La Saturna

José María de Acosta


Novela



Primera jornada

I

Cayó pesadamente el telón, cerrando la grandiosa embocadura del escenario, mientras la orquesta dejaba oir los últimos compases. El primer acto de Tosca había terminado.

Iluminóse la sala, y Consuelo, requiriendo los gemelos que tenía sobre el antepecho, los enfiló hacia abajo, hacia el patio de butacas, donde empezaban a levantarse algunos espectadores que se dirigían al foyer para fumar un cigarrillo.

Un joven alto, de porte distinguido, con rubios bigotes a la borgoñona, alzóse de su asiento y miró para arriba, a los palcos por asientos, como si buscase a alguien, pues siendo de los que acostumbran a llegar a las funciones teatrales tarde y con daño, había entrado a la mitad de la representación del primer acto y no había podido cerciorarse hasta ahora, en que la luz se había hecho, de la presencia de quien le interesaba y esperaba encontrar allí. En una butaca de la fila delantera de la localidad indicada distinguió algo confusamente unos gemelos fijos en él, y diciéndose: «¡Ahí está!», sonrió imperceptiblemente con sonrisa un poco fatua y fanfarrona de mozo creído de guapo, y saludó con una leve inclinación de cabeza.

Consuelo tocó con el codo a su hija Dolores, encantador capullo, fresco y fragante, que exhalaba ese aroma delicioso e inconfundible de la niña que empieza a ser mujer, y señalándole al joven de los blondos bigotes, que permanecía en pie junto a su butaca, le dijo:

—Mira, Lola, a Fernando Castrillo, que nos ha visto y nos saluda.

Lola miró un momento con indiferencia al lugar que su madre le indicaba, y después de reparar en Fernando, levantó los hombros de modo indiscernible y desvió la vista para irla posando errabunda en palcos y plateas, donde gran número de señoras con pronunciados escotes deslumbrantes de pedrería y con las espaldas desnudas atraían las codiciosas miradas varoniles y demostraban que, más que a oir y ver, ellas iban al teatro a que las viesen, y que puestas a enseñar, no eran nada cicateras en hacerlo.

¡Loado sea Dios, que todo lo hizo, y si lo hizo, qué modo mejor de manifestar y honrar su grandeza que mostrar la perfección de sus obras! Tal parece ser el bienintencionado móvil de tales despechugamientos y de otras desnudeces, dada la religiosidad y honesta condición de muchas de estas desvestidas damas.

El teatro estaba radiante. Empleando la frase consagrada por los revisteros de salones, diremos que allí estaba «todo Madrid», ese Madrid que no pasa de dos centenares de personas conocidas. El anuncio de que cantaría el célebre tenor Schurpa, adunaba tanta gente distinguida y adinerada: la élite de la sociedad cortesana.

Fernando hizo otro conato de saludo a Consuelo y salió del patio de butacas. Entonces los gemelos de ésta saltaron de palco en palco y de platea en platea, al mismo tiempo que llamaba la atención de su hija cuando daba con un rostro conocido:

—Allí, en aquel palco segundo de la derecha, donde hay dos señoras solas, están las de Bermejo... Aquella señora que en un principal se inclina sobre el antepecho mirando a la sala, es la condesa de Roncesvalles, tan tarasca como de costumbre; pero ¡vaya un collar que trae puesto!... Mira, mira, en butacas, en las primeras filas de la izquierda, está Susana Cabañas con su marido, aquel capitán de húsares cuyo dormán luce su forro de seda blanca sobre el respaldo del asiento. Y detrás está nuestra vecina la de Reguilla, con su tía; ¡qué bien va siempre! ¡En todas partes se encuentra! ¿La ves?

—Sí, mamá.

—Aquel que se levanta ahora allí, a la derecha, es el ministro de Instrucción pública, cordobés de nacimiento, como tu difunto padre; creo que fueron compañeros de Instituto. Y su señora, la del vestido gris perla, es una jamona muy guapa, pero que da bastante que hablar... ¡Lleva un pendentif con un brillante como una nuez!

Pero Lola, distraída, miraba casi sin ver. El curso de sus pensamientos iba quizá derivando por cauces muy distantes del teatro. Además, estaba algo aturdida: tanta profusión de luces, tanto acorde musical, tanto relampaguear de joyas, tal muchedumbre de personas encumbradas y famosas, la tenían mareada y como confusa. Era la primera vez que venía al Real y experimentaba una sensación parecida a quien después de larga permanencia en la obscuridad sale repentinamente a la claridad del día. Entornaba los ojos y se abstraía en pensamientos alejados del teatro y de la audición de la ópera. Hacía sólo cinco meses que había salido del colegio de reverendas madres, donde permaneciese seis años, sin otras interrupciones que las cortas vacaciones estivales, y el contraste le hacía recordar la dulce penumbra de sus salas de visita, el orden y compostura de sus clases, la pulcritud y sencillez de los dormitorios, el silencio de la capilla en la misa de alba que ellas oían, sin órganos ni otras galas instrumentales, que se reservaban para la misa mayor, la de los perezosos; el mesurado hablar de las buenas monjas, su callado andar, la tosquedad y modestia de sus vestiduras, con los sayales de estameña y las tocas blancas almidonadas. Rememoraba aquellos años plácidos, desprovistos de sorpresas y acontecimientos graves e imprevistos, que transcurrieron sin dejar más que una estela de calma y de paz en su corazón. Recordaba también cuando su padre iba a verla los días de visita al locutorio y le llevaba dulces y bombones y la mimaba y le daba consejos !Pobre padre, tan bueno y fallecido tan pronto! Y los ojos de la joven se nublaron un instante de lágrimas. Evocaba las figuras de otras colegialas amigas y sus juegos en las horas dedicadas a solaz y recreo en el colegio, tumultuosos y escandalizadores los primeros años, cuando todavía era una pitusa, y después, de mayorcita, más sosegados y tranquilos, reducidos casi a apacibles paseos por la huerta conventual en compañía de sus predilectas condiscípulas. ¡Qué venturosa fué entonces! ¡Con cuán poco se contenta el corazón de una niña! Una palabra alentadora o cariñosa de su profesora, una frase amable o amistosa de cualquier compañera, una caricia maternal, esto basta para llevar el calor a un corazón infantil. Y después, a medida que se avanza en el camino de la vida, qué insaciable se hace el corazón; quiere cariños exclusivos, pasiones locas, goces inacabables, otras existencias que se inmolen en su ara; tiene ansias infinitas, ambiciones desmedidas y extraordinarias, deseos imposibles. Esto aún no lo sabía bien la muchacha, pero instintivamente lo presentía ya.

El corazón, en los años de vida plena, es tirano y déspota, como todos los fuertes. Luego, en la ancianidad, cuando se siente débil, vuelve a contentarse con poquedades: con algo de ternura familiar, con un poco de filial respeto, con la tibieza de unas brasas de lumbre en su hogar. Es ley universal que cuanto más se tenga más se exija, que cuanto menos se posee menos se pida. La posesión de bienes acrecienta el apetito lejos de mitigarlo. El corazón, cuando es rico en vida, cuando está pictórico de energías, no se satisface con menos que con otras vidas que se anulen a su voluntad y que le rindan ciega pleitesía. Los chicos y los viejos son por ello fáciles de contentar. Por eso es más criminal hacer sufrir a niños y ancianos.

Lola seguía con el pensamiento puesto en sus años de colegio, tan cerca, y sin embargo tan remotos del momento actual y del real coliseo en que se encontraba. ¡Qué lejos estamos siempre del ayer, aunque el ayer sea próximo! ¡Y qué cercanos del mañana, aunque el mañana sea distante! En aquel remanso de paz que era el convento, seguía recordando, cualquier hecho, por nimio que fuese, adquiría las proporciones de acaecimiento sensacional y asombroso, como en las dormidas aguas de un estanque, llenas de líquenes y ranúnculos, un pequeño guijarro que se arroje es asaz suficiente para producir ondas concéntricas de radios progresivamente mayores, que acaban por ir a morir en sus orillas. Un paraguas encontrado en el zaguán del colegio bastó en cierta ocasión para provocar unas horas de holgorio y revolución; se le paseó triunfalmente por la huerta; se hicieron acerca de él múltiples conjeturas, hasta que fué a recogerlo el provecto médico de la Comunidad, cuyo era el paraguas. Otra noche, un gato ladronzuelo que entró furtivamente en un dormitorio, fué la causa eficiente que puso en conmoción a todo el convento, como si un terrible incendio hubiese prendido en sus cuatro fachadas; qué alboroto, qué de risas, qué de comentarios, qué de ocurrencias; alboreaba y aún no había vuelto la quietud, y con la zambra que se armó no hubo alumna que pegara los ojos. ¡Con cuán poco se divierten las naturalezas no estragadas! Tales memorias hacían ahora sonreír a la joven, más niña que mujer. Su sonrisa tenía, no obstante, un rictus de tristeza, de esa vaga melancolía que invade a las niñas en los umbrales de la pubertad, como si presagiaran los sin sabores y peligros con que la vida las acecha. Y el contraste entre esta imprecisa inquietud que la dominaba y las dulces añoranzas de su infancia, que en placentero desfile acababan de impresionar su mente, hacía que la sonrisa fuese a morir en una mueca de indefinida congoja.

Su madre, viéndola abstraída y como ausente, la sacó de estas inocentes recordaciones dándole un codazo:

—Pero, hija, no dices nada; ¿qué te parece el Real? Yo que me he decidido a venir, sacrificándome y rompiendo por vez primera el luto de tu pobre padre, sólo por traerte y que lo vieses...

El sacrificio no debía ser, sin embargo, muy doloroso: los ojos, llenos de satisfacción y viveza, de Consuelo, así lo denotaban.

—Di, ¿te gusta?

—Es bonito, mamá.

—¡Bonito! ¿Esto es todo?

Pero la chica estaba poco locuaz aquella noche; le gustaba más que la dejaran abismarse en sus recuerdos que sumergir su atención y sus sentidos en aquella baraúnda de luces, de gayos colores, de destellos de gemas, de perfumes, de runruneo de conversaciones.

—Mira, aquella que toma ahora los impertinentes es la duquesa de Sigüenza, dama de Su Majestad la Reina. El duque creo que era pariente lejano de tu padre... Cuando vivía éste, teníamos siempre abonadas dos butacas del turno segundo; hasta que se puso enfermo. Tu padre era muy amante de la música. A veces tomábamos un palco para invitar a algunos amigos o veníamos invitados... ¡Qué tiempos aquellos! Teníamos muchas relaciones, frecuentábamos los salones, a los martes mismos de a condesa de Roncesvalles, aquella señora que te he señalado antes, íbamos muchas tardes. Pero desde que murió tu padre, desde que tuvimos que mudarnos y reducir nuestros gastos, casi todos han dejado de visitarnos. La misma viuda del general Candueño, con ser algo parienta de él y deberle tantos favores, sólo una vez ha pisado nuestra casa desde que falta.

—¡Pobre papá!—murmuró la joven, y su vista tornó a empañarse por las lágrimas. Verdaderamente se encontraba muy sentimental y tristona aquella noche; por la menor cosa se le arrasaban los ojos en silencioso llanto. Parecía mentira que en un espectáculo tan brillante se entregara a esta melancolía. Mas era, quizá, esta misma corusquez y refulgencia de la fiesta lo que más contribuía a su taciturnidad, que esta sinrazón es razón en los temperamentos reflexivos y reconcentrados.

No había temor de que su madre notase su aflicción. Consuelo, con su cabecita alocada de pájaro, había vuelto a requerir los gemelos y seguía pasando revista a los rostros de las bellezas que presenciaban la función y a la parte visible de sus toilettes.

Su padre, pensaba Lola, qué figura tan interesante y qué condición tan bondadosa poseía. Se complacía en recordarlo tal como era en sus últimos años, con su estatura prócer algo encorvada, sus carnes cenceñas, su rostro pálido y enflaquecido y los cabellos casi blancos. Tenía tanta majestad y arrogancia a la par que tanta modestia y llaneza, que captaba las voluntades blandamente. Y luego aquella bondad inagotable que le hacía no tener un movimiento de impaciencia o mal humor ni una palabra de agravio o aceda para nadie, ni aun después que la mortal enfermedad había hecho presa en su organismo y era natural que lo desazonara y agriase. Nunca le sorprendió un gesto de ira ni le vió demasiarse en nada; era la corrección y el comedimiento personificados. Su padre le llevaba bastantes años, cerca de veinte, a su madre, y trataba a ésta con un afecto y una indulgencia algo paternales. Por las apariencias aun se hubiese juzgado mayor esta diferencia de edades entre los cónyuges, pues su madre parecía más joven de lo que realmente era por su genio ligero y jovial, mientras que su padre estaba prematuramente avejentado por su dolencia. Su generadora seria siempre una chiquilla mimada y mimosa, consentida y consentidora; un carácter débil y flojo: fofo. Sí, su madre era así, muy buena, sí, pero su padre era otra cosa... Ella era más del padre que de la madre; seria y reflexiva como aquél, parecía haber heredado el temple de su alma. Luego, la temprana muerte del autor de sus días la había hecho aún más reflexiva y había encanecido antes de tiempo sus pensamientos, que nada hay que haga a las personas tan meditadoras como los prematuros embates del infortunio.

Nuevamente la sacó su madre de su ensimismamiento.

—Lola, el segundo acto va a empezar. Te pasas la vida en Belén con los pastores.

El director de orquesta, ante su atril, abría la partitura. Comenzó el segundo acto de Tosca, esa ópera de Puccini que alguien ha calificado de patibularia, por tanto derramamiento de sangre como en la misma hay. Lola fijó reconcentradamente su atención en la música; ella también, como su padre, era una enamorada del arte de la armonía y se daba toda entera al placer de los acordes; pero le molestaban el teatro, la escena, los cantantes y hasta la misma orquesta; quisiera oir la música y el canto sin ver a sus intérpretes, sin nada que distrajese su arrobamiento. Una música como la que sor Sacramento, chanceando, le había explicado de pequeña que era la celestial: coro de Angeles invisibles, instrumentos tocados por serafines incorpóreos, que la envolviesen a una en suaves melodías y dulcísonas notas sin distinguir a los etéreos ejecutantes.

Pero su madre no participaba de su éxtasis musical y la interrumpía a menudo para hacerle notar el traje que sacaba el tenor, los solitarios que lucía la tiple o cualquier otra cosa de este jaez.

En el segundo entreacto, Fernando, antes de abandonar su localidad para salir a fumar, les dirigió sus más amables sonrisas. A poco, Consuelo, en vista del mutismo de su hija, enredó conversación con su otra vecina de butaca, y Lola pudo entregarse libremente a su soliloquio. Sus reflexiones no eran ahora tan acuitadas como antes, pues ocupaba su pensamiento la airosa figura de Gonzalo, un estudiante de medicina que demostraba gran afición por la muchacha y a quien ésta veía con no menor agrado. Parecía, sí, que le gustaba a Gonzalo; raro era el día en que ella fuese al Retiro con su prima que el mozo no encontrase forma de aparecer por allí y siempre procuraba que entablasen diálogo aparte y siempre era el requebrarla delicadamente y el dirigirle tiernas miradas. Gonzalo, indudablemente, la hacía objeto de sus preferencias, mas de eso a que el muchacho estuviese, enamorado había tanta distancia... Pero el caso era que su prima, la hermana de Gonzalo, la institutriz de ésta, todos, en fin, habían dado en la flor de decir que eran novios... ¿Novios? Ella, evidentemente, tenía otro concepto del noviazgo que la mayoría de las chicas de su conocimiento; para éstas, el amor constituía una especie de juego, un entretenimiento agradable; para Lola, el amor era algo más, era una cosa seria, muy seria.... y no se fundaba esta seriedad en que forzosamente hubiese de ir aparejado con unas relaciones formales con vistas al casorio, no. Para ella, el casamiento no era un fin, como para sus amigas, sino un medio, un medio de perpetuar el amor, que la joven, en su candidez e ignorancia, aun no tenía conocimiento de esa desoladora máxima, que ciertos espíritus inquietos o decadentes propalan y elevan a la categoría de axioma, según la cual el matrimonio es la tumba del amor. La seriedad estribaba en que ella comprendía que cuando entregase su corazón a un hombre, lo entregaría por completo y para siempre; si esto no había de tener una importancia magna y decisiva en su vida, ¿qué podía tenerla? Este sello de perpetuidad y de exclusivismo sería el que imprimiría a sus amores un carácter que pudiera llegar a ser trágico, pero que nunca seria cómico ni bufo. A ella, el querer la absorbería por entero y la había de llevar, indefectiblemente, a la perpetua ventura o a la perpetua infelicidad, sin atenuaciones ni intermitencias. Por ello le daba miedo amar... ¿Quería ella a Gonzalo? A decir verdad, no lo sabía. Gonzalo se le antojaba un muchacho apuesto, guapo, resuelto, noble, franco e inteligente... y el que lo encontrase dotado de tantas prendas y buenas cualidades, si no era ya quererlo, era cuando menos un paso de gigante hacia este afecto.

El tercer acto daba comienzo. Los armoniosos sonidos borraron la imagen de Gonzalo. El tenor Schurpa, el gran divo, «as de los ases», como le llamaban en los sueltos de contaduría, cantó de un modo magistral e insuperable la bella romanza el «Adiós a la vida»:


¡Oh dolci baci
o languide carezze!


Fué un prodigio de voz, de arte y de sentimiento; un milagro de melodía. Al terminar estalló una ovación formidable. Se la hicieron repetir y todavía, no saciado el público, tuvo que volver a cantarla. ¡Lástima que fuese tan cortital, pensaba entusiasmadamente Lola, transfigurada de emoción. Aquel hombre tenía un nido de ruiseñores en la garganta.

En compensación, la tiple en su papel de Floria Tosca, no había logrado en toda la noche, ni aun en el Visi d'arte, arrancar espontáneos aplausos al «respetable» público. Tenía poca voz y aunque no resultaba desagradable, como la del cuento, pues poseía un timbre grato al oído y modulaba afinadamente, no era cosa del otro jueves. El barítono tampoco había dado relieve al tétrico Scarpia. Las otras partes se contentaron con cumplir, sin pena ni gloria. En resumen, había sido una Tosca bastante medianita, exceptuando al tenor, que era un coloso cantando; por oírle se podía dispensar lo demás. Tal era el unánime juicio que a los espectadores entendidos les había merecido la audición y que emitían en voz alta, hablando unos con otros, al bajar las escaleras del regio coliseo.

Unicamente algunos viejos abonados al paraíso, inteligentes aficionados, pero que pertenecían a la casta de los eternos descontentos y sempiternos gruñones, salían murmurando del divo; para ellos no había habido otro tenor desde que dejó de existir Julián, no es preciso añadir Gayarre, que diciendo Julián y cantante se sobrentiende por antonomasia el divino e inmortal tenor roncalés. «A ellos se las iba a dar aquel martingalista, que, con cuatro recursitos de oropel, escamoteaba las notas difíciles.»

Acabada la representación, descendieron Consuelo y su hija al amplio vestíbulo del edificio, donde las aguardaba Fernando Castrillo, quien, después de saludarlas, incorporóse a las damas. Bien arropadas en sus abrigos salieron al exterior; la noche, de primeros de diciembre, estaba desapacible en extremo; un cierzo cortante, como el helado soplo de un glaciar, azotaba de cuando en cuando los rostros y barría las calles.

—Tengo la cara congestionada—expresó Consuelo, que traía la faz encendida. La calefacción del Real estaba echando bombas.

—Tomaremos un coche, no se vaya a constipar—indicó galantemente su acompañante—. Aquí, en la plaza de Isabel II, quizá haya.

—Gracias, Fernando, prefiero andar: el aire de la noche me hará bien.

Siguieron por la calle del Arenal, entre el tropel de gente que salía del teatro; veloces automóviles pasaban sin cesar por el arroyo, dejando un hediondo rastro producido por el escape de los gases, restos de la combustión de la gasolina. Consuelo miraba con mal disimulada envidia a las ocupantes de estos coches, muellemente reclinadas en las lujosas tapicerías e iluminadas por la luz eléctrica interior de los vehículos. Fernando y ella departían de la función, del teatro, de los concurrentes, de los artistas, de otras temporadas líricas pretéritas, de otras audiciones famosas. Lola, distraída, escuchaba a medias, sin intervenir en el diálogo. Pero fué al tratarse de los espectadores cuando el ingenio de Castrillo dió pruebas de mayor fecundidad; con una mordacidad cáustica y agresiva recorrió la lista de los nombres conocidos de la concurrencia, poniendo al descubierto, con implacable saña, sus ocultas lacras y miserias. Hombres y mujeres desfilaban en confusión, totum revolutum, maltratados por la impiedad de su lengua de hacha. Para él no había reputación merecida, virtud sana ni prestigio fundado.

—Ya habrá visto—decía—cómo atrae aún las miradas esa magnífica matrona, que se conserva apetitosa a pesar de estar ya algo ajada, que es nuestra ministra de Instrucción Pública; lo de instrucción no le cuadra: la antigua florista, por ahí empezó su triunfal carrera, en punto a saber sabe menos que uno de nuestros pseudointelectuales; lo de pública tal vez no le vaya mal. Viéndola a ella se comprende únicamente que su cretino marido haya llegado a ministro.

—¡Por Dios, Fernando! Lo que llevaba era un señor escote.

—Estaba en su papel docente: quien se encuentra al frente de la instrucción debe ser la primera en enseñar.

—Muy retocada iba también.

—Si las fachadas viejas deben revocarse, ¿por qué no lo han de hacer con las suyas las damas vetustas? Es una cuestión de ornato público. Igualmente habrá contemplado a ese dechado de fealdad que es su amiga la condesa de Roncesvalles, quien pretende descender por línea directa de Bernardo del Carpió, el vencedor de Rolando. Si su ilustre antepasado tenía parecido físico con ella no me extraña la victoria: bastaría su aparición para poner en dispersión al ejército de Carlomagno, por muy esforzados guerreros que entre sus filas contase. ¿Quién no pone los pies en Polvorosa al ver esa cara? «Mala la hubistes, franceses, en esa de Roncesvalles.» Peor la hubieran habido, seguramente, si llega a asomar la condesa.

Consuelo reía de buen grado.

Y por este orden fué dando muestras de su acre ingenio.

—Es usted terrible, Fernando.

—Los terribles son ellas y ellos, Consuelo.

—De todo habrá.

—De todo lo malo hay, en efecto, en nuestra podrida sociedad. Bueno, es de lo que se encuentra poco.

Lola, silenciosa, no atendía; su congénita rectitud moral experimentaba una gran repugnancia ante la viciosa y grotesca cabalgata que Fernando iba haciendo desfilar, y procuraba no escuchar. ¡La humanidad no era así, no podía ser así! Aquella imagen monstruosa y deforme era sólo producto de la gastada y mordaz visión de Fernando. El tal Fernando, con su sonrisa escéptica, no le era nada simpático, no obstante sus asiduidades para con ellas.

En la Puerta del Sol se pararon unos momentos. Fernando proponía que fuesen a cenar. Las damas se excusaban de aceptar el convite. El caballero insistía; a lo menos irían a un café para que Consuelo tomase una taza de moka, que le despejara la cabeza antes de acostarse. Esta se dejó convencer. Subieron por la calle de la Montera. Los transeúntes, arrecidos de frío, caminaban de prisa. Entraron en el saloncito de una pastelería, antes de llegar a la travesía de Jardines. Consuelo tomó el café, Lola no consintió pedir nada y Fernando saboreó una jícara de rico soconusco con brioches, un vaso de leche y una copa de agua con azucarillo; después encendió un «Romeo y Julieta y lanzó una bocanada de aromático humo, con la satisfacción del hombre que, con un gran sentido sibarítico, sabe sacarle el jugo a la vida.

Tornaron a la Puerta del Sol. La gente, a la salida de los teatros, se abalanzaba a los tranvías y pugnaba por encaramarse a sus plataformas. Tomaron por la Carrera de San Jerónimo. Consuelo tenía su vivienda en la calle de las Huertas, cerca de la plaza de Matute. Lo angosto de la acera de la calle del Príncipe hizo que Lola se adelantase unos pasos. Fernando aprovechó la ocasión para decir a la viuda:

—Cada día me tiene más hechizado con sus encantos, esquiva adorada.

—A otro perro con ese hueso, Fernando.

—¿No me cree?

—Vamos, déjese de tontunas.

—¡Qué ingrata es usted, Consuelo! El modo más cruel de pagar a un enamorado es tomar su amor a chanza.

—Si yo no lo tomo a broma, si casi casi lo voy creyendo ya—contestó la dama, sonriendo picarescamente.

—No lo diga con zumba.

—Lo digo muy seria. Pero veamos, Fernando, ¿dónde puede llevarnos ese cariño?

—¡Y lo sé yo acaso! Yo sólo sé que la quiero con toda mi alma, que la deseo con violencia exaltada, que únicamente vivo a su lado.

—¿No comprende que todo eso es una locura?

—¿Por qué locura? ¿Por qué no hemos de poder amarnos? ¿Por qué no hemos de poder ser felices? Los dos somos libres y dueños de nuestras acciones, los dos...

—Yo no lo soy más que hasta cierto punto: tengo mis hijos, y usted no lo es de ninguna manera...

—¿Por qué se expresa así? ¿Por qué razona como una mujer fría y calculadora? Yo sé que usted no es como quiere aparentar. Yo sé que usted como yo, solamente escucha la voz de su corazón. Yo soy libre, o como si lo fuese; usted sabe que estoy separado de mi mujer, que vamos a entablar el divorcio... Mas aunque no lo fuese, yo saltaría por cima de todo para arrojarme en sus brazos y usted no se atreve a apartar ese ridículo fantasma de los miramientos sociales para caer en los míos.

—¡Qué pronto se dice eso, Fernando!

—¡Nada hay que pueda separarnos, Consuelo! ¡Usted ha de quererme como yo la quiero a usted: idolatradamente! ¡Usted ha de ser mía, enteramente mía, como yo soy suyo, enteramente suyo!—y arrebatado, en un rapto de pasión, la cogió por un brazo, que apretó bruscamente, como si quisiera tomar posesión de ella.

Consuelo sintió como una sacudida eléctrica que la conmovió toda.

—¡Suelte, Fernando! ¡No sea loco! ¡Que puede vernos mi hija!

Precisamente llegaban a la plaza de Santa Ana y Lola se había detenido para emparejarse con ellos. Fernando soltó el brazo de la viuda y sacó un tema baladí de conversación.

A la puerta de la casa de Consuelo, Fernando llamó al sereno:

—¡Franciscooo...! ¡Franciscooo!

—Pero, hombre, si no se llama Francisco.

—Como todos los serenos madrileños se nombran Franciscos hasta que no se demuestre otra cosa. ¿Cuál es su nombre?

—Manuel.

—¡Manueeel! ¡Manueee!! ¡Serenooo...! Allá abajo, en la semiobscuridad de la calle de las Huertas, retumbó una voz cascada y aguardentosa:

—¡Vaaa...! ¡Allá va!

En la sombra se vió avanzar veloz a un bulto, al husmo de una buena propina, que confiaba obtener viendo a las señoras acompañadas por un caballero de magnifico gabán. Ya cerca, distinguieron cómo buscaba en el cinto hasta sacar una gran llave y con ella en la diestra y con el chuzo y el farol en la siniestra, llegó a la puerta.

—¡Buenas noches, señoritos! Hace ya fresco, ¿eh?—saludó el sereno madrileño, ejemplar único e inconfundible, por lo pelma y por otras características de su pertenencia exclusiva, entre la fauna universal de los gusanos de luz bípedos e implumes.

La joven se despidió:

—Usted descanse, don Fernando.

—Adiós, Lolita, tú tan ceremoniosa como siempre; ¿cuándo vas a suprimir ese enfadoso don? Y a ver si otra noche te traes mejor humor.

Consuelo le alargó la diestra.

—Muchas gracias, Fernando, por sus amabilidades y por la molestia de acompañarnos.

El retuvo unos instantes la fina y enguantada mano y la apretó suavemente entre las suyas, y bajo, muy bajo, para que ni Lola ni el sereno pudieran oírlo, musitó:

—Adiós, mi vida.

Ella le miró intensamente y contestó:

—Adiós, Fernando.

Castrillo entregó una moneda de a peseta al guardián nocturno y se marchó.

Ya en su piso, un primero, Consuelo abrió la puerta con el llavín, y viendo luz en el dormitorio de su hijo, su fué derechamente a esta habitación. Encontró al muchacho desnudándose para meterse en el lecho.

—¿Qué es eso, hijo, que no te has acostado todavía?

—He llegado hace poco de estudiar con el primo.

Consuelo lo besó cariñosamente en la frente; aquel niño zangolotino, con sus diez y siete años ya a las espaldas, constituía su debilidad.

—Mañana tendrás que ir a la Academia, Antonio.

—Sí, mamá.

—Diré que te llamen a las ocho.

La madre volvió a besarlo, a tiempo que el chico se deslizaba entre las sábanas.

—Hasta mañana, hijo mío.

—Hasta mañana, mamá.

Al cerrar la puerta de la alcoba del joven, la madre murmuró:

—¡Pobre hijo! Está desmejorado de tanto estudiar. ¡Qué fastidio de estudios!

II

Consuelo Pla vió la luz primera en la industriosa ciudad que riegan las fértiles aguas del Turia. Su padre, que pertenecía a la carrera judicial, era también de origen valenciano.

Todo parecía sonreír a la niña Consuelo, pues linda, alegre, hija única y, como tal, consentida, no tenía capricho que sus padres le negaran ni gusto que le contrariasen. Era carnosa, dulce, suave, fresca y jugosa como los opimos frutos de la huerta de su ciudad natal; un encanto de criatura que sus padres idolatraban con frenesí, sin que osaran oponerse ni remotamente a los imperiales ucases de tan tierna tirana. Tiranías sumamente frecuentes y que, como los despotismos en la gobernación de naciones, suelen tener mal remate.

Corrió con sus padres pueblos y ciudades en los venturosos años de su infancia, acompañando al autor de sus días allí donde los Gobiernos le enviaban a administrar justicia. En plena puericia, cuando más necesaria era a su educación, perdió a su madre, y su padre reconcentró en ella toda la ternura de su corazón, espinoso al exterior, pero apacible y afectuoso en su interior.

Su padre era de esa casta de magistrados, poco abundante por desgracia, probos e íntegros, inasequibles a la dádiva, a la recomendación y al soborno, incapaces de claudicación, cohecho ni prevaricación, que honran la toga que visten. Nuevo Fabricio, dones e influencias eran para él excusados, pues nada lograba torcer los dictados de su conciencia ni los sagrados fallos de la justicia. Quien para todos era la personificación de la tiesura y de la rigidez, era para su hija la suma debilidad y blandura. Y contrastaba la seriedad y hermeticidad de su carácter con la cálida locuacidad de su hija, que era una muchacha vivaracha y atolondrada, una tarabilla simpática y jovial, de las que piensan a cántaras y hablan a moyos.

En esto del pensar y del hablar hay quienes piensan más de lo que hablan, que es lo cuerdo, y quienes hablan más de lo que piensan, que es lo necio o lo alocado; de esta última condición era Consuelo. Hay también bastantes que no piensan nada de lo que dicen y muchos que no dicen nada de lo que piensan, pero pocos, muy pocos, que digan lo que piensan. La franqueza ha llegado a considerarse como algo nefando en este siglo en que todo son convencionalismos hipócritas y así se acostumbra a decir: «Ese hombre es demasiado franco», como si la franqueza fuese vituperable y en ella cupiese demasía, cuando lo que es de sentir es que hablen los que hablan lo que no sienten.

Con la pasión paternal hubo de resentirse la educación de Consuelo, que en cortas y contadas temporadas pisó colegios, pues bastaba que con su genio vivaz hiciese cuatro carantoñas y arrumacos al inflexible magistrado, para que no hubiese otra autoridad que la de su realísima y caprichosa voluntad, y a esta arbitraria autoridad lo que menos le placía eran el tedio que le causaban las engorrosas lecciones y la quietud y paciencia que exigen el bordado, el encaje de bolillos u otras primorosas labores femeninas.

Mas si dejó de aprender muchas cosas que debiera, pronto aprendió, en cambio, otras que no debiera, que para éstas andan siempre muy despiertas las inteligencias adolescentes, y en manos de fámulas procaces y hospedándose muchas veces en fondas y hoteles, donde cada huésped y huéspeda es como Dios o el diablo lo han hecho y donde hay quienes aprovechan encontrarse alejados algunas leguas de su hogar para dar suelta a sus bajos apetitos, hartas ocasiones tuvo de que sus oídos escuchasen expresiones y relatos poco educadores y de que sus ojos contemplasen espectáculos poco edificantes. Su progenitor, desde que no tenía mujer propia que señoreara su casa, solía preferir tales albergues, cuando el destino no era muy estable, a montar vivienda propia y entregarse a la desapoderada rapacidad de interesados sirvientes, que en hogar sin señora, es sabido que todo anda manga por hombro y la sisa escandalosa a la orden del día.

Todo ello fué causa de que se excitase precozmente la innata sensualidad de la jovencita Consuelo, y así sucedió que a la edad en que la mayoría de las niñas sólo piensan en muñecas, ella pensase en muñecos, pero en calidad de novios, y cuando las demás empiezan a soñar con amores, a ella no le podía ya enseñar nada, a lo menos teóricamente, El arte de amar del libertino Ovidio.

Tempranamente tuvo, pues, amores con mocosos de esos que más se preocupan de hombrear que de los libros de texto, y prematuramente también, aunque para esto siempre es prematuro, tuvo un devaneo más serio con cierto cadete de Caballería, encontrándose su padre destinado en Valladolid, que si no llegó a tener irreparables consecuencias, a dos dedos de ello estuvo, que por los cauces que discurrían estos amores no podía ser otro el final, y gracias a la providencial oportunidad con que trasladaron al magistrado a la cortesana villa, en calidad de fiscal de su Audiencia Territorial, cortóse la ocasión de que tal sucediera, que quien quita la ocasión quita el peligro y el peligro fué aquí inminente.

Vínose el magistrado con su hija a los Madriles y alojáronse en una pensión que a la sazón existía en la calle de Sevilla, teatro de las hazañas de hampones y sablistas en plantón y alhóndiga de la comiquería sin contrata y de la flor y copete de la andante torería.

Mas a poco de encontrarse en la coronada villa, el fiscal de S. M. pescó una pulmonía de esas que reparte a granel el helado vientecillo del Guadarrama, que es fama que no apaga un candil y tumba prestamente a un hombre, y tan certero vino el fiero mal, que en pocos días acabó con su vida, sumiendo a Consuelo en gran aflicción y dejándola en el mayor desamparo: sola en una casa de huéspedes, en ciudad desconocida, sin parientes propincuos y sin abundancia de moneda, que, al fin, con harta razón dice el vulgo que los duelos con pan son menos.

Entre sus compañeros de hospedaje se contaba don Jaime Méndez de Cabrera, a quien habían hecho tilín los muchos y apetecibles encantos de la muchacha, que en verdad era la nata de toda hermosura y simpatía, y viéndola en tanta soledad y desconsuelo fué su paño de lágrimas en aquella luctuosa ocasión, con lo que aumentando el trato y confianza entre ellos, concluyó por incubarse un tiránico amor en el caballero, que hombre soltero y maduro no convive sin este riesgo con mujer tan bella y espléndida.

Don Jaime Méndez de Cabrera y Venegas pertenecía a una de las familias más ilustres cordobesas, pues descendía por línea de varonía legítima del conde don Pedro Ponce de Cabrera, ricohome de León, alférez mayor de su rey don Alfonso IX y gran servidor de su hijo el santo rey don Fernando, tercero del nombre, a quien acompañó valerosamente en su incesante batallar por Andalucía. Asistió a la conquista de Córdoba, donde tuvo muchos repartimientos, según consta en una bula despachada por el Papa Inocencio IV en el año 1250; a las de la villa de Lora, castillo de Marchena y a las de otras varias ciudades, tomando parte, por último, en la famosa expugnación de Sevilla, «donde obró hazañas de mucho valor y gloria», conforme hace constar uno de sus panegiristas. Fué de!os ricos hombres escogidos para conducir y acompañar a la infanta doña Leonor de Castilla en su enlace con el rey don Jaime I de Aragón, según refiere Zurita. Gozó gran favor e influencia en la Corte por sus dotes y por su empleo de alférez mayor, que tenía grandes prerrogativas y proeminencias, entre otras «que tenga su seña, e aya cien Cavaleyros, en Casa del Rey Mesa de su Cavo, e en Pascua florida la Capa de oro, u de plata del Rey por suya, e los bestidos, e lechos, e un Cavaylo», con arreglo a lo que disponían las leyes del reino.

Hijo del anterior, según los genealogistas, fué don Fernando Pérez Ponce de León, ricohombre de Castilla, señor de Cangas y de la Puebla de Asturias, adelantado mayor de la frontera, ayo del rey don Fernando IV y progenitor del esclarecido linaje de los Ponces de León, que guerreó también esforzadamente contra los moros, pues entonces los señores no tenían otro placer, y que sirvió con tanta lealtad a los reyes don Alfonso el Sabio y don Sancho, que el primero, cuando se vió en gran tribulación y desvalimiento por haber sido abandonado de los Grandes y de las Ciudades, sin que le permaneciesen fieles más que algunos caballeros de la casa de Lara y don Fernando Pérez Ponce de León, escribió de éste en su libro de las «Querellas», aunque algunos aseguran fué de Diego Pérez Sarmiento:


A ti Fernán Pérez Ponce, el leal,
cormano e amigo, e firme vasallo,
lo que a míos homes por cuita les callo,
entiendo decir plañiendo mi mal:
a ti que quitaste la tierra e cabdal
por las mías faciendas de Roma y allende,
mi péñola vuela; escúchala dende
ca grita doliente con fabla mortal.

Como yaz solo el rey de Castilla
emperador de Alemania que foe,
aquel que los reyes besaban su pie,
e reinas pedían limosna e mancilla:
el que de hueste mantuvo en Sevilla
diez mil de a caballo, e tres dobles peones,
el que acatado en lejanas naciones
foe por sus tablas e por su cochilla.


De don Fernando Pérez Ponce de León descendió el gran ricohombre don Pedro Ponce de León, quinto señor del estado de Marchena, primer conde de Medellín y de Arcos, fundador del mayorazgo de esta casa, que peleó denodadamente con la morisma en Archidona, Antequera, en la famosa batalla de la Higueruela (en la falda de Sierra Elvira, a la vista de Granada), y en otros muchos parajes y ocasiones, y que fué leal servidor del rey don Juan II de Castilla en sus querellas con los infantes de Aragón y en otros sucesos intestinos de aquella turbulenta época, por lo que el monarca, agradecido a tanta lealtad y a tan señalados servicios, hizo merced de la villa de Medellín, con el título de conde, por real privilegio, al dicho don Pedro Ponce de León, «que después fué conde de Arcos, en trueco de Medellín, la cual hubo el maestre de Santiago don Juan Pacheco», según narra el doctor Salazar de Mendoza en su libro Origen de las dignidades seglares de Castilla y León. De «cambalaches» como éste están llenas las crónicas de aquellos tiempos; así, que era caso frecuente el que los pobres pecheros se acostasen vasallos de un magnate y se levantaran perteneciendo a otro señor. Fué, a su vez, don Pedro Ponce de León tronco por linea primogénita de una de las casas más ilustres andaluzas, por líneas de segundón de varias familias de abolengo, y por líneas transversales o de costado, estuvo enlazado con otras muchas linajudas estirpes.

De don Juan Pérez Ponce de Cabrera, otro de los hijos del referido conde don Pedro Ponce de Cabrera, descienden los Méndez de Cabrera, que habían sido adelantados de frontera en Córdoba, alguaciles mayores perpetuos por juro de heredad de esta ciudad y veinticuatro de su Concejo, y que estaban emparentados con gran número de casas de nuestra más rancia nobleza, y ligados por vínculos matrimoniales con otras de no menor alcurnia.

La rama de los Méndez de Cabrera a que pertenecía don Jaime, acabó, por una serie de adversos sucesos, por verse reducida a una dorada penuria: de propiedad inmueble heredaron don Jaime y sus hermanos un casón solariego ruinoso en Lucena, unas pocas aranzadas de olivar y algunos pegujales de labrantío en su término, y de moneda contante y sonante ni un doblón.

Don Jaime, que había seguido la carrera de ingeniero industrial, consiguió, por las relaciones e influencias de sus nobles parientes, algunas representaciones pingües de casas constructoras de maquinaria, y últimamente, una poderosa sociedad alemana, que se dedicaba a la fabricación y exportación de material eléctrico, le había nombrado director de sus oficinas y almacenes, y le había otorgado la gerencia de sus numerosos e importantes negocios en España. Todo esto permitía al don Jaime vivir con desahogo y sin menoscabo del lustre de su prosapia.

Tenía don Jaime dos hermanos: el mayor, don Ramiro, solterón impenitente, que nunca quiso aplicarse al estudio, y que vivía en Lucena lo más del año, con lo que le producía su corta legítima y otra heredad más mollar que le legó una tía, que fué también su madrina de pila, y doña Angeles, la menor, que casó, casi al par que el ingeniero, con don Luis de Córdoba e Hinestrosa, capitán de Artillería.

El enamorado don Jaime, que había tenido una juventud un tanto borrascosa, era ya un cuarentón machucho y algo averiado cuando conoció a Consuelo, y tan fieramente le acometió y se cebó en su corazón el rapaz Cupido, que una tarde, antes del mes del sepelio del austero magistrado, consultándole ella, irresoluta sobre cuál partido debía de tomar, pues ni le parecía bien quedarse a vivir sola en Madrid, ni le agradaba irse a Valencia con unas lejanas parientas, viejas y rezadoras, nuestro caballero se armó de valor, y arrancándose por derecho, le declaró su amor y le ofreció su mano, que a su edad, tal dolencia es mortal de necesidad, y en esto, como se verá, no hay metáfora en el presente relato.

Aunque don Jaime no podía ser ya por su edad y condiciones el ideal de los ensueños de la hermosa huérfana, ésta, que se veía en grave aprieto, sin saber cómo resolver su situación, accedió a los amorosos requerimientos y consintió en ser su esposa. Por la posta celebróse la boda, que el deteriorado pretendiente, comprendiendo que no le restaba dilatada existencia, no quería demorar el momento de empezar a gozar tanta ventura, y la novia no estaba tampoco en condiciones de proponer demoras.

Instalóse lujosa y holgadamente el nuevo matrimonio, y al principio todo marchó como sobre ruedas: don Jaime era activo y emprendedor; a los emolumentos de su representación pronto unió las utilidades de sus participaciones en varias empresas, entre ellas un coto minero en que era el mayor partícipe y que le proporcionaba saneados beneficios, y con todo ello acudía a sostener el lujo de Consuelo, que era gastadora y manirrota. Amaba, además, con tanto ardor a su peregrina esposa, que ésta, sensual de suyo, no hubo de echar de menos las caricias de otro más joven y bizarro galán; mas ello, a la postre, quebrantó grandemente la ya delicada salud del rendido amador, que, a ciertas edades, cabe el tálamo nupcial está abierta la hoya para quien gusta sin tino de las delicias de Capua.

Don Jaime, entonces, hubo de dejar su empleo, y para seguir con el mismo tren de vida que desde su casamiento había tenido, que Consuelo no era de las que se avienen a reducciones, y él, con su tardío enamoramiento, no se atrevía a contrariarla, fué preciso ir malvendiendo las participaciones en fábricas y empresas.

Dos hijos habían nacido ya de este matrimonio cuando don Jaime enfermó: Antonio, el primogénito, que después de infructuosas tentativas para ingresar en la escuela de ingenieros industriales, «manía que le habían tomado los examinadores», se estaba preparando para militar cuando principiamos esta narración, y Lola, que contaba diez y seis abriles a esta sazón.

A fuerza de cuidados y de sana y abundante alimentación, vivió algunos años don Jaime después de enfermar, con el terrible duende oculto y en acecho; mas como éste, la tuberculosis, no es de los que fácilmente perdonan cuando hacen presa en un organismo, acabó con los días del caballero Méndez de Cabrera unos dos años antes de la noche en que hemos trabado conocimiento con su gentil y aún bella viuda.

Con el poco ingresar y el mucho gastar, únicamente conservaba don Jaime, al tiempo de morir, su corta herencia paterna en Lucena y la participación en la empresa minera.

No consintió tampoco Consuelo reducirse mucho cuando le faltó el esposo, a pesar de los consejos de su cuñada Angeles, que, también viuda, acababa de trasladar su residencia a Madrid para atender a la educación de sus hijos, y de otras personas allegadas, y aunque se conformó a la mudanza de vivienda, eligió aquel piso primero de la calle de las Huertas (en el principal moraba la de Reguilla), que rentaba todavía mucho más de lo que sus medios económicos le permitían, y en cuanto al vestir y a otros gastos que dicen menudos, cuando en total son a veces los más considerables, la reducción, si la hubo, fué inapreciable; así, en aumento el desequilibrio entre las entradas y salidas, había ido tirando como pudo, bajo el angustioso régimen de trampa adelante.

Como con razón asevera un dicho popular que bien vengas mal si vienes solo, también aquella empresa minera, en que su marido fundó tantas esperanzas y que tan buenos rendimientos producía en su vida, degeneró en una maraña de litigios: pleito con la casa contratadora de la producción, pleito con la compañía ferroviaria transportadora del mineral, pleito de unos socios con otros y hasta pleito con el fisco por no sé qué ocultación de productos, con lo que los repartos acabaron siendo negativos y todo estaba seriamente amenazado de ser comido por esas alimañas y sabandijas de la curia, terror de bolsas y manantial de faramallas y fullerías. Para que la guiase como abogado y consejero en aquel dédalo de papel sellado, en aquel caos de demandas, contestaciones a las demandas, réplicas, duplicas, pliegos de deposiciones y todo el argamandijo del vasto tinglado previsto por la la ley de Enjuiciamiento civil, mare magnum donde la razón y la justicia han de perderse las más de las veces, Consuelo había escogido a Fernando Castrillo, paisano de su difunto marido y conocido de ella, que por representar en Cortes un distrito rural de la provincia de Córdoba gozaba de alguna influencia y que espontáneamente, al parecer, se le ofreció para el indicado objeto. Con esto, las relaciones entre Fernando y Consuelo, que en los años de matrimonio de ésta habían sido someras, se iban estrechando hasta el punto de peligrosa intimidad que el lector ha visto en el capítulo precedente.

Levantóse Consuelo tarde al día siguiente de la representación de Tosca, que era mujer en quien era usual esta pegadura de sábanas, lo cual no deja de estar reñido con la temprana diligencia que ha de ser primordial obligación de toda buena ama de casa. Pues, como dice fray Luis de León en su admirable obra La perfecta casada, la mujer cabal de su hogar es la «que se levantó la primera, y que ganó por la mano al lucero y amanesció ella antes que el sol, y por sí misma, y no por mano ajena, proveyó a su gente y familia, así en lo que habían de hacer como en lo que habían de comer». Y para persuadir de que esto debe ser de este modo y no de otro, argumenta, entre otras muy sabias razones, con las siguientes, que por su sencilla lógica no nos resistimos a copiar: «Mucho se engañan los que piensan que mientras ellas, cuya es la casa, y a quien propiamente toca el bien y el mal della, duermen y se descuidan, cuidará y velará la criada, que no le toca y que al fin lo mira todo como ajeno. Porque si el amo duerme ¿por qué despertará el criado?» «De manera que ha de madrugar la casada para que madrugue su familia. Porque ha de entender que su casa es un cuerpo y ella es el alma dél, y que como los miembros no se mueven si no son movidos del alma, así sus criadas, si no las menea ella y las levanta y mueve a sus obras, no se sabrán menear. Y cuando las criadas madrugasen por sí, durmiendo su ama y no la teniendo por testigo y por guarda suya, es peor que madruguen, porque entonces la casa por aquel espacio de tiempo es como pueblo sin rey y sin ley, y como comunidad sin cabeza; y no se levantan a servir, sino a robar y destruir, y es el propio tiempo para cuando ellas guardan sus hechos. Y perdónesenos en esta ocasión el pecar de digresores en gracia a ser de quien es la digresión.

Ataviada con un sencillo y elegante salto de cama, pasó Consuelo al cuarto de baño para hacerse su tocado. Frisaba la viuda en los siete lustros, pero como estaba muy bien conservada, su paso por las calles aun provocaba un mudo motín de miradas y deseos machunos y un parlante torneo de piropos y requiebros. Era más bien baja que alta y estaba más cerca de la grosura que de la delgadez; con todo, como su cuerpo era bien proporcionado y armónico y como tenía empaque y gallardía, resultaba atrayente y codiciable, que no se concibe por qué se ha de hacer arquetipo de la belleza femenina en estos tiempos a la «hembra cerbatana», que diría Quevedo, que por natural concatenación de ideas nos hace instantáneamente pensar en el aceite de hígado de bacalao, por lo que tiene de reconstituyente y por lo que tiene de bacalao. Ciertamente que el presentar el esqueleto bien cubierto de ebúrneas y apretadas carnes no era obstáculo a la hermosura y euritmia de la figura de Consuelo, que, al fin, como ha dicho un escritor jocundo, los enemigos del alma son: mundo, demonio y carne, y a nadie se le ocurrió decir: mundo, demonio y hueso. Y si no fuese bastante este testimonio, otro se puede aducir, también sacado de la doctrina, que encarece que se perdonen las flaquezas de nuestro prójimo, de donde se deduce en buena lógica que la flaqueza es lo único que necesita perdón. Mas fuese de esto lo que fuese, que al cabo de gustos no hay nada escrito, ni de malos gustos tampoco, lo indubitable era que en una asamblea de señores graves y sesudos, que en este y en otros menesteres son tan expertos como buenos catadores, el cuerpo de Consuelo, si no se hubiera llevado el premio de honor, no se hubiese quedado, a lo menos, sin accésit.

Pues si del cuerpo pasamos a la cara, eche usted por esa boca, que de aquí a mañana estaría enumerando perfecciones su goloso adorador Castrillo, y es probable que no terminara: que si tenía el pelo rubio, con ese color de oro viejo que da la pátina a los retablos antiguos; la faz marfileña y suavemente arrebolada por los pómulos; la nariz helénica pura; los ojos grandes, azules y profundos, como el mar; los arcos de las cejas tan perfectos que parecían trazados con compás; las pestañas sedosas y rizadas; la diminuta boca fresca y cálida a un tiempo; la dentadura bien cortada y mejor cuidada; las orejas pequeñitas y con los lóbulos sonrosados y carnosos, y por este orden seguiría ponderando y sin cansarse de acumular excelencias, que esto es achaque de enamorados, y sobre las treinta cosas bellas que tenía aquel dechado de hermosura corporal que se llamó la reina Helena, perfecta entre las perfectas, catalogaría otras treinta más, no obstante ser fama que después de la hija de Leda y raptada por París, ninguna mortal atesoró tal cúmulo de perfecciones. Pues de arrugas, patas de gallo, marchitez del cutis u otros estragos del tiempo, ni asomo, hubiese gritado indignado, como si sólo nombrarlos fuese ya cometer una profanación. Tanta y tanta cosa diría que, oyéndole, se pensara no había en el mundo otra mujer que ver y mucho sería que sus oyentes, entrando en curiosidad y gana de conocerla, no le preguntasen dónde vivía, a lo cual él tendría que responder con la consabida frase: «¡Se ha mudado!» Si en vez de mirarla con los apasionados ojos de Fernando, la quisiéramos contemplar con otros serenos y desapasionados, su dictamen no sería tampoco muy de fiar, porque ya aseguró el famoso arcipreste de Hita que «aunque orne non goste la pera del peral, en estar a la sombra es placer comunal», y ¿cómo ser imparciales sin poder substraerse a este «placer comunal»? Consuelo, en resumen, era el óptimo fruto en plena madurez, cuya vista hace la boca agua, porque, a juicio de los inteligentes, sazonado es cuando tiene mayor exquisitez y debe ser preferido por lo sabroso y gustosísimo al agraz, desabrido e insípido, y no hay que decir que al pasado: dulzarrón y sin jugo.

Y sobre todo esto, había en su físico, como en su moral, algo muelle, mórbido, indolente, enervador, que le prestaba singular hechizo y que ejercía un malsano influjo sobre el sexo contrario. De sus inflexiones de voz, de sus ademanes, de sus posturas, de su modo de andar, de su misma sonrisa y mirada, se desprendía cierta cosa inmaterial e indefinible que era como un hálito de mimosidad, de gachonería, de blanda languidez, de tenue caricia, de tibio acogimiento, de manso susurro, de sutil aroma que envolvía al que la trataba, e insensiblemente iba halagando sus sentidos hasta concluir por apoderarse de ellos. Era la «fembra plasentera» que decía el citado arcipreste; no la mujer arrogante que esclaviza y subyuga con imperio, y que tiene algo de varonil, sino la que sumisa se ofrece por esclava, cuya esencia femenina es mucho mayor y más depurada, lo que la hace entre todas deseable. En ella se adivinaba el placer apacible, sin violencias, tortuosidades ni complicaciones.

Lola, que había madrugado más que su madre, estaba haciendo labor de aguja, un jersey de punto, cuando salió Consuelo, ya vestida y peinada, del cuarto tocador. Su madre le preguntó por Antonio:

—¿Y tu hermano?

—Se marchó a la Academia, mamá.

—¿Qué hora sería?

—Cerca de las diez.

—Entonces ha llegado tarde a las clases.

—¿Piensas salir?

—Sí, cuando comamos; tengo que hacer unas compras a la tarde.

—Rafaela me ha mandado recado diciendo si quiero ir luego de paseo con ella.

—Bien, te dejaré casa de tu tía.

Después de la una se presentó el estudiante. Su madre le reprendió indulgentemente por su tardanza en levantarse: eran ya muchos los días en que perdía las clases. El se disculpó: se había dormido, no le habían llamado más que una vez y como se acostó tan tarde estudiando...

Comieron, y levantando la doncella los manteles de la mesa, llegó un «continental» con una carta para Consuelo. Abrióla ésta: era de Fernando, le incluía un palco para la función de la tarde siguiente en el Reina Victoria y le decía que se lo había regalado Cadenas y que se lo enviaba para que se distrajeran y no se sepultasen en vida, que aunque sólo fuese por su hija, que estaba ya hecha una pollita, debía salir y frecuentar los sitios de reunión. Lola, al enterarse, hizo un ligero mohín de disgusto: le contrariaban estas representaciones en que tenían, necesariamente, por rodrigón a Fernando.

Se dispusieron a salir, mas antes de hacerlo tuvieron una visita desagradable: la cuenta de la modista, mil y pico de pesetas, una futesa, pero el caso era que en aquel momento... Como la factura arribaba ya por tercera vez a aquellas playas, venía acompañada de una esquela apremiante, que aun amplió de viva voz la oficiala: «La maestra necesitaba fondos de precisión y rogaba a la señora que no demorase más el abonarla». Dentro de unos días, pocos, le mandaría su importe, contestó la viuda; estaba esperando una cantidad de Lucena, de la cosecha de aceite, y en tanto no llegase le era imposible satisfacerla. El aceite estaba ya vendido antes de que la aceituna estuviese recolectada y sobre el olivar gravaban dos hipotecas, pero quién sabia, pensaría Consuelo, si a las olivas les daría la ocurrencia de echar otra cosecha, extraordinaria y fuera de abono, a continuación de la que ubérrima pendía de sus ramas: fenómenos como éste no son raros en la naturaleza. La oficiala se fué refunfuñando. Consuelo quedó quejándose amargamente: parecía mentira que una persona a quien ella había dado a ganar tanto dinero, cometiese la indelicadeza de enviarle en tan poco tiempo tres veces la cuenta, por una cochinería de pesetas...

Lola presenció esta escena, como otras análogas abochornada y encogida; ella no tenía genio para vivir de este modo: le avergonzaba, le dolía, pugnaba con su modo de ser, hubiese preferido no poseer aquellos vestidos tan preciosos ni aquellas galas tan ricas, pero poder ir siempre con la cabeza alta, muy alta, sin deber nada a nadie, mientras que así marchaba por la calle azorada y tímida, como si temiese ver aparecer a la modista de detrás de cualquier esquina para desnudarla en mitad de la vía pública y llevarse su vestido, el que aun no habían pagado. Ella, tan templada y decidida para otras cosas, carecía de valor para aquella vida falsa. Muchas veces se lo decía a su madre: «Mamá, para qué compras eso, si luego no vamos a poder pagarlo». Pero Consuelo no le hacia caso; ella al comprar nunca se preocupaba de que habría que pagar lo adquirido; lo esencial era no estar privada de lo necesario, o de lo superfluo que considerase como indispensable. Mientras hubiese quien le fiara, Consuelo no se inquietaba, y en aquella charca de débitos y trampas se encontraba tan a gusto como el pez en el agua. Era de las que muellemente se abandonan a la corriente de la vida, sin meditar dónde podrá conducirlas; de las que necesitan un brazo fuerte en que apoyarse, porque si no flotarán sin rumbo, a la ventura, hasta que las olas las arrojen a un litoral, que lo mismo puede ser el de la felicidad que el de la desventura, todo depende de la corriente marina con que tropiecen o del cuadrante del viento que sople.

—Pero, mamá, no ves que esto va a dar el trueno gordo el día menos pensado—le advertía Lola.

La madre sonreía como si poseyera el secreto de la piedra filosofal y de alguna redoma encantada, que tuviese y pusiera en la hornilla del fogón, fuesen a surgir los paquetitos de billetes del Banco, ¡nuevecitos y tan lindos!, atados con una cinta de seda.

—Calla, boba—contestaba—, que te ahogas en un vaso de agua. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Vivir en una buhardilla y cubrirnos las carnes con cuatro andrajos? Por vosotros, por la dignidad del apellido que lleváis, tenemos que vivir cuando menos así. ¿En qué gastamos que no sea imprescindible?

Su hija callaba, pero no participaba de su opinión; ella tenía otro concepto de la dignidad, y en cuanto a aquella teoría de las cosas imprescindibles, era muy relativa; todo es necesario o no lo es, según como se considere....

Antoñito pidió a la autora de sus días que le dejara un duro antes de marcharse.

—Pero si te di ayer otro—protestó ésta.

—Es que tuve que comprar un cuaderno para copiar los apuntes de Algebra.

¡Vaya por el cuaderno y los apuntes!

Consuelo registró su precioso bolso de mano.

—No sé si tendré suelto.

Sí tenía; llevaba un billete de cincuenta pesetas, dos monedas de a duro y algunas piezas de cobre, todo lo que en aquel momento existía de «divina pasta» en la casa. Le dió a su hijo lo que le había pedido. ¡Pobre chico, era ya casi un hombre y tendría sus compromisos con los amigos!

—A ver si no lo gastas en seguida, que parece que tienes un agujero en la palma de la mano; ya sabes que ando ahora apuradilla.

Su hermano, reflexionaba Lola, estaba cortado por el mismísimo patrón que su madre, hacía las cosas a topa tolondro... Antoñito era peor, porque su madre tenía un fondo buenísimo y su hermano, sobre tener la cabeza a pájaros, era viciosillo... ¿Estudiar? ¡Bueno era ello! ¿Los libros? ¡Ni por el forro los conocía! ¡Como no ingresase cuando las ranas criasen pelo! En cambio, en gastar y divertirse era el número uno, como que no pensaba en otra cosa; en el billar y en otros juegos, una potencia, y que le preguntasen dónde trabajaba la bailarina «La Pinrelitos» o el actor cómico Fulánez... Si ella hubiera nacido hombre, en vez de ser un holgazán como Antonio, se hubiese quemado las cejas estudiando para ganar dinero, mucho dinero, que entregar a su madre y que ésta no tuviera que entramparse. «¡Toma, mamá—le diría—, toma el dinero a manos llenas, compra cuanto quieras, pero por Dios, no debas, que nadie pueda sofocarnos!» Si le pudiera imbuir estas ideas a su hermano...; pero ¡bueno era Antoñito! No tenía pensamiento serio ni otro afán que irse por ahí con sus amigotes...

Ya en la puerta, Consuelo se volvió, acometida repentinamente de una idea feliz, para encargar al muchacho:

—Mira, Antoñito, antes de irte a la Academia, haz el favor de escribirle cuatro letras al tío Ramiro, de mi parte, encargándole que venda como sea el olivar, pues imprescindiblemente necesito en seguida dinero. Añádele que yo le escribiré otro día, que hoy no tengo tiempo. ¡Adiós, riquín, y que tengas formalidad!

Salieron. Consuelo iba muy guapa, realzadas las bellezas estatuarias de su cuerpo bien formado por los primorosos zapatitos de ante, las medías de seda transparente, el vestido de luto de punto de seda, que al ceñir ponía de relieve la esplendidez del busto, y la toca, también negra ribeteada de blanco, con la gasa flotante de la pena, que le prestaba gran encanto.

A su lado, Lola marchaba obscurecida, y no es que fuese fea, no, pero era todavía un capullo de mujer, cuyas formas empezaban tímidamente a iniciarse. Alta, fina, nerviosa, morena pálida, con el óvalo de la cara algo alargado y con unos ojos negros, grandes, muy grandes, llenos de luz y movimiento, que se comían las restantes facciones, la muchacha ciertamente que no era moco de pavo ni muchísimo menos. Su semblante era todo ojos, en los cuales resplandecían unas lumbres espirituales, hondas, abismales... En Lola, al contrario que en su madre, preponderaba el elemento anímico. Era un alma con envoltura corporal, mientras que Consuelo era un cuerpo que contenía un alma. ¡Y ya es diferencia!

