La Venda de Cupido

José María de Acosta


Novela



Prólogo

La Venda de Cupido hemos puesto por rótulo a este volumen, en que se agrupan varios trabajos de contextura homogénea, y en realidad mejor fuese titularlo La Venda de los Enamorados, pues no es el hijo de Marte y Venus el vendado, sino que lo son sus victimas, a quienes coloca sobre los ojos unas lindas tiritas de gasa de ensueño, que si no privan en absoluto de la visión, hacen que ésta se verifique al través de ella, con lo que toma diversos coloridos. Y unas veces es blanca, como la inocencia; otras, amarilla, como la esclavitud; estotras, lila, como la estupidez, y esotras, negra, como el infortunio, y hasta, a veces, toma la trágica tonalidad del color de sangre.

No, no es Cupido el vendado, y buena prueba de ello es que no dispara las flechas de su aljaba a tontas y a locas; ya sabe el muy pícaro sobre quién dirige sus dardos. Mas si acaso lo estuviese, lo estará incompletamente: sólo de un ojo, como esos jamelgos matalones que sacan en las plazas de toros, o con la venda alta o baja, como los jugadores tramposos a la gallina ciega, que se levantan levemente el pañuelo para poder distinguir algo, aunque únicamente sean las extremidades inferiores de las otras gallináceas.

Esta venda, que disimula defectos y encarece perfecciones, es tan alada y posee tal encanto, que la llevamos sin sentir y hasta nos place tenerla puesta, pues ella solamente nos da la ambrosía, que abre a los simples mortales las puertas del Empíreo, ¡Pluguiera a Cronos no arrancárnosla con los años y el áspero camino de la vida se convertiría en senda de flores, que, entre la fragancia de las rosas, aun el dolor de los traspiés se mitiga!

Y ahora, lector querido, que el raptor de Psiquis te coloque una de sus vendas y rosada, color de la ilusión, única manera de que estos insípidos manjares que te sirvo hoy te sepan a algo y deseando, además, que mi obra te coja en una hora propicia, hace mutis y se retira por el foro, bastante desasosegado,


El autor.

¡Hasta ahí podían llegar las bromas!

I. Cabezas de chorlito

Tras una corta espera, la doméstica volvió a aparecer y le dijo:

—La señora se encuentra algo indispuesta y le ruega que, caso de no ser una noticia agradable la que ha de poner en su conocimiento, aplace para otro día el comunicársela; hoy está nerviosa y con el ánimo muy abatido, y teme afectarse demasiado. La señora me ha encargado también que le pida mil perdones por no recibirle ahora y por las molestias que pueda ocasionarle la nueva visita.

Aunque don Joaquín Moreno, abogado del ilustre Colegio de X, estuviese ya algo acostumbrado al carácter ligero e incongruente de su cliente la señora doña Amparo Sánchez, viuda de Acuña, no dejó de sorprenderle, y aun de desconcertarle, este recado que la pizpireta doncella le transmitía; así es que, entre risueño y mosqueado, le contestó:

—Desgraciadamente, la nueva que he de participar a tu señora no es nada halagüeña; me retiro, por lo tanto; mas como es de gran importancia, dile que cuando esté repuesta de su indisposición, haga el favor de indicarme la hora en que podrá recibirme.

Y abotonándose nuevamente el gabán, pues aquellos primeros días de febrerillo, el loco, eran frescos, tomó su sombrero y salió de la mansión señorial, refunfuñando interiormente de la desatención.

No había andado muchos pasos por la calle, cuando oyó que le llamaban, volvióse y distinguió en el umbral de la puerta a la gentil doncella.

—¡Don Joaquín! ¡Don Joaquín!

—¿Qué hay?

—La señora, que haga usted el obsequio de pasar.

Tomó sobre sus pasos el legista, volvió a franquear la entrada de la casa de la señora viuda de Acuña y, precedido de la sirvienta, subió la lujosa escalera de mármol blanco, cubierta por rica y mullida alfombra en su parte central.

En un gabinete, amueblado con elegancia, le recibió la señora, que, indolentemente echada sobre una meridiana y con una pierna tiesa sobre unos ricos almohadones, se solivió un poco al verle entrar y le alargó la fina diestra.

Frisaría doña Amparo en los cincuenta años y conservaba aún en su cuerpo, ya abultado con exceso, y en su rostro, algo avejentado, rasgos de la espléndida hermosura de sus juveniles años. Doña Amparo había tenido unos veinte abriles de esos «que quitan el sentío» y no en balde asegura el refrán que quien tuvo, retuvo y guardó para la vejez.

—Perdóneme, mi querido don Joaquín, pero, sobre el dichoso reuma, tengo una de esas jaquecas, a que soy tan propensa y que tanto me hacen sufrir, y, por añadidura, estoy en una de esas crisis de mal humor y depresión del alma, en mí tan frecuentes desde que el infortunio se ceba en mi casa. Siéntese. ¿Y su familia?

—Está bien, muchas gracias—expresó, adusto, el visitante—. ¿Sus lindas hijas?

—Sin novedad. ¿Viene usted quizá a algo relacionado con mi dichoso pleito?

—Sí, señora.

—¿Ha tenido noticias de nuestro procurador en la Corte?

Don Joaquín, silencioso, inclinó la cabeza.

—¿Son malas? ¿Se ha celebrado ya la vista? ¿Hay sentencia?—preguntó aceleradamente la dama.

Don Joaquín sacó del bolsillo interior de su americana una cartera y de ésta un telegrama que mostró a doña Amparo el papelito azul no contenía más que esta lacónica frase: «Perdido recurso en asunto señora Acuña.—RUEDA.»

—¿Perdido? ¡Qué infamia!

Don Joaquín volvió a abatir la cabeza.

—¡Pero esto es la ruina!

Su interlocutor siguió guardando silencio.

—¡La ruina completa! ¡La miseria!

Don Joaquín se creyó ya en el caso de objetar:

—No tanto, señora. Habrá que reducirse un poco, esto es todo. Su fortuna personal ciertamente que lleva un rudo golpe, pero aun le queda el usufructo de los bienes cuya propiedad heredó su hija Clotilde y la administración, hasta que se case, de la legitima paterna de ésta.

—¡Pero yo estoy arruinada! Y mi infeliz hija Rosita quedará en la miseria el día en que yo falte.

—La situación, señora, no es seguramente nada agradable, mas no hay que extremar la nota pesimista. Aun considerando completamente perdidos, y esto será lo más probable, los bienes que como gananciales heredó de su segundo esposo, puede, con los productos de los otros de que tan sólo heredó el usufructo y su hija Clotilde la nuda propiedad, hacer frente a sus deudas y en dos o tres años pagarlas.

—¿Y cómo vivimos mientras?

—Mientras, pueden vivir, claro es que no con la holgura a que están acostumbradas, con lo que produzca la hacienda que su hija Clotilde heredó de su padre en propiedad y usufructo. Esta no parece piense en casarse pronto, y aunque pensase, aplazaría con seguridad su matrimonio, dada su bondad, hasta que usted acabase de pagar. Una vez saldadas sus deudas, tiene para vivir, decente pero modestamente, con las rentas de los bienes de que es usufructuaria. Este plan, que le esbozo, es, en mi sentir, el más juicioso. Siguiéndole y no haciendo locos dispendios vivirá tranquila. Ahora que, ya sabe, necesita estrecharse algo, poner orden en su casa, hacer economías...

—¡Qué horror, Dios mío! ¡Cuántos golpes llueven sobre mil... ¿Habrá que renunciar a los coches?

—Por supuesto.

—¿Y al abono a mi platea del Teatro Principal?

—Seguramente—replicó don Joaquín, implacable.

—¿Que dejar nuestra casa?

—Tal creo.

—¿Que vestirnos en este poblacho, donde las modistas carecen de gusto?

—Señora—atajó don Joaquín, ya cansado—, tendrán ustedes que reducirse a vivir en un pisito modesto, tener por servidumbre una sola criada, comer frugalmente, vestir con sencillez y privarse de todo cuanto sea lujo y ostentación—terminó el letrado, extremando la nota, sabedor de con quién tenía que habérselas.

—¡Santo Dios! ¡Qué fácilmente se dice eso! ¡Mis pobres niñas vivir así! ¡Me costará la vida! Pero contra esa sentencia, ¿podremos alzarnos?

—Los fallos del Tribunal Supremo son inapelables, señora.

—Mas ustedes, los abogados, sabrán los medios...

—¿De burlar los mandatos del Supremo? Ignoro cuáles pueden ser. Unicamente podríamos dilatar la ejecución de la sentencia suscitando incidentes...

—¡Es preciso suscitarlos!

—Con ello, aunque retrasemos el desenlace, sólo conseguiríamos agravar su situación con los nuevos gastos que había de acarrear este litigar sin ton ni son.

—A pesar de ello, como no queda otro recurso, es preciso diferir cuanto podamos el fatal momento de la ruina. ¡Siquiera hasta que mi Rosita se case!

—Señora, es que todavía, cortando por lo sano, puede usted salvar una posición decorosa... Luego, temo que sea tarde. Con este plan de vida que tienen ustedes, peligra lo que le queda y aun quizá el patrimonio de Clotilde. Ya ve que yo me expreso en contra de mis intereses como abogado suyo, pero mi conciencia y mi afecto a ustedes, por la amistad que me ligaba con el difunto Acuña, están por encima de todo.

—Ya lo sé, don Joaquín, pero yo le ruego que, sea como sea, retrase la horrenda hora en que embarguen y me despojen de mi fortuna. ¡Qué campanada, ahora que están las niñas en estado de casarse! Después, nos reduciremos aún más si es preciso.

—Bien, cumpliré su voluntad, señora; pero conste que será en contra de mi opinión, como tantas otras veces.

—Gracias, don Joaquín. ¡Cómo caen sobre mí las penas! ¡Dios mío, me debías haber llevado contigo años ha!

Doña Amparo, al pronunciar estas exclamaciones, derramó unas lagrimitas, que empapó su pañuelo de fina holanda.

Don Joaquín se despidió de la dama tan ceremoniosamente como la había tratado durante la conversación: ¡no le era nada simpática doña Amparo! Cuando abandonó aquella casa, iba rezongando:

—Es un caso perdido, perdido sin remisión, pero si yo tratase de oponerme abiertamente a sus necios y locos designios, sólo conseguiría que rompiera conmigo y que se echara en brazos de cualquier picapleitos, que prontamente acabaría de liar y comprometer su capital y aun el de Clotilde, y el de ésta, a lo menos, quisiera salvarlo, cumpliendo la promesa que, en su lecho de muerte, hice al pobre Acuña de velar por ella y, además, porque la muchacha se lo merece, ¡es un ángel!, ¡lo único que vale de esa casa!

No bien salió don Joaquín, doña Amparo llamó a su doncella y le dijo:

—No te lo decía yo, Encarna; ya me ha proporcionado ese hombre otro disgusto atroz... Siempre que viene a mi casa es para darme una desazón. ¡Con razón no quería yo recibirle!

—Hará muy bien la señora en no recibir más a ese señor tan estirado y fúnebre, que parece un apagacirios.

La señora in mente fué del acuerdo de su fámula. Como las grullas, prefería esconder la cabeza debajo del ala para no ver el peligro.

En esto entró en el gabinete Rosita, la hija mayor de doña Amparo y su ojito derecho, bella joven de veinticinco primaveras, de cutis blanquísimo, ojos y pelo negros y cuerpo cimbreante y esbelto, pero a quien restaban simpatías su soberbia, vanidad y engreimiento, de niña mimada y consentida.

—Oye, mamaíta, tengo que pedirte un favor. Me ha dicho Arturito que esta noche van a «asaltar» la casa del delegado de Hacienda; ¿quieres que seamos de la partida?

—Pero, hijita, el caso es que tengo un pesar muy grande...

—No me lo vayas a contar ahora, mamaíta, ¡con lo contenta y el buen humor que tengo yo hoy!—interrumpió la hermosa—, ¡Ha estado tan ocurrente y gracioso Arturito esta tarde! Si te refiriese las ocurrencias que ha tenido y los chistes que ha hecho a propósito de los vestidos que estrenaron las del notario Martos el domingo pasado... ¿Verdad que iremos de «asaltadoras»?

—Bueno, hija mía; haremos, como siempre, lo que tú quieras—y miraba con arrobo a su pimpollo, en quien veía su pretérito retrato.

—¡Qué buena eres, mamaíta mía!—y zalamera empezó a besuquearla.

—¡Déjame, loquilla!—contestó doña Amparo, devolviendo con ternura las caricias—. ¿Y qué nos vamos a poner?

—Cualquier cosa; ya verás qué pronto improviso yo dos disfraces.

—Y tu hermana ¿vendrá?

—Supongo que no: ¡es tan rara y pazguata! Además, me parece que su artillero está hoy de guardia, y aunque no estuviese, es un militar a quien no entusiasman los «asaltos».

La doncella, que había salido, asomó la cabeza por la puerta, diciendo:

—Señorita Rosa, el señorito Arturo se está paseando junto a su reja.

—Es extraño: no quedamos en vernos hasta la noche... ¡Voy al momento!—manifestó saliendo atropelladamente.

A los pocos minutos tornó al saloncito donde su madre se hallaba y explicó a ésta:

—Es que Arturito va hacia su casa y, al pasar, ha querido preguntarme si era cierto que habíamos perdido el pleito en Madrid. Dice que en el Casino no se hablaba esta tarde de otra cosa y que todos nos daban por arruinadas. Decían que únicamente Clotilde salvaría algo de este naufragio.

—¿Y tú qué le has contestado?

—Que no debía ser verdad, cuando yo no sabia nada. Mas él afirmaba que fué un pasante de don Joaquín el que dió la primera noticia. Yo, entonces, le dije que aunque perdiésemos el pleito, de eso a estar arruinadas había un mundo... ¿No dije bien, mamaíta?

—¡Arruinadas! ¡Bah, quién piensa en eso!—expresó su madre tranquilizándola, la cual continuó pensando: «Ese don Joaquín podía ser más prudente y cauto y menos lenguaraz. ¡Qué afán de propalar que estamos arruinadas! Si no guarda más reserva tendré que buscar otro abogado. Por poco si con su charlatanería proporciona un sinsabor a mi pobrecita hija, ahora que está tan ilusionada con el «asalto» de esta noche... Gracias a que la infeliz es tan crédula y cándida que se cree cuanto yo le digo.»

Con esto, doña Amparo, dando un soberano puntapié a los cojines, sobre los cuales descansara su pierna, se levantó de la otomana, repentinamente aliviada del reumatismo y de la jaqueca.

La señora y su primogénita empezaron, con toda minuciosidad, a hacer los preparativos para la marcial expedición de aquella noche, sin volver a acordarse del pleito ni de sus aledaños, absorbida su preocupación por el vestido, el calzado, el peinado y todos los pormenores, adminículos y fililíes de una toilette y de un tocado elegantes.

Consultada Clotilde, la hija menor de doña Amparo, manifestó que ella no tenía gana de salir aquella noche, que prefería leer un rato y acostarse, a correr los riesgos de un tan peligroso «asalto», por muy rico que prometiese ser el botín. En su vista, se prescindió de ella, y con redoblada prolijidad continuaron Rosita y su madre haciendo los aprestos y combinando los detalles para los bélicos disfraces.

Doña Amparo y Rosita, para no interrumpir la esmerada obra de sus respectivos atavíos, tomaron de prisa y corriendo un bocadillo, a guisa de cena, en sus tocadores, y Clotilde cenó sola en el vasto comedor.

Mas cuando, ya listas, se disponían a salir las marciales señoras, para reunirse casa de unas amigas con la tropa asaltante, tuvieron un pequeño contratiempo en forma de epístola, que Arturito enviaba a su dulcinea, disculpándose por no poder acompañarlas, pues «un dolorazo de cabeza» que repentinamente le había acometido, le hacía buscar el dulce reposo de la almohada; rogaba, sin embargo, a Rosita, que no se privase de los azares de una algara de tanto atractivo y que se divirtiese cuanto pudiera, ya que su dolencia carecía de importancia. Un leve resquemor produjo esta misiva en las disfrazadas damas.

—Ves, mamá; este Arturito tan inoportuno como siempre.

—Tienes razón, Rosita. ¿Qué hacemos?

—¡Qué hemos de hacer! ¡Ir! Ya estamos vestidas.

—¿Y si se disgusta?

—Cómo se va a disgustar, si ya oyes que él mismo me pide que asista. Además, si se molesta, pronto se le pasará el enfado; otras veces, con más razón, se le ha pasado, conque ahora sin ella...

Tras esta corta deliberación, madre e hija acordaron concurrir a esta empresa, que prometía ser famosa, haciendo uso del permiso que tan generosamente les brindaba Arturito.

Estaban a la sazón muy en boga en X estos «asaltos», que eran una especie de anticipo de las próximas carnestolendas. Disfrazábanse los jóvenes «bien» de ambos sexos, acompañados de algunas señoras de respeto, y entraban, como en país conquistado y sin previo aviso, en cualquiera de las casas principales de la población, descubriéndose a la entrada uno de ellos, como garantía de todos sus acompañantes. Se bromeaba, se bailaba, se entraba a saco en la despensa del asaltado y ya a altas horas de la noche se evacuaba, no muy ordenadamente, la plaza ocupada, entre risas y chicoleos.

Aquella noche, como siempre, doña Amparo y Rosita formaron en la extrema vanguardia: eran de las amazonas más denodadas. El «asalto» fué incruento venturosamente; los asaltados se rindieron a discreción. La primera autoridad administrativa de la provincia llevó su amabilidad hasta tocar la pianola para que la juventud dorada bailase; su cónyuge e hijas obsequiaron a los asaltantes con profusión de dulces y licores. Las crónicas guerreras no registraron nunca un asalto en que la caballerosidad y la galantería fuesen tan extremadas por ambas partes ¡Signo de los tiempos!

Rosita usó y abusó de la falaz autorización de Arturito, se divirtió de lo lindo, bailando como una peonza hasta quedar rendida y bromeando con todos los pollos asaltantes de la pandilla. ¡Así aprendería su novio a no ponerse enfermo intempestivamente!

Su madre también dió señales de excelente humor, riendo las ocurrencias de los chanceros y comiendo glotonamente confituras, pues era bien golosa. ¡Quién se acordaba ya del pleito ni de aquella inminente catástrofe que se cernía sobre su casa, según el ave de mal agüero de don Joaquín, cuyas negras alas le habían azotado despiadadamente por la tarde el corazón!

De vuelta en su casa, doña Amparo preguntó a su hija:

—¿Sabes lo que me ha aconsejado esta tarde don Joaquín?

—¡Qué sé yo, alguna majadería!

—Que dejemos nuestra casa y nos mudemos a un piso, que prescindamos de los coches, del abono a la platea, de...

—Supongo que lo habrás mandado a freir espárragos—interrumpió vivamente Rosita—. ¡Que disponga en su casa!

—Verdaderamente, necesitamos economizar—insinuó su madre.

—Pero no pensarás que abandonemos nuestra casa.

—¡Cómo voy a pensar tal desatino!

—Ni que suprimamos los coches.

—¡Qué locura!

—Ni el abono.

—No, hija mía. Pero tendremos que reducir nuestros gastos.

—Bien, no te preocupes, mamaíta; los reduciremos.

—¡Mira que decirme fríamente que me mude de mi casa! ¡Ese hombre es de hielo!

