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Cuento.
16 págs. / 29 minutos / 29 KB.
2 de mayo de 2019.
Pregunté una vez a don Antonio cuál era su opinión acerca del carácter de Pedro el Cruel.
—Escritores ha habido en estos tiempos —respondió— que han pintado aquel monarca como un hombre severo en demasía, mas no lo bastante para merecer el título que le ha dado la historia. Ya os he contado pruebas de su ferocidad, y añadiré que en los últimos años de su reinado fue traidor y pérfido para con sus amigos, y monstruo sediento de sangre para con sus contrarios. Aún en sus mejores días solía dar rienda suelta a implacables odios, aunque entonces su carácter parecía ser una mezcla de ingenuidad y amor a la justicia. Ya habéis visto en una de las calles de esta ciudad el busto de Pedro el Cruel, que indica el sitio en que monarca hizo una muerte, en un encuentro casual que tuvo una noche en que iba paseándose solo y disfrazado. Según cuenta la tradición, jamás se hubiera tenido noticia del autor del delito si no hubiera sido por una vieja que, al oír el ruido de las espadas, se asomó, con un candil en la mano a la ventana. Regirse inmediatamente, asustada, sin ver el rostro al hombre que había muerto a su adversario. Examinada al día siguiente por los jueces, declaró que el homicida no podía ser otro que el rey, a quien había descubierto por el bien conocido crujido de sus rodillas. Pedro oyó la acusación sin turbarse y sin contradecir ni ultrajar a la vieja. No pudiendo, sin embargo, remover las sospechas que había excitado aquel suceso, mandó que se colocase su busto en la calle en que había ocurrido, a la manera que se ponen las cabezas de los malhechores en la escena de sus crímenes. Todavía se da el nombre del Candilejo a la calle que da enfrente del busto del rey, en memoria de la que sacó la vieja cuando oyó el rumor de la pendencia.