Por el camino, Lola preguntó a su madre:

—¿Qué vas a comprar?

—Un frasco de esencia; acabo de echarme la última. Y también quisiera probarme un sombrero que he visto en la calle del Carmen, donde nos compramos éstos. Es grande y con un adorno colgante, hacia la nuca, de paraíso. Resulta precioso... Me lo quisiera comprar porque lo necesito; ya es hora de que empecemos a aliviar el luto... Pero mira, que no se te vaya a ocurrir decir nada de esto a tu tía Angeles; ya sabes que con nada forma un caramillo y que nos harta el alma de despilfarradoras... ¡Como ella es una ostra avara!

Todo el trayecto fué reinando en la idea del sombrero, con la pertinacia que ponía siempre en sus caprichos. Desde que a principios de temporada le viese uno parecido a la de Reguilla, estaba despepitada por tener un sombrero como aquél, y cuando días antes, contemplando el escaparate de la tienda de novedades, distinguió uno expuesto muy semejante al de su vecina y aun más lindo, experimentó una alegría comparable a la del bibliófilo que encontrase un segundo y mejor conservado ejemplar de una edición rara, cuyo ejemplar hasta entonces tenido por único estuviera en manos de otro coleccionista amigo suyo. Y el deseo de ostentarlo llegó entonces a su cúspide; era un anhelo obsesivo; una aspiración fija y de todos los momentos. Estaba tan fuertemente encaprichada con aquel cubrecabezas, ejercía tal fascinación sobre su espíritu frívolo, que por adquirirlo, hubiera sido capaz de ayunar a pan y agua una semana seguida, a pesar de ser poco dada a mortificaciones. Mas con todo, la ilusión duraría lo que tardase en lucirlo dos veces, al igual de lo que con los más de sus antojos le sucedía. Imaginariamente se veía con él ya puesto y la ficción era tan fuerte, que a veces se llevaba las manos a la cabeza como para abarquillar más el ala derecha; ¡la pluma del paraíso debía ir muy baja, rozando el cuello! A menudo se recreaba en estas imaginaciones y realmente era disculpable aquella obsesión: no tenía cosas más transcendentales en que pensar...

III

Doña Angeles Méndez de Cabrera y Venegas quedó viuda a los pocos años de casada. Su esposo halló muerte gloriosa en la paramera rifeña, defendiendo el año 9 una de esas peladas colinas que rodean Melilla, necrópolis todas ellas de la juventud española.

Cerca de un mes llevaba el capitán Córdoba destacado con su batería en la posición que formaba aquella loma, sufriendo el rigor de un sol canicular, la falta de aseo a que la escasez de agua obligaba y las otras innumerables molestias que acarrea la vida de campaña en aquella ingrata tierra, amén del obligado «paqueo» nocturno de los moros, que al cobijo de las sombras rara era la noche en que no hacían a mansalva medía docena de bajas a los defensores, cuando habiendo enfermado con unas altas fiebres palúdicas el comandante de Infantería que mandaba la posición, hubo de resignar el mando al ser evacuado a la Plaza, entregándolo a Córdoba, a quien por ordenanza le correspondía.

Aquella noche, cuando empezó el acostumbrado «paqueo» de los rifeños, Córdoba dió orden terminante de no contestar su fuego, con lo que, creciendo la osadía del enemigo, fué aproximándose a la posición al mismo tiempo que arreciaba en sus disparos. Córdoba, decidido a hacer en la chusma marroquí un escarmiento, distribuyó convenientemente su fuerza por el parapeto, que silenciosa, arma al brazo, esperaba el terrible momento de la acometida. Los moros, arrastrándose por el suelo como reptiles y sin cesar de hacer fuego, llegaron próximos a la alambrada; entonces, creyendo fácil el asalto, la conquista y el botín, irguiéronse y se lanzaron como un alud sobre la posición. Gritaban con vocerío espantoso y ensordecedor, aullaban como lobos, ululaban como demonios desencadenados, gesticulaban como locos, se retorcían como posesos y entre las sombras se vislumbraban sus aterradores movimientos y los aspavientos y visajes, quizá grotescos en otro momento, con que trataban de intimidar a los valientes defensores: levantaban los brazos al cielo con la «fusila» en alto y después los bajaban rápidamente para disparar, y así avanzaban, sin parar de chillar y brincar, como sombras de una visión dantesca. Era un espectáculo que causaba escalofríos y que ponía pavor en el corazón del soldado bisoño.

Sereno, imperturbable, Córdoba mandó a su batería romper el fuego:

—¡Con granada de metralla! ¡Espoleta a cero!

Y a la infantería le ordenó que hiciesen el fuego por descargas, ordenadamente, a la voz de mando.

Algunos rifeños, que habían alcanzado la alambrada, quedaron muertos enredados en ella; otros volaron despedazados por la metralla.

Los asaltadores, un momento contenidos por el plomo que los barría, se agazaparon contra el suelo, al pie de la alambrada, y desde allí continuaron haciendo un fuego horroroso y mortífero. Una de las bates fué a herir en un hombro a Córdoba, que en el fragor del combate, en pie, al lado de su batería, se multiplicaba dando órdenes. Córdoba se resistió a entregar el mando y siguió animando a su gente con su presencia.

Mas a esto, un grupo de moros, que, encorvados y gateando, fuéronse corriendo a lo largo de la alambrada, de improviso hicieron irrupción por la gola, ligeramente fortificada, de la posición. Inmediatamente repuesto de la sorpresa, allí corrió Córdoba, ahogando los sufrimientos que le producía su herida, al frente de un grupo de esforzados defensores, electrizados por su alto ejemplo. Luchóse con gran denuedo cuerpo a cuerpo; Córdoba, en primera fila combatiente, daba aliento e infundía ánimo a los suyos. A la vista de este episodio de la lucha se rehizo el resto de los acometedores, y creyendo por suya la victoria; con redoblado ímpetu trataron nuevamente de salvar la alambrada. Por todas partes intrépidamente se combatía, la sarracina fué horrible; pero al fin quedó definitivamente el campo por los españoles. Los rifeños pagaron cara su audacia; contra su costumbre, tuvieron que abandonar gran número de cadáveres y heridos, y en muchos días no volvieron a hostilizar aquella posición; mas no fué sin sensibles bajas por nuestra parte; entre ellas figuraba la del heroico capitán Córdoba, cuya cabeza se encontró casi separada del tronco, cortada a cercén por un golpe de gumía. Así finó sus días aquel valeroso soldado, ejemplario de virtudes militares.

Quedó Angeles viuda en la flor de su vida, pues aun no contaría tres décadas, y con tres hermosos vástagos, frutos de aquel infortunado enlace: Rafaela, la primogénita; Carmelo, el segundo, y Luis, el más pequeño.

Era Angeles a la sazón de su viudez lo que se llama una real moza: alta, garrida, lozana y con una prestancia señoril en su cuerpo juncal y una expresión angelical en su rostro trigueño que la hacían extremadamente seductura. Por ello, más de uno y más de dos estuvieron echando los bofes por lograr enyugarla en nueva coyunda; pero ella, desde el punto en que vió enterradas sus ilusiones con el que había sido su único amor, decidió consagrarse para siempre y en cuerpo y alma a sus tiernos hijos, perenne recuerdo del bien perdido e idolatrado, y encadenando los impulsos de su sangre, todavía joven y fogosa, y sofrenando todo estímulo que no fuera el del amor maternal, desoyó toda proposición matrimonial por ventajosa que fuese.

No consintió, pues, dar padrastro a sus hijos, que harto sabía que rara vez hacen ni por asomo las veces de un padre, y con gran entereza hizo frente por sí sola a la angustiosa situación crematística a que la muerte de su esposo la había conducido, porque a pesar de haber concedido al glorioso fallecido, para premiar su hazañoso comportamiento, el empleo de comandante y la cruz laureada de San Fernando, la viudedad, como todas las que concede el Estado español, tan liberal y manirroto para otras cosas, era irrisoria.

Mas con ella y con la corta renta de su mezquino patrimonio, vivía, como viven muchas otras abnegadas madres en análogas condiciones, merced a un milagro de orden y economía. Su existencia era un constante privarse de todo para que sus hijos no careciesen de lo más elemental. Mas todos sus sufrimientos los daba por bien empleados viendo crecer a aquellos hijos que eran una bendición de Dios por lo inteligentes, lo cariñosos y lo sumisos; parecían comprender, no obstante su temprana edad, los sacrificios que su madre se imponía por ellos y procuraban corresponder no dándole el más leve motivo de desazón. Así, resignada y casi satisfecha, vió Angeles transcurrir en Córdoba los primeros años de su viudez entre penas y privaciones, hasta que llegado Carmelo a edad de elegir carrera, decidió abrazar la profesión de las armas, como su padre. Entonces Angeles resolvió trasladarse a vivir a la capital de las Españas para que el muchacho pudiese estudiar en una buena academia preparatoria militar sin separarse de ella.

Una vez en Madrid, los gastos se multiplicaron con la carestía de la vida en esta villa del oso, que el madroño desapareció tiempo ha, y con los gastos de las enseñanzas de sus hijos. Gracias a que la mano providente de su hermano Ramiro, que estaba en situación más desahogada, le enviaba de tiempo en tiempo alguna corta cantidad, y a que ella (con sólo una asistenta que por la mañana le traía la compra, ponía la escuálida olla y daba unas escobadas), acudía a todo y trabajaba como una negra, lavando, planchando, zurciendo y cosiendo, iban saliendo y podía llevar a sus hijos con apariencias de decoro. Ella, criada en finos pañales, descendía con gusto a los más bajos menesteres de la vida doméstica con tal de proporcionar alguna pequeña satisfacción o comodidad a sus chicos.

Rafaela le ayudaba bastante, aunque no tanto como quisiera, pues su madre no se lo permitía. Carmelo estudiaba con ahinco, deseoso de aliviar la pesada carga que su madre llevaba, y Luis, el benjamín de la casa, estimulado por la conducta de su hermano, se aplicaba igualmente a los libros. Todos se desvivían por atender a la autora de sus días, sin otras miras que la de dejar de serle pronto gravosos y la de poder ayudarla. Educados en la gran ejemplificación de aquella vida sin tacha, que los padres son los espejos donde se miran los hijos, formadas sus tiernas almas por aquella madre amante y virtuosa, y templadas en la escasez, los muchachos eran hijos modelos y serían más adelante ciudadanos íntegros. No necesitaba ser la madre rígida ni austera con ellos, ni tenía que imponerles fuertes castigos: le bastaba con una dulce mirada, cuando más con una palabra suplicante, para que el pequeño, arrepentido y avergonzado, desistiera de la travesura o de la mala acción, que en las mujeres, la discreta ternura es más educadora que el rigor. Aquellos infantiles corazones regados por el continuo sacrificio, por el perpetuo renunciamiento a todo de la madre, no podían dar más que flores, que otra cosa hubiese sido monstruosa. «Hijo de viuda, o mal criado o mal acostumbrado», dice el refrán, y ello es así las más de las veces, que para una madre sola es difícil y espinosa tarea la educación de los hijos, y únicamente con una gran dosis de abnegación, inteligencia y tacto le es posible llevarla a buen puerto.

Unidos por la penuria, que aprieta los lazos del parentesco en las almas no torcidas, todos marchaban a una, y en aquel hogar, en que la miseria rondaba, eran relativamente felices, con esa felicidad que da la conciencia limpia y el deber cumplido.

Cuando Consuelo y su hija llegaron a la vivienda de Angeles, un tercero con entresuelo de la calle de la Magdalena, la viuda repasaba la ropa blanca de la semana, que iba sacando de una gran canasta que ante ella tenía. Pocos años habían bastado para amustiar aquel semblante que fué vivo y bello; penas y privaciones trabajando al unísono, lo fueron marchitando y surcando de arrugas y fueron poniendo numerosas hebras de plata en aquella cabellera que también fué espléndida. Aunque Angeles frisaría en los cuarenta años, tempranamente avejentada, representaba cincuenta cuando menos.

Lola y Rafaela bajaron al principal, donde habitaba su amiga Sol, pues con ésta y con su institutriz pensaban ir al Retiro. A tiempo que ellas salían, entraban don Anselmo y su señora, también habitantes de otro piso del mismo inmueble y que, como vecinos, eran amigos y visitantes de la viuda de Córdoba.

Era don Anselmo Riofrío jefe de negociado en el Ministerio de Fomento, y a pesar de sus años, por lo bonachón, candoroso y optimista, merecía pertenecer a la familia de aquel don Patricio Buenafé, personaje fundamental en la inmortal obra de Cavia y pariente propincuo del don Cándido Buenafé, creación del glorioso Fígaro. Doña Casilda, su esposa, en cambio, era de las que se pasan de lisias y son capaces de hender un cabello en el aire, pero enredadora y dominante en grado superlativo y con un hablar tan sin freno ni tasa, que no ya por los codos, sino que hasta por los omoplatos charlaba, gozaba fama de ser capaz de armar el primer tiberio por un quítame allá esas pajas y de levantar una catedral gótica sobre cualquier futesa. Y para colmo de gracias, tenía un rostro tan espantosamente feo, que hasta a los niños de teta asustaba.

Con este matrimonio entablaron palique Angeles y Consuelo, y después de hablarse del frescor del tiempo, tema obligado en el invierno como lo es el del calor en el verano, que no parece sino que lo natural sería la temperatura del «frito» en enero y la del hielo en agosto, la viuda de Córdoba dijo por incidencia:

—Yo, ayer, estuve todo el día muy acatarrada.

—No me ha dicho nada mi hijo—manifestó Consuelo.

—¿Tu hijo?

—¿No estuvo aquí anoche, estudiando con Carmelo?

—No.

—¿Ni las noches anteriores?

—No; hace tiempo que no viene por aquí. Creo que donde va es a los billares del Palace.

—Pero ¿estás segura de que no viene a estudiar con Carmelo?

—Tan segura, como que yo, por las noches, mientras mi hijo estudia, no me separo de su lado.

—¿Desconfía usted de que estudie?—preguntó don Anselmo.

—No es que desconfíe, no, sé que estudia sin distraerse; es que me parece que mi presencia le anima y le hace menos ingrato el estudio. Por eso, durante las veladas, yo hago labor mientras que él, ante sus antipáticos libracos, devora teoremas y más teoremas. No podría estar durmiendo tranquila sabiendo que él velaba, quemándose las cejas por instruirse. Y no crean que no sufro; a veces lo veo excitado y febril, queriendo comprender una demostración que no entiende, y yo entonces padezco, padezco en silencio adivinando la ruda labor mental y daría parte de mi vida por saber matemáticas y poderle explicar aquella demostración rebelde. ¡Cuánto echo de menos en estos momentos a su infeliz padre! Si él viviera, se la haría entender, le facilitaría el estudio y la comprensión, pero yo, ¡pobre de mil ¡qué sé de eso ni de nada! La otra noche, era un problema que no acertaba a resolver; contrariado acabó por arrojar con desánimo el lápiz de la mano. «¿Qué te pasa, hijo mío?»—le interrogué. «¡Que no me sale, mamá!»—respondió desalentado. Yo le animé cariñosamente: «No te pongas nervioso, Carmelo. Ten paciencia, hijo mío. Te excitas y así no es posible hacer nada a derechas. Prueba otra vez con calma.» Al cabo lo resolvió y exclamó jubiloso: «¡Ya está, mamá!» Y a mí, más contenta aún que él, me parecía que yo había intervenido en encontrar la solución, que yo le había ayudado y había sido su colaboradora, y esta tonta presunción me hacía feliz, muy feliz... ¡Por eso yo no me separo de su vera cuando estudia! Me parece que aquél es mi puesto de honor y que irme a la cama o a cualquier otro lado, sería desertar de una obligación sagrada...

—Nada, que a fuerza de «empollar», como dicen ellos, con su hijo, la veo a usted resolviendo sistemas de ecuaciones y demostrando el teorema de Tolomeo—expresó jovialmente don Anselmo.

—No se burle, amigo mío. Ustedes, los hombres, no pueden comprender bien estas cosas... Juzgo que lo más dificultoso, lo más imposible para mí, sería aprender esas endiabladas matemáticas; pues bien, don Anselmo, creo que si fuese indispensable para mi hijo el que yo las supiese, las aprendería.

Lo dijo sencillamente, sin jactancia, pero había tal convicción en su acento, que don Anselmo lo creyó. ¡De qué no será capaz el tesón de una madre como Angeles; en gringo que le hablasen acabaría por entenderlo si le era imprescindible enseñárselo a su hijo!

—Pienso también—continuó la señora—que el día de mañana, cuando mi hijo sea ya hombre y tenga su carrera terminada, cuando yo no exista, él recordará estas veladas, y si a su vez tiene hijos a quienes dar lección, se dirá: «Esto lo estudié yo con mi querida madre junto a mí; ella me animaba con sus miradas y con sus dulces expresiones, ¡pobre madre mía!» Y sentará a sus hijos a su orilla y los alentará también y procurará hacerles hombres de provecho, como yo procuro hacerlo a él... Y estas imaginaciones me dan tal sensación de perpetuidad, de inmortalidad, no sé si acierto a explicarme, que una ventura inefable me inunda toda.. No, no me separaré nunca de su lado mientras trabaje... Y eso que sufro y que en mi interior se libra cada combate... Cuando ya es tarde, cuando lo veo fatigado y soñoliento, lucho entre decirle que se acueste, que no estudie más, y el deseo de que se aprenda bien sus lecciones, para que pronto ingrese y se baste a sí propio y, si yo falto, no quede hecho un ser inútil, sin oficio ni beneficio. Sí, lucho, y a voces, mi egoísmo de madre que teme por su salud, se sobrepone a todo otro sentimiento y le suplico: «Déjalo, acuéstate ya, hijo mío». El me suele contentar: «Acuéstate tú, mamá; a mí me falta aún un poco». Yo no me acuesto, ¿cómo había de acostarme?, y torno a mi labor y él vuelve a sus cálculos... Al fin, cuando le veo cerrar el libro y decirme: «Me voy a la cama, buenas noches, mamá», parece que se me quita un gran peso de encima... Y al dormirme, estoy tan fatigada como si hubiese sido yo quien hubiera estudiado esas teorías tan revesadas y abstrusas...

Doña Angeles se expresaba tiernamente; en las inflexiones de su voz había una dulzura infinita, una pasión sin limites para el hijo, para el pobre hijo que trabajosamente tenía que labrarse un porvenir de que carecía, metiéndose incansable en el meollo aquellos empecatados cálculos. Era la madre, la mujer que ha ahogado, a impulsos del amor maternal, todo deseo, todo sentimiento, todo vestigio de pasión que no se relacione con el fruto de sus entrañas. Era la madre como son las verdaderas madres, aquellas que entienden la maternidad como la ha definido un pensador ilustre: enfermedad que sólo tiene de duración nueve meses, y en compensación, su convalecencia dura toda la vida; la madre que es madre a todas horas, en todos los minutos de su existencia, en todos sus pensamientos; que es madre dormida y es madre despierta; que es madre ante todo y por cima de todo; que es madre y nada más que madre... Esas madres que los hijos recuerdan con orgullo y que tienen un santuario en lo más profundo del corazón cíe éstos. Para ellas, la vida toda fué renunciación y sacrificio, mas si pueden oirlo desde la otra. vida, qué gozo no experimentarán cuando escuchen a los hilos que adoraron exclamar religiosamente: «¡Mi madre era una santa!» Y qué triste será para un hijo no poder decir esto de su madre. Si todas las madres meditasen un momento en este enjuiciamiento futuro de los seres que han dado a luz, ninguna seguramente se apartaría del áspero sendero de la ejemplar virtud.

Don Anselmo, sinceramente conmovido, le rindió pleitesía.

—Su conducta es admirable—dijo.

—¡Bah! ¡Qué mérito hay en ello! Hago lo natural, sigo los impulsos que me salen de dentro; para hacer otra cosa sería para lo que necesitaría violentarme... Si alguna vez ejecuto algo que semeje un sacrificio, como el gusto con que lo hago, siendo por ellos, supera con mucho al tal sacrificio, éste queda anulado, compensado con creces... En consecuencia, sólo obro egoísticamente, haciendo lo que me proporciona más placer, más satisfacción...

—Es que en usted el sacrificio es ya un hábito. El día en que se funde una escuela de madres, no sólo para las enseñanzas higiénicas que preceptúa la maternología, sino también en el sentido educativo de la puericultura, la propondré para directora, porque es usted, amiga mía, por todos conceptos, un modelo de madres.

—Todas tes madres son lo mismo—objetó doña Angeles.

—Todas no—atajó intencionadamente doña Casilda, que contra su costumbre llevaba un rato silenciosa que hay madres y madres...

IV

Camino del Retiro marchaban Sol, Rafaela y Lola acompañadas de miss Mabel, la institutriz de la primera, una inglesa esquelética, con gafas, zapatos como lanchones por lo desmedidos y una cosa sobre la cabeza, que lo mismo pudiera tomarse por un cesto de papeles invertido que por una tetera con su colador. También iban y rompían la marcha, Laura, una niña de doce años, hermana menor de Sol, y Luis, el hijo más pequeño de doña Angeles.

Rafaela, carinegra, ojinegra y pelinegra, con un cuerpo andrógino de efebo de terracota, no era ninguna preciosidad ni muchísimo menos, pero resulta a simpática y atrayente por la vivacidad de sus explosivos ojos y por la gracia picaresca de sus facciones, sobre todo de aquella nariz respingona que parecía querer olfatearlo todo. En cuanto a Sol, no tenía más encantos que el que le daban sus diez y cho primaveras, que no es pequeño, y el que le prestaban las pesetas que su papá había agenciado honradamente antes de retirarse del comercio, en su antiguo establecimiento de mercería, lo que tampoco era grano de anís.

En el Retiro se encaminaron al Parterre; ya cerca de él se les unieron Gonzalo, hermano de Sol, y Juan Miguel, primo de éstos, que sin duda las aguardaban. Todos en amor y compaña, aunque marchando por escalones, siguieron hacia la Rosaleda. En vanguardia iban Laura y Luis, que corriendo y jugando andaban varias veces el camino como los perros; el centro lo formaban las tres muchachas flanqueadas por los mancebos, y cubría la retaguardía la buena de miss Mabel, con su andar desgarbado, de autómata, que hacía decir a Gonzalo que era una «carabina» automática, y con sus inmensos zapatones capaces de imponer respeto al enemigo más osado.

Gonzalo pretendía a Lola y su primo a Rafaela, pero hasta entonces nada se había formalizado ni los mozos habían pasado de tímidas insinuaciones.

Las verdes y jugosas praderas, que por lo iguales y bien cuidadas se apetecía hollar con los pies, formaban preciosos tapices, donde la vista se recreaba. Eran la única nota seductora en aquel parque, tan desolado en esta estación, con los árboles desnudos de hojas, las plantas sin flores y donde todavía ni siquiera las pudorosas violetas lozaneaban.

Mas a nuestros jóvenes les atraía poco en aquella ocasión el espectáculo de la Naturaleza y tampoco les tenía con gran cuidado que los fosales floreciesen o no; caminaban demasiado embebecidos en su cháchara y en sus ilusiones para reparar en estas minucias.

Juan Miguel era de esos caracteres apocados que en conversaciones de poca monta o que directamente no les conciernen, disfrazan su timidez, envolviéndola en el vistoso manto de una verbosidad extremada, pero que en cuanto tienen que abordar a alguien para un asunto importante o que personalmente les interesa, se cortan, se encogen, se aturullan y acaban por no dar pie con bola. Con su verbo cálido y ponderativo narraba ahora su diaria odisea en la casa de huéspedes donde se alojaba. Empezaba con el desayuno, que, según el estudiante, era una mixtura confeccionada a base de polvos de ladrillo, que su patrona tenía la avilantez de llamar chocolate, y terminaba con la cena, compuesta de dos platos: un caldo en que para pescar una alubia o una lenteja hubiese hecho falta un buzo con escafandra y otra cosa que la hospedera llamaba pomposamente filetes, pero a la cual el joven aun no había podido hincar el diente, a causa de su extremada dureza. Si eran filetes, su carne se hallaba en un estado de fosilización muy avanzado; Juan Miguel aseguraba que venían sirviéndolos desde las remotas calendas en que Fernando VI! gastaba paletó.

Rafaela, a quien caían en gracia las ponderaciones y chirigotas del futuro ingeniero, desgranaba los arpegios de su risa saltarina, mirándole burlona.

—Debía ser usted paisano mío por lo exagerador—dijo.

—Soy salmantino.

—Ya lo sé.

—Pero por que mi cuna se hubiese mecido bajo el mismo cielo que la de usted, sería capaz de renegar hasta de mi bendita tierra. Entonces, Córdoba, entre otros hijos insignes, contaría conmigo, con Séneca el Filósofo, con Lucano y con Séneca el Retórico, por el orden de nuestras respectivas valías.

—¿Tan mal le tratan en su alojamiento?

—Mal, no, ¡peor! En el Hotel Cork, los huéspedes le llamamos así en recuerdo de aquel heroico irlandés, alcalde del condado de Cork, que se dejó perecer de inanición en holocausto a su patria y que indudablemente hizo el aprendizaje del hambre en nuestra hospedería, porque de otro modo no se comprende que tardase tanto tiempo en finar, también nos morimos de hambre y, aunque parezca imposible, nos roemos los codos, pues no hallamos cosa mejor que comer. El celebérrimo dómine Cabra era un derrochador al lado de mi patrona y trataba a sus pupilos y discípulos a cuerpo de rey y a qué quieres boca, en comparación de como ella nos trata a nosotros. Cuando yo vaya estas vacaciones a mi casa, me van a tener que sacudir con unos zorros el polvo de las encías, como hicieron con el hijo de don Alonso Coronel de Zúñiga y con Pablillos, de Segovia, cuando salieron de bajo la férula del licenciado, que más tiempo lleva mi paladar en inactividad que el que estuvieronlos de aquéllos.

—No será tanto cuando cuesta Dios y ayuda que te dignes venir a comer a casa—terció Sol.

—Es que tenéis unas horas de comer incompatibles con mis clases y estudios, pero los días festivos ya sabes que no falto.

—Menos cuando haces rabona.

—Pocos días que pueda dejo de ir, y gracias a eso no he perdido por completo la noción de lo que es comer.

—¡Qué deshonrible eres, primo!

—¡Quisiera yo verte, aunque fuese una semana tan sólo, en poder de doña Maximina, mi patronal ¡Qué sarcasmo, llamarse Maximina quien es Minimina en todo!

Con estas eutrapelias reían las jóvenes y así llegaron contentos a la Rosaleda y tomaron asiento en un banco rústico, contruído alrededor de un añoso tronco de árbol.

Miss Mabel sentóse en otro banco próximo, y metiendo mano en un bolsillo, grande y profundo como una faltriquera, sacó El hijo de la parroquia, de Carlos Dickens, y se enfrascó en su lectura, con las antiparras cabalgando en la nariz, una pierna sobre la otra, a lo hombruno, y el zapato del pie en alto, como una almadreña por el tamaño, balanceándose en el aire. Leía aquella novela, en inglés por supuesto, por décima vez, y a cada lectura se enternecía más con la infortunada infancia del pobre Oliverio. De tiempo en tiempo derramaba unos lagrimones como puños; era muy romántica y sentimental, y en aquella armazón de alambres había también su corazoncito, ¡oh, yes! Atacada de lo que pudiéramos llamar masoquismo cerebral, no encontraba placer más que en las obras que le hacían llorar y torturaban su sensible corazón. Eran las únicas estimables para ella, y medía el mérito de una novela por el número de veces que tenía que sacar el pañuelo para enjugar las lágrimas: cuantas más lo sacase mejor era el libro. Las obras maestras de la literatura eran las que le hacían llorar como un becerro, ¡como un becerro, yes! Por esto sus preferidas, entre las que conocía, eran El hijo de la parroquia y Jack, de Daudet, y no se hartaba de saborearlas; en español sólo había encontrado una obra interesante: El bandolerismo, de Zugasti. ¡Los españoles son tan frívolos y conocen tan poco los resortes de la emoción! Y por añadidura, ¡son tan jocundos! ¡Shocking!, que decía la pudorosa miss haciendo una mueca desdeñosa y apartadora y a punto de ruborizarse hasta el blanco de los ojos. Todos los demás libros de amena literatura eran para ella bazofia pura, cosa despreciable y sin enjundia. Pertenecía a esa casta de lectoras, más numerosa de lo que pudiera creerse, que les gusta que les den espiritualmente con la badila en los nudillos, como hay sujetos que disfrutan en darse materialmente con un pedrisco en las espinillas, y «sujetas», de baja estofa, que no están conformes hasta que el marido o el «aglomerado» les zurra «tiernamente» la infortunada el bálago o les batanea las costillas. ¡Bendita sea la Providencia, que para todo hay gustos! Y de estos gustos no puede decirse que merezcan palos, pues ello fuese darles aún más por el gusto.

Los niños diableaban por aquellos contornos. De tarde en tarde, cuando se alejaban mucho, el aya les gritaba desabridamente, interrumpiendo un momento la lectura: ¡Come here!¡ Come here! A Luis como si le hubiese dicho ¡perro judío!, pues no entendía jota de inglés.

Sol oteaba el vecino paseo de carruajes, impaciente por ver aparecer por su acera a su cortejo, y Lola y Rafaela se habían enzarzado en diálogos separados con sus respectivos galanes.

Mas a Juan Miguel le sucedía una cosa bien singular: él, tan parlanchín y dicharachero en conversación general, en cuanto tenía que sostener un palique aparte, tête á têle, que dicen los «francaises», con su amor, se volvía tímido como un doctrino, no acertaba qué decir y era preciso extraerle las palabras casi con sacacorchos. Era una cortedad invencible la que le acometía. ¡Oh el amor, qué imbéciles nos hace para lanzar sus primeros vagidos! Después de titánicos esfuerzos había conseguido esta tarde entablar animada plática con la muchacha, pero ¿a que no aciertan ustedes qué le decía? ¿No? Pues le estaba explicando la disposición empleada para la cimentación del puente de San Luis, sobre el Misisipi, por medio del aire comprimido, lo cual no me negarán mis lectoras y leches amados que es un tema pasional harto atrevido y escabroso. Mas como Rafaela no entendía pizca de aquel galimatías científico-constructor, el bueno de juan Miguel, tan pronto como se percató de ello, poseído de santo fervor didáctico, va y qué hace, tira de lápiz, y sobre el reverso de un sobre escrito, que extrajo de su cartera, empieza a pintarle un croquis. Si la cosa no podía ser más sencilla: la esclusa estaba allí; la draga, allá; las chimeneas, acullá; el cajón era así y asado; las bombas de arena funcionaban de este modo... El cajón empezaba a sumergirse en el río; la presión del aire comprimido impedía que las aguas penetrasen en él; en su interior iban los obreros... Un telégrafo mantenía en comunicación el despacho del ingeniero director de las obras, situado en el camarote de un barco sobre el río, con la cámara de trabajo, el cajón seguía descendiendo, hasta que ¡zas!, tocó con la roca, en seguida los obreros... La presión mayor que señalaron los manómetros fué, aproximadamente, de tres y medía atmósferas... Y de esta suerte, en un periquete, aclaraba sus explicaciones técnicas con diseños. ¿A que ahora lo había comprendido? Rafaela, que, con los ojos desmedidamente abiertos y fijos en los dibujos, había seguido la explicación sin pestañear, asentía con la cabeza, aunque, a la verdad, no muy enterada.

Los jóvenes estaban tan abstraídos en su lección de cimentaciones, que no notaron que el burlón de Gonzalo los contemplaba con la sonrisa a flor de los labios. Cuando Juan Miguel, terminada su labor pedagógica, levantó la cabeza del bosquejo, Gonzalo los sacó de su embebecimiento, prorrumpiendo en carcajadas:

—Mire, mire, Lola, a mi primo, empeñado en hacer de Rafaela una «ingeniera» constructora...

Juan Miguel y su alumna se quedaron cortados, con la vista baja, como si hubieran sido sorprendidos fraguando un grave delito.

—Pero, hombre, ¿no se te ocurre otra cosa que hablarle de ingeniería a esa linda chica que tienes a tu lado?

El rostro de Juan Miguel se coloreó todo, de sus mejillas parecía que iba a brotar la sangre.

—¡Eres un estúpido!—vociferó.

Rafaela, muy seria, recriminó a Gonzalo:

—Pues era muy interesante lo que me explicaba, mucho más que esas papandujas y botaratadas de toreros que a usted tanto le entusiasman y que no se le caen de la boca.

Juan Miguel le envió las gracias con una intensa mirada.

—Miren la mosquita muerta cómo lo defiende...

Ahora fué Rafaela la que ardió en arreboles.

—¡Déjelos, Gonzalo! No se ponga pesado—díjole por lo bajo Lola, conciliadora.

—Es que tienen la mar de gracia estos amores de Romeo y Julieta, en que Romeo se empeña en enseñar a Julieta a cimentar un puente—contestóle Gonzalo, también por lo bajo.

Con esto la paz reinó nuevamente en Varsovia.

Sol distinguió a Félix de Riofrío, el poeta único, el Elegido, el que había llegado al mundo ya ungido con el quid divinum del estro poético superultrafuturista, que avanzaba hacia ella, al viento la inverosímil y magna chalina color verde esmeralda; la profusa melena flotando bajo el flexible chambergo de grandes alas, donde tremolaba, como vistoso airón, una pluma de pavo real, cuyo cañón estaba cogido entre la cinta y el fieltro; las manos calzadas con guantes de punto grises, y sobre ellos los anillos con «monumentales» piedras de múltiples colores, magníficos culos de vaso de incalculable valor, y la cachimba en los desdeñosos labios.

Al verle venir tan radiante, Sol, alborozada, saludóle agitando su delicada manita.

Félix era un poeta, lo que se dice un poeta de cuerpo entero. Nuestro joven definía su arte con un ingenioso juego de palabras latinas: su poesía era plus ultra, por ir más allá que todas las modernistas, futuristas, cubistas, ultraístas, dadaístas y demás istas, y al mismo tiempo era el non plus ultra de la exquisitez y de la quintaesencia. Para él los poetas anteriores, incluso los cultivadores de las novísimas escuelas, eran viles rimadores y miseros copleros. La poesía, la verdadera poesía empezaba en él. Borrón y cuenta nueva. En adelante, los historiadores de la poética dividirían sus historias en dos períodos: anterior al advenimiento de Félix de Riofrío, el mesías poético, y posterior a esta venida. El había llegado a hacer lo que nadie hizo hasta entonces: escribir con sólo cifras y asteriscos una maravillosa oda, que comenzaba así:


1,2, 3, 4,


* * *


Cierto que algunos espíritus fósiles aseguraban que aquello parecía un logogrifo, que el mismo Novejarque no hubiese podido descifrar, pero estos necios eran unos ignorantes, unos solemnes ignorantes, que no entendían de harmonía, así, escrita con hache, que escribirla sin ella eran vetusteces de nuestra arcaica Academia, porque, como él preguntaba, ¿se concibe una armonía, una armonía real y efectiva sin hache? Claro que no.

Nuestro iconoclasta aspiró durante algún tiempo a ser conductor de masas, y se denominaba a sí propio «el bardo rojo», «el pontífice máximo de la horda», «el cantor del paraíso bolchevique», y otras lindezas por el estilo, pero tuvo la desgracia de que las masas no le comprendiesen, como a muchos genios les ha sucedido. En la misma Casa del Pueblo se rieron en sus propias barbas, después de una lectura de composiciones suyas. Hoy, desengañado de las masas, se había refugiado en su torre de marfil de la calle de la Magdalena, y para la plebe tenía un olímpico desprecio que condensaba en estas tres palabras, concretación del juicio que le merecía: ESTULTICIA, SUCIEDAD E INCOMPRENSIÓN, escritas con mayúsculas, para que no cupiese la menor duda. El no servía para poeta del mester de juglaría. Sin embargo, la revolución la harían los poetas de la escuela que él fundaría, a fuerza de lanzar ripios. Las nuevas formas de la poesía, que se caracterizan por la ausencia de toda forma, y mejor aún, las que él trajo embotelladas en su portentoso meollo a su bajada a este mísero planeta, para recreo de sus pobres habitantes, serían los sillares sobre los cuales se edificaría la sociedad de mañana. Destructoras y demoledoras como la picrinita, ellas volarían los alcázares y todos los consabidos reductos de la reacción. A su métrica explosiva y a su rima fulminante no habría obstáculo de los tradicionales, que se resistiera.

Pues este joven de largas guedejas, que había sido ateneista y había dejado de serlo por parecerle harto retrógrado el ambiente del Ateneo; que era estudiante de Derecho, pero que no estudiaba derecho ni torcido, pues llevaba dos años atrancado en el primer curso de Derecho civil, ¿quieren ustedes decir para qué le sirve el Derecho civil a un abogado?, tan avanzado y archimodernista, era en lo demás de su vida un fervoroso amador de los tiempos pretéritos. El tenía un alma pagana, completamente pagana, y dentro de su casa vivía y vestía a la usanza romana: con sandalias, clena y túnica, y a más una ligera clámide en invierno; se hacia servir la comida recostado en un triclinio; medía el tiempo con una clepsidra y llamaba esclava a Restituta, su cocinera.

Su padre, con su inagotable bondad, y su madre, con la pasión que sentía por aquel único y extraordinario retoño que había tenido la suerte de engendrar y de que le resultase un genio, dejaban que aquella «calenturienta» imaginación pusiese en práctica cuantos extravíos, excentricidades y chifladuras se le antojaban. Unicamente lamentaban que su hijo no encauzase el talentazo que la Providencia le había otorgado a la consecución de fines más prácticos: a llenarles la casa de billetes del Banco o siquiera a la adquisición de un hotelito en los Cuatro Caminos, deseo que desde que se inauguró el Metropolitano abrigaba la madre. Mas todo se andaría, y el día en que el muchacho quisiese metalizar, digámoslo así, su inspiración, el día en que deseara monetizar su cerebro, ¡ahí, aquel día entraría el oro a espuertas en su vivienda, y no ya un modesto hotelito en los Cuatro Caminos, un palacio en la Castellana podrían comprar. Hasta este punto cegaba la pasión de madre a doña Casilda, que por lo demás no tenía pelo de tonta, pero en tratándose de su hijo, de aquel fenómeno de la poesía y de otras varias cosas, perdía el tino y se le caía la baba a la buena señora y todo era soñar delirios y grandezas.

Ahora, viéndole tontear con Sol, doña Casilda pensaba que al fin y al cabo el genio empezaba a humanizarse, que entraba en la «esfera práctica», en la de las pesetas, y aunque todo le parecía poco para aquel portento que tenía por vástago, dábase con un canto en los pechos y no cabía en su pellejo de regocijo, viéndole ya bajado de su alto pedestal y en marcha por la buena senda. Ya era hora de que su Félix desertase de aquella misión mesiánica, de la cual había nacido investido.

Y el caso era que Sol, con sus pocos años, estaba como fascinada con los embelecos poéticos y con los ditirambos que a sí mismo se prodigaba el joven bardo y que si no estaba ya enamorada de sus melenas, de su estro, de sus vestiduras clásicas y de su traza no del todo apolínea, andaba a dos dedos de ello.

Saludó muy gentilmente el poeta, y a poco, Gonzalo, que no desperdiciaba ocasión de embromar y hacer la mamola a Félix, le pidió:

—Regálanos, ¡oh joven Homero!, con cualquiera de esas preciadas joyas de tu numen poético, en donde esplendan la pompa de tus pensamientos, la tersura de tu inspiración y la sonoridad de tus versos.

—No sé si traeré aquí alguna—contestó con aire displicente el vate, registrando sus bolsillos.

De uno de éstos sacó una cuartilla y mostrándola dijo:

—¡Ah, sí! Aquí tengo una tontería que hice anoche y que dedico a mi bella amiga Sol.

La búsqueda, pues, venturosamente, no había sido infructuosa. Con enfático acento leyó el título de su composición:

—«Alborear aguanoso».

—Hombre, no me parece lo más indicado dedicar a una muchacha que se llama Sol un aguacero.

Mas ya el poeta, cuellierguido y con engolada voz, recitaba sus versos:


ALBOREAR AGUANOSO


Amanecía,
claridad opalina.
Llovía,
paraguas de sedalina.
Caía,
agua cristalina.
Pablo corría,
le espera Carolina,
alabastrina,
que está que trina,
¡trina!,
¡trina!,
con su papalina,
con su mantellina,
con su mandolina.


—¡Y con su carabina! «¡Asesina!» ¡Guarda, Pablo!—interrumpió Gonzalo riendo a más no poder.

—Todo eso podrá ser cierto, pero lo que es verso...—expuso Juan Miguel.

—¿Qué entendéis vosotros, ignaros, de versificación?

—Pues están bien aconsonantados—manifestó Sol, con calor, defendiéndolo.

—Demasiado bien; es el único defecto de esta composición. Pero no es este mi género predilecto, sino el verso libre, completamente libre.

—Muy bien, y, además, la métrica que la parta un rayo—dijo Gonzalo y añadió por lo bajo dirigiéndose a Lola:—Con razón la calificaba de tontería.

Sol se sentía feliz viéndose la musa de aquel incomparable vate, la Beatriz Portinari de aquel Dante redivivo.

Félix no había bautizado su nueva escuela poética; decía que dejaba este cuidado a la posteridad. Gonzalo insinuaba que debiera llamarla el mumuísmo, pues si el dada, según han afirmado algunos de sus definidores, es como el balbuceo de un tierno infante, como sus da-da inconscientes y difícilmente articulados, como la vuelta a lo natural y el repudio de todo lo artificial, las poesías de Gonzalo eran como el mugido de un ternero recental recién nacido.

Félix, por todo lo que de él llevamos dicho y nos queda por decir, era uno de los ejemplares más raros y curiosos de la cofradía que chez nous forman los snobs y los ratés, tout en galiparla para mayor claridad. Ya dijo el Eclesiastés que el número de necios es ilimitado: stultorum infinitus est numerus.

De regreso del Retiro, a la melancólica hora de la salida del véspero, Lola y Gonzalo marchaban delante, y después que hubieron rozado someramente varios temas triviales de conversación, el joven, de repente, le espetó a tenazón, abordando resueltamente un deseo que hacía tiempo le bullía en el magín y en el corazón:

—Mire usted, Lola, yo tenía que decirle una cosa... Y la cosa es...—y tras otra pausa para tomar bríos, prosiguió aceleradamente:—Que la quiero, que la quiero con toda mi alma y que en merecer y conseguir su cariño cifro mi mayor ventura.

Ante aquel trabucazo a boca de jarro, Lola, complacida, sonrió.

—Después de embromar a Juan Miguel y a Félix quiere hacerlo conmigo.

—No, no, Lola, hablo seriamente; nunca hablé más formal. Yo quizá no sepa expresarlo con más requilorios y arrequives, pero siento hondamente lo que acabo de decirle.

—No me fío mucho de su formalidad.

—Por qué no ha de fiarse. Acaso cree, porque me ve amigo de chanzas y bullas, que no soy capaz de amar intensamente.

—No digo tanto.

—Sí, la quiero. La quiero, Lola, desde hace tiempo, tal vez desde que la conozco... Pero su grave y reposado continente y ese no sé qué de seriedad que se desprende de toda su persona, me imponían tal respeto que han contenido, en diversas ocasiones, las palabras en mis labios... Hasta que hoy, decidido a terminar esta situación, a salir de dudas, tomé carrerilla, como hacen los chicos para salvar un obstáculo, y a obscuras, di el salto... Ahora, Lola, que no sea mortal...—quedó anhelante, esperando la respuesta, como si verdaderamente concluyese de hacer un violento ejercicio.

—Y yo ¿qué quiere que le diga?

—¡Quisiera que me dijese usted tantas cosas! La primera, que no le soy indiferente.

—Eso por descontado. Usted es un buen amigo mío...

—No, no es eso, Lola—atajó vivamente el muchacho—. Yo aspiro a más. Aspiro a que pague mi cariño en la misma moneda, aunque no con igual esplendidez todavía.

—¿Está usted muy seguro de su cariño? ¿No será un capricho, una ilusión pasajera?

—Usted no es mujer de las que sugieren caprichos; usted es de las que inspiran pasiones duraderas, cariños perpetuos que llenan toda una vida...

—No sé, no sé, Gonzalo; desconfío.

—¿Por qué desconfía?

—¡Qué sé yo! Desconfío instintivamente, temo las celadas, las asechanzas de la vida... Me falta confianza en mí, en mi suerte... Creo que no puedo inspirar esas pasiones duraderas que dice... Y como en mí, el querer, si llego a querer, ha de durar mientras aliente, temo, dudo, vacilo...

—¿Por qué es tan pesimista a sus años? ¿Usted cree que puede llegar a quererme?

—Sí lo creo, Gonzalo.

—Pues entonces...

—Por eso mismo, porque lo creo, tiemblo y recelo... Si yo pudiese entregar mi corazón con reservas, si yo fuese capaz de no abandonarlo por entero, no titubearía, Gonzalo. Pero si yo le quiero, si yo me rindo a este amor, él será el único de mi existencia...

—¿Y duda de mí?

—De usted, no. De mis facultades para retener su amor, de la vida... de todo y de nada. Mis dudas serán pueriles, pero dudo...

—Piense, Lola, que es la felicidad la que pasa por nuestro lado; ¿la va a dejar alejarse por una suspicacia suya, por unos temores quiméricos?—pronunció el joven conmovido, y después de unos instantes de silencio, añadió:—Haga una cosa, Lola, hágala por mí: cierre los ojos, como los he cerrado yo hace un momento, y déjese llevar solamente por los impulsos de su corazón, desoyendo esas sospechas de peligros imaginarios... ¡La juventud ha de ser imprudente!

—Los cerraré, Gonzalo.

—Bien, déme la mano, apóyela con firmeza en la mía, que es una mano leal, y camine sin desconfianza, que no le pesará...

Y cogiéndole la diestra, la apretó desconsideradamente, como queriendo infundirle el calor de su pasión.

—Yo la querré siempre—continuó—, ¡siempre!, y este cariño será tan grande, tan inmenso, que absorberá todo mi ser, toda mi existencia.

—¿De verdad, Gonzalo?

—¡De verdad, Lola! La quiero mucho, mucho, tanto que creo que no cabe mayor querer y, sin embargo, paradojas del amor, comprendo que aun la he de adorar más, más, siempre más... Mi querer se superará a él propio. Usted era el imán de todos mis pensamientos, de todas mis ilusiones, de todos mis ensueños... Le hablaba dormido, le hablaba despierto. Solo, le hablaba en voz alta, como un loco, y no sabe cómo la llamaba...

—¿Cómo?

—Mi Sulamita, porque, como la adorada entre todas por Salomón, como la hija del rey de Egipto, es usted morena, que el sol, recreándose en su rostro, le obscureció el color y le estregó la piel; porque su cuerpo airoso, desdibujado y broncíneo es como un divino escorzo oriental; porque «toda eres hermosa, amiga mía, y mancilla no hay en ti»; porque «óleo derramado es tu nombre»; porque «tus labios son lirios que destilan la mirra más pura»; porque «bellas son tus mejillas, así como de tórtolas, tu cuello como de collares de perlas». «¡Oh, qué hermosa eres tú, amiga mía! ¡Oh, qué hermosa eres tú! Tus ojos de paloma!» Sí, usted es mi Sulamita, mi Sulamita idolatrada y desde que la vi por vez primera, no la llamé en mi interior de otro modo y por usted, mi virgen morena, me he aprendido de memoria el Cantar de los Cantares, el sublime poema epitalámico.

Era tan dulce y mimosa aquella música, con letra de Salomón, que Lola se rindió a su hechizo y dando, a la postre, rienda suelta a los sentimientos de su virginal corazón, musitó con los párpados medio caídos:

—Pues bien, sí, le quiero, Gonzalo, ¡le quiero! ¡Quiérame usted siempre, siempre, como yo le querré!

Entonces él, transportado de gozo, exclamó:

—«¡Panal que destila son tus labios, oh amada; miel y leche debajo de tu lengua!»

Y como a poco llegasen al portal de la casa de la calle de las Huertas, donde habitaba Lola, la alegre tropa que formaban sus amigas y amigos la despidieron afectuosamente.

—¡Hasta mañana!—dijole Gonzalo, enajenado de dicha.

—¡Hasta siempre!—contestóle firmemente ella.

Lola subió ágilmente las escaleras. Como su madre aun no hubiese regresado de la calle, púsose al piano. Tocó música alegre, muy alegre: pasodobles toreros, couplets de zarzuela, el tango en boga. Un diablillo juguetón le retozaba allá dentro... Mas de pronto, sus manos se quedaron inertes sobre las teclas y a sus ojos asomaron un par de lágrimas que rodaron por las mejillas... Por una extraña y frecuente ilación de ideas, su contento le había traído la imagen del padre muerto. Es que su temperamento sensible asociaba siempre a sus alegrías al padre ausente: ¡Si él viviera!

V

Al rato de encontrarse Lola en su domicilio, llegó su madre.

—¿Qué, mamá, te compraste el sombrero?

—Sí, hija mía, ¡me caía tan bien! Y no es caro, no te figures, para ser un modelo de París: cuatrocientas pesetas.

Cuatrocientas pesetas un modelo de París es una bicoca, ¡regalado!; la desgracia es que todos los sombreros que les gustan a las señoras resultan que son, ¡oh infeliz casualidad!, modelos de París.

En efecto, al rato se presentó un chico con el sombrero. Aquilina, la pizpireta doncella de Consuelo, entró con la caja de cartón en el gabinete donde platicaban las señoras. En los ojos de la viuda lució un lampo de felicidad.

—¡Ya está aquí!—exclamó alborozada, como niño con zapatos nuevos.

Aquilina depositó la caja sobré un velador y Consuelo se precipitó a sacar de ella el sombrero, mas quedó suspensa al oír a la doncella decir:

—Aquí está la factura.

—¿La factura?

—Sí, señora.

—Pero si en ese establecimiento me conocen de antiguo y nunca me han enviado la cuenta hasta algún tiempo después.

—El chico me ha dicho que se la pase a la señora y espera a la puerta.

—Bien, devuélvesela y dile que ya pasaré yo por allí a abonarla, que soy parroquiana desde hace tiempo de la casa.

Salió la sirvienta y, a poco, volvió a entrar.

—El chico dice que lo siente mucho, pero que no habiéndole advertido nada, tiene que entregar al regreso el importe del encargo, conforme es costumbre de la casa.

—Pues, mira, dile que ahora no se la puedo pagar, que si quiere que se lleve el sombrero—expresó, ya molesta, Consuelo.

Partió nuevamente la criada a dar este recado y con la sombrerera en la mano, y tornó sin ésta.

—Se ha llevado el sombrero y ha manifestado que consultará y que, si le autorizan, volverá otra vez a traerlo.

El bochorno, la desilusión y el coraje que esta escena produjeron en Consuelo y aún más en su hija, no son para descritos.

—Ves, mamá, es preciso que nos abstengamos de comprar nada que no podamos pagar en el acto.

—¿Cómo podía yo figurarme que nos hiciesen esta porquería, si precisamente no les debemos un céntimo?

—No le hace; como tardamos en saldar la última cuenta que allí hicimos, desconfían ya de nuestro pago.

El sombrero, como es consiguiente, no volvió a arribar a aquella morada, y Consuelo, quizá por vez primera en su vida, quedó frustrada, con un gusto fuertemente deseado por satisfacer.

¡Estaba visto que ella no podía tener un sombrero como el de la de Reguilla!, pensaba con amargura Consuelo. ¡Dichosa la de Reguilla, que podía convertir en realidades sus más costosos caprichos Ella, para uno que tenía...

La de Reguilla era una estupenda hembra: esbelta, cimbreña; el pecho alto y firme; las caderas moderadamente pronunciadas; la pierna fina y torneada; el pie breve; los ojos agrandados por el negro surco de las ojeras; los labios gordezuelos, carmíneos y glotones; los dientes bien cortados y como trocitos de nieve alineados; la cabellera endrina y exuberante, y en toda su persona, una indolencia criolla, una mimosidad gatuna, que enardecía el deseo varonil. Era irrefragablemente el tipo acabado de la hembra de placer, de la mujer que los hombres buscan para querida. En la casa de la calle de las Huertas en que moraba, no se sabía a punto fijo de dónde era originaria: unos decían que era cubana; otros, que portorriqueña; estotros, que gaditana recriada en la Habana. También respecto a su estado corrían distintas versiones: quién la su ponía viuda, quién casada y separada del marido y quién aseguraba que si recibió arras nunca fueron en calidad de desposada. Vivía con una tía, que algunos afirmaban que era auténtica; bastantes, postiza o apócrifa, y los más coincidían en atribuirle el birrete de doctor en las artes en que fué maestra La tía fingida; de Cervantes. Mas fuese de ello lo que fuese, lo incontrastable era que vivía con cierto boato, aunque no se la conocían propiedades ni ingresos regulares, que no daba escándalos, que se hacia respetar y que los murmuradores no podían decir con fijeza el origen de sus murmuraciones: hablaban por intuición, juzgaban por presunciones; en concreto, nada podían aducir, únicamente que les daba «mala espina» sin saber por qué, porque sí, por su aire, por su trapío, por cierto aroma de pecado que emana de algunas mujeres. La realidad era que ningún vecino podía fundamentar una acusación seria: recibía pocas visitas y todas respetables, salía siempre con la tía, por las noches se recogían a la hora de la salida de los teatros y nunca venían acompañadas. Entre sus visitantes más asiduos se contaba el senador cordobés González de la Fuente, hombre inmensamente rico, pero sus visitas ni eran tantas que llevasen al ánimo una convicción, ni tan pocas que no despertasen una sospecha. La vecindad, teniendo que colgarle a alguien el mochuelo, se lo colgó muy bizarramente a este honorable prócer de la patria, varón sesudo y provecto. Mas, a lo menos en apariencia, no había para tal colgamiento más funda mentó que el socorrido «piensa mal y acertarás».

La hora de cenar se aproximaba, y Antoñito no hacia su aparición en el hogar. Al cabo, cuando ya estaban sentadas a la mesa Consuelo y Lola, presentóse sofocado y jadeante por haber venido precipitadamente.

—¿De dónde vienes, Antoñito?—riñóle con acrimonia desacostumbrada su madre, en quien perduraba el mal sabor de boca que el enojoso incidente del sombrero le había producido.

—De estudiar, mamá.

—No será en casa de tu primo...

—No, mamá; es en casa de otro compañero que se llama Camarasa..

—Pues estas noches pasadas tampoco has aparecido por allí, me lo ha dicho tu tía.

—No, mamá—articuló el joven, algo desconcertado—. He ido también casa de Camarasa.

—¡Dale con Camarasa! ¿Y quién es ese Camarasa?

—Es un buen muchacho y un excelente estudiante.

—Entonces, ¿por qué me decías que ibas a estudiar con Carmelo?

—Como tú no conoces a Camarasa... Mira, mamaíta rica, no te enfades ni te vuelvas regañona; dispénsame si me he retrasado algo; tenía que terminar un ejercicio—y haciéndole cuatro zalamerías a su madre, desarmó pronto su enfado.

—Siendo por estudiar...

—Por estudiar ha sido.

—Bien, pero no me vuelvas a mentir.;Poco que se ha complacido tu tía en decir delante de gente que estaba engañada, que no parecías por su casa, que adonde ibas era a jugar a no sé cuál billar, y en aprovechar la ocasión para poner a su Carmelo por las nubes, asegurando que es tan formal, tan buen hijo y tan inmejorable estudiante...!

—Puedes informarte si gustas, mamá; verás cómo donde voy es a estudiar con Camarasa.

El tal Camarasa era, efectivamente, el camarada de peine de Antoñito, un truhán de siete suelas que tanto pensaba en estudiar como en ser cura, que hacia novillos en la Academia hoy sí y mañana también, y que, cuando por ventura iba, presentábase en tal estado «de limpieza», que una reluciente patena a su lado dijérase sucia, pues no era hombre que dejase de hacer honor a su acreditada calidad de «pez», de pez magnifico y tan «fresco», que todavía parecía colear. Demostraba su «pecera» quedándose «pegado» en el encerado como un molusco, o sacando monumental «chuleta» y no acertando, ni por casualidad, a decir esta boca es mía, todo conforme al argot que emplean los aspirantes en sus conversaciones.

Mas a Consuelo, las explicaciones y disculpas de su hijo debieron convencerla, pues no se volvió a acordar más del asunto ni hizo otras indagaciones sobre Camarasa ni sobre dónde pasaba Antoñito las veladas. «¡Pobre muchacho! Después de todo, aunque se divirtiese un poco, a sus años, ¿qué se le iba a pedir?, ¿no era lo natural?»

A la mañana siguiente entró Aquilina en el dormitorio de su señora, cuando ésta aún dormía. Aquilina era una andaluza que llevaba algún tiempo en Madrid, donde prontamente tomó el terreno, y que hacía tres o cuatro años que estaba al servicio de la viuda, siendo su persona de confianza.

—¿Qué pasa?—preguntó Consuelo, incorporándose a medías en el lecho.

—Que a la señora se le olvidó anoche, sin duda, dejar dinero para la compra, y la cocinera dice que ya es tarde, que a qué hora va a ir al mercado.

—¡Es verdad! Haz el favor de sacar de mi bolso de mano, que debe estar sobre el tocador, dos o tres duros, y dáselos.

Aquilina dió con el bolso, pero con lo que no dió, por más que lo registró, fué con los duros.

—En el bolso sólo tiene usted dos pesetas y unas perras, señora.

Consuelo recapacitó unos segundos. ¡Calle, pues debía ser cierto! ¡Qué cabeza la suya! ¡Cuán fácilmente se le iba el santo al cielo! La tarde anterior cambió el billete de diez duros que tenía, para pagar el frasco de esencia que comprara, y entre éste y otras menudas adquisiciones que hiciera, se le fué el dinero que llevaba, el único con que contaba, menos lo que en el bolso aparecía. Quedó perpleja. ¿Qué hacer?

—¿Tienes tú dos o tres duros?

—Sí, señora.

—Pues dáselos a Fermina; ahora cuando me levante te los devolveré.

Aquilina abandonó la estancia, y Consuelo saltó de la cama y empezó a vestirse. ¡En buen aprieto se encontraba! ¿Cómo permanecer sin blanca hasta que de Lucena enviasen el dinero? ¡Imposible! Tomó su partido, aunque con repugnancia y pesar, y buscando en el joyero, donde guardaba sus alhajas, sacó un precioso anillo de platino con una gruesa perla y dos brillantitos, y llamando a Aquilina se lo entregó para que lo llevase a pignorar al Monte de Piedad; pero ¡cuidadito con que dijera nada a Fermina, a sus hijos ni a nadie! Para consolarse, pensó al confiarle la presea: «¡Bah, es sólo cuestión de horas el que tenga dinero y la sortija torne a su estuche!»

Marchó Aquilina a cumplimentar el encargo, pero en el camino pensó lo que pensó y, «de paso», tocó en casa del señorito Fernando Castrillo, un entresuelo de la calle del Almirante, «paso» para ir de la calle de las Huertas a la plaza de las Descalzas. Fernando tenía puesto un pisito de soltero, de «soltero» ya pasado por la epístola de San Pablo, muy elegante y coquetonamente amueblado, Hacía unos meses que Aquilina había pedido al señorito Fernando, ¡tan simpático y buen mozo!, que interpusiese su valiosa influencia para que trajesen a la Península a su novio, un cabo del segundo Regimiento de Zapadores que se habían llevado a Melilla. El pobrecito escribía que se estaba quedando muy desmejorado, ¡en las guías!, con la aspérrima vida de campaña. Y si su cabo, por quien estaba «pirradita», se acababa de consumir del todo, ¿qué iba a ser de ella? Fernando, conmovido por tanta desventura, prometió interesarse por aquel cabo, candidato a pavesa, y lo que es más, ofreció también proporcionarle un empleo mollar cuando lo licenciasen, para que pudiera uncirse en santo yugo con su dulcinea. Con estas promesas y con algunas propinas, Aquilina, sobornada, estaba a la completa devoción del Donjuán, y por ella conocía éste todas las idas y venidas, todas las entradas y salidas de la dama de sus pensamientos, y cuanto al vivir de la misma concernía. Con un espía y aliado dentro de sus murallas, no hay fortaleza inexpugnable, había pensado muy cuerdamente Fernando, al procurar atraerse a la sirvienta. Y su diligente auxiliar acudía a menudo a su piso, para traerle noticias de la plaza asediada.

Aquella mañana relató de pe a pa al enamorado las andanzas de su señora en la tarde anterior, no dejándose en el tintero el lance del sombrero, y participándole también la comisión a que había salido, mostrándole, en testimonio de su veracidad, el anillo que le habían encomendado para que lo confinase en Peñaranda (y no de Duero ni de Bracamonte).

Fernando, oyéndola, se refregaba las manos de gusto. ¡Aquello era cosa hecha, pan comido! Y la boca se le hacía agua, como si tuviese ya entre sus brazos la codiciada presa.