—Yo, hace tiempo que lo hubiese plantado: es un tío muy cargante y luego parece querer mandar a su antojo en nuestra casa... Se arroga un aire de autoridad tan antipático... Y tú, mamá, eres demasiado buena; cuando te viene con esas monsergas debías decirle: «¿Y a usted quién le mete donde no le llaman?» En fin, quieres que economicemos, pues economizaremos; de los dos vestidos que me iba a encargar a Madrid, ya no me encargo más que uno.

—No, hijita, encárgate los dos.

—Uno nada más, mamá.

—No, hija mía, ¡los dos! Mientras tu madre viva, no quiere que te sacrifiques ni que te prives de tus inocentes caprichos. Buenas noches, hermosa.

—Adiós, mamaíta—y Rosa besó a su madre.

Camino de su dormitorio, doña Amparo pensaba:

—¡Qué corazón tiene esta chica! ¡Y cómo me quiere! En cambio, Clotilde se ha acostado sin esperarnos...

II. Aberraciones de madre

Diez y ocho años contaría a lo sumo don Patricio de Acuña, último vástago de una esclarecida familia, cuando volvió a arder la hoguera de la guerra civil. Su exaltada fe religiosa y su temperamento fogoso y varonil vibraron de consuno al siniestro resplandor que la hoguera esparcía por todos los ámbitos de la Península. Lograda, no sin esfuerzo, la aquiescencia materna, pues desde temprana edad había quedado huérfano de padre, corrió, lleno de sagrado ardor, a alistarse bajo las banderas de la causa tradicionalista. Como un cachorro de león se batió a las órdenes de Dorregaray, tanto en el Norte como en el Maesfrazgo, derramando su sangre entusiasta en Montejurra y en San Pedro Avanto, y sellando así su juramento de defender el lema «Dios, Patria y Rey». Hizo toda la campaña, y fué de los fieles que, mandando un batallón de voluntarios de Cantabria, atravesó con Don Carlos la frontera, arrojando su espada, partida en dos sobre la rodilla, a las pobres aguas del Valcarlos, al pasar el puente internacional de Arnegui; era el 28 de febrero del año de gracia para los constitucionales de 1876.

Refugiado en Francia, establecióse en París, donde vivió algunos años. Cuando levantado el destierro se disponía a regresar a la patria, unas alarmantes noticias que acerca de la salud de su madre recibió, le hicieron apresurar la partida. No alcanzó, sin embargo, el consuelo de tornar a ver a quien le diese el ser, pues hacia dos días que se había verificado el sepelio de ésta cuando llegó a los patrios lares.

Acostumbrado ya a la vida de la gran metrópoli gala, se amoldaba mal a la existencia pacífica y sedentaria de X, su ciudad natal; así es que, viéndose dueño de un respetable caudal, decidió arreglar sus asuntos y viajar durante algún tiempo, como lenitivo a su pesar y como sedante a su inquietud espiritual.

Mas en estos pasos de ordenación andaba, cuando acertó, desacertó seria más propio, a conocer a Amparo Sánchez, viuda de un tal Pascual Martínez, modésto empleado municipal, y quedó cautivo de sus hechizos.

Estaba Amparo, entonces, en la plenitud de su belleza peregrina; era el fruto maduro que excita y atrae. Arrogante y hermosa, todo en ella era ritmo, armonía y seducción. Andaba con la majestad de una diosa pagana y sonreía con la celestial expresión de un querubín. Casada muy joven con un tronera, buen mozo y dicharachero, de quien se prendó locamente, no había sido nada feliz en su conyugio, pues sufrió apuros y privaciones en un hogar pobre, aún más paupérrimo por los vicios del marido, que era mocero, borracho y jugador, ¡una buena pieza!, amén de desvíos y malos tratos.

La muerte del esposo fue como el despertar de una corta pero terrible pesadilla; así es que, extinguido el antiguo amor, la saludó como una liberación. Quedóle una niña de pocos meses, Rosita, fruto de aquella desafortunada unión.

Viéndose joven aún, pobre y con buen palmito, Amparo pensó que un segundo matrimonio, en que presidiese más la cordura y el cálculo que el amor, podía ser su redención económica; así es que al notar la afición que le demostraba Acuña, que a una figura airosa unía los prestigios de la fortuna y del abolengo, aguzó las armas de la coquetería y no tardó en con seguir que el caballero anduviese de cabeza tras de ella, que al fin, como rudo soldado, estaba más avezado a las lides guerreras que a las justas galantes.

Vehementemente enamorado Acuña de Amparo, su condición caballerosa y de católico a machamartillo no podía dar otra solución al problema que la del casamiento, y a él fué resueltamente, conduciendo al altar, a poco, a la joven viuda.

Pronto se dió cuenta Acuña de que su esposa era una de esas mujeres superficiales, ligeras y frívolas, sin substancia ni entendimiento, bello continente de un nulo contenido. La incompatibilidad de caracteres era manifiesta: por Amparo resbalaban prontamente penas y alegrías, afecciones y sentimientos, sin dejar huella de su paso. Cuando se arroja una pequeña cantidad de agua en un camino polvoriento, el líquido se esparce y rueda formando con el polvo grumos de forma esferoidal, y así consumido, no penetra en su interior ni aun le moja superficialmente; lo mismo, las sensaciones, de cualquier género que fuesen, formaban en el alma de Amparo grumos someros con el polvo de su trivialidad, y de tal modo dispersa y coagulada esta sensación, no podía calar ni profundizar en ella. Contrastaba este modo de ser con el de Acuña, que era serio, austero, reflexivo y de sentimientos hondos, vehementes y concentrados. Mas cuando Acuña comprendió su error, era ya harto tarde para repararlo; el yugo de la coyunda matrimonial y el más tierno lazo de unos bracitos infantiles, que habían nacido de su himeneo, le retenían de por vida junto a su costilla. La existencia del desilusionado Acuña al lado de aquella bella, a quien pudiera aplicarse la fábula de la zorra y el busto: «Tu cabeza es hermosa, pero sin seso», no pudo ser nada venturosa. Espiritualmente divorciado de su mujer, que sólo pensaba en componerse y divertirse, llegó a no tener otro trato con ella que el desabrido de dos extraños que a la fuerza conviven bajo el mismo techo, y las pocas veces que le dirigía la palabra, era para sujetarla con mano fuerte antes de que le pusiese en algún aprieto, con sus excesivos despilfarros, o en evidencia, con tontos devaneos, que ni aun mentalmente correspondía, pero que aceptaba como merecido homenaje a sus encantos. La infantil Clotildita, angelical criatura, cariñosa, inteligente y tierna, era la única compensación a sus sinsabores.

Murió joven don Patricio, antes de que su hija entrase en la pubertad, llevándose al sepulcro el escozor de tenerla que dejar al cuidado de su madre, su natural tutora y curadora, percatado de las pésimas condiciones que como educadora y como administradora reunía. Careciendo de deudos a quienes encomendar a la pequeña, recomendó velase por ella a don Joaquín Moreno, su entrañable amigo, cuya hombría de bien y caballerosidad sin tacha conocía y estimaba.

Algo había aumentado su fortuna el caballero Acuña en los años de su matrimonio, y por mandato de la ley, la mitad de estos gananciales correspondió a doña Amparo; además, liquidada la sociedad conyugal, también heredó en usufructo la tercera parte del haber de su marido; la propiedad de este tercio y los otros dos tercios en pleno dominio, constituyeron el patrimonio de Clotilde.

Dueña absoluta de sus acciones y con una bonita fortuna de que disponer, doña Amparo montó su casa en un tren fastuoso y empezó a derrochar el dinero sin tasa. Ello fué causa de que pronto tuviese que hacer onerosas y complicadas operaciones de préstamo, una de las cuales, la más importante, había dado origen a aquel litigio que acababan de fallar en contra suya.

En este ambiente de lujo crecieron y se hicieron mujeres sus dos hijas; ambas eran bellas pero tan opuestas de tipos como de caracteres. A Rosita, la mayor, ya la conocemos. De Clotilde diremos que tenía un cuerpo tan escultural y bien proporcionado como el de su hermana, aunque quizá un poco más lleno; su pelo era rubio, como lo fué el del autor de sus días, y sus ojos, azules y serenos, también fueron transmisión del mismo. Todo su lindo rostro transpiraba bondad y dulzura. Era Clotilde de carácter modoso y tímido y había heredado de su padre una gran rectitud moral. Sentimental y reconcentrada, era poco amiga de fiestas y holgorios; el reverso de la medalla de su hermana. Este vivo contraste en genios y aficiones hacia que las hermanas no congeniasen y que no reinara siempre entre ellas la mejor armonía.

Doña Amparo no podía disimular sus preferencias por la hija mayor, tan parecida a ella en lo físico y en lo moral, mientras que Clotilde era Acuña, Acuña desde los pies a la cabeza, y la señora no conservaba el mejor recuerdo de su segundo marido. Rosita, claro es que ni era ni podía ser Acuña, pero ni siquiera era Martínez, como su progenitor; era Sánchez, Sánchez apurada, Sánchez en esencia y potencia, como su madre, y esta convicción entusiasmaba a ésta y hacia que la idolatrase con frenesí.

El carácter reservado de Clotilde lo tomaba doña Amparo, en muchas ocasiones, como despego y cómo una desautorización y un mudo reproche a su afán de diversiones y a sus exagerados gastos; creía que la niña, sabiendo que la mayor parte de las rentas que malgastaba su madre eran suyas, le reprochaba este indebido empleo. Nada había más lejos de esto, que la muchacha en su inocencia era incapaz de pensamiento interesado alguno, mas doña Amparo dió en pensarlo y cavilar sobre ello, al observar el retraimiento que muchas veces mostraba Clotilde, propensa a accesos de melancolía, para toda clase de distracciones. Para doña Amparo, en su genio aturdido, era inconcebible que una joven, naturalmente y sin segunda intención, se apartase de bullas y fiestas. Con estas cavilosidades se fué formando en el corazón de la madre un sedimento de malquerencia para la hija menor.

Rosita, viéndose la predilecta, prodigaba a su madre sus más tiernas caricias; la mimaba, la adulaba. Clotilde, por su genio retraído y un poco arisco, no era propicia a estas expansiones y halagos algo ficticios, y menos desde que advertía en su engendradora una marcada frialdad para con ella.

Contribuía e incrementaba la dilección que doña Amparo sentía por Rosita, el que ésta, la Sánchez, su fiel imagen, no fuese poseedora de hacienda alguna. Parecía que la madre quería indemnizarla de esta pobreza, otorgándole un cariño preferente y relegando a segundo término a Clotilde.

Rosita era siempre la que vestía con más lujo y lucía mejores preseas; la madre le adelantaba esta compensación a las posibles penurias del porvenir. Clotilde, que aunque bondadosa no tenía pelo de tonta, se daba cuenta de estas preferencias, que a su natural sensible lastimaban, y, dolida, se encerraba más en su concha, con lo que cada vez se iban haciendo más hondas las diferencias que la separaban de su madre y hermana.

El corazón envidiosillo y algo avieso de Rosita no abrigaba la mejor voluntad para su hermana, que además de ser la rica, era la más considerada en X, como descendiente de un hombre de pro y de conocida y rancia alcurnia en la comarca.

Piadosas amigas, que tomaban muy a pecho el que siendo Clotilde la pudiente, fuese la cenicienta de aquel hogar, procuraban con sus reticencias dar a entender a la madre que estaban al tanto y bien impuestas de que la mayor parte de la fortuna pertenecía a Clotilde, lo que encorajinaba a la necia señora. Así, si doña Amparo alababa las condiciones de la casa en que vivía, de «su» casa, estas amigas piadosas corroboraban diciendo: «Sí; es muy hermosa y cómoda la casa de Clotildita», cuidando de subrayar el nombre de la propietaria. Esto sacaba de quicio a la buena señora, dándole la sensación de que era una cosa postiza en su hogar, de que allí era su hija Clotilde el ama de todo y ella vivía como de prestado. A medida que sus gastos cuantiosos fueron reduciendo su capital y fué quedando sólo el de Clotilde, esta sensación, como la del probable desamparo de Rosita, adquirió mayor viveza y exacerbó el sentimiento de repulsión que la hija menor le inspiraba.

Aquel varón circunspecto y que gozaba fama de justo, don Joaquín Moreno, era parte, y no pequeña, a la animadversión que doña Amparo experimentaba por su retoño postrero, pues invariablemente en sus conversaciones con la suspicaz señora, sacaba a colación su eterna cantilena sobre la fortuna de Clotilde, lo que la encocoraba y enfadaba sobremanera.

Hubiera sido la madre la cabal propietaria de todo, hubieran tenido igual capital las dos hijas, y doña Amparo las hubiese querido del mismo modo a ambas, no obstante el ser Clotilde ¡una Acuña! Pero esta falta de equidad de la Fortuna en el reparto de sus dones, era la causa de la predilección manifiesta de la madre por Rosita y de la ojeriza que profesaba a Clotilde. Era un sentimiento análogo al que hace que los padres amen más a los hijos defectuosos o más desgraciados, pero algo bastardeado, que no hay cosa que no se bastardee cuando andan por medio los pícaros intereses. No se crea por lo que antecede que doña Amparo aborreciese a Clotilde, que esta pasión no puede incubarse en el corazón de una madre, pero el querer que le tenía estaba empañado y velado completamente por las causas de que dejamos hecha mención.

Y dicho esto, cerramos el paréntesis de este capítulo, que hemos creído conveniente intercalar para la mejor comprensión de este relato.

III. El amor es cosa seria

Aquella retirada estratégica que Arturito inició la noche del «asalto», a raíz de divulgarse la pérdida del pleito por doña Amparo y el grave quebranto de su fortuna, y por ende de la que Rosita pudiera heredar, se trocó en pavorosa huida al siguiente día, pues envió a su novia una acerba misiva, llena de recriminaciones, por haber concurrido a la improvisada fiesta de la víspera, divirtiéndose desconsideradamente y sin guardar las debidas ausencias, estando él postrado en cama. Después de algunas ironías acres y casi ofensivas, Arturito le decía, rotundamente y sin paliativos, que habían terminado per omnia secula seculorum. Juntamente con esta diatriba para remachar la formalidad de la ruptura, el ofendido joven le devolvía sus cartas, sus retratos y los presentes que de ella había recibido: una pulsera o esclava de cadena, flores secas, un lazo de seda, un mechón de cabellos y otras fruslerías sentimentales parecidas.

Rosita quedó asombrada y turulata al recibir esta epístola y su acompañamiento. Llevando todas aquellas devoluciones en una brazada, entró indignada en el aposento de su madre.

—¿Qué es eso, hija mía?

—El mamarracho de Arturito, mamá, que me escribe insultándome y diciendo que hemos terminado para siempre.

—Pero ¿es posible? ¿Y por qué?

—Porque fui al «asalto» de anoche. Ya ves, ¡después que él me rogó que asistiese! No sé qué arrechucho es este que le ha entrado...Pronto se le pasará, como se le ha pasado otras veces... Nunca, sin embargo, aunque se hubiese disgustado, me había devuelto mis cartas y retratos... Ahora, por lo visto, le ha dado más fuerte... Con todo, de seguro que esta misma tarde está ya paseando por delante de mi reja, para pedirme perdón por el injustificado arrebato, pero esta vez rae he de hacer rogar un poquito; ¡que aprenda que ese no es modo de proceder conmigo!

Realmente no iba descaminada Rosita al pensar así, pues Arturo había dado señales en otras ocasiones de tener un genio acomodaticio en demasía, mas ¡ay! que las circunstancias habían variado y hoy, ya bien impuesto de ciertas interioridades crematísticas de la casa de su amada, se mostraba más inflexible y rígido que un juez con dispepsia. Por eso, en vano se pasó Rosita la tarde oteando la calle: el galán no pareció por ella, en contra de sus previsiones y seguridades.

Rosita pensó, entonces, que sería que esperaba para desagraviarla la oportunidad de ir a saludarlas aquella noche a su platea, en el Teatro Principal, como tenía por costumbre. Seguramente que en aquella visita imploraría su absolución y Rosita no estaba muy segura de lo que haría; ¡le iba ya cargando aquel majadero que se permitía el rigor de mantenerse terne con ella! En fin, por esta vez, aunque a regañadientes, le concedería la remisión de su falta y lo volvería a su gracia. Pero ¡cuidadito con hacer otra!

Doña Amparo y sus dos hijas se dirigieron al teatro aquella noche. Clotilde, contra su costumbre, no perdía ahora representación; sus melancolías parecían disipadas, y se manifestaba más alegre y comunicativa que nunca. Es que el bribón de Cupido, valiéndose de un apuesto teniente de artillería, estaba haciendo de las suyas en el sensible corazón de la muchacha. Llamábase el tal oficial Luis Pomares, estaba destinado desde hacía unos meses en el Regimiento de Artillería de Montaña que guarnecía aquella plaza y demostraba bien a las claras el interés que Clotilde le inspiraba, frecuentando su platea en el teatro, gastándole delicadas bromas, prodigándole finezas y enviándole tiernas miradas. Si bien aun no había declarado paladinamente a la joven el amor que parecía profesarle, ésta lo tenía por cierto y descontado, pues aquellos inequívocos indicios e insinuaciones, y otros y otras todavía más sutiles, pero que no escapan a lo comprensión de las mujeres en estos casos, le daban tal evidencia y confianza. El corazón de Clotilde, en el cual nunca hasta ahora germinase la semilla del querer, correspondía por entero al afecto que infundía y, poco ducha en disimulos ni astucias, dejaba sorprender, al menos observador, su vivísima inclinación por el artillero, pues el corazón se le salía por los ojos cada vez que Pomares la miraba o le dirigía la palabra.

Promediaba el primer acto cuando las damas hicieron su aparición en la platea, y apenas acomodadas en sus asientos, doña Amparo se dedicó a pasar revista minuciosa a los tocados y toilettes que lucían las demás señoras de la concurrencia, y Rosita y Clotilde, con una rápida ojeada, se cercioraron de lo que les interesaba. Rosita, de que allí, en su acostumbrada butaca, estaba el pretencioso de Arturito, que fingía no verla mirando a la escena, ¡el muy grosero! ¡Ya las pagaría todas juntas! ¡Pretender darse tono y ponerse moños con ella!, pues ¡ya le contaría un cuento! Clotilde vió a Luis, que la saludó rendídamente con la mirada, lo que bastó para que la niña se pusiese como el arrebol de encarnada y más contenta que unas pascuas.

Llegó el primer entreacto y Rosita se vió nuevamente defraudada en sus esperanzas, pues observó que Arturito, que aparentaba seguir sin reparar en ella, lejos de ir a saludarlas, se fué al palco del presidente de la Audiencia y empezó a bromear y reir, en animado coloquio, con la menor de sus hijas. ¡Una cursilona, cuyos vestiditos caseros sufrían más transformaciones que Frégoli y que sólo con dos sombreros hacía cada estación!

Rosita, dada a los diablos, contemplaba con disimulo cómo Arturito y la del presidente platicaban con entusiasmo, cuando se abrió la puerta de su platea y apareció Pomares, portador de un cartucho de bombones, para obsequiar a las señoras. Una idea satánica asaltó a la despechada Rosita, y poniéndose en pie, dijo al teniente:

—Luis, haga usted el favor, tengo que hablarle de un asunto—y retirándose con él al fondo de la platea, empezó a parlar en voz baja, coqueteando de modo bien visible.

