Solución conciliadora
Apenas me vio entrar, mi sobrino Enriquito corrió a mi encuentro.
—¿Me traes la caja de soldados que me ofreciste?
—Se me ha olvidado, hermoso—dije, disculpándome.
—Entonces ya sabes que estamos disgustados. ¡Me has engañado!
—Pero, hombre, considera...
—Nada, nada, "tite"; desde ahora estamos disgustados.
—¡Y yo que venía a por ti para llevarte a tomar helado!
Enriquito quedó meditabundo. En su interior debían reñir un terrible combate, su resentimiento, de un lado, y el deseo de refrescar con un sorbete, a los cuales era muy aficionado, del otro.
Al fin triunfó su dignidad, herida con el incumplimiento de mi promesa, y con seriedad impropia de sus años, me dijo:
—No es posible, "tite"; estamos disgustados.
—¡Un soberbio helado de mantecado con muchos barquillos!
Nuevamente titubeó ante aquella espléndida promesa.
—Lo siento, pero no puede ser—contestó afirmándose heroicamente en su resolución.
—Podemos estar disgustados y, no obstante, venirte conmigo para que te convide a tomar helado.
—¿Cómo es eso?
—Pues siendo. Lo cortés no quita lo valiente. Puedes estar muy reñido conmigo y refrescar, sin embargo.
Guardó silencio. Pero al cabo debió temer que mi argumentación fuese una falacia, una celada tendida a su integridad de disgustado, porque manifestó:
—No; estando disgustados no puedo admitir un convite tuyo.
Ante una determinación tan firme y categórica, ya no insistí más; pero Enriquito, al cabo de unos momentos, en vista de mi silencio, propuso tímidamente, con plausible eclecticismo infantil:
—Mira, "tite", podemos hacer una cosa: yo no me disgustaré contigo hasta después que haya tomado el helado.
Un genio positivista
—Mamá, ¿adónde se encargan los niños?
—A una fábrica que hay en París, hija mía.
—¿Y cómo los mandan?
—Los envían en un cajoncito muy mono y bien arreglado, encima de un colchoncito mullido y rodeados de flores.
—¿Vienen desnudos?
—No; con su camisita.
—Pues Asunción, la niñera, dice que vienen desnudos.
—¡Qué sabe la niñera! Llegan en camisa.
—¡Ya me parecía a mí! Entonces vienen como mi muñeca, que cuando me la compraste sólo tenía una camisa puesta, hasta que yo le hice ropa y la vestí.
—Lo mismo, hijita.
—¿Y por dónde vienen?
—Por ferrocarril, facturados en gran velocidad.
La niña permanece unos minutos pensativa.
—¿Y si se pierden?
—La Compañía de ferrocarriles está obligada a indemnizar, como de todo lo que se extravía en el tren.
—¿Qué es eso de indemnizar?
—Que te dan lo que vale el niño.
—¿Cuánto vale un niño?
—Un niño.... un niño puede costar alrededor de mil duros—dice la madre, irresoluta al efectuar aquella extraña tasación.
—¡Qué caro! ¿Verdad, mamá? Acuérdate que mi muñeca sólo costó diez.
De nuevo reflexiona la niña, y, después de su meditación, manifiesta:
—Oye, mamá: ¿y no sería mejor que se perdiera el niño que has encargado y nos dieran los mil duros?... ¡Papá siempre está quejándose de que no tiene dinero!
Joaquinito quiere ser general
—Yo quiero ser general, papá.
—¿Para qué?
—Para mandar en todos los soldados.
—Entonces tendrás que ir a la guerra.
El niño, con heroica resolución, exclama:
—¡Pues iré!
—Y podrán matarte.
—¿A los generales también los matan?
—También.
No muy conforme con esta eventualidad, Joaquinito dice:
—Como yo soy el que mando, cuando comience el combate me marcharé.
—Serías un militar indigno y seguramente te fusilarían. ¡Volver la espalda al enemigo es una cobardía infamante!
—Papá, es que yo no le volvería la espalda: marcharía andando para atrás.
La carrera de "tonto"
—¿Qué te gustó más del Circo?
—Los tontos, abuelito.
—¿Te hicieron reír?
—Mucho. Tenían una gracia... Oye, abuelito: ¿cuánto gana un tonto?
—No sé, Carlitos.
—¿Ganará dos pesetas?
—Seguramente más.
—¿Más?
—Sí, hombre.
—¿Pues sabes que no es mala carrera? ¿En qué universidad se estudia para tonto, abuelito?
Cambio de vía
—Papá, Ramoncito, el hijo de la lavandera, dice que no tiene padre.
—Se le habrá muerto, Paquito.
—No, papá; es que dice que nunca tuvo padre.
El autor de los días de Paquito calla. El chico, en vista de su mutismo, le pregunta a poco:
—Oye, papá: ¿y puede un niño no haber tenido padre?
—Sí, hombre, muy sencillo...
—¿Cómo?
El padre no sabe qué contestar ni cómo salir del atolladero.
—Suponte que yo encargo un niño, lo meten en el tren, pero se equivocan y en vez de traerlo aquí lo llevan a casa de una señora...
—¿Que no esté casada?
—¡Claro!
El chico queda reflexionando ante aquel intrincado problema.
—No comprendo bien, papá... ¿Cómo puede equivocarse el tren?
Su hermanito menor, que hasta entonces ha guardado silencio, interviene diciendo:
—Puede echar por otra vía...
Carlitos, radiante, exclama entonces:
—¡Ah! ¡Ya comprendo! ¡Ramoncito no tiene padre por un cambio de vía!
Lógica pura
—Papá, cuando yo sea grande quiero casarme con la prima Lilí.
—Me parece un poco prematuro que pienses en eso.
—Papá, es que ayer la llamé estúpida, y ella contestó llamándome burro.
—¿Y qué?
—¡Que yo no quiero que me llame burro!
—Pues no la llames tú estúpida.
—¿No llamas tú estúpida a mamá, y mamá se calla o llora? Pues por eso quiero casarme con Lilí, para poderle decir estúpida, sin que ella me pueda llamar burro. Las mujeres no pueden llamar burros a sus maridos.
Para que su hermanito pueda comer merluza
—Mamá, ¿quieres que le de al niño este trocito de merluza tan rica?
—¡Qué disparate! ¿No ves que todavía mama, que aun no tiene dientes?
—¿Para comer merluza hace falta tener dientes?
—¡Claro!
—Oye: ¿pues por qué no le encargas al nene una dentadura postiza como la que tiene la abuelita?