Cuando terminó la muchacha, Fernando le notició que había hecho escribiesen al comandante general de Melilla, pidiéndole concediese un permiso por enfermo al decaído cabo, y dándole un duro y unas palmaditas en la cara—;qué campechano era el señorito Fernando!—, la despidió.

En cuanto Aquilina abandonó la garçonniére, Fernando llamó al teléfono, pues deseaba comunicar con Rodríguez, el procurador de Consuelo en el pleito que él le defendía. Cuando la Central contestó, Fernando pidió la siguiente comunicación:

—Señorita, me hace el favor, Jordán, 28-46.

Pasó un rato. Fernando, con el auricular en una oreja, aguardaba en vano. Volvió a llamar.

—Señorita, ¡por los clavos de Cristo!

—¿Qué número quiere?

—¡Todavía no se ha enterado! El 28-46 de Jordán.

Al cabo de unos minutos le contestaron:

—Está comunicando.

Fernando, impaciente, estuvo por insultar a la telefonista de guardia; a duras penas se contuvo; sotto voce la puso como palo de gallinero. Dejó pasar un cuarto de hora y tornó a llamar. Al fin, como todo dicen que llega en este mundo, tampoco pueden dejar de llegar las comunicaciones telefónicas; sólo que, muchas veces, cuando las establecen, son ya innecesarias, o el abonado, aburrido, ha desistido de ella; también se han dado casos en que éste haya muerto de viejo cuando la obtiene. Esta vez no llegó a una hora lo que Fernando tuvo que esperar; ¡oh rapidez de las transmisiones eléctricas!

—¿Es el 28-46? ¿Está el señor Rodríguez?

—Servidor, don Fernando. Le he conocido en la voz.

—¿Le quedan a usted fondos de la señora viuda de Méndez Cabrera?

—Algunas pesetas deben restar, pero pocas ya.

—Bien; pues, si le es posible, vaya esta misma mañana a su casa y pídale que le habilite de fondos. Dígale que tiene ya suplido para papel sellado, derechos de escribanía, etc., etc., algunas pesetas. A mí, ni mentarme, ¿eh?

—Esta misma mañana iré, don Fernando.

—No, señorita, aun no hemos terminado... Mire, Rodríguez, hágame el obsequio de llamar al Casino, entre dos y tres, y decirme el resultado de su visita. Yo voy allí a almorzar.

—Descuide, don Fernando, ya le llamaré. ¿Cuánto le pido? ¿Usted es que necesita cobrar algo a cuenta de su minuta?

—No.... es decir, no sé. Puede usted pedirle dos mil pesetas. Adiós, Rodríguez. Ya sabe, de mí, ni palabra.

—Adiós, don Fernando.

Colgó el auricular. La cosa marchaba, pensó el diputado, solazándose por anticipado.

Cuando Aquilina volvió a casa de su señora, alineó sobre el tocador cinco montoncitos de a cinco duros cada uno.

—¿Nada más que veinticinco duros te han dado?

—Eso es todo lo que he podido sacar, señora.

—¡Qué escándalo! ¡Y costó mil pesetas!

—En el Monte dan una miseria por las cosas.

Consuelo comenzó a hacerse una toilette más esmerada, ayudada por su doncella. Mientras la encorsetaba con el elegante y rico corsé, de goma y sin ballenas, que modelaba a la perfección sus formas prietas de estatua pagana, Aquilina mantuvo la siguiente conversación con su ama, con esa confianza que se permiten los sirvientes cuando ven a sus señores apurados de dinero, y más con quienes, como Consuelo, les dan pie para ello.

—¡Qué cuerpo tan precioso tiene la señora!—exclamó admirativamente la criada, retirándose un poco para contemplarlo mejor.

—¿De verdad es bonito?—preguntó Consuelo halagada.

—¡Cualquier día iba yo a pasar apuros teniendo un cuerpo y una cara como los de usted!

Consuelo, aunque complacida en su interior por aquel grosero homenaje que a su modo le rendía la doncella, protestó, mas sin enojo, del ex abrupto, exclamando:

—¡No digas atrocidades, Aquilina!

—¡Y teniendo a un mozo como don Fernando, tan guapo y rumboso, «penaito» por usted hasta más no poder!

—¡Tú qué sabes!

—¡Si no hay más que fijarse un poco! Si cuando la mira parece querer comérsela con los ojos... Si está que bebe los vientos por usted... Si el más lerdo lo comprende en «seguidita», basta con ver Cómo la mira: embelesado; cómo la escucha: hecho gacheta... ¡Un hombre tan rico y que daría todo lo que tiene por una «miajita» de su querer!... Se necesita tener el corazón de piedra berroqueña para no despenar a ese hombre... ¡Qué feliz la haría a usted don Fernando!

Consuelo, pensativa, callaba. El silbido de aquella serpiente alucinadora, de aquella celestina disfrazada, era como un eco de lo que su mente confusamente pensaba... La necesidad de arbitrar presto dinero fuese como fuese, el afán de lujos y comodidades, su sensualidad congénita, su carácter alegre y despreocupado, todo, todo conspiraba al mismo fin, todo eran también silbos de sierpes persuasivas que la inclinaban mansamente a la entrega... La sola idea de tener que abandonar aquella vida, que aunque ficticia tenía apariencias de holgada y en su clase casi de opulenta, de verse precisada a mudarse nuevamente a otra vivienda aún más mezquina y estrecha, de tener que gastar zapatos hechos, de munición, que deformasen sus diminutos pies; corsés de almacén que no plasmasen fielmente su cuerpo bien formado; burdas telas interiores que ludiesen su fina epidermis; pobres vestidos, cortados por modistas caseras, que fuesen un ultraje a la diosa Elegancia, la aterraba, la anonadaba... Le parecía sentir ya el roce con su delicada piel de la camisa de algodón, ¡horror!, y se estremecía y horripilaba toda como a un inmundo contacto. Se veía ya pobremente ataviada, con un vestido negro que pardeaba por el uso, como el de su cuñada Angeles, y una oleada de vergtienza le subía al rostro; no, ella acostumbraba a vestir elegantemente, carecía del heroísmo necesario para ir mal trajeada. ¡Era demasiado! ¡No, no; imposible reducirse más ya! Había llegado al limite de las concesiones que podía hacer a la pobreza... Ella comprendía que no tenía vocación de santa ni de mártir.. Cualquier cosa era preferible a la hórrida y miserable vida que sus escasos recursos le permitirían arrastrar... ¿Es que no se merecía ella otra cosa? Y en enaguas y corsé, conforme estaba, se contemplaba en el espejo del armario de luna, y el espejo parecía decirle también: «¡Claro que tú te mereces mucho más! ¡Claro que es un crimen que dejes amustiar tontamente el tesoro de tu belleza, sin provecho ni gloria!» Entonces, Consuelo cerraba los ojos para no ver su imagen reflejada en la luna del espejo tentador... Pero en su interior se alzaba una voz, no la de la conciencia precisamente, sino más bien la de su ansia de vida fácil, que queriendo justificar lo injustificable, le decía: «¿Qué piensas hacer? Tienes que pagar esto, lo otro y lo de más allá... Tus alhajas, una tras otra, pronto estarán todas en el Monte. ¡Ya ves lo que han dado por la sortija! ¿Y cómo vas a vivir después, cómo...? Con lo que actualmente te queda, sólo una vida misérrima y aperreada, si es que a esto se le puede llamar vida, arrastrarás, como el penado arrastra la cadena a que el grillete le une... Cuando enviudaste, con una gran rigidez en tus gastos, aún hubieras podido vivir modestamente; pero hoy, ¿cómo, cómo...? Y aquella interrogación apremiante y angustiosa «¿cómo?», la encontraba sin fuerzas, sin ánimos para combatir. Todo su ser muelle y cobarde se amilanaba a la idea de una lucha sin tregua con la indigencia, de que la pobreza entrara a roso y velloso en su vida. ¡No, ella no servía para luchar! Pero un resto de pudor, de honradez, tan pequeño como un gnomo, empinándose sobre las puntas de los pies, conseguía asomar su cabecita por entre un resquicio de buen sentido e implorados murmuraba: «¡Pero, Consuelo, tú no serás capaz de «lo otro»!» Y ella, aparentemente fortalecida con esta advertencia, decíase para no escuchar a todas las demás amables sirenas: «¡Cierto que no soy capaz!» Y se lo repetía una y otra vez, como si pretendiese a fuerza de oirlo adquirir el convencimiento de que era verdad...

Como en sueños, distinguía a veces las palabras de Aquilina, que, insinuante, seguía vertiendo en sus oídos el veneno de sus consejos mezclado con la miel de sus lisonjas y adulaciones:

—¡Si yo estuviese en el pellejo de usted!... ¡Si yo tuviese la fortuna de que un hombre como don Fernando perdiese la chaveta por mí!... ¡Vamos, que ya iba yo a reparar en ñoñeces!... ¡Mire usted a la de Reguilla cómo vive, cómo gasta, cómo viste y cómo triunfa, y no le llega a la suela de los zapatos ni en facciones, ni en hechuras, ni en salero, ni en nada... ¡Qué más quisiera ella! Pues ahí la tiene usted, cómo es de las que saben nadar y guardar la ropa, cómo tiene trastienda y sabe ocultar sus trapicheos, todos son a considerarla, a festejarla, a alabarla... Así va ella con ese aire de reina destronada... Pregunte usted al portero, a quien da buenas propinas, y verá cómo la pone en los cuernos de la luna; pregunte usted a cualquier vecino; todos la dirán: «¡Qué mujer, qué guapa, qué elegante, qué lujo gasta, qué de dinero derrocha, qué generosa es!» ¡Y nadie se mete a averiguar de dónde salen el lujo ni el dinero!... Desengáñese usted, señora, en este mundo tanto tienes tanto vales. El cómo importa poco...

Las mujeres como la de Reguilla son una fuerza disolvente enorme para sus compañeras de sexo honradas, pero aficionadas a la vida regalada y ostentosa, a la vida ociosa y de relumbrón. ¿Por qué ésta, que vale menos, que no cuenta con otros bienes que su tipo, puede tirar el oro y el moro, puede presentarse tan divinamente vestida, tan primorosamente calzada, con tantos perfiles y fililíes, con tantas alhajas y bagatelas elegantes que realcen su belleza, y ellas tienen que mostrarse con los tacones torcidos, con las medías burdas o con una cachucha reformada en casa? ¡Y es tan difícil resignarse a que quien vale menos y tiene menos que uno se encuentre en situación más visible y prominente! Y luego, en apariencia, la qué poca costa, con qué facilidad adquieren las congéneres de la de Reguilla el boato y el placer!

Consuelo, estando a todas horas baje el influjo de aquel ejemplo desmoralizador, bajo la acción de aquella fuerza corrosiva de su débil moral, no podía dejar de pensar frecuentemente en ella con envidia: ¡Qué bien entendía la vida! ¡Qué suerte tenía de poder ser como era!

Y ahora, paladeando el tósigo de su doncella, cuya moral del arroyo iba filtrándose en su ser, se decía: «¡Tiene razón Aquilina! Ella lleva una vida equívoca; la mía es intachable. Y ¿a quién ensalzan y ponderan más, de quién hablan y se ocupan más? ¡De ella! Todo porque yo no puedo tirar el dinero, porque no puedo trajearme como ella. ¿Me aventaja en nacimiento? No, ¡si no se sabe de dónde ha salido! ¿En educación? ¡Menos! ¿En figura y belleza? ¡Tampoco! Unicamente en que dispone de más metálico, y, por tanto, puede vivir con más opulencia y rumbo. Y esta sola razón basta para que brille mientras que yo permanezco obscurecida, y para que los mismos que sospechan que sus ingresos no son bien adquiridos, que proceden de veneros inconfesables, la adulen y mimen como no me adulan y miman a mí. ¡Le sobra la razón a Aquilina!»

El timbre de la puerta, sonando imperioso, cortó el hilo de sus reflexiones y el diálogo con su fámula. Era el procurador Rodríguez.

Cuando salió Consuelo, su visitante, después de exponerle el estado en que se encontraba su litigio, pidióle las dos mil «del ala», que «imprescindiblemente» eran necesarias para los gastos que acarreaba el mismo. Consuelo le respondió que en aquel momento le era de todo punto imposible entregárselas; pero que esperaba un dinero de Lucena, ¡el consabido dinero de Lucena!, y que en cuanto llegase se las enviaría.

Poco después de abandonar la morada de la viuda, Rodríguez, conforme a lo convenido, comunicaba telefónicamente a Castrillo el resultado negativo de su visita.

A la hora de comer hizo su aparición Antoñito, que venía de la Academia, según dijo, y su madre se apresuró a preguntarle:

—¿Le escribiste a tu tío? Me extraña que no haya habido contestación.

—Mamá, ¿cómo quieres que la haya si le escribí ayer?

—Es cierto.;No sé cómo estoy hoy!

Por la tarde estuvo Castrillo a visitar a la viuda de Méndez de Cabrera. Aquilina lo pasó a una salita muy coquetona, donde estaba el piano. Cuando se presentó Consuelo, Fernando, tomándole ambas manos y apretándolas cariñosamente, le dijo en son de dulce reproche:

—¡Estoy muy ofendido con usted, Consuelo!

—¿Y eso, Fernando?

—Yo creía que usted me tenía por un buen amigo suyo.

—Así es.

—Pues los amigos son para las ocasiones, y creo que, a lo menos, se les debe confianza.

—No entiendo...

—Ha estado en mi casa el procurador Rodríguez; me ha dicho que venía de aquí, de pedirle una cantidad para los gastos del pleito, y que usted no se la había podido facilitar.

—En efecto. Estoy aguardando de un día a otro un dinero de Lucena.

—¿Y por qué no ha recurrido a mí? ¿Tan poca confianza le inspiro? ¿No soy un antiguo amigo suyo, un amigo de verdad? ¿Qué tiene de particular que un amigo así nos anticipe una pequeña suma que hemos de restituir? ¡Está visto que no merezco su confianza!

—Gracias, Fernando... Pero como era sólo cuestión de días... En esta semana espero poder mandarle a Rodríguez las dos mil pesetas que me ha pedido.

—No se las envíe ya.

—¿Por qué? ¿Se las ha dado usted?

—Perdóneme, Consuelo, si he procedido ligeramente... Le he dicho que tenía fondos suyos y se las he entregado. Esta gente de curia necesita dinero para andar; son como esos carros cuyas ruedas rechinan y marchan mal si no se las engrasa...

—Le agradezco mucho este favor. Fernando. Dentro de poco se las pagaré.

—Por Dios, Consuelo, no hablemos de eso... Pero usted necesitará tal vez dinero para cubrir otras atenciones, hasta que le lleguen los fondos que espera...

—No, Fernando, muchas gracias.

—¿Ve usted qué poca confianza tiene conmigo? ¡Si supiese lo que yo le agradecería y la prueba de amistad que me daría, si me dijera: Pues bien, sí, necesito tanto, hasta recibir lo que aguardo!

—¡Si no me hace falta nada!

—Bien, pero me va usted a hacer el favor de guardarme estas dos mil pesetas—manifestó el ofrecedor, sacando una carterita y de ella dos billetes de a mil, que con otros varios de igual clase traía y cuidó de exhibir al descuido—. Cuando reciba su dinero me devuelve las cuatro mil.

—De ningún modo, Fernando.

—¡Usted lo hará como le digo si no quiere que nos disgustemos! Ni como amigo, ni como abogado, ni para nada, cuente, en caso contrario, conmigo.

—Pero comprenda, Fernando...—objetó débilmente Consuelo.

—¡No comprendo nada! Si no quiere admitir de mí este favor insignificante, si no consiente que le preste por unos días esta exigua cantidad, la usted, por quien yo daría con gusto toda mi fortuna y mi vida entera!, es que sólo recelo y desconfianza le debo inspirar ¡Si usted supiera todo lo que para mí es, no titubearía en aceptarlas, Consuelo!

Y cogiéndole otra vez las manos, empezó a besarlas con arrebato, mientras que repetía apremiante:

—¿Verdad que las aceptará? ¿Verdad que las aceptará?

—Déjeme, Fernando—expresó Consuelo, confusa y azorada.

—Pues prométame que las aceptará.

—Bien, pero para devolvérselas pronto.

—Cuando usted quiera.

—¡Pronto!

—Bueno.

Fernando le soltó las manos y le entregó el dinero.

—Muchas gracias, Fernando—murmuró la viuda, toda turbada.

—Las gracias a usted, Consuelo ¡No sabe lo feliz que me hace dejando que le dé esta pequeña prueba de amistad!

Consuelo se puso en pie, y guardando el dinero, acercóse a la puerta del pasillo y llamó a su hija, temerosa de que Castrillo se propasara más y deseando que la presencia de ésta le sirviese para encubrir su turbación.

—¡Lola, aquí está Fernando Castrillo!

La joven no tardó en presentarse.

Un turbión de diversos y aun encontrados pensamientos invadía tumultuosamente la mente de Consuelo, pero entre todos descollaban los que se hacían voceros de la generosidad de Fernando y del gran amor que éste debía profesarle.

—¡Qué desprendido y espléndido, y qué interés tiene por mi! ¡Sospecharía que andaba apurada y no ha cejado hasta conseguir que tome este préstamo! ¿Con qué cara se lo iba a seguir rechazando? Hubiese sido corresponder a un tan desinteresado afecto con una incalificable grosería. Ahora, que las dos mil pesetas no las tocaré y se las devolveré mañana mismo.

Fernando entabló palique con Lola; bromeando le decía que él se iba a encargar de buscarle un novio digno de ella; esto permitió a Consuelo, al margen de la conversación, irse serenando.

Poco después se despidió Fernando, quedando en verse luego en el Reina Victoria.

Cuando se fué Fernando, la viuda llamó a Aquilina.

Había reflexionado que era tonto conservar incólumes las dos mil pesetas, puesto que lo que tenía que devolver a Castrillo eran cuatro mil y no era cosa de mandarle sólo parte. En cuanto recibiese de Lucena el producto de la venta del olivar le enviaría la totalidad de la deuda y pax Christi.

—Aquilina, vas a ir por el sombrero que trajeron anoche; quiero llevarle esta tarde al teatro. ¿Sabes dónde es?.

—Sí, señora.

—Pues págalo y tráetelo, y diles que parece mentira que no quisiesen dejarlo ayer.

Le entregó uno de los billetes de Castrillo, y Aquilina, al recibirlo, no pudo reprimir una sonrisa enigmática; mas su señora, ilusionada con que al fin iba a lucir el deseado sombrero, no reparó en ello.

Lola, también sorprendida, interrogó a su madre:

—¿Qué es eso, mamá, tienes ya dinero?

Consuelo se quedó hecha una pieza, sin saber qué responder; embarullada comenzó a contestar, hasta que acertó con una explicación:

—Si, verás... ¿no sabes?... Es que el procurador me ha traído dos mil pesetas del pleito.

Aquel pleito, ¡oh prodigio!, era el primero que en España producía dinero al litigante.

Tornó Aquilina con el sombrero, y Consuelo, toda alborozada, como chico en mañana de Reyes, se apresuró a probárselo delante de un espejo. ¡Ya tenía un sombrero como el de la de Reguilla o mejor! ¡No se iba ésta a llevar siempre la palma en el vestir!

—¡Es precioso!—decía Aquilina, deshaciéndose en elogios y alabanzas—. ¡Y le cae a la señora a las mil maravillas!... ¡Ah! ¿Sabe usted? Me han dado tantas excusas.... que fué una torpeza del chico, que ahora pensaban enviárselo, que la señora dispense, que todo el establecimiento está a su disposición...

—¡Ya decía yo!

Consuelo llamó a su hija.

—Mira, Lola, el sombrero. ¿Qué te parece?

—Es muy bonito, mamá.

Pero la joven, evidentemente, no participaba del entusiasmo de su madre, y no es que el sombrero fuese feo o que no le gustase, no; es que ella, no obstante su menor número de años, no tenía el capítulo de trapos y galas en tan alto aprecio como su madre.

Antoñito salió de su cuarto, y al ver sobre una mesa la vuelta del billete, que Aquilina había dejado al regresar con el sombrero, se llamó a la parte.

—Gracias a Dios, mamaíta, que te veo con dinero «fresco». Me tienes que dar un «pápiro» de diez «machacantes»—dijo en su léxico de pollo achulado.

—¡Diez duros, Antoñito!

—¡Diez duros, mamaíta! ¡Qué menos vas a dar a un hijo que es ya todo un hombre! Como estos días te veía apuradilla no te he querido pedir y tengo que pagar unos piquillos...

—Pero si te dí ayer un duro y anteayer otro y...

—¿Y eso qué es, mamaíta? Todos mis compañeros tienen siempre más dinero que yo.

—Pues a Carmelo no le da su madre una peseta.

—Es que Carmelo, rara avis, es un «panoli» que hace el ridículo a cada paso y tú no querrás que tu único hijo varón, el continuador de las glorias de la casa, haga mal papel en ninguna parte—expresó el muchacho riendo y haciendo, lagotero, zalamerías y dingolondangos a su madre.

Consuelo acabó por darle el billete y el joven se marchó como una exhalación a «hacerlo polvo, según su frase, dando antes en el aire unas zapatetas de contento.

—¡Con qué poco se alegra el pobre!—susurró su madre, enternecida, viéndole partir.

Aquella tarde estuvieron Lola y su madre en el Reina Victoria, donde se representaba una de esas operetas, o mejor revistas, cuyo argumento no tiene pies ni cabeza, cuya música ratonil no sirve ni para los cilindros de los organillos de manubrio y que únicamente presentan el aliciente de aproximar a las narices de los espectadores del patio de butacas, por medio de hábiles trucos y complicadas maquinarias, las desnudeces femeninas de las tiples ligeras, ¡y tan ligeras!, y de las coristas, sin duda con el sano propósito de que puedan cerciorarse que allí no hay trampa ni cartón. Era uno de tantos engendros en que la presentación y las formas de las artistas lo constituyen todo; el argumento, las bellezas literarias del libreto y la música, son cosas secundarias; engendros que forman el postrer escalón descendiendo en el género de pantorrillas con chin-chin. En cuanto a decorado suntuoso, lujoso vestuario, derroche de pedrería buena y falsa, multiplicidad de cambiantes de luces con el proyector, caras bonitas y cuerpos bien formados, ¡eche usted por esa bocal; nada mejor hubiera podido pedir el más descontentadizo y exigente, y como lo demás ya hemos dicho que no era esencial, la obra era un «exitazo» que llevaba tres meses en el cartel.

Consuelo, que había permanecido varios años sin frecuentar los teatros, se holgaba con la representación. Todo el espectáculo era de una sensualidad alambicada y morbosa, complicada y sutil, en que la totalidad de los efectos concurrían al mismo fin: aguijonar levemente el instinto carnal; era como esas salsas estimulantes que necesitan ciertos paladares gastados para provocar la apetencia. Pero más que en el escenario, el sensualismo resplandecía en los espectadores: en sus ojos brillantes, en sus miradas codiciosas, en sus labios resecos, en la jocundidad de sus semblantes, en la lascivia y picardía de sus sonrisas; claro es que todo ello dentro de una exquisita corrección, como cuadraba a aquel público fino y atildado. En los intermedios, todas las miradas, preñadas de salacidad y baboseo en los viejos verdes y de glotonería en los sietemesinos, convergían en una platea situada frente a Consuelo, donde dos daifas de «tronío», muy repintadas, exhibían desvergonzadamente sus bustos semi-desnudos. Parecía que, gracias a la mostración de estos encantos, la representación no se interrumpía durante los entreactos, y que ellas servían como de pararrayos que atraía toda aquella sensualidad alquitarada que poblaba el ambiente del coliseo. Y esta esencia de sensualidad, de sensualidad «correcta», de sensualidad de guante blanco, que ascendía del patio al palco de Consuelo y que descargaba en la platea de enfrente, despertaba a aquellas fierecillas que la viuda tenía por sentidos, amodorradas por los años de vida retraída, y las fierecillas se estiraban y desentumecían prontas a encresparse. Aquella sensualidad tan alada, que se le subía a Consuelo a la cabeza como espuma de Champaña, la encalabrinaba, la mareaba y enardecía. Y en un entreacto en que Consuelo pasó al antepalco con Fernando, que había subido a saludarlas, quedando Lola fuera, los labios golosos del bon vivant no encontraron gran resistencia al robar un beso de los deliciosos y purpúreos de su amada. Consuelo, agitadísima, apresuróse a salir al palco y sentarse junto a Lola, y Fernando, que salió tras ella, estuvo chanceando con ambas hasta conseguir desenojar a Consuelo, y cuando acabada la función, marcharon juntos los tres, Consuelo y Fernando iban tan buenos amigos como siempre.

Gonzalo, que avisado por una esquela de Lola, también asistió a la representación desde una butaca, había visto, adusto y con las cejas fruncidas, cómo aquel buen mozo bromeaba y trataba con excesiva familiaridad a Consuelo y a su hija, y aunque sus sospechas eran por completo infundadas, pues ésta más bien pecaba de reservada y fría en su trato con Castrillo, de menos aún que de esto se suelen alimentar los celos de los enamorados.

VI

Como los celos son manjar difícilmente digerible y a Gonzalo se le había atragantado aquel arrogante caballero que acompañaba a su novia, en cuanto al día siguiente consiguió hablar con ésta, casa de doña Angeles, le faltó tiempo para preguntarle:

—¿Quién era aquel señor joven que os acompañaba en el Reina Victoria? ¿Es de tu familia?

—No; es Fernando Castrillo, el abogado de mamá en un pleito que sostiene.

—Pues no me parece el teatro el sitio más adecuado para tratar de asuntos judiciales.

—Es que es un antiguo amigo de casa.

—¡Ah!

Pero como la muchacha viese aún una sombra de celosa duda atravesar por las pupilas de su enamorado, díjole francamente:

—A decir verdad, es un señor que no me es nada simpático.

Palpitaba tal acento de sinceridad en las palabras de Lola, que todos los recelos del amoroso estudiante se disiparon como por ensalmo y entregóse con todas las potencias de su alma al tierno idilio con su bella y morena Sulamita. Mas con todo, desde la tarde del Reina Victoria, Gonzalo siempre guardó prevención y tuvo entre ojos al diputado.

Entretanto, Consuelo había salido de compras: necesitaba algunas cosillas, y puesto que ahora contaba con dinero...

La gustaba callejear a la hora del atardecer, recoger el homenaje algo grosero de los requiebros populares, examinar con el rabillo del ojo a las otras señoras con quienes se cruzaba y contemplar los escaparates, ¡sobre todo esto! ¡Qué atracción irresistible, qué embrujamiento ejercían los escaparates resplandecientes de luz artificial sobre el espíritu ligero d¿la viuda! Algunas tardes salía nada más que para extasiarse en su contemplación. Desde la plaza de Santa Ana tomaba por la calle del Príncipe; después, por la Carrera salía a la Puerta del Sol, subía por la calle de Carretas y por la de Atocha iba a la plaza de Santa Cruz; bajaba por la rúa de Esparteros otra vez a Sol, recorría la calle del Arenal hasta la plaza de Isabel II, y por la calle de Campomanes o por la de los Caños y Costanilla de los Angeles ascendía a Santo Domingo; luego, por la calle de Preciados tornaba a la Puerta del Sol, subía por la Montera, torcía por la Gran Vía y últimamente por las calles de Alcalá y Sevilla tomaba nuevamente el camino de su casa y con aquella pequeña vuelta, sin separarse nunca quinientos metros de la Puerta del Sol, no había dejado por ver ningún escaparate chic de la villa y corte. Este era su itinerario las tardes de «banquete espiritual» de escaparates, que eran no pocas del año. ¡Qué profusión de escaparates! Pero entre tantos imanes de ojos, los únicos que atraían la atención de Consuelo eran los escaparates de los almacenes de tejidos y los de los comercios de sombreros de señora y novedades, de peletería, de abanicos y paraguas, de joyería, de zapatería de lujo, de perfumería y, en pocas palabras, los de todos los establecimientos que rendían vasallaje a esa reir a omnipotente que se llama la moda, cuyo cetro debiera ser una veleta, símbolo de la inconstancia. ¡Cuánta variedad de escaparates! ¡Cuántos deseos para Consuelo! No se detenía mucho la viuda delante de ellos, un vistazo rápido, de pasada, le bastaba para darse cuenta de las alteraciones que habían sufrido desde la anterior visita, para columbrar «las novedades», ¡oh las novedades!, y cuando tornaba a casa después del platónico «atracón» de escaparates, llevaba la mente impresionada por una constelación de caprichos; pero, entre todos, siempre había uno que brillaba con el fulgor de un sol, hasta casi eclipsar a los demás, y que hoy era un bolso de mano «último grito»; mañana, una sombrilla de forma caprichosa; el otro, unos zapatitos monísimos, y el de más allá, una piel de marta cebellina o un adorno de cabeza...

¡Oh las novedades! ¡Oh los escaparates! ¡Cuántas virtudes han naufragado por el hechizo de un escaparate! Cada escaparate tiene su fisonomía propia: los hay simétricos, ordenados; los hay con cierto desorden artístico; los hay que no presentan más que una multitud de objetos idénticos, mas con esta repetición subyugan la atención de tal modo que pudiera decirse que las monedas salen solas de los portamonedas de las señoras, para ir a amontonarse en el cajón del mostrador. Pero en todos los sometidos a la jurisdicción femenina: en los simétricos y en los asimétricos, en los artísticos y en los antiartísticos, en los variados y en los monótonos por la exposición de un solo objeto repetido hasta la saciedad, hay siempre algo codiciable para una mujer. ¿En qué escaparate de éstos se detendrá una señora que no encuentre alguna cosa que provoque su codicia?

En las poblaciones netamente musulmanas, en que las mujeres rara vez salen a la calle, los escaparates casi no existen; es artilugio privativo del bello sexo. Ya saben los fieles de Alá lo que se hacen prohibiendo a sus mujeres e hijas que pisen el tranco de la puerta: ¡cuántas rupias no economizarán con ello y cuántos tropezones no ahorrarán a sus huríes!

En nuestros días, todo necesita ser exhibido para venderse, hasta la mujer necesita ser expuesta para colocarse; pasó la edad del buen paño en el arca se vende, la edad en que no eran necesarios los escaparates. Y los escaparates al aparecer revolucionaron la moral, trajeron una moral nueva, la moral que pudiéramos llamar «del escaparate», en que la exhibición incitante y embelecadora, tanto en el comercio como en la eterna femina, es un medio lícito y hasta el único medio. Progresando aceleradamente esta moral, hemos llegado ya en el elemento femenino a la falda corta, al escote largo, al corpiño de mangas «ausentes» y de tantas otras cosas también ausentes...; a que las mujeres sean mujeres escaparates ¡Oh la «moral del escaparate» y su consecuencia, las damas y damiselas exhibitorias! ¡Cuánto podría escribirse sobre el escaparate!

Aquella tarde, como Consuelo llevaba el bolso menos exangüe que otras veces, compró lo que pensaba y otras muchas cosas, de las cuales al salir a la calle no tenía la menor idea de que le hiciesen falta, pero ¡las había visto en los escaparates y eran tan preciosas!, y como el ser «preciosas» es la razón suprema de tales adquisiciones, ¡velay!, que dicen los vallisoletanos. Regresó a su piso cargada de paquetitos. Si siempre llevase dinero abundante a mano, todos los días le sucedería lo propio, y hasta es fácil que adquiriese un autocamión para que fuera recogiendo sus encargos: ¡hay tantas cosas preciosas en los escaparates!

Pocos días después, recibióse la suspirada carta de Lucena; don Ramiro decía a su cuñada que había practicado algunas gestiones para la venta del olivar, pero que con la cantidad que por él ofrecían habría escasamente para cubrir el importe de las dos hipotecas que gravaban la propiedad, por lo cual consideraba que carecía de objeto la expresada venta. Esta contestación cayó sobre Consuelo como un jarro de agua fría, pues los innumerables proyectos de lo que pensaba hacer y de las muchas compras que deseaba efectuar con este dinero, vinieron a tierra como frágil castillo de naipes; para colmo de apuros, las dos mil pesetas de Fernando Castrillo tocaban a su término, que nada hay a que se le vea tan pronto el fin como a los cuartos.

En cuanto Consuelo vió a Castrillo, le dijo, algo cortada:

—Fernando, me escriben de Lucena que ahora es mala ocasión para vender, que en el verano probablemente obtendría mayor provecho. Si a usted le fuese igual esperar un poco para que le pague...

—¡Quiere usted callarse, Consuelo!—le interrumpió él—. Yo le agradeceré mucho que cuando se le concluya el piquillo que le presté, recurra a mí antes que a nadie si necesita algo; entre tener el dinero inactivo en mi cuenta corriente o hacer a una buena amiga el pequeño favor de prestárselo, la elección no es dudosa. Y cuando venda su finca liquidaremos.

Tanto la instó y tal confianza supo inspirarle, que le hizo tomar otra cantidad ¡Cuán desprendido era Fernando! ¡Con cuánta delicadeza procedía! ¡Cuánto la amaba!

En adelante, Consuelo para sus apuros recurrió a él: primero, con cortedad; después, con mayor desembarazo, pero siempre sólo en último extremo. ¿Cómo seguir viviendo con sus cortos ingresos? ¿Cómo renunciar a aquella vida, ya tan humilde? ¿A quién acudir sino a Fernando, tan espléndido y generoso?

Algunas veces se proponía reducir sus gastos, emprender una nueva vida, mas siempre dilataba poner en práctica tan buenos propósitos. Al cabo se concedió una tregua: cuando vendiese el olivar pagaría a Fernando y reharía su vida, montándola en un pie aún más económico, pero ¿no era justo que aprovechara aquel pequeño lapso de tiempo para despedirse de su antigua vida, divirtiéndose con mesura, asomándose un poco al mundo? Porque lo notable era que Consuelo, no obstante la carta terminante de su cuñado, que ella sabía incapaz de mentir, estaba convencida que del producto de la venta del olivar le quedaría para pagar a Fernando y aun le sobraría... Por eso no veía grave inconveniente en tomar de Castrillo lo que había de poder abonarle. La volubilidad de su carácter convertía los auspicios más negros en de color de rosa.

El abogado seguía visitando asiduamente a su cliente y continuaba también acompañándolas, a ella y a su hija, a teatros y conciertos, para los cuales previamente les enviaba las localidades. Lola asistía con repugnancia a estas diversiones, que la compañía de Fernando no le era grata, pero como su madre, tan débil para otras cosas, no admitía cháncharras máncharras cuando trataba de divertirse y comprendía que ponían entorpecimientos a sus deseos, se resignaba a acompañarla, que tampoco veía verdadero motivo para romper una lanza por tan fútil causa. Sin embargo, cada día presentaba mayor resistencia pasiva a acudir con ella a tales fiestas, porque cada día también a Gonzalo le desplacía más ver a su novia convoyada por Castrillo, y Lola, enamoradísima del dueño de sus pensamientos, no quería contrariarle en nada. Así es que de buen grado y sin inconveniente sólo iba con su madre de visitas: casa de la viuda del general Candueño, casa de Susana Cabañas o casa de cualesquiera otra de sus relaciones, o adonde suponía que no se les había de unir Fernando, pero cuando columbraba la compaña de éste, buscaba especiosamente pretextos dilatorios y todo eran jaquecas o indisposiciones; únicamente cuando su madre se cuadraba, bajaba la cabeza y la acompañaba a regañadientes.

Afortunadamente para la joven, Consuelo trabó amistad con la de Reguilla, Clotilde de nombre. La vecina del principal había empezado por saludarla muy finamente siempre que se cruzaban en la escalera o en el portal; al cabo de algún tiempo, ya la paraba para interesarse por su salud y con este motivo se enzarzaban de conversación sobre cualquier tema referente a la vecindad y así, insensiblemente, fueron haciendo conocimiento. Una mañana en que charlaban en la escalera, en el rellano del principal, la de Reguilla la invitó a pasar a su casa para que viese una salida de teatro que se había comprado. Consuelo pasó, siendo objeto de grandes atenciones en el corto rato que permaneció en los lares de la vecina, y a los pocos días, Clotilde, ni tarda ni perezosa, le devolvió la visita. Total, que pronto se trataron con confianza; la de Reguilla era graciosa y amable, poseía eso que se ha dado en llamar don de gentes, y Consuelo simpatizó con ella.

A Clotilde le convenía la amistad de Consuelo, tenía una posición definida: viuda con hijos, no había dado que hablar, vivía con relativo desahogo; la familia del que fué su marido estaba bien relacionada, era algo conocida; de todo lo cual resultaba que Consuelo lie podía servir para dar un rotundo mentís a los maldicientes que se permitían malsinar de su virtud. Como era lista y sagaz, se percató del partido que podía sacar de aquella amistad y procuró cultivarla.

Al principio, Consuelo tuvo algún reparo en mostrarse en público con su nueva amiga, pero como Lola se allanaba con dificultad a acompañarla a sus diversiones y como Fernando la inclinaba solapadamente hacia la de Reguilla, diciéndole que le merecía buen concepto y que nunca había oído nada que mancillase su reputación, terminó por desechar todo recelo y pensar que lo que se conjeturaba sobre Clotilde no pasaban de ser murmuraciones de escaleras abajo, máxime cuando ella no había podido observar nada en su conducta que se prestara al equívoco. Y fué con ella a paseos y teatros y algunas tardes se dejaron ver en los tes del Palace y del Ritz o fueron casa de Molinero a la hora de la merienda.

Fernando, que juzgaba muy beneficiosa para la consecución de sus afanes amorosos la amistad de su amada con la de Reguilla, regocijóse mucho del nuevo rumbo que esta amistad imprimía a la vida de aquélla; por esto había procurado persuadirla de que no desmerecía nada por presentarse con ella en los centros de reunión.

Lola aprovechaba la libertad en que ahora la dejaba su madre, para ir casa de su tía Angeles, donde también acudía su novio, y departir con éste sabrosa y abemoladamente, o bien para salir de paseo con su prima y Sol. Miss Mabel les daba entonces escolta y parece ocioso decir que Gonzalo, Juan Miguel y Félix, salvo casos de fuerza mayor, formaban en las filas de tan alegre y bulliciosa caravana. Lola no veía más que por los ojos de Gonzalo y el muchacho, que no cesaba de descubrir tesoros en su alma impoluta, estaba muy prendado de aquel ángel sin alas que a su belleza suave y porte distinguido, unía el hacerle objeto de una adoración tan acendrada. En cuanto a Antoñito, se aprovechaba también de la vida ajetreada que llevaba su madre, para no parar en su casa y trasnochar más de lo regular.

Consuelo estaba muy complacida de su nuevo género de vida; contemplaba ya de cerca a esa parte de la buena sociedad madrileña que no desperdicia ocasión de brillar y divertirse y se codeaba con otra sociedad adventicia, mezcla de artistas, damas de vida sospechosa, entretenidas, celestinas de alto coturno lanzadas francamente al tráfico del amor y horizontales y busconas de las que en la bolsa de Citérea alcanzan elevadas cotizaciones. En mezcolanza con gentes de tan variada condición, su moral, ya harto quebrantada, íbase relajando más y más. Quería imitar a las damas del gran mundo y a las princesas del demi-monde y les envidiaba sus palacios, sus automóviles, sus joyas y sus toilettes. Oyendo ensalzar el lujo de Fulanita o la elegancia de Menganita, preguntábase por qué ella no había de poder igualarlas. Y se desesperaba de que su fortuna no le permitiese hacer dispendios cuantiosos.

Como para poder ir alternando en aquel mundo, que sólo de oídas conocía hasta entonces, necesitaba equiparse más profusamente, tuvo que acudir repetidamente a Castrillo y de este modo pudo ir surtiendo su guardarropa. Por ventura ya había perdido la cortedad para pedirle.

Aquellos proyectos de vida modesta y más en consonancia con sus recursos, la asaltaban ya de más tarde en tarde y prontamente se disipaban como humo en cuanto pisaba alguna de aquellas mansiones en que se rendía culto al placer. Cada vez encontraba más odiosa su vida, que se le antojaba miserable; cada vez le inspiraba más horror su piso modesto. La fiebre de lujo y de goce la iba invadiendo de pies a cabeza.

La tía de la de Reguilla era acompañante obligada en sus visitas a los centros de placer. Era una tía modelo, una tía educada a la alta escuela: ni oía, ni veía, ni entendía. Tampoco hablaba, ni paulaba ni maulaba, sin duda por expresos y reiterados encargos de su sobrina, porque cuando abría la boca, soltaba cada atrocidad, con su léxico pintoresco, que tiraba de espaldas. Decía, por ejemplo, que su padre murió «hidrófilo», aunque, en verdad, no fué hidrópico, como ella quería decir, sino «vinópico» como hincó el pico, pues fué asaz aficionado al jugo de las uvas; aseguraba, también, que se le había presentado «una irrupción curdánea», en vez de una erupción cutánea; con todo, quizá fuese más apropiado lo de «curdánea», porque había heredado las aficiones de su padre. Y así, por este estilo, oiría era almacenar risa para todo el año. Desgraciadamente, Clotilde la dejaba hacer poco uso de sus facultades hilarantes. En cambio de esta obligada pasividad en la conversación, había que verla cómo se resarcía cuando llegaba la hora de la manducatoria, que según algunos es la hora de la verdad: engullía como si tuviese hambre atrasada, ¡había que echarle de comer aparte! Su estómago era como un baúl sin fondo; todo le cabía y a cualquiera hora que fuese. Comía con voracidad, con glotonería, y mientras realizaba tan sagrada función, ponía esa cara de «interior satisfacción» de que hablan las ordenanzas militares. Siempre estaba propicia a embaular; nunca estaba saciada. Y rociaba su comida con copiosas y abundantes libaciones.

Fernando Castrillo se hacía el encontradizo con ellas y también solía unírseles el honorable González de la Fuente, siempre tan comedido y circunspecto y sin permitirse la menor familiaridad con Clotilde, o algún otro amigo de ésta, varones todos ellos de tanto seso y respetabilidad como el senador. González de la Fuente las invitaba algunas veces a pasar el día en pueblos cercanos y en su magnífico «Itala» 40 HP efectuaban estas deliciosas excursiones, a las cuales también concurría Castrillo, invitado por su compañero en investidura parlamentaria. Así visitaron Aranjuez, El Escorial y Cercedilla. Fernando, para corresponder a estas invitaciones, las llevaba a comer, así como a González de la Fuente, a algún merendero de la Bombilla, de Amaniel o de los Cuatro Caminos, y en estas comilonas la tía de Clotilde se despachaba tan a su gusto, que a veces, a mitad de la comida, tenía que buscar dónde aflojarse el corsé.

Cada vez se hallaba Consuelo más encantada de su nueva vida, se encontraba como el pez en el agua, como si su existencia hubiera estado descentrada hasta entonces. Estaba metamorfoseada, sus ojos habían adquirido más brillo, su sonrisa más picardía, sus dichos más agudeza. Consuelo pertenecía a esa casta de mujeres para quienes no existe el mañana y como el hoy resultaba tan agradable... Todos se desvivían por complacerla, por atenderla, por lisonjearla. Aquel constante y respetuoso homenaje que rendían a su belleza González de la Fuente y otros respetables señorones y el más entusiasta, pero menos respetuoso, que Fernando le dedicaba, la tenían como narcotizada, enajenada de presunción. Y cuando a la vuelta de uno de aquellos convites, excursiones o fiestas entraba en su Vivienda, experimentaba una dolorosa decepción, una sensación de ahogo, como si allí le faltase aire que respirar, y por momentos deseaba salir otra vez, volver a la vida brillante y despreocupada, y cuando al cabo se iba, marchaba ligera y alegre, como si el techo de su piso amenazara hundirse y ella escapase del peligro...

En el círculo de amistades de la de Reguilla, Consuelo aspiraba sin sentir los miasmas relajadores de todo vínculo moral. Allí, en aquel ambiente enervador, cualquier acto impúdico de una mujer tenía jaleadores y aplaudidores. Allí, cuando por excepción se hablaba de virtud, se hablaba como de una cosa rara, démodé. Allí no se pensaba más que en gozar y triunfar. Allí no se veneraba más que al becerro de oro, con culto refinado y ostentoso. En un carácter como el de la viuda, la influencia de este medio no podía ser más desmoralizadora y perniciosa.

En sus relaciones con Fernando, el diapasón pasional vibraba sin cesar y el tono iba subiendo progresivamente. Castrillo estaba sumamente apasionado por la deleitosa hermosura de la viuda y poco a poco iba consiguiendo nuevos triunfos sobre su recato. Sostenían ya frecuentes diálogos de amor, en los cuales se tuteaban, aunque en público no lo hiciesen; aquella escena del beso en el Reina Victoria había tenido varias representaciones posteriores, siendo más fogosamente interpretada, y ¿cómo enfadarse con quien tan desinteresadamente se portaba? Por un tácito convenio, los demás dejaban siempre libre el puesto junto a Consuelo, para que lo ocupara él. La viuda comprendía que fatalmente iría a caer en brazos de Fernando, pero todavía, aunque débilmente, se defendía: procuraba evitar toda ocasión de estar a solas con él; a sus reiteradas demandas de total entrega, no se atrevía a contestar rotundamente que no, pero pedía plazos, daba esperanzas... Retrasaba la caída, no por cálculo ni coquetería, sino por temor, porque aún un hilillo la sujetaba a los suyos: a sus hijos, al recuerdo de su esposo, a la familia de éste, a su tradición de honradez, pero este hilillo se iba adelgazando por momentos, porque Fernando apretaba el cerco como un dolor. Su asedio, como los obsidionales de plazas fuertes, era continuo, y sus avances, aunque lentos y metódicos, eran seguros; rara era la ocasión en que no podía vanagloriarse de alguna conquista parcial: bastiones, torres y lunetas iban cayendo paso a paso, expugnadas en ataques victoriosos...

Además, a Consuelo le gustaba Fernando: era tan buen mozo, tan chirigotero, tan rumboso...; y por si esto fuese poco, en los ojos de muchas de aquellas mujeres con quienes ahora se rozaba, había sorprendido relámpagos de envidia viéndola pasar con su cortejo; hasta la misma Clotilde le parecía a veces que lo miraba con sobrado interés...

Llegaron los Carnavales y Fernando la invitó, así como a la de Reguilla, a uno de los bailes de máscaras más afamados, que una renombrada sociedad patrocinaba. Consuelo asistió ricamente disfrazada de maja, de maja de tapiz de Goya; su belleza dorada, en pleno estío, realzada por la suntuosidad del disfraz, por el gusto con que había sido confeccionado, por el aire jacarandoso con que lo llevaba, provocó en el Real, no obstante llevar velado parte del rostro con una miniatura de antifaz, una tempestad de requiebros disparatados, disculpables hasta cierto punto, porque viéndola, el disparate, cuando menos de pensamiento, era obligado para aquellos machos en celo, que al fin el relincho, como el rebuzno, es completamente libre. A su lado, Clotilde, también lujosamente disfrazada, estaba eclipsada, no obstante el incentivo de su beldad picante de criolla. Fernando, que con otro amigo las seguía, halagado y molesto a un mismo tiempo por el huracán de miradas y piropos que el paso de su dama promovía, las condujo a un palco. González de la Fuente, con sus pulquérrimas barbas evangélicas, blancas como ampos de nieve, que sin duda concurría al baile para estudiar sobre el terreno cuestiones relacionadas con la represión de la trata de blancas, y de negras, que también de color las había en el teatro, cuyo patronato en Córdoba le había nombrado miembro de honor, y otros encumbrados señores, se apresuraron a personarse en el palco para rendir a las enmascaradas el vasallaje de su admiración, y aunque las frases encomiásticas no demostraran predilección por ninguna de las dos amigas, las miradas delataban que esta preferencia caía del lado de Consuelo. Aquel vaho de adulación, efe deseos encubiertos, de liviandad escondida bajo el frac bien cortado, la pechera impecable de la camisa y el lazo blanco de la corbata, tenían a Consuelo como trastornada. Junto a ella, Fernando, muy amartelado, musitaba no sabía qué deliciosos madrigales. De vez en vez miraba el sorprendente y vistoso aspecto de la sala, tan pintoresco, tan mareante. Le hicieron beber champaña y bebió y bebió mucho. Fernando seguía cantándole por lo bajo la eterna y fascinadora canción. Clotilde bajó a bailar con un amigo, y como su tía, por estar indispuesta, no había ido, Consuelo quedó sola con Fernando. Castrillo la arrastró al antepalco y allí, delirante, la besó una y mil veces; ella, casi perdida la conciencia, se debatía bien flojamente. Un clamoreo estruendoso que subía de la sala, consiguió volverla en sí, y desprendiéndose violentamente de Fernando, corrió al palco arreglándose el peinado.

Era que una famosa hetera, cuya notoriedad procedía de los escenarios de variedades, ebria de alcohol y de vanidad, había querido brindar a la concurrencia el afrodisíaco espectáculo de sus encantos sin velos, y despojándose en un santiamén de las escasas prendas que constituían su atavío, que iba arrojando desde su platea al patio, quedó como vino al mundo y de este modo fué paseada procesionalmente por la sala la nueva Friné, encima de unas improvisadas angarillas que cuatro jóvenes «bien» conducían sobre sus hombros, mientras muchedumbre de máscaras de ambos sexos la jaleaban con sus vítores y aplausos. Con esta apoteosis de la belleza desnuda, terminó el baile, el cual hubo de suspender el delegado de la autoridad. Consuelo había presenciado, algo absorta, el ruidoso incidente que había servido de colofón a la fiesta. Después de aquella culminación del impudor, después de aquel ensalzamiento pagano de la diosa Afrodita, ¿qué importancia podía darle a que Fernando se hubiera propasado con ella más de lo que ya era usual y corriente? Luego para que aquel mundo bullanguero, cuyo brillo «ful» deslumbraba oropeladamente a Consuelo, tributase a una mujer culto como a una deidad, era suficiente que estuviese bien formada; pues ella lo estaba tan bien o mejor que la paseada triunfalmente: el quid estaba en perder la vergüenza, en no tener pizca de lacha. Entre las brumas de su pensamiento, ¡ebriedad producida por tantas causas!, brotaban avasalladoras parecidas reflexiones, que a Consuelo había sugerido aquel espectáculo, que la hubo de impresionar fuertemente.

En la baraúnda de la salida, Consuelo se encontró separada de la de Reguilla; la buscó con la mirada y no la distinguió: había desaparecido con el enmascarado que la acompañaba. Fernando la empujó suavemente hacia un coche que había traído. Consuelo, aturdida y mareada, le preguntó, recelosa, a tiempo de subir en él:

—¿Y Clotilde?

—Deben haber tomado otro carruaje. Hemos quedado en reunimos en los Burgaleses para cenar juntos.

Y apenas arrancó el coche, la apretó ardientemente contra su corazón; ella, en un momento de abandono, no halló fuerzas para la menor resistencia... Después no supo dónde la condujo.

La fortaleza se había entregado por completo y sin condiciones, que, necesariamente, cuando el sitiado hace concesiones al asediador, ha de acabar por rendir la plaza.

Cayó, como cae el fruto maduro, cuando la fuerza que lo sujeta a la rama del árbol va menguando y acaba por ser menor que la exterior de la gravedad que lo solicita.

Segunda jornada

I

Llegó mayo con sus días templados y deliciosos y con sus noches embalsamadas de perfumes de flores.

Carmelo, próximos a empezar los exámenes de la convocatoria de ingreso, estudiaba sin descanso, afanoso de aprobar. Como no tenía ya que ir a la Academia más que de tarde en tarde, a que sus preparadores le resolviesen alguna duda, se pasaba el día en su casa a vueltas con los textos de matemáticas. Su madre puede decirse que hacía el repaso de examen a la vez que él. A su lado casi siempre, velaba cuanto él velaba y madrugaba más que él madrugaba; únicamente en el hueco del día, en que las faenas domésticas la absorbían por completo, tenía que abandonarlo; mas, de rato en rato, se personaba de puntillas en el cuarto donde el muchacho estudiaba, asomaba la cabeza por la entreabierta puerta y viéndole sobre los libros, retirábase en la misma forma, bendiciéndole in mente.

Los días anteriores al examen fueron terribles; a Carmelo, pálido, febril y ojeroso, le parecía que todo se le olvidaba, que de nada se acordaba, y en vertiginoso galope saltaba de una teoría a otra para comprobar si efectivamente era así, y cuando creía encontrar el olvido o la ignorancia, le acometían momentos de desánimo y desmayo, pero entonces, su madre, que leía en sus ojos su decaimiento y angustia, acudía solícita a animarlo y sostenerlo.

Por las noches, el aspirante, fatigado y rendido, pretendía mantener despierta la inteligencia a fuerza de trasegar tazas de café concentrado, esencia de moka, casi sin azúcar y frío, un brebaje de mal aspecto y peor sabor, y su madre, que le veía desmejorado y luchando a brazo partido con Morfeo, se contristaba y angustiaba, mas no atreviéndose a contrariarlo, contentábase con implorar de todos los santos de la Corte Celestial que su hijo saliese bien de los ejercicios y que su salud no se quebrantara.

Era tan fuerte su deseo de ahorrarle trabajo, que llegaba a adivinarle el pensamiento y antes de que el chico extendiese el brazo para coger las tablas de logaritmos de Schrön o el cuaderno de los apuntes que necesitaba, ya su madre se los había proporcionado.

A veces, de madrugada, el sueño, tan imperioso en la juventud, lograba hacer respetar sus fueros y Carmelo comenzaba a dar cabezadas sobre los libros, hasta que reputando que así era completamente baldía y estéril su labor, decidía irse a la cama.

—Mamá, me voy a acostar, ¡no puedo más!

—Sí, hijo, acuéstate.

—Pondré el despertador a las cinco.

—Pero si son las dos...

—No le hace, mamá.

—Bien, Carmelo, pero te estás quitando la vida.

El joven ponía, en efecto, el despertador a las cinco, mas a poco de acostarse, entraba Angeles, silenciosa, en su alcoba, y viéndolo dormido como un leño, le concedía una hora más de reposo, moviendo la aguja del despertador hasta hacerle señalar las seis. Antes de esta hora ya estaba la señora levantada, y cuando el despertador empezaba a sonar, penetraba en la habitación de Carmelo y lo concluía de despertar.

—Pero ¿estás ya en pie, mamá?

—Me acabo de levantar, hijo mío.

Mas no debía ser así, porque cuando el joven salía de su dormitorio, el desayuno, humeante, le esperaba ya junto a los libros de estudio.

No, no hay hipérbole en decir que la viuda efectuó con su hijo el repaso de examen. Si el muchacho estudiaba con el cerebro, la madre, a su lado, estudiaba, anhelosa, con el corazón, que es un modo de estudiar aún más atormentador. Cuando terminó esta etapa de intenso estudio, en las sienes de la señora brillaban algunas hebras argentadas más, que en las madres, las canas, más que la escarcha de los años, son los dolores que han sufrido sus hijos, hechos plata.

La víspera del día en que había sido citado Carmelo para sufrir el reconocimiento médico en la Academia de Artillería, el joven y su madre emprendieron el viaje a Segovia. Inolvidables fueron para Angeles los días que duró su estancia en la vieja ciudad castellana, patria del comunero Juan Bravo; no la había ella visitado nunca, mas, sin embargo, puede decirse que la conocía palmo a palmo, merced a los relatos que su esposo en vida le hiciese, al referirle escenas e incidentes de sus años de cadete. Y ahora, al recorrer sus calles y plazas, acudían a su memoria las descripciones que su marido le hiciera, y al avivarse así el recuerdo del compañero amado y prematuramente perdido, la llaga de su sufrimiento, nunca cerrada por completo, tornaba a abrirse y sangrar. De este modo, en compañía siempre del muerto adorado, recorría los soportales de la Plaza de la Constitución; caminaba por las concurridas vías de Isabel la Católica y Real, para llegar a la típica plaza del Azoguejo, y poder admirar desde ella, en toda su majestad, el acueducto romano; se dirigía por ambas rúas de Canongías a contemplar el Alcázar; veía desde el paseo del Salón discurrir las tranquilas aguas del Eresma; visitaba su Catedral, con su estilo mezcla del gótico y del greco-romano, para humillarse ante el Cristo de la marquesa de Lozoya, y se postraba de hinojos en la iglesia de San Martín, con su notable pórtico de bella goticidad, en las de San Millán, San Miguel y en tantas otras, pues de iglesias no perdonaba entrar en ninguna que columbrase, para rezar laceradamente por el alma del ausente y encomendar a su hijo a la clemencia divina.

Si, todo era parte en la ciudad comunera a traer sin cesar a su imaginación la dolorosa memoria del bien perdido: la atmósfera «artillera» que en la misma se respira, el encuentro con compañeros de estudios y servicios del muerto, las conversaciones entre los aspirantes, en la fonda donde se hospedó, a propósito de los exámenes, todo contribuía a recrudecer el dolor, que los años habían amortiguado sin conseguir desterrarlo del todo, que la pérdida de su esposo le produjera.

Bien amargos fueron para Angeles los días que permaneció en Segovia. ¡Pues y las horas de ansiedad y angustiosa incertidumbre que pasaba cuando le tocaba examinarse a Carmelo! ¡Qué terrible suplicio el de la espera, mientras el muchacho sudaba y trasudaba allá, en el encerado, con aquellas endemoniadas «pegas»!

Al fin, el joven consiguió la recompensa de sus afanes y desvelos aprobando todos los ejercicios con excelente puntuación, y al verse ya caballero-alumno, meta de todos sus ensueños de adolescente, un loco júbilo le poseyó de pies a cabeza. ¡Con qué conmiseración y ufanía miraba ya a los otros aspirantes aún pendientes de examen!

Difícil es explicar todos los sentimientos que agitaban el alma de Angeles viendo a su hijo ya aprobado. Por una parte, la alegría de ver recompensados los trabajos que con tanto entusiasmo el muchacho había hecho, de contemplar el gozo de éste, de considerar que tenía ya asegurado un honroso aunque modesto porvenir, inundaban su corazón de ventura. Por otro, acometíale una tenue melancolía al considerar que su marido no podía participar junto a ella de su contento, y un vago recelo de que los años guardasen para el hijo el mismo desgraciado fin que tuvo el padre. ¡Tan venturoso como Carmelo estaría su genitor cuando ingresase, y poco tiempo más tarde, aquel uniforme, que tanto alborozo le causara al vestirlo por primera vez, le servía de mortaja, y aquella carrera que tan gozoso abrazara, le costaba la vida! Esta mezcla de sentimientos que el pretérito del esposo y el futuro del hijo le inspiraban, era a veces tan viva que, medio alucinada, creía percibir la voz remota del muerto, que entre apagados suspiros le decía: «¡Bendita seas, Angeles! Gracias a tu fortaleza, a tu ejemplo, a tus sacrificios, nuestro hijo va a tener un porvenir seguro y va a lucir en el cuello las mismas bombas doradas que lucí yo. ¡Gracias, Angeles! ¡Y ten confianza en Dios y no te atormentes queriendo escudriñar vanamente lo venidero!. Si, los sacrificios habían sido muchos y rudos, hasta destrozar su juventud y su vida; pero, ahora, viendo ya a su hijo en vías de convertirse en un hombre de provecho, creyendo escuchar la agradecida voz de ultratumba del muy amado, todo lo daba por bien empleado, y aún se consideraba recompensada con creces. Era un sentimiento inefable el que la embargaba, a ella, tan amante de las tradiciones de su casa y familia, considerando que aquel pedazo de sus entrañas sería el seguidor de la gloria de su padre, de la gloria de los Córdoba, de la gloria de los Méndez de Cabrera.

Quizá ella no acertara a expresar bien cuanto sentía, pero a lo menos hubiese dicho que habiendo creído siempre firmemente que el mejor homenaje que podía rendir al muerto, que la más delicada ofrenda que podía ofrecer en su ara, era procurar que el muchacho fuese en todo la imagen del ausente, y que cuando de él hablasen, dijeran unánimemente: «¡Es como su padre!», estaba satisfecha, con la satisfacción que da el deber cumplido, al ver al hijo camino de realizar su más firme anhelo. Ella creía haber cumplido su misión: había conseguido, Dios sólo sabía a costa de cuántos dolores, llevar a aquel hijo, a aquel depósito sagrado que de su esposo recibiese al morir, a buen puerto; ahora, ¡la Providencia sobre todo!

De regreso en Madrid, nuevas preocupaciones amargaron la ventura de la buena señora: era preciso hacer el equipo militar al chico y carecía de recursos para este gasto extraordinario. Recurrió a su hermano Ramiro, que no obstante estar algo guillado, era el paño de lágrimas de la familia, y éste, sobre la corta mesada que acostumbraba a enviarle, le mandó cincuenta duros; no podía más, él tampoco andaba muy sobrado, porque la cosecha se presentaba mala hogaño. Con esta cantidad no había para empezar, pero estrujando aquí y allá el gasto cotidiano, privándose casi del «pan nuestro de cada día», logró reunir lo necesario, menos unas doscientas pesetas, que no sabía de dónde sacar, pues era imposible exprimir más el ya harto precario presupuesto mensual. Y esto, aprovechando un tabardo que perteneció a su marido, que entre ella y su hija achicaron para Carmelo.