¡No estaba Arturito dándole en la cabeza con la del Presidente, pues ella le daría con Pomares! Venturosamente, se había presentado éste; éste, el moro Muza o el que fuese, era igual: el caso era demostrarle a Arturito que a ella se le daba un despreciable comino de él, de la chica del Presidente y de todo bicho viviente con quien se relacionase. ¡Así que no tenía ella los pretendientes a patadas! Venturosamente decimos, porque de no haber llegado tan a tiempo Pomares, no sabemos qué hubiese discurrido la consentida Rosita, para demostrar su desprecio e indiferencia al ex novio.

—Desearía que se tomase usted la molestia de comprarme dos décimos del próximo sorteo de la Lotería; no quiero que se entere mi mamá ni nadie, y por eso temo enviar a un criado por ellos—musitó la rabiosa joven.

—Tendrá usted los décimos y lo que quiera, Rosita—dijo el militar, con galantería..

—Gracias, Luis. Quisiera también que el número terminase en 21, que son mis años—aseveró Rosita, quitándose de golpe y porrazo y sin empacho la friolera de cuatro años.

—Así lo adquiriré; yo jugaré el resto del billete. Debe ser usted afortunada, Rosita; como que se va a casar pronto con Arturo...—manifestó el teniente, no sin una miaja de sorna.

—¿Yo, con Arturo? ¡Está fresco!

—Pues ¿y eso?

—Hemos terminado.

—¿Que ha terminado con Arturito?

—Sí, hombre, sí. Estaba ya de él hasta la coronilla... |No creo haya otro tipo más indigesto en toda la superficie del globo!

—Pero ¿es de veras?

—¡Y tan de veras!

—Pues mire usted, Rosita, francamente, me alegro.

—¿Se alegra?

—Sí; porque tiene razón, Arturito es muy antipático y me estomaga. Usted se merece otra cosa mejor. Un joven así, como yo—expresó jovialmente Pomares, contoneándose.

—Es usted muy inmodesto—dijo la bella, envolviéndole en una larga mirada—. Pero supongamos que así fuere: ¿dónde encontrar un muchacho de sus prendas?

—Paseo de Colón, Hotel Imperial, piso segundo, cuarto número 38—contestó Luis, prosiguiendo la chanza.

—¡Ay, qué gracia! Pero si esas son sus señas.

—Exacto.

—Y usted no está por mí.

—¡Usted qué sabe!

—También es verdad.

Continuaron así largo rato jugando con el equivoco: él, por broma; ella, incitándole a no abandonarlo con sus coqueterías. De tiempo en tiempo, Rosita reía locamente, hasta llamar la atención, ¡para que viese Arturito! ¡qué se habría creído ese estafermo!

Los diez y siete años de Clotilde, poco avezados a estas artimañas y escaramuzas del despecho, veían contrariados a su hermana y a Pomares en intimo palique, riendo de lo lindo. Porque a Rosita, ya puesta a hacer las cosas, le gustaba hacerlas bien a lo vivo y quitando toda apariencia de que aquello pudiese ser un juego. Y la ingenua Clotilde se mordía los labios hasta hacerlos sangrar.

Cuando comenzó a subir el telón, paca la representación del segundo acto, Rosita dijo a Luis:

—Le espero en el otro entreacto: tiene que terminar de contarme esa historia tan divertida.

Y en efecto, en el secundo intermedio, apenas Pomares se presentó en la platea, Rosita volvió a acotarlo, yéndose con él a un rincón y reanudando la interrumpida plática, ¡que ilustraba con cada mirada, cada suspiro y cada cancamusa!, que Clotilde se revolvía nerviosa en su asiento, como si estuviese sentada sobre una mata de cardos ajonjeros. Arturo también estuvo, aquel entreacto, en el palco del encargado de llevar al fiel la balanza de doña Temis.

Terminado el tercer acto y con él la función teatral, las damas abandonaron el teatro y se dirigieron a su domicilio. No hay que decir que las dos muchachas no se habían enterado en lo más mínimo de la comedia representada. Clotilde caminaba ceñuda al lado de su madre, sin que despegase los labios en todo el trayecto. Ya en su casa, dió unas frías ¡Buenas noches! y se encerró en su habitación.

Doña Amparo y Rosita celebraron conciliábulo antes de acostarse.

—¿Has visto tu hermana? ¡De buen talante venía! Haz el obsequio de no dirigirle más la palabra a Luis, ¡ya ves cómo se pone!

—¿Y qué tiene ella que ver con Luis? Si fuese su novio, por mi lo podía encerrar en una urna, pero Luis no es su novio ni tiene intenciones de serlo.

—¿Que Pomares no la pretende?

—No, mamá, no. Bien claro me ha dado a entender que soy yo la que le gusta y por quien viene a la platea; pero, como yo estaba en relaciones con Arturo, el hombre no se atrevía, sin duda, a insinuarse más ostensiblemente. Clotilde, que veía su asiduidad para con nosotras, creyó, puesto que no podía ser por mí, porque tenía novio, que sería por ella. Esto es todo. ¡Poca alegría que le ha dado a Luis cuando se ha enterado de que he concluido con Arturo!

—Pero ¿tú has terminado definitivamente con Arturo?

—Definitivamente, mamá. Yo hasta esta noche no había abierto los ojos, pero ya lo he comprendido todo: su venida extemporánea ayer tarde para preguntarme únicamente si era cierto que habías perdido el pleito, su repentina y fingida indisposición para no acompañarnos al «asalto», su astuta carta incitándome a asistir, con objeto de tener un pretexto para el rompimiento... ¡Todo, todo lo he comprendido! ¡Y me da un «asquito» de Arturo, que ni engarzado en oro lo quiero ya!

—¿Y si esas son figuraciones tuyas?

—No ves su conducta, mamá. ¿Cuándo ha hecho lo de hoy? Acuérdate que este verano no quise una noche bailar con él, para hacerlo con aquel condesito que vino la feria y que «tangueaba» con tanto primor; como lo dejé plantado, se enrabió, me puso una carta terminando conmigo, pero sin devolverme las mías, y al día siguiente, vino muy manso y humilde a hacer las paces. Mientras que ahora, ya has visto... Desengáñate, mamaíta; es que entonces me juzgaba riquísima y hoy se figura que no tengo una peseta... ¡Me dan náuseas de Arturito! Además, si te he de decir la verdad, me alegro de lo que ha ocurrido, porque esta noche he comprendido que verdaderamente no le quería; mi cariño era sólo un espejismo... ¡Y luego un hombre tan interesado!

—Quizá no te falte razón, hija mía.

—Mira, en cambio, Luis no es así. Muchacho más noble y desinteresado no le hay, y eso que, además de su carrera, su familia dicen que está en muy buena posición.

—Rosita, hija mía, no te ocupes de Luis. Ya sabes lo recocida y rencorosa que es tu hermana: si supone que tú tratas de quitarle a su galán ¡para qué queremos más!

—Y dale, mamá, si no es galán suyo... Si eso es sólo una ilusión que se ha forjado Clotilde… ¡Esta noche he podido convencerme de ello! Si a poco que yo le hubiese instado, Luis se me declara... Si únicamente por consideración a ella, he desviado la conversación...

—Rosita, de sobra conoces quién es tu hermana: déjale a Luis.

—Por mi dejado está... Puedes tener la seguridad de que yo no haré nada por atraérmelo, pero si él, como insinúa, a quien en realidad quiere es a mí y si yo, como temo, llego a querer a Luis, me parece que por una presunción tonta de mi hermana, no vamos a sacrificar nuestra felicidad... ¡Y que la niña se merece que se sacrifique una por ella!

—Cualquiera te entiende, Rosita, ¡tan enamorada como parecías de Arturito!

—¡Y tan asqueada como estoy ahora!

—En fin, buenas noches, hija mía, y no me des tú disgustos; bastante me los da tu hermana con la aversión que nos demuestra y el menosprecio en que nos tiene.

A poco, doña Amparo, entre sábanas, reflexionaba:

—Realmente, si Pomares a quien quiere es a Rosita, nunca se hubiese declarado a Clotilde... Para mi Rosita, Luis es mucho mejor partido que Arturito... Aseguran que los padres de Luis, que son unos asturianos, están podridos de dinero; durante la guerra, con las navieras y el carbón, no sé cuántos millones dicen que ganaron... A Clotilde no le faltarán aspirantes a marido: como es la rica...

En tanto, Clotilde, a medio desnudar, se había arrojado sobre la cama con una lloradera de padre y muy señor mío. Cuando se le agotaron las lágrimas, con la cabeza sepultada en la almohada, hipaba convulsa. Es que el amor, aunque se disfrace con cascabeles, es una cosa muy seria...

IV. Unos décimos que dan juego

Llegó el siguiente día, lo raro sería que no llegara, y durante él Clotilde no cruzó media docena de palabras con su madre; a su hermana, ni mirarla. Por la noche no consintió ir al teatro; el espectáculo de la velada anterior había llagado profundamente su alma, de una sensibilidad tan viva, y no quiso se repitiese tal martirio. Su resentimiento era grande con su hermana, por su sans-façon, y con Luis, por la facilidad con que había secundado el juego de ésta, sin hacer mayor aprecio de ella.

Además, una sospecha había cruzado raudamente por el magín de la niña, que, como todos los genios reservados, era algo recelosa: Rosita y Arturo, a juzgar por lo que viese la noche precedente, pues Clotilde no sabía nada de lo pasado entre ellos, habían terminado, y esta terminación había coincidido con una inusitada alegría en Rosita y en Luis, con sus charlas apartadas, con sus cruzamientos de miradas y sonrisas; ¿no sería por su hermana por quien Luis había visitado frecuentemente la platea, y al darse Rosita cuenta de ello, había mandado a enhoramala a su novio, para estar en libertad de ponerse en relaciones con Pomares, que por su figura varonil y por su posición aventajaba en mucho al desdeñado Arturo? ¿No habría estado ella sirviendo únicamente de pantalla para encubrir el amor de Luis por Rosita? ¿No se habría limitado Luis a adorar el santo por la peana, actuando ella de peana, hasta que el santo o la santa se percató de la clase de sentimientos que inspiraba al devoto? Esta era la torturadora sospecha que se había clavado en su corazón.

Rosita y su madre marcharon, pues, al teatro, sin Clotilde.

En un intermedio fué a saludarlas Pomares y se interesó por la ausente.

—¿Qué le pasa a Clotilde?

—Nada. Que es una niña llena de rarezas—replicó su hermana—. A lo mejor le entra uno de estos arrebatos místicos o de hurañería, que con frecuencia le acometen, y se pasa los días y aun las semanas sin cruzar palabra ni querer ver a nadie.

Aunque Rosita hizo por retener al mancebo, éste se marchó a poco, lo que lastimó la vanidad de la muchacha, cuyo amor propio se había desarrollado a compás de su consentimiento ¡Luis prefería a Clotilde, pues poco había de valer ella si no conseguía traerle a su redil! La obra que había comenzado el despecho, la continuaría el amor propio. Ya que su hermana se había ofendido tanto con ella, por una nimiedad, que se ofendiese con razón. Claro es que en este empeño influían, y no poco, las dotes físicas y monetarias del doncel.

A la noche siguiente asistió también Clotilde al teatro; había reaccionado. A solas, hubo de escudriñar su corazón y vió que tenía ya metido muy adentro al bizarro oficial; no siéndole, en consecuencia, fácil renunciar a él, decidió proseguir la partida. Bien analizado el caso, la culpabilidad de Luis se disipaba o aparecía considerablemente atenuada; si él había tonteado con Rosita, culpa fué de ésta, que le dió pie para ello, y era lo más probable que las bromas no hubieran pasado de las usuales entre amigos o camaradas, sin que rozasen para nada con el amor, y si no había prestado mayor atención a Clotilde fué indudablemente porque Rosita le absorbió por completo y no le dejó que le dirigiese más que los saludos de rigor. En cuanto a aquella sospecha que tanto daño le hiciese, examinada fríamente carecía de fundamento: Rosita y Arturo podían haber reñido por muchas causas, y no era lo más verosímil que hubiese sido porque Luis anduviese por medio.

En el teatro, entró Luis en la platea de las damas en el primer entreacto, y al entrar hizo una imperceptible seña a Rosita, que no pasó inadvertida para Clotilde, quien, en su candidez, vió en este signo de inteligencia un corroborante a su cruel sospecha, y puso ya mal ceño.

Levantóse Rosita y fué al encuentro del entrante.

—Es que traigo ya aquí los décimos—díjole éste.

—Pues no me los dé ahora, podrían verlos mi madre o mi hermana y ya sabe que no quiero que nadie lo sepa. Pase mañana a la tarde, sobre las cuatro, por mi calle; yo estaré en mi reja y entonces me los dará. Y perdone el fastidio y la molestia.

—¡Por Dios, Rosita, con mil amores!

Los décimos, ¿cómo no?, empezaban a dar juego.

Con esto Pomares se desentendió de Rosita, con mal disimulada ira de ésta, y sentándose al lado de Clotilde, le preguntó:

—¿Por qué no vino anoche?

—Porque no estaba de humor.

—¿Y esta noche, lo está?

—¡Psch!

—Pues ¿qué le sucede?

—Nada.

Durante un rato estuvo Pomares procurando pegar la hebra con la joven, sin conseguirlo. Clotilde no le contestaba más que con monosílabos; solamente le preguntó:

—¿Qué misterios trae con mi hermana?

—Es un secreto—contestó Luis.

—¿Un secreto?

—Sí, un pequeño secreto, que no estoy autorizado para revelar; pregúnteselo a su hermana.

Con esto la niña se encerró aún más en su mutismo. ¿Qué secretos podía haber entre su hermana y Luis que ella no pudiese conocer? Uno, únicamente. ¿El que Luis viniese a su lado, no sería porque les conviniese todavía tener ocultos sus amores, para que no apareciese Rosita con otro novio a las pocas horas de romper con Arturo? ¿La seguirían tomando por pantalla? Todo hacia que aquella sospecha que había concebido, y a la cual había logrado sobreponerse, volviera a erguirse avasalladora en su mente, y era tan punzante que le impedía ser amable ni aun cortés con el dueño de sus pensamientos.

Luis, en vista de que no lograba animar a Clotilde ni sacarla de su laconismo, acabó, algo amostazado, por volver a enredar conversación con Rosita, quien procuraba desplegar todas sus artes de seducción. Clotilde, al parecer indiferente a estas maniobras, miraba al patio de butacas, pero su asiento se había trocado en potro de tormento. Al levantarse el telón se despidió Luis y en el segundo entreacto no fué a conversar con sus amigas.

Ocioso parece decir que aquellas noches, como las venideras, «brilló» por su ausencia Arturo en la platea de la señora viuda de Acuña.

Clotilde, de regreso del teatro, en cuanto se vió sola en su cuarto, rompió en desconsolador llanto. Consideraba a Luis irremisiblemente perdido para ella, era a Rosita a quien al parecer quería, con quien reía, con quien bromeaba, con quien secreteaba, con quien estaba en inteligencia... La presunción que desechara, era desgraciadamente bien fundada. No lo sentía por su hermana, que era incapaz de albergar ruindades, sino por ella, porque su corazón virginal había cifrado en Luis todas sus ansias, todas sus ilusiones, y comprendía la dificultad de desarraigar aquel cariño imposible. Era su primer amor y sería el último. ¡Adiós todos sus ensueños!

A otro día, Clotilde no salió de su aposento, en él le sirvieron la comida. Esto no era desusado en las costumbres de aquella casa, donde cada una de las señoritas se había proclamado desde hacía tiempo en cantón independiente. Rosita, por congénita inclinación, no corregida, a hacer siempre su santísima voluntad, sin cortapisas ni barreras. Clotilde, contagiada por el ejemplo de su hermana y estimulada por el desafecto de su madre. El federalismo tenía, sin embargo, un límite en Clotilde, el que le imponía su bondad y timidez; en su hermana no admitía limite alguno.

Por la tarde, pasó Luís, Clotilde lo distinguió y al punto se puso a espiarle tras los visillos de su ventana; su sorpresa fué grande cuando lo vió detenerse unos pasos más arriba, en la reja de su hermana, y empezar a charlar con ésta, que sin duda lo estaba aguardando. ¡La sospecha se había ya convertido en completa certeza!

Los décimos continuaban dando juego.

—Buenas tardes, Rosita—dijo Pomares, saludando a la joven.

—Felices, Luis—contestó ésta, dedicándole una de sus más encantadoras sonrisas—. ¡Cuánto le agradezco tanta molestia! Deme los décimos y tenga su importe.

—¡Ahí lleva el premio gordo! ¡El 15.721! Acaba en 21. En cuanto a su importe, no vale la pena, se los regalo yo.

—De ningún modo: en primer lugar, es un en cargo, y en segundo, en cuestiones de lotería no admito regalos. Supóngase que tocaran y que usted me reclamase la propiedad de ellos...

Después de mucho tira y afloja, el teniente hubo de tomar las pesetas.

—¿Juega usted el resto del billete?

—¡Claro está!—afirmó Luis.

—Hace usted mal en unir su suerte a la mía; yo soy muy desgraciada...

—Usted, joven, bonita, asediada de pretendientes, ¿desgraciada?

—¡Ahí verá usted!

—¿Será porque ha reñido con Arturito?

—¡No es por ahí!

—Pues no lo entiendo.

—Si usted entendiese por qué era yo infeliz, quizá empezase a no serlo—expresó la muchacha, lanzando un suspiro y mirando melancólicamente al firmamento.

—¡Enigmática estáis, por mi fe!—exclamó riendo Pomares, que no quiso penetrar en el sentido esotérico de aquella frase, tan diáfana no obstante.

Continuaron platicando, rehuyendo el oficial pisar el resbaladizo terreno a que ella pretendía conducirle.

—¿Y Clotilde?—le preguntó Luis.

—Encerrada en su cuarto.

—Anoche parecía enfadada.

—¡Bah! No le haga caso, ¡es tan rara!

A poco, Pomares, pretextando que tenía que ir al cuartel para asistir al rancho vespertino, se despidió de la bella.

—¿Era Pomares quien hablaba contigo por la ventana?—preguntó a Rosita su madre, no bien apareció en la estancia en que ésta se encontraba.

—Sí, mamá.

—¿Y eso?

—Me había pedido una entrevista.

—¿Para declararse?

—Tal vez. Pero yo he evitado que lo hiciese.

—Entonces ¿es de ti de quien está enamorado?

—Ya te lo dije la otra noche.

—¿Y tú?

—Aun no lo sé, mamaíta.

Clotilde, después de este lance, permaneció varios días en reclusión; pensaba en la quietud de un claustro conventual, en la albura de unas tocas monjiles, desengañada del mundo y del amor. Su rostro angelical no fué, por aquellos días, gala del teatro ni de ningún otro sitio público. Mas al cabo, como no volviese a ver a Luis aparecer por su calle, pensó que quizá fuese casual el que transitase por ella el día en que habló por la reja con su hermana. Rosita estaría en la ventana, continuaba conjeturando la dulce pucela, Pomares la vería al pasar y entretendríase un rato entablando palique con ella. Clotilde, cuyo enamoramiento por Luis no cedía ni menguaba, concluyó por acogerse a esta consoladora esperanza.

