Vestir al Desnudo

José Fernández Bremón


Cuento



I

Los periódicos madrileños publicaron una noticia de París que produjo gran satisfacción entre los calvos.


La industria de las pelucas y añadidos está herida de muerte: el químico Mr. De la Peausserie ha descubierto una pasta infalible para hacer crecer el pelo. La Memoria que presentó a la Academia de Ciencias es lacónica. «El fracaso —dice— de todos los ingredientes para remediar la calvicie tiene por causa principal el ser para uso externo, sin fijarse en que el cabello crece de dentro afuera: es como si un labrador cubriese de pieles la tierra y sembrara el trigo encima de la piel. Yo siembro el pelo dentro del cuerpo de que brota, introduciéndole con mis pastillas los elementos que componen el plasma cabelludo: una vez asimiladas las sustancias convenientes el plasma se produce y nace el pelo. Como entre los señores académicos abundan los que pueden comprobarlo, adjuntas varias cajas de pastillas y a la prueba me remito».


Ahora bien: hace siete días que empezaron los ensayos y en todas las calvas académicas ha empezado a nacer un vello sedoso que de día en día se va fortaleciendo.

II

Un mes después añadían nuestros corresponsales de París estos detalles:


El banquete dado por los académicos experimentadores a Mr. De la Posserí ha sido suntuoso. Aquellos hombres doctos ostentaban, en vez de sus antiguas pelucas, largas melenas propias. Cuando apareció el primero de los postres, que era un pastel cubierto de cabello de ángel, los sabios, conmovidos ante aquel símbolo, abrazaron y vitorearon a Mr. De la Posserí.

III

Treinta días más tarde todo había cambiado: extractemos un artículo francés:


Lo habíamos previsto: si el plasma químico de Mr. De la Posserí tenía, y no lo negamos, la virtud de hacer brotar el pelo en las regiones destinadas a este fin por la naturaleza en nuestro cuerpo, ¿no era peligroso el uso de un agente tan enérgico? París está entristecido por los efectos de tan infernal descubrimiento: los hombres ilustres que lo habían probado como simple cosmético notaron con alarma que empezaba a pelechar todo su cutis, y el vello invadiendo manos, cara, todo el cuerpo, y haciéndose cada vez más tupido, los aprisionaba por completo. Las uñas crecían con innoble rapidez, y tan duras que sólo se podían cortar con mazo y con formón. Ni los dropacismos más eficaces, ni todo el arte de las vellezas, ni la navaja del barbero bastaban a descubrir la frente ni hacer la policía de los rostros. ¿Cuánto darían aquellas eminencias por recobrar sus calvas venerables? Los envenenados padecen, además, horribles dolores en las sienes.

IV

A la semana siguiente. Parte telegráfico de París:


Los dolores se calmaron; pero, ¿a qué costa? Las cabezas más ilustres de la ciencia están desfiguradas: han brotado en todas las frentes dos protuberancias de materia córnea que amenazan prolongarse. La Academia no se atreve a celebrar sesiones públicas. París indignado. Mr. De la Posserí se ha refugiado en la embajada de Alemania.

V

Comunicado de Mr. De la Posserí inserto en los periódicos:


Berlín, etc.

El triste accidente que me ha obligado a buscar asilo, por mucho que se deplore, nada afecta a la verdad de mi invención. Prometí devolver el cabello a los señores que hacían la experiencia y lo he cumplido, si bien reconozco que con exceso. Pero si en las sienes de algunos sabios han brotado cuernos, con perdón sea dicho, pues ese nombre tienen, no les perjudican en la honra. Ni esa superfluidad hace desmerecer el rostro humano: con ella fue representado el dios Pan por los antiguos; figura en la graciosa cabeza de Diana; es el canastillo de Flora; y en algunas naciones de África, signo piadoso que se coloca en los sepulcros. Es arma defensiva, y hoy que se arman las naciones, ¿no es lógico que se arme también el individuo?

