legos que servian la mesa vertieron vino en los vasos: el aroma de aquel exquisito líquido produjo un sordo murmullo entre los monjes, algunos de los cuales, no obstante su sed, apartaron su vaso con horror y repugnancia: era el vino del pintor.

—Hermanos legos, dijo el Abad al observar que los monjes no bebian, la comunidad tiene sed, pero no se atreve á probar un vino en que sabe se ha disuelto el cadáver de un hombre: no es virtud y deseo de mortificarse, sino asco, lo que impide beber á nuestros hermanos. Servidles agua para que beban lo que gusten.

Los legos obedecieron, pero ni un solo monje se atrevió á llevar el vaso á los labios.

El lego Felipe, que habia escuchado con extraordinaria atencion la lectura, al concluir el último párrafo cayó á los piés del padre Abad, diciendo en voz alta:

—¡Absuélvame su reverencia! ¡perdon! Yo tambien he bebido de ese vino en que se ahogó mi pobre abuelo.

El Abad preguntó con extrañeza:

—¿Y cómo ayer no os embriagasteis?

—Es que ya estaba acostumbrado. Como el candado de la tinaja se habia roto por el moho, todos los dias entraba un rato en la despensa y bebia en el cacillo.

—¿Cuántos cacillos habeis bebido?

—No puedo recordar... unos cuarenta.

—Pues bien, esta confesion, que á otro le libraria de la pena, no os rebaja el castigo: sé muy bien que cuando no teneis con quién hablar, os confesais para desahogar la lengua, hermano Felipe. A ver, ¿quién es el lego más moderno?

—El hermano Clemente, contestó al instante el lego Felipe. «

—Pues bien; desde hoy figuraréis en la lista despues de aquel hermano.

—Señor, mi antigüedad...

—La habeis perdido, puesto que no aprendisteis con los años á contener vuestras pasiones.

—Padre Abad, considerad que son cuarenta años.

—Alzad y sed humilde; continúe su lectura el Padre Mayordomo.

Éste volvió á leer:

«¡Qué dias tan terribles pasé miéntras el cuerpo se deshacia en la bodega! ¡qué remordimientos y qué temor de que descubriesen el cadáver! Cada vez que se comentaba en mi presencia la desaparicion extraña del pintor temblaba de espanto, creyendo que en mi rostro se hallaria algun indicio. Todos los ratos que me dejaba libre el oficio, los dedicaba á la oracion por el alma del infortunado.

»Unos seis meses despues volvió á llamarme el Abad á mi celda, y me dijo con acento bondadoso:

»—Hermano Juan, vuestra conducta me autoriza á perdonaros. Sois otra vez el pintor del monasterio.

»—La palabra pintor me hizo estremecer: procuré aparentar alegría, pero mi mano temblaba al tomar la del prelado para besarla.

»—¿Os atreveis á concluir el cuadro de San Antonio?

»Aunque me esperaba aquella pregunta, me hizo una extraordinaria impresion la idea de trabajar en aquel cuadro. Contesté que liaría un esfuerzo para complacerle.

»Pero no era posible luchar con aquella obra maestra ni imitar aquel estilo. Várias veces empecé la figura del Santo, que debia ser la más noble y poética, y atraer la atencion, dando á las otras un carácter secundario; vana tarea; el Santo parecia pintado, miéntras las demas figuras tenian vida y movimiento; sólo podia conseguir una armonía desdichada, dando al rostro de San Antonio cierta expresion diabólica y absurda: borré mi trabajo, tapé aquellas figuras que me estorbaban y distraian, y procuré inspirarme en la vida del Santo: cuando concluí el San Antonio, me encontré satisfecho de la obra, pero al destapar el cuadro retrocedí lleno de despecho: el conjunto no guardaba ninguna armonía, y la obra de mi pincel era tan inferior á la de mi rival, que me avergonzaba y ofendia.

»A mi dolor y abatimiento sucedió una ira insensata: ciego y obcecado, borré, aquellas figuras, cuyos rostros me parecía que se mofaban de mi torpeza. Cuando volví en mí, ya era tarde para remediar aquel destrozo. ¿Qué hacer? No tuve otro remedio que improvisar un fondo vago que diese realce y valor al San Antonio: habia perdido mucho tiempo en mis ensayos y era preciso entregar el cuadro; sólo me faltaba una disculpa.