Entristecía a la pobre madre ver que otros compañeros de su hijo, también recién ingresados, venían a buscar a éste para salir de paseo, con sus uniformes flamantes, y Carmelo tenía que acompañarles con su raído traje de paisano. «¿Es que no te han terminado todavía el uniforme?», le preguntaban. «Todavía no», contestaba el muchacho, triste y resignado, y a Angeles, oyendo esto, se le nublaban los ojos de llanto. Nada pedía Carmelo, que se daba perfecta cuenta de la situación de su casa, y que no quería angustiar a su madre, pero aún más por ello se le partía el corazón a ésta, viéndole partir, abatido, entre sus amigos tan contentos. Hasta que un día, después de una de estas escenas y de haberse devanado en vano los sesos pensando a quién podría recurrir o cómo le sería posible agenciarse aquellos cuarenta duros, decidió vender las dos únicas alhajillas que le quedaban y que tenía en tanta estima, que ni aun en trances apurados había consentido deshacerse de ellas. Para costear los gastos de su traslado e instalación en Madrid, tuvo que desprenderse de sus restantes joyas, pero estas dos las retuvo, por ser para ella de inestimable valor. Consistían estas dos sencillas preseas en una crucecita de brillantes, que su padre le regalara cuando hizo la primera comunión, único recuerdo que del autor de sus días conservaba, y en una cadena y medalla de oro, con la efigie de San Luis, rey de Francia, su santo onomástico, que su marido llevaba puestas cuando le mataron, y que desde aquel luctuoso suceso, ella tuvo siempre sobre su pecho. Mucho trabajo le costaba separarse de estos queridos recuerdos, sobre todo del segundo, pues la venta de éste le parecía una irreverencia y hasta una profanación a la memoria del muerto, mas acabó por razonar que su marido, desde el Cielo, aprobaría y hasta aplaudiría tal venta siendo para lo que era. Sin más titubeos, pero no sin antes derramar abundantes lágrimas, revistióse de valor y marchó a enajenar ambos preciados objetos.

¡Ya tenía su hijo uniforme! Memorable fué el día en que por vez primera se lo puso el joven. A cada prenda que se vestía, qué de mirarlo y remirarlo su madre, su hermana y hasta Luis, el pequeño, que también había aprobado con brillantez el tercer año del bachillerato; qué de darle vueltas como a una peonza, para contemplarlo por delante, por detrás, de costado y de todas formas; qué de exclamaciones y qué de piropos.

—¡Qué guapo está! ¡Qué bien le sienta!—afirma la hermana.

—¡Con el uniforme, cómo se parece a su padre!—piensa la madre.

Sólo Luis, que es algo cazurro, se contenta con ver, callar y sonreír.

Ya está por completo vestido, hasta la gorra de plato tiene puesta, pues va a salir, pero aún falta el acto más solemne: la entrega del espadín que perteneció al padre, que metido con su vaina en una funda de bombasí, guarda la madre, como oro en paño, en su armario. Lo sacó doña Angeles y, toda conmovida, pronunció antes de entregárselo:

—Llévalo siempre con la nobleza, la dignidad y la alteza de miras con que lo llevó tu padre, y con que llevaron sus espadas al cinto tus antepasados todos.

Y besando fervorosamente en la cruz de la empuñadura del espadín, lo puso en las manos de su hijo. Carmelo, al tomarlo e irlo a poner en el tahalí, notó que el puño estaba mojado; algunas lágrimas que la buena madre no habría podido contener, y que el hijo, reverente, se apresuró a secar con sus labios.

El muchacho lo recibió conmovido: le sobrecogió el pensamiento de si sería él digno de llevar al costado aquella arma que fué de su padre. El casi no recordaba a su progenitor, pero el culto a la memoria de éste, que merced a la madre se conservaba vivo y fresco en los huérfanos, era tan intenso, tan ferviente, que se consideró indigno de tamaño honor. Con este pensamiento y con el de lo mucho a que este honor le obligaba, ensombrecióse un momento.

Con aquel espadín le parecía recibir el depósito del honor inmaculado de la familia, el de la gloria de su rancia estirpe, el de muchas cosas respetables, veneradas y sublimes. Era aquel espadín el que le hacía en cierto modo continuador de la vida militar de su padre, el que ligaba la reputación intachable de éste a la suya. El espadín que había sido testigo de la existencia marcial del padre, tan llena de virtudes, arrojos e hidalgas acciones, lo iba a ser también de la suya.

Por todo ello, al tomar aquella arma, santificada por el recuerdo del padre muerto gloriosamente, el joven, intimidado, se inmutó un punto, y su rostro se entenebreció, como si temiese echar sobre sus débiles hombros una carga superior a sus fuerzas. Pero pronto, con esa inconstancia de los primeros años de la vida, que es el secreto de la alegría juvenil, estos pensamientos se borraron de su imaginación, y en su lugar dejaron entrada al alborozo que el verse al cabo de uniforme le causaba.

Mas con todo, nunca olvidaría Carmelo las solemnes palabras con que su madre le había entregado el arma, símbolo de la hidalguía, con que, a su modo, le había dado el espaldarazo y armado caballero, y en los trances difíciles de su vida, cuando su espíritu fluctuase entre el camino recto, el de la obligación penosa, y el torcido, el del provecho sin escrúpulos, o cuando el instinto de conservación intentara sobreponerse a su valentía, aquellas palabras, que volverían a sonar en su mente y que le llamarían imperiosas al deber y a la abnegación, serían escuchadas y acatadas.

Impaciente por mostrarse en traza guerrera, Carmelo, jubiloso y alocado, despídese de los suyos y se lanza a las calles de la urbe madrileña. Paulo Emilio entrando en Roma, después de derrotar a los macedonios, llevando encadenados detrás de su carro triunfal, todo de marfil, a Perseo, rey de Macedonia, y a Gencio, rey de los ilirios, y trayendo el más rico y suntuoso botín que contempló la antigüedad, no iría más orgulloso y contento que va él. La falta de costumbre de marchar de uniforme le hace aparecer desgarbado y poco airoso, y es causa de que el espadín se le enrede al andar entre las piernas, con grave peligro para la integridad de sus narices, mas él caminara creído que las gentes todas se paran extasiadas para mirarle, y que absortas y asombradas al reparar en su gentileza y marcialidad, quédanse comentando entre ellas, haciéndose lenguas de su bizarra y gallarda apostura.

Por el contrario, su primo Antoñito, que había hecho el repaso de examen en las salas de billar y en otras «salas» peores, recorrió en alegre peregrinación las vetustas ciudades castellanas, asiento de academias militares: Toledo, Segovia, Valladolid y Guadalajara, fueron campo de sus hazañas matemáticas, y en todas ellas recibió a las primeras de cambio unas monumentales calabazas, pero, en compensación, en todas estas poblaciones demostró su maestría en la complicada ciencia de los recodos, pasabolas, picados y retrocesos, dejando boquiabiertos a los habituales parroquianos a estos billares provincianos, donde aún se conservan esas mesas prehistóricas de dos hectáreas de superficie y treinta y seis troneras, como aquella en que es fama preparaban a Fernando VII las carambolas sus serviles cortesanos. Con esta espléndida cosecha de cucurbitáceas, ganadas en honrosas lides, regresó el estudiante a la calle de las Huertas, dispuesto a ahogar su pesadumbre en el holgorio y zambra de las verbenas, que pronto darían principio con la de San Antonio de la Florida, «la primera que Dios envía», que Dios o el diablo, que en esto puede haber sus mases y menos. Su madre, al verle entrar mohíno, no se atrevió a reprenderle. «¡Pobre chico, menuda contrariedad tendría ya el infeliz con que le hubiesen suspendido!. En tanto llegaba la ocasión de verbenear, retozar y jaranear, Antoñito continuó jugando al billar a tentebonete, ensayando una carambola de triple efecto contrario, de su invención, y haciendo alguna que otra escapada subrepticia, en compañía de su conmilitón Camarasa, que asimismo había sido calabaceado, a esos garitos de baja estofa donde descaradamente se martiriza la oreja de Jorge, sin parar mientes en si los «puntos» son mayores o menores de edad ni en otras minucias por el estilo.

Para terminar el capítulo de los exámenes, diremos que Juan Miguel aprobó también su año, penúltimo de la carrera, con buenas notas. Juan Miguel venia acumulando coraje para declararse a Rafaela, pues en dos o tres ocasiones en que intentó hacerlo, cuando llegaba el momento supremo le acometía una medrosía insuperable, empezaba a trasudar y tartamudear, y terminaba por hacerse un lío, quedándose con la declaración atravesada en la garganta, sin poderla echar fuera. Por esto, decidido a despejar la situación antes de marchar a su casa a pasar las vacaciones estivales, pues estaba seriamente prendado de la muchacha, no paraba de motejarse de cobarde, zarramplín, tonto y otras lindezas, para ver si a fuerza de insultarse conseguía estimular su valor y hacer la «hombrada». Y, en efecto, la tarde antes de emprender el viaje, sabedor de que su prima Sol iría a Rosales de paseo con su pretendida y con Lola, hízose el encontradizo con ellas. Llevaba la declaración bien aprendidita de memoria, para no armarse un frangollo como otras veces, y en la mismísima punta de la lengua, para soltarla en cuanto la saludase, antes de que hiciera en él presa aquel injustificado pánico que estrangulaba su labia y su desparpajo, porque lo chocante era que sólo le sucedía esto cuando hablaba aparte con Rafaela.

Cuando Juan Miguel divisó a las chicas, marchaban delante Sol y su amada, seguían Lola y Gonzalo, y detrás iba miss Mabel con Laurita. Juan Miguel se unió a su prima y a Rafaela, mas frustróse su intención, porque no juzgando oportuno soltar el mandado delante de Sol, guardó su amoroso discurso para mejor ocasión, lo cual no fué más que una tregua que con especioso pretexto impuso su apocamiento e irresolución; que si el enamorado hubiera empezado a hablar bajo con Rafaela, Sol, con ese disimulo y benévola complicidad que las jóvenes tienen entre sí en tales casos, con seguridad que se hubiese hecho la desentendida o hubiera encontrado el modo de apartarse de ellos. Juan Miguel estuvo, como siempre, ocurrente y oportuno en su conversación con las chicas, que era asaz ingenioso y no carecía de gracia, menos hablando apartadamente con «la interfecta».

No tardó en incorporarse también Félix, que ya era novio de Sol, a quien expuso su pasión en un inspirado soneto, no un soneto que rimase al modo clásico, sino un soneto como a su libérrimo estro le había placido componer, sin sujeción a los viejos y desacreditados cánones; de todos modos, en catorce versos era imposible expresar mejor un amor sentimental y poético. En él, siguiendo sus admiraciones por la era pagana, llamaba «joven patricia» a la hija del ex tendero, cosa que complació tanto a Sol, así como el restó de la composición y la elocuente mirada que al entregarle el soneto había servido de estrambote a éste, que sin hacerse más de rogar ni alcorzar con fingidos dengues, dió un sí como una casa al «romántico» vate.

Adelantáronse Sol y Félix, con lo que quedaron solos Rafaela y Juan Miguel, mas esto era precisamente, ¡malditos inconvenientes!, lo que azoraba al galán, que no recordaba sílaba de aquella arrebatadora declaración que llevaba tan bien aprendida ni sabía qué decir.

Tras unos momentos de penoso callar, el joven acertó a articular trabajosamente:

—El caso.... el caso es que yo tenía que decirle algo...

—¿Sí?

Hubo otra pausa de angustioso silencio, que cortó Rafaela pronunciando alentadora:

—Pues usted dirá, Juan Miguel.

Mas ni por esas puede el enamorado romper.

—¿Tan grave es lo que tiene que decirme?

—¿Grave? ¿Muy grave? No... Es decir, sí y no... Aunque sí, sí que es grave...—dice, empezando a hacerse un ovillo, el aturullado doncel.

—Me pone usted en cuidado.

Juan Miguel cierra violentamente los ojos y, como quien se decide a arrojarse en el vacío, murmura:

—Mire, Rafaela, es... es que tenía que decirle que usted me quiere a mi... ¡digo, no!... que yo le gusto a usted... ¡tampoco!

El muchacho, hecho por completo un taco, no sabe lo que dice. Rafaela, que lo contempla compasiva y risueña, acude en su ayuda:

—Será que usted...

Juan Miguel se agarra a aquel cabo que le tienden, como un náufrago se ase a la cuerda que le arrojan.

—¡Eso!, que usted... digo que yo, ¡que yo la quiero a usted! ¡que yo la quiero a usted!—repite machacón, contento de haber acertado al fin a expresar lo que ansiaba y maravillado de su audacia—. ¡Que yo la quiero a usted!

La joven callaba, pero continuaba con la mirada animándole a seguir. Mas Juan Miguel, dicho lo principal, vencida la parálisis de su len gua, es ya dueño de sus nervios y de sus palabras.

—Sí, la quiero a usted, Rafaela. La quiero mucho, mucho, ¡mucho!... El año próximo terminaré la carrera y en seguida, si quiere, podremos casarnos... ¿Quiere?

—Quiero, Juan Miguel—contesta sencillamente Rafaela.

Los jóvenes confunden sus miradas. Las de ella, sin saber por qué, ¡qué tontuna!, están ligeramente humedecidas por el llanto. Las de él brillan con alegre frenesí.

—¡Hace tiempo que la quiero, Rafaela!

—¡Ya era hora de que lo dijese, Juan Miguel!—replica la muchacha ingenuamente.

—Es que, ¡maldito sea!, no sé lo que me pasaba con usted...

El calor de la mirada de él ha evaporado fácilmente las lágrimas de ella. Los dos se contemplan y la ventura rebosa exuberantemente por todos los poros de los ilusionados jóvenes.

—Mire usted, Juan Miguel, yo desearía que hablase con mi madre: como perdí a mi padre siendo niña, ella lo fué todo para mi... Nunca hice nada sin consultarla, sin su asentimiento.... jamás le oculté el menor secretillo... Por eso yo le agradecería que hablase con mi madre, que le pidiera autorizara nuestras relaciones... ¡Es tan buena! ¡Me quiere tanto!... Ella también simpatiza con usted, le aprecia... ¿Quiere usted hablar a mi madre?

—¡Ya lo creo!—asiente Juan Miguel, que en la embriaguez que le produce ver su amor correspondido, no piensa en lo difícil que le va a ser cumplir lo prometido, si, como esta tarde, la timidez le aherroja y paraliza la sin hueso.

—Y ahora, me quiere explicar si soy yo quien quiero a usted o usted quien me quiere a mí, porque, la verdad, yo no me he enterado aún bien de lo que decía—inquiere, burlona, Rafaela, dirigiéndole una mirada cargada de picardía y gracia.

—¡No se ría usted de mil ¡Caray, que era lo grande! Usted me turbaba más que un tribunal de examen... ¡Nunca me pasó cosa parecida! ¡Temía tanto que me mandase a freir monas! Y todo porque la quiero, ¡porque la quiero!; si no la hubiese querido, me hubiera declarado tan fresco.... pero como sabía que de este paso pendía mi vida, que en este instante me jugaba mi felicidad.... pues cuando se presentaba ocasión de decirle lo que sentía, me acobardaba, y ni atinaba a hilvanar una frase ni acertaba a dar una en el clavo...

Lola y Gonzalo iban entretanto enmelados en su idilio. Lola estaba enamoradísima de su novio; su carácter reconcentrado y vehemente era campo abonado para que el amor echase como echó hondas y fuertes raíces en su virginal corazón. «Yo para mi amado y mi amado para mí», era la divisa de la joven, que también tenía ya en la punta de los dedos los versículos del Cantar de los cantares, del cual su amor le había regalado un ejemplar. Gonzalo no le demostraba menos pasión. Y ambos enamorados se entregaban sin reservas a la dicha de amarse, que en este mundo sublunar suele ser la mayor dicha.

—¡Qué preciosa vienes, Lolita adorada! ¡Qué bien te cae ese vestido que traes esta tarde! «¡Vuélvete, vuélvete, Sulamita, vuélvete, vuélvete para que te mire!»—susurraba él, envolviéndola en ardientes miradas.

Y ella, oyéndole, pensaba, con harto motivo, en aquel otro versículo que dice: «¡Sostenedme con flores, cercadme de manzanas, porque desfallezco de amor!»

—¡Te quiero, Lola! ¡Te quiero!—musitaba él con arrebato.

Larga y lánguidamente le miraba ella y ahita de ventura, en su interior se decía: «Hacecito de mirra es mi amado para mí, entre mis pechos morará.»

También Sol y Félix caminaban en idilio, pero un idilio en que el poeta, con su megalomanía acentuada, hablaba más de sí y de sus versos que de su amor y de su amada, y en que ella, divinizándolo, le escuchaba místicamente, como a un ser de un mundo superior.

Y miss Mabel, rodeada de tanto incendio, si no se chamuscaba no era por escasez de combustible, sino por falta de algún arrojado mortal que le aplicase la cerilla encendedora, que a la temperatura que las muchas ternezas, vistas, oídas o adivinadas, tenían a aquella mina de hulla que llevaba en su interior, la menor ascua hubiese bastado para que ardiese toda, retorciéndose en llamas; que según aseguran, las inglesas de pura raza son de la condición de las patatas, que tardan en asarse, pero una vez asadas, ¡cualquiera las enfría! ¡Ah, sí aquella «carabina» se disparaba! A la pobre, contemplando tantísima pasión, se le ponían las «molas» de a yarda, ¡yes!, según refería a la restante servidumbre de la casa, por decir los dientes de a vara. Ya empezaba a rectificar su juicio: los españoles, cierto que no sabían escribir novelas emocionales, pero las ponían en escena, por lo menos las amatorias, de un modo insuperable, ¡insuperable! ¡oh, yes!

II

Al regresar Rafaela, tan sumamente alborozada que el contento le asomaba a los ojos, de su paseo por Rosales, encontró de visita en su casa a doña Casilda, al esposo de ésta y a don Melitón, anciano eclesiástico muy amigo de la familia, que había ido a dar el parabién a su madre por el ingreso de Carmelo en la Academia de Artillería. Hablábase de este fausto suceso.

—La admiro a usted, señora—decía el pacato de don Anselmo—, pues no sé cómo tiene valor para dejar que su hijo se dedique a la carrera de las armas, noble ejercicio en otros tiempos en que se cosechaban honores y provechos y en que todo joven hidalgo tenía la fortuna en los gavilanes de su espada, profesión hoy como otras muchas en que, con menos riesgos, se recogen iguales o mayores lucros. Usted que perdió en la guerra a su marido y que quedó tan joven viuda, usted que tantas lágrimas ha vertido por esta causa, usted que tiene que vivir estrecha y modestamente por haber perdido a su sostén y que con tantos sinsabores está criando a los frutos de su unión, usted que ha palpado el precario modo con que el Estado recompensa a la compañera e hijos de los que dieron la vida en servicio de su patria, es sorprendente y admirable que no haya hecho desistir a Carmelo de su inclinación.

Angeles tuvo una contestación digna de una madre espartana.

—¿Y quién le ha dicho a usted—preguntó—que en mi familia necesitemos el estímulo de la recompensa para cumplir nuestros deberes para con la patria?

Don Anselmo calló un momento, sin saber qué contestar: la viuda le había cortado el revesino; tanto altruismo no lo concebía el pusilánime y práctico señor.

—Todo eso está muy bien a cualquier hora menos a la de poner el puchero—objetó al cabo—. Yo de mí sé decir que de ninguna manera hubiera permitido que mi hijo Félix fuese militar.

—Pues yo otro hijo tengo, y no le he de torcer la vocación si desea entrar en el Ejército. ¡Todo es lo que Dios quiere!—dijo la señora, con su gran fe.

—El querrá lo que más convenga a sus hijos, aunque sólo sea para premiar sus grandes merecimientos—aseveró el viejo cura.

El cual no tardó en despedirse, ocasión que aprovechó el de Riofrío, para suplicar de su ácida mitad:

—Puesto que aún estarás aquí un rato, voy a llegarme en un vuelo, si te parece, a ver a mi hermano, que, como sabes, andaba ayer malucho.

Doña Casilda, aunque de mal talante, dió su consentimiento, y don Anselmo, antes de que a su costilla le fuera a dar la humorada de arrepentirse y revocar el permiso, se apresuró a salir a espetaperros con el presbítero, que era paisano de Angeles y estaba en la Corte de capellán de una acaudalada marquesa, también cordobesa de nación Hacia la Puerta del Sol se encaminaron ambos amigos, que llevaban la misma dirección. Por el camino, don Melitón, que era buen exegeta y homilista y no mal predicador, comenzó a hacer el elogio de la viuda en los términos corrientes de una conversación, mas poco a poco fué remontándose y elevando el tono de su peroración hasta terminar por cantar sus alabanzas en un medio discurso medio sermón, con abundancia de citas de los sagrados cánones, en las cuales no le faltó más que nombrar los números correspondientes de los versículos y capítulos.

—Ve usted a Angeles—empezó diciendo a su acompañante—con la cabeza llena de canas, la frente surcada de arrugas y los ojos apagados y sin brillo, pues tales estragos más son de los pesares que del tiempo, que aun no es, ni con mucho» vieja. Desde pequeña la conozco, pues traté con intimidad a su padre, y al tiempo de enviudar, era una señora que cautivaba por su hermosura seráfica, por su cuerpo arrogante y esbelto, por su aire sencillo y distinguido y por su trato afable y gracioso. Me consta que recién enviudada, aún joven bella y de buena familia, no le faltaron ventajosos partidos que pretendieron traerla a nuevas nupcias; mas, a pesar de que su posición no era desahogada, los rechazó porfiadamente, prefiriendo la miseria a la infidelidad al muerto y a dar padrastro a sus hijos. A la crianza y educación de éstos se dedicó en cuerpo y alma. Yo, que no la he perdido de vista, sé cuánto tuvo que luchar, cuánto ha padecido, cuántas fatigas ha pasado, cuánto ha tenido que humillar su vanidad de dama bien nacida, para sacarlos adelante; sé que su vida ha sido desde entonces un continuo tejido de abnegaciones y sacrificios. La castidad de las viudas es, según el sentir de San Jerónimo, la más difícil y meritoria de las castidades. Pues ella fué casta y virtuosa y no tuvo otro pensamiento, en el orden terreno, que sus tiernos hijos, a los cuales vivió consagrada. Hizo un culto de la memoria del marido muerto, y con este culto y con el cuidado de los frutos de sus entrañas, llenó su vida. Porcia, gentil, se suicidó al saber la muerte de su esposo Bruto, asesino de César; Angeles, cristiana y madre, no se suicidó, pero fe fué tan fiel viva como le hubiese sido muerta. Artemisa, que siempre se cita como modelo de fidelidad conyugal, mandó erigir a su esposo un mausoleo tan monumental y rico, que fué considerado como una de las siete maravillas del mundo, conservándose aún sus restos en el Museo Británico; Angeles, que no era reina ni pudiente, se hubo de contentar con levantárselo en su corazón. Otros muy excelsos ejemplos de abnegación conyugal en la antigüedad acuden ahora a mi mente, que ha poco elegí este tema para mi predicación; como el de Paulina, mujer de Séneca, que al recibir éste la orden de matarse, manifestó que deseaba morir como él, a lo cual su esposo no se opuso, antes al contrario, la animó diciéndole: «Yo que te he enseñado el modo de vivir, no te envidiaré el honor de morir. Si tu conciencia es igual a la mía, será siempre más gloriosa». Paulina se hizo abrir las venas en otra cámara inmediata adonde su marido agonizaba, hasta que Nerón ordenó le restañasen la sangre por la fuerza. Como el de Arria, esposa del romano Peto, que al oir que éste estaba condenado a muerte, apresuróse a hundir un puñal en su pecho y dándoselo en seguida a Peto le dijo: «No duele». Como el de Eponina, mujer del galo Sabino, que aspiró a que su país sacudiera el yugo romano, y que, vencido y acorralado, tuvo que ocultarse en una caverna; allí fué a buscarlo su esposa, permaneciendo nueve años escondida en su compañía, sin salir de la gruta más que para buscar alimentos y haciendo con su cariño que el guerrero no añorase la perdida libertad; descubierto el retiro por Vespasiano, condenó a muerte a Sabino, y Eponina, queriendo seguir su suerte, insultó al emperador hasta lograr ser ejecutada con él. Pero a estos fieros arranques de pasión sobrehumana, bellos gestos de heroísmo, les falta el sentimiento cristiano de la resignación, que espiritualiza y ennoblece el sacrificio. Por ello me parece aún más sublime la conducta de Angeles, que, con ánimo sereno, se abrazó sumisamente a la cruz de su viudez y que paso tras paso, sin ahorrarse dolor, va recorriendo su larga calle de la amargura. Sucede con el amor conyugal lo mismo que con el sentimiento de la maternidad, del cual ha escrito Severo Catalina que «es de todos los tiempos y de todos los países; sin embargo, el cristianismo lo ha embellecido y sublimado; entre la Andrómaca de Homero, o la de Eurípides, o la de Virgilio, y la Andrómaca de Racine, existe diferencia muy notable. En la Andrómaca de los primeros se descubre una madre; pero una madre, como dice Chateaubriand, al gusto griego y romano. La Andrómaca de Racine es también madre; pero madre más sensible, más interesante, más tierna; en ella se ve, añade el sabio poeta francés citado, la naturaleza corregida, la naturaleza más hermosa, la naturaleza evangélica». Angeles es la esposa intachable y la madre abnegada, inteligente y previsora; en una palabra, es la ponderada mujer fuerte de que hablan las Sagradas Escrituras: ¿Mulierem fortem quis inveniet?, procul, et de ultimis finibus pretium ejus. «¿Mujer fuerte quién la hallará?, lejos, y de los últimos confines de la tierra su precio.» Ella es esta mujer fuerte tan difícil de encontrar, de la cual dice el hijo de David en el mismo texto bíblico, que «consideró las veredas de su casa y no comió ociosa el pan» (consideravit semitas domûs suæ, et panem otiosa non comedit) y como ella «estará risueña en el día último» (ridebit in die novissimo). Es la mujer buena y discreta de quien decía Jesús, hijo de Sirach, en su Libro del Eclesiástico: «Mujer cuerda y callada, no tiene trueque esta alma sabia» (mulier sensata et tacita non est inmutatio eruditae animæ). Sí, Angeles es la mujer fuerte, la que, precavida y prudente, mira siempre al mañana de los suyos, la de ánimo viril para el dolor, sin dejar por ello de ser muy femenina, la de designios buenos y estables, la de voluntad perseverante, la de espíritu equilibrado, la que nunca deja de hallar bálsamos inefables para curar a sus hijos las llagas del corazón; es la mujer cuya integridad moral se refleja en la serenidad y hondura de sus ojos, en su empaque modesto y austero, en el aroma de virtud que toda ella exhala. Es la mujer que redime a la Eva de todas sus culpas. Es la madre que llena nuestra boca cuando decimos: ¡Madre! La madre que no es madre porque echa hijos al mundo, sino porque los cría y educa, porque los hace hombres y mujeres dignos. Y aquí viene, como anillo al dedo, aquella contestación de De Maistre a su hija Constancia, algo marisabidilla y pedante, quien habiéndose atrevido a hablarle despectivamente da mérite un peu vulgaire de faire des enfants, el padre le replicó que ciertamente esto carecía de mérito, pues le grand honneur est de faire des hommes. Así lo entendió Angeles, y por eso, como Cornelia, madre de los Gracos, puede decir presentando a sus hijos, cariñosos, obedientes y trabajadores: «Estas son mis joyas». En la estatua que los romanos levantaron a Cornelia labraron esta sencilla inscripción: «Cornelia, madre de los Gracos; éste es el epitafio que debe ambicionar toda madre; su suprema aspiración deberá consistir en que únicamente se la recuerde por las virtudes que en el corazón de sus retoños logró infundir con los desvelos de su educación. Angeles aun borraría el «Cornelia», que las madres como ella quisieran anularse, esfumarse, cuando ven a sus hijos mecidos por la ventura o por la gloria, para no distraer ni restarles un ápice de esta ventura o de esta gloria. Es la madre educadora, como lo fué doña Blanca de Castilla, madre de San Luis, rey de Francia, quien hubo tanto dolor al saber la muerte de la virtuosa dama que le había llevado en su seno, que no permitió que nadie le hablara en dos días; como lo fué la de los famosos poetas hermanos Chénier; como lo fué la de Lamartine, que en su infancia no tuvo otro maestro que ella, que le enseñó a leer sobre la Biblia de Royaumont y que hizo que el poeta formase tan elevado concepto del sexo débil, que llegara a escribir que vale más un solo sentimiento de mujer que todos los razonamientos de un hombre; como lo fueron las de tantos ilustres hombres, cuya sola enumeración harían esta relación inacabable. Es la madre que nunca desespera ni ceja en arrancar al hijo de la mala senda, como Santa Mónica, madre de San Agustín, no desconfió ni tuvo sosiego hasta conseguir traer al redil del Buen Pastor a la descarriada oveja, sangre de su sangre. Es la madre que con su saludable y perenne ejemplo, repleto de sufrimientos, forma el corazón de sus hijos, templando sus tiernas almas para el dolor y los reveses de la existencia. Es la madre que no hay incomodidad que rehuya, trabajo que excuse, tormento que le estremezca, ni mortificación de amor propio que rehúse, cuando del bien de los suyos se trata; la que está siempre pronta y dispuesta al sacrificio, al sacrificio cruento, momentáneo y aparatoso, y al sacrificio insignificante, pero lento, continuo y duradero, que es el más difícil y penoso sacrificio; la que obscura e ignorada ve marchitarse su belleza sin otro placer que el que le proporciona el gozo de los que tanto ama. Es la madre cristiana y con esto está dicho todo.

El bueno de don Melitón hizo una pausa para descansar, y don Anselmo, incapaz de contradecir a nadie y menos a un señor sacerdote, que había hecho con la cabeza múltiples señales de asentimiento durante esta disertación, no creyendo esto suficiente, aprovechó este respiro para demostrar su conformidad de un modo más explícito y ostensible, diciendo:

—¡Tiene usted muchísima razón!

Marchaban por la calle de Espoz y Mina; cerca ya de la Carrera, tan tumultuosa a esta hora, y don Melitón, alentado y fortalecido por esta aprobación, paróse en seco, obligó a detenerse a su interlocutor, enjugóse el sudor con un gran pañuelo de hierbas y prosiguió de esta guisa, sin parar su atención en las repetidas y angustiosas consultas que don Anselmo hacía a su reloj:

—Como Angeles tienen que ser las mujeres para que los pueblos se conserven viriles. La mujer es el alma de la raza, la depositaría de sus más puras esencias, la guardadora de sus gloriosas tradiciones. Los hombres constituyen el cuerpo de un pueblo: son su cerebro que concibe, son sus miembros fornidos y nervudos que ejecutan; pero las mujeres forman el corazón de este cuerpo. Y cuando el corazón no está sano, el cuerpo sucumbe presto. Mientras las matronas romanas se conservaron virtuosas y moderadas, mientras la ola de cieno no las alcanzó, Roma fué fuerte y poderosa y ostentó el cetro del antiguo mundo; pero cuando hasta las patricias se envilecieron, cuando huyeron de la maternidad para prostituirse con gladiadores y esclavos; cuando fué preciso que Constantino concediese grandes privilegios a la que tuviera siquiera un hijo, el Imperio no fué más que un cuerpo descompuesto que los bárbaros sepultaron para que con su hedor no infectase a todos los continentes conocidos. Sólo cuando las mujeres se llaman Julia, Agripina, Mesalina, Lépida, Popea y Actea, nacen esos monstruos de crueldad, lujuria y torpes pasiones que la historia conoce con los nombres de Tiberio, Calígula y Nerón. En contraposición, cuando las romanas habían sido Lucrecias, los romanos fueron Cincinato, Mucio Escévola, Fabricio y los Decios Mus. Siendo la mujer austera, virtuosa, frugal y sufrida; en síntesis: fuerte, la raza será apta para desempeñar una misión gloriosa. Pero cuando la mujer sea blanda, cuando su moral se relaje, cuando se deje poseer por la molicie y el placer, la raza degenerará y se afeminará, degradándose con todos los excesos y extravíos, y decrépita y corrompida, marchará a pasos agigantados a su ocaso. Mientras tengamos mujeres como Angeles, tendremos patria. Como Angeles serían las antiguas y nobles castellanas, rígidas, altivas y pacientes; como ella serían nuestras ricashembras e hijasdalgos; como ella sería doña Isabel la Católica, «que era el espejo de todas las virtudes», conforme al juicio de un escritor coetáneo suyo, y quien de modo tan magistral supo hermanar en la educación de sus hijas las enseñanzas de labores con la instrucción literaria y científica que el sabio Erasmo llamaba a la menor de ellas, a la desgraciada infanta doña Catalina, «egregiamente docta»; como ella sería doña Jimena, la esposa del Cid e hija del conde Lozano, a quien el rey escribía, según el Romancero, llamándola «la homildosa, la discreta»; como ella me imagino que serían las madres de Gonzalo Fernández de Córdoba, de Hernán Pérez del Pulgar, «el de las Hazañas», cuyos seguidores en empresas guerreras «llevaban las cabezas cogidas con alfileres», según el dicho de sus contemporáneos; la del caballeroso y arrojado don Iñigo López de Mendoza, conde de Tendilla; la de Hernán Cortés, la del gran Cardenal Cisneros, la de Jorge Manrique y las de tantísimos esclarecidos varones que con la cruz, la espada o la pluma conquistaron inmarcesibles laureles para nuestra historia patria. Hizo usted mal, amigo mío, en reprochar a Angeles jeres de la entereza de Angeles y de su temple moral, madres como ella cristianas y a la antigua usanza española, no puedo reprimir mi entusiasmo ni callar mis ditirambos, y muevo el incensario con ambas manos, como ardoroso turibulario, mientras en mi interior grito: ¡Aleluya, aleluya!, que es como si gritara: ¡Aún hay patria! ¡Aún hay patria!

Calló don Melitón terminada su erudita disertación apologética de la mujer fuerte y de Angeles, y reanudó satisfecho la marcha. Don Anselmo estaba tan preocupado que ni se había cuidado de dar muestras de aprobación, cosa desusada en él. ¿Cómo iba a justificar aquellos veinte minutos que habían estado parados, cuando aquel ogro que tenía por señora le pidiese circunstanciada cuenta del tiempo de su ausencia? ¡Cualquier día se atrevería a contarle que había permanecido un rato de plantón en una esquina de la Carrera de San Jerónimo! ¡En aquel sitio de perdición!

—¡En la Carrera y a tales horas!—gritaría colérica doña Casilda—. ¡Lo que tú has estado haciendo es recreándote con el desfile del mujerío, so viejo verde! ¡Cochino!

Y ya estaba la sanfrancia armada... ¡Era espantoso! ¿Qué decir? ¿Cómo preparar la coartada? Y pedía a Santa Rita bendita, abogada de imposibles, que lo iluminara.

Entretanto, doña Casilda decía a Angeles:

—Ayer tarde me encontré a su cuñada y a la de Reguilla. Iban acompañadas de Fernando Castrillo... ¿No cree usted que la asiduidad de ese caballero para con su cuñada se presta a que las malas lenguas la critiquen?

—Para las malas lenguas todo puede ser motivo de críticas—respondió severamente la interpelada—; para las que no son malas, el que un antiguo amigo y paisano de su marido y abogado de ella, la salude o la acompañe, juntamente con otra amiga, a algún sitio, no puede tener nada de extraño.

—Pues si viese usted las cosas que cuentan de la de Reguilla, que es su íntima... Este invierno iban a todos lados reunidas.

A doña Casilda le era antipática Consuelo por tres razones de peso: primero, porque era hermosa y ella no lo había sido nunca; segundo, porque gastaba más lujo y boato del que podía ostentar ella, y tercero, porque se imaginaba que la viuda de Méndez de Cabrera la miraba algo desdeñosamente. A estas razones se agregaba otra potísima, y era que siempre que en presencia de Angeles empezaba a murmurar de Consuelo, aquélla la atajaba y cerraba el paso, parándole en seco los pies, lo cual no dejaba de encolerizar y sacar de quicio a la chismosa y criticona señora. Cuando tal sucedía, trinaba interiormente contra ambas cuñadas y hubiera dado cuanto le hubiesen pedido por poseer una prueba plena, una prueba completa de que Consuelo andaba en malos pasos, para poder restregársela a Angeles por los mismísimos hocicos a la par que le diría: «Ve usted cómo no son infundios y murmuraciones mías. ¿Qué dice ahora? Ella había de encontrar esa prueba concluyente e irrefutable; la de indicios ya la tenía, ¡vaya si la tenía!, y a su entender, era bien clara, pero necesitaba la otra, la conviccional, para que no pudieran sellarle los labios, para que no osaran motejarla de lengua maldiciente o ligera... ¿Lengua ligera o maldiciente, ella? ¡Había que ver! No quisiera más que poder asomarse al interior de Angeles y sorprender lo que pensaba de su cuñada... ¡Como que Angeles la iba a creer una santa! A otro chico con ese bollo... ¡Ni que una estuviese en Babia! Lo que tiene es que Angeles era una hipócrita, una redomada hipócrita, que recataba su pensamiento y que aparentaba escandalizarse cuando ella decía verdades como puños, pero ya encontraría la prueba que deseaba, con la cual había de confundirla y de demostrar que ella no era una impostora ni pertenecía al gremio de las que se solazan dándole a la sin hueso, aun careciendo del menor fundamento... ¡Dios la librase de caer en semejante pecado! De juro que no existía persona menos amiga de inventar baldones ni colgar sambenitos que ella; pero, ¿tenía la culpa de que Consuelo, como la cabra, tirase al monte?

Tan pronto como se marchó doña Casilda, Rafaela contó a su madre, punto por punto, todas las novedades que habían ocurrido durante su paseo de aquella tarde y le avisó que Juan Miguel, por marcharse a la noche siguiente, iría a otra mañana a pedirle autorizara sus relaciones. Su madre se limitó a preguntarle:

—¿Tú lo quieres verdaderamente?

—Creo que sí, mamá—contestó la muchacha, roja como las cerezas.

—Bien, hija mía.

En efecto, Juan Miguel se presentó a la hora convenida y estuvo hecho un valiente al explayar su pretensión; ¡ni se alebró ni tartamudeó siquiera! ¡Era únicamente con Rafaela a solas y al intentar declararse, cuando «se le formaba el nudo». ¡Castelar no hubiera derrochado más elocuencia al pintar su amor y sus honradas intenciones! A quien no quiere caldo, tres tazas; a quien intimida una declaración, declaración por partida doble. Doña Angeles, sonriendo, dió el solicitado consentimiento: puesto que su hija era gustosa en ello, por su parte no había inconveniente; el segundo sí que el joven recogía en menos de veinticuatro horas. Ya veía que eso de declararse no era ningún arco de iglesia. Pero daba la maldita casualidad que había perdido el miedo cuando para nada le podía entorpecer, porque ya no tenía que declararse a nadie... Era como esos valentones que, pasado el momento de peligro, aseguran que si éste volviera a presentarse harían y acontecerían esto y lo de más allá... Lo cual no es óbice para que si otra vez topan con el mismo riesgo, les entre idéntica «jindama»... Que en esto del valor todo es muy relativo y hay quien en el café es más estrenuo que un viudo que contrae nuevos esponsales y luego en su casa corre de una cucaracha. Que hay el valor al cual sólo empavorecen algunas cosas y el valor que se acobarda aún de menos cosas; pero el valor que no teme a ninguna, no existe. O en otros términos, el que tiene más valor es el que tiene menos miedo o el más valiente es el menos cobarde.

III

Las relaciones de Consuelo y Fernando Castrillo continuaban con igual grado de intimidad y cada vez con mayor apasionamiento.

Los mórbidos y deleitosos encantos de la viuda traían hechizado al abogado. El amor de una viuda, sean cuales fuesen sus atractivos—se ha escrito—, será bello como la dalia, pero carecerá, como la dalia, de perfume. Cierto que no le sahumará el delicado aroma de la inocencia; pero, en cambio, puede aromatizarle, como aromatizaba al de Consuelo, la deliciosa y arrebatadora fragancia de la fruta en sazón.

Ella se sentía también esclavizada por la bizarra figura de su galán, por su hermosura varonil y por su verbosidad ponderativa y donosa de meridional.

Fernando Castrillo era hijo único de un catedrático del Instituto de Córdoba, inventor de un ingenioso y afamado procedimiento para proveer su despensa y su corral. El sistema era muy sencillo e infalible. He aquí en lo que consistía: Al día siguiente de que su señora le hubiese dado un perentorio aviso, diciéndole, por ejemplo, que aquel surtido de jamones que, pendientes de cuerdas, adornaban la despensa, como bambalinas de una decoración que representase la oficina del veedor de vianda en la corte del reino de Jauja, tocaba a su finibusterre, el catedrático, después de concluida su explicación y antes de abandonar el aula, decía con campanuda voz a sus discípulos:

—Agradezco profundamente al alumno que ha tenido la atención de enviarme un jamón a casa, su delicado obsequio, pero no comprendo por qué ha ocultado su nombre, mandándomelo sin tarjeta, cuando esto es una fineza corriente, que lejos de ofenderme, hace que le quede muy reconocido. El anónimo con que se encubre el donante me ha obligado a darle las gracias en esta forma pública. Pueden ustedes retirarse.

A este jamón «imaginario», seguían a la mañana siguiente una docena de jamones reales, y ¡tan reales!: magra, tocino y hueso, acompañados de sendas tarjetas.

Y lo mismo efectuaba cuando eran las gallinas las que empezaban a escasear en el corral, y con los pavos, al acercarse Navidad.

Ignoramos si este método coquinario del ínclito profesor cordobés, ya fallecido, tiene adeptos en la actualidad, pero sería lamentable que por falta de prosélitos, este sistema, como algunos filosóficos, acabara por hundirse en las tinieblas del pasado.

Fernandito demostró desde su más tierna infancia que los libros de texto, aun los que había escrito el ilustre autor de sus días, le encocoraban atrozmente, y que tenía muchas mayores aptitudes para la vida birlonga que para la de estudios y trabajos. Con todo y con ello, terminó el bachillerato con una resma de sobresalientes y matrículas de honor, que para algo tenía el papá «alcalde». En la Universidad pasó «las moradas», pero al cabo, a fuerza de achuchones, consiguió concluir la carrera de Derecho. Sería lo que se diría el tribunal que lo licenció: «¿Que haya un abogado más, qué importa al mundo? En este país donde, según una estadística reciente, hay trescientos veintinueve legistas por cada pleito, ¿no hubiese sido un crimen dejar sin título a Fernandito? Cierto que no sabía un comino de leyes, pero qué, ¿a cuántos abogados, y aun con bufete abierto, no les ocurre lo propio?

Cátate a Periquito hecho fraile o a Fernandito hecho ya abogado y con su flamante titulo colgado en el despacho, y ahora, ¿qué hacer? That is the question, que dijo un señor Shakespeare por boca de Hamlet.

El mozo era uno de esos talentos «machos», que afortunadamente aparecen profusamente en la humanidad, que no sirven para nada, pero sí para vivir de las obras que los demás ejecutan, obras que a ellos siempre les parecen detestables, con esa facilidad que para la crítica presentan las inteligencias privilegiadas. ¿Sin esta clase de sujetos qué sería de las repúblicas bien organizadas? ¿Quiénes iban a gozar el fruto de los afanes de los más, de las hormigas, de los tontos que trabajan, sudan y estrujan su cerebro? ¿Puede existir colmena sin zángano? Si todos se dedicasen a laborar, ¿quiénes iban a administrar lo que ellos laborasen? ¿Quiénes iban a regirlos y gobernarlos? Incuestionablemente, sin hombres como Fernando, los mortales laboriosos se encontrarían en graves aprietos; ellos sirven para que no se distraigan en enojosas preocupaciones. Aligerándoles los bolsillos, verbi gratia, ¿no les alivian en parte del cuidado de la hacienda, no les apartan de resolver el peliagudo problema del mejor empleo de sus disponibilidades?

Un hombre del corte de Fernando, que no servía para la abogacía ni para maldita de Dios la cosa, estaba muy indicado que consagrase sus desvelos a la res publica, y comprendiéndolo así, el novel jurista se dedicó a la política por entero, y para empezar a hacer la felicidad de sus convecinos, consiguió verse proclamado concejal. Con su figura airosa y gallarda, principió el cumplimiento de su programa de felicidad universal, de felicidad en todos los hogares y al alcance de todas las fortunas, luciendo su tipo retrechero enfundado en elegante frac, en todas las procesiones y demás solemnidades religiosas y profanas a que asistía bajo mazas la corporación municipal, con lo cual, si no la ventura de sus conterráneos, hizo por lo menos la de algunas conterráneas, cuyos sensibles corazones quedaron ensartados en las puntiagudas guías de su rubio mostacho, enhiestas gracias a las noches pasadas con el cilicio de la bigotera de banda de gasa puesta y sujeta con gomas a las orejas.

Como «percha» era preciso reconocer que no había otra en Córdoba que se le igualara para «colgar» un terno de etiqueta o de democrática americana, y como, además, Fernando se esmeraba en el vestir y en surtir su guardarropa gastaba cuanto dinero caía en sus manos, la voz unánime femenina y aun la parte imparcial de la masculina, lo aclamó bien pronto como el arbiter elegantiarum de la localidad. Y Fernando, con lo gentil de su apostura y el prestigio de su elegancia, partía los corazones que era un dolor en el paseo del Gran Capitán y en todos los lugares donde se congregaba la femenil grey; ¡no es nada ser el Petronio de una ciudad y de sus aledaños!

Esta gentileza del coruscante edil fué fatal para Merceditas Soto, la hija única de Soto y C.a, sociedad en comandita, es decir, expliquémoslo más prolijamente para evitar malévolas interpretaciones: como hija era hija sólo de don Manuel Soto y de su señora, ya fallecida, o a lo menos como tal estaba inscripta en el Registro civil, pero el señor Soto formaba parte de la razón social Soto y C.a, y como su otro socio, don Agapito Rocalabrada, misógamo recalcitrante, no tenía hijos conocidos y profesaba gran afecto a la familia Soto, hasta el punto de asegurarse que había instituido heredera a Merceditas, la gente dió en llamar a ésta hija de y era ya presidente de la Diputación cuando ocurrió el óbito de su padre político.

Muerto el suegro y habiéndose casado el socio de éste, Rocalabrada, con la cocinera, agradecido sin duda a los placeres gastronómicos que le había proporcionado en su ya harto dilatada existencia de comilón, Fernando Castrillo liquidó la participación de su esposa en la casa comercial, que le compró Rocalabrada, y con el dinero que recibió, más de cien mil duros, montó su casa con gran boato, y comenzó a darse un «vidorro» que ni el de un rajá indico: automóviles, caballos, juego, vino, mujeres, banquetes, etc.; toda la variada lira del derroche la acometió con brío, como quien quiere vivir de prisa y le estorban las pesetas.

El capítulo de sus amoríos, sobre todo, constituía la diaria comidilla de Córdoba; siempre había más de una que le trajese al retortero. «Gallardo y calavera» y con «parnés», ¡el «despiporren!, que dirían los clásicos. Merceditas le hubiera perdonado que anduviese a la gandaya, en perpetua holganza, que tirase, que despilfarrara, que la arruinase, pero no podía perdonar al guapo mozo sus numerosas infidelidades, que pasaban con mucho de la raya, y con tales motivos armaban unas tracamundanas que ardía yesca. Mas como, a pesar de ello, los devaneos del Don Juan eran cada vez más frecuentes y ruidosos, hasta el punto de ser el quillotro de la mayoría de las prójimas de vida dudosa que arribaban a la antigua corte de los Abderrahmanes y de los Mohamedes, pues Fernando pertenecía á esa casta de seres de los cuales ha dicho Emerson que tienen todas sus energías físicas absorbidas por la doble función digestiva y reproductora, Mercedes, que estaba ya hasta el copete del moño de verse despreciada, humillada y puesta a los pies de los caballos por su esposo, tomó la extrema resolución de separarse del infiel y perjuro, a quien no quería ya ver ni de frac. Ello ocurrió a raíz de un fenomenal escándalo que Fernando dió fugándose a Sevilla con una ecuyére, cuyo marido, que era el director de una compañía acrobática que a la sazón estaba dando allí representaciones, colérico al ver descabalado su programa circense y su honra en entredicho, más por lo primero que por lo segundo, se querelló en el juzgado y salió en persecución de los adúlteros.

Días después, restituída la amazona a sus trabajos hípicos y lavado el ultraje inferido por Fernando al director-consorte con un cocimiento de billetes del Banco, lejía muy indicada para esta clase de manchas, Castrillo regresó tranquilamente a su hogar, creyendo que, como otras veces, todo quedaría reducido a unas cuantas «frases gruesas», que con acompañamiento de gritos y lágrimas, le propinaría Merceditas, y a las cuales pondría remate la obligada y cariñosa reconciliación; pero en esta ocasión la escuálida y ofendida esposa se mantuvo en sus trece, sin que el disoluto lograra desarmar su enojo ni apearla del burro de la separación, si bien es cierto que tampoco puso en ello gran empeño.

Realizóse, pues, la separación por mutuo acuerdo, y Fernando se portó «como un caballero», entregando a su costilla unas treinta mil pesetas, que era cuanto restaba del considerable patrimonio que recibió de ésta, y con ellas retiróse la desengañada esposa a vivir como señora de piso en el convento donde se había educado, y donde las monjas, sus antiguas profesoras, compadecidas la acogieron.

Fernando había ya conseguido un acta de diputado a Cortes cuando acaeció la separación con su esposa, y en adelante se propuso vivir, y bien ricamente por cierto, de tal acta, dedicándose a la pesca en las turbias aguas de la administración, propósito muy plausible en quien, como él, se desvivía por servir los intereses de su distrito y prestaba sus esclarecidas luces, y con ellas eminentes servicios, a su patria. Consiguió que los ayuntamientos de los pueblos de su distrito le subvencionasen, unos más y otros menos, como ayuda a los gastos de representación por su mandato, aunque estas subvenciones no figuraban en los respectivos presupuestos, recabó participaciones en varias empresas de contratas públicas y se hizo nombrar abogado de algunas compañías dedicadas a negocios no muy limpios, de las que necesitan gestor para sus asuntos, que son de esos que sin piloto influyente están expuestos a naufragar en las numerosas sirtes que se encuentran en todos los ministerios y oficinas del Estado. En resumen, se convirtió en uno de esos políticos macronices (qué modo tan fino de llamarles largos de uñas), que tan pintoresco hacen el retablillo de la cosa pública en nuestra nación, y esto le permitió seguir triunfando y viviendo a lo príncipe, teniendo siempre a mano copia de papel moneda que trocar por fementidos placeres, en cuchipandas, francachelas y bureos. Pero nadie osaba poner en duda públicamente su honorabilidad, porque los puños briosos y la lengua afilada del émulo de Licurgo imponían respeto a los maldicientes, que en este caso hubieran sido «biendicientes».

Instalóse definitivamente en Madrid, en el pisito de la calle del Almiranté que ya conocemos, y empezó a cultivar la amistad de un ex ministro, personaje de segunda fila en su partido, que tenía fama de tener anchas tragaderas y moralidad dudosa, cuya tertulia le contó pronto entre sus asiduos. Y al socaire de este prohombre político su influencia creció.

En el Congreso, Fernando se hizo pronto notar por sus frecuentes interrupciones; éste fué el único medio de destacarse que encontró asequible a su cultura y a su preparación. Empezó por el tenue murmullo desaprobador o de admiración y por el aplauso estruendoso, y cuando alcanzó en estas ramas del arte de la interrupción la dificilísima perfección, comenzó a hacer pinitos, aventurándose a lanzar frases tan áticas como las de «¡Su señoría no está en lo cierto!», «;Su señoría no trae al salón más que murmuraciones del arroyo!», y otras de parecida enjundia. Así, poco a poco, fué poseyendo un vasto repertorio de interrupciones, y ascendiendo sin cesar por esta escala del perfeccionamiento, pronto estaría en posesión de toda la gama de la interrupción, y aquel arduo y transcendental arte no tendría secretos para él.

La interrupción es de una importancia capital en nuestra Cámara popular. Sin la interrupción, el Congreso acabaría por desaparecer. De la historia de la interrupción, que desgraciadamente está aún por hacer, se sacarían enseñanzas muy instructivas y provechosas.

En los anales de nuestro Parlamento hay ejemplos de interrupciones que han valido carteras de ministros y casos en que una sola y oportuna interrupción ha bastado para derribar a todo un ministerio.

De interrupciones famosas podríamos llenar varios voluminosos tomos, como aquella de Carreño al general Cassola llamándole Atila, como las chispeantes de Vázquez de Mella en la célebre sesión permanente del año 93 del pasado siglo, como las algo chabacanas, pero saladísimas y punzantes, de Soriano, maestro en payasadas parlamentarias, a Sánchez Guerra.

Orador que pronuncia por primera vez un documentado discurso y que al ser interrumpido con una chirigota, se turba, balbucea y no sabe qué contestar, es orador perdido y será arrojado a la fosa común para no levantarse más. En cambio, el preopinante que con una réplica acerada, mordaz y contundente desconcierta al interruptor y hace reir a la Cámara, ¡qué gran triunfo obtendrá! Su nombre pronto se barajará entre los ministrables y, a su muerte, será esculpido con letras de oro en la mansión de la verborrea patria.

Con una interrupción irónica, burlesca y oportuna, se logra una victoria que no se lograría con un discurso de contestación frió y mesurado, pero lleno de lógica y doctrina, razonado, que demostrase hasta la saciedad la razón que asistía al opinante. Nuestra impresionabilidad de meridionales, que sólo se paga de oropeles, aclamará al interruptor y tildará de latoso al razonador. Por ello, la frase repentina, viva, chistosa, cáustica y desconcertante, será siempre el arma más terrible en nuestro Parlamento.

Existe también el interruptor de interruptores, que es como el quitador del orador, y ha habido renombrados padres de la patria que no han hablado sin llevar sus quitadores o peones de brega.

Las anécdotas referentes a la interrupción tienen forzosamente que abundar dado lo picaresco de nuestra política. Conocido es el caso de aquel diputado que en una sesión nocturna no cesaba de interrumpir, para poder de este modo atestiguar al día siguiente, con el Diario de Sesiones en la mano, que efectivamente había estado consagrado a las tareas legislativas y no de picos pardos, como sospechaba su señora, que era en extremo celosa. Y el de aquel otro diputado provinciano que interrumpía todas las tardes a primera hora con voz cavernosa, para que el corresponsal del diario de su ciudad telegrafiase la interrupción y por tan económico medio supiera su familia, en ella residente, que continuaba sin novedad en su importante salud. Diputado hubo que por medio del Diario de Sesiones citaba a la esposa de otro compañero, con quien sostenía ilícitas relaciones; «la alegre diputada» buscaba entre las páginas de aquel mamotreto de incontinencia oratoria, y cuando encontraba que su martelo había interrumpido diciendo, por ejemplo: «¡Está equivocado de medio a medio su señorial», ya sabia que era que la aguardaba a las seis de la tarde en el cuarto que tenían alquilado para sus pasionales y pecaminosas entrevistas. Las aplicaciones de la interrupción son, como se ve, numerosísimas y muy variadas.

También han sido objeto de apuestas. Cierto diputado apostó a que interrumpiría tres veces cuando menos a un ministro cuyos discursos pecaban de latos, mas habiendo llegado la apuesta a conocimiento de éste, a la primera interrupción exclamó: «Si su señoría sigue interrumpiendo me veré en la precisión de sentarme.» A la segunda interrupción se sentó en efecto y cortó su oración, con lo que el apostador perdió la apuesta y yendo por lana salió trasquilado.

Los diputados noveles, generalmente, antes de aventurarse en el insondable piélago de las horas de ruegos y preguntas, hacen su début parlamentario en la interrupción, y si de ésta salen airosos, ya se animan a pedir la consabida carretera para su distrito en dichas horas.

Desventuradamente, la interrupción ha degenerado mucho: tal es el triste sino de este siglo en que todo degenera, decae y va a menos, hasta la interrupción. Con el vivaz ingenio, con la fina ironía, con la aguda intención, con la travesura de nuestros parlamentarios de la pasada centuria, la interrupción escaló cumbres insospechables; hoy, con interruptores tan mediocres como Castrillo, la interrupción yace en una postración vergonzosa.

Las interrupciones de Fernando Castrillo eran adocenadas, anodinas, insulsas; les faltaban gracia, sal, cultura y agilidad de pensamiento; les sobraban procacidad y manidos tópicos, mas así y todo eran lo único que sabía hacer en el Parlamento. En cuanto en una sesión interrumpía dos veces, se marchaba satisfecho, como quien ya ha llenado su cometido. Ya no podrían decir sus electores que no hacía nada por ellos, que era un diputado de manada, de los que sólo dicen sí o no, ¡nada de eso!, que él también interrumpía. Y con el aromático puro entre los dientes y con la tranquilidad del que ha cumplido su misión, salía muy rozagante del Palacio de la Garrulería Nacional.

Pues en los brazos de este guapo y egoísta mozo, especialista en interrupciones, era en los que había caído Consuelo y había caído tontamente, sin una gran pasión que lo justificase o disculpara, sólo por cerrar los ojos a la vida, por abandonarse blandamente a la corriente de la frivolidad ambiente. Y así es como dan el tumbo la mayoría de las mujeres que caen de la edad y condiciones de la viuda.

Por lo general, los amantes se veían en casa de Consuelo; Fernando iba a visitarla con el achaque del pleito, y la viuda, que había procurado alejar a Lola, enviándola a casa de su tía con el pretexto de que saliera de paseo con su prima, podía recibirle a solas, pues Antoñito no paraba en su casa fuera de las horas de comer. Aquilina servía de tercera en estos amores, y claro es que con su cuenta y razón, como todas las tercerías que en el mundo han sido.

Mas como, para no despertar demasiadas sospechas en la vecindad, estas entrevistas no podían menudearse tanto como la sensualidad del conquistador deseaba, a reiteradas instancias de éste, Consuelo accedió a ir a su pisito de soltero. Con el rostro recatado con un velillo, salió la viuda de su morada, para asistir a la cita. En el camino que recorrió para ir a casa de Castrillo, estuvo varias veces a punto de volverse, arrepentida de la imprudencia, la última en la misma calle del Almirante, donde tornaba ya sobre sus pasos, cuando la consideración de que Fernando la aguardaba le hizo decidirse: entró resuelta en el portal, atravesó velozmente por delante del zaquizamí de la portería, procurando esquivar las miradas de la consorte del cancerbero, y subió jadeante las escaleras.

Fernando, que espiaba su llegada tras de la puerta, abrió ésta con sigilo apenas sintió sus pisadas y la recibió, temblorosa, entre sus brazos. La besó con pasión, y cogiéndole ambas manos con las suyas, se las acarició con mimo.

—¡Traes las manos heladas! ¡Vienes temblando! ¿Qué te pasa, mi alma?—le preguntó él, sintiendo aletear precipitadamente, bajo la blusa de seda, el corazoncito amado.

—Nada... ¡Déjame respirar!... Es que he pasado un miedo...

—Miedo, ¿de qué?

—De encontrarme con alguien conocido...

—¡Bah! ¡Qué tontería! ¡No seas inocente! Ya desesperaba de que vinieses.

—Si acaban de dar las cinco.

—Yo hubiese jurado que eran las siete; la impaciencia hacia que los minutos me pareciesen horas. ¡Gracias, gracias, vida mía, por haber venido!

Y entre frenéticos transportes de alegría por tenerla allí, la seguía acariciando dulcemente. La belleza plástica y suave de Consuelo ejercía sobre sus sentidos un imperio irresistible; por vez primera en su vida empezaba a estar verdaderamente interesado por una mujer.

La atrajo hacia sí y pasándole un brazo por la cintura y cogiendo con su otra mano una de la viuda, la condujo a un diván con profusión de ricos y artísticos cojines, de todas formas y tamaños. Las persianas medio corridas y el stor de hilo crudo bajo, tamizaban la luz y sumían la estancia en una grata penumbra. Poco a poco, bromeando con ella y prodigándole delicadas caricias, Fernando consiguió tranquilizarla.

Eran más de las ocho cuando Consuelo abandonó el piso de Castrillo. Habían merendado como camaradas revoltosos; Fernando tenía preparado un delicioso piscolabis: sandwichs, mermelada, pastas, licores y el te, cuya agua calentaron en una lamparilla de alcohol. Fué una tarde apasionada y feliz.

Consuelo, perdido también el miedo a este género de entrevistas, visitaba ya con relativa frecuencia el pisito de su amante. Y las visitas de Fernando a Consuelo alternaban con las de Consuelo a Fernando. Pero así y todo, como él, encendido en deseos, cada día inventase nuevos medios para que pasaran reunidos algunas horas, y ella se plegara dócilmente a sus caprichos, iban sin sentir cometiendo mayores imprudencias. Embriagados en las delicias de la pasión que los ligaba, sin preocuparse de nada que no fuese la satisfacción de sus apetitos amorosos, no reparaban en los miles de ojos de ese Argos, que es el mundillo en que vivimos, que siempre vigilante nos acecha, pronto a regodearse pregonando nuestras flaquezas sorprendidas.