Pero este resultado, el menos feliz de la experiencia, no puede extrañarme, aunque imprevisto. Mis pastillas no son un veneno: tienen la misma composición que el plasma del ganado merino, célebre por la finura de sus lanas: no era fácil adivinar que de esos mismos principios se dedujeran las otras consecuencias lamentables, ni que el pelo invadiese en el cuerpo humano sino las regiones destinadas a aquel ministerio. ¿Y qué son estas desgracias particulares, ante la transcendencia social del hecho que establecen?

La ciencia, sin auxilio de la industria, puede vestir al hombre: el pobre no padecerá frío en adelante: cubierto de vellón, tendrá un traje caliente y vitalicio, como la oveja: el mísero esquimal no necesitará cazar al oso blanco para robarle su pellejo: ni en los caminos de la industriosa Francia enseñará el mendigo su desnudez por los jirones de su ropa: al acostarse en el suelo, no sólo tendrá un abrigo natural, sino blando colchón de lana propia. En caso de mejorar de posición, sus lanas, teñidas de colores vistosos y sus cuerpos dorados podrán darle un aspecto pintoresco y elegante.

La baratura con que ofrezco mi producto lo pone al alcance de los más necesitados que, tomando mis pastillas, adquieren trajes completos por la módica suma de diez céntimos.

Jean de la Posserí.


Francia acogió el anuncio con una carcajada: algún escritor serio impugnó indignado la idea de convertir en rebaños a los pobres; pero la caricatura y el chiste desacreditaron el invento: sólo se vendieron pastillas a algún saltimbanco que quiso exhibir hombres carneros, o a algún burlón que, ofreciéndolas como golosinas, transformaba por diversión a sus amigos. Fue prohibido el plasma.

VI

Ocurrió que una dama inglesa, enamorada de su aspecto, tuvo relaciones con uno de los señores académicos, y obtuvo un mechón de sus lanas como prenda de cariño. Remitida a Londres, y ensayada aquella muestra en una junta competente, declaró ésta que el vellón humano de De la Posserí excedía en finura a todas las lanas conocidas. Uno de los ministros, que tenía fábrica de medias de aquel género, expuso en consejo la conveniencia de utilizar aquella maravillosa invención que Francia había despreciado. Mr. De la Posserí fue llamado a Londres, y poco después salía para Oriente entre una comisión enviada para aplacar el hambre de la India. No se pudo averiguar cuántas toneladas de plasma se distribuyeron entre los hambrientos: ello es que en poco tiempo los pastores protestantes condujeron al templo a sus ovejas cubiertas de vellón y con nacientes cuernecillos: los indios, sorprendidos al pronto, se resignaron creyéndolo dispuesto por sus dioses respectivos: había aumentado en aquella situación su mansedumbre. Vinieron los calores y se hizo la lana insoportable: el Gobierno inglés ordenó entonces el esquileo de sus súbditos, que se sometieron, balando de placer, a la tijera de sus amos: a todos los que se habían distinguido por su fidelidad al imperio se les dejaba, como recompensa, una borlita al esquilarlos. Dividiose el imperio indio en cabañas, y aquellos rebaños de hombres ganaron en consideración al ser convertidos en ganado: no se volvió a padecer de hambre en la India.

Qué revolución en la industria de las lanas: nadie pudo competir con Inglaterra; y las robustas y delicadas pantorrillas de las damas inglesas lucieron medias finísimas, tejidas con la lana de los indios.

Europa se conmovió de cólera y envidia al ver duplicadas las rentas de Inglaterra, pero compró sus medias y sus paños, que eran excelentes y baratos. Los egipcios disfrutaron pronto el beneficio de los indios, y por doquier cruzaban los ejércitos ingleses, difundían el plasma redentor.

