Venus Vengadora

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III
IV
V

I

¡Qué tiempos tan lejanos! Homero no había cantado aún el retraimiento y la cólera de Aquiles. Los tímidos viajes de los marinos griegos bastaban para satisfacer las necesidades del lujo y de los cambios; guiados los pilotos por la estrella del norte y los agüeros, acudían a la isla de Citeres a venerar la playa donde la concha de Venus se detuvo; y descargaban de sus toscas navecillas la miel famosa del Hymeto, higos de Ítaca y de Córcira, armas de cobre forjadas en Chipre, vinos de Lesbos y de Chío, lanas de la Arcadia y pasas de Corinto. Los mercaderes fenicios, que arribaban en naves poderosas, ofrecían a las voluptuosas isleñas de Citeres tejidos de oro y plata, cigarras de oro para recoger en bucles el cabello; pedrería, bálsamos y quitasoles de marfil; y cargaban sus buques de esponjas y corales, púrpura, salazones y frutos de la isla. La pura luz de aquel cielo brillante permitía ver a lo lejos, por el mediodía de la isla, los perfiles de los montes de Creta, y por el norte, en la península vecina, la cima del Taigeto; mientras en el azulado mar que la ceñía, se encontraban y besaban las olas del mar Jónico y las olas del Egeo. Brillaban en los naranjos y limoneros los frutos de oro entre las hojas relucientes; reinaba el arrayán en los jardines dedicados a la diosa y los rosales embalsamaban el aire con su perfume predilecto; el cisne sagrado flotaba en los estanques y revoloteaban las palomas esperando ser uncidas al carro de su ama; devotos de todos sexos y edades venían de remotas tierras a ofrecer en el ara cestos de flores y ofrendas incruentas; y el aroma de esas flores, el piar de los pajarillos en los bosques, el arrullo de las palomas, las músicas y las invocaciones amorosas, todo decía a voces que allí tenía su templo y residencia favoritos la Venus citerea, la querida de Adonis, la madre de Cupido y de las Gracias.

—Hija del Cielo y de la Espuma de los mares —dijeron cierto día unas extranjeras, presentando ante el ara una trípode de oro—, no venimos a hacer esta pobre ofrenda; iniciadas por tus sacerdotes en las dulzuras de tu culto, prometemos erigirte otro templo en nuestra isla, para adorarte a todas horas.

Coloreose el torneado brazo y brillaron los ojos de la estatua, y llevándose los dedos a los labios, envió un beso a las devotas.

II

Las devotas de Amatos no habían contado con la oposición de sus maridos. Cuando supieron éstos que una viuda rica y joven había cedido su hermosa casa con jardines y bosques para templo, y que todas las mujeres plantaban mirto y rosales y llevaban palomas y cisnes a casa de la viuda:

—No lo consentiremos —decían los maridos—, queréis las libertades y regalos de ese culto para dar aspecto de virtud a vuestra desvergüenza.

—Venus es la más amable de las diosas —respondían las amatienses— y debemos adorarla.

—Entonces no ha de hacernos mal alguno —alegaban los hombres—, sigamos sacrificando a las Parcas, las Harpías y las Furias, que pueden hacer daño.

—Hemos hecho voto.

—Sin libertad ni permiso nuestro.

Y agriándose la disputa, los hombres, indignados, arrasaron el campo de la viuda, hasta que aplacados con el destrozo volvieron a las faenas de la siega, mientras las mujeres, sin consuelo, invocaban a Venus sobre las ramas destrozadas.

Y la diosa apareció en su carro de nácar tirado por dos palomas y dos cisnes. No era la Venus sonriente, coronándose de mirto y luciendo el premio de la hermosura; ni la Venus desconsolada llorando sobre el cadáver de Adonis, sino la Venus imponente y ultrajada, ostentando la legitimidad de su soberanía con la mórbida hermosura de su rostro y de sus formas.

—No os aflijáis —dijo a las mujeres—, voy a castigarlos ahora mismo convirtiendo en brutos a todos los hombres de esta tierra.

—¡Piedad! —respondieron las doncellas.

—Es justo el castigo —replicaron las casadas.

—Considerad, madre del Amor —añadió la más discreta—, que los hombres están segando nuestras mieses.

—Esperaré a que concluyan la siega.

—¿Y quién hará la trilla?

—Continuarán siendo hombres hasta que encierren los granos en los silos.

—¿Y quién vendimiará?

—Les dejaré arrancar los racimos, pisar la uva y guardar el mosto en las cántaras de tierra. Ni un instante más.

—Una gracia; una sola gracia —dijo la discreta, después de haber cuchicheado con las otras.

—¿Aún más? —respondió Venus, entre enfadada y sonriente.

—Divina Venus, ésta es la gracia que pedimos: ya que los hombres han de ser convertidos en bestias, haz que sean animales útiles y mansos.

Venus soltó una carcajada argentina, que hizo sonreír a los cielos y las aguas, y se alejó por los aires, seguida de una bandada de palomas. Las nereidas asomaron por el agua, para verla, sus cabezas adornadas de perlas y corales; y los tritones, entusiasmados, tocaron con sus caracoles armoniosos la marcha de los dioses.