Sus relaciones pasionales no embargaban a Consuelo hasta el punto de hacerle olvidar trapos y gala?; al contrario, su manía adquisitoria de cintajos, plumas, encajes y perifollos parecía exacerbada. «La máquina de gastar dinero», que aseguraba Schopenhauer que es la mujer civilizada, continuaba, en Consuelo, funcionando a presión y no se cansaba de derrochar. Hoy era un collar de cuentas de ámbar rematado por monumental medallón imitando un camafeo antiguo; mañana, un bolso de seda adamascada con cierre de concha; el otro, un cinturón de azabache figurando los eslabones de una cadena o una aplicación de abalorios; todos los días tenía algo que comprar. Su capricho o había de tener siempre una aspiración no satisfecha; en cuanto ésta se realizaba, otra la reemplazaba. Los escaparates de las tiendas de novedades, colmados de chucherías e inutilidades, seguían ejerciendo sobre ella una fascinación alucinadora. Claro es que para tanta adquisición tenía frecuentemente que recurrir a Fernando; pero poco a poco había ido habituándose a hacerle demandas de dinero, y ya lo hacía sin experimentar gran reparo. Además, pensaba devolvérselo todo cuando fallaran a su favor el pleito; ella no lo quería por interés, pero era natural que teniendo él plétora de numerario y careciendo su amor transitoriamente de tan precioso elemento de vida, se lo prestara.

Lola, viendo la relativa abundancia con que el vil metal rodaba por su casa, le preguntaba algunas veces, extrañada, a su madre, de dónde procedía, y ésta contestaba invariablemente que del pleito. ¡Aquel pleito era una mina! La muchacha, en su inocencia e ignorancia, se lo creía. En cuanto a Antoñito, no le preocupaba ni trataba de indagar de qué manantial fluía, le bastaba con que no faltase; sus exigencias eran cada vez mayores y cuando su madre no se mostraba inmediatamente propicia a saciarlas, se permitía ya alzarle el gallo; Consuelo acababa por acceder y entonces la cólera del muchacho se amansaba como por ensalmo. Generalmente no tenía necesidad de solicitar de su madre dinero, pues cuando ésta lo veía malhumorado y con el ceño torvo, temiendo que aquellos nubarrones que se cernían sobre el horizonte descargaran en improperios y malos modos por cualquier nonada, se apresuraba a dárselo antes de que lo pidiese, para que la tormenta se alejara y quitárselo de encima, y el joven, que no deseaba otra cosa, en cuanto sentía sonar unos duros en el bolsillo, salía de estampía, como alma que lleva el diablo, a sus holgorios.

Antoñito iba ya enseñando la oreja, hacía rápidos progresos: en las carambolas, en el juego de reunión, era un as, y en el más divertido juego de reuniones con vestales y peripatéticas de menor cuantía, en que comenzaba a iniciarse, se iba ya desenvolviendo con desembarazo. A su camarada de peine, Camarasa, le cabía mucho honor en estos adelantos, pues era su guía y mentor en el proceloso mar por el cual empezaba a bogar. ¿De los libros quién se acordaba? Antoñito, cuando menos, podemos asegurar que no. Eso de estudiar debía ser cosa de otro planeta, quizá de los marcianos, a juzgar por lo remota que se le aparecía tal necesidad. En aquella sociedad de puntos filipinos, «tanguistas» y otras variedades de la multiforme fauna de la hampa bien vestida, ¿no había ejemplares dignos de estudio? ¿No eran libros humanos, abiertos para un psicólogo? Pues a este estudio, vivito y coleando, consagraría sus vigilias.

Las relaciones de Consuelo con la de Reguilla se habían enfriado considerablemente. Desde que Clotilde advirtió, y pronto fué ello, el grado de intimidad que habían adquirido las relaciones de la viuda y Fernando, principió a demostrar a Consuelo un desvío y una tibieza que obligaron a ésta a retraerse de su trato.

Clotilde, pensaba Consuelo, es una taimada, una hipócrita, que al percatarse de mis amores con Fernando, echa el bulto fuera, temerosa de que si alguien se entera, puedan complicarla en ellos o de que si se produce escándalo, la envolvamos en él. Es sobradamente cauta y previsora esa lagartona, de las que hablan mal de las cartas y juegan a dos barajas. O tal vez esté despechada, porque soñó conquistar para ella a mi Fernando; pues que se limpie, que está de huevo..

Algo de lo uno y algo, y aun algos, de lo otro, había en tales hipótesis, mas no ha llegado todavía la hora de descorrer el telón.

Consuelo, por este enfriamiento de su amistad con la de Reguilla, tenía que salir sola o con su hija, a lo que ésta seguía mostrándose reacia, para concurrir a los centros de diversión y placer. Sobre esto, Fernando, que antes la empujaba a la vida aturdida de fiestas y saraos, procuraba ahora apartarla de ella, como si poseyéndola ya, la quisiera para él solo. En cambio, quería tenerla siempre junto a sí, en plena fiebre amorosa. Todo, pues, contribuía a que Consuelo tuviese que hacer vida más retraída.

Llegó el verano, y Lola comenzó a salir bastantes noches con su prima: iban a los conciertos de Rosales, a los jardines del Buen Retiro o a otro parque de recreo, o a dar un vistazo por las verbenas.

La de Reguilla se había marchado a San Sebastián, a lucir en la Concha sus formas refrescadas por el agua salobre. En cuanto a Fernando, había sacrificado su veraneo por no separarse de su amante; remedando al humorista político de la daga florentina, pensó: «Madrid con dinero y con la viuda, ¡Baden-Baden!»

Consuelo se pasaba el día recluida, fuera de cuando hacía alguna escapatoria subrepticia al piso de Fernando, pues como al principio de la estación estival, un anticipo tórrido había hecho que la buena sociedad huyera a la desbandada del horno madrileño, los teatros se hallaban cerrados y los thes dansant habían terminado. Continuaban abiertos los cabarets, con su artificiosa vida nocturna, pero Consuelo no había descendido a frecuentarlos ni aun en su época de intimidad con la de Reguilla.

Fernando, encelado con la hembra, ideaba excursiones en automóvil, para salir juntos a respirar, en aquellas noches calurosas. Pero Consuelo no sabía a qué expediente recurrir para poder complacerle, pues salir de noche sola y volver tarde a casa, sin una causa justificada, se prestaba a más que hablillas y comentarios. Estando en este quebradero de cabeza, acertó a ir de visita con Lola, a últimos de junio, casa de una deuda del que fué su esposo, la viuda del general Candueño, quien les rogó que fuesen algunas noches a pasar la velada con ella, pues a causa de encontrarse enferma, no sabía cuándo se podría marchar a veranear ni pisaba la calle. Consuelo vió el cielo abierto. Desde entonces, con el pretexto de ir a hacer compañía a la de Candueño, salía algunas noches, aquellas en que Lola iba a casa de su tía. Fernando la esperaba con un auto en la calle del Prado o en la de Atocha; la viuda subía rápidamente en el vehículo, y a correr y tomar el aire por alguna de las carreteras que irradian de Madrid. Al filo de la medía noche volvía la enamorada pareja. Aquilina, que había salido como si fuese a recoger a su señora de casa de la de Candueño, los esperaba en un sitio convenido de antemano, próximo a la calle de las Huertas, y con ella entraba Consuelo en su morada. El muñeco de las apariencias quedaba así vestido a las mil maravillas para con sus hijos y para con la vecindad.

Durante varias noches todo salió a pedir de boca, hasta que en ésta que vamos a narrar, al demonio se le antojó meter «el cuezo», que tanto va el cántaro a la fuente...

Ocurrió este desagradable lance la víspera de Santiago, patrón de las Españas. Lola había marchado para ir con su prima, tía y novio, a dar una vuelta por la plaza de Oriente y calles adyacentes, para participar de la animación de la verbena. El auto que conducía a Consuelo y Fernando tomó aquella noche por la carretera de Aragón. Los enamorados, en tierno idilio, pasaron raudamente por la Ciudad Lineal, dejaron a su izquierda la alameda de Osuna, célebre un tiempo por ser liza obligada para caballerescos lances, y cruzaron el Jarama cerca de San Fernando, señalando Castrillo a su coima la dehesa en donde suelen pacer las fieras cornúpetas que, con destino a la lidia en su coso, adquiere la empresa de la Plaza de Toros cortesana. Después atravesaron ese pueblo del cual dijo Cilla en una antigua caricatura: «¡Torrejón de Ardoz, en cada tres palabras una coz»! El automóvil seguía devorando kilómetros y ellos, embebidos en sus arrullos, no daban la orden de volver, cuando ya en las afueras de Alcalá de Henares, al cruzar su lindo parque, ¡un parque en un pueblo castellano!, ¡pataplún!, el vehículo que se detiene, ¡una panne intempestiva! El chauffeur después de hurgar en el motor aquí y acullá, manifestó que le parecía ser cosa de la magneto y que, como daba la dichosa casualidad de haber cercano un garage, donde podrían ayudarle a la reparación, en poco más de una hora quedaría el coche listo y en disposición de emprender el regreso.

Fernando propuso a Consuelo, para estirar las piernas y reponer fuerzas, marchar a un hotel que él conocía, donde podrían cenar mientras efectuaban la reparación. La viuda puso tímidos reparos, que con facilidad disipó su amante.

—¡Y si tropezamos con alguien que me conozca!—había dicho ella.

—¿Quién te va a conocer aquí?—contestó él, y cogiéndola del brazo, echó a andar en dirección al hotel, enclavado en la plaza de Cervantes, recomendando mucho al chauffeur que procurara arreglar prontamente la avería, y que en cuanto lo consiguiese, fuera a buscarlos con el auto.

Cruzaron la espaciosa plaza de Cervantes, que en su centro se adorna con una raquítica estatua del glorioso mutilado de Lepanto, ¡desdichado sino el del ingenioso hidalgo complutense, condenado a que inmortalicen su nombre con pisapapeles!, y entraron en el hotel. Con un grupo de oficiales de caballería, de la brigada de húsares destacada en aquel cantón, que habían cenado opíparamente, para festejar por anticipado la fiesta del patrón de su arma, por aquello de que por las vísperas se sacan los santos, y que alegres salían bromeando del comedor del hotel, se toparon de manos a boca Consuelo y Fernando. La viuda procuró ocultar su semblante, pero era ya tarde, pues dió la malhadada casualidad de que entre los oficiales iba el capitán casado con Susana Cabañas, antigua amiga de Consuelo, que la conocía y que en seguida la reconoció.

—¡Estupenda mujer!—exclamó uno de los militares, cuando anduvieron unos pasos—. Y él me ha parecido ese diputado cordobés que juega fuerte en la Peña.

—¡Pues si es la viuda de Méndez de Cabrera con Fernando Castrillo! ¡Ciertos son los toros!—dijo para su uniforme el capitán reconocedor.

El encuentro con los hijos de Marte, máxime al distinguir que uno de ellos era el esposo de su amiga, sobresaltó a Consuelo y la despojó del humor y del apetito. ¡Dichoso encuentro! Con razón dice el refrán que donde menos se piensa salta la liebre.

—¿Me habrá reconocido? Seguramente que sí—pensaba.

Fernando procuraba distraerla, pero no obstante sus esfuerzos, la cena no tuvo el insuperable condimento de la alegría.

Pasó una hora, pasaron dos y el auto no resultaba. Fernando mandó un recado. El chauffeur contestó que estaban concluyendo la recomposición y que presto iría. Transcurrió otra medía hora, y como el vehículo no parecía, hicieron lo que Mahoma con la montaña: fueron a buscarlo al garage, Consuelo estaba en el colmo de la impaciencia y del desasosiego. la qué hora iba ella a resultar en su casa! Aún tardaron un rato en poder emprender la vuelta; eran más de las dos cuando salieron de Alcalá, y cerca de las tres de la madrugada cuando la viuda se apeaba del coche en Madrid. Aquilina la esperaba, llevaba tres horas de plantón aguardándola junto a la iglesia de San Sebastián. Cuando Consuelo entró en su piso, Lola, que hacía bastante tiempo que había regresado de la verbena y que estaba intranquila con su tardanza, salió a su encuentro.

—¿Qué es eso, mamá?

—A la de Candueño que le ha dado un ataque estando yo allí y no me he atrevido a separarme de su lado hasta que la he visto mejorada.

—¡Pobre señora!

Lola también había recibido aquella noche una impresión desagradable. La muchacha marchaba feliz con su novio por la verbena, embaída por las frases amorosas que él le prodigaba. Gonzalo iba entusiasmado con su Sulamita: delgada, muy delgada; gentil, muy gentil; tenía un tipo tan distinguido y una cara en la cual resplandecía una expresión tan celestial que atraía el homenaje de las miradas de todos. Miradas admirativas y respetuosas, exentas de codicia y salacidad, como las que se dirigirían a un querube que bajase a la tierra y tuviera fe humorada de dejarse ver en una verbena. Así contentos y dichosos discurrieron por la verbena hasta que acertaron a acercarse a una rifa instalada en ella, donde tenían un mono como atracción; los dependientes le tiraban del rabo y el simio lanzaba atronadores aullidos, que regocijaban a la plebe congregada frente a la caseta. Gonzalo tomó unas papeletas para una de las jugadas, que entregó a las señoras, y por gracia se le ocurrió tirar también de la cola al mono, que al alcance de su mano se encontraba. Nunca lo hubiese hecho: el cuadrúmano, furioso de que un extraño se tomara con él tal libertad, abalanzóse sobre Gonzalo y le clavó los dientes en una muñeca. Las señoras llevaron el susto consiguiente; pero, sobre todo, Lola recibió una impresión tan fuerte que estuvo a punto de desmayarse. Su rostro empalideció y se desencajó en tal forma que alarmó a los que la acompañaban; tuvieron que llevarla a un aguaducho próximo, sentarla y darle un refresco. Pero, aun serenada, no cesaba de cavilar si aquel mordisco podría ser causa de alguna grave infección para su amado, ¡le quería tanto! Y así fué como el mono les aguó la fiesta.

Al día siguiente, Susana Cabañas oía de su marido, que acababa de llegar de Alcalá:

—¿A que no aciertas quién fué anoche de «juerguecita» a Alcalá con Fernando Castrillo?

—¡Qué sé yo!

—Consuelo Pía, la de Méndez de Cabrera.

—¡Es posible! ¿Estás seguro?

—Creo que sí; la vi entrar en el hotel con él, cuando yo salía.

—¡Parece mentira!

—Pues ahí verás. Yo, por lo menos, juraría que era ella; mas, por si acaso, no digas nada.

—¡Qué voy a decir, hombre!

Pero le faltó tiempo para irlo cacareando a todas aquellas de sus relaciones que conocían a Consuelo. Claro está que encargándoles la mayor reserva, que justamente es el medio de que corran con mayor celeridad.

Tercera jornada

I

Aquellas afirmaciones de Susana Cabañas respecto a Consuelo, corrieron como una traca por el reducido círculo de sus conocimientos, haciendo explosión sus truenos cerca de los oídos de sus amigos y amigas, de sus conocidos y conocidas. Rodando de boca en boca el rumor, fueron alterándose y agravándose las circunstancias delictuosas del lance, que pronto alcanzó las proporciones siguientes: Consuelo y Fernando Castrillo salían todas las noches en automóvil, para dar a sus pecadoras relaciones el incentivo de deleitosas excursiones; así habían recorrido todas las poblaciones de los alrededores de la Corte; en Alcalá estuvieron varias noches; una de ellas, víspera de Santiago, a consecuencia de ir completamente borrachos tanto ellos como el conductor, volcó el auto a la entrada del pueblo; sus ocupantes recibieron tan soberano coscorrón, que milagrosamente no se quedaron en el sitio, ¡no le hubiera estado mal empleado a aquella poca vergüenza de Consuelo!; fueron llevados a un hotel; donde tuvieron que asistir a la viuda de un fuerte ataque de nervios, que la impresión del volquetazo le había producido, y a Fernando de erosiones poco profundas; allí los vió, haciéndose cruces, el marido de Susana Cabañas y otros muchos oficiales compañeros suyos, y allí permanecieron hasta la madrugada, en que, reparado el auto, pudieron retornar a Madrid.

Cuando a primeros de septiembre este runrún llegó a oídos de doña Casilda, que era de esas que hasta sus besos se enconan, no es fácil pintar el regocijo que experimentó la buena señora: ¡ya tenía la ansiada prueba, la pruebla aplastadora! Y ahora, ¿qué diría Angeles? ¿se atrevería a intentar imponerle silencio?, pues ¡estaba fresca! ¡ya iba ella a callarse teniendo un tan fehaciente testimonio!; que procurara tapar antes las miles de bocas que forman el rumor público, que eran las pregoneras del descoco, por no llamarle de otra manera, de la mala pécora de su cuñada.

Hay mujeres virtuosas en quienes la virtud es tan connatural e instintiva que no le dan importancia; ellas tendrían que violentarse para no ser virtuosas: ¿qué mérito hay, pues, en ello? Estas virtuosas, virtuosas porque sí, porque les sale de dentro, sin tener que forzar su natural, juzgando a todas por ellas, tienen siempre un gesto de conmiseración para la pecadora, ¡pobrecilla, la violencia que habrá tenido que hacerse para dejar de ser buena!, y no dejan de encontrar paliativos, justificativos en cierto modo: ¡lástima de mujer, cierto que hizo mal, pero con el ejemplo de aquellos padres, o con la vida que le daba aquel bárbaro que tenía por marido, o con la miseria que le rodeaba...! Pero hay otra clase de virtuosas, de virtuosas que lo son a fortiori, que lo son porque no han podido dejar de serlo, porque les faltó ocasión para la caída o porque carecieron de valor, que no de ganas, para darse arcanamente. Estas otras virtuosas, que saben y conocen lo difícil que es ser virtuosas por la facilidad con que ellas hubieran dejado de serlo, ¡vaya si le dan importancia a la virtud!; y como generalmente no pueden presumir de belleza, ni de gracia, ni de otras prendas atrayentes, pues entonces no les hubiera faltado coyuntura para el desliz, presumen de virtud, y el modo de hacer resaltar la suya, de ponderar su escasez y dificultad, es convertirse en voceadoras de las deshonras de sus compañeras de sexo, es procurar mancharlas propalando y agrandando sus extravíos; entonces, entre aquel mar de cieno que las rodea, ellas sobresaldrán inmaculadas y las gentes dirán: ¡Caramba, cuán meritoria la conducta de doña Fulanita, que permanece honrada cuando tantas se echan el alma a la espalda! Pues a este último género de virtuosas, de forzadas virtuosas, si es que son acreedoras a tal calificativo, pertenecía doña Casilda. Aquella chicharra le había sido siempre fiel al bragazas de su esposo, mas fué por ser de un feo tan subido que nadie, excepto él, se atrevió nunca a mirarla con buenos ni con malos ojos; el pecado y la infidelidad se encontraban demasiado altos para ella, como las uvas de la fábula ¡estaban verdes! Ella era virtuosa con «el propio y espontáneo» impulso con que la mula recorre el lendel en la noria, porque no puede salirse de esta trillada huella circular. Por eso recibió una de las mayores satisfacciones de su vida cuando la voxpopuli confirmó sus presunciones sobre Consuelo. ¡Si con aquel lujo que gastaba, no podía suceder otra cosa! Y en su fuero interno quizá añadiese: ¡Si con aquella cara tan bonita y aquel cuerpo tan gallardo no podía ser otra cosa!, pues, en realidad, no concebía que reuniendo encantos para ser cortejada se fuera virtuosa. Más que si le hubiese tocado por Navidad el premio gordo de la lotería, más que si estuviese ya en posesión del suspirado hotelito en los Cuatro Caminos, regodeóse doña Casilda con la caída de aquella «su amiga». Ahora comprenderían una vez más los hombres cuánto eran de apreciar mujeres como ella, que nunca habían dado oídos a los cantos de sirena del pecado. Y ahora vería Angeles, y ahora verían todos, que ella en jamás de los jamases se iba de ligero, que ella cuando deslizaba una sospecha no era a humo de pajas, sino con su cuenta y razón.

Doña Casilda, a otro día de tener conocimiento de tan «agradable» novedad, formado su plan de campaña, bajó a la vivienda de los dueños de la casa y narró a su amiga y futura consuegra doña Micaela lo que le habían contado, intercalando en el relato las acotaciones que creyó convenientes. Añadió que lo sabia «de buena tinta» y por varios y autorizados conductos y que estando enterada que Gonzalo se hallaba algo encaprichado con Lola, la hija de aquella gran tuna, y conociendo la rigidez de costumbres y creencias de su oyente y de su esposo, había creído un deber de conciencia ponerla «en autos», no fuesen por ignorancia a acoger y recibir con palmas en su familia a «la niña de una aventurera»; encontrándose tanto más obligada a esto, cuanto consideraba como propio cualquier baldón que pudiese caer sobre ellos; aludiendo encubiertamente, de este modo, a las relaciones de su hijo con Sol.

Una vez que doña Casilda hubo vertido todo su caudal de infamias en los pabellones auriculares de su interlocutora, tributóle varias empalagosas zalemas a guisa de despedida, para hacerle la jarrica de plata, que le convenía ser bienquista de la mamá de su futura nuera. Con esto, la chismosa y entrometida señora se marchó con la música de su cuento a otra parte y esta parte fué ahora el piso de la viuda de Córdoba, donde penetró con tal cara de satisfacción, aunque procuraba disimularla, que Angeles, que como no era lerda se la sabía de memoria, sólo con verla entrar, pensó: «Esta viene a darme una mala noticia.»

La visitante relató la misma historia, también convenientemente aliñada, echando por delante lo mucho que sentía tener que darle aquel disgusto, pues ella al enterarse lo había recibido igualmente y no pequeño, pero creía que era un deber de conciencia decírselo, ¡para doña Casilda todo eran deberes de conciencia!, no fuera por desconocimiento a perjudicarse, quien no sabe es como quien no ve, mostrándose en público con su cuñada, que para la sociedad era moralmente una apestada, o pudiese desmerecer su hija, ¡con lo que ella quería a Rafaelita!, si la enviaba a diversiones con quien estaba tan en entredicho. Angeles le contestó, con desabrimiento, que aquello no eran más que envidias y calumnias de gentes desocupadas y sin conciencia, ¡aplícate el cuento!, que en cuanto ven a una mujer joven y guapa, máxime si no tiene marido, tener amistad con un caballero de buenas prendas, le cuelgan el sambenito del amancebamiento.

—Yo, amiga mía, he creído una obligación de mi amistad ponerla en antecedentes de lo que sucede. Por lo demás, crea usted que la persona por quien lo he sabido es incapaz de manchar sus labios con la mentira y menos con la calumnia.

—Y yo le agradezco a usted su «intención»—manifestó Angeles, subrayando irónicamente el último vocablo—, pero le agradecería aún más que no me viniese con cuentos de esta índole, pues soy enemiga de ellos. Y perdóneme, amiga mía, pero considero impropio de una señora de su edad, seso y respetabilidad que se haga eco de tales paparruchas.

—Si hubiera sospechado cómo se iba usted a poner me hubiera guardado bien de decirle nada. Por mí cada uno puede hacer de su capa un sayo o cien sayos... Pero me parece que le convenía saberlo... Yo no soy ninguna impostora ni procedo a trompa y talega, y si mi palabra no le basta, véngase conmigo y oirá de la propia boca de la persona que me lo ha referido, que es una señora de mucho fundamento, cuanto acabo de decirle. Mal que nos pese, los hechos no pueden ser más ciertos, querida mía. Conque no se me suba a la parra en lugar de darme sinceramente las gracias por la advertencia.

Y después de haber replicado de este modo a la rociada de la viuda de Córdoba, ¡como que ella se iba a morder los labios!, y de haberse despedido fríamente, doña Casilda, muy digna, ufana y orgullosa, abandonó la estancia, tan erguida como si se hubiera tragado el molinillo del chocolate.

Por las escaleras bajaba rezongando:

—¡Chúpate ésa, beatona hipócrita! ¡Para que presuma de familia, que no parece sino que viene del caballero Bayardo y las demás somos de casta de verdugos! ¡Para que se ponga moños con toda su parentela pasada y presente! Ya me iba a mí cargando tanta prosapia: que si su parienta la duquesa, que si su prima la condesa, que si en Córdoba, que si en Lucena... ¡pare usted la jaca, amiga mía! Con más orgullo que don Rodrigo en la horca y la casa sin barrer; pero, Señor, ¿en qué fundarán algunas personas sus ínfulas?

Doña Casilda, después de haber desembuchado por partida doble, como queda consignado, penetró muy tranquila y oronda en su hogar, y como al llegar al comedor viese a su cónyuge tranquilamente entretenido en liar cigarrillos, le espetó de buenas a primeras:

—¿Qué, tenía yo razón? ¿No eras tú el que sostenía que debían ponerla en los altares y encenderle luminarias o poco menos? Bobo, más que bobo, que el bobo de Coria era «un águila» a tu lado, que si se lo proponen, te harán creer que los burros vuelan: ¿tenía yo razón?

—Tú siempre tienes razón, Casildita; pero ¿de quién se trata?

—¡De quién se va a tratar, cernícalo! De Consuelo Pía, la cuñada de nuestra vecina Angeles. Ya sabrás la campanada que ha dado.

—Yo no sé nada, mujer.

—¡Cuando digo que estás siempre en la higuera! ¡Pues si no se oye hablar de otra cosa! Y tú que la tenías por una santita; ¡buenas santitas nos dé Dios! Si te creerás que como tu mujer hay muchas... Lo que pasa es que los hombres no sabéis apreciar lo bueno...

—Pero, Casildita, si sabes que yo...

—Sí, sí; con una santa como Consuelo debías haber dado... Cada señora hay por ahí, que en cuanto se descubre un poco es menester tapar de prisa y corriendo, porque hiede... Verás, verás hasta dónde llega la sans façon de tu santa...

Y entre «cariñosos» denuestos colocó por tercera vez el mismo «disco»; ¡como que se iba a quedar ella sin refregarle por las narices al paparruchero e incauto de su marido la conducta de aquel dechado de virtudes que una tarde se permitiera defender! ¡Para que en lo sucesivo dudase de su Clarividencia!

—Y ahora, ¿qué dices?

—¡Qué voy a decir, mujer!

—¿Pues querrás creerte que esa malvita de Angeles, que tiene más por dentro que por fuera, todavía me ha dicho que eso son patrañas de gentes ociosas y deslenguadas, y se ha propasado a insinuar que yo soy una infamadora?... ¡Ahora, que ha tenido que oirme! Para que vuelva por otra... ¡Hay que ver cómo está el mundo! La mayoría de las mujeres son unas pelanduscas que no saben con qué se come eso de la honestidad, y la casi totalidad de las restantes son tapaderas y encubridoras de las primeras, ellas sabrán por qué... Y a las que tenemos vergüenza y rejo para llamar al pan pan y al vino vino, nos señalan como calumniadoras... ¡Qué asco de vida, santo Dios!... ¿Qué te parece, Anselmo? ¡Di algo, hombre!

Pero Anselmo se guardó mucho de exponer su parecer; le temía a su costilla más que a la ira de Dios. Aquella cara, más fea que una noche de truenos, cuando se iluminaba con los relámpagos de la cólera, y su boca, que entonces era una excomunión, fulminaba el rayo, imponía respeto y horror al más templado, cuanto más al calzonazos de su esposo. Cuando tales tormentas se desencadenaban con todo su fragor de manotazos e insultos, el pusilánime don Anselmo, más chiquito que un cuarto y más suave que un guante, poseído de un loco pavor, no se atrevía ni a resollar.

Por esto, el digno funcionario optaba prudentemente por callar, temeroso de que la tempestad se desatara, cuando sus opiniones chocaban con las de su cara mitad, lo cual era sumamente frecuente; así no había entre ellos sus mases y menos y se ahorraba de verla convertida en vestiglo. ¡Y ya podían porfiarle a tentebonete para que hablase! ¡Como no hablara Rita! Callar era lo menos que podía hacer, pues su bondad y rectitud ingénitas le impedían formar coro con su consorte para cantar las viperinas aseveraciones de la murmuradora»

A Angeles le produjo la revelación de doña Casilda una profunda desazón; sentía vivamente ver llevada en lenguas a la viuda de su hermano, y lo sentía más que nada por sus sobrinos, sobre todo por Lola, tan buena la pobre que era un alma de Dios. A decir verdad, la conducta ligera de Consuelo, su modo de vivir, su estrecha amistad con Castrillo, le habían hecho concebir sospechas, pero siempre las rechazó como un mal pensamiento. Ella, que lo conocía de Córdoba, sabía que Fernando era de esos hombres cuya amistad no conviene a una mujer sola. Así es que algunas veces había tratado de prevenir a Consuelo, de un modo velado, contra el abogado; mas no teniendo un fundamento concreto en que apoyarse, y notando que por el carácter frívolo de su cuñada resbalaban sus consejos sin dejar rastro, se abstuvo más de hacerle prevenciones.

Ahora, mujer inteligente y madre amantísima, reflexionaba sobre el caso, y después de meditarlo maduramente sacó la conclusión de que tenía necesidad imperiosa de informarse con certeza de la clase de relaciones que mediaban entre su cuñada y Castrillo, de lo que hubiese de verdad en aquellas excursiones nocturnas en auto a Alcalá, sola con Fernando. Sí, precisábale comprobar las afirmaciones categóricas de doña Casilda, y le precisaba, no por un vano prurito de curiosidad femenil, sino porque su instinto de madre le avisaba los obstáculos que a las relaciones amorosas y porvenir de su hija podían surgir de tales hechos, dados los encadenamientos y las trabazones que el Destino había tejido: la hija de Consuelo, prima de su hija, en relaciones con un primo de Juan Miguel, el novio de su Rafaela. Los padres de Gonzalo, que veían nada gustosos el noviazgo de éste, seguramente que al enterarse de la conducta de Consuelo, la cual no tardarían en conocer, si es que ya no la conocían, gracias a los buenos oficios de aquella mala persona de doña Casilda, aprovecharían la ocasión para poner pies en pared hasta conseguir que terminasen tales relaciones. Y la situación de Angeles sería extremadamente difícil: por un lado, su cuñada y su sobrina Lola, sobre todo ésta, y por el otro los padres de Gonzalo y tíos de Juan Miguel, el novio de Rafaela. Era preciso proceder con gran tacto y cautela, y ante todo informarse de lo que tuvieran de fundadas las afirmaciones de su «dichosa» vecina, que la Providencia confundiera. Si, lo que Dios permitiera, se trataba sólo de un infame chisme, de una vil calumnia, ella lo desbarataría, confundiría a los malvados calumniadores y disiparía todo motivo de que los padres de Gonzalo pudiesen, con visos de fundamento, poner el veto a Lola, labrando la infelicidad de la inocente muchacha, tan ciegamente enamorada de su novio. Pero si la culpabilidad de Consuelo resultaba desgraciadamente cierta, entonces necesitaría desarrollar gran tino y discreción para que el proceder de aquélla no proyectase ninguna sombra sobre su Rafaela... En tal caso, ella preveía un futuro preñado de peligros, encontrándose en medio, entre su sobrina, tan buena y tan recta, y los tíos de Juan Miguel, que por ser sus únicos parientes y encargados en la Corte, tenían gran ascendiente sobre el joven. Para que los acontecimientos no la cogiesen desprevenida y la arrollaran, hacía falta no perder tiempo, pues probablemente los padres de Gonzalo estarían ya impuestos y al cabo de la calle de cuanto la arpía de doña Casilda decía haber ocurrido y estar ocurriendo. Pero ¿cómo enterarse? ¿Cómo llegar al conocimiento de la verdad?

Terminaba de hacerse estas preguntas, sin saber qué partido tomar, cuando la casualidad o la fortuna le depararon a su sobrina Lola, que venía a pasar un rato con su prima.

Angeles preguntó a la joven por su madre, y después, con indiferencia, dejó caer esta interrogación:

—¿Sale tu madre de noche?

—Ahora, pocas—contestó inocentemente la muchacha—. A primeros de verano salía más. Las noches que yo vengo aquí para ir con Rafaela a Rosales o a los Jardines, mamá, por no quedarse sola y aburrida en casa, suele marchar a pasar la velada con la viuda del general Candueño, que le rogó que no la olvidara y que fuese por allí. Aquilina va a recogerla.

—¿No ha salido la de Candueño este año de veraneo?

—No, tía; está muy delicada de salud. ¿El jueves...? ¡Sil El jueves, que fuimos a Rosales, mamá llegó de casa de la de Candueño a poco de regresar yo.

—¿Y vuelve tarde?

—No, próximamente a la hora que yo. Sólo una noche vino tarde; como que yo estaba ya muy asustada, pues llegó cerca de la madrugada, porque a la de Candueño le dió un ataque y no se atrevió a abandonarla hasta que se le pasó.

—¿Y cuándo fué eso?

—Debió ser...—recapacitó Lola—, debió sera fines de julio. Justo, a últimos de julio, la víspera de Santiago, lo recuerdo perfectamente porque fuimos a la verbena y fué la noche, que te acordarás, que mordió el mono a Gonzalo.

Ya sabía Angeles cuanto podía decirle su sobrina y las sospechas empezaron a enraizarse en su ánimo. Era chocante que la de Candueño permaneciera en Madrid, cuando todos los años, a principios de julio, acostumbraba a marcharse a veranear a la Sierra, mas este punto fácilmente podría comprobarlo y enterarse de si en efecto se había ausentado o no aquel estío. Además, coincidía la fecha, víspera de Santiago, en que doña Casilda decía sucedió el accidente de automóvil en Alcalá, con la fecha en que Consuelo había faltado de su casa hasta el amanecer, según su hija. Tal coincidencia daba mucha verosimilitud al relato de aquella aviesa cotorra de doña Casilda.

A otro día, Angeles fué a casa de la de Candueño como de visita, pero la portera de ésta le manifestó que la señora estaba veraneando, que había salido en los primeros días de julio y que no regresaría hasta últimos de aquel mes.

—¿No estaba aquí por Santiago?

—¡Ca, no, señora! Se fué antes del diez de julio.

Angeles salió de allí con el casi convencimiento de que, infortunadamente, doña Casilda no había mentido. Todo aquello de las visitas nocturnas a la de Candueño, del ataque de ésta, eran un puro embuste. Si sus salidas por las noches las trataba de justificar con tal cúmulo de líos, sería porque tendría que ocultar dónde iba. Eran ya sobrados indicios. Y aquella buena pécora de Aquilina tenía que estar al tanto de todo, pues le servía de cómplice en estas supuestas visitas a la de Candueño; con razón a la tal Aquilina le había encontrado siempre un no sé qué, que le daba mala espina.

A Angeles le preocupaba este asunto por muchas causas, pero más que nada por su sobrina. ¡Pobre Lola! Ella iba a ser víctima de las ligerezas de su madre. Angeles, que le profesaba gran cariño por su genio, angelical y entero a un mismo tiempo, por su hermoso corazón y elevados sentimientos, se condolía vivamente de ello y los ojos se le nublaban de lágrimas cuando pensaba en su sobrina. Ella tenía ya más que barruntos de la oposición que las relaciones de Gonzalo habían suscitado en sus padres, Sol algunas veces había aludido a ello, pues los ex tenderos, viéndose dueños de un envidiable capital, deseaban para su único hijo varón una mujer de mejor posición que Lola, que en esto de caudal estaba a tres menos cuartillo. Esta oposición, que no había hecho más que esbozarse por carencia de motivos declarables en que fundarla, adquiriría ahora, que podía confesarse paladinamente, extraordinario vigor. Y Gonzalo, ¿tendría suficiente firmeza para resistir la presión de los autores de sus días? Angeles no se atrevía a responder nada a este signo interrogante.

Para más cerciorarse, Angeles puso una tarjeta al excelente don Melitón, rogándole que cuando pudiera hiciese el favor de pasarse por su casa. En asuntos de esta índole, don Melitón era parco en palabras y más parco en juicios, y Angeles, que tenía con él tal confianza que lo consideraba como de la familia, fiaba siempre mucho en su dictamen y discreción. Don Melitón conocía a su cuñada, conocía a Castrillo, trataba con intimidad a todos los cordobeses residentes en la Corte, entre los cuales seguramente se habría comentado el suceso de Alcalá, si, como parecía, había realmente acaecido, dado lo conocidos que entre la colonia cordobesa eran Fernando y Consuelo, ésta por ser viuda de su hermano, y sería muy raro que a oídos del justo varón y ejemplar sacerdote no hubiese llegado alguna especie referente al mismo.

Cuando don Melitón fué a verla, Angeles le pidió que le dijera reservadamente lo que supiese de su cuñada; ya comprendería que no era una malsana curiosidad lo que le inducía a preguntarle. El presbítero se excusó de contestar. Angeles le expuso los móviles respetables que la guiaban, le habló de su sobrina Lola, de su hija Rafaela, de las relaciones amorosas de ambas y lo apremió reiteradamente para que si podía le hiciera alguna indicación, mas don Melitón siguió respondiendo con evasivas. Por último, Angeles le hizo esta pregunta concreta:

—Entonces, ¿usted no ve inconveniente en que mi hija vaya a teatros y fiestas con Consuelo?

El anciano titubeó unos momentos y al cabo dijo:

—Te diré, te diré... tanto como que Rafaela salga a paseos y diversiones con su tía... Las hijas con quien van siempre mejor es con sus madres... Y Consuelo, sería tonto ocultarlo, puesto que tú, por lo que veo, lo sabes, ha dado que hablar, con más o menos fundamento, que eso no lo sé yo, pero ha dado que decir... Este invierno pasado se ha dejado ver más de la cuenta con Fernando y con una amiga que se ha echado, que a lo que parece es mujer de no muy limpia historia... Gasta un lujo que no está en armonía con sus recursos, según dicen, y eso mejor lo sabrás tú que yo... Todo esto se presta a la critica, y gentes deseosas de darle a la sin hueso ya sabes que nunca faltan... En fin, hija mía, yo nada más puedo decirte...

Ya era bastante. Al buen entendedor... Para que don Melitón, tan reservado, cauto y prudente, hubiera dejado así traslucirse su pensamiento, preciso seria que conociese el hecho de marras. Sí, indudablemente, lo sabia. Y entre sus paisanos, los cordobeses, la conducta casquivana de Consuelo constituía, por lo visto, la comidilla del día ¡Qué vergüenza, el apellido de su hermano, siempre tan respetado, rodando por los suelos, sirviendo de pasto a conversaciones de café, a la croniquilla escandalosa! Angeles, abochornada y apesadumbrada, creía oir los comentarios sucios y mordaces, creía ver las sonrisas sarcásticas, las miradas picarescas... ¡Qué vergüenza, santo cielo!

Cierto que Consuelo gastaba más lujo del que podía costear, cierto que la de Reguilla tenía mala nota... Todo esto, al cabo, podían ser sólo presunciones, pero estaba lo de Alcalá, estaban aquellas salidas nocturnas de su casa con motivos supuestos, y en lo uno y en las otras sí que no cabían explicaciones.

Con la triste convicción moral de que era cierto e irreparable el escándalo que había producido el lance de Alcalá de Henares y probable el estrago que iba a causar la conducta de Consuelo, Angeles permaneció unos días indecisa, sin resolverse a tomar ninguna resolución. A ratos pensaba obrar rápida y enérgicamente, cortando de un modo ostensible toda relación directa con su cuñada, como medio de inmunizarse, hasta donde fuese posible, del peligro, no del peligro del contagio, que su hija y ella estaban inmunizadas de tales contaminaciones, sino del peligro de que pudieran medirlas, especialmente la familia de Juan Miguel, por el mismo rasero con que medirían a Consuelo, de que pudieran decir viendo su pasividad: «Son tales para cuales». Mas como quizá fuera dar pábulo a las murmuraciones tal rompimiento efectuado públicamente, decidió romper calladamente con su cuñada, exceptuando a Lola de esta ruptura, que no fuese justo incluir en él a la infeliz niña, que era un ángel, según su tía, y que al fin era hija de su hermano.

Así lo realizó a los pocos días, una tarde en que volvió Lola acompañada de su criada Aquilina.

—Mi señora—dijo ésta—que vendrá luego a recoger a la señorita.

Angeles manifestó a Lola que su prima estaba vistiéndose en su cuarto, y cuando la muchacha se marchó en su busca y quedó sola con Aquilina, quien sabía que era la persona de confianza de Consuelo, le dijo de sopetón:

—El jueves pasado creo que estuvo mi cuñada en casa de la de Candueño y que tú fuiste a buscarla.

—Si, señora—respondió la fámula algo escamada.

—¡Pero si la de Candueño está veraneando!

Esta inesperada salida desconcertó a la refitolera doncella.

—¿Cómo es eso?—remachó Angeles.

Aquilina no sabia qué contestar a esta pregunta hecha a boca de jarro; por último, tomó valientemente el partido de decir, con no pequeña dosis de desvergüenza:

—Si le interesa a usted mucho saberlo, pregúnteselo a su cuñada.

—Pues, mira, dile tú—replicó Angeles indignada—que no tiene que venir a recoger a Lola, que ya la llevarán de aquí, ni poner más los pies en esta casa.

Pero pronto, como Aquilina se le quedara mirando de hito en hito, con los ojos muy abiertos, se arrepintió, comprendiendo que, aunque fuera con la confidente, se le habían escurrido algo los pies, volvió la hoja y palió sus anteriores palabras, diciendo más suavemente:

—Sí, dile eso, que en vista de cómo ha procedido conmigo en el asunto de las tierras de Lucena, que hemos terminado para siempre, y que le agradeceré que no se vuelva a acordar ni del santo de mi nombre. Dile también que a mi sobrina, si quiere, puede enviarla cuantas veces guste.

Aquilina transmitió fielmente a su ama este recado y le narró los prolegómenos que tuvo, y como no había tal asunto de tierras de Lucena ni ese era el camino, y como el que hubiera insidiosamente cogido a Aquilina en renuncio en lo de la estancia en Madrid de la de Candueño era bastante elocuente, Consuelo se tragó la partida y no dudó de la encubierta razón de aquel vejamen, y más lloviendo sobre mojado, pues ya había recibido otros, aunque no de un modo tan directo. Las de Bermejo se habían excusado de recibirla, manifestándole la criada que no se encontraban en casa, cuando la portera le acababa de asegurar que sí lo estaban; Susana Cabañas, con quien se tropezó en un comercio, se fingió distraída, y otras amigas, al verla venir por la calle, desviaban la vista hacia el lado opuesto al que ella traía, para esquivar su saludo. También otra señora, esposa de un magistrado y vecina de su casa, que antes la saludaba muy fina cuando se cruzaban en la escalera, volvía ahora la cabeza al toparse con ella. Si, sus relaciones con Fernando, que tanto había procurado permaneciesen en el misterio, debían haber trascendido al mundo, como casi siempre trascienden, que amor y dinero, según aseguran, es difícil permanezcan ocultos. Ella, al principio, no atinaba por dónde se habría sabido, pero como parecía indudable que algo se sabía, acabó por recordar el suceso de Alcalá. En lo sucesivo sería más precavida y prudente. Como si estas condenas que lanza la sociedad sobre la mujer no fuesen siempre de extrañamiento perpetuo y en ellas cupiesen indultos. ¿Qué le es dable hacer a la mujer para recuperar la perdida fama? ¿Cómo puede volver al concepto que disfrutaba antes? Imposible de todo punto, tan imposible como lo seria el invertir la corriente de las aguas en un río; como que lo sucedido no haya pasado.

A oídos de su cuñada debía haber llegado cualquier chisme, y le había faltado tiempo para darle crédito, con la ojeriza que le tenía, porque vaya si le tenía ojeriza... ¡Qué tierras de Lucena ni qué carneros! Fuera taimerías, preferible hubiera sido que dijera el verdadero motivo de aquella afrenta; así sabría ella a qué atenerse y de quién tenía que guardarse.

El primer impulso de Consuelo, encorajinada, después del recado de su cuñada, fué prohibir a su hija que volviera a entrar en aquella casa, pero pensándolo más detenidamente, no se atrevió a hacerlo por múltiples razones. Porque al hacerle la prohibición, se hubiera visto precisada a dar explicaciones a su hija de lo que la motivaba, explicaciones que hubiera tenido que componer con harta dificultad, y que aun así, tendrían que ser sobrado inverosímiles, con lo que provocarían las sospechas de Lola y le harían buscar por otro lado hasta dar con la verdadera pista. Porque de no ir Lola a casa de su tía, las amistades de ésta, tan acostumbradas a verla allí, darían por rotas las relaciones de Angeles con ellas, y suponiendo el motivo, sé agravarían las murmuraciones, mientras que yendo Lola, los que no penetrasen a fondo en la cuestión, no supondrían tal rompimiento, ya que ella de ordinario iba poco por casa de su cuñada. Sin duda por esto, porque no le pudiesen echar en cara que la había perjudicado cortando toda comunicación con ella, ¡era muy ladina Angeles!, y por ser Lola, al fin, de su sangre, no había cerrado igualmente a ésta las puertas de su morada. Porque de sobra sabía ella, Consuelo, que Lola mantenía relaciones y estaba muy enamorada de Gonzalo, quien seguramente, al no verla por casa de su tia, trataría de indagar la causa. El domicilio de Angeles era también donde los novios se veían, y el que servía de punto de partida a los paseos en que los muchachos se encontraban y hablaban; prohibirle a Lola que fuese a casa de su tía, a quien además profesaba un gran cariño, sería contrariarla y entristecerla, sería entorpecer sus relaciones amorosas, y quizás fuese provocar el finiquito de ellas. Otro móvil más vergonzoso la inclinaba asimismo a no vedar a Lola que visitara a su tia, pues eran justamente estas horas, que su hija permanecía alejada de allí, las que podía aprovechar para recibir a Fernando o marchar a su piso. Con Lola en la casa, imposible recibir reservadamente a Fernando, y el ir al cuarto de éste le causaba más temor, sobre todo desde que veía que sus amores habían trascendido. Hubiera tenido también que acompañar a su hija, que sacarla con más frecuencia, que aguantar las insoportables «latas» de su noviazgo, y todo esto la hubiese alejado de Fernando, que era su pasión, tardía pero fuerte, que ejercía gran imperio sobre su carne, y que era quien sostenía su casa. Sin él, ¿cómo vivir siquiera una semana? Seria caer en una vergonzosa indigencia.

Sobre todo esto, no hay que olvidar que la debilidad, el cruzarse de brazos, era la raíz de su peculiar modo de ser, y que para tomar una resolución enérgica necesitaba violentarse mucho. Su abulia la llevaba a dejar las cosas en el estado que estuviesen, a no crearse conflictos, a ir tirando...

Por todo ello decidió tragarse el insulto, y sin decir palabra a Lola, y encargando a Aquilina que tampoco le dijese nada, continuó como si tal cosa hubiera sucedido. A solas y en silencio devoraría el ultraje, ya se iba acostumbrando a ellos, y en efecto, con su genio inconstante y atolondrado, tan pronto lo devoró, que por maravilla se acordaba de él.

Continuó, pues, Lola yendo casa de su tía, y cuando se extrañaba de que su madre no la acompañara nunca ni apareciese por allí, Consuelo llegaba hasta decirle:

—Hoy no puedo, pero dale muchos recuerdos míos, y dile que en cuanto pueda iré, que tengo muchos deseos de ir.

La facilidad con que Consuelo transigió con esta situación, el que no hubiera intentado rebelarse contra ella, el no haber ido ni a inquirir la verdadera causa de un recado siempre afrentoso, por muy bien que se hubiera vestido el muñeco, el seguir enviándole su hija sin una protesta, acabó de llevar al ánimo de Angeles el absoluto convencimiento de la culpabilidad de su cuñada. Sólo una mujer culpable, que tiene por qué callar, se aviene a acatar este rompimiento sin un movimiento de rebeldía, se allana a mamarse un recado vejatorio y consiente en seguir enviando su hija donde ella tiene vedada la entrada. Angeles hubiera deseado advertir en Consuelo algún movimiento de ira, de indignación, de adecuada repulsa; hubiese preferido verla vibrar de enojo a distinguirla pasiva, como atemorizada o acorchada al agravio. Cuando su sensibilidad estaba ya embofada al desprecio, seria porque habría recibido otros de la misma clase.

II

En tanto, en el domicilio de Gonzalo empezaban a desarrollarse escenas muy desagradables para éste.

Doña Micaela se había apresurado a trasladar a su marido el cuento de doña Casilda, y el ex mercero, que no había visto nunca con buenos ojos los amores de su hijo con Lola, una señorita de pampringada, sin dos pesetas, aprovechó la ocasión para decirle:

—Es preciso que Gonzalo rompa con esa novia; nunca consentiré que mi hijo se case con la hija de una cualquier cosa. Díselo, dile que yo le mando que no prosiga esas relaciones, que no dé lugar a que yo se lo ordene directamente, que no las tolero más, que no las autorizo, que no transijo ni transigiré nunca con ellas, que si prontamente no me obedece, no cuente conmigo para nada, que haga cuenta de que no tiene padre... ¡Pues no faltaría otra cosa! ¡Recorcho!

Este ¡recorcho! era la exclamación favorita del antiguo tendero y su más evidente prueba de indignación. Pues hombre, estaría bueno que él se hubiese pasado la vida esclavizado detrás de un mostrador, que hubiese estado durante treinta años engañando «honradamente» a la parroquia, vendiendo por tres lo que valía uno, para amasarse un capitalito, y que luego viniese su retoño primogénito, el único varón, en quien tenía cifradas todas sus ilusiones, a casarse con una muchacha sin blanca, y por añadidura, hija de una trotacalles, ¡sí, señor, de una golfa! ¡De una grandísima golfa destripa bolsas y afloja deseos!

Como se ve, el razonamiento del comerciante retirado no tenía vuelta de hoja, pues partía de la premisa que Lola no conocía al rey por su moneda, y sentada esta premisa, la conclusión forzosamente había de ser condenatoria para la joven. Lo otro, lo de los malos pasos de la mamá, era puramente accidental; la deducción hubiera sido siempre idéntica. Si Lola hubiera tenido una dote mollar, aunque su señora mamá hubiese sido una Mesalina, la consecuencia hubiera sido absolutoria: ¡pobre chica, qué culpa tenía ella! Pero así, ¡ah!, así era el pretexto que buscaba para oponerse con visos de razonadamente a los amores de su hijo. Bendita mamá que se le había ocurrido deslizarse, para que él tuviese un fundamento para su repulsa. Todas las mamás de niñas sin dos reales debían tener los cascos a la jineta, para que los honrados comerciantes pudiesen oponerse a las bodas de sus vástagos con hijas de esta laya.

Bien estaba que Sol tuviese que apencar con Félix, que no era un Rothschild precisamente, porque al fin una hija no es un hijo, y con Sol, por aditamento, no se había mostrado sobrado generosa mamá Natura, pero que un hijo con carrera y con capital, un hijo con buena figura y presentable en cualquier parte, que podía aspirar a mucho más, a la unigénita de algún comerciante podrido de dinero, fuese a ser cazado en las redes de una truchimana, que ni tenía un céntimo partido por la mitad ni dónde caerse muerta, clamaba al cielo. Porque con toda evidencia que la tal Lolita tendría más conchas que un galápago y sabría más que Lepe, Lepijo y su hijo, y adiestrada por la mamá, tenía embaucado con sus lagoterías al inocentón de su Gonzalo, que a pesar de ser ya talludito, no parecía sino que se acababa de caer de un nido... ¡Recorcho! La mamá y la niña se habrían dicho: «¡Aquí que hay moneda fresca y que no peco!» y me traían al pobre Gonzalo de coronilla y tan enamoriscado que se iba a dejar coger como una ave tonta... ¿Y podía ser él consentidor de tal enlace? ¿Podía permitir que se llevasen con sus manos lavadas, o sucias, aquel diamante que era su Gonzalo, engarzado por él en oro? Para que luego la niña saliese de la cáscara amarga, como la madre, que con razón dice el refrán que de tal palo tal astilla... Antes le harían picadillo que dar su consentimiento a tan desatinado casorio ¡Recorcho!

De esta suerte meditaba don Prudencio, que sabido es que en cuestiones de honor y de moral hilan muy delgado los quincalleros jubilados.

Doña Micaela, cumpliendo las terminantes instrucciones de su consorte, avistóse a solas con su hijo y le comunicó la decisión de su padre, esmaltándola con los consejos y advertencias que creyó del caso; mas el joven, que estaba enamorado de Lola, rebelóse y dijo rasamente que nones, que él no terminaba con su novia, que la quería, que Lola era un ángel, aun suponiendo que su madre fuese como fuese, y que no concluía con ella, ¡vamos, que no! Además, añadía el muchacho, que todo aquello no seria evidentemente más que una madeja de embustes y patrañas de la chismosa doña Casilda, que por meterse en todo se metía hasta en los charcos; un cuento chino de la habladora señora, y lo afirmaba con firmeza, con aparente convicción, aunque otra le quedaba por dentro, que la asiduidad de Fernando Castrillo para con la madre de su novia le tenía tiempo ha escamado y como sobre ascuas. Pero, aun dando de barato que aquello tuviera algún viso de fundamento y no fuese mero prurito de difamación de una señora tan larga de lengua como corta de alcances, su Lola era pura, su Lola era buena, su Lola era tan decente y honrada como la que más, y era una infamia hacerla responsable de culpas que no había cometido, y de las cuales, lógicamente, no se la podía inculpar en lo más mínimo, y ¡que no, no y no! La madre suplicó, lloró, le dijo que él iba a ser la causa de que se turbara la paz y tranquilidad de su hogar, que ya conocía a su padre y sabía los puntos que calzaba en cuestiones de aquella índole, su rigor y delicadeza, y que jamás transigiría con admitir en la familia y tener por nuera a la hija de una mujer de vida dudosa, y que de sobra le debía conocer también para saber que era de los que nunca dan su brazo a torcer y más en asunto de tanta monta y en que la razón le salía por la punta de los cabellos; pero con toda su elocuencia, digna de mejor causa, el joven se mantuvo en sus trece y no hubo posibilidad de apearle de su burro.

Pero, desde entonces, empezó un refinado martirio para Gonzalo, que en su casa no contemplaba más que malas caras. El padre casi no le dirigía la palabra y le miraba torvamente, con el semblante adusto y el ceño fruncido. La madre, compungida, derramaba siempre silenciosas lágrimas en su presencia. Y Sol, que desde que hubo oído respirar a doña Casilda, su futura suegra, se pasó resueltamente al partido de sus padres, le hacía objeto de indirectas, vayas y pullas mortificantes. Por supuesto debía callarse que don Prudencio apretó con tanta fuerza los cordones de su bolsa que de ella no podía deslizarse una moneda que fuera a parar a las manos de su hijo, que esta providencia es la primera que suele tomar en casos tales, y en otros muchos, un cabeza de familia que tiene hábitos de comerciante.

Las comidas familiares, especialmente, constituían un inacabable suplicio para el carácter alegre del muchacho: no se cruzaban durante ellas medía docena de palabras. Don Prudencio, con el gesto avinagrado, como si se le hubiese fugado un dependiente con cuantiosos fondos, no despegaba los labios como no fuera para soltar un bufido por la menor cosa. Doña Micaela, con la faz dolorida y resignada de una mártir, parecía decir a Gonzalo, en son de apenado reproche: «¡Ya ves cómo está tu padre por causa tuya!» Y su hermanita Sol contraía la boca con una mueca entre desdeñosa y burlona, como si le dijese: «¡Te estás luciendo, chico, esto es una delicia gracias a ti!» Así era que en cuanto el padre arrojaba con un gesto de mal humor la servilleta sobre la mesa y se ponía en pie, a Gonzalo le faltaba tiempo, como galeote que recobra la libertad, para levantarse, coger su sombrero y tomar más que aprisa el portante.

El joven, con todo esto, estaba tristón y cariacontecido: ni se acordaba de sus aficiones taurófilas ni nombraba a sus ídolos coletudos, y hasta hablando con Lola, quedábase a menudo ensimismado, con el pensamiento ausente de la charla amorosa.

—¿Qué te pasa, Gonzalo?—preguntábale Lola.

Y él, haciendo un esfuerzo para oxear inoportunos pensamientos, contestaba:

—Nada, mi vida.

—No, a ti te sucede algo desde poco tiempo a esta parte.

—¿Qué quieres que me suceda?

—No lo sé, pero indudablemente algo te debe ocurrir: te veo mustio y apenado a todas horas. Con frecuencia te quedas sumido en no sé qué pensamientos que arrugan tu frente. Aunque esté a mi lado, te noto lejos de mí. Dime lo que te pasa, Gonzalo. ¡Dímelo, amor mío!

—Nada, tontilla; esas son figuraciones de tu imaginación.

—Que no, Gonzalo.

—Te digo que sí, alma mía.

La joven no insistía más, pero no se quedaba convencida; su penetración de enamorada de sobra adivinaba que a Gonzalo le pasaba algo raro» algo anormal, que en su interior parecían librarse no sabía qué clase de luchas. Su Gonzalo no era el Gonzalo de antes, el Gonzalo decidor y dicharachero, el que tan feliz la hacia con sus palabras cariñosas y conceptos apasionados. Ya sus labios raramente pronunciaban frases de amor, y cuando por excepción articulaban alguna, salía fría, sin entusiasmo, casi sin cordialidad, como por compromiso. ¡Ya hasta olvidaba llamaría su Sulamita! Ella se lo hizo notar un día.

—Ya no me llamas tu Sulamita, Gonzalo.

—¡Es verdad!—confesó él como quien ha caído en un olvido.

—Ya debo haber perdido aquel perfil hebraico, que decías antes—expresó la joven con melancolía—, y eso que, como no sea por mi madre, no sé por dónde puede venirme esa ascendencia semítica—afirmó bromeando, pero sin perder el dejo melancólico—, pues a mi tía Angeles le oí decir, más de una vez, que según las probanzas de limpieza de sangre de la estirpe de mi pobre padre, en ella no hay mezclas de sangre infiel, conversa ni judía—y con sonrisa empañada de dolor, añadió:—¡Ya no soy la hija del rey de Egipto, ya no soy la amada del rey de Israel! ¡Ya me has destronado de tu corazón y con ello he perdido la única corona que ambicionaba: la corona de tu cariño! ¡Ya la reina no es más que una esclava del amor que fué! Tú no eres el mismo, ya no me quieres como me querías antes, Gonzalo.

—¡Qué locura! Cada día te quiero más, mi Lola, mi Sulamita adorada, si así te gusta que te llame.

—Llámame como quieras, pero quiéreme como yo te quiero, Gonzalo mío—contestó ella con la voz impregnada de ternura.

Hubo un silencio.

—¿Ves?—manifestó Lola—. Ya nada se te ocurre decirme. Ya mis ojos no deben ser los miradores del infinito, que asegurabas; ya mi color sin duda no tiene aquel tinte tostado que daba gracia y vida al blanco jafético, según tú; ya mi cuerpo no es el de una cariátide tallada en pórfido ni mi espíritu el concierto de todas las divinas armonías, que tú imaginabas... ¡Ya nada me dices que suene a música en mis oídos! Y si supieses el fervor y ansia con que mi alma bebía tus dulces palabras... Si supieras que mi alma se hiela sin el cobijo de tu cariño... ¡Sí, llámame otra vez tu Sulamita! Así me haré la ilusión de que sigo siendo la misma para ti. Recítame, como en días más venturosos, versículos del Cantar de los Cantares, para que den calor a mi aterido corazón. Ya que el tuyo no los improvisa, como otras veces, que tu memoria no me niegue lo que él me niega. Ya que tu corazón calla, hable por tu boca el hijo de David.

—¡Qué romántica e impetuosa eres, chiquilla mía! ¡Qué puede negarte mi corazón, si es todo tuyo! Tuyo y sólo tuyo, porque como tú no hay otra, que «una sola es mi paloma, mi perfecta, única es de su madre, escogida de quien la engendró».

Mas este versículo, al recordarle a la madre de su amida, extravió su mente por otros derroteros y de nuevo le distrajo de la cháchara.

—Otra vez tu espíritu voló no sé dónde—dijo ella al notarlo—. ¡Qué pena, Gonzalo!

Y a Lola le invadió una tristeza tan inmensa, tan opresora, que sin poderlas reprimir, dos lágrimas escaldaron sus mejillas. Entonces, Gonzalo, conmovido, la consoló haciéndole mil protestas de amor eterno, prodigándole sus juramentos de perpetua fidelidad, y por unos momentos volvieron a ser los enamorados felices de otros tiempos.

Mas la primera vez que tornaban a hablar, Gonzalo recaía en sus ensimismamientos, y ella, a quien se le habían contagiado la tristeza y la preocupación de su amado, aun desconociendo su causa, volvía a hacérselo observar:

—¿En qué piensas, Gonzalo?

—¡En qué voy a pensar! ¡En ti, y sólo en ti pienso yo!

—Me engañas, Gonzalo; cuando pensabas en mi no te quedabas mudo y abstraído como te quedas ahora; en tu boca florecía sin cesar, en amorosas palabras, el rosal de la pasión. Hoy tu boca está silenciosa; el rosal no echa ya rosas.

De nuevo el amor fluía de los labios del doncel y de nuevo Lola se dejaba mecer venturosa por las trovas pasionales, hasta que él volvía a caer distraído en las tenaces preocupaciones de su batallar familiar y sumido en tan atormentadores pensamientos, permanecía en indiferente silencio, y ella, descorazonada al verle ausente de allí, no sabía dónde, sufría intensamente, juzgando ya desilusionado y marchito aquel amor que era su vida. Y aquellos ratos de comunidad de sentimientos, en que la dicha había batido sus alas alrededor de Lola, habíanse convertido a la sazón en unas horas de suplicio constante y punzador.

Cuando la pasión de Gonzalo se ocultaba en las anfractuosidades, en los altibajos, que formaba el humor vario del joven, reflejo de sus contrariedades domésticas, Lola se reconocía por la más infeliz de las nacidas. ¡Cuánto añoraba, entonces, el perdido encanto de sus pláticas amorosas!