VII

Una vez descubierto el principio, la ciencia estudió a competencia y compuso el plasma de diversos animales. Un sabio presentó el hombre oso, ofreciendo sus muestras al comercio; pero sólo compraron sus píldoras los pocos que viajaban por el círculo polar. Pero cuando otro inventor expuso hombres de aspecto terrible, con cara y melenas de león, el Ayuntamiento de Madrid estuvo a punto de imponer aquel traje a su guardia de a caballo. Otro químico, a fuerza de manipular con extractos de liviano y de cordilla, presentó un canastillo de niños blancos, negros y mariposas, de piel fina y caras graciosísimas, que parecía una cría de gatitos: las mamás, prendadas, estuvieron a punto de administrar el plasma gatuno a sus hijitos. La tentación para las damas fue terrible al ver la seducción que daba a un cuerpo bien formado de mujer la piel de la pantera. Pero nadie se atrevía a cambiar de piel, adoptando el traje nuevo, a pesar de desearlo los padres de familia y todas las personas económicas, tiranizados por las modistas y los sastres. Era un progreso, pero los adelantos no prosperan cuando no son un negocio.

Entre tanto Alemania, que trabajaba en silencio, dio otra sorpresa al mundo: no sólo se podía trasmitir al hombre el pelo animal, sino la pluma: todos los indígenas de sus colonias aparecieron cubiertos de ella como pájaros enormes: y los alemanes, desplumándolos con método, monopolizaron el lucrativo comercio de la pluma de avestruz.

VIII

Las lanas gratuitas de doscientos millones de indios, trabajadas con arte, paralizaron todos los telares europeos, y mataron todas las materias textiles. Las naciones, alarmadas, se pusieron de acuerdo, decretando el traje animal y prohibiendo las telas en plazo perentorio. Todo el que no cumpliera la ley sería sometido al plasma de carnero.

En Madrid, las gentes entusiasmadas vitorearon al Gobierno, que abrió las alcaldías a los pobres para suministrarles gratis plasmas ordinarios, que la caridad oficial siempre es espléndida.

Una mujer, con un niño de pecho, entra en la alcaldía:

—¿Es aquí donde se dan de balde las pastillas?

—Sí, señora; ¿de qué las quiere usted? Sólo se dan de perro, de oveja o de jumento. ¡Ah!, también se dan de cerdo, pero resultan un poco deshonestos.

—¡Válgame Dios! En fin, soy lavandera: démelo usted de perra de aguas y de cabrito, para esta criatura.

Dos amigos se encuentran en la calle, y dice el uno:

—¿Usted se va a vestir en farmacia o droguería?

—¿Qué diferencia hay?

—En las farmacias se venden los plasmas caros y mejores: en las droguerías los comunes.

—Aconséjeme usted un traje serio y que no llame la atención en un hombre político.

—No hay como el del pavo.

Una familia entra en una droguería:

—Juanito —dice el padre—, ¿de qué quieres vestir?

—De guacamayo.

—¿Y tú, niña?

—De mona.

—¿Y yo? —pregunta la madre al esposo—, ¿qué piel elegiré? Ya sabes que me gusta lo rayado.

—Dele usted plasma de cebra. Y dígame, señor droguero, ¿cuál suelen pedir los padres de familia... de mi edad?

—Visten de oso.

Dos enamorados:

—Es preciso ponernos de acuerdo para que no disuene nuestro aspecto.

—¿Quieres que hagamos un par de tórtolas?

—Sí, vida mía, sí: prepara el nido.

En una farmacia de lujo, pregunta un caballero muy buen puesto:

—Yo desearía un traje en que sentaran bien las bandas y collares.

—¿Lo quiere usted de pavo real?

—Es algo pretencioso: otro más serio

—Algunos ex ministros lo suelen pedir de dromedario.

Una señora muy guapa y bien vestida dice en confianza al farmacéutico:

—¿Me eligió usted el traje?

—Sí; pero va a desmerecer de usted en la blancura.

—¿De qué es?

—De cisne.

—¿No será vulgar?

—Sí; para usted. Ah, ya encontré: sólo hay una caja en Madrid, y se la entrego. Es de ave del paraíso... ¿No le satisface?

—No: la verdad. Démelo usted de zorra azul.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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