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Cuento.
21 págs. / 37 minutos / 37 KB.
3 de mayo de 2019.
«... Alguna vez me pida celos, con tal que me los pida blandamente».
Parte de este deseo concedió a Alberto la fortuna; la otra se la llevaron los vientos. Quiero decir que, aunque Giannetta le dio el gusto de manifestarse tan penetrada de su amor que no podía sufrir que hablase a su hermana, lo hizo de un modo tan opuesto a la blandura apetecida por el poeta que lo acosaba de muerte de un cabo al otro de las veinticuatro horas. Desatentado el incauto joven entre la loca persecución que sufría y la necesidad de ejecutar la comisión de que pendía no sólo su bienestar sino la seguridad de su persona, no sabía cómo proceder. Pasaban entretanto los días, y no adelantaba paso con Elvira, a quien apenas podía dirigir la palabra, tal era la incesante guardia que la hacía Giannetta. Cerca de tres semanas habían pasado de este modo cuando la astuta celosa mudó de repente su plan de ataque. Descuidóse al parecer de los pasos y proceder de Alberto, y empezó a manifestarse aficionada a un oficial rico, del lado allá de los cincuenta, que, antes por no saber qué hacerse que por otro interés más vivo, frecuentaba la casa. Aquí perdió los estribos el pobre Alberto: su pasión por Giannetta era harto loca para que este torbellino de afectos no le acabase de quitar el tino. Rogó, enojóse, amenazó, acarició: todo en balde. Giannetta se mantenía firme en la determinación, que juraba haber tomado, de romper para siempre. Sólo un momento pareció titubear y, como si la pasión renaciente la ablandase a su pesar, con ojos bajos, cual si quisiera ocultar las lágrimas que empezaban a llenarlos, dio al agitado Alberto el nombre de ingrato, acusándolo, por la milésima vez de haberla abandonado por Elvira.