Y así, uno y otro día se repetía la misma escena. Uno de ellos en que Gonzalo parecía fuertemente preocupado, después de uno de estos silencios que la abstracción de él producía y que había sido aún más prolongado de lo corriente, Gonzalo le preguntó de improviso:

—Oye, Lola, ¿serías tú capaz de escaparte conmigo?

—No te comprendo, Gonzalo—dijo ella perpleja.

—Digo que si tendrías el valor y el amor necesarios para venirte conmigo, saltando por encima de todo, en el supuesto que nuestro casamiento fuera imposible por ahora.

—¡Estás loco, Gonzalo! Si no nos podemos casar ahora, yo esperaré cuanto tiempo sea preciso, con tal de que tú verdaderamente me quieras... Pero sin duda me conoces mal al proponerme tal cosa, que ofende mis sentimientos y creencias... Por mi madre...

—¡Por tu madre!—interrumpió él con una mueca indefinible.

—Sí, por mi madre, por mi familia, por mí misma comprende que no debías martirizarme proponiéndome lo que sabes es irrealizable conmigo—expresó ella, dirigiéndole una mirada de dulce reproche.

—Y si este fuese el único medio de salvar nuestro amor...

—Menguado amor sería si no pudiera subsistir de otra forma.

—Y si así asegurásemos nuestro matrimonio para más lejanos tiempos.

—Nunca me convencerás que el mal sea el camino adecuado para alcanzar el bien—manifestó ella serenamente, sin gazmoñerías ni melindres de niña mojigata—. Pero explícate, Gonzalo mío: ¿qué peligros amenazan a nuestro amor? ¿por qué me hablas como me has hablado?

Mas ya Gonzalo, que había podido sondear el corazón de su amada, habíase percatado de un modo inequívoco de que la joven, aun queriéndole con toda su alma, consentiría antes perderlo y morir, que sacrificarle su honor y buen nombre; así es que no insistió baldíamente, y con evasivas eludió contestar a las preguntas de Lola.

Pero esta proposición tan desusada y hecha tan de sopetón, redobló la cavilosidad y el cuidado que la conducta de Gonzalo, en los últimos tiempos, habían despertado en Lola.

Gonzalo no volvió a tocar este punto ni aun indirectamente, pero siguió cada vez más obseso con sus pensamientos y de más pésimo humor. En vano el estudiante quería sobreponerse a sus preocupaciones, en vano pretendía ahuyentar sus inquietudes, en vano deseaba retener su atención junto a su novia: la atención pronto volaba; pensaba en los deslices de la madre de Lola, en las consecuencias que estos deslices podían acarrear a sus amores, en el disgusto de los autores de sus días. Se representaba el rostro cada día más amenazador de su padre, cada día más suplicante de su madre, cada día más burlón de su hermana. Pensaba en otras muchas cosas relacionadas con la situación en que se habían colocado sus padres, en todo menos en Lola, que, dolorida y triste, lo contemplaba pensativo, viéndolo a su lado y con su espíritu quién sabía a cuántas leguas de ella... Y la inocente muchacha se devanaba los sesos, se torturaba la imaginación, tratando de penetrar en el alma de Gonzalo: ¿qué le sucedía? ¿es que no la quería ya? Este pensamiento era tan horriblemente doloroso que se apresuraba a desecharlo; pues, entonces, ¿qué era lo que le pasaba?

Gonzalo decidía frecuentemente cerciorarse por sí mismo de la exactitud de aquel rumor que atañía a la honra de la madre de su amada, a su futura suegra; de aquel rumor que sus padres habían creído tan a cierra ojos. ¡Ah!, si fuese mentira, cómo confundiría él a sus padres, cómo les obligaría a que se retractasen, a que se disculparan, a que reconociesen su error y que habían procedido de ligero, a que no volviesen a atormentarlo más, a que le dejaran seguir libremente las inclinaciones de su corazón, tan bien orientadas por otra parte... Pero, temeroso, dilataba el hacer esta comprobación, porque el corazón le presagiaba que, lejos de encontrar la inocencia, iba a topar con la culpabilidad de Consuelo, que más de cuatro veces le había dado que pensar la amistad de ésta con Castrillo. Recelaba que iba a tener que dar la razón a sus padres, a lo menos en lo que concernía a la madre de su novia, y vacilaba y temía acometer la prueba. Temía, además, porque, cosa insensata, sospechaba que al comprobar la certeza del runrún denigrador, íbase a enfriar su cariño por Lola. Sí, era insensato, era irracional, pero comprendía que en su espíritu, su amada perdería mucho si la deshonra de la madre saltaba a su vista.

En este estado de ánimo, vacilante y dudoso, se encontraba, cuando una tarde, después de haber pasado por la calle de las Huertas, como solía a menudo, para ver a Lola, que le esperaba al balcón, y cruzar con ella alguna seña en que le indicase si pensaba ir a casa de su tia aquella tarde, al enviar el postrer saludo con la mano a su novia, antes de doblar la esquina de la plaza del Angel, distinguió a Consuelo, que salía de su casa y que se dirigía con paso rápido hacia Antón Martín. Llevaba el rostro medio oculto con un velillo. Gonzalo, a su vista, pensó dónde podría ir. El atavío y la hora, de prima tarde, no parecían los más adecuados para salir de visitas. Las tiendas, aún cerradas, hacían desechar la hipótesis de que fuese de compras. ¿Para qué, pues, abandonaba su casa tan temprano en aquel día bastante caluroso del veranillo de los membrillos? Gonzalo sospechó si iría a entrevistarse con Fernando, y con súbita inspiración, presumió que tales entrevistas, de llevarse a efecto, debían tener lugar en el domicilio del amante. Sí, era lo más probable que se efectuasen en él. Decidido a salir de dudas, apretó el paso y tomó el primer coche de punto que vió con el alquila levantado, ordenándole que le llevase aprisa a Recoletos, esquina a la calle del Almirante. Allí se apeó y despidió al cochero. Desde aquella esquina atalayaba perfectamente la puerta de la casa donde sabía habitaba Castrillo. Si Consuelo se dirigía a esta casa, entraría en la calle del Almirante por arriba, por la calle del Barquillo, como camino más corto para ella, y él, sin tropezaría ni ser visto, la vería venir. En acecho permaneció un rato largo sin ver aparecer a Consuelo, mas cuando ya alborozado iba a retirarse, pensando que su conjetura había sido falsa, distinguió el airoso cuerpo de la viuda, que avanzaba calle del Almirante abajo, con acelerados y menudos pasos, y que traía tan recatada la faz que apenas se le columbraba, pero su figura y su empaque no dejaron la menor duda en Gonzalo: era Consuelo. La vió entrar rápidamente en el portal de la casa de Castrillo y perderse en él. Ya no había duda, la madre de su Lola, «de su Lola», acudía a una cita, y como presintió, le acometió una gran desilusión por la madre y por la hija. En su pensamiento confuso no acertaba a separar la una de la otra. La astilla sería como el tronco. ¡Puf, qué asco! No parecía sino que era su novia quien asistía a la cita. Pensó que allí había quedado enterrado su amor y reprochóse la actitud de franca rebeldía a sus padres que por aquellas (siempre en plural) cualesquiera había mantenido. ¡No la merecían!

En realidad era que el martilleo persistente que sufría en su hogar, que la presión constante que sobre él se ejercía, iba dando ya sus frutos y había logrado imponerse y do minar al cariño que profesaba a la muchacha. Sin discernirlo, sin premeditarlo, inconscientemente, buscaba un modo, un medio de asesinar su amor con atisbos de justificación, de asestarle el golpe de gracia con asomos de fundamento.

Desde este día, Gonzalo no disimuló gran cosa su tibieza para con su novia. Esta sufría y batallaba queriéndole volver a los tiempos dichosos de su amor, pero luchaba en balde; por ello, algunas veces, desalentada, declaraba a Gonzalo:

—Ya no me quieres, ya veo que todo es inútil, que estás a mi lado por compromiso. Dejémoslo, Gonzalo, dejémoslo.

Mas era tan tiernamente desgarrador su acento al devolverle la libertad, que Gonzalo sentía como un leve renacimiento de su antiguo amor, a la par que una gran piedad por aquella muchacha que a no dudar le quería con todas las potencias de su alma, y débil, no se atrevía a recoger la empeñada palabra y continuaba mintiendo amor, lo cual era tanto más fácil cuanto que casi lo sentía y a no representarse las ceñudas imágenes de sus padres, las desagradables escenas de la convivencia familiar, del yantar en común, se hubiera entregado nuevamente con todo entusiasmo a aquel amor, pese a la conducta de Consuelo. Pero como su ánima era cobarde, como su corazón no era capaz de grandes abnegaciones ni heroísmos, tornaba a desterrar, a aplastar aquellos conatos de resurrección de una pasión que era la causa de que sufriese tantas amarguras y contrariedades en su vida cotidiana y familiar.

Lola concluyó, después de hacerse y rechazar muchas conjeturas, por adivinar que la actitud de Gonzalo, sus reservas, sus frialdades, provenían de la oposición que debían hacer a sus amores los padres de su amado. Y lo supuso, porque Sol no era ya para con ella la amiga afectuosa que había sido antes; por el contrario, la trataba con despego y manteniéndose a distancia, la hacía objeto de veladas desatenciones y esquivaba cuanto podía salir de paseo con su prima Rafaela cuando sabía que ella iba a ser también de la partida. En casa de Gonzalo debían haberle declarado la guerra, conjeturaba la joven, pero estaba bien lejos de presumir la clase de guerra tan despiadada, tan soapada, tan sin cuartel, que en ella se le hacía.

III

Ángeles se veía y deseaba para poder pagar la pensión de internado en la Academia de Artillería de Carmelo. Aunque el Estado concede una pequeña pensión a los cadetes que son huérfanos de militares hasta que salen a oficiales, para ayudarles a seguir la carrera de las armas, esta pensión, insuficiente, apenas si basta para los gastos de uniforme y libros de texto.

Imposible le era a Angeles atender a los gastos del pupilaje de su hijo en la Academia con sus recursos normales y ordinarios; necesitaba arbitrarlos extraordinarios, y como la mujer en España tiene desgraciadamente cerrados casi todos los caminos, la viuda emprendió el único quizá que dadas sus condiciones le quedaba franco: trabajar ella y su hija para fuera de casa en labores manuales. Las dos eran muy habilidosas y decidieron emplear su actividad en trabajos de aguja de gancho.

Angeles, venciendo su repugnancia a pedir favores ni auxilios, último resabio que le restaba de su educación, vaciada en los moldes rígidos y anticuados de los viejos hidalgos, mas pensando que el solicitar ayuda para poder trabajar no es ningún desdoro, acudió a la duquesa de Sigüenza, ilustre dama que tanto brillaba por su alcurnia y elevada posición como por su acción tutelar y benéfica en múltiples fundaciones y obras sociales y de caridad. Angeles estaba algo emparentada con su marido y recién llegada a Madrid había visitado a los duques, habiendo rehuido después cultivar estas relaciones por modestia y por un resto de hereditario orgullo, pues viendo su mísera posición, temió que pudieran interpretar su asiduidad como interesada. La duquesa la acogió amablemente, quedóse con sus señas y prometió recomendarla a sus amistades para que le encargaran labores.

Efectivamente, a los pocos días comenzaron a llegar algunos encargos: jerseys de punto de seda, vestidos enteros de lana, capas, túnicas cortas, chalecos, boinas y bufandas. Lo mismo en el punto sencillo de media, que en el de arroz, que en el de cruz, que en el inglés, que en el tunecino, que en todas las infinitas clases de puntos que la tirana moda va periódicamente inventando, las manos de hadas de Angeles y Rafaela hacían verdaderos primores. Lo mismo con seda que con lana merino o perlé, las agujas de crochet movidas por tan hábiles operarías sacaban preciosidades. Para ellas, las complicadas operaciones de hacer las sisas, los hombros, el escote, el cuello y los ojales eran coser y cantar. Hasta los entredoses y guarniciones recamadas, los flecos y los bordados ajedrezados, en que culmina tan difícil y pacienzudo arte, eran en sus manos como juegos de niños.

Pues y la contabilidad tan enredosa que hay que llevar con los puntos: primero, tres puntos al derecho; después, cinco al revés; luego, dos al derecho; más tarde, diez al revés, y en seguida vuelta a empezar, y así sucesivamente esta vuelta, pero a la siguiente, ya varían estos números, y a la otra, vuelven a cambiar. El bueno de don Melitón, viéndolas trabajar, decía que era necesaria una regla de cálculo para saber en cada momento el número de puntos que correspondían. No había cuidado, sin embargo, que ellas se equivocaran, ni tampoco que olvidaran disminuir ni aumentar el número de puntos cuando así era preciso. Y luego, qué igualdad, qué uniformidad en el punto; qué bonita sencillez, qué agradable elegancia en la hechura; con qué precisión, con qué exactitud la labor se ajustaba al patrón ¡Qué arte para hacer el punto prieto cuando así lo demandaba el buen gusto o para irlos gradualmente aflojando!

Como las primeras clientes quedaron muy complacidas de tan perfectas labores de tricot, se hicieron lenguas de ellas con sus amigas, quienes se apresuraron a hacer nuevos encargos a Angeles, y de este modo el círculo de su parroquia se fué extendiendo. Pronto llovieron y fueron tan numerosos los encargos que Angeles y su hija, a pesar de estar la casi totalidad del día a pleito con las agujas de hacer punto, no daban abasto a todos, por lo que, deseosas de allegar fondos y no desperdiciar encargos, las más de las noches se las pasaban velando hasta altas horas. Angeles y Rafaela se mataban trabajando en una labor sedentaria y extenuativa, pero el joven caballero-alumno no carecía de lo necesario para llevar con decoro el uniforme que vestía.

Así, las agujas de celuloide, que entre las damas elegantes han substituido por distracción, en algunos ratos de ocio, a las antiguas ruecas, fueron manantial de ingresos para nuestra laboriosa viuda, y gracias a ellas, pudo cubrir con exceso el déficit de su presupuesto.

Este pequeño sobrante del producto de su trabajo y del de su hija, lo dedicaba Angeles a ir adquiriendo el modesto trousseau de Rafaela, pues Juan Miguel, que había regresado al empezar el curso, llevaba con gran formalidad sus relaciones. De tal modo, Rafaela podía comprar este mes un juego de cama, el otro una mantelería, que la joven cosía y bordaba en las épocas en que no tenían mucho trabajo encargado, y así, poco a poco, iba reuniendo la ropa que había de menester. Esto constituía un nuevo aliciente para Rafaela, que trabajaba más contenta que unas sonajas sabiendo que parte del producto de lo que sus manos ejecutaban se destinaba a la confección del ajuar para su boda.

Juan Miguel era un muchacho llano y noblote, quizá algo tímido, que estaba muy enamorado de su novia, y los amores de estos jóvenes se deslizaban en medio de una placidez constante, sin riñas, desigualdades ni intermitencias. Como Rafaela tenía que trabajar, los paseos con Sol y Lola escaseaban ahora; además, que Angeles, desde que su hija tenía relaciones, no le gustaba que ésta saliese más que con ella; por ello Juan Miguel iba todas las tardes casa de la viuda a la obligada charla con su amada, y mientras la joven hacía labor, le contaba todas esas nonadas que son el fondo del palique amoroso y le hacía todos esos juramentos que constituyen sus encantadoras viñetas.

A lo mejor, Rafaela le ordenaba imperiosamente:

—Cállate, Juan Miguel, que me haces perder la cuenta de los puntos que llevo.

El estudiante guardaba silencio como un muerto, hasta que su novia le levantaba la prohibición:

—Ya puedes seguir, Juan Miguel.

El muchacho, que tenía gran dosis de buen sentido, estaba encantado de lo hacendosa y trabajadora que era su prometida y maravillado de la atmósfera de abnegación, de fortaleza y de honradez, sin mojigaterías, que se respiraba en aquel hogar. Y deseaba acabar la carrera y casarse pronto, además de por dar satisfacción a los anhelos de su corazón, para poder decorosamente aligerar la carga de aquellas pobres mujeres y que no necesitaran trabajar tan rudamente para salir avante.

Lola acudía muchas tardes a casa de su tía y entonces también iba allí Gonzalo, el cual estaba cada día más cabizbajo y menos entusiasmado, y la joven, viendo languidecer el amor de su novio y contemplando el manso y sosegado idilio de su prima con Juan Miguel, no podía menos de envidiar la dicha de Rafaela. En esta ya prolongada agonía permanecían, por lo tanto, los amores de Gonzalo, a los que éste no se determinaba a poner el definitivo fin por un resto de compasión hacia la gentil y amorosa muchacha, sin comprender que vale más uno colorado que ciento amarillo.

Pues estando las cosas en tal estado, aconteció que un domingo, próximas ya las Navidades, fué aún más violenta que de costumbre la escena del yantar en casa de Gonzalo, que la tirantez de relaciones del joven con sus padres iba en crescendo. Don Prudencio, a medía comida, por si el pescado estaba pasado, dió un furibundo puñetazo en la mesa, arrojó violentamente la servilleta y se marchó iracundo. Doña Micaela, al ver esto, rompió a llorar silenciosamente y mirando a Gonzalo, como diciéndole: «¡Todo por culpa tuya!», y levantándose, a poco, se fué también, con lo que quedaron solos en la mesa Sol, Gonzalo, la pequeña Laura y miss Mabel.

—¡Pues estamos divertidos!—dijo el estudiante.

—No, si querrás que estemos reventando de risa con esa alhaja que quieres meter en la familia...—contestó irónicamente Sol.

—¡Para alhaja ese mochuelo del Parnaso que vas a meter tú!

¡Quién dijo tal! Oir Sol calificar de mochuelo a su Félix, la su Félix! la aquel superhombre, a aquel Dios capaz de hacer temblar las esferas celestes sólo con su lira!, y romper a gimotear estrepitosamente, como si le hubiesen pisado un callo, todo fué uno. Y espantada del sacrilegio, de la blasfemia, de la irreverencia, la su Félix!, tomó también el portante lloriqueando a lágrima viva. Gonzalo entonces se alzó de su asiento y se dirigió a la calle, sin terminar de comer y con un humor de perros. En la mesa quedaron finalmente Laurita y la institutriz, que mondaba filosóficamente una manzana, compadeciendo al muchacho, con quien en su romanticismo simpatizaba.

Aquella tarde fué Lola casa de su prima, y como ésta, por ser día festivo, no tenía que trabajar y como, además, Juan Miguel se había marchado de vacaciones de Pascuas a su provincia, con lo que su madre ya no tenía inconveniente en dejarla salir sin ella, Rafaela propuso que enviasen recado a Sol diciéndole que si pensaba ir de paseo con la miss hiciera el favor de recogerlas. Bajó Luisito, el hijo menor de Angeles, y subió a poco diciendo que Sol no se encontraba en su casa, pues había salido a la calle con la miss.

Fracasado el paseo, pusiéronse las primas en el mirador y su sorpresa no tuvo límites, especialmente la de Lola, que a Rafaela algo se le alcanzaba de lo que sucedía, cuando al rato vieron a Sol que salía tranquilamente de la casa con la miss y su hermanita y que, sin mirar para arriba ni saludarlas, se dirigía hacia la plaza del Progreso.

La rencorosa Sol, emberrenchinada, había querido poner bien de relieve el desaire para vengarse de la afrentosa irrespetuosidad que se había cometido llamando a su Félix «mochuelo del Parnaso». Y marchaba bañándose en agua de rosas, porque la casualidad le había permitido dar cima a su designio de hacer un marcado desprecio a Lola, para lo que aposta había salido de paseo, pues antes de recibir el recado de las primas no pensaba hacerlo. Que aquella pánfila tan antipática que había conseguido sorber el seso a su hermanito, ¡qué mal gusto demostraba el pobre!, rabiase un poquito también. ¡Qué se habría figurado la muy pazguata, redrojo de una redomada tunanta que no sabia de qué color era la vergüenza!

Lola no pudo por menos de decir a su prima, al darse cuenta de tan palpable descortesía:

—¿Has visto, Rafaela?

—Sí.

—Ese es un feo que ha querido hacerme a mí.

—A las dos.

—¡No, a mí, sólo a mí!

—No le hagas caso; es una estúpida a quien se le ha subido a la cabeza la antigua vara de medir de su señor papá.

—¿Y qué le he hecho yo para que me deje más fea de lo que soy? Sin duda es porque tengo relaciones con su hermano. Y sabes tú, ¿por qué no me quieren? ¿por qué hacen tan terrible oposición a nuestros amores?—expresó amargamente la muchacha, que estaba ya muy sentida—. ¿Qué tienen que decir de mí?

—De ti, nada—contestó ingenuamente Rafaela.

—¿De quién, entonces?

—¡De nadie!

—Lo decías de un modo...

—¡Qué cosas tienes, mujer!

Mas la espina de aquella grosería, que había querido poner bien patente la hija del ex tendero, que, con miss y todo, asomaba frecuentemente la oreja de su origen, habíasele clavado muy hondo a Lola, así fué que apenas llegó Gonzalo y se sentaron a hablar en el mirador, le refirió con pelos y señales lo sucedido con Sol, y le preguntó:

—¿Qué queja tiene de mí tu hermana, Gonzalo, para merecer de ella tal falta de atención, para que me dé ese bofetón sin mano?

—¡Bah! No se lo tomes en cuenta. Mi hermana es una niña rara y consentida.

—¿Cómo quieres que no se lo tome en cuenta? Si sólo fuese una amiga, pero además es tu hermana, Gonzalo. Lo pasado no es más que un reflejo de la contrariedad que adivino en tus padres por nuestras relaciones y la adivino en tu preocupación, en tu tibieza, en todo...

Y como él, haciendo un ademán denegatorio, fuese a replicar, Lola no le dejó hablar, diciendo:

—Es inútil que trates de negar. La oposición de tus padres la palpo, la toco, la respiro... Hablemos claro, Gonzalo, tengamos una explicación franca y definitiva. Tus padres no me quieren porque soy pobre, ¿no es eso? ¿Tienen algo más que decir de mi?

Y como Rafaela, Gonzalo contestó:

—De ti, no.

—¿De quién, entonces?—preguntó ella, como también había preguntado a su prima; pero ya con menos arrogancia, más vacilante y angustiada.

Gonzalo titubeó en contestar.

—No, Gonzalo. Te exijo por los restos de nuestro amor que me digas la verdad. Creo que tengo derecho a saberla.

—Es que... no sé si debo...

—¡Habla por Dios, Gonzalo!

—Puesto que tú me lo pides, me lo exiges... Es que hablan de tu madre y de Fernando Castrillo...

—¡Mienten!—replicó fieramente la joven, con la altivez de la noble sangre de los Méndez de Cabrera, que impetuosa corría por sus venas.

Gonzalo guardó silencio.

A la fiereza del primer momento sucedió en la muchacha una postración muy grande. Las brutales palabras de Gonzalo habían desgarrado la venda que cubría sus ojos: mil pequeños detalles, insignificantes e incongruentes separadamente; mil coincidencias extrañas, a las que antes no diera valor, acudían ahora en tropel a su imaginación, como piezas de convicción de una acusación formidable. Se le revelaba claramente el oculto sentido de algunas frases sorprendidas entre Fernando y su madre o entre ésta y Aquilina, y en las cuales hasta entonces no fijara su atención. Comprendía por qué no iba ya nunca su madre a casa de su tía, lo que ya empezaba a chocarle, y por qué la abundancia reinaba en su morada desde algún tiempo a aquella parte. Y todos estos indicios reunidos, apelotonados, conforme se presentaban en su mente, constituían una prueba tan abrumadora y concluyente de culpabilidad, que Lola, teniendo forzosamente que dudar de su madre, ¡de su madre!, rompió en un llanto convulsivo y amarguísimo, que agitaba su pecho y que inútilmente la joven trataba de ocultar, cubriéndose la cara con el pañuelo. Junto al dolor de su desdicha irremediable, la vergüenza por la deshonra de su madre, que le hacía derramar lágrimas de fuego que escaldaban sus mejillas. Dábase perfecta cuenta de cómo los padres de Gonzalo, prevenidos en contra suya por su modesta posición, habíanse valido de la conducta ligera de su madre para abrir un abismo que la separase de su amado. Su madre la había anegado en lodo, e inconscientemente, había triturado su felicidad. En unos instantes apuró las heces de aquel cáliz de amargura, midió todo el alcance de su inmensa desventura. Todo perdido: el amor, la dicha, el nombre, el honor... ¡todo! La cuitada, inconsolable, siguió llorando, llorando.... y sus lágrimas, unas veces eran amargas cual la cicuta, como engendradas por el pesar, y otras hirvientes y corrosivas cual plomo fundido, como nacidas de la vergüenza.

—No, si no es que yo lo crea... Es un dicho de la gente como tantos otros... Poner freno a la murmuración es como poner puertas al campo... ¡Gusta tanto darle a la lengua!... Pero, comprende, mis padres están chapados a la antigua...—trató neciamente de consolarla él.

—Has hecho mal, Gonzalo, me has hecho mucho daño... Aunque fuera verdad, que no puede serlo, siempre es un crimen hablar a una hija mal de su madre, siempre es reprobable decirle lo que vale más que ignore... y con el rostro bañado en lágrimas, mirábale reprobatoria al través del velo acuoso.

—Dispénsame, Lola; yo creí que tú sabrías algo, que a tus oídos habría llegado algo...

—¡Que yo sabía algo! ¡Tú no me conoces, Gonzalo!

Era tan sincero su indignado acento, había en él tanta dignidad y desdén, que Gonzalo no dudó de la completa ignorancia de la pobre niña.

La cual en vano quería aparentar tranquilidad, en vano pretendía estrangular en su garganta los sollozos que henchían su pecho; éstos salían desbocadamente. Al derrumbarse en su interior el venerado concepto que tuvo de su madre, los escombros habían aplastado su corazón.

Doña Angeles, que se percató de la ocurrencia, acudió solícita desde dentro de la habitación, y en sus brazos se refugió la muchacha. Comprendiendo la señora que no se trataba de una riña vulgar de novios, que no se llora de tal modo por esta causa, supuso la verdad de lo ocurrido, y mientras sostenía a su sobrina, que con la cabeza apoyada en su hombro lloraba convulsa, recriminaba severa a Gonzalo con la mirada.

—Si no es nada, señora... Tranquilízate, Lola—disculpábase éste.

Pero a Lola no era empresa fácil tranquilizarla: tenía un fuerte ataque de nervios; fué preciso hacerle tila, darle agua de azahar.

Cuando su agitación se calmó algo, volvió al mirador, donde, contrariado y dado a todos los diablos, seguía Gonzalo, para tener con éste la conversación decisiva. Comprendía que el rompimiento con su novio era fatal, ineludible. Se le alcanzaba ya perfectamente todo lo que por el joven había ido pasando, las luchas que en su interior habían sostenido su mezquino amor, de un lado, y el cariño y respeto que por sus padres sentía, del otro, y adivinaba cómo la inclinación de él había ido batiéndose en retirada, cada vez más zaherida, destrozada y maltrecha. Ella, que había presenciado la declinación del amor de Gonzalo; ella, que había registrado en su corazón, con punzadas dolorosas, todas las fases de esta declinación, podía reconstituir ahora completamente el proceso de su desamor. Veia que Gonzalo, aunque no abiertamente, la envolvía en la acusación que lanzara contra su madre. Sí, la ruptura era forzosa; ahora todavía seria con dignidad, más tarde quizá fuera con vilipendio. Habiendo ya dado el primer paso, habiéndole dicho lo que nunca debió decirle, más pronto o más tarde el joven volvería sobre el mismo tema, tornaría a echarle en cara aquella supuesta culpa de su madre, y ¿cómo iba ella a tolerar que, culpable o no, ultrajase a la que le había dado el ser? En aquella culpa encontraría siempre Gonzalo la justificación o la excusa de todos los desprecios, de todos los vejámenes que su familia pudiera hacerle a ella, como ya la había encontrado de la manifiesta descortesía de que su hermana la había hecho víctima poco rato hacía. ¿A qué querer retardar lo inevitable? ¿Para qué mantener la apariencia de un amor que en Gonzalo estaba ya expirando? ¿Para qué representar una parodia grotesca de lo que fué? Lola no era de las que se contentan con fingimientos ni con amores de limosna. Lola quería que Gonzalo la quisiera como ella lo quería a él: con toda su alma; pero si esto no era así, si esto no podía ser ya así, para qué asistir con el corazón destrozado a la agonía de aquella llamarada que con rosicleres de aurora había alumbrado su vida en aquel año escaso de relaciones. No, bastante había sufrido ya; carecía de valor para verla acabar de extinguirse; preferible era abordar serenamente la cuestión y terminar de una vez.

Y claramente, tranquilamente, valientemente, se lo expuso a Gonzalo, con sólo un remoto dejo de tristeza que el joven no advirtió:

—Mira, Gonzalo, para qué engañarnos más: tú ya no me quieres; tal vez experimentas todavía por mí un resto de simpatía, quizá de compasión, pero de amor, ni pizca. No soy grata a tus padres; por mí, por mi madre, por lo que sea, lo cierto es que ven con disgusto nuestras relaciones. Y tú has acabado en tu fuero interno por ser del parecer de tus padres. Quédense aquí por tanto nuestros amores. Yo te he querido, te quiero, por qué he de mentir, pero comprendo que no puedo luchar con tu familia. Yo hubiera procurado hacerte feliz, mas no sé si lo hubiera conseguido... Ellos lo conseguirán sin duda. Separémonos, sigamos cada cual nuestro camino... Conservemos a lo menos cada uno del otro un buen recuerdo...

El, que sobre la enojosa escena de la comida en su casa aquel día, había tenido ésta no menos enojosa con su novia; él, que no oía ya de los labios de ésta más que reconvenciones, cargos y tristes reproches; él, para quien sus relaciones eran en la actualidad como una pesada losa de plomo que tuviese que soportar; él, que iba encontrando desagradable y fastidiosa a su novia con tanto suspiro y tanta lágrima, masculló cobardemente:

—Si tú lo quieres...

—Lo quiero, Gonzalo—contestó ella serena, dejando caer las palabras con parsimonia.

Se despidieron como amigos. Gonzalo entró en la estancia, saludó a doña Angeles y se marchó. Lola quedó unos minutos en el mirador. Miraba a la calle sin darse cuenta de lo que veía; después, resignada, alzó los ojos al firmamento... Cuando se retiró del mirador, sintió como si algo que fuese su misma vida se hubiera desplomado dentro de su ser y tuvo que apoyarse en el quicio de madera para no caer redonda al suelo, pero se repuso al instante.

Su tía, que la vió desencajada, le preguntó:

—¿Has terminado con Gonzalo?

Y ella, sabiendo que no podría hablar sin que el llanto hiciera de nuevo explosión, limitóse a hacer una seña afirmativa con la cabeza.

Doña Angeles no se atrevió a hacerle más preguntas; veía que no estaba en estado de entrar en explicaciones y temía que le sobreviniese otra crisis de lágrimas y nervios. Suponía, además, que en los lances de aquella noche habría andado la conducta de su cuñada y no osaba inquirir de la propia hija: ¡era el tema tan delicado y escabroso! Pero como sentía una gran ternura por su infeliz sobrina, la besó en la frente, la cogió las manos, que las tenía yertas, como el hielo, la sentó a su lado y le prodigó calladamente su cariño y su consuelo. La niña se dejaba acariciar en silencio: inerte, fría; el cuerpo roto y desmadejado, como el de un pelele; el alma como anestesiada.

Rafaela, que al entrar Gonzalo habíase retirado a su cuarto para escribir a su novio, no se hallaba presente cuando ocurrieron estos incidentes.

Un ralo permanecieron así tía y sobrina: Lola, insensible a cuanto la rodeaba; Angeles, confortándola con el calor de sus mimos.

De pronto, a Lola le acometió un vivísimo deseo de irse en seguida a su casa, sin esperar a Aquilina, para meditar a solas, para sufrir a sus anchas.

—Me voy, tía. Otro día te contaré...

—Espérate, Lola; no estás aún en disposición de salir a la calle.

—No, tía; si me encuentro perfectamente.

—Como quieras, hija, pero entonces yo te acompañaré.

—No te molestes. Mi casa, como sabes, está cerca.

—No le hace, sobrina.

Angeles la acompañó hasta la puerta de su casa; allí se despidieron.

—Adiós, tía Angeles.

—Adiós, hija mía, y no te apures por nada—y la besó cariñosamente.

IV

Aquella noche no durmió Lola; toda ella se la pasó dando vueltas y más vueltas en el lecho, trocado en potro de tormento, presa de una gran excitación nerviosa.

Entre los muchos y aflictivos pensamientos que la agitaban y que mordían en su corazón, descollaba por su fuerza punzadora uno que, cuando se enseñoreaba de su mente, hacía arder sus mejillas hasta convertirlas en ascuas: el que pudieran pensar que ella era cómplice interesada del deshonor de su madre, que ella por conveniencia transigía con el estado de cosas que en su casa reinaba. ¿Iría esta sospecha arteramente encubierta en aquella frase que Gonzalo le había dicho: «Yo creí que tú sabrías algo?» No; por poco que Gonzalo la conociese, no podía hacerle la injuria de suponer esto. Sin embargo, él al decir: «Creí que tú sabrías algo», había deslizado implícitamente la sospecha. Y como Gonzalo, quizás otras personas presumirían lo mismo, tal vez pensaran que por interés había acallado las voces de su conciencia, que había dejado que mancharan su nombre y la memoria de su padre. ¡Oh, este pensamiento era horrible para la pobre niña! Y al dolor de ver su felicidad deshecha, la respetabilidad de su familia pisoteada, a la que la llevó en las entrañas llevada y traida por la maledicencia, uníase el acerbo sufrimiento que este cruel pensamiento le producía.

En el insomnio de esta noche, tan atormentador, tan espantoso, formó el firme propósito de cerciorarse de la verdad o de la mentira de aquella insinuación que referente a su madre había aventurado Gonzalo y obrar en consecuencia. Sí, ante todo era necesario comprobar sin género ninguno de dudas la certeza de aquel rumor de que se había hecho eco Gonzalo, y luego, si por desgracia lo comprobaba, necesitaría proceder de modo que nadie en lo sucesivo pudiera envolverla en el anatema que lanzara contra su madre, que nadie pudiera imaginar que por interesados móviles condescendía con todo, pasaba por carros y carretas. Esto era sin duda lo cuerdo, lo que la eximiría de responsabilidad y lo que hasta cierto punto, hasta el punto que dependía de su conducta y no era reflejo de la de su madre, le devolvería su buena fama en el concepto público: tratar de averiguar, y en cuanto supiera con seguridad a qué atenerse, formar resueltamente su plan de vida para lo venidero y seguirlo al pie de la letra, por áspero que fuera el camino a recorrer. Tras de largo y tormentoso reflexionar, tal fué la resolución de aquella noche de completa vigilia.

Para tomar esta resolución, Lola, sin darse cuenta de ello, había tenido en cuenta, además de los motivos altruistas que al parecer la inspiraban, otro interesado, escondido y agazapado en lo más hondo de su corazón: el pensamiento de que pudiera muy bien ocurrir que al recuperar su buen nombre, que la joven en su ignorancia y candidez creía en tela de juicio, Gonzalo tornara a ella, si es que aún conservaba algún residuo, por minúsculo que fuera, de amor. Sí, su deseo de disipar las sombras que pudieran rodear su vida, llevaba anexa la creencia de que al comprobar su inocencia, su pureza, de que al convencerse que hasta ella no habían llegado ni las salpicaduras de la conducta de su madre, la llama de la pasión volvería arder en Gonzalo, si todavía quedaba en él algún rescoldo. Aunque la joven no se lo confesara, aunque procurara no dar beligerancia a esta solapada aspiración, remotamente, confusamente, pensaba que Gonzalo sería fácil que reanudase sus relaciones, quizá aún más ilusionado que antes, viendo ostensiblemente, con aquella nueva vida que se proponía acometer, que estaba limpia y exenta de toda culpa. Esta esperanza, tan lejana, tan esfumada, trataba de levantarse en su alma, mas Lola aparentemente la rechazaba diciéndose: «Lo de Gonzalo era asunto total y definitivamente ultimado. Por los demás, por Gonzalo mismo, considerado sólo como un conocido más, debía proceder inexcusablemente como pensaba hacerlo. Y aunque los demás no existieran, por ella misma, por su conciencia, tenía que vivir de modo que se pusiera bien patente de manifiesto que no transigía, que no podía transigir, con la deshonra ni con la vileza.»

No se le ocultaban a la muchacha las dificultades con que había de tropezar para poner en práctica una norma de vida que sin poner de relieve la falta de su madre, la alejara de toda sospecha de complicidad, y por ello aplazaba el trazar las lineas de esa conducta futura hasta verificar la comprobación preliminar que tenía decidido efectuar. Porque ¿cómo hacer nada que convenciese a los extraños de que ella reprobaba el proceder de su madre, de que ella no era participe en el disfrute de lo indebidamente allegado, sin que ello constituyese una acusación velada contra quien le dió el ser? ¿Cómo apartarse de su madre sin que el hecho se prestara a comentarios? ¿Cómo no participar de lo manchado y mal adquirido sin dar a entender su ilegitima procedencia? Harto difícil seria, y por eso no se atrevía a fijar de antemano aquel nuevo plan de vida con el cual estaba tan encariñada. Ya lo pensaría, y en último caso, si se veía atada de pies y manos para realizar algún acto que convenciese hasta la saciedad a todos de su absoluta inocencia, porque cualquier cosa que intentara fuera en desdoro de la que la engendró, formaría también otro plan de vida, si no para los de fuera de su casa, para los de dentro, para ella misma, para que su conciencia no le pudiera dirigir la menor censura. De todos modos, ahora que estaba ya advertida, no podía continuar contemplando pasivamente el deshonor, no podía seguir disfrutando de sus frutos. Si no por los otros, por ella necesitaba dar otro rumbo a su vida. Mas ¿no era triste que no pudiera hacer resplandecer su honor sin enturbiar el de su madre? ¿Tenía ella derecho a dejar que su nombre padeciese en el concepto de las gentes por no manchar el de quien no se había cuidado de conservarlo limpio e inmaculado? ¿Tendría ella que seguir pasando ante todos, y en este todos claro es que figuraba Gonzalo en primer término, como una mujer indigna y sin escrúpulos, de las que con tal de medrar viven complacidas a la sombra de una inmoralidad? No, era muy duro esto. En fin, ahora lo primero era cerciorarse, después ya vería lo que había de hacer.

Resuelta, pues, a investigar la verdad, consiguió, merced a su gran dominio de voluntad y a las innegables disposiciones que para el disimulo posee toda mujer, que nada extraño notase su madre en ella al siguiente día, no obstante el estado de sobreexcitación nerviosa en que se encontraba.

Gonzalo, a otra tarde del rompimiento, le devolvió en un paquete sus cartas, recuerdos y pequeños presentes, todas esas bagatelas que constituyen el bagaje del amor, que los enamorados conservan religiosamente, quizá más que por estimación, por si las tienen que devolver, y que tan bien guardadas están en los relicarios amorosos, que vuelven casi siempre, por no haberles dado el aire ni la luz, con ese tinte descolorido de lo ajado y mar chito por falta de uso.

Ello acabó de descorazonar a la muchacha, pues aunque pocas ilusiones podía forjarse después de lo sucedido, en el fondo de su alma alentaba todavía una pequeña esperanza, que esta precipitada devolución terminó de desvanecer. Tal premura demostraba que el joven daba por conclusos sus amores y que deseaba dejar prontamente ultimado tan enojoso asunto, como el presidiario que, después de haber conseguido romper la pesada cadena que le aprisionaba, aparta o destruye cuanto pueda recordarle la reclusión sufrida, cuanto le unía al ominoso tiempo pasado, sin lo cual no cree haber recobrado la total libertad. Gonzalo, por lo visto, quería borrar todo vestigio del pretérito, deseaba no volver a acordarse de la esclavitud padecida, que esclavitud debió parecerle su amor en los últimos tiempos. Este golpe, que hacía perder a Lola toda esperanza por remota que fuese, hubiera dado en tierra con su fortaleza si no la sostuviera la tirantez de sus nervios, tensos y vibrantes como cuerdas de guitarra Con los labios ardorosos y los ojos secos y brillantes, hundidos en profundas ojeras, iba de un lado para otro en su casa, silenciosa y altiva. Parecía como si las glándulas lagrimales estuviesen vacías después del llanto de la tarde anterior y no tuvieran ya lágrimas que segregar. Una rabia sorda contra todos y contra nadie, contra su madre y contra sí misma, era el resorte que distendía sus nervios.

Como Consuelo se enteró de la devolución de Gonzalo, pensó lógicamente que su hija había roto con el novio, y si algo anormal advirtió en ella, lo atribuyó a la contrariedad por esta ruptura, y como Lola era reservada y poco dada a entablar palique sobre lo que directamente le atañía, no se atrevió a preguntarle. Aquello sería un pasajero enfado de enamorados, tan corriente en todo noviazgo, pensaría Consuelo; y sin darle importancia en su genio aturdido, no volvió a preocuparse de ello.

Dos o tres días llevaba Lola en este estado de ánimo, cuando una tarde su madre la instigó a que fuese a casa de su tía. Lola expresó su conformidad, sospechando que cuando su madre trataba de alejarla de allí por el mismo sistema que la había alejado otras muchas veces, sería porque esperaba a Fernando, y se propuso aprovechar esta ocasión para adquirir la certidumbre de sus sospechas. Salió, por tanto, con Aquilina, quien la dejó en la puerta de la casa de su tía; pero en lugar de subirá la vivienda de ésta, permaneció unos minutos en la escalera, y transcurrido este lapso de tiempo prudencial para que la sirvienta se hubiese alejado, volvió a salir y enderezó sus pasos a la calle de Atocha, donde, impaciente y nerviosa, estuvo paseando por una de sus aceras un buen rato hasta que a poco más de la hora de haber abandonado su piso, se dirigió resueltamente a él.

Le abrió Aquilina, quien se quedó sorprendida al verla.

—¿Qué es eso, señorita?

—¿Y mi madre, dónde está?

—Su madre... no sé... por ahí andaba...—contestó confusa la doncella.

Ya Lola había visto colgado en la bastonera del recibimiento un sombrero que no era de su hermano, y sin aguardar más explicaciones se encaminó pasillo adelante al departamento que ocupaba su madre. Constaba éste de alcoba interior y gabinete contiguo, con balcón a la calle y puerta al pasillo, estando separadas ambas piezas por una arcada sobre columnas, a la usanza italiana. Lola trató de abrir la puerta del gabinete de su madre, mas vió que estaba cerrada con llave por el interior. Oyó dentro cuchicheo de voces y al cabo la voz de Consuelo preguntando:

—¿Quién es?

—¡Soy yo!—respondió con acento firme la muchacha; pero como ya desdichadamente había comprobado cuanto deseaba comprobar, retiróse a su cuarto, dejando entreabierta la puerta, que también daba al pasillo, para divisar a quien saliera del gabinete de su madre.

No tardó mucho, en efecto, en ver salir a Fernando, quien al dirigir una recelosa ojeada al pasillo la columbró; detrás salió su madre, que igualmente la distinguió; pero los dos fingieron no haberla visto y con afectada ceremonia se despidieron.

Consuelo, en cuanto marchó Castrillo, dirigióse al dormitorio de su hija y, con aparente serenidad, la interrogó:

—¿Por qué has vuelto tan pronto? ¿Qué querías?

La joven se engalló y, desafiadora, inquirió de su madre, como un juez de un acusado:

—¿Por qué tenías la puerta de tu habitación cerrada con llave?

Consuelo, turbada, aturdida por aquella pregunta hecha a quema ropa, y que no esperaba, disculpóse balbuciente:

—Cerrada, no.... es decir, creo que sí, la cerró Fernando, porque no quería que nos fuesen a interrumpir mientras me leía un escrito que va a presentar en el juzgado sobre mi pleito...

Pero era tan despreciativa, tan provocadora, la actitud y la mirada de su hija, que no prosiguió en sus excusas.

—Supongo que no te atreverás a pensar mal de tu madre...

—¡Cállate! No me obligues a pronunciar lo que no debo ni quiero decir—replicó violentamente Lola, que estaba poseída de un furor arrebatado desde que se cercioró de lo que temía, el cual la tenía en un estado de excitación rayano en la locura.

Consuelo, a haber podido, de buen grado le hubiera dado un soplamocos, como cuando era chiquilla, pero no podía: carecía de fuerza moral para ello.

—¡Mala hija! ¡Desagradecida!—silabeó.

La viuda puso término a esta penosísima escena saliendo del cuarto de Lola y encerrándose en el suyo, donde rompió a llorar hecha una Magdalena. ¡Su propia hija se atrevía ya a echarle en cara su conducta! ¡Su propia hija la despreciaba y la injuriaba! Fué un golpe terrible para su corazón de madre, de madre ligera, de madre inconsciente, pero de madre al fin.

Lola, presa de una irritación creciente, quedóse midiendo su alcoba a grandes zancadas. ¡Era verdad lo que Gonzalo le había insinuado! Con lo que ella hubiera dado: su vida toda, por poder llamarle embustero e impostor, por poder probarle la falsedad de sus reticencias denigrantes, por tener derecho a decirle: «Tus padres tienen ya edad sobrada para no lanzar aventuradamente una suposición injuriosa para una señora, para procurar no manchar sus labios haciéndolos portavoces de una especie calumniosa.» Pero carecía de este derecho, porque era cierto, terriblemente cierto: su madre era una perdida, era la manceba de Fernando Castrillo, y ella, como hija de una perdida, tendría que bajar la cabeza y aguantar los insultos y los vejámenes. Sol podría impunemente hacerla objeto de sus desprecios. ¡La hija de una perdida, era terrible cosa! En adelante, ella no podría oir mentar a su madre sin sonrojarse. ¡Tener que sonrojarse de su madre! Veía destrozada su ventura, aquella ventura cuyas plácidas perspectivas se le habían metido muy adentro... Su amor imposible, aquel amor, al cual había entregado por completo su alma virginal, ¡imposible!; aquel amor, que era ya su vida, toda su vida, ¡imposible! Sí, imposible, estaba bien patente, era necio abrigarquimeras: los padres de Gonzalo, que por su pobreza le tenían mala voluntad, habríanse opuesto terminantemente al enterarse del deshonor de su madre, y nunca consentirían en el enlace de ella con su hijo. Y Gonzalo, que era débil, que en el amor no llegaba a escalar las grandes cimas de la pasión, que la quería, sí, pero como él podía querer, había concluido por sacrificarla egoísticamente a la tranquilidad de su casa y de su vida; bien palpablemente lo había tocado, bien había ido viendo cómo se fué agostando su amor. Gonzalo carecía de perseverancia, de pertinacia; podría tener valor para en un momento dado ponerse enfrente de su familia, pero le faltaban constancia, firmeza, obstinación, para soportar un día y otro la presión incesante de sus padres, para haberse mantenido así inquebrantable hasta que hubieran podido verificar su unión. Había preferido arrojarla por la borda a capear el temporal familiar con sus molestias y privaciones.

Lo más triste del caso, continuaba pensando Lola con aparente sonrisa que contraía sus labios en un rictus de infinita amargura, era que los padres de Gonzalo no carecían de razón para proceder como lo hicieron. Si la madre era una aventurera, la hija tendría que ser otra, razonarían ellos. Con el ejemplo de la madre, con la educación que habría recibido de ella, qué otra cosa podía esperarse. Así de antiguo lo tiene fallado el mundo; así lo asegura el vulgo en las sentencias de numerosos refranes: «De tal palo tal astilla»; «de casta le viene al galgo ser corredor».

Y tantos otros proverbios populares, que la niña al cabo, para su madre, había en su alma un fondo de compasión, ahora velado por la ira, pero para el seductor no había más que odio y rencor... Imposible vivir allí sin ser cómplice y encubridora de su madre, sin participar de los beneficios que su vida licenciosa le granjeaba. Pero ¿cómo salir de su casa sin que el hecho constituyese un nuevo testimonio de culpa para su madre? Y ¿cómo compaginar su permanencia en ella con aquel estado de cosas incompatible por completo con su conciencia? ¿Qué hacer, santo Dios? Un germen de solución, empero, empezaba a bullirle en la mente.

Horas y horas permaneció entregada a la vorágine de sus pensamientos. Ella, tan reflexiva y sensata por lo general, no podía ahora meditar fríamente, cuerdamente; no podía hilvanar con orden sus reflexiones; su mente saltaba de una idea a otra y todo era confusión y caos en aquella olla de grillos en que se había convertido su cabeza. Le asaltaban dudas: su inexperiencia de la vida, ¿no le haría deformar los razonamientos?; su cólera, ¿no la conduciría a contemplar los hechos y sus probables consecuencias como con cristal de aumento?

Ni comió aquella tarde, ni durmió ni sosegó aquella noche. Su temperamento nervioso se encontraba tan fuertemente excitado, que a veces rebasaba los límites de la insania. Por último, comprendiendo que no se hallaba en estado de tomar por sí sola ninguna determinación, decidió consultar con su hermano. Su hermano sería un holgazán, pero no tenía nada de tonto; era ya un hombre y tenía el deber de protegerla, de ampararla; era también, como único varón, el jefe de la familia y a quien le correspondía velar por su honor y buen nombre, y quien debía empuñar el timón y tomar el mando en momentos difíciles. Como el joven se levantaba tarde, casi a la hora de comer, comía y se lanzaba a la calle, y ya no regresaba hasta cerca del amanecer, cuando regresaba, Lola decidió esperar para hablarle a la primera mañana en que su madre saliera.

Antoñito había manifestado terminantemente, a solas con su madre, que no estudiaba más, lo cual era suponer harto atrevidamente que había estudiado alguna vez. Y como su madre tratase de disuadirle y rechazara este propósito, el joven, sin morderse la lengua, dijo que él era ya un hombre, que sabía dónde le apretaba el zapato y que no deseaba perder más tiempo en estudios para los cuales comprendía que no servía. Pero que como tampoco era un haragán y como necesitaba dinero para sus pequeños gastos y no quería ser gravoso, esperaba que su madre, utilizando sus valiosas relaciones, esto de las «valiosas relaciones» lo recalcó mucho, le proporcionaría un empleo o colocación. Su madre, atemorizada pensando si sabría o sospecharía algo de sus culpables amores con Fernando, terminó por decirle que hiciese lo que quisiera y que el destino haría por encontrárselo. Y en efecto, habiéndole pedido a Castrillo que colocara a su hijo, éste consiguió para él una plaza de temporero en un ministerio. Además, con intermitencias, ejercía cerca del diputado los oficios de secretario particular. Antoñito no parecía por la oficina más que a firmar la nómina y cobrar; pero su sueldo no era obstáculo para que las demandas de dinero a su madre fueran cada día más frecuentes, cuantiosas y apremiantes. La madre, aterrada con las indirectas del infame joven y deseando quitárselo pronto de delante, temerosa de que soltase alguna atrocidad o inconveniencia menos encubierta, accedía prestamente a cuanto Antoñito solicitaba. Ya no empleaba el halago, sino la amenaza, para lograr que su madre estuviese propicia a sus antojos. Una vez que, por imposibilidad material, no pudo satisfacer al momento sus exigencias, Antoñito cogió bonitamente el estuche de los cubiertos y lo llevó por su cuenta a empeñar.

Antoñito se había hecho un cínico, pero no un cínico al modo de Antístenes, discípulo de Gorgias y de Sócrates, maestro de Diógenes y jefe de la escuela cínica, pues si éste se llamaba a sí mismo «Aplocion», perro manso, Antoñito no era manso más que cuando tenía dinero, y carecía de nobleza y de agradecimiento, virtudes que tan alto brillan en la raza canina, y si en Antístenes asomaba el orgullo por los agujeros de su manto, en Antoñito asomaban todos los bajos instintos, no obstante su traje impecable. Con recursos abundantes a mano, Antoñito marchaba a pasos de gigante por la senda del vicio y ya no tenía el diablo por dónde cogerle. Se pasaba la vida en perpetua bacanal y le placía degradarse mezclándose con gentuza de toda laya. La amistad de Camarasa la había reemplazado por otras «más avanzadas»; su inseparable era ahora un tahúr apellidado López, de traza patibularia, cuyas desvergonzadas ocurrencias hacían mucha gracia al joven, que las celebraba con grandes risotadas, y que algunas veces iba a buscarlo a su casa. Y Antoñito, cuando tenía a bien recogerse, venía con un tufo, mezcla de olor a amílico, a prostíbulo y a yodoformo, que tiraba de espaldas.

Su hermana, que casi no le veía, pues Antoñito se levantaba de la cama para sentarse a la mesa y de la mesa para irse a la calle y ya no se le volvía a ver el pelo hasta el siguiente día, ignoraba gran parte de sus andanzas; sólo sabia que su hermano, no aprovechando para los estudios, había trocado los libros de texto por un empleo en una dependencia oficial, que hacía vida algo desarreglada y pare usted de contar.

Sucedió que a otra mañana de la violenta escena de Consuelo con su hija, aquélla salió a la calle, ocasión que aprovechó Lola para ir al cuarto de su hermano a consultarle. La viuda se ausentaba para referir a Fernando el vivo diálogo que con su hija había sostenido la noche precedente y advertirle que no volviera más a visitarla: ella iría al pisito de él, pero a su casa que de ningún modo fuera.

Al abrir la puerta del dormitorio de Antoñito, tal hedor a tabaco, vinazo y potingues de botica salía de allí, que Lola dió un paso para atrás, pero se rehizo y abriendo los postigos de la ventana, consiguió despertar al dormilón, que roncaba como un bendito y a quien maldita la gracia que le hacía que lo despertasen tan de mañana: las doce del día estaban al caer.

—¿Qué tripa se te ha roto?—preguntó «finamente» a Lola—. ¡Podías haberme dejado dormir hasta la hora de comer!

—Es que tengo que hablar contigo cosas de importancia.

—Pues desembucha... Si no es pedirme dinero, porque estoy a la cuarta pregunta.

—Yo hasta hace muy pocos días—empezó diciendo la muchacha, sin saber cómo abordar el tema ni dar a entender a su hermano lo que acaecía, ni aun si debía dárselo a entender—estaba ignorante de todo... de todo lo que aquí pasaba... Veía que a los apuros de otros tiempos había substituído una relativa abundancia, pero no podía imaginar....

Y como quedase cortada, sin acertar a expresar de un modo velado su pensamiento, Antoñito la sacó del atolladero soltando una grosera carcajada y diciendo:

—¿Creías que el dinero caía por la chimenea? ¡Todas las mujeres parecéis simples! Pues yo, desde el primer momento, «tañé» la cosa...

Esta confesión, tan cínicamente expresada, persuadió a Lola de que su hermano estaba al tanto de cuanto ocurría y alegróse en parte, pues le evitaba el tener que revelarle la liviandad de su madre. Preferible era que tuviese ya antecedentes, sin que ella fuese la delatora.

—Pues entonces, ya comprenderás, Antoñito, que aquí no podemos seguir... Tú convendrás conmigo en que no está bien que comamos un pan amasado con la deshonra de nuestra madre, en que transijamos con esta inmoralidad. Esto parecería interesado y nos llenaría de oprobio... Tú eres el representante del pobre papá sobre la tierra, tú tienes el depósito sagrado de su honor, del honor de su apellido...

—Mira, niña, déjate de monsergas calderonianas... Nosotros, ahora, hagamos lo que hagamos, no podemos evitar que suceda lo que ha sucedido ya—manifestó con su filosofía práctica y descarada..

—Cierto que desgraciadamente no podemos evitarlo, pero sí podemos evitar que la gente crea que participamos del beneficio, que merece nuestra aprobación este estado de cosas... Hasta él mismo, el canalla ese, ¡con razón me fué siempre antipático!, pensará que somos muy conformes, porque a su costa estamos comiendo la sopa boba... Todo el mundo está enterado de lo que pasa, y es una vergüenza que continuemos con nuestra madre... Lo tengo bien pensado y estudiado, y la única solución que he encontrado es que tú pidas el traslado a cualquier capital de provincia, adonde quieras, me es igual. Yo me iré contigo, arreglaré nuestro pisito, guisaré y cuidaré de tu ropa, y trabajaré también: sé escribir a máquina, entiendo la taquigrafía, buscaré un empleo en un escritorio o daré lecciones de piano. Ya verás cómo no te soy gravosa... Diremos que, encontrándote delicado de salud, te acompaño yo para cuidar de ti, para que no tengas que estar en una fonda, en manos mercenarias.

—¡Estás en tu juicio! Con treinta duros mensuales, mal contados, que tengo de sueldo, sí que tendríamos coche y abono al teatro de la localidad... Además, ¡con lo ricamente que se vive en este Madrid de mis pecados!

—Con ellos nos arreglaremos por lo pronto, y aunque fuera con menos... Lo imprescindible es salir pronto de esta casa. Hazlo, Antoñito, hazlo por la memoria de nuestro padre, que en paz descanse... Considera que yo, por lo menos, no puedo seguir aquí. El mundo es más benigno con vosotros que con nosotras. Usa distinto módulo para mediros y medirnos. Hazlo, Antoñito; tú eres bueno, tú tienes buen fondo, quizá hayas sido algo atolondrado, quizá hayas estado algo extraviado, pero al fin eres hijo de nuestro padre y, como él, no puedes dejar de ser un caballero... Piensa que vale más pasar privaciones con dignidad, inclusive morir, que vivir sin honor y con vilipendio... Llévame de aquí; desde que supe lo que sé, aquí me ahogo, el ambiente de esta casa me oprime, me asfixia... Llévame o no sé qué va a ser de mi... No tengo más que a ti en el mundo, tú eres mi hermano mayor, el único varón, y debes ser mi amparo y mi guía... Si no me llevas contigo, ¿qué voy a hacer?—con desgarrador acento, llena de tribulación, pronunció Lola estas últimas palabras.

Quedóse esperando la respuesta, pero el joven no contestaba; había encendido un pitillo, que chupaba con calma, e impávido parecía muy abstraído viendo deshacerse las volutas del humo. Oía a su hermana como quien oye llover, y para si pensaba: «¡Pues señor, qué ganas de complicarle a uno la existencia!»

—¿No me dices nada, Antoñito? ¿No quieres que nos vayamos? ¿Temes mirar frente a frente a la vida? ¿Temes arrostrar la mala cara de la fortuna? No temas, Antonio; confía en Dios, que no nos abandonará... Sondea tu conciencia y verás que no nos queda otro camino... Mide bien las consecuencias de mi permanencia en esta casa: para el mundo, lo sea o no lo sea, seré una perdida, como quien no quiero nombrar, que moralmente tan perdida es la que peca como la que sirve de tapadera al pecado... Y si desesperada, no encontrando puerta donde llamar, sigo el cercano ejemplo, que me da quien no debiera dármelo, y me hago otra mujer liviana, si realmente me convierto en una perdida, ¡qué responsabilidad para ti que no has querido apartarme del contagio! Y si sin serlo me juzgan tal, ¡qué pena para ti que no has sabido evitarme este injusto baldón!... En nuestra familia nunca hasta ahora se albergó el deshonor; los Méndez de Cabrera, pobres o ricos, marcharon siempre, como dice tía Angeles, con la frente bien alta... Mira: por lo tanto, a cuánto te obliga el apellido que llevas... No dudes más, Antoñito, pide hoy mismo tu traslado, vámonos cuanto antes... Ya nos señalan con el dedo. Mi novio ha roto conmigo por esta causa...

—¡Acabáramos!—la interrumpió su hermano—. ¡Ahora me lo explico todo!, como dicen en las comedías de enredo.

—Pero aunque no hubiese terminado, aunque no lo hubiera tenido nunca, seria lo mismo; es que desde que lo sé no vivo, no sosiego, es que aquí me falta aire que respirar, que me ahogo...—y se llevaba las manos a la garganta como si materialmente experimentase la sensación de opresión—. No me abandones, no me dejes aquí, por lo que más quieras, mira que estoy como loca y voy a hacer cualquier disparate...

—¡Vamos, no seas tonta! Reflexiona un poco, ten calma, y te convencerás de que es preciso no estar en su juicio para proponer lo que me propones... ¿Cómo nos vamos a ir? ¡Parece que es tan fácil!

—¿Una locura lo que yo te propongo? Y entonces, ¿qué vamos a hacer, cruzarnos de brazos, convivir con el impudor, gozar de lo adquirido con tales artes...?

—¡No hay que extremar las cosas! Deja el mundo correr y todo se arreglará...

—Ese es todo el consuelo que me das...

—¿Y cuál quieres que te dé?—preguntóle Antoñito, que ya principiaba a impacientarse—. Cuando se te pase ese arrechucho del rompimiento con el novio, convendrás conmigo en que razonablemente nada podemos hacer... Créeme, en este pícaro mundillo, hasta para ser honrado hace falta contar con dinero y no teniéndolo es ridículo tener tanto escrúpulo de monja como a ti te han metido en la sesera... Y créeme también, todo eso de que la gente opine o deje de opinar, nos debe tener sin cuidado e importar un rábano: cuando necesitas cinco duros la gente no te los da, así seas más honrado que el caballero sin tacha, y lo demás son pamplinas para los canarios.