Pomares, con estas ausencias y altibajos de humor en su ornada, empezaba ya a encontrarla rara, ¡eran tan chocantes aquellas desigualdades de carácter! ¡Rosita tenía razón cuando decía que a su hermana no había quien la entendiese! Además, pensaba el joven, poco le debo interesar ni importar cuando no concurre a ninguno de los sitios en que podríamos vernos.

Procuraba Rosita aprovecharse del retiro de su hermana, engatusando libremente al galán, mas no conseguía la declaración que ansiaba; Luis bromeaba con ella, jera una amiga tan hechicera!; pero de ahí no pasaba; esto hacía que la muchacha se fuera interesando cada día más y que fuese metiéndose en el toro sin sentir.

Tornó, pues, Clotilde al teatro y con ello tornó a sus incertidumbres. Unas veces, si el teniente la miraba rendido, se esponjaba pensando que era a ella a quien quería y, como cerrada corola que se abre al beso del sol, dejaba vislumbrar en su ingenua alegría, algo infantil, los tesoros de su alma impoluta, lo que hacia se entusiasmara aún más su amador. Otras, si Luis parlaba más de la cuenta con su hermana o ésta coqueteaba sin gran recato, ensombrecíase la niña y se recogía y encerraba en su interior, mostrándose esquiva y desapacible, con lo cual enfriándose el entusiasmo del pretendiente, extremaba sus galanterías con Rosita, y Clotilde, dándolo entonces todo por perdido, se aislaba nuevamente en la clausura de sus voluntarios y pasajeros encierros, hasta que pasada, a los pocos días, la impresión que atarazó su corazón, volvía a presentarse ante los ojos, algo atónitos en su inexperiencia con estos cambios y mudanzas, del oficial.

Febrerillo, el loco, contemplaba con una mueca ambigua a los enamorados y dejaba transcurrir sus días sin que imprimiesen una huella perdurable en sus corazones, como si en esta contradicción de sus horas se recrease su insania.

V. Un «asalto» con bajas

Uno de los postreros días, de Febrero, apareció sobre las taquillas del despacho de billetes del Teatro Principal, un aviso anunciando la suspensión de la función de la noche, «por hallarse ligeramente indispuesta la eminente dama joven señorita González Salvador». Mas por cafés, casinos y otros mentideros públicos, se esparció el rumor de que la dama joven se encontraba de parto, indisposición bien propia de su sexo, pero no de su estado. El público, malicioso de suyo, atribuía la voluminosa andorga que exhibía la damisela a una avanzada preñez, y al enterarse de la indisposición, sin más fundamento, dijo: «¡Tate, ya llegó el trance!» No sonría, incrédulo, el lector cortesano, que no ha sido éste el único caso en que una actriz haga en provincias papeles de ingenua con el vientre abultado, por la hidropesía o por otras causas, y por esas ciudades y pueblos de Dios hemos visto más de una doña Inés en meses mayores. Mas fuese de ello lo que fuese, que, calumnioso o no, el runrún no es substancial a nuestro relato, lo cierto era que aquella noche no había representación teatral, que es el punto interesante a hacer constar en estas páginas, pues, como consecuencia, la juventud de X, que no estaba por dilapidar una velada en el aburrimiento, acordó «asaltar» la morada de la señora viuda de Martínez y de Acuña, por el orden cronológico de sus sucesivas viudeces.

No faltaron confidentes, esos confidentes que cuando no son moros suelen decir algo que se aproxima a la verdad, que fuesen con el cuento a las castellanas de la fortaleza que trataba de expugnarse y éstas se aprestaron a hacer una heroica defensa que dejase tamañitas a las de Sagunto y Numancia y que fuese digna de esculpirse en mármoles y bronces, para emulación de las generaciones venideras. Por de pronto, enviaron por pasteles, dulces, pastas y otros sabrosos y azucarados mantenimientos, que la cuestión de la bucólica influye poderosamente en el heroísmo. ¡Cómo pedir una defensa obstinada y hazañosa a quien está medio desmayado de inanición! Igualmente se hizo acopio de vinos, licores y otros «bebestibles», pues sabido es el ardor bélico que el alcohol comunica a los combatientes. Por último, se hizo gran provisión de flores diversas, adornando con ellas búcaros, tibores y centros de mesa; las flores, sobre ser peligrosas armas arrojadizas, pueden trocarse en mortíferas en manos de una experta mujer, joven y linda, que las ofrezca con cautivadora sonrisa.

Todo eran órdenes, recados y confusión en aquella casa. Mientras unos sirvientes traían de la calle las vituallas y demás cosas necesarias, otros se dedicaban con ahinco a aljofifar los suelos, encerar los parquets, sacudir las alfombras, abrillantar los muebles, limpiar cristales y espejos, lustrar dorados y todo lo necesario para que aquella mansión señorial luciese, en tan memorable ocasión, con todo el esplendor que deseaba su propietaria. La única nota discordante en aquel concierto de voluntades la daba cierta zafia maritornes, cuyas pecadoras manos rompían cuanto tocaban, con harta y justificada desesperación de su señora.

A Clotilde, que se hallaba en uno de sus periodos de desesperanza y, por tanto, recluida en sus aposentos, acabaron por intrigarle tanto preparativo y tantas idas y venidas, y, curiosa, preguntó a Curra, una criada con quien simpatizaba, cuál era la causa de tanto trajín, pues con su hermana no se hablaba y con su madre, a quien atribuía sobrada lenidad para con Rosita en su flirt con Luis, le sucedía tres cuartos de lo propio. La fámula se apresuró a ponerla al tanto de la ocurrencia. La tierna muchacha, después de reflexionarlo maduramente, decidió cooperar al denuedo y brillantez de la defensa; no hacerlo, sería dar pábulo a murmuraciones y comentarios, apareciendo manifiestamente distanciada y en desacuerdo con su madre y hermana, pues no encontrándose enferma, y enferma se sabía que no estaba por haber ido aquella mañana a misa, no podía interpretarse de otro modo su abstención. Tomada esta decisión de sacrificar al bien parecer su deseo de retiro, participó, aunque a desgana, de los trabajos preparatorios defensivos y de castrametación, ayudando a los aprestos que activamente realizaba Rosita y a la ejecución de las órdenes emanadas de doña Amparo, comandante en jefe de la plaza asediada.

Al filo de las once de la noche sonaron en la puerta unos fuertes aldabonazos, como aquellos con que el Comendador rehelea el placer gastronómico de don Juan, Avellaneda y Centellas, y en cuanto se franqueó la entrada, invadió, con gran algazara y estruendo, el patio, un tropel de máscaras, que empezó a subir atropelladamente y en medio del mayor tumulto y desorden, las marmóreas escaleras. Doña Amparo y sus hijas presenciaban, acodadas en la baranda del último rellano de la escalera, la precipitada y estruendosa subida. Llegaba junto a las damas la primer oleada asaltante, cuando se produjo un desgraciado incidente. Fué ello que una máscara disfrazada de astrólogo, dió con su alto y puntiagudo capirucho, forrado de seda negra y constelado de áureas estrellas, en una pequeña repisa colocada en el muro y que sostenía un macetero de mayólica, dentro del cual se encontraba muy a gusto una maceta con diminuta araucaria. Al impulso que le comunicó aquel prominente capirote, la repisa se ladeó graciosamente, dejando caer, y sin decir ¡agua va!, macetero y maceta, que fueron a dar, ¡oh adversa fortuna!, sobre un gentil pierrot que subía pisando los talones al nigromante. El pierrot lanzó un lastimero ¡ay! y, arrancándose el antifaz, se llevó las manos a la parte contusionada. Entonces apareció la faz de Pomares bañada en sangre. A la vista del ensangrentado rostro, se armó el consiguiente revuelo y alboroto: todos gritaban; pero entre todas las voces de aquel inarmónico orfeón sobresalía la de Rosita, que lanzaba apesadumbradas exclamaciones y doloridos ayes y hacia muchos aspavientos de consternación, has ta el punto de que algunas máscaras, que por venir en la retaguardia no habían presenciado el desafortunado lance, pensaban que era a ella a quien le había caído encima la maceta. Clotilde, pálida como el día en que la habían de enterrar y sin proferir palabra, hubo de apoyarse en la pared, medio desvanecida, para no dar con su cuerpo en tierra.

En la columna de asalto no podía faltar el servicio de Sanidad, y un joven y atildado galeno, en traza de Mefistófeles, acudió a prestar los auxilios de la ciencia al lastimado artillero, pidiendo, tras un somero reconocimiento, medios con que lavar la herida. Oírlo Clotilde y, dominando su emoción por un milagro de la voluntad, correr y traer una palangana, agua sublimada, yodo, gasas y algodón hidrófilo, todo fué uno. En un santiamén se encontró el doctor con cuanto había menester, aun antes de que lo demandase, que la diligente actividad de Clotilde no había cosa que no procurara.

La herida, afortunadamente, era un rasguño sin profundidad ni importancia en la frente, en los limites del cuero cabelludo, explicó el médico, tranquilizando a la concurrencia.

Procedió el doctor a lavar cuidadosamente la herida: Clotilde sostenía la jofaina; después, extrayendo de una pequeña cartera quirúrgica, que llevaba consigo, aguja e hilo, dió unos puntos de sutura, colocó encima varios rectángulos de gasa, vendó al herido con una venda de seda negra que no se sabe de dónde sacó y trajo la enamorada, cuya delicada solicitud le hacia multiplicarse y atender a todo, y exclamó, terminando la operación: «¡Ea, aquí no ha pasado nada, puede el baile continuar o, mejor dicho, comenzad»; mas como en este punto viese llegar a su ayudanta con una copita de Jerez, sobre bandeja de plata, para confortar al paciente, añadió festivamente: «¡Bravo por mi «practicanta», esta chica sería una maravilla de dama de la Cruz Roja!»

No habían pasado inadvertidos para el teniente el conato de desvanecimiento y la extremada palidez de Clotilde, a raíz del percance, y menos hubieran podido pasar ahora su diligencia y actividad; así es que mientras lo curaban, procuraba pagar a la joven con miradas henchidas de ternura y agradecimiento.

El general en jefe de las tropas expedicionarias ya podía acompañar al parte detallado de la acción, relación circunstanciada de las bajas; en el Regimiento de Artillería de Montaña había habido un oficial herido leve, lo cual es siempre más que un contuso. La denodada defensa de la señora viuda de Acuña y de sus pimpollos había causado victimas y era ya digna de pasar a la Historia, donde indiscutiblemente figurarán como épicos combates menos sangrientos que éste.

Efectuada la cura provisional sobre el mismo campo de batalla, con lo que demostró su arrojo el facultativo, y sosegados los ánimos, empezaron la broma y el baile. Como el teniente, por prescripción médica reciente, no podía danzar, fué a tomar asiento a la vera de la dulce amiga que tan solícitamente lo había atendido. La emoción que el rostro de Clotilde trasluciera al ver correr la sangre de Pomares y el ligero temblor de manos con que había sostenido la palangana mientras lo curaban, habían delatado claramente a éste que la muchacha no era ajena a la viva afección que inspiraba. Con ello desaparecieron todas sus dudas y vacilaciones y se consideraba dichoso viéndose árbitro de un tan tierno y noble corazón.

Recibióle Clotilde afablemente y le preguntó:

—¿Se encuentra bien? ¿Se le pasó ya el susto?

—El susto quien lo pasó fué usted.

—Ciertamente que me alarmó la sangre que le teñía la cara: ¡es tan escandalosa!—manifestó la joven, con naturalidad.

—Pues ya ve que no fué nada.

—¿Le duele la herida?

—Casi no la siento. Pero, aunque me molestase, yo bendeciría este pequeño arañazo que me ha hecho comprender la gran piedad de su alma y que me ha sugerido una sospecha que me llena de ventura...

Bajó los ojos, tenuemente ruborizada, la muchacha y, después de unos momentos de silencio, le dijo, en son de dulce reproche:

—¿Tan mala le parecía?

—Mala, no, pero estaba desorientado y perplejo con las mudanzas de su carácter.

—¿Me juzgaba lunática?

—No tanto, pero sí un poco especial...

—¿Y en qué consistía esa «especialidad»?

—Quizá me pareciese algo inconstante.

—Y si fuese la constancia el origen de esa aparente inconstancia... Aparecemos tan complicados cuando somos tan sencillos...

—¿Qué sentimiento le infundía esa constancia engendradora de la falsa inconstancia?

Y como ella callase y siguiese obstinadamente sin mirarle, él continuó interrogando:

—¿Por qué unas veces me acogía amablemente y otras me negaba casi el saludo?

—¡Qué sé yo! Tal vez por nuestra misma amistad y confianza...

—¿No tenía más que amistad para mí?

—¡Qué más quería usted que tuviese!

—Yo quisiera haber hallado en su corazón un reflejo de lo que siente el mío.

—¿Y qué siente el suyo?

—El mío está cautivo en la red de sus hechizos y bondades—articuló el oficial arrebatadamente—. El mío no sabe de nada que no sea de su amor, de su Clotilde... El mío no es ya mío, pues todo es suyo... El mío no vive más que para usted, no late más que para usted, ¡para usted sólita!

—¿Sólita?

—¡Sólita, sí!

Acometióle a la sensitiva niña, oyéndole, otro desmayo dulcísimo y con la vista fija en el suelo, para no perder silaba, oía, como en arrobo y transfigurada, la sublime música, esa inefable armonía que nos penetra y posee por entero la primera vez que la olmos enamorados.

—¿Y usted, Clotilde, rae quiere?

Alzó ella sus hermosos ojos hasta los de él, ofrendándole el alma, y, después de mirarle larga y dulcemente durante unos instantes, dijo con firmeza:

—Si le quiero, Luis.

—¿De verdad?—tornó a preguntar Pomares, hecho una jalea.

—Porque le quería me juzgaba inconstante. Cuando creía que usted me correspondía, el gozo inundaba mi corazón y, colmado éste, se escapaba por mis ojos... En cambio, cuando me figuraba que su afecto era dispar del mió, la tristeza y el pesar me acometían y agobiaban, y como mi corazón no sabe ni pretende saber de fingimientos, mostraba una destemplanza y una frialdad que estaba bien lejos de sentir en lo intimo...

Con acentos vehementes en él y tiernos en ella, siguió el amoroso coloquio, pleno de mimos y mieles fonéticas, que la palabra en estos deliquios encuentra insospechables tonos dulcísonos que embriagan y enajenan.

Rosita, viendo la dicha que reflejaban las pupilas de su hermana, rabiaba y no sabía de qué treta valerse para interrumpir aquella plática, que le daba mala espina.

—¿Va usted al baile de pasado mañana, domingo de Carnaval, del Casino?

—¿Usted quiere que vaya?—inquirió ella, melosamente.

—Sí, vida mía; así pasaremos unas horas reunidos..

—Pues iré. Pero con una condición.

—Aceptada de antemano.

—Que sólo ha de bailar conmigo; ya sabe que soy bastante exclusivista...

—¡Qué duda tiene! Me gusta piense como, por boca de Salomón, hablaba la morena y apasionada Sulamita en el Cantar de los Cantares: «Yo para mi amado y mi amado para mí.» ¿De qué irá disfrazada?

—No sé, un disfraz sencillo, que se haga en poco tiempo; como no pensaba asistir no tengo nada preparado... Mire, llevaré un capuchón de seda negra con lazos blancos... Esto me lo pueden confeccionar mañana mismo.

—Estará usted tan preciosa con él como con todo.

—¿Nos veremos mañana?

—Mañana no me es posible, estoy de guardia. Pero pasado mañana, a la tarde, en el paseo de Colón, sí que la veré, porque supongo que irán a presenciar la mascarada.

—Tal creo. Daremos unas vueltas en coche.

—Yo iré a caballo, así me será más fácil ir al lado del carruaje, contemplando el lindo rostro de mi niña adorada. ¡Y por la noche al baile!

—Conformes.

A este punto llegaban de su diálogo, cuando Rosita, sin poderse contener más, aproximóse a los amantes, que abemoladamente se contemplaban, y encarándose con Pomares, le preguntó:

—¿Cómo se encuentra de su herida?

—Perfectamente.

—Mamá se interesaba por ella ahora mismo; ¿quiere ir a tranquilizarla?

—Con mucho gusto.

Y con tal ardid se llevó al teniente, mas éste se dió tan buena maña que tornó, a poco, al lado de su amor; que cuando el corazón manda, siempre se hallan medios para cumplir sus mandatos.

Entonces Rosita indujo a unas amigas enmascaradas para que fueran a dar broma a Luis y a su hermana, con lo que nuevamente cortó el idilio.

Pero con todo, el resultado de la jornada fué desastroso para Rosita: roto el hielo entre los enamorados, en adelante le sería difícil sembrar la cizaña entre ellos.

Si en las fuerzas asediadoras había habido un herido leve, las asediadas tuvieron también otra baja más grave y quizá definitiva: Rosita. La cual, con la rabieta, no pegó los ojos en toda la noche y se la pasó «de turbio en turbio» forjando descabellados planes para hacer que el galán cayese rendido e implorador a sus pies. Comprendía que las cosas habían tomado un cariz desfavorable para ella, aunque no sospechaba que hubiesen llegado tan lejos, mas se proponía apurar todos los recursos, aun los heroicos, antes de declararse vencida y renunciar a Luis. ¡Renunciar a Luis, que había llegado a interesarla tan hondamente! ¡Nunca Arturito había alcanzado a interesarla ni la centésima parte!

Doña Amparo estaba muy contrariada: en la jubilosa faz de Clotilde y en la mustia e incomodada de Rosita, había ido leyendo el desarrollo de los acontecimientos. Mientras la partida entablada entre las hermanas permaneció indecisa, la madre había sido en cierto modo imparcial, y hasta había aconsejado a Rosita que no la prosiguiera, pero desde que vió que la balanza se inclinaba del lado de Clotilde, tomó resueltamente el partido de la perdidosa. ¡Su pobre Rosita, tan buena y tan desgraciada en todo! ¡Lo mismo en bienes de fortuna que en amores! En cambio, a la otra, a la rica, todo le sonreía, incluso el amor. ¿Qué mucho que ella amparase a la infeliz, a la desvalida, a la desafortunada?

Sobre todo esto había tal vez otra poderosa razón que la viuda no se atrevía a confesarse: el que la Acuña derrotase a la Sánchez, a la hecha a su imagen y semejanza, le producía un mortificante resquemo...

Clotilde, no hay que decir que pasó la noche de un tirón, durmiendo como una bendita; los dulces ensueños de color de rosa, que le hacían sonreír dormida, eran tan suaves, tan alados, que no fueron bastante a despertarla.

VI. Preparando las armaduras para el gayo torneo

Amaneció lloviendo al siguiente día, y por las trazas, el tiempo estaba bien metidito en agua. ¡Habría lluvia para una seminal ¡Pobres Carnavales! El dios Momo, o Memo, según algunos, iba a terminar hecho una sopa, si un viento salvador no barría y transponía con aquellos negros nubarrones que encapotaban el cielo.

Clotilde, que era madrugadora, y aquella mañana lo fué aún más, al romper el día estaba ya mandando por la tela que necesitaba para su disfraz; fué preciso hacerle notar que todavía estaban los comercios cerrados, mas apenas fué hora de que los abrieran, se encaminó Curra, la doméstica que más confianza le inspiraba, a por la seda negra. Traída ésta, en cuanto Clotilde comprobó su clase y calidad, tornó a enviar a Curra a que la llevase a su modista, con el reiterado encargo de que le hiciese con ella, y a toda prisa, un dominó con lazos blancos, pues era para el baile del Casino del siguiente día.