III

Los hombres acababan de depositar el rico mosto de Chipre en las cántaras de tierra, y cantaban celebrando el vino nuevo; y las mujeres, a las puertas de las casas, fingían hilar, tejer o amasar pan; pero todas calzaban los borceguíes altos de que usaban en el campo y tenían abrochados los mantos y las túnicas, como dispuestas a salir y esperando algún suceso.

—¡Astarté! —gritó de pronto una de las más ricas amatienses—. ¿Quién hostiga al ganado?

La esclava salió de la casa con los ojos extraviados y sin poder decir palabra, y detrás de ella, cinco hermosos bueyes empujándose, y que al verse en la calle corrieron hacia el campo.

—¡Ellos! ¡Son ellos! —decía Astarté toda azorada.

—¿Quiénes?

—Los hombres... los hombres de esta casa: y ese... ese que va delante.. delante... ¡es el señor!

En el mismo instante se oyeron exclamaciones parecidas y gritería de mujeres en todas direcciones; todas las puertas a la vez daban salida a hermosos bueyes, que juntándose en la calle, corrían torpemente para ocultar sus cuernos retorcidos, tapándose los unos con los otros. Cuando cesó a lo lejos el ruido que hacían sus pezuñas, sólo se vio una densa polvareda. La ciudad se había quedado sin varones. Venus se había vengado de ellos convirtiéndolos en bueyes.

Las amatienses chillaban; las esclavas se ponían las manos sobre la frente y se rociaban con agua lustral unas a otras. Algunas se agolpaban a la puerta de una vecina en quien la emoción de aquella metamorfosis había provocado dolores prematuros.

—¡Pobrecilla! ¿No había de sufrir? —decían las que estaban dentro.

—¿Cómo sigue? —preguntaban las de fuera.

—Ya salió de su cuidado.

—¿Qué ha sido?

—Un ternerito.

Una anciana gritaba en otro lado:

—¡Detened a mi hija! Que se quiere ir al campo a buscar a su marido.

Por fin la sujetaron; se había casado aquella misma mañana; su madre la tranquilizó con estas reflexiones:

—Déjalo, hija mía; Venus lo arreglará; ¿qué adelantarías con seguirle? ¿Ni cómo lo reconocerías entre los otros si ya en Amatos todos los maridos son iguales?

—Llevemos amapolas a los campos destruidos —gritaron las amatienses.

Y todas salieron en tropel para regar de flores la tierra sagrada donde se había posado el carro de la diosa.

IV

La fama del milagro llegó pronto a las vecinas costas de Asia, a Egipto y todo el archipiélago de Grecia, y la devoción del nuevo templo hizo competencia al de Citeres. Llegaban al puerto de Amatos naves de todo el mundo conocido, conduciendo a las cortesanas, músicos, poetas, mercaderes y guerreros más célebres de aquel tiempo. Nadie hubiera conocido un año después a las sencillas amatienses de túnica de lino y manto de lana tejido por sus manos en las coquetas perfumadas de aromas orientales, con mantos de franjas de oro, plata y púrpura ribeteados de gamuza; servidas por esclavas y entregadas al placer, guiaban fogosos caballos y aun cuadrigas en sus carros de marfil. El culto de la belleza había derramado por el país la riqueza y la abundancia.

Las mujeres de Amatos, que al principio no se atrevían a salir solas al campo, luego lo hicieron en cuadrillas, pasando deprisa por delante de algunas reses que las miraban tristemente; por fin, mandaron construir los establos fuera de los muros, y enviaron los bueyes a abrir surcos. Las más atrevidas se determinaron a pasar entre el ganado mayor en compañía de gallardos forasteros, que llevaban las espadas pendientes del tahalí e iban defendidos con los dorados petos y los cascos. Ni un bramido, ni un ademán de furia alteraba la tranquilidad de los rumiantes. Entonces les perdieron el temor y comprendieron que la transformación era completa; reconocieron todo el poder de Venus vengadora.

V

Las mujeres danzaban alegremente con los adoradores de Venus: corría el vino de Chipre por el suelo en libaciones a la diosa, y algunos mancebos lo arrojaban al aire, recogiéndolo, sin verter gota, en los vasos esculpidos. La cítara y la flauta, con dulce ritmo, producían sonidos amorosos y sensuales: las carrozas estaban dispuestas, y en ellas las ánforas para regar el camino del templo con vino generoso; y cuando las parejas, en trajes lascivos, subieron a la concha de los carros, el cortejo se puso lentamente en movimiento. Muy lentamente, porque las amatienses, en vez de caballos, habían hecho uncir reses en sus carrozas para que las condujeran muy despacio, con sus amantes, al templo de la diosa.

Y marchaban los bueyes poco a poco, al son de las cornetas y los címbalos, con los cuernos dorados, la testuz coronada de rosas y de mirto, guiados por niños en traje de amorcillos, que hacían el oficio de boyeros.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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