Ella, indignada, viendo su refinado y cobarde egoísmo y su carencia de sentido moral, le increpó así, a ver si de este modo, a latigazos que levantasen ronchas en su dormida conciencia, conseguía despertar su pundonor:

—La única vez que como a hermano mayor te he necesitado y he recurrido a ti, me he encontrado con que en vez de un hombre eres una miedosa mujerzuela ¡Que fuera yo quien vistiese pantalones y ya verías! Pero pasa, con frecuencia, que los llevan quienes menos los debían de llevar, quienes debieran vestirse por la cabeza.

Pero Antoñito, con la vida que llevaba, había criado ya la epidermis de un elefante y los trallazos sólo le producían cosquillas.

—Mira, mira, ¡pocos insultos! Eso de los calzones es lo que te trae a ti de cabeza, pues anda y arrópate con tu novio, que será un Cid si carga contigo, y déjanos en paz. ¡Nos ha amolado esta Juana de Arco! Ten presente que para los nervios, tila y agua de azahar, y para los berrinches, zarzaparrilla, que refresca la sangre. Y otra vez que te disgustes con tu Abelardo, apasionada Eloísa, haz el favor de no venir a darme tan temprano la mañana, ¡con lo tranquilamente que dormía yo a pierna suelta!

Lola se marchó desesperada: su hermano era un cínico, un amoral, un egoísta, y era su madre, ¡su madre!, la que lo había corrompido con el dinero «del otro». Sí, si su madre no hubiese tenido dinero que poderle entregar a manos llenas, si no hubiera tenido que doblegarse a sus exigencias, porque con su conducta carecía de prestigio y autoridad para negarle nada, su hermano no hubiese descendido al grado de abyección en que yacía. Pero ella, con sus consentimientos primero y comprando vergonzosamente su silencio después, había acabado de deformar a aquella alma que ya tendía a lo anormal. Porque ciertamente que su hermano era vago, desaplicado y amigo de bigardear, pero si hubiera tenido a su lado el ejemplo constante de una vida sobria, ordenada y virtuosa, el árbol que brotó con tendencia a torcerse, hubiérase enderezado. Hoy era ya un caso perdido, ella había tocado todos los resortes y a ninguno había respondido: tenía atrofiado todo sentido moral, padecía atonía de toda afectividad. ¡Ah, si ella fuese hombre! Arrancaría piedras con las uñas antes que comer aquel pan de ignominia. Pero su hermano, ¡cuán diferente a ella! Parecía mentira, era monstruoso, que de un padre como su padre hubiera salido un hijo como su hermano. ¡Qué no hubiera dado ella por que su hermano hubiese sacado, en lo moral, parecido con su padre! Pero su hermano no tenía nada de aquella raza austera y dura de los Méndez de Cabrera, de su rectitud áspera y rígida; su hermano tenía para el pecado la misma moral blanda y fofa de su madre. Tan joven tenía ya encallecida la conciencia; era un ser depravado, incapaz de movimiento noble, un redomado egoísta que al placer de sus vicios lo sacrificaba todo. Antoñito no tenía ya más rey ni Roque que S. M. el Dinero, ni reconocía otra ley que su gusto; su madre sería mala por ligereza, su hermano lo era por egoísmo. Estaba completamente encanallado, degradado, prostituido, como todo estaba prostituído en aquella casa, como ella misma lo estaría pronto si se dejaba influir por aquella atmósfera enervante, relajadora, que circundaba a su madre. ¡Su madre! ¡Ella era la culpable de todo, de la degradación del hijo, de la infelicidad de la hija! ¡De todo!

Iba poseída de una rabia sorda y un desprecio profundo hacia su madre y de un sentimiento de repulsión, de asco, y al mismo tiempo de lástima hacia su hermano, victima también en cierto modo de la frivolidad de quien lo cobijó en su seno. Y andando por el pasillo en dirección a su cuarto, presa de este nuevo acceso de furor, al través de la entreabierta puerta del gabinete de su madre, ¡donde ésta recibía a su amante!, acertó a distinguir un retrato de su padre, una ampliación de poco valor artístico, que, con moldura dorada, pendía de una de las paredes. Lola, con una resolución rápida y firme, penetró en el departamento de su madre, descolgó el retrato y lo llevó a su dormitorio, y ya en él lo cubrió de besos.

Cuando Consuelo llegó de la calle y notó que la ampliación fotográfica había desaparecido de su sitio, figuróse lo ocurrido, y pensando que era a todo trance preciso atajar los ultrajes de su hija, sacó fuerzas de flaqueza y encaminóse a la alcoba de Lola, preguntándole severa:

—¿Eres tú quien ha quitado el retrato de tu padre de mi gabinete?

—Sí, yo he sido—contentó firmemente la muchacha.

—Y ¿para qué lo has quitado?

—¡Para que no presencie lo que no debe presenciar!—escupió Lola, desafiadora, mirándola cara a cara.

—¡Infame! ¡Deslenguada que así escarneces a tu madre, a quien te dió el ser y a quien debes cuanto eres y cuanto vales, que el Cielo no te tome en cuenta tu proceder!

Pero Lola, que estaba excitadísima, contestóle fuera de sí, echando centellas por sus negros y hermosos ojos:

—¡Es preferible matar los hijos a deshonrarlos!

Como el día anterior, Consuelo, anegada en llanto, encerróse en su habitación. Sobre el dolor que le causaban los insultos de su hija, una sospecha la torturaba: para que Lola, que siempre le había demostrado cariño y respeto, procediese así con ella, era preciso que la animase algún motivo de animadversión, aparte del sentimiento de repulsa que el conocimiento de su conducta le podía haber producido. Relacionando esto con el rompimiento de Lola con su novio, llegaba a la conclusión de que este rompimiento debía tener por causa originaria sus relaciones con Fernando Castrillo. Y sabiendo lo enamorada que su hija estaba de Gonzalo, concluía por disculpar sus injurias, que para una madre siempre hay motivos de disculpa para el proceder de los hijos, por muy dolorosos que sean sus agravios. Y Consuelo, que pecaba de aturdida y frívola, ya sabemos que consubstancialmente no era mala.

Entretanto, Antoñito se vestía reposadamente monologando a este tenor:

—¡El demonio son las mujeres! En el filo de una espada arman un conflicto moral que arde Troya, y vienen y lo despiertan desconsideradamente a uno para darle la desazón... ¡Como si uno no tuviera ya bastantes preocupaciones!... Y esa chica, con las mojigaterías que le imbuyeron en el convento y con la corajina que ha tomado por la ruptura de su noviazgo, es capaz de hacer cualquier disparate... Prevendré a mi madre: no quiero remordimientos de conciencia. De todos modos, tenía que hablarle hoy para pedirle dinero. Es menester ver cómo le sopla el naipe a ese bribón de López; anoche me peló, pero que al rape.

Salió y se sentó a la mesa, en el comedor.

—¿Y mi madre no viene a comer?—preguntó a Aquilina.

—A la señora le duele la cabeza y dice que no tiene apetito.

—¿Y mi hermana?

—La señorita tampoco quiere comer.

—Se conoce que hoy es día de ayuno—musitó el joven, y hecha esta reflexión por todo comentario, púsose a tragar como si tal cosa, con voraz apetencia: los disgustos estimulaban su gana de comer.

Después de yantar, quizá fuera más adecuado usar el verbo «pacer», Antoñito sacó un puro, lo encendió, y con él entre los labios dirigióse a la estancia de su madre. Comenzó interesándose delicadamente por su salud:

—¿Qué te pasa, mamá?

—Nada, hijo; un poco de jaqueca.

—Oye, mamá; necesito de precisión cincuenta duros: tengo una deuda que pagar, una deuda de honor, de esas que no admiten espera.

—Pero, Antoñito...

—¡No pongas el paño al púlpito y déjate ya de sermones, mamá! No soy ningún chiquillo, los hombres tenemos nuestros compromisos... Y pasando a otro asunto: ten cuidado con Lola; está para que le pongan una camisa de fuerza, habla de marcharse de aquí... Ha rifado con el novio; le han contado no sé qué cosas... Es preciso que mires lo que haces, que seas más precavida... ¡Tú ya me entiendes! Conque haz el favor de darme esas pesetillas, que tengo prisa.

Su madre se las dió en seguida, deseando perderlo pronto de vista. Le repugnaba ya este hijo, que fué objeto de su predilección y a quien tanto había querido y seguía queriendo, que la hacía objeto de aquella especie de chantage. Por mucho que lo quisiera tenía que ya asquearle un hijo que llegaba al colmo de recomendarle precaución y cautela en sus relaciones con Castrillo.

Cuando se fué Antoñito, un nuevo sobresalto y un nuevo dolor atenazaron a la madre: ¿qué sería capaz de hacer su hija? En verdad que el placer y el bienestar comprados a aquella costa resultaban bien caros.

Antoñito, descargada su conciencia de la leve preocupación que las palabras de su hermana le habían producido, marchóse tan orondo y jarifo a un circulo, entre casino y garito, al cual tenía el honor de pertenecer.

V

Lola, tan pronto como Consuelo salió de su cuarto después de reprocharle que hubiera mudado de sitio la ampliación de su padre, corrió a sembrar otra vez de besos este retrato. Era como si quisiera desagraviarlo de la afrenta que su madre le había inferido profanando su memoria. Tanto o más que por todo lo restante, sentía la falta de su madre por el ultraje que representaba para el buen padre muerto, cuyo recuerdo debió vivir perennemente en el corazón de la que fué compañera de su vida y testigo de sus virtudes. ¡Escarnecer así la ingrata la memoria de un marido tan recto, tan justo, tan noble, tan santo! ¿Cómo podría ella perdonar esto a su madre? ¿Cómo, aunque olvidara su desventura, aunque olvidase la degradación de su hermano, podía olvidar el oprobio con que había salpicado el respetado nombre de su padre?

Había pensamientos de este género que hacían sonrojar a la inocente niña, como si ella fuese la culpable. Y los había de tan delicada índole, que la avergonzaban hasta lo más hondo y que la abrasaban como hierros candentes; ¿qué recónditas intimidades del muerto habría puesto al descubierto la sacrílega ante su amante? ¿No habría servido de chacota el venerado nombre del ausente en los inmundos labios de aquel vil Castrillo?

¡Pobre padre! Sólo ella reverenciaba ya su memoria. Y recíprocamente, a ella sólo le restaba en el mundo esta querida memoria. Sí, este retrato era el único consuelo que le quedaba. Desterrado su amor, perdida la madre, envilecido el hermano, ¿adónde volver los ojos? ¿Con quién podía contar? ¡Con nadie! Solamente con este retrato. Y con redoblado ardor cubría de besos el cristal que resguardaba la querida efigie.

Paulatinamente, como si estos besos fuesen un sedante para su espíritu, fué tranquilizándose, fué humanizándose; sus nervios, tensos durante tantas horas, fueron cediendo, y empezó a poseerla un aplanamiento, un desmadejamiento de todo su ser que se tradujo en desolado llanto: llanto sin esperanza, llanto sin alivio, que es el más cruel de los llantos.

—Sólo te tengo a ti, padre mío—clamaba la infeliz con el rostro pegado al retrato—; socórreme, protégeme, indícame el camino que debo seguir en esta tribulación. ¿Para qué te fuiste? ¿Por qué nos abandonaste tan pronto? Si tú vivieses nada de esto hubiera sucedido... ¡Pobre padre mío! ¿Por qué no nos llevaste contigo? ¡Cuánto mejor hubiera sido!

Y tornaba a llorar desconsolada y a besar vehementemente la fotografía. Un abatimiento sin límites la había invadido e iba cayendo en un profundo estado de postración física e intelectual. Semejaba una marioneta rota, tronchada, sobre el retrato. Era un marasmo de la voluntad, una anestesia de la memoria, una carencia total de ideas definidas. Poco a poco fué quedando como alelada; sumida en la inconsciencia, ni pensaba ni sentía; allá, en las profundidades de su cerebro, brotaban embriones de ideas, que morían antes de adquirir desarrollo, antes de que se concrecionaran y definieran. Como si la ataxia y la adinamia que sufría hubiéranse fijado preferentemente en su inteligencia el pensamiento, errático y sin fijeza, saltaba de una idea a otra que no guardaba la menor relación con la primera, sin coordinación, sin ilación, sin método, sin nada que encauzara y ligase estos pequeños raciocinios. Un estado caótico, en que ninguna conclusión podía alcanzar ni adquirir, reinaba en su mente. Antes de que un pensamiento se hubiera determinado, otro rudimento de pensamiento lo derrocaba, que a su vez era también derrocado antes de precisarse y acusar su contenido. Eran gérmenes de pensamientos, larvas de ideas, que no llegaban al estado de crisálidas. Y a ratos, ni eso: la nada, la insensibilidad completa, la ausencia total de discurso. Sólo los suspiros, que de tiempo en tiempo levantaban su pecho, eran indicios de vida.

Después de aquellos tres o cuatro días, durante los cuales ni casi había probado bocado ni sin casi había dormido, al aflojarse la gran tensión nerviosa que milagrosamente la había mantenido en pie, la extenuación, el descaecimiento por el derroche de fuerzas gastadas y no repuestas, tenía que presentarse.

En este estado de ataraxia, de imperturbabilidad inconsciente, permaneció varias horas, no sabia cuántas; cuando comenzó a recuperar la conciencia de sus actos, cuando empezó a percibir atisbos de sensaciones externas, cuando principiaron a fijarse sus pensamientos y a enlazarse sus ideas, las sombras habían invadido su dormitorio: era noche cerrada. Recordaba vagamente, como en un sueño, que había entrado Aquilina a preguntarle si quería cenar, y que automáticamente, sin darse completa cuenta, había contestado que no. Y al ver liada a sus piernas una manta, acordóse también que le había entrado un frío muy intenso y que se levantó y fué a su cama a tomar aquella manta en la cual se hubo de envolver. Esto era cuanto recordaba de aquellas horas. Y en este estado la sorprendió su tía Angeles entrando por la puerta de la habitación. Mas el porqué de esta visita merece una explicación.

Aquella tarde, entre una partida de billar y unos escarceos por la ruleta, Antoñito, para acabar de tranquilizar su conciencia, «harto susceptible y escrupulosa», respecto a su hermana, creyó conveniente ir a enterar a su tía Angeles del estado de conmoción y congoja en que se encontraba Lola. Sabía que su hermana profesaba a su tía verdadera veneración y confiaba en que ésta seria la más eficaz consejera para aplacarla y calmar su agitación. Y abriendo un paréntesis en sus distracciones, ¿qué no haría él por su hermana?, marchó a casa de su tía. La cual extrañóse de verle entrar, pues desde que se había engolfado en la vida disipada no parecía por allí, por lo que Antoñito se apresuró a explicar con parquedad el objeto de su visita: su hermana estaba fuertemente excitada, había roto con el novio, le habían contado no sabía cuántos infundios, y como él conocía la gran influencia y autoridad que su tía ejercía sobre ella, venía a pedirle que hiciera el favor de ir por su casa a procurar tranquilizarla, pues estaba como para ser encerrada en una casa de orates y temía que hiciese cualquier disparate sonado.

Esto del «disparate sonado» era lo que más preocupaba a aquel cínico de diez y ocho años, que recelaba que su hermana pudiera dar algún espectáculo que turbase «la paz octaviana de su hogar», con lo que probablemente se agotaría el filón de donde él extraía tantas monedas para sus vicios.

Concluyó afirmando:

—Ya la conoces, tía; Lola es un manojo de nervios.

—Lola es toda corazón—rectificó Angeles.

En cuanto Antoñito se marchó, Angeles dió de comer a sus hijos y, tocándose con un velo, encaminóse a casa de Consuelo. Le repugnaba ir casa de su cuñada, pero tratándose de su sobrina, no dudó. Y en cuanto le franquearon la entrada, sin preguntar por Consuelo, dirigióse derechamente a la habitación de Lola. He aquí por qué Lola, al comenzar a renacer a la vida de relación, vióla entrar en su cuarto, como a una enviada de la Providencia.

La muchacha se arrojó en sus brazos llorando a más y mejor, y Angeles procuró calmar su aflicción, prodigándole el lenitivo de sus palabras, cariñosas y alentadoras.

Y al acabar de recuperar entre los brazos de su tía la plena noción de sus actos, el pleno dominio de su inteligencia y de su voluntad, todo lo acaecido desde la tarde del rompimiento con Gonzalo hasta entonces, se le aparecía a Lola desdibujado, esfumado, como perteneciente a un pasado muy lejano. Tenía que hacer esfuerzos de memoria para recordar inciertamente, difusamente, algo de su vida en aquellos tres o cuatro días de vértigo. Las escenas violentas con su madre, la conversación sostenida con su hermano, la misma ruptura con su novio, se le presentaban como una pesadilla remota; eran una visión inconsútil como un sueño: sin relieve ni consistencia. Unicamente conservaba claro y preciso el sentimiento de su infortunio y la idea dominante, persistente y avasalladora, de que la atmósfera de aquella casa le oprimía, le sofocaba, le ahogaba. Ella no era de las que pueden vivir al borde de la ciénaga, de las que pueden aspirar sus miasmas deletéreos sin enfermar. ¿Qué debía hacer?

—Vente conmigo una temporada—le propuso Angeles.

—No; te lo agradezco, tía, pero no es posible. Si no residieses aquí, me iría con gran alegría, pero residiendo en ésta como mi madre, mi ida se prestaría a comentarios y yo no quiero ser causa de difamación para quien me dió el ser... Además, podrían interpretarlo, viviendo Gonzalo en tu misma casa, como que yo me iba a ella por acercarme a él, por atraérmelo, por reconquistarlo... No, a tu casa es imposible. Pero piensa otra solución, yo aquí no puedo seguir. ¡Aconséjame, tía de mi alma!—con esta súplica, que como un desgarrador lamento salió de lo profundo de su corazón, terminó la niña y su voz, pronta a quebrarse en sollozos, era tan desolada, tan angustiosa, como el grito del náufrago que pide socorro.

Su tia, acuciada e impresionada por el doloroso acento de Lola, meditó unos segundos buscando solución al apremiante problema.

—Mira, se me ocurre una cosa—dijo al cabo—. Escríbele al tío Ramiro; el tío Ramiro es bueno, aunque esté algo chiflado. Escríbele, dile que estás algo enferma, que te han recomendado los aires del campo, que venga por ti, que te lleve con él una temporada... Esto me parece lo más acertado... Sí, escríbele; yo también lo haré en el mismo sentido.

—Y crees que vendrá...

—Sí, hija; tío Ramiro te quiere y es muy bondadoso.

—¡Hace tanto tiempo que no lo veo!

—¡Qué le hace! Siempre fuiste su sobrina preferida... Ves, ya hemos dado en el clavo: tío Ramiro viene a recogerte, así yo también lo veré, que hace ya más de dos años que no lo veo, y te vas con él. El campo te sentará bien, olvidas a Gonzalo, que, dicho sea de paso, no merece tu cariño, y cuando vuelvas, hermosa como una flor de mayo, yo me encargo de buscarte un novio mucho mejor que Gonzalo, para que le des a éste en la cabeza—expresó Angeles, bromeando dulcemente.

Lola se dejaba arrullar, como una niña, por las confortadoras palabras de su tía; su alma estaba sedienta de aquel bálsamo, de aquel arrullo maternal que su madre no había podido proporcionarle. Y, como una niña desconfiada, volvió a preguntar, insistiendo puerilmente:

—¿Crees que vendrá, tía?

—Sí, tonta, ya te lo he dicho.

—Y en tanto...

—En tanto tienes un poquitín de paciencia.

—La tendré, pero me has de hacer un favor...

—Lo que quieras, hija mía.

—Me has de proporcionar trabajo de los encargos que recibas... Aquí recluida y ociosa, me aburriría mucho... Y a tu casa no quiero ir, ya sabes por qué... Me envías las madejas de seda o de lana, las medidas y yo convertiré en taller este cuarto... Ya sabes que no hago del todo mal esta clase de labores...

—Pero, mujer...

—Nada, tía, me has de hacer este favor, y no creas que trabajaré de balde, el producto de mi trabajo me lo entregarás—mas temiendo que su tía viera un móvil interesado en su petición, añadió enrojeciendo vivamente:—Es que quiero vivir en adelante de mis propios medios; cosa que tomase de aquí, creo que me sentaría como veneno...

Por un convenio tácito ni nombraban a Consuelo ni hablaban de ella. Lola, aunque tardíamente, había comprendido que no tenía derecho a juzgar a su madre, que contra una madre, como contra un padre, no hay nunca razón. Y al rememorar ahora aquellos arrebatos que había tenido con su madre, y que tan remotos, como envueltos entre brumas, se le aparecían ya, se abochornaba. Por eso esquivaba cuanto podía referirse a su madre.

Angeles vió a su sobrina pendiente de su respuesta, comprendió el sentimiento de delicadeza que inspiraba su ruego y contestó accediendo:

—Bueno, conformes, pero me has de obedecer en todo. ¿Has comido, la verdad?

—No.

—Bien. Ahora «mismito» te vas a meter en la cama.

—Como quieras, tía.

Había notado Angeles que su sobrina estaba muy calenturienta, que debía tener una elevada fiebre y quería dejarla acostada. La ayudó a desnudarse y a introducirse en el lecho; la arrebujó y cuando la vió tapada, estampó un beso en su frente, que ardía. Lola la dejaba hacer dócilmente, como si hubiese vuelto a la dichosa edad de la infancia, como cuando era pequeñita y su madre la acunaba.

—Ahora vas a tomarte un vaso de leche—y como Lola hiciese un gesto de rebeldía, añadió:—¡Ya sabes que has prometido obedecerme en todo! ¡Estarás desmayada!.

Llamó Angeles a Aquilina y entregándole una peseta, le ordenó:

—Vaya y tráigase un cuartillo de leche.

Aquilina trató de devolverle el dinero, pero Angeles insistió autoritariamente:

—¡Haga lo que le digo! Y traiga luego un vaso de ella bien caliente.

Cuando Aquilina salió para marchar a la lechería, Lola dijo a su tia:

—Muchas gracias, tía; de otro modo no la hubiera probado.

—No te preocupes, rica mía; todo cuanto necesites vendrá de mi casa. Será un anticipo a cuenta de tu trabajo.

—¡Qué buena eres, tía! ¡Dios te lo pague!

Y en su interior pensó, sin atreverse a exteriorizarlo:

—¡Qué suerte haber tenido una madre como mi tía!

Llegó el vaso de leche humeante y Angeles ayudó a su sobrina a incorporarse para tomarlo. Cuan, do lo hubo bebido, Angeles volvió a arroparla y despidióse de ella.

—Que no se te olvide escribir al tío Ramiro—le recomendó encarecidamente Lola—. Yo lo haré mañana.

—Descuida, hija. Descansa tranquila. Ten cuidado de no desabrigarte, estás un poco destemplada. ¡Verás qué requetebién te sienta el vaso de leche caliente que has tomado! Yo volveré mañana.

Tornó a besarla y se marchó, no sin antes encargar a Aquilina, en la misma puerta de la escalera:

—Tenga usted cuidado por si la señorita necesita algo. Está enferma, debe tener bastante calentura.

Consuelo, en su gabinete, estaba al tanto por Aquilina de todo lo que sucedía, pero ni aun después que se fué Angeles, ni aun sabiendo que su hija estaba enferma, se atrevió a entrar en el cuarto de Lola, y no porque le guardase ni sombra de rencor, sino porque le había cobrado miedo... De buen grado hubiese volado a la cabecera de la cama de ella, pero después de lo sucedido, estaba tan cohibida, tan acoquinada, que le tenía verdadero pavor a su hija, quien se le representaba como un inflexible juez, que después de hacerle abrumadores cargos, inquiriese vengativa: «¿Qué has hecho de mi felicidad, madre?» Y temía a Lola, como temía a Antoñito por otro concepto: a la una, por buena y noble; al otro, por malo y depravado. Estaba en el triste caso de la madre que llega a temer a sus hijos. Como también se encontraba en el no menos triste caso de la madre que no puede velar el sueño de la hija enferma, porque su presencia más puede serle dañina que beneficiosa. Era la madre que sólo conserva ya el nombre de madre, pero que ha perdido todos los atributos de la maternidad, hasta el de poderse sacrificar por los hijos, que es el más alto de ellos.

A la mañana siguiente, Lola no se encontró con fuerzas para levantarse; tenía tal laxitud, tal enervamiento de todo su cuerpo, que para mover cualquier miembro le era preciso hacer un esfuerzo ímprobo. Le dolían las articulaciones: estaba aplanada, molida, como si acabara de ejecutar un violento ejercicio. La cabeza no la tenía tampoco muy firme, se le iba con facilidad, y si trataba de soliviarse un poco, medio se desvanecía. A medía tarde le volvió la calentura.

Fué preciso llamar a don Teodoro, el médico de la familia, que no se atrevió a diagnosticar todavía y que por lo pronto recetó el consabido medicamento febrífugo: la quinina.

Varios días permaneció Lola postrada en cama con unas elevadas fiebres y algo de ataxia; casi no llegaba a quedar infebril; los accesos eran largos e intensos, y cuando la temperatura subía, deliraba. En voz alta llamaba a su tío Ramiro y barajaba y confundía los nombres de su madre, de su hermano y de Gonzalo. Por las mañanas, únicamente, tenía ratos de completa lucidez.

Angeles cuidaba a su sobrina; venía a medía mañana, después de dejar arreglado a su pequeño Luis, darle el desayuno a sus hijos y haber preparado y puesto a la lumbre la comida del mediodía» y ya se estaba al lado de Lola hasta la hora de esta comida. Tornaba a la tarde, habiendo ya dado una vuelta a su casa y efectuado todos esos pequeños menesteres indispensables en un hogar, y no se separaba de ella hasta la noche, viéndola, entristecida, cómo se consumía por la fiebre y cómo su cerebro se poblaba de fantasmas. Había llevado allí labor, siempre animosa e infatigable, y pasábase las horas muertas haciendo punto, sin dar paz a las manos más que cuando había que suministrar el alimento o las medicinas a la yacente, o arreglarle las ropas del lecho. Tenía para su sobrina ternura y delicadezas de madre, y mientras trabajaba, seguía con el alma contristada los vaivenes de la fiebre.

Consuelo continuaba sin atreverse a penetrar en la alcoba de su hija; sólo por la noche, cuando la sentía gritar en el delirio y su cuñada se había marchado ya, asomaba la cabeza por una rendija de la puerta y, desde lejos, contemplaba dolorosamente a Lola. A su cuñada tampoco la veía; Angeles se entendía para todo con Aquilina. Y Consuelo, recluida en su habitación, seguía con el corazón anhelante el curso de la enfermedad de su hija.

Angeles hacía que trajesen de su casa la leche con que se alimentaba Lola, y de la botica, con su dinero, las medicinas que el doctor había prescrito. Dado el estado de la enferma, fácil hubiera sido engañarla y decirle que procedía de casa de Angeles lo que provenía de la suya, pero su tía quería cumplir la promesa que le había hecho de que todo cuanto necesitase se lo proporcionaría ella. Había visto el interés de su sobrina por que así fuera, y como en el fondo de su alma aprobaba aquel rasgo de entereza moral de Lola, hubiese creído que era traicionar a la doliente no cumplir aquel su deseo, tan reiteradamente expresado. Para proceder de otro modo, hubiera tenido Angeles que violentar su conciencia.

Al principio, trató de oponerse Aquilina a esto, instruida por su señora. El primer día que apareció la criada de la viuda de Córdoba con una vasija llena de leche, Aquilina, luego, protestó indirectamente, manifestando a Angeles:

—Dice mi señora que no se moleste usted más en mandar la leche, que precisamente tenemos una riquísima, de confianza...

—Dile a tu señora que me deje hacer a mí; si no, con harto sentimiento mío, no vuelvo más por aquí—contestó Angeles con entereza.

Ante la resuelta actitud de Angeles, Aquilina no insistió. Mas como a la mañana siguiente intentase, antes de que viniera la criada de Angeles, darle un vaso de leche a Lola, ésta se negó rotundamente a probarla. Consuelo tuvo, por lo tanto, que transigir con esta humillación, temiendo que cualquier intemperancia suya agravase la situación y el estado de su hija.

Todas las mañanas, bien temprano, traía, pues, la doméstica de Angeles la leche, y entraba con la lechera hasta el cuarto de Lola, para preguntarle cómo había pasado la noche, y para que viendo la enferma que su alimento era enviado por su tía, lo tomara sin inconveniente. Dos o tres horas más tarde llegaba Angeles, y Lola le daba las gracias cogiéndole una mano y besándosela con efusión.

—¿Cómo pagarte lo que haces por mí?

—¡Calla, tontuela!

Angeles le arreglaba el embozo, le daba los papelillos de quinina y en seguida ponía manos a su labor.

Cuando estaba lúcida, Lola le preguntaba con frecuencia:

—¿Escribiste al tío Ramiro?

—Sí, hijita.

—¿Te ha contestado?

—Aún no.

—Pero te contestará...

—¡Claro, boba!

—¡Si yo pudiera escribirle!

—Todavía no debes hacerlo, que estás muy débil y podría írsete la cabeza. ¡Ya lo harás!

Pero a poco volvía el recargo, el cerebro de Lola se llenaba de sombras, y principiaba a decir despropósitos.

Al octavo día, la fiebre comenzó a remitir, los accesos eran más cortos y menos elevadas las temperaturas. Angeles, que por encargo del médico trazaba todos los días el gráfico térmico, veía con alborozo cómo el vértice de la máxima en la curva de temperaturas descendía paulatinamente, y cómo la curva tendía a convertirse en una linea recta.

A los doce días estaba por completo limpia de fiebre, y a los quince, próxima ya la festividad de los Reyes, pudo abandonar el lecho, pero en realidad fué su espectro el que lo abandonó. La muchacha no era ni la sombra de la que fué. A ella, que siempre fué delgada, la fiebre le había consumido sus escasas chichas, y no le quedaba más que la piel sobre el esqueleto. Tenía los ojos hundidos en profundas cuencas y circundados por acusadas ojeras amoratadas, los pómulos salientes, la nariz afilada y los labios descoloridos y exangües. Toda ella estaba tan desvaída, tan aniquilada, que era difícil reconocer a aquella linda y gentil Sulamita de los tiempos de sus amores con Gonzalo.

A duras penas, apoyada en su tía, pudo ir hasta una butaca que le habían colocado junto al balcón.

Algunos días después empezó a alear y cobrar fuerzas, escribió al tío Ramiro, y con tanta insistencia rogó a su tía que le trajese una labor, para entretenerse, según decía, que Angeles consintió en ello, si bien le hizo prometer previamente que sólo trabajaría cortos ratos.

La labor le fué beneficiosa. Tenía una flojedad, una dejadez, una desgana, lo mismo en la parte física que en la moral, que no le permitía hacer nada. Ni aun el piano, al cual fué tan aficionada, tocaba ya. Pero cuando su tía le entregó las madejas de lana y le dió instrucciones, pareció reanimarse, y se puso a trabajar con ahinco. Es que la pobre niña, que conocía la escasez que reinaba en casa de su tía, no quería que por su causa pudiera aumentar, y deseaba indemnizarla, con el trabajo de sus manos, de lo que en ella gastaba, pues lo poco que comía seguía viniendo de casa de Angeles.

La carta a su tío era un conmovedor llamamiento; en él tenía cifrada Lola su postrer esperanza. En aquella carta persistía inconmovible e inalterable la creencia de que de ninguna manera podía continuar viviendo junto a su madre.

«Venga usted por mí, tío querido; tengo el presentimiento que de seguir aquí, moriré pronto. He estado enferma, me he quedado delicada, y necesito los aires salutíferos de esa campiña para recobrar la salud. Además, ya sabrá por la tía Angeles, que le ha escrito, las causas que imposibilitan mi permanencia en esta casa. Mas si por cualquier motivo no pudiera llevarme consigo, yo le expondré otra solución. Por Dios, por mi pobre padre que tanto le quería, no deje de venir sin tardanza.»

La otra solución que tenía pensada para el caso en que le fallase la de irse con su tío, que era con la que Lola estaba encariñada, consistía en pedirle a don Ramiro que le diera la dote que necesitaba para profesar en el convento donde se educó. Ella, a decir verdad, no sentía gran inclinación por el estado monástico, aun siendo como era profundamente religiosa, mas se acogía a él en último extremo, como a un mal menor, sabiendo que allí encontraría la paz que ambicionaba su alma, y prefiriendo esta muerte en vida a continuar en su casa. La vocación ya surgiría con la apacible existencia conventual, decíase. Aunque pensaba ya en su madre sin acrimonia, sin hostilidad, seguía considerando incompatible con su dignidad el permanecer a su lado.

Angeles, que también había escrito a su hermano, volvió a hacerlo, instándole a que viniera a recoger a Lola, «quien se ha quedado tan desmejorada—le decía—que para restablecerse por completo, le es muy conveniente una larga estancia en tu cortijo, donde podrá hacer una vida campestre higiénica».

Don Ramiro contestó diciendo que le era imposible de todo punto ir entonces, porque estaba engolfado en sus labores agrícolas, pero que en cuanto se desocupara algo iría para llevarse a Lola.

VI

A don Ramiro podría presentársele como el tipo acabado del vejete simpático y jovial; era cenceño de carnes, llevaba el rostro rasurado, según es uso entre los labriegos andaluces, y tenía la piel atezada y curtida por el sol y el aire campestres, los ojos vivos y parlanchines y la frente espaciosa y surcada de profundas arrugas. ¿Por qué el terruño marca indeleblemente, con hondos surcos, las frentes de los que sobre él viven inclinados largo tiempo? La frente de don Ramiro semejaba un jeroglífico egipcio, que el más eminente egiptólogo no hubiera descifrado, mas quizá en él estuviese escrita la historia de muchos dolores y desengaños.

No obstante su avanzada edad se conservaba fuerte, ágil y saludable. En su juventud había sufrido cierto desencanto amoroso que lo apartó para siempre de la senda del matrimonio. Y aunque malas lenguas aseguraban que después había mantenido amoríos con rapazas triscadorcillas y nada zahareñas de su hacienda y de otras limítrofes, no parece que tales habladurías pasaran de ser cuentos bucólicos, sin consistencia ni realidad, que los tiempos no están para églogas, y ni los príncipes se enamoran ya de zagalas que apacienten ganados y se bañen en la clara linfa de los arroyos, ni los propietarios acostumbran a sostener martelos con las hijas y esposas de sus servidores, que tales entretenimientos suelen pagarse harto caramente.

Poseía don Ramiro en Lucena el casón solariego de los Méndez de Cabrera, pero residía la mayor parte del año en su cortijo de «La Quebrada».

¿Por qué sus familiares y convecinos dieron en decir que don Ramiro «estaba tocado», que en sus facultades mentales reinaba el desequilibrio? Pues sencillamente porque huía de la ciudad para sepultarse en el campo; porque prefería él trato de zafios rústicos al de los señores del pueblo; porque, en las noches invernales, le placía más oir relatar cuentos y consejas al amor de la lumbre, bajo la ancha campana de su chimenea cortijera, que oir murmuraciones en el casino pueblerino. Todo esto, dada su fortuna que le permitía vida menos retraída, parecía inconcebible, y como, por añadidura, tenía otras rarezas tan desusadas como las de no saludar al cacique, volver la espalda al alcalde cuando no administraba honradamente los fondos del común, dejar con la palabra en la boca al interlocutor cuando su plática le encocoraba, y otras salidas por este estilo, sus vecinos dieron en decir que tales inurbanas genialidades eran «cosas de don Ramiro». Como de «tener cosas» a «estar mochales perdido» no hay más que un paso, y la vida apartada y huraña del caballero, siempre encastillado en su cortijo, hacía presumir que lo había dado, la gente tuvo por verdad inconcusa que don Ramiro «no se encontraba en sus cabales», y a poco ya afirmaba que «estaba más loco que una cabra». Pero aunque pasase por perturbado y le llamaran chiflado y otras lindezas, el corazón, cuando menos, lo tenía muy cuerdo, pues era caritativo y sensible, lo que le llevaba a compartir y compadecer sinceramente las desgracias del prójimo, «vicio» sumamente raro hoy en día.

Era también muy puntilloso en cuestiones de honor y muy pagado de su noble origen y ascendencia, cuya historia conocía al dedillo. Y para remate de esta esquemática semblanza es fuerza decir que, a pesar de ser bastante culto, pues era muy aficionado a leer, siendo éste su principal solaz en las largas veladas campesinas, abominaba de la civilización y del progreso. Para él la Humanidad debería retrotraerse a la era en que es fama que los mortales gastaban un pámpano por toda vestidura y una rama de árbol aguzada por toda arma, y hasta el pámpano y la rama las encontraba ociosas.

Don Ramiro llegó a Madrid en los primeros días de febrero y fué a hospedarse casa de su hermana Angeles, quien le comunicó una desagradable novedad: Lola había cogido un enfriamiento en la convalecencia de las fiebres nerviosas que había padecido, cuando aún se encontraba muy delicada y débil, y a consecuencia de él había sobrevenido una bronquitis, que la tenía otra vez postrada en cama; su estado, sin ser de extrema gravedad, inspiraba cuidado.

Al recibir esta noticia, don Ramiro, que venía para pocos días, experimentó gran contrariedad, además del disgusto consiguiente al mal estado de su sobrina. Indagó de su hermana las causas que motivaban su llamamiento y a que aludía la carta de Lola, y Angeles, comprendiendo lo difícil que sería ocultar a don Ramiro la verdad, tomó el partido de franquearse y contarle cuanto sabía acerca de las ilícitas relaciones de Consuelo con Fernando Castrillo, a quien el caballeroso Méndez de Cabrera conocía de Córdoba; de los amores de Lola con Gonzalo; del rompimiento de estos amores y de os motivos que lo habían provocado; de la gran pesadumbre que con ello llevó la muchacha, apasionadísima por su novio y que vió mataban de un solo golpe las ilusiones de su amor y los respetos que por su madre sentía; de la crisis nerviosa que este disgusto le causó y que degeneró en unas fiebres aniquiladoras, y por último, de la grave recaída que había sufrido cuando principiaba a reponerse.

Gran indignación le produjo esta relación al buen caballero, tan celoso de su honor y del de su familia, de la cual se consideraba jefe. A más de las desventuras que la conducta desenvuelta de Consuelo había atraído sobre los hijos de su hermano, y en mal hora también hijos de ella, estaba el ultraje que se había inferido al glorioso apellido Méndez de Cabrera, el baldón que había manchado aquella estirpe sin tacha, de la cual él se consideraba como su más autorizado representante y como el legítimo mantenedor de sus prestigios. Mas apenas si exteriorizó su enfado; sólo dos o tres puñetazos que descargó sobre una mesa, mostraron su indignación. Serenóse pronto aparentemente, y después de comer fué con Angeles a ver a Lola, y sin preguntar por su cuñada, entró en el cuarto de su sobrina.

Lola inspiraba serias inquietudes a don Teodoro, el médico de cabecera. El proceso inflamatorio de la bronquitis se había propagado al tejido pulmonar. A la auscultación, aparecían la broncofonía y el soplo en diferentes puntos de los pulmones, preferentemente en las bases. La temperatura se mantenía alrededor de los 40. Los esputos eran ligeramente sanguinolentos. El pulso era frecuente y tenía algo de disnea. En pocas palabras, todo el cuadro sintomático de la terrible bronco-pneumonía.

La muchacha, con la cara muy pálida y los labios azulados, recibió a su tío con marcadas muestras de alegría, pero apenas si la dejaron demostrar su contento, recomendándole que no se moviera y que no hablase. Con los ojos solamente, con aquellos ojos a quienes la fiebre prestaba aún más brillo y que desde lo profundo de sus órbitas miraban dulces y resignados; con aquellos ojos, que eran lo único atrayente que quedaba en su rostro, tan bello y agraciado poco antes, dió con efusión las gracias a su tío y expresó el alborozo que su llegada le causaba.

¡Al fin había venido el tío Ramiro!—pensaba in pectore la muchacha, que añadía con tristeza:

—¡Ahora que ella no podía ponerse en camino! ¡Qué contrariedad!

Quedó unos segundos con la vista fija, perdida en el infinito, y al cabo de ellos, el desaliento dejó plaza a la resignación.

¡Cúmplase la voluntad del Señor!—terminó diciéndose la cuitada—. Si Él no quiere disponer ahora de mí, cuando me ponga buena me marcharé con mi tío. Y si quiere disponer, ¡tanto mejor!

Lola estaba medio sentada en su yacija; varias almohadas colocadas por detrás sostenían su busto. Una tos imperiosa y dura la agitaba casi constantemente. La fatiga no le permitía sosegar.

Sus tíos procuraron animarla, era una grippe sin importancia, pero ella los oía con la mirada impregnada de suave melancolía, como quien no se forja demasiadas ilusiones acerca de su estado. Don Ramiro continuó afirmando que la enfermedad que la aquejaba no era nada de cuidado, que no tuviera aprensión, y que en cuanto se mejorara y estuviese en condiciones de emprender el viaje, volvería por ella, pues ahora no podía detenerse más de cinco o seis días. En su cortijo acabaría de echar las dolamas fuera y se pondría como nueva, mejor que había estado nunca: ¡menudas medías suelas que aquellos aires tan puros echaban a los pulmones! Con tan vivos colores pintó la vida campestre que le aguardaba, que Lola acabó por sonreír: un rayo de optimismo había penetrado en su alma. ¡Es tan difícil ser pesimista a los diez y siete años! El viejo con su charla le iba infundiendo esperanzas.

Encontrándose con ella Angeles y don Ramiro llegó el galeno, que volvió a reconocer con el estetóscopo a la paciente. Seguían los estertores finos y diseminados. Cuando los focos congestivos iban desapareciendo de un punto del pulmón, aparecían en otra región del mismo. Aquella apariencia de movilidad de la bronco-pneumonía desesperaba y desconcertaba al bueno de don Teodoro, que llevaba varios días luchando con la dolencia a brazo partido. El mal se le escurría de entre las manos y cuando ya lo creía vencido en un sitio, asomaba la oreja por otro. No fiándose de que le aplicasen bien las ventosas secas que como revulsivo tenía prescritas, él mismo se las puso aquella tarde.

Despidióse el doctor y don Ramiro, que había consultado el reloj, viendo que eran las cinco, marchóse con él, diciendo a su hermana que iba a hacer unos encarguillos. Salió tan tranquilo que Angeles no pudo suponer la resolución que había tomado y que se disponía a ejecutar.

Don Ramiro, ya en la calle, inquirió del médico:

—Dígame la verdad, doctor, ¿cómo encuentra a mi sobrina?

—Mal, bastante mal; sin embargo, no pierdo del todo la esperanza, no es un caso desesperado. A poco que responda su naturaleza venceremos. Eso es lo peor, que es un organismo tan pobre...

Estas palabras de don Teodoro llenaron aún más de tristes presagios el ánimo del longevo don Ramiro y le afirmaron en su empeño. ¡Su sobrina era un caso perdido!

Cuando don Ramiro y el doctor salieron, Lola manifestó a su tía que deseaba confesarse, a ver si Dios quería concederle la salud y podía marcharse Angeles, a quien pareció de perlas la idea, prometió traerle aquella misma tarde a don Melitón para que se confesara con él y, con efecto, no tardó en abandonarla para ir a buscarlo.

Entonces entró Consuelo en la habitación de su hija; ya entraba en ella, pero no queriendo encontrarse con su cuñada, lo hacia cuando ésta no se hallaba con Lola. El día en que don Teodoro declaró que la muchacha no le gustaba y que la encontraba de gravedad, Consuelo, no pudiendo contenerse más, penetró para verla en su dormitorio, en cuanto se fué Angeles.

—¿Cómo estás, Lola, hija mía?—habíale preguntado.

—Tengo un poco de fatiga, pero no estoy mal, mamá—contestó la joven.

Y como Consuelo se acercara y la besase, Lola susurró:

—¡Perdóname, mamá!

—Tú a mí, hija mía—exclamó Consuelo conmovida y abrazóse llorando a Lola.

Y con los rostros juntos, confundieron sus lágrimas. Con estas cortas frases verificóse la reconciliación de la madre con la hija, que cuando las almas hablan las palabras huelgan.

Desde entonces, Consuelo se quedaba por las noches velando a su hija y dejaba a Angeles que la cuidase durante el día. Pero madre e hija cruzaban pocas palabras y nunca hacían alusión a lo pasado.

Consuelo se encontraba sola, aislada; fuera de su cuñada y del médico nadie llamaba a su puerta; ninguna de sus amigas, ni aun sabiendo que su hija se hallaba gravemente enferma, había ido a informarse de su estado; qué más, si la misma Clotilde le negaba ya el saludo. La de Reguilla había vuelto de su veraneo hecha un brazo de mar, pues antes de su regreso había recalado en París, para darse una vuelta por sus grandes almacenes, sin rivales en el mundo, y para visitar las exposiciones de los modistos de fama, habiéndose gastado un dineral en trapos.

Aquella tarde, cuando entró Consuelo, su hija le dijo:

—Me voy a confesar, mamá. La tía Angeles ha ido a por don Melitón. Pero no te alarmes, que no me encuentro peor.

—Como tú quieras, hija mía.

Por eso, al regresar Angeles con don Melitón, vió a su cuñada en el cuarto de Lola. A Consuelo le había parecido que debía permanecer allí, tanto por la solemnidad del acto que se preparaba como por venir gente extraña a la familia.

Angeles, como si la hubiese ya dejado instalada a la cabecera del lecho al partir y como si nunca hubieran interrumpido sus relaciones, preguntó con la mayor naturalidad a su cuñada cómo seguía la enferma. Consuelo le respondió que lo mismo, y después de saludar a don Melitón, retiróse con Angeles a una habitación inmediata, para que el sacerdote confesara a la doliente.

Don Ramiro, desde casa de su sobrina, dirigióse muy sereno y con reposado paso al Congreso, entró en él por la calle de Floridablanca, preguntó a un portero por el diputado señor Castrillo, diciendo que le avisaran que un paisano suyo quería saludarlo, y cuando Fernando se presentó en la sala de visitas, sin más preámbulos, le dijo:

—¡Es usted un completo canalla!

Y uniendo la acción a las palabras, abalanzóse a él y le atizó un sonoro bofetón de esos de cuello vuelto.

Castrillo, a quien cogió desapercibido la agresión, repúsose al instante, y como no era manco, sino que estaba dotado de buenos puños, asestó un par de puñadas al anciano, que se tambaleó y estuvo a punto de caer. Sin tener en cuenta que su adversario, como era natural por su menor edad, le aventajaba mucho en vigor, don Ramiro volvió sobre el diputado, pero algunos ordenanzas y otras personas, que atraídos por el ruido entraron, interpusiéronse y los separaron.

Mas como era consiguiente, armóse el primer revuelo en el Palacio de la representación nacional. Unos amigos se llevaron a Castrillo mientras los ujieres detenían a don Ramiro, para ponerlo a disposición del Presidente de la Cámara, que había sido informado del suceso. El Presidente mandó formar un somero atestado, en el cual noblemente depuso Fernando quitando importancia al hecho y declarando que habiéndose golpeado mutuamente y al unísono, no podía precisar de quién partió la agresión. En unión de este atestado y con un guardia de Seguridad, don Ramiro fué conducido en un coche del teatro de su hazaña al juzgado de guardia. El juez, después de tomarle declaración, púsole en libertad.

Pero con todos estos trámites, eran cerca de las once de la noche cuando el arriscado vejete penetraba por las puertas de la casa de su hermana, quien habiendo regresado del lado de Lola, a poco de terminar la confesión de ésta, creyendo que ya estaría don Ramiro de vuelta, encontrábase extraordinariamente desasosegada con su tardanza.

Don Ramiro, tan jovial como siempre, excusóse diciendo que se había retrasado por haberse tropezado con un antiguo amigo, guardándose de referir nada del lance con Castrillo.

Pero el hecho, por el sitio y la hora en que había ocurrido, tuvo gran resonancia. Diputados, políticos y periodistas, a quienes cogió en el Congreso la pendencia, la comentaban y abultaban por salones y pasillos sin dar en el quid. Unos decían que el agresor era el padre de la mujer de Fernando, de la cual se sabia que estaba separado; otros, como Castrillo tenía fama de conquistador, que era un esposo burlado. Cuál aseguraba que se trataba de un complot sindicalista y cuál otro que era con un enemigo político de su distrito con quien había reñido. Hasta que otro diputado cordobés, que vió y conoció a don Ramiro y que también conocía d Consuelo y estaba informado de sus andanzas, supuso cuál debía ser el origen de la cuestión y lo contó tal como lo supuso en el salón de conferencias, ante un gran corro de oyentes. Entonces, el senador González de la Fuente, allí presente, declaró que el colega de Fernando debía haber puesto el dedo en la llaga y perdiendo por una vez su mesura y ecuanimidad, abominó de Consuelo, de quien la de Reguilla le había contado horrores. Además, él estaba justamente resentido con Consuelo, pues con ese derecho que todo hombre cree tener para abordar a la mujer que le consta anda en malos pasos, habíase permitido hacerle ciertas insinuaciones en más de una ocasión, a las cuales ella no había dado oídos, atajándole siempre antes de que por completo se descubriera y haciéndole comprender que no todo el monte era orégano. Narró amplificado, como visto con lente biconvexa, cuanto sabía de los deslices y devaneos de la viuda con Castrillo, aventurando que tal vez no fueran los únicos, y refirió cómo esta execrable conducta había motivado la perdición de sus hijos. Dijo, con frase gráfica, que Consuelo, a quien calificó de casquivana, no es la madre, sino la hembra que pare, lo cual no es lo mismo ni muchísimo menos. Ninguno de los augustos atributos de la maternidad afirmó, ornan a las mujeres de la índole de Consuelo, a quienes debía privarse de la patria potestad. Terminó su catilinaria, apodándola la Saturna, la mujer que inconsciente devora los frutos de sus entrañas. El mote hizo fortuna y desde aquel día, Consuelo fué conocida por la Saturna en la villa y corte, que para estos efectos de comidillas y chismografías es como un pequeño lugarejo. Con todo esto el nombre de Consuelo voló de boca en boca y el escándalo que se formó alrededor de él fué mayúsculo.

Algunos periódicos de la noche, con el título de «Cuestión enojosa», daban una ligera referencia del incidente, citando a los protagonistas por sus iniciales; pero otro, de esos que por «mor» de la perra gorda cultivan todo suceso escandalizativo o morboso, lo refirió con gran lujo de detalles y haciendo transparentes alusiones a la dama origen de la querella, a la cual sólo le faltaba nombrar.

No fué preciso más para que en pocas horas adquiriese Consuelo una triste y resonante popularidad, casi a tiempo que su hija medio moribunda confesaba.

Estas fueron, entre otras, las consecuencias del poco meditado acto de don Ramiro, que en la brusquedad e irreflexión de su genio, había creído no debía dejar sin ejemplar castigo el canallesco proceder de Fernando con la viuda de su hermano, y en vida también buen amigo de Castrillo, y sobre la marcha, sin más trámites dilatorios, le había aplicado la condigna pena que juzgó merecía. En su interior, estaba muy satisfecho y ufano, pensando que él le había cruzado la cara como hacen los caballeros, mientras que el otro se había limitado a darle unas puñadas como hacen los rufianes. El no podía remediarlo, era un impulsivo, «un primitivo» que no sabia recatar sus sentimientos ni encubrir su pensar: no conocía el disimulo. Lo mismo que era tan afable, campechano y a la pata la llana para quien le fuese simpático, para quien le desagradaba era todo aspereza, entono y hostilidad. Y si el que le jugaba una partida serrana se encontraba al alcance de sus manos, el primer ímpetu ya se sabia que era romperle los morros, sin entrar en más razones ni circunloquios. En cambio, no era vengativo ni guardaba rencor. Así era él, con esta llaneza, con esta intemperancia, con esta rudeza, que quizá el trato con gentes rústicas, montaraces y sencillas le había comunicado, mas sin que hubiera tomado de ellas su intrincada gramática parda. Todo esto era lo que constituía su «chifladura» en el sentir de las gentes, chifladura bien peligrosa para andar en sociedad.

Otro motivo de complacencia hubo de encontrar don Ramiro en el hecho de abofetear a un diputado, independientemente de la personalidad de éste. El, enemigo acérrimo de los políticos, a quienes juzgaba los causantes de todos nuestros males, al abofetear a Castrillo creía haber abofeteado al Congreso entero, con leones y todo. ¡Maltratar a un parlamentario! ¡Con el encono que les tenía! ¡Ya podía morirse tranquilo!

Esperaba el de Cabrera que Fernando le enviaría los padrinos, pero cuando pasaron las veinticuatro horas de rigor sin que lo hiciese, lo tuvo por un fementido malandrín, por un cobarde bellaco. ¡Si, indiscutiblemente era un ruin follón, sin honor ni dignidad!

Fernando, con muy buen acuerdo, había entendido que cruzar las espadas con aquel anciano no le hubiera hecho ningún favor y hubiese sido armar más ruido alrededor del asunto.

Pero al envalentonado don Ramiro le rejuveneció el lance, marchaba por la calle más erguido y hablaba con voz más fuerte y campanuda.

Como la hembra que sale mala y torcida da ciento y raya al mismísimo Barrabás y es capaz de inventar crueldades tan refinadas que no las imaginaria todo un consejo de inquisidores, que por algo dicen los textos sagrados que «la maldad de la mujer es la suma malicia», la aviesa doña Casilda, en cuanto se enteró del suceso, compró todos los diarios que hacían relación de él y se los llevó a sus futuros consuegros, para que vieran lo acertadamente que habían obrado obligando a su hijo a concluir con Lola. Y no paró aquí, sino que no atreviéndose a dárselos también a Angeles, quien la había tratado tan fríamente la última vez que la visitó que no le habían quedado ganas de volver por allá, discurrió una crudelísima infamia, de esas que sólo pueden cocerse en un menguado meollo femenino, y fué ello que, conociendo por Sol que Gonzalo guardaba en un cajón de su mesa todas las cartas que durante sus relaciones enviara a Lola y que ésta le había devuelto, pidió a su nuera en cierne que se hiciera con uno de los sobres escritos que estuvieran en mejor estado y que por haber sido llevado a mano no tuviese franqueo postal.

—Es para mandarle a Lola—explicóle a Sollos recortes de periódicos que refieren la polvareda que se ha levantado con el deshonesto proceder de su madre; así, creyendo que se tos envía Gonzalo, perderá toda esperanza de volver a engatusarlo y consolidaremos la ruptura. Yo lo hago porque sé el interés que tienen tus padres en que esas relaciones no se reanuden.

Como Gonzalo era bastante descuidado para sus cosas y solía dejarse abiertos los cajones de su mesa, fácil le fué a Sol escoger el sobre que le pareció más a propósito para el objeto que doña Casilda se proponía y entregárselo a ésta, quien metiendo en su interior los susodichos recortes de prensa, lo envió a su dirección con un continental.

En honor a la verdad se ha de decir que cuando días después supo fortuitamente Sol la enfermedad de Lola, pues con Rafaela no se trataba desde la tarde del desaire, arrepintióse de haberle facilitado a doña Casilda el sobre que le pidiera para remachar más el rompimiento de Gonzalo con su ex novia. Pero el golpe estaba ya dado.

Cuando Lola recibió la carta, al reconocer en el sobre la letra de Gonzalo, creyó que éste se habría enterado de su enfermedad y que le escribía interesándose por su salud. Abrió la misiva esperanzosa, mas al encontrar y leer los recortes sufrió la primer decepción. Pensó que Gonzalo no había tratado más que de probarle la certeza del aserto que respecto a su madre le hiciera el día en que rompieron, sin parar mientes siquiera en la gravedad de su estado. Esto y el comprobar la resonancia y publicidad que las relaciones de su madre habían alcanzado merced a aquel impremeditado e insensato bofetón de don Ramiro, le produjeron la gran desazón e hicieron que aquella noche le subiera aún más la fiebre.

Aquel animal dañino que era doña Casilda podía estar satisfecho: su redomada villanía, esencialmente mujeril, había obtenido el resultado apetecido. Y ya que hablamos de esta víbora, es cosa de decir que la casamentera señora andaba muy atareada buscando novia a Gonzalo, sin duda pensando aquello de que la mancha de la mora con otra mora se quita. Pero Gonzalo huía de ella como del Enemigo malo. ¡Menuda «fila» le tenía! Y, además, ¡se ponía tan jaquecosa e insoportable con sus panegíricos de ventajosos partidos! No había muchacha casadera rica que conociese, de quien no hiciera «el artículo» ante Gonzalo si lo cogía a tiro. El cual, con esto y con lo pasado, acabó por cobrar tal manía a doña Casilda, que si al llegar a su casa se enteraba de que se encontraba en ella, tomaba soleta y se volvía a la calle.

Afortunadamente, como nadie muere hasta que Dios quiere, Lola, después de luchar encarnizadamente con la Intrusa, consiguió también por esta vez vencer a la enfermedad que la retenía en cama. Mas, como era natura!, quedó tan sumamente delicada, resentida y desmejorada, que en algún tiempo fuera desatinada locura pensar que pudiera ponerse en camino. Como reliquia de su dolencia quedóle una tosecilla que a Angeles no le gustaba nada, mas don Teodoro la tranquilizó asegurando que con el tiempo se le iría gastando y que acabaría por desterrarla por completo.

El famoso don Ramiro demoró unos días su partida hasta dejar a Lola fuera de peligro. Y como en este tiempo llegaran los carnavales y con ellos viniera su sobrino Carmelo a pasar junto a su madre los días de vacación, el anciano gustaba de entablar con éste animadas pláticas, instruyéndolo en las labores agrícolas, en que don Ramiro era muy perito, y en otros conocimientos. Pero principalmente sus discursos versaban sobre temas relacionados con el grandioso pretérito de su familia: las historias de los Méndez de Cabrera y de los Córdoba, con las hazañas que los insignes varones de tan preclaros linajes llevaron a feliz término. Ya que Carmelo vestía el honroso uniforme de los artilleros, era preciso imponerlo en las grandezas de su casa, para que fuese un esforzado continuador de sus glorias, y en caso preciso cuando él faltara, un vengador de los ultrajes que a su familia pretendieran inferir. Lo mismo que él había lavado con sus propias manos la mancilla con que Castrillo había tratado de manchar el honor de la familia, Carmelo vengaría en lo venidero otras posibles afrentas. Porque el que un extraño pretendiera afrentarlo era irremediable; lo imperdonable y deshonroso hubiera sido que no hubiese habido ningún Méndez de Cabrera que volviera por el honor de la casta. Venturosamente, en aquella ocasión él había llegado a tiempo; pero para cuando no existiera, que ya era sobradamente viejo y el día menos pensado estiraría la pata, era necesario que hubiese otro de la familia con aptitud para velar por tan sacrosantos deberes. Con su otro sobrino Antoñito, cuya pigricia y ruines inclinaciones conocía, no había por desgracia que contar para estos menesteres. Antes daría el olmo peras que Antoñito acciones caballerescas.

El de Cabrera, que era muy competente en Genealogía y Heráldica, especialmente en los puntos que se relacionaban con sus apellidos y con los ligados a éstos, hablaba a Carmelo del ilustre y dilatado linaje de los Fernández de Córdoba, que «tantos reinos a su rey ganaron», cuya familia tuvo vinculado el honroso cargo de Alcaide de los Donceles, y que fué tronco de las casas de los marque ses de Comares, de los de Priego, de los condes de Cabra y de tantas otras esclarecidas estirpes. Remontábase en la genealogía de los Fernández de Córdoba hasta aquel caballero gallego Vasco Fernández de Temez, que floreció en el siglo XII y que fué enterrado cerca del antiquísimo Monasterio de Celanova, que fundó San Rosendo, colocándose en su sepulcro un epitafio que así rezaba:


AQUI YAZ VASCO FERNANDEZ DE TEMEZ PEQUEÑO DO CORPO E GRANDE DE ESFORZO BOO DE ROGAR E MAO DE FORZAR.


Y gateando por el casi milenario tronco aún subía más arriba. Contábale asimismo hechos de Alonso Fernández de Córdoba, señor de Aguilar, que dió tan admirables pruebas de arrojo en la batalla de Aljubarrota, la famosa rota de las armas castellanas; de las inteligentes campañas del Gran Capitán en Italia y de las empresas de otros insignes caudillos de este apellido.

De los Méndez de Cabrera narrábale mil episodios y anécdotas, mencionando muchos de los linajes con que estuvieron emparentados sus antepasados, entre ellos el del famoso don Rodrigo Ponce de León, primer y único duque de Cádiz; el de los condes de Arcos, después duques con igual denominación, y los de otras linajudas familias. Explicábale también su blasón: tres cabras de sable en campo de oro, orladas de castilos de oro en campo de gules, y cruces de Calatrava de sable en campo de plata, alternadamente.

Don Melitón, cuando veía a su entrañable amigo don Ramiro enzarzado en estas pláticas con su sobrino, le decía:

—¡Bien estás forjando el alma del muchacho en el yunque del pasado! Entre su madre y tú conseguiréis hacer del futuro artillero un militar más bravo y pundonoroso que Daoiz y Velarde en una pieza.

Don Ramiro se volvió a sus campos muy orgulloso; su viaje, que calificaba de providencial, había sido bien aprovechado: había castigado una imperdonable injuria y había instruido a aquel cachorro de león que era su sobrino Carmelo en los deberes a que le obligaban los gloriosos apellidos que ostentaba. De Carmelo se fué tan entusiasmado, que prometió hacerle depositario de unos pesados infolios, empastados en pergamino y de hojas manchadas por la humedad y roídas por las lepismas, que conservaba, y en donde podría ir ampliando los conocimientos que, en aquellos escasos días, le había sido posible transmitirle sobre su ascendencia.