Rosita, a quien el insomnio había echado también a prima mañana del lecho, estaba al corriente, por Curra, de cuanto disponía su hermana, pues Curra, que conocía, por ese instinto lacayuno de la mayoría de los sirvientes, la predilección de la señora por su hija mayor, no quería enemistarse con ésta y se había pasado con armas y bagajes al enemigo.

Informada, pues, de todo, Rosita razonó así: «Mi hermana tiene, a lo que se ve, gran empeño en ir al baile, sin duda porque así lo ha convenido con Luis; pues es preciso impedirle que vaya. Yendo, es probable que me lo acabe de atrapar. Hablemos a mamá.»

Y dicho y hecho, fué a ver a su madre, y le dijo:

—Mamá, lo he pensado mejor y no quiero ya ir al baile de mañana.

—¡Ahora salimos con eso! ¡Ya que lo tenías todo preparado! ¡Tan apenada estás! ¿Y te vas a quedar sola en casa?

«Mamá no ha comprendido»—pensó la joven y, más explícita, expresó mimosa:

—Me quedaré con mi mamaíta, porque supongo que no asistiendo yo, tú no tendrás interés en ir.

Doña Amparo empezó a entender: «No era el desengaño de Luis lo que retraía a Rosita; seria alguna combinación que ésta habría urdido». Le contrariaba a la buena señora no concurrir al baile, no precisamente por danzar, que sus años y sus kilos se lo impedían ya, sino porque siempre eran unas horas de broma y asueto que la distraían de sus preocupaciones, ¡ella tan preocupada siempre!, un hartazgo de fruslerías en el lunch y el hallazgo de materia sobrada para dar pasto a la murmuración durante unas semanas. No obstante, ¡qué sacrificio no hará una madre por su hija, y más siendo esta hija desgraciada!, doña Amparo se resignó.

—Lo que tú quieras, hijita.

—Envía a decírselo a Clotilde, que está haciendo preparativos creyendo que vamos a ir.

Doña Amparo acabó de comprender: «Más que de no ir ellas, de lo que se trataba es de que no fuese Clotilde»; pero hizo la vista gorda, ¡su pobre Rosita!

—¡Ah, es verdad! Tu hermana estará creída que vamos. ¿Qué excusa le damos?

—Puedes decirle que con este endemoniado tiempo se te ha exacerbado el reumatismo.

—Bueno.

«Su hija Rosita, ¡qué lista era! ¡al fin Sánchez! ¡para todo encontraba salida!»—pensaba la señora, con la baba caída.

Doña Amparo dió encargo a Encarna, su doncella de confianza, de que fuese a comunicar a la señorita Clotilde que su mamá no pensaba asistir al baile porque el reuma de la pierna se le había recrudecido algo con aquel tiempo tan húmedo.

Pero Clotilde, que tenía un león dentro del cuerpo desde que veía su amor correspondido y que no quería desperdiciar una ocasión tan propicia de afirmar su poderío en el corazón de su amado, contestó que bien, que lo lamentaba mucho, pero que ella iría con las del delegado, ya que la dolencia de su madre carecía de importancia, y escribió una tarjeta al menor de los retoños de éste, diciéndole que hiciesen el favor de venir a recogerla la noche del baile para ir juntas; pues su madre no iba por encontrarse levemente indispuesta.

Subió al poco rato Clotilde a informarse personalmente del estado de su madre; mas viéndola ajetreada trajinando en sacar plumas y flores artificiales de varios cajones para arreglar unos sombreros, pensó que escaso sería el dolor reumático cuando así le permitía moverse, y no le quitaba, ni aun transitoriamente, el afán por los perifollos. ¡Quizá en el desistimiento de concurrir al baile hubiese gato encerrado y anduviese en ello la mano oculta de su hermana!

Rosita, que, dada la habitual timidez de Clotilde, esperaba que desistiera de ir al baile viendo que su madre no asistía, quedó sorprendida y defraudada con la rápida y resuelta solución que su hermana había dado al conflicto. ¡Fíese usted de las niñas mojigatas y apocadas! Repuesta de su sorpresa, tornó a reflexionar, y se dijo:

—Para que mi hermana obre de este modo, preciso es que la mueva un interés muy grande; pues si ella tiene tan gran interés en ir al baile, el mismo debo yo tener en estorbarle que vaya.

Después de meditarlo mucho, formó un plan verdaderamente maquiavélico, como irá viendo el curioso lector que hasta aquí nos haya seguido. Punto esencial de este plan era impedir, por los medios que fuese, el acceso de Clotilde a los salones del Casino. Madurado su designio, fué por segunda vez al encuentro de su madre, y le dijo sonriente:

—Te vas a reir de mí, mamá, cuando te diga una cosa.

—¿Qué?

—Que he decidido ir al baile.

—Eres una veleta, Rosita: a cada momento cambias de parecer.

—Tienes razón, mamaíta—expresó la joven lastimeramente—. Pero ¡qué quieres! ¡Como todo me sale tan malí Si pienso en ir, hasta los elementos conspiran para que no vaya; si prefiero estarme en casa, comprendo que debo asistir. Así me pasa en todo, mamá de mi alma. Persona de más mala sombra no creo haya nacido. Créete que acabaré por no dar en nada pie con bola, porque como todo me sale al revés...

A doña Amparo le satisfizo esta explicación, algo embrollada. ¡Lástima de hija, juguete de adversos hados!

—Pero, Rosita, después de haberle enviado a decir a tu hermana que no iba, yo no puedo asistir.

—¡Bien lo siento, mamaíta! ¡Ya sabes que a todas partes me gusta que me acompañes! ¡Cómo puede ir una más honrada que llevando a su lado una madre como tú! Comprendo, sin embargo, que no te falta razón en lo que dices; así es que, si te parece, iré con Soledad Rocamora.

Aun con las dedadas de miel con que se lo había servido Rosita, costábale trabajo a la divertida viuda pasar aquel amargo trago. Porque tenía perendengues cómo se habían ido arreglando las cosas: Clotilde iba, Rosita también iba, únicamente ella se quedaba sin presenciar la fiesta carnavalesca. En fin, si ella no podía ya ir, ¿por qué prohibirle a su pobre hija que fuese? ¿cómo negarle este gusto inocente? ¿para qué contrariarla y entristecerla? ¡harto la entristecía ya el rigor de su destino!

—Siendo con Soledad...

—Gracias, mamaíta. ¡Cuánto te quiero!—y la besó con efusión.

—Irás con pañolón de Manila, como te proponías.

—No, mamá, he pensado que por el mantón sacarían quién era, y no quiero que me reconozcan.

—¿Entonces?

—Voy a ir a hablar con la modista, a ver qué se le ocurre hacerme en tan poco tiempo, y pasaré también por casa de Soledad, a avisarle que iré con ella.

—Bien, hijita.

—Pues adiós, mamaíta, no tengo minuto que perder.

—Adiós, hija mía.

Y marchando a la calle con Encarna, encargó a otra modista distinta de la de su hermana, y también con gran premura, un dominó de seda negra con lazos blancos.

—No digas a nadie, Encarna, qué disfraz voy a ponerme. ¡Quiero que nadie me conozca!

—Descuide usted, señorita.

Rosita había discurrido que era fácil que Luis supiese el disfraz que iba a llevar Clotilde, disfrazándose ella con otro igual, y siendo de estatura y cuerpo parecidos a los de su hermana, sería sumamente probable que el teniente la tomase por Clotilde. En este caso, ella procuraría sacar el mejor partido de tal situación. Y aunque así no fuese, con el rostro tapado estaba facultada para decirle muchas cosas, que a cara descubierta nunca osaría declarar. (Quién sabe todavía lo que podría suceder! El lector, sin necesidad de estos rasgos, habrá comprendido tiempo ha que Rosita no era precisamente Minerva, diosa de la sabiduría...

Desde el taller de la modista, Rosita dirigió sus pasos a la vivienda de Soledad Rocamora.

Soledad Rocamora era una joven de las de la triste clase de «quiero y no puedo», pues pertenecía a una familia que conoció la holgura y que hoy pasaba estrecheces. Rosita la protegía a temporadas, invitándola a pasear en su carruaje y llevándola a su platea del teatro y a otros espectáculos. Soledad estaba por ello obligada a ser dócil instrumento de los caprichos de su amiga y protectora.

Prestóse, pues, gustosa a que Rosita fuese con ella al baile y a que se vistiese de máscara en su casa, donde ya había dejado encargado la hija de doña Amparo enviasen el dominó, porque según manifestaba ésta, no quería salir disfrazada de su morada, por temor a que ello fuera causa de que la reconociesen.

Y colocados ya los peones para la partida definitiva, Rosita regresó refregándose las manos de gusto. (Menudo chasco iba a llevar su hermana!

VII. Dominós y capicúa

—¿Me conoces? —parecía preguntar burlón el firmamento a la juventud alegre de X, cubriéndose el rostro con una carátula de nubes que arrojaban el agua a cántaros aquel domingo de quincuagésima, primer día de las carnestolendas o del antruejo.

Y si por la mañana llovió, por la tarde diluvió más que cuando enterraron a Zafra.

¿Sería, por acaso, que los angelotes encargados de velar por las buenas costumbres en este concupiscente planeta, siguiesen la misma práctica que las policías de algunas naciones para disolver manifestaciones tumultuosas y enchufando aquellas colosales mangas de riego, empezasen a arrojar agua, para evitar la reunión de pecadores bien dispuestos a la licencia y a la liviandad?

Arrojada tenía que ser la máscara que, como no perteneciera al honrado gremio de «merluzas», se atreviera a sumergirse en el insondable piélago» que las aguas formaban en el paseo de Colón. No había cuidado de que «Los siete niños de Ecija», «La murga gaditana», «La estudiantina salmantina», «salamanquesa» que decía la esposa de cierto gobernador civil, ni otras acostumbradas comparsas, se lanzasen a las encrespadas olas; únicamente el dios Neptuno en su carro marino, la diosa Anfititre en su concha de nácar, y con sus respectivos séquitos de tritones y delfines, o alguna cabalgata de nereidas u ondinas sobre caballos marinos, eran capaces de surcar aquel proceloso mar.

La de Acuña ni sus hijas aparecieron, ni había para qué, por el paseo de Colón.

Pomares y unes amigos, dado lo desapacible de la tarde y para matar el aburrimiento, decidieron irse a comer reunidos a un restaurante invirtiendo en esto lo que hubiesen gastado en confettis, serpentinas y otras garambainas camaválicas. Luis, que era algo alocado, comió fuerte y bebió aún más fuerte, y cuando salió de la comida para dirigirse al baile del Casino iba en la excelente disposición de ánimo que es de suponer, vulgo «a medios pelos».

A la salida del ágape, los comensales comprobaron, ¡oh sarcasmo!, que ya había escampado; hacía una de esas noches invernales, claras y serenas, en que el frío parece como condensado en el ambiente.

En el Casino, poco hubo de esperar el teniente a su adorado tormento, pues de las primeras en llegar fué una máscara, con dominó de seda negra y grandes lazos blancos, que, apenas lo distinguió, se colgó decidida de su brazo, con esa familiaridad encantadora de los caratulados, cuando son femeninos y no son posmas, abandonando a otra mascarita, lindamente disfrazada de japonesa, que la acompañaba.

—¡Hola, Luisito!—díjole la máscara, desfigugurando la voz—. ¿Te has divertido mucho esta tarde?

—¡Cómo me iba a divertir sin verte, mi amor!

—¡Tu amor! ¿Tú qué sabes quién soy?

—Me lo figuro; tú eres una muchachita preciosa que está muertecita por mis hechuras—contestó el teniente, risueño.

—Quizá estés en lo firme.

—¡Ves tú si te conozco! Y tan muertecita como tú, lo estoy yo por ti, mi alma.

—¿Es eso cierto, Luis?

—¡Tan cierto, vidita!

—¡Yo si que te quiero!

—¡Más aún yo!

—¡Quia!

—¡Que sí, mi cielo!

—¡Esta noche me lo has de demostrar!—exclamó la hechicera máscara, apretándose contra el teniente, que al tibio y mórbido contacto sintió como si una corriente eléctrica lo atravesara todo.

—¿Por qué esta noche?

—¿No te arrepentirás nunca de quererme ni de lo que acabas de decirme?

—¡Nunca!

—Pues mira, Luis, yo no puedo seguir en mi casa; mi madre y mi hermana no me quieren; aquello es un infierno y yo soy muy desgraciada.

—Y ¿qué podemos hacer?

—Yo deseo que me saques depositada hasta que podamos casarnos.

—¿Dónde?

—No sé, no tengo otros parientes en esta ciudad... Quizá me pudieras llevar casa de tu capitán; su esposa es muy amiga mía...

—Pero, mujer...

—Yo sé que tu capitán te aprecia; su señora también me demuestra afecto...

—En todo caso, tendría que advertirles.

—¡Claro! Oyeme, Luis, yo no puedo volver a mi casa; esta tarde he tenido un disgusto atroz. Ya te explicaré... Hemos de aprovechar la feliz coincidencia de estar en carnaval; otro día cualquiera no sería tan hacedero, necesitaría escaparme, se armaría más ruido... Me vas a llevar al hotel, me dejas en tu cuarto y te dedicas a buscar a tu capitán para hablar con él...

—¡Va a ser una campanada bien gordal—expresó Luis, titubeante.

—Si, como dices, me quieres, si tus propósitos son casarte conmigo, no dudes, amor mío. ¡Va en ello nuestra felicidad!

—Pero, vidita, reflexiona...

—¡Ya lo he hecho, Luisito mío! Es la prueba de amor más grande que pudieras darme... ¡Yo te adoro, Luisito! ¡Yo te quiero con locura! Demuéstrame tú que eres digno de este gran cariño. ¡No tengo en el mundo otro consuelo ni otro refugio que tú!—y tornó a estrecharse contra él, como si buscase su amparo, oprimiéndole también fuertemente el brazo contra su espléndido busto.

—Bien, lo que tú quieras, alma mía—manifestó Luis, consintiendo encalabrinado.

—Pues vamos a tu hotel.

El teniente y Rosita, pues ya habrá adivinado el lector que de la hija mayor de doña Amparo se trataba, salieron a la calle y echaron a andar en dirección del alojamiento del oficial. Marchaban muy juntitos, y él sentía a cada momento la deliciosa presión del torneado y suave brazo de ella.

Rosita, que tenía menos seso que un mosquito y más frescura que una mezcla frigorífica, sin medir las consecuencias de su paso, pensando sólo en que si aquella noche, propicia a las aventuras, no lograba asegurar a Luis, no lo conseguiría nunca, recurría a aquel supremo recurso. Ella no sabía lo que saldría de aquello, pero, por lo menos, saldría un escándalo mayúsculo, que la ligaría al doncel y que imposibilitaría los amores de éste con su hermana. Comprendía que después de lo hecho tenía que jugarse el todo por el todo; detenerse a la mitad del camino era quedar en evidencia y en ridículo. (Adelante, pues, y salga el sol por Antequera! Audaces fortuna juvat...

Por la imaginación de Luis no había cruzado la más leve sospecha de que aquella encantadora mascarita, que llevaba del brazo, pudiera no ser Clotilde. Los vapores de sus numerosas libaciones en el yantar, por un lado, y, por otro, la igualdad del disfraz al que él esperaba y el tono susurrante de voz de su compañera, que no permitía apreciar bien su matiz, le habían engañado por completo.

El fresco de la noche serenó algo, por el camino, al excitado joven; así es que cuando llegaron al hotel, se limitó, muy respetuoso, a conducir a su pareja a su habitación, y sin pasar de la puerta, le dijo:

—Voy en busca de mi capitán y ahora volveremos por ti.

Salió, cerró la puerta con llave, que se guardó en un bolsillo, para impedir que ningún curioso o importuno pudiese entrar durante su ausencia, y tornó otra vez a la calle.

—¡En buen berenjenal me he metido!—iba reflexionando, todavía más sereno, libre de la conturbadora proximidad de la enmascarada—. Pero,;a lo hecho, pecho! Ya había yo notado que Clotilde no se llevaba bien con su hermana, mas nunca supuse que hasta ese extremo... Cada casa es un mundo, como dice el vulgo. En fin, busquemos a mi capitán.

Fué a casa de su capitán, donde le manifestaron que éste, con su señora, acababa de marchar al baile. En su vista, Luis volvió a tomar el camino del Casino.


* * *


Clotilde, en tanto acaecían estos importantes sucesos, se impacientaba y desesperaba en su cuarto, ya vestida con el capuchón, esperando fuesen a recogerla sus amigas las del delegado. Mas, como pasaba el tiempo y el reloj había ya rebasado con mucho la hora del comienzo del baile, tuvo por cierto que ya no irían en su busca, lo que no dejaba de parecerle bien extraño, después de haber contestado a su tarjeta diciendo que tendrían mucho gusto en recogerla y no habiendo añadido posteriormente nada en contrario. Recelosa, presumió que tan inusitada conducta debía obedecer a alguna jugarreta de su hermana, que, como acostumbraba, estaría haciendo de las suyas, máxime cuando hacia varias horas que la había visto salir sin disfrazar y no regresaba, lo cual era indicio de que debía encontrarse en el baile; tal vez fuera a enmascararse casa de alguna amiga.

Entonces, Clotilde tomó una resolución inesperada por lo osada, dado su apocamiento: Iría sola; ¡de ningún modo faltaba ella aquella noche al baile! Que esto y más puede el respetable señor don Amor en los caracteres tímidos. Con la rapidez con que los pusilánimes suelen poner en obra sus decisiones, entreabrió la puerta de su alcoba, que daba al patio: no había nadie, la servidumbre estaría en la cocina y a su madre se le oía trastear por el piso de arriba. Resuelta, atravesó velozmente el patio, abrió la puerta de la calle y se lanzó al arroyo. Ligera, temerosa de algún mal encuentro en una noche de bullicio y borracheras, marchaba con el corazón encogido y anhelante... al fin vió la luz lechosa que irradiaba el globo de cristal deslustrado que había encima de la entrada principal del Casino.

Entró en el salón, ansiosa de ver a Luis, y dió una vuelta sin encontrarlo, pero con quien si se tropezó fué con Pepita, la hija menor del delegado, y dirigiéndose a ella la interpeló en esta forma:

—¡Pepita, qué bien habéis ido a buscar a Clotilde Acuña!

—¡Y cómo querías que fuésemos, máscara, si nos ha enviado a decir con su doncella Encama que no nos molestásemos en ir, porque había desistido de asistir al baile!

—¡Ah!...—Y, pasado el estupor, añadió, a poco, para despistar:—Entonces ¿no viene Clotildita?

—Supongo que no.

—Gracias. Adiós, Pepita.

—Adiós, máscara.