»Creí haberla encontrado, y convoqué á los monjes para que hiciesen el juicio de mi obra: estaba decidido á justificar mi accion, declarando que una vision sobrenatural me la habia inspirado, mandándome que borrase aquellas figuras por ser evocadas directamente del infierno.

»No contaba con la piedad y la imaginacion exaltada de los monjes. El cuadro estaba cubierto con un lienzo, y la comunidad reunida en el taller, cuando trémulo y avergonzado separé la tela que le resguardaba. Un grito de sorpresa, que me aterró al principio y ensanchó luego mi ánimo, resonó entre mis hermanos. Las frases «¡milagro! ¡milagro!», «Los diablos han huido de la tabla», «Yo los he visto desvanecerse por el aire», y otras análogas, resonaron de boca en boca. Los ménos propensos á lo maravilloso se convencian ante tantos testimonios. El recuerdo de las figuras pintadas por Ramirez, la certidumbre de que iban á volverlas á ver, y la sorpresa de no encontrarlas en su sitio, produjeron una alucinacion muy comprensible, y los monjes se arrodillaron ante el cuadro. Yo tambien caí de rodillas y pedí á Dios misericordia.

»—Hermano Juan, me dijo el padre Abad cuando estuvimos solos, mirándome con fijeza, ¿no os contentasteis con haber muerto al pintor, sino que ni aún perdonasteis la obra de sus manos?

»Me faltaron las fuerzas y caí al suelo aterrado.

»—¡Perdon! ¡perdon! exclamé derramando lágrimas de arrepentimiento.

»—¡Silencio! contestó el Abad, y dad gracias á Dios por haber producido esa ilusion en vuestros hermanos; yo no he participado de ella y he calculado, por vuestra accion de ahora, la que teniais tan oculta.

»Entónces confesé la verdad á mi prelado.

»—Escribid vuestra historia, para que se lea públicamente en el refectorio y sirva de enseñanza, me contestó el Abad despues de haberme oido: miéntras llega la ocasion, dejad á vuestros hermanos en su piadoso error, y estad siempre dispuesto á oir la lectura de vuestra falta y la confesion de vuestra envidia.

»Obedecí y he escrito: ¿podré soportar la vergüenza de esta pública lectura?»

Aquí termina el manuscrito, dijo el Padre Mayordomo: hay una nota en el cuaderno, que sólo contiene estas palabras:

«El padre Juan murió á los pocos meses de haber terminado sus apuntes.»

IX

El Abad se levantó y todos los monjes le imitaron.

—Hermanos, dijo, ayer dió la comunidad un gran escándalo; la historia que acabamos de escuchar es el principio del castigo; no fué vino el que bebisteis, sino los restos mortales de un cristiano; pecasteis con el ex-ceso de bebida, sea la sed vuestra mortificacion y penitencia. Desde hoy queda tasada el agua, y abierta á todos por un mes la tinaja en que se ahogó el desdichado Juan Ramirez, por si hay alguno que se atreva á llevar á sus labios aquel vino.

Pero no es esto suficiente: está deshonrado en la comarca el hábito glorioso de San Benito, que han vestido y visten aún tantos ínclitos varones; iréis de puerta en puerta pidiendo perdon á las gentes á quienes escandalizó vuestra conducta; les contaréis la verdad, os humillaréis ante los humildes, y sólo cesará vuestro castigo cuando el pueblo, á quien debemos el ejemplo de la virtud y la templanza, pida vuestro perdon á las puertas del convento.

X

Una semana despues rondaba por la noche el Padre Abad, acompañado de otro monje.

Al llegar cerca de la bodega, abierta, segun su órden, observó el prelado un resplandor dentro del sótano.

Alarmado y sorprendido, se acercó al sitio donde se veia la luz, y descubrió al lego Felipe, de rodillas ante la tinaja del pintor y con el cacillo en una mano.

—¿Qué haces, desdichado? dijo el Abad, presentándose de repente cu la bodega.

El lego Felipe, aterrado, dejó caer el cacillo en la tinaja, y, por primera vez de su vida, no encontró palabras para expresarse.

—¿Qué haces? repitió el Abad con voz severa.

—Señor, contestó por fin el lego juntaudo las manos con humildad y bajando la cabeza; estaba rezando sobre la tumba de mi abuelo.


Publicado en La Ilustracion Española y Americana en 1873.


Publicado el 29 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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