Consuelo apenas salía a la calle; de tarde en tarde se veía ya con Fernando. Y es ocioso consignar que Castrillo no había vuelto a pisar el piso de su querida. La viuda evitaba cuanto podía las entrevistas con Fernando; habían perdido para ella casi todo su encanto. Antes de ir al domicilio de su amante, donde ahora únicamente se veían, dudaba, vacilaba mucho, y cuando al fin se decidía, caminaba inquieta y desilusionada, como si la llevasen a rastras, y no iba guiada por la concupiscencia ni por la pasión, sino casi exclusivamente por la precisión de lograr dinero: dinero para las necesidades de su casa y, sobre todo, para tapar la boca a aquel hijo infame que, roto ya todo freno, se despeñaba por la cuesta abajo del vicio. Sí; obraba a estímulos del interés, y no era que fuese interesada, era que la máquina de vivir que se había forjado la tenía cogida entre sus engranajes. Necesitaba imprescindiblemente a Fernando para seguir viviendo en el mismo pie que hasta entonces; lo necesitaba para poder sufragar los dispendios de Antoñito, cada vez más encanallado, exigente y amenazador. Pero de haber podido romper con Castrillo, hubiera roto sin tardanza ni vacilación; estaba muy pesarosa, más por las consecuencias que por sincero arrepentimiento, de aquel desliz que a tan alto precio estaba pagando. Pero no podía: Antoñito armaba el gran alboroto cuando a su madre le era imposible complacerlo en sus demandas, y cogía lo primero que encontraba y lo llevaba a empeñar o lo vendía.

Cuando se resolvía a visitar a Fernando, Consuelo marchaba atemorizada, sospechando que pudieran verla, que pudiesen seguirla, que la estuvieran espiando. Se desfiguraba cuanto podía, se tapaba materialmente la cara con el velo y daba grandes rodeos, mirando recelosa a cada paso para atrás, antes de decidirse a entrar en casa de él, queriendo extraviar a quien le siguiera los pasos. Y aun así, cuando llegaba a los brazos de Fernando, iba acongojada, temblorosa, sobresaltada, y desde que entraba ya estaba temiendo que a la salida pudieran conocerla, que estuviese alguien en acecho esperándola. Este continuo sobresalto, este temor ininterrumpido, quitaban todo hechizo a los transportes pasionales. Permanecía silenciosa, reservada, retraída, sin poder desechar la pesadilla de su miedo. Con lo cual Fernando empezaba a encontrarla tristona, aburrida, y aunque era dadivoso, comenzaban también a serle gravosas las frecuentes demandas de fondos de Consuelo.

Y de vuelta en su casa seguía siempre Consuelo con la duda de si la habrían visto, de si la habrían reconocido. Era un temor pueril, si se quiere, después de la publicidad que habían alcanzado sus relaciones, pero no podía desterrarlo; se figuraba que su hija creía que había terminado con Fernando, y que si a su conocimiento llegaba que proseguían estas relaciones, su estado feble, enfermizo, hubiérase agravado o el drama familiar se hubiese exacerbado. Era su hija la que más la amedrentaba, la que más respeto le imponía; su hija, que nada le decía, que ni remotamente aludía a lo pasado, que nunca hacía mención directa ni indirecta de Fernando; pero esta misma mudez la tomaba Consuelo por un reproche y a las veces se imaginaba que la mirada de Lola pesaba sobre ella como una acusación. Su pasión por Fernando estaba aplastada, sofocada, por el temor que su hija le inspiraba.

No era sólo Antoñito; Aquilina la saqueaba también a ojos vistos, haciéndose pagar costosamente la tercería con peticiones de adelantos de salario y de préstamos para esto o lo otro, que nunca reintegraba. Pedíale los vestidos aún en buen estado, usaba sus perfumes y lociones con el mayor descaro, y por si todo esto fuese poco, como su novio había sido ya licenciado y estaba el «pobrecito» parado, lo invitaba a comer la generalidad de los días, y allí, en la cocina, pasábase con él la vida sin hacer el menor caso de los quehaceres domésticos.

Y Fermina, la cocinera, era otra a sisar escandalosamente.

Qué mucho que esto hiciesen los criados, si su mismo hijo daba ejemplo de inicua expoliación.

Aquella casa se había convertido en una merienda de negros, de negros perversos y bandoleros.

Consuelo, cada día más abatida por los efectos de su culpa, cada día más aplanada y abúlica, consentía a todo, y cerrados los ojos dejábase llevar por aquella corriente de desorden, sin energía ni autoridad para ponerle un dique, para atajar el desenfreno y hacerse respetar. No se atrevía a contradecir a ninguno, a reprenderlos, ni aun a despegar los labios, porque había que ver cómo le contestaban si osaba alzar un poco el gallo, amonestando ligeramente a cualquiera. Si era a su hijo, entonces era el delirium de chillidos, de improperios, de romper cuanto el joven encontraba al alcance de sus manos. Y si era a alguna de las sirvientas, qué de soeces comentarios a voces en la cocina, para que ella y toda vecindad se enterara, para que su hija oyese cómo la ponían, pues pronto se habían percatado del temor que a la madre infundía la hija. Cierta mañana en que Aquilina, por falta de cuidado, rompió un precioso tibor de porcelana fina y Consuelo permitióse regañarla con mesura, ¡hubo que oiría en la cocina! A grito pelado decía:

—¡Pues no tiene ínfulas ni mal genio la señora! ¡Habráse visto! ¡Cómo se pone por nada! ¡Como si todo el que tiene manos no rompiera! A ella, que le debía importar menos que a nadie, porque con el trabajo que le cuesta ganarlo... Si fuera una, que lo tiene que ganar con el sudor de su frente; pero ella...

Y por este estilo continuó despotricando.

Consuelo corrió al cuarto de Lola y cerró su puerta para que ésta no lo fuera a oir.

A la viuda, sin la menor dosis de prestigio, sin átomo de autoridad, no le quedaba otro recurso en estos casos que encerrarse a llorar.

Si de toda mujer sola siempre hay malvados que traten de abusar, de una mujer débil y a quien la mancilla había hecho perder toda fuerza moral, qué no abusarían.

Cuarta jornada

Por la calle de Sevilla, entre un tropel de gente, desembocaron en la de Alcalá; trataron de entrar en las Calatravas, mas esto, si no materialmente imposible, era un acto rayano en el heroísmo, pues la corriente humana que penetraba en el templo se apelotonaba y apretujaba espantosamente en la angosta entrada. Ellas temieron por sus toilettes y desistieron de la visita a esta iglesia.

Rafaela y So!, pues de éstas hablamos, continuaron calle de Alcalá abajo. Iban ataviadas con la clásica mantilla negra, tan española y tan graciosa, y marchaban acompañadas por sus respectivos novios y escoltadas por doña Micaela, la madre de Sol. Era la tarde de uno de esos tres jueves «que relumbran más que el sol», la del Jueves Santo, y habían salido para correr las estaciones.

Las dos muchachas habían hecho recientemente las paces. Durante el año y pico transcurrido desde los últimos acontecimientos de la jornada precedente, habían permanecido apartadas. Pero, al fin, Sol dió explicaciones a su antigua amiga del desaire que le hiciera, así como a Lola, la tarde de marras, y Rafaela las había admitido por buenas, influyendo no poco para aplacar su enojo y resentimiento la consideración de que su novio era primo de la que le brindaba nueva amistad, que a no mediar tal circunstancia, tal vez la enemistad aún subsistiera.

Aquella tarde, doña Micaela había pedido a Angeles que dejara a su hija que fuera con ella y con So! a visitar los sagrarios, y la viuda de Córdoba no se había atrevido a denegar esta petición por venir de quien venia, pero accedió con íntima contrariedad, que, como sabemos, no le gustaba que su hija saliera más que con ella cuando sabía que Juan Miguel se había de unir a la chica.

Las relaciones de Rafaela y de Juan Miguel tocaban a su término, pues ya se hablaba de contraer connubio. El novio, habiendo terminado la carrera y conseguido ingresar como ingeniero adscrito al servicio de «Vía y obras» en la Compañía de ferrocarriles de M. Z. A., quería casarse pronto y los preparativos habían dado ya comienzo. Nada en realidad tenían que aguardar ya. Como preparación para el matrimonio, Angeles había entregado a su hija las riendas del hogar: la dejaba que llevara la casa, que tomase la cuenta de la plaza y que cocineara. Quería que Rafaela fuera una excelente ama de casa y no un trasto inútil y de lujo en su futuro hogar. Y hacía harto bien y harto requetebién en adiestrarla en el aliño y condimento de platos y manjares, que como muy donosamente ha escrito el P. Graciano Martínez: «;Oh la mujer que sabe no ya sólo guisar, sino también distinguir la naturaleza de los alimentos, para así gastar en su casa los que convengan más y sean más fácilmente digestibles...! La mujer debe tener declarada la guerra a las malas digestiones de los suyos, engendradoras de mal humor, de sequedades y de avinagramientos... El secreto de muchas displicencias masculinas en el hogar está en los garbanzos duros, o en las fritadas grasientas, o en las verduras incoctas, o en el tocino rancioso, o en el aceite revenido que no nutren e intoxican y engendran un genio de todos los mengues».

Un rumoroso río humano subía por las aceras de la calle de Alcalá y se desbordaba por el centro de la amplia calzada, aquel día privada de tranvías y vehículos. A cada paso se cruzaban con grupos de muchachas muy gentiles. Las mantillas, colgadas de las altas peinetas, según la moda actual, flotaban graciosamente encuadrando los animados semblantes. Las faldas, bien cortitas, mostraban una completa y variada exposición de medías de seda caladas con sus contenidos, que eran lo más apetitoso. Sobre los túrgidos senos, bajo los incitadores escotes, ramos de claveles color de fuego ponían una nota sangrienta y detonante sobre el fondo generalmente obscuro de los corpiños. Los brazos desnudos hasta los hombros eran otra nota, si no detonante, incitativa y de «frescura». Y muy airosas, sugestivas y tentadoras marchaban alegres, haciendo equilibrios sobre los altos tacones, y contorneando los bustos para lucir el garbo y la gentileza. Nadie diría que iban a orar ante el Santísimo expuesto, que iban a meditar sobre la crucifixión de Cristo, sino más bien que marchaban a los toros o de verbena. Nadie, a no mirar el almanaque, pensara que era la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo la que se conmemoraba. ¡Qué exhibición de lujo y de caras bonitas! ¡Qué de «flirteos» con los novios, las afortunadas que lo tenían; qué de «timarse», las que no lo tenían, con los pollos que las seguían o, si tampoco llevaban pretendientes al retortero, con el primer joven no mal parecido que las mirase con buenos ojos o sencillamente con el primer mortal con que se tropezaran y que se insinuara un poquito. No por ser Jueves Santo se había de desperdiciar la ocasión de tender la caña con el anzuelo envuelto en la carnada del dulce mirar. ¡Está tan difícil la pesca! ¡Qué cosecha de chicoleos, requiebros y gansadas recogían a su paso las hermosas! ¡Qué diversidad de risas y sonrisas utilizaban para contestarlos! ¡Qué fugaces resplandores de sensualismo brotaban en ellas al choque de sus miradas con las masculinas y cuán permanentes y reconcentrados eran los que despedían los ojos de ellos!

La tarde luminosa, templada y cargada de efluvios primaverales contribuía a tanta nota jocunda en un día tan triste, que más acorde con el año fuese que la Semana Mayor cayese por Nochebuena y Nochebuena por Semana Santa.

Y esto que llevamos dicho constituía lo que pu diéramos llamar la parte inocente de la fiesta, porque había que suponer la de manos que se deslizarían a favor de la confusión en aquellas apreturas y torbellinos que se formaban a la entrada de las iglesias, sin el menor respeto ni miramiento a lo sagrado del recinto. Algunas protestas y chillidos ahogados femeninos eran claro indicio de los tocamientos, pellizcos y sobajaduras con que los «devotos» daban inequívoca prueba de su religiosidad.

Y luego en aquel río revuelto, donde la verdadera devoción y la concupiscencia andaban mezcladas, pecadoras y entretenidas se lanzaban audazmente a la pasajera conquista del hombre. La mantilla, el rosario anudado a la muñeca, el devocionario en la mano y el continente recatado, eran los incentivos de este día, más eficaces por lo desacostumbrados, pero con tales signos exteriores de piedad contrastaban las miradas alentadoras y prometedoras de tantas cosas... Era de los días en que mayores beneficios rendía la profesión...

Dentro de los mismos templos, en su último tercio y en las regiones en penumbra, cuánta irreverencia, cuánta falta de compostura, qué de cuchicheos y risas contenidas.

Era la corrupción de una fiesta eminentemente católica, que más parecía ya una fiesta pagana, gentílica. No eran propiamente unas saturnales, pero parecían una aproximación a ellas, estaban en la misma centena; unas saturnales hipócritas y más perversas, en que la falsa piedad se utilizaba para espolear los deseos. La mayoría de aquella masa de gente sólo era religiosa de nombre, salia a visitar los sagrarios como iba al teatro o a presenciar el paso de una cabalgata: a divertirse, solamente a divertirse, y a dar de paso expansión, si era posible, a los instintos de bestia que los humanos conservamos siempre, debajo de la cáscara más o menos endeble de la educación, que no es más que el arte de reprimirlos en público.

Nuestras conocidas y conocidos siguieron a Recoletos. Después de dar una vuelta por este paseo, marcharon a una de las muchas cervecerías que, con nombre teutón, se encuentran en Madrid. Pidieron unos bocks, y Félix, a quien los percebes sin duda inspiraban, pidió también una ración de estos cirrípedos.

Rafaela y Juan Miguel iban de monos. Rafaela, que era algo celosilla, había creído vislumbrar en los ojos de su novio más entusiasmo y rendido acatamiento del natural, al contemplar a cierta real moza con quien se habían cruzado, y esto la tenía con el semblante hosco y avinagrado.

—Si no lo puedes negar, Juan Miguel, si detrás de aquella mujer se te iban los ojos... Crees que soy tonta y que me trago el paquete en cuanto me dices cuatro ternezas mentirosas; pues estás en un error, que ya sé que todas te gustan menos yo...

—No seas boba, Rafaela...

—Pues podías haberte ido en su seguimiento y dejarme a mi tranquilita...

—Pero es posible que pienses tales sandeces.

—¡Sandeces! Tú es que te figuras que yo me he caído de algún nido... A ésa la has visto antes de ahora... En el modo de miraros bien se comprendía que os conocíais ya.

—Voy a tener que usar gafas para cuando salga contigo, pues en cuanto ves que miro a alguna mujer, sin la menor intención, sin curiosidad siquiera, sin fijarme, inconscientemente, porque a algún sitio he de mirar, ya tenemos la tremolina armada.

—Las gastarás para poder recrearte a tu gusto en la contemplación de tus bellas amiguitas... ¡Inconscientemente! ¿Vas encima a chunguearte de mí? Pues méteme el dedo en la boca a ver si muerdo... Mira, Juan Miguel, o varías de modo de ser o vamos a concluir por rifar... Yo tengo mi alma en mi almario y no dejo que pisoteen mi cariño y mi dignidad en mis propias narices.

La muchacha, a quien se le hubiera podido ahogar con un cabello, se levantó con ánimo de irse a sentar al otro extremo de la mesa, lejos de su novio, donde pudiera ocultar más fácilmente su emoción y las lágrimas, que pugnaban por salir, si al fin conseguían hacer irrupción. Mas Juan Miguel, cogiéndola de un brazo y dándole un violento tirón, la obligó a sentarse de nuevo a su lado.

—¡Estate quieta, tonta!—le ordenó.

Rafaela, roja de vergüenza y de ira al verse tratada con tan poca galantería, revolvióse como una leona y asestó a su novio, con todas sus fuerzas, un bofetón, que dejó turulato y boquiabierto al galán. Mas, arrepentida al punto de su acción, no fué ya dueña de contener sus lágrimas, y rompió a llorar silenciosamente.

A Juan Miguel, el soplamocos un momento le encolerizó, pero, al ver llorar a su amada, se desarmó su cólera.

—Pero, chiquilla, te parece bien dar estos espectáculos. Todo el mundo nos está mirando. Hemos hecho gentes. ¿Por qué me has abofeteado tan sin consideración?

—¿Quién eres tú para agarrarme a mí de un brazo? Tengo aprendido de mi madre que a las mujeres de mi linaje nadie les pone la mano encima como no sean sus maridos, y esto no siendo airadamente. Que si en nuestros varones sería baldón ignominioso el consentir que alguien les cruzara el rostro sin inmediato y sangriento correctivo, en nuestras hembras sería falta de pudor si no era el marido, y falta de dignidad si era éste.

Secas las lágrimas por la vergüenza al recordar la afrenta, parecía una fierecilla con la cabeza alzada y los rizos de las sienes alborotados, al pronunciar estas razones. Su novio, pasado el enojo, la escuchaba sonriendo.

—Oye, tú—le dijo bromeando—, pues para acercarse a hablar con las de tu linaje será preciso llevar una escafandra puesta.

Firmaron las paces, pero ella impuso condiciones:

—Mira, Juan Miguel, si quieres que no riñamos para siempre, no me vuelvas a tocar ni al pelo de la ropa...

—Eso será hasta que nos casemos...

—Con malos modos, hasta la semana que no tenga jueves.

—¿Y con buenos?

—Eso no es para hablado ahora.

No había motivo para que Rafaela se hubiera ofendido tanto. Una de las características de nuestra época es la bancarrota de la galantería. En los tranvías es raro ver a un hombre que ceda el asiento a una dama. En las reuniones es frecuente contemplar a un caballero tumbado a la bartola en su butacón, despidiendo bocanadas de humo y dignándose hacer merced de su atención, con la actitud de un sultán en su harén, a la señora que a su lado, en pie, les habla. Es de la mejor educación que el pollo «bien» le diga cuatro «frescas» a una señorita en su propia cara, y hasta viste mucho que, para fin de su discurso, le señale un jabeque o le pegue un empellón. Todo esto son bromas de salón que la más esmerada educación preconiza hoy en día en las relaciones entrambos sexos. La galantería ha muerto. Fué un producto moderno, exaltado por el romanticismo, y le ha sobrevivido poco. La mujer se ha igualado hoy en derechos al hombre, le hace la competencia en la mayoría de los oficios y profesiones; el hombre, entonces, es fácil que se haya dicho: «Puesto que la mujer pretende la igualdad con nosotros, seámoslo en todo», y ha enterrado la galantería, que los razonamientos en tales casos suelen ser simplicísimos. Lo cierto es que la galantería pasó a la historia.

No olvidó Juan Miguel la lección del bofetón, y ni de buenas ni de malas volvió a propasarse con su novia. Y tan no la olvidó, que es fama que tan pronto como el cura les echó las bendiciones, le dijo a Rafaela:

—Ahora le voy a sentar las costuras a esa fierecita de tu linaje que es ya mi esposa.

—Ahora, Juan Miguel, puedes hacer lo que gustes—contestóle ella melosamente—, que las mujeres de mi casta, si son fieras para quienes no son sus maridos, son mansas como corderas y dulces como el arrope para éstos, y no tienen otro pensamiento, otro deseo ni otro norte que la voluntad de aquel que las llevó al altar.

Félix, entretanto Rafaela y su novio tenían el altercado descrito, bebía cerveza dorada y más cerveza dorada y devoraba percebes y más percebes. Después de hacer boca con estos mariscos, pidió una ensaladilla de pescado y una ración de gambas, amén del correspondiente bock de los grandes. El melenudo vate, poniéndolo en la rubia bebida y en la fauna del reino marítimo, era hombre al agua, o, mejor dicho, a la cerveza. Su elemento hubiera sido un mar de cerveza, habitado por langostinos, ostras y toda clase de moluscos y crustáceos. Así es que en la cervecería se encontraba casi en su elemento. Sol, como en éxtasis, le contemplaba engullir a dos carrillos; su novio era un genio hasta comiendo percebes. ¡Qué talento de hombre!

¡Era mucho Félix aquél! Su megalomanía y su devoción por los tiempos paganos, lejos de decaer, iba en crescendo. En el interior de su casa pretendía montarlo todo en un pie romano o heleno puro, y sus padres, cuando estos caprichos del genial Félix no amenazaban seriamente a su gaveta, transigían complacidos con ellos. Había hecho pintasen de amarillo, en señal de esclavitud, la habitación de Restituta, la cocinera. En ciertos días celebraba las fiestas hermeas, en honor de Mercurio, haciendo que su madre sirviese a la zafia Restituta, con gran asombro de ésta, como los antiguos señores griegos servían a sus esclavos en aquellas fiestas. Se dolía a menudo de que la corta servidumbre de su casa no le permitiera tener un esclavo que hiciera los oficios del accésitor, para que anunciara pompáticamente su llegada, cada vez que entraba en su piso, mas esta falta pensaba remediarla en cuanto se casara y se muriese su suegro. Y por este orden eran muchas sus excentricidades.

Pues en cuanto a su delirio de grandezas, era frecuente que dijera, con «gran modestia», cosas por este estilo:

—Si yo hubiese nacido en los venturosos tiempos de la antigüedad, levantarían templos en mi honor, como el que Tolomeo mandó erigir para honrar a Horacio, y a mi muerte, bustuarios combatirían junto a la pira en que se quemara mi cadáver. En estos menguados tiempos me tendré que contentar con estatuas y con un entierro con coche estufa tirado por caballos empenachados, el día en que muera.

Gonzalo, que le había cogido gran tirria al «mochuelo del Parnaso», como él le llamaba, desde el incidente que por su culpa tuvo con su hermana el día en que terminó con Lola, decía a su primo Juan Miguel:

—A este pseudomodernista le es perfectamente aplicable la definición que Schopenhauer dió de la mujer: «Animal de cabello largo e inteligencia corta.»

—Eres injusto, eso no es más que lo que pudiéramos llamar el sarampión artístico de la juventud, de esa bohemia ávida de significarse, de llamar la atención, de épater. Una vez que convalecen de esta enfermedad, quedan muchos jóvenes de talento y quizá Félix sea uno de ellos.

—No, si a mí en realidad no me parece mal la novísima escuela poética, toda naturalidad y sencillez, que huye de la artificialidad, de la afectación y de la cerebralidad; pero es que Félix no pertenece a esa escuela ni a ninguna, es lisa y llanamente un mentecato. Figúrate que ahora está concluyendo un libro que titula Poemas gráficos, en que los versos son figuras geométricas: triángulos, rombos, trapezoides o dibujos de seres y objetos. El otro día me enseñó uno; era un dibujo con circunferencias, paralelogramos, una palmatoria, unos zorros, unas escaleras y un niño llorando.

—¡Sería una charada en acción!

—Pues esto constituye el colmo de la inspiración, según él.

Aquella noche de Jueves Santo, Félix, en su casa, después de haberse puesto las vestiduras romanas que para dentro de ella usaba, se puso a trabajar; quería terminar su obra de Poemas gráficos, que había de elevarlo al pináculo de la fama, pero su inteligencia se encontraba remisa, su estro no lucía con el esplendor de otras veces. Todos los partos son dolorosos, que por generación espontánea no nacen más que los cardos borriqueros, pero ninguno lo son tanto como los de la inteligencia. Si esto le sucede a la mayoría de los mortales, cuánto no lo serían los de Félix, a quien había que extraer las ideas con fórceps. Qué labor más fatigosa la suya desde el atisbo del pensamiento hasta su cristalización en aquellos renglones desiguales o en aquellas figuras geométricas que él denominaba versos. Con todo, aquella noche su cerebro estaba aún más perezoso que de costumbre; tuvo que dejar el trabajo. De madrugada se sintió bastante indispuesto, llamó a su madre, y ésta, creyendo que su hijo, aquel gran hombre que había tenido la fortuna de echar al mundo, se moría a chorros, puso en conmoción a la vecindad y envió recados al médico de la casa y a todos sus parientes hasta el décimonono grado de consanguinidad, participándoles la inmensa desgracia que amenazaba a la familia.

A poco, toda la parentela, presa de gran consternación, rodeaba el lecho del paciente; ¡qué lástima que pudiera malograrse la honra de la familia! Félix, apretándose con ambas manos el abdomen, procuraba reprimir aquellos insólitos y violentos retortijones de tripas, como si temiese ver salir a éstas disparadas por el aire. Verdaderamente era una zarabanda infernal la que estaban bailando sus intestinos. Cuando el dolor se lo permitía, con opaca voz decía a los presentes:

—No sabéis vosotros lo que perderíais si yo muriera, ni tampoco lo sabe la Humanidad.

Al aproximarse el galeno, Félix, parodiando a aquel orgulloso enciclopedista que decía a su peluquero: «Ten cuidado, que en tus manos tienes la mejor cabeza de Francia», exclamó:

—En vuestras manos, doctor, pongo la más preciosa existencia del Universo.

Afortunadamente, el médico diagnosticó tranquilizando a la familia: era una sencilla indigestión. Los percebes, gámbaros y demás seres acuáticos que la tarde anterior ingirió, habían formado una verdadera mezcla explosiva, a la cual había que dar precipitada salida antes de que pudiera detonar dentro del estómago.

Cuando se retiraba el doctor, penetraba Sol, que también había sido avisada, llorosa y desmelenada. La escena que se desarrolló fué tan tierna que hizo llorar a todos los que la presenciaron.

—¿Qué te pasa, amor mío?—preguntó ella desolada, cayendo de rodillas a los pies del lecho.

—Una pequeña exuberancia alimenticia—contestó él, que no se atrevió a declarar paladinamente: un cólico.

Fué una frase feliz, porque Félix era en todo la personificación de la exuberancia: de la exuberancia poética y hasta de la exuberancia alimenticia.

—Creí morirme, Sol adorada; pensé que no llegaría a estrecharte entre mis brazos regiamente ataviada con la túnica de púrpura de las emperatrices romanas—expresó él, para desvanecer el mal efecto que su prosaica dolencia pudiera haber causado en su novia.

Pero ella no le oía, lloraba en silencio «sin salir de su apoteosis»: ¡También los dioses podían morir! ¡Y de una exuberancia alimenticia!

En aquella casa, no era sólo en el domicilio de Félix donde reinaba el desconcierto esta madrugada; también el de Angeles estaba sobresaltado y en confusión, pues la viuda había recibido aviso de su cuñada participándole que Lola acababa de tener un fuerte vómito de sangre y que se encontraba muy mala. Angeles vistióse precipitadamente y marchó a ver a su sobrina.

Desde que tuvo la bronco-pneumonía, Lola debió quedar dañada de los pulmones: la tosecilla persistía sin que consiguiera desterrarla, y algunas noches tenía ligeras ascensiones febriles. Mas como Lola no se quejaba, pues cada vez estaba más encerrada en su dolor, más silenciosa y reconcentrada, la familia nada sospechaba. Raramente consentía en salir a la calle y vagaba por su casa como una sombra, cada día más pálida, más delgada, más abatida, más huraña; pero los suyos lo atribuían a la tristeza por el desengaño amoroso, hasta que un violento ataque de hemoptisis, que hacía cinco o seis meses tuvo, vino a dar la voz de alarma.

Don Teodoro reconoció minuciosamente a la enferma. El reconocimiento le probó la existencia de cavernas en los pulmones: a la percusión, el sonido timpánico, el ruido a olla cascada, las delataba; a la auscultación, la respiración bronquial ruda y la resonancia metálica de los estertores, las acusaba asimismo. En poco tiempo había adquirido el llamado «hábito tísico»: tenía el pecho plano, largo y estrecho; los hombros inclinados hacia delante y presentaba una demacración acentuada muy alarmante. El mal había andado a pasos de gigante. Examinados los esputos, acusaron la presencia del bacilo de Koch, aunque sin abundancia.

En vista de todo ello, don Teodoro, después de algunos rodeos, dejó caer la fatídica palabra: tuberculosis. Lola, de constitución endeble e hija postrera de padre tuberculoso, estaba predispuesta a adquirir tal dolencia, era un terreno abonado para que en él fructificase y prosperara la terrible semilla. Las fiebres que padeció agotaron sus escasas reservas orgánicas, la bronco-pneumonía la había cogido ya desarmada, antes de que su naturaleza pudiera reaccionar y recobrar energías, y aunque aparentemente logró vencer la dolencia, el traicionero duende quedó allí oculto, en acecho. Y en cortos meses había conseguido minar fuertemente la salud de la joven.

Don Teodoro, que era un escéptico de las modernas doctrinas fisiológicas, según las cuales la tuberculosis sólo se transmite por contagio, seguía admitiendo que la predisposición y la herencia son las causas de que el organismo presente condiciones favorables al desarrollo de los bacilos tuberculosos que recibe. La resistencia que toda naturaleza ofrece a la penetración y desarrollo de microorganismos patógenos, está sensiblemente disminuida cuando se trata del bacilo de Koch, decíase antiguamente, y las modernas teorías confirman esta gran receptividad de la especie humana al bacilo tuberculoso, hasta el punto de afirmar que ni un solo hombre escapa de la infección tuberculosa, que todos tenemos un principio de proceso que puede tomar incremento el día en que cualquier causa favorezca su desarrollo, siendo entonces de admirar las abundantes defensas naturales de que nos hallamos dotados cuando todos los mortales no morimos héticos.

Pero fuera una u otra la causa del proceso, lo indudable era que en Lola había hecho presa el fiero mal.

—Lo peor del caso es que no hay sujeto—terminaba asegurando el galeno—. La enfermedad la coge inerme, sin recursos vitales, sin fuerzas defensivas, después de las fiebres y de la bronco-pneumonía. Es una serie ininterrumpida de desdichas. El que nace para infeliz, se cae de espaldas y se parte la nariz.

Tal fué el dictamen de la ciencia, pero el novelista, más sentimental y dado a poetizar, y el psicólogo, más hecho a ir a la entraña de las cosas, han de discrepar y separarse de este diagnóstico, ¡vayan enhoramala fríos razonamientos científicos! Lola moría sencillamente de amor o de pena, que con frecuencia el amor y el dolor forman un todo indisoluble e indivisible, y el amor, aunque no figure en ninguna patología médica, es enfermedad que puede acarrear la muerte.

Don Teodoro, como hombre de ciencia, dispuso el tratamiento que la ciencia aconseja: alimentación sana y abundante, «para ayudar al pulmón enfermo»; aeroterapia o permanencia en una atmósfera pura y ventilada. Mas a pesar de todos los cuidados, la enfermedad siguió haciendo rápidos progresos.

Ultimamente, Lola tenía inapetencia, la comida se le hacia estopa en la boca. Las digestiones eran laboriosas, pesadas; después de comer notaba una sensación desagradable de presión y plenitud en el epigastrio, se encontraba incómoda y sentía náuseas. Esto hacía que aumentara su falta de ganas de comer; le había tomado verdadero horror a la comida, sólo verla le producía bascas en el estómago. Así su desnutrición avanzaba velozmente.

Camino de la casa de su cuñada, iba Angeles reconstituyendo aquellos meses de enfermedad de la pobre niña, tan buena y tan infortunada.

Consuelo salió a recibir a su cuñada.

—¡Mi hija se muere, Angeles!—exclamó angustiada.

Era tan desgarrador su acento, estaba tan acongojada, tenía retratada en su semblante tal expresión de infinito dolor y arrepentimiento, que Angeles, compadecida, la abrazó y la besó, perdonándola de corazón. Hasta entonces sólo en casos de precisión o delante de gente se habían hablado.

—¡No te apures!—díjole Angeles—. ¡Dios querrá salvarla!

Consuelo lloraba desconsoladamente. Estaba hecha una ruina: ajada, mustia, pasada. La enfermedad de su hija y los disgustos que le proporciona su hijo han hecho en poco más de un año una obra destructora que no hubiera hecho el tiempo en un decenio. Además, ha perdido el humor de componerse, de arreglarse, y sobre esto, como los recursos escasean ahora, ya no viste con aquel sello de elegancia y distinción con que vestía antes; va desaliñada y sin perfiles y esto le resta atractivos.

Con Fernando puede decirse que ha roto; estas relaciones han muerto por consunción. Las entrevistas de los amantes se habían ido espaciando cada vez más, hasta que se interrumpieron por completo. Para Castrillo, la viuda, siempre tan inquieta y afligida, había perdido todo su encanto. La espléndida belleza de Consuelo, antes en su apogeo, declinaba a ojos vistos; su cuerpo había perdido «la linea» y la esbeltez; su rostro, la gracia y la picardía, y tales estragos la hacían poco codiciable.

Si algún resto de pasión quedaba en Consuelo por Fernando, permanecía escondido, agazapado en lo hondo de su corazón, sin atreverse a salir a luz, acorralado por los remordimientos. Y la misma viuda creía su amor por completo fenecido.

Recientemente, Fernando había marchado a Córdoba. Rocalabrada acababa de morir de una apoplejía, y como poco antes le precediera en el sepulcro su costilla, había dejado por heredera a Merceditas, la esposa de Castrillo. Y Fernando, que andaba apuradillo de monises, había tomado el tren para su ciudad natal, con ánimo de hacer de nuevo roncerías a su mujer, con quien deseaba reconciliarse, según se susurraba. Consuelo no tenía noticias directas de él, pero por su doncella sabia su marcha y estos rumores, pues Fernando había tomado a su servicio al novio de Aquilina.

Cuando Angeles entró en el dormitorio de Lola, ésta, inerte y pálida como la cera, parecía difunta.

Don Teodoro no tardó en presentarse. Lola, con gran trabajo y con apagada voz, refirió los pródromos de la hemoptisis; como la otra vez, había sentido opresión y calor en el pecho, después tuvo un fuerte golpe de tos, y al toser notó que un liquido espeso y caliente le subía a la garganta. La cantidad de sangre arrojada era de alguna consideración.

El médico recomendó reposo absoluto, y para tranquilizar a la enferma, dijo que la sangre procedía de las narices, que era una epistaxis, pero Lola, incrédula, sonrió tristemente.

Aquella tarde, Juan Miguel comunicó a su primo Gonzalo el grave estado en que se encontraba Lola, pues éste le pedía a menudo noticias del curso de la enfermedad de su antiguo amor Gonzalo, al escuchar esta triste nueva, tuvo un arranque y preguntó a su primo:

—¿Te parece que vaya a verla?

—Lo encuentro muy en su punto; pero déjame que por medio de su tía explore su voluntad y que ésta la prepare.

Hacia días que Gonzalo venia dándole vueltas en su magín a la idea de ir a pedir perdón a Lola, sin acabarse de resolver a hacerlo; pero al oir que su estado era de gravedad, no pudo contenerse más y de golpe adoptó la resolución que le había tenido varias semanas debatiéndose en dudas y vacilaciones. Seguía enamorado de Lola; cuanto había hecho por olvidar a la angelical niña había sido en vano. Le remordía, además, la conciencia su comportamiento con la inocente muchacha y creía, con ese optimismo e inconsciencia de los enamorados, que al devolver su cariño a Lola le devolvería también la salud. Si, Lola se restablecería rápidamente con la venturosa panacea del amor y él estaba ya decidido, pasase lo que pasase, aunque tuviese que romper definitivamente con sus padres y con toda su familia, a casarse con aquella gentil y desgraciada niña. Tardíamente había comprendido que su felicidad estaba en Lola.

Pretendió desterrar de su corazón la imagen de la que había sido su novia, recurriendo a fáciles amoríos que le dejaron un sabor amargo y acre. Trató también de ahogar su recuerdo, haciéndose amigo de un matador de toros de cartel, su ídolo taurómaco, y acompañándolo en sus correrías por colmados y casas de placer, mas en estas juergas flamencas, del fondo de la caña de manzanilla surgía a lo mejor la esbelta figura de la muchacha De las juergas como de los amoríos de ocasión, volvía fatigado y ahito, pero asqueado. Y acabó por convencerse de que Lola no era de esas mujeres que se olvidan con facilidad.

El remedio preconizado por la casamentera doña Casilda no llegó ni a intentarlo. Y no fué esto solo; lo peor fué que Gonzalo la envió a noramala un día que le cogió malhumorado: ¡estaba ya hasta la coronilla de que le propusiera ventajosos partidos! ¡Qué pelma era la entrometida señora!

Juan Miguel, conforme había prometido, pidió licencia a Angeles para que su primo fuera a visitar a Lola. Angeles le respondió que al día siguiente, cuando fuera a ver a su sobrina, como cotidianamente iba por mañana y tarde, tantearía el terreno y que ya le contestaría.

Aquella noche no durmió Gonzalo, estaba impaciente por poder volar al lado de su Lola; se trazaba quiméricos planes de color rosa para el porvenir. El le infundiría de nuevo la salud y la alegría. El borraría con su amor todos los sufrimientos que la infeliz niña había padecido.

A otro día, Gonzalo fué a ver a Juan Miguel a la oficina; éste le dijo que su futura suegra había quedado en hacer la gestión adecuada cerca de Lola y que suponía que aquella noche, cuando fuera a hablar con su novia, le daría la contestación.

En efecto, a la noche, Angeles dijo a Juan Miguel que Lola la había autorizado para que manifestase que tendría mucho gusto en ver a Gonzalo. Cuando Juan Miguel salió, ya avanzada la noche, de casa de Angeles, encontró a Gonzalo que le esperaba a pie firme en la calle, el cual, al escuchar de boca de su primo la respuesta de Lola, no pudo reprimir su contento y le dió un fuerte abrazo. Gonzalo quería marchar a escape a la calle de las Huertas, pero su primo le disuadió de que fuera a una hora tan intempestiva, cerca de las doce de la noche, por lo que hubo de aplazar la visita hasta el día siguiente; ¡otra noche sin dormir!

La mañana en que había de verificarse la entrevista, Lola parecía más animada, pidió un espejo para arreglarse y peinarse cuidadosamente, pero al contemplar su rostro reflejado en él, lo encontró tan estropeado, tan macilento, tan aniquilado, tan mal, que arrojó el espejo lejos de sí y rompió a llorar sin consuelo. ¡Era insensato forjarse ilusiones! ¡Ella era ya como un fantasma sepulcral! Se arrepentía de haber accedido a que Gonzalo fuera a verla. ¿No hubiese sido preferible que conservara la imagen de ella de los buenos tiempos, de cuando era su Sulamita, y no que la reemplazase por la presente, que había perdido todo atractivo?

Angeles, allí presente, al darse cuenta de lo que por su sobrina pasaba, procuró consolarla. Cierto que estaba un poco pálida y demacrada, pero pronto se repondría. Gonzalo, que la amaba con frenesí, ¡ahora estaba bien segura de ello!, la quería desmejorada como la quiso sana y sólo deseaba que se restableciera pronto para casarse. Y ella, Angeles, se reservaba el derecho de apadrinar en la pila lo primero que viniera: niño o niña, tanto daba.

La enferma, oyéndola, sonreía melancólicamente, mas es tan dulce la esperanza y tanto su poder, que concluyó por desechar sus lúgubres pensamientos y hasta por preguntar a su tía que cuál peinado creía que la favorecería más.

Cuando Gonzalo entró y vió a su amada, se quedó aterrado de los progresos que había hecho el mal, y por un instante la desesperanza le dominó. ¡Imposible ya que sanase! ¡Pobre Sulamita! De aquella adorable niña que tanto le ilusionó, no quedaban ni vestigios. ¿Quién la reconocía? De las mejillas marfileñas había huido el color, de los labios cerúleos y exangües huía la vida. Sólo los dulces ojos, hundidos en sus órbitas, lucían con igual fulgor. ¡Desdichada niña! Todos sus planes de dicha futura venían a tierra como castillos en el aire. Tuvo que esforzarse para no dejar que se trasluciera su dolorosa impresión, y con la sonrisa en los labios y la muerte en el corazón, avanzó hasta la cama. Ella sonreía también al través del líquido velo de las lágrimas.

Durante unos segundos se miraron en silencio, sin poder articular sonido; la emoción les embargaba a ambos y les privaba del uso de la palabra. Al fin, Gonzalo pudo decir trabajosamente:

—¡Perdóname, mi Sulamita adorada! ¡Yo no sabía cuánto te quería ni cuánto me querías!

—Estás ya aquí, me haces feliz con tu presencia y con tus palabras; ¿para qué recordar las tristezas pasadas?

El le cogió una mano y ella se la abandonó. El se la besó con ternura y ella lloró silenciosamente.

Permanecieron otros segundos callados, mirándose con dolorosa intensidad. Gonzalo hubiera querido comunicarle su vida con la mirada.

—Sé que te he hecho padecer—manifestó él—, que he hecho verter tu llanto, y hoy, cada lágrima tuya derramada por mi causa, es una espina que para siempre tengo clavada en mi alma.

Hablaba con el corazón en la boca.

—No tortures tu imaginación, amor mío—le consoló ella—. Estos momentos de dicha me compensan con creces de todas las amarguras sufridas.

—En cuanto te pongas buena nos casaremos.

En los lívidos labios de Lola se dibujó una mueca que quiso ser una sonrisa, triste y desesperanzada.

—¡Dios lo quiera!—contestó.

Contemplando aquel espectro de la que había amado y amaba aún, los remordimientos desgarraban el corazón del joven. ¡El había tenido su ventura en la mano y la había arrojado neciamente por el balcón! ¡Su ventura era ya irrealizable! Porque comprendía que la Lola de sus amores viviría perdurablemente en su corazón. Y que, sucediese lo que sucediera, sobre todas las sensaciones que el porvenir le tuviese reservadas, flotaría siempre la sombra de Lola como un remordimiento, como una acusación, que en son de reproche le diría: «¡Ah, si no hubieses roto tu felicidad!» Si, estaba convencido de que su amor a Lola era más fuerte que él mismo y esta dicha que no llegaría ya a gustar, seria siempre la felicidad entrevista, el deseo imposible de saciar. En todos sus momentos de desaliento y tristeza, surgiría, como término de comparación, el contraste con lo que hubieran podido ser a no haber frustrado su ventura.

Nada hay que tenga la fuerza del recuerdo de lo que pudo ser y por nuestra causa no fué ni será nunca. Que el corazón, como el cerebro, no añora más que lo que no ha alcanzado.

Durante algunos días, Lola pareció mejorar; Gonzalo había conseguido sugestionarla con sus risueñas perspectivas para lo por venir. Tenia menos calentura y las digestiones eran más regulares. Mas por mucho que sea el poder taumatúrgico de la ilusión, esta especie de espejismo de la voluntad tuvo infaustamente que ser pasajero. Lola tornó a agravarse.

La fiebre héctica se exacerbaba por las tardes aún más que antes y solia venir acompañada de una aceleración del pulso que llegaba hasta las cien pulsaciones. En la segunda mitad de la noche la fiebre descendía y un sudor copioso la bañaba. Los trastornos digestivos volvieron igualmente.

Penosos golpes de tos la aquejaban. Durante la noche, y al despertar sobre todo, la tos se repetía con gran tenacidad y cada acceso la dejaba rendida y destrozada. Los esputos tenían estrías sanguinolentas.

El insomnio la molestaba también mucho. Don Teodoro, fracasados los remedios higiénicos y dietéticos, recurrió a los hipnóticos: al sulfonal, que goza además de la propiedad de reducir los sudores nocturnos.

Consuelo y Gonzalo, llenos de dolor y remordimiento, cada uno por su causa, asistían a la lenta agonía de la muchacha.

Las noches eran terribles. Por la ventana, que permanecía abierta para que el aire se renovara, penetraba un fresco desagradable; cerca del lecho una estufa eléctrica caldeaba un poco el ambiente. Consuelo y Angeles turnaban velando a la enferma. Lola, sin poder conciliar el sueño, tosía y se quejaba sin cesar. A veces creían que en alguno de aquellos violentos golpes de tos se iba a quedar asfixiada. Hasta ellas subían todos los ruidos de la calle: las voces al sereno, los cánticos de algún borracho, el rodar de un carruaje, la bocina de un automóvil, y había algunos tan inoportunos en aquella situación... La lívida luz del amanecer solía sorprender a Lola aún despierta y a su acompañante dando, soñolienta y aterida, cabezadas. Angeles se llevaba labor; pero ya de madrugada el sueño la acometía, y aunque dejaba aquélla por el rosario, con él en la mano se quedaba vencida.

Aquilina se acostaba todas las noches tranquilamente, sin ofrecerse para velar a la enferma ni para ayudar a Consuelo y Angeles, y si había que ir con urgencia a la farmacia o a avisar al médico, ¡que fuese el Nuncio!

Fermina se había despedido; se marchó como esas ratas que en los puertos abandonan los barcos viejos, en cuanto notó que aquella nave empezaba a hacer agua. ¡Era tan pequeña la cantidad que le daban ya para la compra, que la sisa tenía que ser necesariamente una mezquindad!

Y si Aquilina no había levantado todavía el vuelo, se debía a que aun podía exprimir el limón y conseguía arrancarle las últimas gotas de zumo. Todas las alhajas de Consuelo iban emprendiendo el camino del Monte de Piedad o de las casas de compra-venta y en aquel constante trapicheo de ventas y empeños, Aquilina cobraba siempre su comisión. Consuelo únicamente conservaba ya unos pendientes de perlas, que fueron siempre sus preferidos, y la pulsera de pedida que le regaló el que fué su marido. Y tenía que dormir con estas joyas puestas para que Antoñito no se las robase, pues no había cerradura que se resistiera al joven, que se había hecho un «virtuoso» de la ganzúa. Nada en la casa había seguro. En cuanto necesitaba dinero no se paraba en barras: preseas, enseres, ropas, con lo primero que pillaba transponía.

Uno de estos días de la penosa expiración de Lola, Antoñito, aprovechando una ausencia de su madre, se presentó con unos mozos de cuerda para llevarse el piano, que había tenido a bien vender. Aquilina trató de oponerse:

—¡El piano es de la señorita Lola, se lo regaló su padre!

Y corrió al cuarto de la moribunda a participárselo.

—¡Mi piano!—gimió la muchacha, que le tenía gran cariño.

Quiso gritar llamando a su hermano, pero un fuerte golpe de tos se lo impidió, y congestionada y medio exánime, cayó sobre la almohada haciendo señas a Aquilina para que dejara a su hermano, para que no estorbase su intento, como diciendo: «¿Para qué ya?»

Pero Aquilina volvió a salir al encuentro de Antoñito, que se marchaba ya con los mozos y el piano.

—¡La señorita Lola, que vaya usted! Se está ahogando por haber pretendido llamarle. ¿No la oye?—adentro se oía su tos cavernosa—. ¡Que por Dios que no se lleve su piano!

Antoñito la quitó de en medio de un empujón y, sin atender a sus súplicas, se fué con el piano.

Don Melitón y Angeles habían aconsejado a la madre que metiera al malvado joven en el correccional de Santa Rita, mas ¿con qué recursos? Además, Consuelo le temía. Antoñito, que algo se había olido de este proyecto, aseguró que haría una de pópulo bárbaro si intentaban encerrarlo en Santa Rita y su madre lo creía capaz de ello. Y, débil y abúlica, le dejaba hacer, sin atreverse a tomar ninguna resolución.

Llena de horror y espanto, tenía que presenciar Consuelo, cruzada de brazos, cómo su hija iba camino de la tumba y cómo su hijo iba camino del presidio o de la horca. ¡Qué despiadadamente se venga la vida de quien no tiene valor para hacerle frente!

A Consuelo, los lazos que la ataban al pasado, a su familia, le habían impedido marchar francamente por la mala senda, y al fluctuar entre el bien y el mal, los dos polos opuestos entre los cuales se mueven todos los mortales, no había hecho más qué ocasionar la perdición de su prole; fué la inconsciente dilapidadora de ese caudal en estado de potencial que son las vidas de los hijos. ¡Para ser mala hay que serlo de veras!

Marchitada su belleza, agostadas sus gracias, perdido el buen nombre, con los aladares poblados de canas, no tenía ya ante si más que un porvenir de dolores, miserias y remordimientos. Harto tarde lo comprendía, pero ya, ¿qué hacer? ¿Cómo empezar de nuevo la vida? ¡Ah, si la vida pudiera comenzarse dos veces! ¿Por qué la sociedad es tan rigurosa con las que ella misma ayudó a extraviarse? Todos empujan, todos coadyuvan a que la mujer tropiece y caiga, y después que ha caído, todos la huyen como a un ser maldito. ¡Cuán difícil es el re torno de la culpa para la mujer! Nada más que dos caminos se abren en la vida: el recto, el de la virtud y el deber, y el sinuoso del pecado, y la sociedad quiere que resueltamente se emprenda el uno o el otro, que no se vacile, que el que abandona el primero marche con paso firme por el segundo. Quiere, en su afán de simplificación, situaciones definidas, sin ambigüedad, quiere saber a qué atenerse y ¡ay de la que titubea!

Los últimos días de Lola dejaron un recuerdo imperecedero en los que los presenciaron.

Por las tardes, las reacciones febriles eran bastante elevadas y con frecuencia deliraba. Empezó la debilidad cardíaca terminal, que el facultativo combatía con el empleo de la digital, y como ésta resultase ineficaz, con la tintura de estrofanto, así como con inyecciones de cafeína y de aceite alcanforado. Tenía, también, disnea muy acentuada y a ratos era preciso aplicarle el balón de oxígeno.

En sus delirios, Lola repetía algunas veces los versículos más apasionados del Cantar de los Cantares. ¡Pobre Sulamita! En sus labios descoloridos, de condenada a la última pena, aquellos salmos que fueron en otro tiempo su ilusión, eran un sarcasmo, un sarcasmo de la vida o de la muerte.

«Béseme él con el beso de su boca.» «La izquierda de él debajo de mi cabeza y su derecha me abrazará. ¡Ella, tan púdica, tan casta, recitando los versículos más atrevidos! «Conjúroos, hijas de Jerusalén, para que si halláis a mi amado, le aviséis, porque de amor desfallezco.» ¡Ella, que siempre tuvo el pudor de su amor, que había procurado recatarlo de miradas extrañas, declarábalo ahora a voces! Era que el amor, apena? su razón se enturbiaba y desaparecía el dominio que ejercía sobre la voluntad, tomaba el desquite y lo tomaba bien descaradamente por cierto.

Expirando, aún soñaba con el amado, probando que el amor es fuerte como la muerte, como en el mismo Cantar de los Cantares se lee.

Gonzalo, cuando la escuchaba delirar con él, cuando contemplaba aquella hermosa alma, que se le mostraba sin cendales en la inconsciencia del delirio, y veía que toda ella la ocupaba, se retorcía las manos de dolor. ¡Qué tesoros de pasión, de ternura, de abnegación, había despreciado! ¡Qué no diera él ahora por que recobrase la salud! Mas todo era ya en vano. A Lola la consideraba ya como una muerta. Y nada como la muerte embellece y hace perdurable la pasión. El que lleva una muerta en el corazón no amará más. Se puede olvidar a la mujer que amamos y que no nos ama, pero a la que hemos amado y ya no existe, nunca podremos desterrarla de nuestro corazón.

Desesperado de no poder arrebatar a la Intrusa aquella presa, que era su bien, su único bien, todo su bien, se mesaba los cabellos y se mordía las manos.

Nunca podría olvidar aquellas horas de tormento. ¡Imposible! Siempre llevaría la visión de aquella dulce niña agonizante, siempre sonarían en sus oídos aquellos vehementes testimonios, casi de ultratumba, de puro amor. En todos sus sinsabores, en todas sus alegrías, a Gonzalo le asaltaría impensadamente el recuerdo de la difunta. El seria en lo sucesivo el novio de una muerta y esto le imprimiría un sello macabro bien marcado.

En los ratos de lucidez, Lola se daba perfecta cuenta de su estado y hacia cariñosas recomendaciones a los que la asistían.

A su madre, una vez que estaban solas, le dijo:

—¡Que seas buena, mamá! Procura apartar a Antoñito de la vida que trae ¡Vive sólo para él! Considera en mi en lo que vienen a parar todas las ilusiones de la vida.

Consuelo!a escuchaba con el alma partida.

A su tía, acostumbraba Lola a pedirle:

—¡Que reces por mi alma, tía Angeles! Y no abandones a mi madre, tía; aconséjala, guíala; mi madre es buena,;muy buena!, pero necesita que alguien vele sobre ella como se vela sobre una niña.

Y a Gonzalo le suplicaba:

—Cuando me muera, acuérdate de mí. Cásate, Gonzalo, pero guárdame siempre en un rinconcito de tu corazón.

Varias veces pretendió hablar con su hermano, pero Antoñito llevaba tres o cuatro días sin parecer por su casa.

Con don Melitón se reconciliaba a menudo. Y a todos edificaba con su piedad y con la resignación con que sobrellevaba los sufrimientos de su cruel padecimiento.

La mañana del día en que entregó su alma al Hacedor, Lola amaneció más tranquila, la tos le concedía más largas treguas. Mas por la tarde, la fiebre principió a subir aceleradamente y el pulso tomó una carrera loca.

Ya anochecido, se presentó en la casa aquel tahúr presidiable apellidado López, que era el compinche de Antoñito. Consuelo, que estaba también muy intranquila con la larga ausencia de su hijo, se apresuró a preguntarle:

—¿Y mi hijo? ¿Dónde está? ¿Qué le pasa?

—Ha dado un mal paso. En esta carta lo explica todo—contestó, con sonrisa cínica, aquel bribón.

Consuelo le arrancó presurosa la carta de las manos y la leyó de un tirón. Antoñito se encontraba en la Cárcel Modelo: había falsificado la firma de Fernando Castrillo en unas letras; total, una «porquería» de pesetas, según afirmaba el joven, y se dirigía a su madre rogándole que utilizara su ascendiente sobre el diputado para que éste se aviniera y arreglase el asunto. Esto, en resumidas cuentas, era lo que decía la misiva, que concluía en términos lagrimosos.

Antoñito, en efecto, hacía unos meses que había falsificado la firma de Fernando para allegar dinero, pensando que éste pagaría sin protestar, dadas las relaciones que le unían con su madre, pero al presentarle las letras al cobro a su vencimiento, Castrillo se había negado a abonarlas, manifestando que la firma era apócrifa.

En aquella situación, en aquella tribulación por el estado, cada minuto más grave, de Lola, este nuevo e inesperado golpe dejó a Consuelo helada, como atontada. Cuando se repuso, López había desaparecido.

Consuelo sabía por Aquilina que Fernando hacia pocos días que había regresado con su mujer, con quien había logrado efectuar las paces, y que se acababan de instalar en un hotel de la calle de Padilla, que el diputado había alhajado con gran riqueza, comprando, además, un magnifico automóvil y montando en todo su casa a gran tren. ¡Aquella herencia, que parecía llovida del cielo, de Rocalabrada a su esposa, daba para todo! A pesar de que hacía bastante tiempo que nada sabía directamente de él, Consuelo no dudó en ir a suplicarle, y a arrojarse a sus pies si era preciso, por tratarse de la libertad y del honor de su hijo. Preguntó a Aquilina el número del hotel de Fernando y entró en el cuarto de Lola dispuesta para salir.

—Tengo forzosamente que ausentarme un rato, Angeles.

—Vete sin cuidado, que yo no he de moverme de aquí—contestóle su cuñada, quien relacionando la venida de López y la salida de Consuelo, supuso que Antoñito debía encontrarse metido en algún trance apurado.

—¡Dios te lo pague!

Consuelo besó a su hija, cuya frente quemaba y que no la reconoció; ¡tener que abandonarla hallándose en aquel estado! Con el corazón en un puño salió, dirigiéndose hacia la calle de Alcalá, para tomar un tranvía que la condujera al barrio de Salamanca.

En la calle del Príncipe, a aquella hora muy transitada, unos muchachos, con facha de estudiantes y con acento y ceceo andaluces, la piropearon. Consuelo apretó el paso, ¡para piropos estaba ella!, infructuosamente había estando buscando, ¿cómo se iba a figurar que estaba en su casa?, y que Clotilde aparecía detrás, envuelta en un vaporoso salto de cama, a despedirle. En el umbral de la puerta los sintió cuchichear en voz baja, sin que hasta ella llegaran con claridad las palabras; después oyó el suave chasquido de un beso y vió cómo Fernando tomaba apasionadamente la cara a Clotilde. Por último, escuchó distintamente decir a la de Re guilla:

—¡Adiós, rico mío!

Y a Fernando contestar, ya descendiendo las escaleras:

—¡Adiós, mi vida!

La de Reguilla cerró la puerta.

Consuelo, que había presenciado esta escena paralizada por la sorpresa, creía estar soñando, no quería dar crédito a sus ojos, ¿cómo era posible?, ¡y acababa de reconciliarse con su mujer! Tuvo un movimiento de rebeldía inspirado por un sentimiento que, si no fueron los celos, se le parecían mucho: «¡Ella pedir nada a aquel ingrato, a aquel gran canalla!» Mas reponiéndose al punto, arrolló lo que en su corazón quedara de pasión por Fernando, pisoteó su amor propio, su dignidad de mujer, triunfó de todo lo más difícil para un alma femenina y bajó de prisa la escalera, dispuesta, a pesar de todo, a abordar a Fernando: ¡se trataba de su hijo! ¡de su hijo, que quizás no se viera donde se veía si ella hubiera sido como debió de ser!

Pero cuando llegó a la calle, Fernando había desaparecido. Tomó hacia la plaza del Angel sin verlo, y una vez allí, decidida a terminar cuanto, antes esta situación zozobrosa, montó en un coche, al cual dió la dirección de la calle de Padilla.

Apeóse frente al hotel de Castrillo y en la calle aguardó a que Fernando llegara. Cerca de dos horas duró la espera; al fin vió a Fernando descender de un automóvil. Encaminóse hacia él.

—¿Qué es eso, Consuelo? la estas horas!—preguntóle Castrillo al reconocerla.

Consuelo le suplicó encarecidamente que perdonara a su hijo.

—¡Pero tú sabes de lo que se trata! ¡Son seis mil pesetas, Consuelo!

—¡Por nuestro antiguo amor, Fernando!—clamó ella y la frase le quemó los labios.

Castrillo se defendía aún, en retirada.

—¡Es mucho dinero! ¡Una temporada de calabozo no le vendrá mal!

Ella, para apiadarle, le contó sus desventuras. Su acento era tan doloroso, que Fernando se compadeció.

—Bien, pagaré y arreglaré el asunto, pero ya sabes que será la última vez. Y créeme, le hubiera convenido a ese mocito estar unos meses a la sombra: es un pájaro de cuidado, te dará muchos disgustos.

Consuelo respiró: a lo menos este asunto estaba resuelto.

—¡Gracias, Fernando! ¡No dejes de arreglarlo mañana mismo!

Cerca de las dos de la madrugada volvió Consuelo a su casa y penetró directamente en la habitación de Lola.

—¿Muerta?—gritó con desgarrador acento, al contemplar a su hija sin movimiento y a Angeles, de rodillas, orando a!os pies del lecho.

—¡Muerta!—sollozó Angeles.

La infeliz madre, que no había tenido ni el consuelo de recoger el postrer aliento de su hija, se arrojó sobre el inanimado cuerpo de la joven y cubrió su rostro de besos, como si pretendiera reanimarla con ellos.

Con no pocos esfuerzos consiguió al rato Angeles separarla del cadáver. Una vez separada de él, se dejó conducir dócilmente a una butaca que había en la misma estancia.

—Llora, pero no te desesperes: morir es volver a nacer—consolábala Angeles—. Cerrar para siempre los ojos en este mísero mundo es abrirlos a otro más esplendoroso, más benigno, más justiciero. Ella, ¡pobre niña!, ha sido la víctima propiciatoria para la remisión de nuestros pecados.

Pero Consuelo ni lloraba ni la oía; alijen la butaca, permanecía como alelada, con los ojos secos y desmesuradamente abiertos mirando sin ver a su infortunada hija. Estaba destrozada, deshecha, por tan violentas impresiones, por tan recias emociones, por tan tortísimas sacudidas. Las únicas señales que daba de vida, eran exclamar de tiempo en tiempo, en tono cada vez más apagado e hipando convulsa:

—¡Mi hija! ¡Mi hija!

Lola había muerto de un colapso en los brazos de Angeles. Aquel pobre corazón se había rendido: había amado mucho, había sufrido mucho; hora era ya de que descansara.

Imitando la acertada frase de un ilustre escritor, podría decirse que «amar es siempre morir un poco», mas en Lola, el amor fué la muerte total.

Al día siguiente, cuando llegó Gonzalo, encontróse con la triste novedad. El muchacho contempló a la que fué su Sulamita con el corazón transido y llorando desconsoladamente. Estaba bella, con la augusta serenidad de la muerte. Parecía dormida. Gonzalo recordó aquel versículo del libro de sus amores que dice: «Conjúraos, hijas de Jerusalén, por las corzas y los ciervos de los campos, que no levantéis ni hagáis despertar a la amada hasta que ella quiera». Pero de este sueño no había cuidado que despertara, era el sueño eterno. ¡Pobre Lola, «huerto cerrado, fuente sellada»!

Aunque parecía dormida, impresionaba como impresiona siempre la muerte. Lo que en la muerte impresiona no es sólo la sensación de irreparable, de irremediable, de eterna, sino también la impresión de verdad. En el amor, en el odio, en el aplauso, en la censura, en la gloria misma, caben ficciones, convencionalismos, falsificaciones; en la muerte no, que el dolor y la muerte son las únicas verdades.


Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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