Clotilde siguió ambulando por el salón, repleto de alegres jóvenes, con antifaz o sin él. Ahora comprendía por qué no habían ido a por ella... Había sido cosa de su hermana, una indigna e inicua añagaza para retenerla en su casa y privarla de que asistiera... Y en la que, acaso, estuviera también mezclada su madre, toda vez que había sido Encarna quien fué a llevar el falso recado, y Clotilde no creía que Encarna se atreviese a hacer cosa alguna sin comunicárselo a su señora. (Sí, su madre estaba indiscutiblemente en el ajo! Qué bonita situación la suya, con su descastada hermana por enemigo mortal y con su misma madre por activa aliada de este acérrimo enemigo. No tenía en esto último toda la razón Clotilde, que doña Amparo, si era aliada de Rosita, lo era pasivamente, se limitaba a cerrar los ojos y a dejarla hacer, pero esto era ya sobrado... Natural, por otra parte, era que la muchacha razonase de este modo, que cuando la cólera nos ofusca siempre exageramos la maldad de nuestros adversarios. La linda niña iba colmada de justificada indignación; sin embargo, ésta le concedía treguas para que se preguntara de tiempo en tiempo: «Y a todo esto, ¿dónde estará mi Luis? Pero su Luis no parecía.

Hacíase por milésima vez esta pregunta, cuando una máscara, disfrazada de súbdita del Micado, se acercó a ella y, cogiéndola familiarmente por la mano, le preguntó:

—¿Dónde te has metido, Rosita? Te vi, hace rato, salir con Pomares y no te he vuelto a ver.

—¡No soy Rosita!—replicó la interpelada, de mal talante.

—¡Que no eres Rosita! ¡Qué ganas tienes de chancearte! ¿No voy a conocer tu disfraz, si te lo has puesto en mi tocador y hemos venido juntas?

Clotilde, por el timbre de la voz, había reconocido a la creyente en Sakiamuni.

—Tú eres Soledad Rocamora—aseguró.

—¡Toma, claro!

Mas ya Soledad había notado alguna particularidad en el dominó de su interlocutora que le chocase, y recelando que, efectivamente, quizás no fuese Rosita, se apartó un poco de ella, para contemplarla mejor y a su sabor.

—¡Calle, pues es verdad!—manifestó Soledad, prorrumpiendo en exclamaciones de asombro—. Este dominó tiene los lazos algo más pequeños. ¡Qué cosa más rara! ¡Menuda plancha me he tirado!

—Entonces Rosita ha venido con otro dominó como el mío...

—¡Parecidísimo!

—Bueno, adiós, Soledad.

—Pero oye, máscara, ¿tú quién eres?—interrogó Soledad, sujetándola.

—¡Ya lo ves, una máscara!—y desasiéndose, algo bruscamente, se alejó.

Ya conocía toda la vil tramoya; a no verlo, nunca hubiera supuesto a su hermana, por muy ligera que fuese, por muy mal concepto que le mereciese, capaz de tanta infamia... Su hermana, ¡no!, ¡aquella infame no podía ser su hermana!, Rosita, ¡Rosita a secas!, había recurrido a enmascararse con un disfraz igual al suyo, para suplantar su personalidad y para ver de suplantarla también en el corazón de su amado... Ceñuda y sombría, bajo la careta, se ahogaba de dolor, de ira y de celos. De dolor, considerando que sus más cercanas parientes, su madre y su hermana, con quienes estaba ligada por inmediatos vínculos de sangre, la tenían que detestar cuando así procedían con ella, y este cruel desengaño de su corazón amoroso, hacia que las lágrimas se agolpasen a sus ojos y que los suspiros hinchiesen su pecho. De ira, viendo la burla y el escarnio de que había sido objeto. De celos, presumiendo que la despreciable y perversa estratagema debía haber dado resultado, cuando «su» Luis y Rosita habían salido hacía rato en amor y compaña y no regresaban... ¿Hasta dónde habrían llegado la maldad y el impudor de Rosita? ¿Dónde estarían? Y a la sospecha lacerante de su bien irremisiblemente perdido para ella, una cólera sorda la crispaba toda. Si supiese dónde se encontraban, iría, aunque no fuese más que para arrojar un salivajo a la villana hermana... Ella, tan modosa y comedida, se regodeaba pensando en las injurias, en los denuestos, los más atroces, los más afrentosos, que como una soez rabanera escupiría a su hermana... Pero pronto venía la reacción, y la desesperación y el abatimiento le hacían derramar ardientes lágrimas, bajo el antifaz, que escandecían sus mejillas y que, de nuevo, el fuego del coraje tornaba a secar.

Sofocada, vacilante, desconsolada, andaba por el salón como ebria; algunas personas empezaron a reparar en ella y le dirigían bromas, no del mejor gusto...

Loca de rabia e indignación iba ya decidida a salir a buscarlos, sin norte ni rumbo, a la ventura, cuando descubrió a Luis, que entraba hablando animadamente con su capitán.

—Capitán—habíale dicho Pomares, cuando al cabo lo encontró—, necesito de usted.

—¿Qué hay, Pomares? ¿Es cosa del servicio?

—No, señor.

—Entonces, será de faldas: usted tan enamorado y mujeriego como siempre... Ya lo he visto subir, con un gentil dominó, por el paseo de Colón.

—¿Me ha visto usted?

—Sí, nos hemos cruzado cuando venía con mi mujer al baile. Pero usted iba tan amartelado con su bella pareja, supongo que será bella, que no nos ha visto.

—Pues de ese dominó quería hablarle...

—¿Qué ha hecho de él, calavera?

—Aquí lo tengo—indicó el subalterno, señalando a un bolsillo de su chaleco.

—¿Ahí?—inquirió el capitán, riente.

—Sí, señor—respondió Luis, mostrando un llavín—, aquí tiene la llave de mi departamento del hotel, donde lo he dejado encerrado.

—¡Es usted el demonio, Pomares! Y ¿qué quiere de mí? Qué...

En este punto se encontraban de la conversación, cuando Clotilde, que acababa de distinguir al teniente, empezó a llamarle.

Volvió Luis la cabeza, y al ver al negro dominó con lazos blancos, quedó como quien ve visiones, sin querer dar crédito a sus ojos: ¿cómo había podido salir del cuarto del hotel si él tenía la llave en la mano? Y dejándose a su capitán con la palabra en la boca, se fué apresurado a la máscara, preguntándole:

—¿Cómo has venido, vida?

—¡Cómo había de venir!—contestó la joven, algo ásperamente, que el cilicio de los celos la martirizaba al considerar que Luis había salido poco antes del salón con su hermana—. Le prometí que vendría y aquí me tiene. Yo cumplo siempre lo que ofrezco.

—Mira, hermosa mía, deja el usted, que no sienta bien en una máscara, y dime:¿por qué estás enfadada? ¿por dónde has salido? ¡Ya habrás visto que estaba hablando con mi capitán, Clotildita!

Luis, pensó Clotilde, la tomaba por la máscara que anteriormente había llevado del brazo y ésta no debía haberse descubierto cuando Pomares creía que era ella, que era Clotilde. Esto, que demostraba la inocencia de su amado, hizo que se reconciliase mentalmente con él.

—Yo soy Clotilde, pero no soy la que has llevado no sé dónde...

—¿Que tú no eres el dominó que quedó en mi hotel? ¿Que tú no eres Clotilde?—preguntó el teniente, espantado, juzgándose víctima de una pesadilla.

—Sí, Luis, soy Clotilde, pero, te lo vuelvo a repetir, no soy la que has conducido y dejado en el hotel.

Y como él la mirase dudoso, creyéndose aún juguete de una broma de carnaval, añadió la joven:

—Fíjate bien en mi disfraz y te convencerás de que no es el mismo.

Examinó él, meticulosamente, el dominó y dijo pensativo:

—Es verdad, parece que no es el de antes...

Y añadió para su coleto: «Pues señor, ¿a quién habré dejado yo encerrada en el hotel? ¡Qué enigma se encierra aquí! »

—¿Te has convencido?

—Sí, pero aclárame, mi cielo, ¿qué embrollo es este, del que no entiendo jota? ¿Queréis antruejarme?

—Ante todo, Luis, ¿me quieres de verdad?

—¿No lo sabes? ¡Con toda mi alma!

—¿A mi sola?

—¡Sola!

—¡Júramelo!

—¡Te lo juro!

—¿Te arrepentirás algún día de quererme?

—¡Qué cosas dices!

—Pues, entonces, me vas a llevar a casa de don Joaquín Moreno, que era muy amigo de mi pobre padre; allí he de quedar depositada hasta que nos casemos... Yo no puedo volver dignamente a mi casa: mi madre y mi hermana me odian...

«¡Caray!—pensaba Luis—. Si que tiene esto gracia.. ¡otra que viene con la misma cantinela! Empiezan preguntándome si las quiero de veras y a renglón seguido me piden que las deposite, asegurando que no pueden morar en su casa, que se llevan a matar con su madre y con su hermana... ¡Las dos con idéntica monserga! Pero ¿a cuántas voy yo a depositar esta noche?»

—Explícate, Clotildita.

La muchacha le refirió entonces ce por be todo lo sucedido: la desleal y pérfida conducta de Rosita y la artimaña que había tramado, pensando caería Luis en una trampa tan falazmente preparada, lo que sólo a medias había conseguido...

Por su parte, Luis le explicó cómo había tomado a su hermana por ella y cómo a sus ruegos de que la depositase en casa de su capitán, la había conducido al hotel y, dejándola encerrada en su habitación, había marchado a buscar a éste para hablarle del asunto.

—¿Comprenderás, amor mió, que después de lo acaecido no es posible retorne a mi casa?

Luis, persuadido de la razón que asistía a Clotilde, accedió a acompañarla al domicilio del caballeroso don Joaquín.

Mil ternezas, protestas y juramentos de amor eterno se prodigaron por el camino los enamorados jóvenes, que realmente se querían con mocil ardor, y para quienes, después de todo, las peripecias recientes constituían un aliciente y un estimulo que avivaba su pasión. El corazón inflamable de Luis era yesca, y aunque el de Clotilde no fuese de sílex o pedernal, el eslabón de los apasionados ojos del galán le arrancaba a poco trabajo chispas, que producían la amorosa conflagración... Y así, a riesgo de convertirse en pavesas, caminaban muy acaramelados los soñadores mozuelos.

Ya en el umbral de la puerta del abogado, Clotilde pidió a Luis, recelosa de alguna nueva asechanza de Rosita:

—Prométeme que no irás tú a abrirle. Envía la llave con cualquiera... con tu asistente, ¡es lo mejor!

—Estate tranquila, nenita mía.

Don Joaquín, bien informado de lo sucedido, para evitar mayores males, prestóse a que Clotilde permaneciese en su morada en tanto buscaba decoroso arreglo a tan enojosa cuestión familiar. Y dejando a Clotilde encomendada a su mujer e hijas, salió, a la par del militar, para participar a doña Amparo que no se inquietara por Clotilde, pues quedaba en su vivienda; advirtiéndole Luis que no dijera nada acerca de dónde se encontraba Rosita, no fuese la poco avisada señora a marchar al hotel y armar una de San Quintín, perjudicando a todos con el escandalazo.

Lentamente echó a andar Pomares después de dejar a la tierna señora de sus pensamientos; no sabia cómo poner en libertad, a cencerros tapados, a la recluida joven, sin estrépito ni alboroto que pudieran dañar sus amores con Clotilde. Maliciábase que de enviar la llave con cualquiera, como deseaba Clotilde, se negaría a abandonar el hotel... Y de ir él, también le sería imposible convencerla de que volviese con su madre... En la situación en que se encontraba Rosita, y dada su audacia, todo era de temer... ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo resolver este conflicto peliagudo? ¡En valiente compromiso se encontraba! ¡Buen bromazo se había corrido en el baile de Carnaval! ¡Tenía tres bemoles la carnavalada que le habían gastado entrambas hermanas! Ya se guardaría él en lo sucesivo de enchiquerar a ninguna mascarita, porque lo difícil no es recluirlas, sino darles más tarde suelta... ¡Habría que ver cómo abandonaría aquélla el chiquero con su condición soberbia y orgullosa, cuando se enterara de que a quien había depositado era a Clotilde! Al fin resolvió como lo más acertado pedir ayuda y consejo a su capitán. Si, esto era lo más cuerdo; él no tenía familia en X, y en la milicia, el inmediato superior hace en tales ausencias los oficios de padre, que, a la postre, el ejército no es más que una gran familia. Y paso tras paso, perfilando su embrionario plan, se encaminó otra vez al Casino.

—Mi capitán—manifestóle Pomares en cuanto le echó la vista encima—, aquí me tiene demandando su amparo: estoy a punto de zozobrar en un mar de confusiones...

—¿Qué le sucede? ¿El dominó de marras otra vez?

—Los dominós, mi capitán.

—¿Cómo los dominós? ¿No es el mismo el que le llamaba aquí hace poco, cuando vino a hablarme, que el que conducía del brazo por el paseo de Colón?

—No, señor, son diferentes.

—Entonces son dos.

—¡Dos! Uno o una, la que le dije que tengo encerrada en el hotel y que quería que la depositara en casa de usted; y otra, la que acabo de dejar depositada casa de don Joaquín Moreno.

—¡Cáspita! ¡Pues ha hecho usted capicúa con tanto dominó, Pomares!—expresó el capitán, riendo de buena gana.

—¡Ahí de mis tribulaciones! ¡Las dos querían que las depositase!

—¡Ni don Juan! ¡Dos en una noche!

—No se burle, capitán, que estoy que se me puede ahogar con un cabello.

—Vamos, hombre, cuente conmigo. ¿Qué hay que hacer para sacarle de este aprieto?

El capitán fué puesto en antecedentes por su subordinado de lo ocurrido, y después de pesadas todas las contingencias, convinieron en que aquél con su señora fuesen a sacar de la reclusión a Rosita, diciéndole que iban para conducirla a su casa, donde la esperaba Luis y quedaría depositada, y nombrándola por Clotilde si seguía sin descubrirse. Así era fácil que la joven engañada consintiera en salir, y una vez en la calle, cuando fuese menos de temer el escándalo, la convencerían de que era a casa de su madre donde debían de llevarla. Entregó Luis el llavín a su capitán, y recomendándole gran tacto y deseándole mucha fortuna se despidió de él.

Realizaron, el capitán y su esposa, a satisfacción su espinosa comisión, pues sacaron a Rosita del hotel, y aunque en la calle intentó protestar al enterarse del engaño, en cuanto la informaron, con los consiguientes paliativos y procurando no mortificar su excesivo amor propio, de lo sucedido y de que Clotilde quedaba depositada por Luis casa de don Joaquín, comprendió que había perdido la partida y que todo sería ya en vano, por lo que no le quedaba otro camino que tragar saliva y volver pian, piano, a casita, con la autora de sus días. Más corrida que una mona, muda, con los labios apretados por la rabia, pero despidiendo venablos por sus lindos ojos, se reintegró Rosita al hogar materno.

Hasta la madrugada no se atrevió Luis a recogerse, y tan pronto se encontró en su cuarto, atrancó por dentro la puerta: ¡temía aún ver aparecer a Rosita!

Don Joaquín, maravillado de la decisión y entereza demostradas por Clotilde, siempre tan sumisa y resignada, en «la noche de autos», hubo de interrogarla, pasados algunos días, sobre tan insólito proceder, en pugna con su genio, a lo cual ella contestó sonriente:

—Mientras no se trató de mi amor y felicidad a todo me avine y todo lo sufrí en silencio; pero, ¡vamos!, ¡tratar de arrebatarme a Luis! ¡hasta ahí podían llegar las bromas!

Ya sé, amable lectora, que tú eres incapaz de quitar a una mujer enamorada su bien amado, que esto es siempre una acción fea, en que suele entrar más la vanidad que la pasión; mas, con todo, bueno es que tengas presente lo que has oído de la melosa boquita de Clotilde. Si, tenlo por cierto: por muchas que sean la cortedad y la mansedumbre de la expoliada, se revolverá como un áspid; ¡hasta ahí podían llegar las bromas!

Epílogo

Será preciso consignar que los amores de Clotilde y Luis concluyeron en la Vicaria? Creemos que no; sin embargo, para tranquilidad de las lectoras sensibles, lo hacemos constar aquí. Que en los cuentos, la virtud suele quedar triunfante y la maldad derrotada, que en todos hay su hada buena encargada de deshacer los entuertos y maleficios de brujas y encantadores, lo cual, desgraciada o afortunadamente, que sobre esto podría escribirse un tratado de filosofía, no siempre sucede en la vida...

Conquistando a su mujer

I

De sobremesa, después del desayuno, en aquel comedor, alegre y coquetón, de un entresuelo de la calle de Ayala, Alicia, sonriente, contemplaba a su marido.

El sol, penetrando a raudales por el gran mirador que daba a la calle, cuyo store subido permitía la vivificadora invasión, reflejábase en los múltiples espejos biselados de los muebles de caoba, estilo inglés, en las bandejas de plata repujada y en los platos de Talavera, que adornaban las paredes; acariciaba las flores que llenaban el rico centro de mesa, y ponía una mancha áurea en el fino y blanquísimo mantel, sobre el cual aun se veían las tazas vacías, los vasos de agua medio llenos, la cafetera, el jarrito de la leche, el azucarero, la mantequera y diversos platos con galletas, brioches, ensaimadas y rebanadas de pan tostado.

Tanto el servicio como el mobiliario eran lujosos y de buen gusto y denotaban que sus dueños ocupaban una posición bien desahogada.

Alicia, muy linda, envolvía su cuerpo menudo, grácil, de suaves ondulaciones, en un amplio kimono de seda rosa pálido, con grandes crisantemos y flores de almendro primorosamente bordadas. El cuello desnudo y el pronunciado escote triangular mostraban la blancura ambarina y fragante de su carne de pétalos de rosa amasados con leche. Su hermosa cabellera blonda, revuelta y despeinada en la deshabillé de la mañana, estaba nimbada por un halo radiante de luz solar, pues un haz de sus rayos contorneaba su cabeza antes de ir a posarse en la albura del mantel. De la cruda luz de la mañana, los veinte años, floridos y bellos, de la joven, nada tenían que temer, aun no habiendo pasado todavía por el tocador.

En aquella mañana abrileña, Alicia recibía con deleite el beso tibio del rubicundo Febo; después de los fríos invernales, parecía desentumecerse y esponjarse a la dulce caricia como un animal felino, y una corriente de sano optimismo la inundaba toda. También la diáfana claridad del día y el penetrante perfume a lilas y acacias en flor, heraldo del despertar de la Naturaleza, que ascendía de un jardín vecino y que Alicia aspiraba con ansia, contribuían a aquella corriente de regocijo, jocundo y bullicioso, que hinchaba sus venas. Era este regocijo juguetón el que, al correr por las arterias mezclado con la sangre y afluir al corazón, levantaba en éste vehementes deseos de vida, de goce y de expansión; el que, al regar su cerebro, hacía brotar pensamientos deleitosos e imprecisos, proyectos irrealizables y quimeras de ensueño, y el que, al circular por sus miembros, producía en ellos un leve hormigueo que se traducía en extremada comezón de movimiento: de correr, de saltar, de ir de aquí para allá sin ton ni son. Todo ello era producto de la nueva savia bullente que la revulsión primaveral ponía en su ser, joven y pletórico de energías.

Alicia giraba su busto y extendía sus piernas para que también participasen del templado halago de aquel sol, que empezaba a ser demente y confortador. Era como si quisiese secar interiormente todo su cuerpo de la humedad que las nieblas pasadas habían puesto en él, que la contumaz acuosidad del invierno madrileño es tan sutil y penetrante que se mete en los huesos y llega al tuétano. ¡Qué delicia de sol, qué delicia de mañana y qué delicia de vida!—clamaban al unisono el pensamiento y el corazón de la muchacha, quien con la barbilla apoyada en la mano y el codo en la mesa, seguía mirando, sonriente y picaresca, como un ángel retozón, a su marido. Este, con el ceño un poco fruncido y revestido de la gravedad cansina de sus treinta y dos estios algo turbulentos, callaba.

—¿No me harás ese gusto, pichoncito?—musitó ella, haciendo un mohín delicioso de niña consentida y mimosa.

—Eres una loca, Licita.

—¿Una loca?;Una loca! Una loca porque quiero que mi maridito me conquiste de casada como me conquistó de soltera el grandísimo truhán.

—Pero ¿qué idea tan descabellada es ésa?—preguntó él pensativo, muy ocupado, al parecer, en dar forma esférica a una migaja de pan.

—¡Cuán galante es mi esposo con su mujercita! Todas sus flores consisten en llamarme loca de atar y en motejar mis pensamientos de descabellados... Pero vamos a ver, señor don Serio, ¿tiene algo de particular que mi marido me conquiste? Si fuese otro...—e hizo otro monísimo mohín como para comérsela con kimono y todo.

El levantó la cabeza y la miró fijamente, un poco alarmado. Ella le sostuvo la mirada, y haciendo otra mueca provocadora, mezcla de picardía e ingenuidad, una de esas muecas contradictorias que sólo espontáneamente y en un rostro agraciado resultan bien, rió con risa franca y saltarina.

—Es un caprichito, un caprichito de tu Licita... ¿No puedo yo tener un caprichito? ¡No me mires de ese modo, Barba Azul!—y tirándole una miga de pan a los bigotes, continuó:—Si después de todo no puede ser más inocente... Yo voy por la calle seria, muy seriecita, como voy siempre...—y levantándose empezó a dar pasitos por el comedor, simulando la escena con su genio vivo y gracioso—. Tú te haces el encontradizo conmigo, me sigues, me requiebras con esa labia dicharachera que Dios te ha dado, me enamoras y me conquistas, como tiene conquistadas tantas el muy picaronazo... Iban ya a vestirme de largo y todavía mamá me mandaba salir del salón cuando se hablaba de tus escandalosas aventuras... Y quizá contribuyó tu fama de calaverón a que me enamorase de ti como una boba: ¡somos tan tontas las mujeres!... Luego me invitas a comer donde acostumbrase a llevar a sus conquistas mi señor don Juan, compones uno de esos menús pérfidos con que emponzoñarías a tus víctimas, y procedes, en fin, como si yo fuese la aventura de unas horas, la mujer que tropezaste una vez y que nunca más has de volver a ver... ¡Ah! pero te advierto—añadió, tornando a sentarse—que pese a todas tus seducciones y malévolas artes de tenorio empedernido, te va a ser difícil triunfar de mi virtud. Yo soy una virtud salvaje, una ortiga, un cardo borriquero erizado de espinas, un puerco espín agresivo... Veremos cómo se las apaña don Jaime el Conquistador para sojuzgar mi voluntad, para rendir mi virtud...

Todo esto fué dicho con una volubilidad encantadora, y para digno remate, cerró el discurso una risa argentina, que se desgranó en sonoros arpegios entre las dos hileras de menudas perlas, que dejaban admirar, al entreabrirse, los labios de fino coral.

Rafael, su marido, algo absorto y amoscado, no parecía reparar en tan lindas cancamusas, y a fe mía que era lástima... Estaba perplejo, no sabía si reír como ella, o tomarlo por lo serio... Era una cuestión bastante peliaguda. En la duda optó por fumar, y dejando la migaja de pan, convertida ya en una esfera mucho más perfecta que el globo terráqueo, pues no estaba achatada por los polos, sacó un pitillo de la cigarrera de plata, deshizo una de sus puntas, golpeó la otra parsimoniosamente sobre el tablero de la mesa, lo encendió y se envolvió, olímpico, en una nube de azulado humo.

—Pero ¿te has vuelto mudo, hombre? ¡No te dignas contestarme! ¡Pues yo haré que me contestes!—y empezó a bombardearlo fieramente con todas las migas de pan que había sobre el mantel.

El, constreñido a contestar por la granizada, logró sobreponerse momentáneamente a su recelo y tanteó, antes de tomar su partido, el grado de arraigo de aquel extravagante capricho de su costilla, diciendo con frívola ironía de hombre de mundo, mientras sus labios dibujaban forzadamente una sonrisa desdeñosa:

—¿No te parece un poco ridículo todo eso, querida?

—¿Ridículo? ¿Por qué? En el amor no hay nada ridículo. Un esposo enamorado no vería en esto más que una prueba de amor, nada ridícula en verdad. Es la ilusión de hoy, que brota al conjuro de mi amor, y son estas ilusiones, renovadas sin cesar, las que lo mantienen lozano y frondoso.

Estaba visto, pensó él, que el caprichito estaba bien enraizado en aquella adorable cabecita de pájaro, cuando ni esgrimiendo la mortífera arma del ridículo conseguía desarraigarlo.

—Dime, Licita, ¿cómo se te ha ocurrido tal desatino?

—Y dale, Rafael, ¡desatino!, harás que me enfade... Te confesaré que siempre sentí una gran curiosidad por conocer las astucias y embelecos de que los hombres se valen para fascinar a las pobres mujeres. «¿Qué les dirán?», me preguntaba. De soltera, con frecuencia los veía seguirlas por la calle, mirarlas, emparejarse con ellas y decirles bajito no sé qué. Esto me intrigaba. Unas veces, ellas, sin mirar al importuno, cambiaban de acera, mas no por eso se solían desalentar los acosadores, y pasando también a la acera opuesta, volvían a la carga... Otras, ellas contestaban con miradas alentadoras; entonces los galanteadores se volvían más audaces y las abordaban descaradamente, sin que de sus labios dejasen de fluir palabras y más palabras, hasta que, al cabo, la acosada sonreía... ¿Qué les habrían dicho? En bastantes ocasiones observé este juego y, si te he de ser franca, con un poquitín de envidia, de envidia, si, porque a mí, como siempre iba con mamá o con la fräulein, nunca me seguían de este modo... Cuando más, algún enfadoso pisaverde se permitía la osadía de marchar en pos de mi, a respetuosa distancia, lanzándome de tiempo en tiempo, platónicamente, miradas de carnero en el periodo preagónico, y esto era todo... Desde que nos casamos, los arrullos de mi tórtolo me habían hecho que no reparase en estas escenas, hasta la otra tarde, en que, como sabes, fui casa de mi corsetera con Merceditas Caja!; a la salida, cerca del obscurecer, la hora propicia a estas aventuras, según imagino, distinguimos a una señora, muy elegante y airosa, que marchaba un poco delante de nosotras; un caballero joven y también de buen porte, parecía seguirla. Poco después, el seguidor se colocaba al par de la dama y le decía alguna cosa que la distancia nos impidió oir. Merceditas me dijo: «Aprieta el paso a ver si pescamos lo que se dicen.» La señora se había vuelto airada y, con cólera contenida y áspera voz, le contestó algo que debió ser duro y que tampoco alcanzamos a escuchar. Merceditas conjeturó: «Esa indignación me huele a fingida; lo prudente hubiera sido no darse por aludida. Quién sabe si lo que trata es de ponerlo a prueba: los timoratos renuncian al primer descalabro; en cambio, para el hombre verdaderamente pasional la repulsa es acicate que espolea su deseo... »

—Merceditas—interrumpió él—me parece una psicólogo eminentísima, pero un tanto peligrosa para amiga... ¡Sabe demasiado esa chica! Continúa, nenita.

—Poco puedo añadir. En vano los seguimos un trecho; él, muy comedido, no tornó a acercarse a la dama, mas sin abandonar la persecución a distancia. La señora torció por una transversal poco transitada, y el joven, impertérrito, continuó en su seguimiento. Merceditas insinuó: «Ves tú, cuando busca la soledad por algo será... Nos quedamos en la esquina observando: el caballero había vuelto a aproximarse y le hablaba, y ella no parecía ya tan iracunda. Merceditas exclamó vanagloriándose: «¡Qué olfato tan fino tengo yo! Mas en esto, volvieron a torcer otra esquina y ya los perdimos de vista. Cuando reanudamos la marcha, Merceditas me expuso: «El primer día que me mire un hombre en la calle y vaya sola, le doy pie... » Yo le pregunté: «¿Para qué?» Y ella me contestó: «Quiero saber qué es lo que dicen en estas ocasiones... »

—Decididamente, Merceditas es una amistad que no te conviene: no tiene pizca de seso. Espero te las compondrás de modo a rehuir su trato.

—¡Ya salió el Catón de andar por casal Uso exclusivo para el hogar... Desde entonces tengo una comezón, un deseo inmoderado de que me conquisten y el conquistador seas tú...—expresó con gachonería, mirándole con los párpados entornados.

—Menos mal—pensó Rafael.

—Además, quiero cerciorarme—continuó ella—de si efectivamente eres tan irresistible como aseguran; para mí lo fuiste, pero esto tiene poco mérito: yo era entonces una chiquilla inocente y sin malicia; ahora, que tengo ya más experiencia, es cuando deseo probarte, quiero ver cómo subyugas a las mujeres... Conque afila las uñas, gavilán; ya sabes que esta paloma silvestre no está propicia a dejarse cazar...

Como antes, hablaba atropelladamente, con locuacidad infantil, salpimentando el discurso con grande acopio de miradas picarescas, sonrisas burlonas, muecas retadoras y risas cascabeleras.

Rafael dijo, batiéndose en su último baluarte:

—¿Y no es lo mismo que te conquiste aquí, en nuestro nidito, prenda?

—No, no, ¡aquí no! Abusarías de tu superioridad de marido y de macho. Ha de ser en la calle, donde yo pueda defenderme, donde no esté cohibida, donde pueda olvidar que eres mi dueño y señor...

—Qué disparates piensas, pimpollo; y no contenta con pensarlos, quieres que los pongamos en acción...

—¡Vuelves a las andadas, mal esposo! Porque soy tu mujer, esta broma inocente que te propongo, te parece un disparate; si en vez de ser tu mujer fuese una amiguita tuya, te parecería deliciosa, chistosísima, encantadora... ¡Todos los hombres son iguales, unos redomados hipócritas! La seriedad, el mal humor, las malas caras, para casita. La alegría, el buen humor, las caras de pascua, para la calle. Con razón mi prima Luisa define al marido diciendo que es un animal de dos caras, una para delante de su mujer y otra para detrás.

Él, pensativo, se atusaba las guías del castaño mostacho. Su mujer era una ilusa, una completa ilusa que aún creía en el prestigio de los donjuanes callejeros y en la poesía de la aventura que trama el azar, pero ¡vaya usted a desengañarla! Al cabo, logró imponerse a aquel turco, celoso y despótico, que llevaba en su interior; él era un hombre de mundo y un hombre corrido y su experiencia le decía que debía acceder a aquella humorada; es peligroso oponerse al capricho de una linda testa femenina de pocos años, y más en una mujercita tan consentida y tozuda como la suya. Él seria así el héroe de la aventura, mientras que contrariándola, quizá a ella le diese, con su curiosidad viva y despierta de eva en agraz, por representar con otro aquel paso de comedia que su marido se negaba a poner en escena... No, su Licita no seria capaz...; mas puede tanto la malsana curiosidad en la mujer... Su mundología, de la que Rafael se mostraba tan ufano, le decía que precisamente el medio de desengañarla y de que viese que la aventura carecía de atractivos, era que la corriese con él. Transigió, optó por seguirle la corriente: era necesario dejar que la linda muñequita se divirtiese con aquella broma que le parecía tan encantadora.

—En fin, ¿haces cuestión de gabinete que representemos ese sainete que has imaginado?—preguntó irónicamente.

—De gabinete, de alcoba y de comedor. Y quién sabe si eso que tú llamas sainete acabará en tragedia. Yo soy una mujer de puñal en la liga y sé defender mi honor...

Rió ella con todas las veras de su alma.

—Bien, me conformo, accedo a ese antojo sin pies ni cabeza, puesto que es de tu gusto—manifestó él, entre displicente y burlón—. Te conquistaré, te conquistaré como un tenorio vulgar, mas, ¡ay de las vencidas!

—¡Veremos, veremos, señor presuntuoso!—replicó ella, palmoteando de contento.

—Pero esta será nuestra última locura.

—¿La última? ¡Quia! ¡Que te crees tú eso! Yo estoy dispuesta a hacer muchas en compañía de mi maridito. Si no, me aburriría soberanamente, y una mujer que se aburre...

—¡Niña! ¡Niña!—gritó él, amenazándola cómicamente con el puño cerrado.

Pero ella, sin intimidarse, contestó, con gesto provocador:

—Por eso tú no dejarás que me aburra.

—¡Cuándo tendrás formalidad!

—¿Vuelve ya a su seriedad asnal mi amo y señor? No ves que, como siempre has sido más alegre que unas campanilleas de plata, al verte aquí tan circunspecto, tengo que pensar que es porque te dejas en otro lado tu alegría...

—Pero, mujer, considera que somos ya dos señores graves, con casi dos años de matrimonio a las espaldas.

—A quince meses les llamas dos años. Sin duda es que se te han hecho tan largos que te han parecido un siglo, una eternidad... Mas, aunque fuesen dos años, ¿qué? Si a los dos años de casados se pierde el alborozo, va a ser cosa de solicitar que pongan como plazo máximo de duración del matrimonio veinticuatro meses, justitos y cabales.

—Eres un diablillo encantador. Un diablillo travieso, que no hace más que su realísima gana y a quien, sumiso y enamorado, se doblega su esposo. Ahora, me darás un beso, pichoncita; me parece que me lo he ganado, ya ves que consiento en todas tus travesuras.

—Bien, te lo daré, mira si soy magnánima, pero uno solo y será el último hasta que los conquiste con su bizarría y donosura mi don Juan.

Mas ya él, desde su asiento, inclinando su busto hacia el de Alicia, le había sujetado la cabeza entre sus manos y depositaba uno, dos, tres... muchos ardientes y apasionados besos sobre la frente tersa, sobre las pestañas rizadas, sobre la boca encendida y jugosa...

De repente, ella echó la cabeza atrás bruscamente, y poniéndose en pie, logró desasirse de los brazos que la aprisionaban.

—¡Orden! ¡Orden! Bueno está ya, te había dicho que uno solo... Rafaelito, ¡tengamos la fiesta en paz! Hasta que no consigas rendir nuevamente mi albedrío, ¡ni esto!—expresó mordiendo graciosamente la uña del dedo pulgar de la mano derecha con sus finos dientes.

—Otro, vidita.

—¡Limpíate, que estás de huevo! ¡Paciencia, hijo mío!—y sacando la roja puntita de su lengua, hizo una mueca granuja a su cónyuge y corrió hacia la puerta, al ver que Rafael hacia ademán de perseguirla. Desde la puerta se volvió y le dijo:—Te diré el itinerario de mi salida de esta mañana, para que no andes dando vueltas en mi busca como un pájaro atontado. Bajaré hasta Serrano y en Goya tomaré un 3, me apearé en la Puerta del Sol y, pasito a pasito, me encaminaré a casa de mi modista, ya sabes, plaza de Herradores; desde allí, por la calle Mayor, Sol, Montera y Caballero de Gracia, iré a mi perfumería de la calle de Peligros; después tomaré otro 3 en la calle de Alcalá y a casita que es tarde, si es que en mi camino no se atraviesa algún conquistador que me haga cambiar de rumbo... Ya estás informado, apresta tus armas, guerrero, que


al campo, don Nuño, voy,
donde probaros espero
que si vos sois caballero,
«caballera» también soy.


Rafael sintió el fru-fru que hacia la seda del kimono; al huir ella pasillo adelante, y a intervalos los gorjeos de su risa fresca y cantarína, que atronaba la vivienda, inundándola de sana alegría; después la sintió entrar en el cuarto de baño y encerrarse con llave. Entonces, con sonrisa de hombre feliz, murmuró:

—Es una chiquilla deliciosa, pero demasiado chiquilla.

II

Ante el escaparate de una joyería de la calle de la Montera, más arriba de la iglesia de San Luis, Alicia contemplaba con deleite las magnificas joyas expuestas, ¡una millonada en gemas de diversas coloraciones! Los collares de perlas y los pendentifs de diminutas puntas de brillantes, delicadas obras de orfebrería, atraían preferentemente sus miradas. Sus ojos no se saciaban, extasiados, de posarse una a una sobre todas aquellas maravillosas preseas. ¡Qué oriente tan fino el de aquella perla! ¡Qué luz tan clara la de aquel brillante! De pronto, vió reflejarse, en la luna del escaparate, el rostro sonriente de su marido.

Licita, Licita—murmuró éste a su lado.

Pero ella, sin volver la cabeza, empezó a andar presurosa hacia la Red de San Luis, y como notase que su consorte la seguía, cruzó con menudos y acelerados pasos la vía pública y pasó a la acera de enfrente. Rafael la alcanzó a poco.

¡Licita!

Alicia continuó caminando imperturbable, como si no fuese a ella.

—Pero Licita...

Entonces la joven, sin volver casi la cabeza, pronunció muy seria:

—Caballero, debe usted haberse confundido.

El, soltando una débil carcajada, exclamó:

—¡Confundido, tiene gracia!

Mas ya ella, apretando el paso, se había escabullido por entre los transeúntes que venían por la angosta acera, en dirección contraria.

Esquina a la calle de Caballero de Gracia tornó a darle alcance.

—Pero, Licita, ¿hasta cuándo va a durar este juego?

Ella, volviéndose adusta, dijo con enojo:

—Caballero, ruégole que no continúe siguiéndome: soy casada y podría comprometerme.

—Mi mujer—pensó él—está bien instruida de las frases de cajón en estos casos.

Otra vez, ella, redoblando la velocidad de su marcha, volvía a tomarle delantera.

—Pues nada, no va a haber más remedio que conquistarla con todo el ritual preconizado para estos casos—continuó reflexionando él.

La vió entrar en un establecimiento de perfumería de la calle de Peligros y se puso a pasear por delante de él.

—Está gracioso, Rafaelito—se decía—, a tus años haciendo el calavera, y para conquistar a tu mujer...

Alicia tardaba en salir, y su esposo seguía pacientemente paseando la calle, como un cadete. Al fin, la vió abrir la puerta y tornar a la rúa. Volvió a emparejarse con ella.

—Mira, Licita, bastante he hecho ya el oso...

—Caballero, vuelvo a decirle que soy casada.

—¿Ya lo sé!

—¡Me gusta la frescura!... Usted está confundido, me ha tomado por otra...

—¡Dale, confundido! Tú eres mi Licita, la mujer más encantadora y sugestiva que existe sobre este vil planeta.

—Supóngase la cara que pondría su señora, porque usted debe ser casado, si le oyese requebrarme de ese modo.

—¡Deje usted a mi mujer que rabie!—dijo él, devolviendo la chirigota—. Pocas ganitas que tengo de serle infiel...

Ella le lanzó una mirada asesina.

—¡Es tan enfadosa mi mujer! ¡Insoportable! ¡Y con cada capricho más raro! ¡Inaguantable por completo!—prosiguió Rafael, recargando la mano, ¡para que viniese con bromitas!—. Tenga compasión de mí y no me la nombre. En recordando a mi mujer se me agua la fiesta. ¡Ah, si usted quisiera hacérmela olvidar! Si usted hiciese la caridad de endulzar las horas que ella acibara...

—Todos los casados son ustedes iguales. Si no sabe cambiar de disco, tiene poco chiste para que yo le haga olvidar a nadie—manifestó Alicia, un poco picada.

—Si usted la conociese me daría la razón.

—¿Es hermosa?

—Regularcilla, una medianía, ni agua ni pescado; su cara quizá no sea fea, pero a mi nada me dice ya... ¡Es tan insulsa! ¡En cambio usted! ¡Usted sí que es una preciosidad! ¡Usted sí que inspira cosas! ¡Una señora que quita el hipo! Por una mujer como usted, daría yo al demonio el alma... el alma de mi suegra, si es que la tiene.

Ella pensó: «¡Malvado, ya me la pagarás!», y volvió a apretar el paso. Cruzó la calle de Alcalá. Un tranvía y varios coches y automóviles, interponiéndose, impidieron a Rafael cruzar detrás de ella. Cuando el arroyo medio se despejó de vehículos, distinguió por la espalda la figura airosa y gentil de su esposa, que marchaba por la calle de Sevilla, habiendo rebasado ya la valla que rodea las obras del Banco de Bilbao. Los hombres se volvían para mirarla después que había pasado y algunos, de seguro, le dirían cada cosa... Este pensamiento hizo que cruzase corriendo la calle; el turco que se aposentaba en su interior izquierda, reclamó, imperioso, sus prerrogativas de varón celoso y anuló por unos instantes su escepticismo de hombre mundano. En su carrera, con la vista fija en Alicia, estuvo a punto de ser atropellado por un auto, de esos que van por el centro de la población a ciento por hora, embistió a una vieja, medio derribó a un niño y, por último, dió un soberano pisotón a una moza de rompe y rasga.

—¿Dónde lleva usted los ojos, hijo?—gritó, agresiva, la chula.

—Usted perdone—se excusó el pisador.

Pero ella, jacarera, continuó increpándole:

—Parece usted un amolaor, por lo desarrollados que tiene los pinreles y por lo que amuela.

Rafael no le hacía caso ni quitaba ojo a su mujer, que en aquel momento cruzaba por entre la concurrencia a esa bolsa de contratación del trabajo taurómaco, que a tales horas se establece frente al café Inglés. ¡Qué cosas tendría que oir de aquellos bárbaros coletudos! Esquina al callejón de Arlabán, un «torerazo» con pinta de «maleta» de invierno, quitóse un enorme puro de la boca, escupió, ladeó su sombrero de alas anchas y debió decirle algún piropo atrevido, pues los que con él formaban corro rieron estrepitosámente mirando a Alicia. Rafael salió disparado como una exhalación. Un perro le ladró. Pasó junto al desaprovechado discípulo de Montes, requebrador de su mujer, y tuvo que reprimir un fortísimo impulso de abofetearlo. En la plaza de Canalejas logró, con la lengua fuera, ponerse al lado de ella: ¡parecía mentira, cómo le cundían a su Licita aquellos pasos tan menuditos!

—Oiga, bella desdeñosa, por favor, ¡que corre usted más que el tío de la lista!

Ella se paró en seco, y, volviéndose rápida, se le quedó mirando fijamente.

—¿Se puede saber, caballero, qué es lo que desea usted?

—Una mirada dulce de esos ojos gachones, una sonrisa de esa boquita de clavel...

—Usted se ha equivocado. Yo soy una señora.

—¡Conformes!

—¡Qué desfachatez! ¡Hágame el favor de no insistir en esta persecución impertinente!—replicó ella con acritud.

—¿Quiere usted oirme dos palabras?

—¿Con música del dúo de paraguas?

—Con la música que usted quiera.

—Consiento en escucharlas, pero únicamente dos...

—Desde que la he visto parada en la calle de la Montera, me he sentido arrebatado, trastornado, fascinado...

—¡Ay! ¿Sí?

—Se lo juro con la mano puesta sobre lo que usted quiera.

—¿Era esto todo lo que tenía que decirme? Pues, si no sabe otra cosa, tiene poca gracia para conquistador.

Él, algo mosqueado ya, pronunció la anodina frase obligada:

—Es usted bien cruel.

—Y usted bien soso.

—¿Se puede saber qué es lo que le hace gracia?

—¡Y a usted qué le importa!

—Es usted más impenetrable que la plataforma de un tranvía.

Esta salida le hizo a ella desarrugar algo el ceño.

—Pues vaya en el estribo—contestó.

—En el estribo y en el tope viajaría yo con tal de ir viendo esa cara de gloria, porque es usted una mujer que da el opio—expresó entusiasmadamente, derretido y acaramelado—; mas, como este comercio está prohibido, voy a denunciarla a la autoridad...

—¡Huy, qué miedo!—interrumpió Alicia con chunga.

—... A no ser que me prometa dármelo a mí solito...

—¡Es usted un ansioso!

—Si usted accede, princesa, en suministrar esa droga exclusivamente a mi personita, me voy a sentir transportado al séptimo cielo...

—¿Hay ascensor?

—;Le hay!

—Es que si no, se iba a cansar mucho en la subida.

—Agradezco el interés, preciosa, y para corresponder a él, tengo el gusto de invitarla a dar un paseito en coche, y si después me hiciese la merced de aceptar que comiésemos juntos en cualquier restaurant, me haría el más dichoso de los mortales que tienen cédula.

—Pero ¿es que estoy ya conquistada?

—Conquistada completamente, vidita mía—aseguró Rafael, con un dejo burlón, cogiéndola del brazo.

Ella se rió de buen grado.

—Me parece pronto—dijo.

—Pues ha sido una conquista nada fácil.

—¿Y no pensará usted mal de mi si consiento en que tomemos el coche?

—A su lado no se piensa, se siente. Además, tomar un coche de punto podrá ser una acción heroica, pero no punible.

—Si es así...

—Mira, Licita, ya estás conquistada, dejemos la farsa.

—Pues si esto es todo, realmente no merecía la pena: tiene pocos alicientes la aventura.

—Pero, tú, ¿qué te habías figurado? ¡Qué imaginación la tuya, hijita!—y continuó, aprovechando la ocasión para moralizar un poco—. En esto no hay más que el fugaz deseo que despierta a su paso una mujer bien formada y de cara bonita, de quien, por otra parte, se ignora hasta si habla o ladra. Pero este desconocimiento es precisamente el único incentivo que tiene la aventura. Por parte de ellos hay una verborrea insubstancial, un discursito bien aprendido para el caso y repetido una y otra vez, con elocuencia ensayada ante el espejo, y que, según los temperamentos, es castillo de fuegos de artificio, sucesión de fuegos fatuos o ristra de timitos achulapados, pronunciados con donaire jacarandoso de mozo crúo... Estas son todas las irresistibles armas del seductor. No busques espiritualidad, sentimientos nobles, madrigales versallescos ni conceptos profundos y alquitarados. No hacen falta tampoco: la que se deja conquistar en uno de estos casuales y momentáneos encuentros, es porque previamente, antes de salir de casa, había tomado la firme resolución de rendir su recato al primero que le dijese: «¡Por ahí te pudras!» Son plazas que, si alguna vez fueron fuertes, están ya hace tiempo desartilladas y por completo desmanteladas... Así es que en cuanto oyen que les dicen: «¡Mi madre, es usted el Banco del Río de la Plata con medias, qué columnas!», contestan: «Desciende usted más que el Metro, pollo!» Todo, como ves, de un aticismo, de una espiritualidad y de un sentimentalismo exaltados...

—Pues tú, bien tenías ganada reputación de hombre asaz dado a este género de aventuras...

—Estás equivocada, Licita, que esas hembras andariegas y trotacalles, que se dejan conquistar a la vuelta de una esquina, no fueron nunca de mi predilección.

—No, si me querrás hacer creer ahora que eres un santo, que debían ponerte en los altares.

—¡Tampoco! nenita. Ni tanto ni tan poco. Yo, de soltero, era un hombre como son la mayoría de los hombres. Quizá me duele un poco despojarme ante tus ojos de ese falso prestigio de burlador, de esa leyenda que no sé de dónde has sacado, pero me debo a la verdad y la verdad es que nunca asalté plazas inexpugnables ni seduje a virtudes intachables; los senderos que yo recorrí estaban ya bien trilladitos...

Así, departiendo amigablemente, llegaron a la Puerta del Sol.

—Bien, señor sermoneador, me doy ya por conquistada, ¡agradece mi generosidad! Mas veamos ahora si la segunda parte de la aventura es más divertida que la primera. No te salgas del programa trazado; yo soy tu presunta víctima, ¡arrástrame al precipicio!—expresó jovialmente la joven.

Rafael hizo señas al auriga de un desvencijado simón desalquilado, que a la sazón pasaba cerca de ellos, y una vez que Alicia se hubo acomodado en su Interior, a tiempo de subir él, ordenó al automedonte:

—¡Cochero, a la Bombilla!

Y tomando asiento junto a su mujer, le dijo:

—No te quejarás; me parece que te llevo a un sitio castizo de veras.

El coche empezó a rodar con horrísono estruendo; crujían las tablas del piso, crujían los costados de la caja, crujía la trasera, parecía como si cada parte fuese a desensamblarse y salir por su lado, y ellos se encontrasen de pronto sentados bizarramente sobre el pavimento de la calle. ¡Los carruajes de punto madrileños reservan cada sorpresa!

En el Laboratorio Municipal examinaron al microscopio, en cierta ocasión, el almohadón del asiento de un simón, encontrando, entre otras cosas, cuarenta y tres clases diferentes de microbios o bacilos, desde el insignificante streptococcus pyogenes hasta el respetable diplococcus pneumonine, pasando por otras muchas distinguidas bacterias, y veintisiete especies distintas de parásitos e insectos, desde el sencillo piojo que propaga el tifus exantemático, hasta el terrible insecto conocido vulgarmente con el nombre de jabalí de colchón. Sólo de dípteros pertenecientes a la familia de los pulícidos, una familia muy chic, se hallaron cinco especies diversas; una de ellas, desconocida hasta entonces y que sólo se cría en este género de carromatos cortesanos, ha sido denominada por los entomólogos con el nombre de pulex ferocis et voracis; mas el pueblo, que no gusta de nombres revesados y que parecen camelisticos, la ha designado con la denominación de pulga-chacal de los simones. Se ha tratado de aclimatar este precioso animalito en variados ambientes, y el resultado ha sido siempre negativo; el pobrecito, en sacándole del simón de su procedencia, empieza a desmejorarse y ponerse lánguido y acaba por morir de ictericia. Su feroz agresividad y su voracidad son extremadas, por eso es tan peligroso quedarse dormido en un coche de alquiler. Conocido es el caso de aquel diputado que, soñoliento por una larga discusión sobre presupuestos, tomó un pesetero (esto de pesetero pasó ya a la historia) a la salida del Congreso y se quedó dormido; cuando despertó a poco tuvo la desagradable sorpresa de encontrarse sin la tercera falange o falangeta del dedo pulgar de la mano izquierda, ni de la uña quedaban vestigios, y eso que, según era fama, este diputado tenía las uñas sumamente largas. La «pequeña fauna» del simón, que pudiéramos llamar, es, pues, bien completita; en cambio, de la «gran fauna» sólo tiene, algunas veces, un animal: el cochero, pues el caballo suele estar tan espiritualizado, que ha perdido ya todos sus caracteres de animalidad.

Alicia dijo a su marido:

—¿No corres las cortinillas? Me parece que esto es obligado en nuestro caso. Yo, a lo menos, siempre que he visto cruzar un simón con las cortinillas echadas, he pensado: «Es la aventura que pasa.»

—Bien, como quieras; hace un día tan espléndido... Pero las correremos; todo se reduce a dar más propina al cochero...

—¿Más propina?

—¡Claro! al cochero le hacemos cómplice de nuestra felicidad, de nuestro impudor o de lo que tú quieras llamarle, y esta complicidad hay que pagarla, vidita.

Rafael corrió las cortinillas y, pasando un brazo por detrás de la cintura de su esposa, la atrajo hacia si y empezó a besarla dulcemente en el rostro. Ella lo rechazó con suavidad.

—Formalidad, amiguito; me parece que va usted más de prisa de lo que debe. No hay que propasarse mucho con la conquista antes de tiempo.

—Entonces, ¿para qué hemos echado las cortinillas? No se confina uno en un cajón sucio, incómodo y maloliente y cierra el acceso al aire exterior, que puede en parte purificarlo y barrer los miasmas que saturan su ambiente, para estarse con las manos quedas. Para esto ¿qué falta hacía ocultarse?

—Las cortinillas me figuro se correrán para recatar a la dama de miradas indiscretas y curiosas y para ponerla a cubierto del peligro de ser reconocida.

—Estás en un error, Licita. Si acaso se corren por esta causa, no es por la dama, sino por el galán, que es quien, en la mayoría de los casos, tiene más que perder y teme ser visto. Es la necesidad de poner un biombo entre el público de la calle y ciertas maniobras que no sería muy decoroso hacer a la vista de todos, lo que obliga a echarlas... Así es, Licita, que, como estás conquistada y has querido que nos aislemos de los transeúntes, tienes que atenerte a las consecuencias...

El coche, al tardo y perezoso paso del jamelgo que lo arrastraba, iba dando tumbos por la Cuesta de San Vicente, como navío desarbolado y sin gobierno que, a merced de los elementos, brinca de la cresta de una ola a la de otra. ¡Qué bien ha salido este símil «navo-terrestre»! Dentro, Cupido plegaba sus alas por temor de rompérselas en uno de estos violentos vaivenes.

III

A la la puerta de un merendero de la Bombilla paró el coche. Rafael saltó prestamente fuera y dió la mano a su esposa para ayudarla a descender. Después pagó al cochero y lo despidió; volverían andando o en tranvía, era el día tan luminoso y primaveral... El auriga miró filosóficamente la propina y, aunque no había sido escasa, hizo un gesto desdeñoso e interpeló a Rafael:

—Vamos, señorito, me parece que debía ser usted más espléndido; no siempre que va uno con una señora guapa se tiene la suerte de tropezar con un carruaje de tan suaves movimientos como el mío... Además, ya vió que vine al paso...—y señalando con la mirada a la joven, guiñó picarescamente un ojo.

Las mejillas de Alicia enrojecieron vivamente. Su marido, deseando cortar toda discusión y quitar todo pretexto para alguna más atrevida alusión de aquel insolente, depositó otra moneda en la mano extendida del que empuñaba las riendas; además, había notado que un caballero con otra joven, que habían llegado en automóvil casi al par de ellos, los miraban sonrientes, percatados indudablemente del equívoco que envolvían las palabras del conductor equino, el cual fustigó el escuálido jaco y se marchó aún refunfuñando para no perder la costumbre, con esa insaciabilidad que distingue al cochero en todas las latitudes y especialmente en la de Madrid.

Cerca de la entrada al merendero se encontró nuestra pareja frente a frente con la que había venido en el auto, y el varón de esta segunda pareja se quedó mirando de hito en hito a Rafael, y de pronto, como si le hubiese reconocido, se fué hacia él con los brazos abiertos y haciendo grandes aspavientos.

—¡Rafael! ¡Rafael! ¡Qué alegría! ¡Tantos años sin verte! ¿No me reconoces?

—Sí, hombre, si. Tú eres Fernández, Paco Fernández.

—El mismo que viste y calza.

Rafael, bastante contrariado, se dejó apretujar entre los brazos de Fernández, que era un hombrecito de baja estatura, rechoncho y comunicativo.

—¡Qué encuentro tan feliz!—continuó Paco—. Desde que terminamos la carrera no te había vuelto a ver. Claro, como yo me sepulté en Pontevedra, ahí detrás de la puerta, como quien dice...—y volviéndose a su acompañante, algo pintarrajeada y ataviada con una toilette un tanto llamativa, le dijo, presentándole a su amigo:—Mira, Susana, aquí tienes a Rafael Hinojosa, mi mejor amigo en los años mozos, mi inseparable compañero de juergas y estudios, un tronera muy simpático y barbián... Mi amiguita Susana, Susana no recuerdo qué, pero para el caso es igual, una muchacha muy mona, como está a la vista... Preséntame ahora a tu pareja: ¡qué suerte has tenido siempre para las mujeres, pillastrón!

Rafael, azorado, dijo atropelladamente, no atreviéndose a presentar a Alicia como mujer propia y menos después del incidente con el cochero:

—Felisa, mi amiga Felisa—el primer nombre que se le vino a las mientes.

—¡Felisa! ¡Es tan bonito el nombre como su propietaria! ¡Almorzaremos juntos!

—Pero hombre...

—No hay pero que valga, Rafael. ¡No faltaría más! Pediremos un gabinete reservado para los cuatro. ¡Poco bien que lo vamos a pasar! ¿Verdad, Felisa?—interrogó, dirigiéndose a la «amiguita» de Rafael, y ¡qué amiguita, repámpano; esto era una mujer de mistó y no aquella peripatética en adobo que traía él!

La supuesta Felisa callaba y sonreía. Después de todo, estaba encantada con aquel quid pro quo, con el cual al fin empezaba a divertirse.

—Tráteme con confianza—dijo Fernández a Alicia, en vista de su mutismo—. Hombre, dile que somos como hermanos—expresó encarándose con Rafael, cada vez más amoscado—. Nada, visto y resuelto: comeremos reunidos, y vamos a ello, que traigo un hambre verdaderamente calagurritana.

Entraron en el merendero, y como Susana se adelantase algo, Paco explicó en voz baja, señalándola:

—La pesqué anoche en Parisiana; para una semana que voy a permanecer en Madrid, resolviendo algunos asuntos, no está mal, ¿verdad? Esta Susana no será la casta Susana, pero ni falta que hace... ¡Ja! ¡Ja!

—Estaba visto—pensaba Rafael—que aquel condenado continuaba tan tarambana y botarate como fué siempre. ¡Maldita casualidad!

Tomaron asiento alrededor de una mesa, en un comedorcito, y Fernández pidió que le dejasen confeccionar el menú, y después de cerciorarse por el camarero de que no había pote gallego, ¡qué lástima, hubieran visto lo que era cosa rica!, eligió uno castizo, pero ciertamente explosivo, como para ser digerido por los jugos gástricos de un elefante en la pubertad: entremeses variados y profusos, arroz a la valenciana, almejas a la marinera, callos a la madrileña, jamón con tomate, fruta, queso y mermelada, luna tontería de menú!, todo regado con unas botellitas de Rioja.

Tan pronto como salió el camarero, Paco volvió a su tema:

—¡Caramba, qué dichoso encuentro! (Quién me iba a decir esta mañana que te encontraría aquí!

—Efectivamente—reflexionaba Rafael, cejijunto y malhumorado—, nadie te lo podía decir, entre otras razones, porque yo mismo ignoraba que me iba a dar la humorada de traer a la Bombilla, a almorzar, a mi mujer.

—¡Y tan bien acompañado como vienes!—siguió Paco—, (Porque hay que ver! Pero se puede saber qué les das a las mujeres, porque has sido siempre de lo más afortunado para tus amoríos... ¿Te acuerdas de Elvira? (Qué mona era Elvirita! ¿Qué hiciste de ella, monstruo? Cuando yo me marché, después de licenciarme, seguías aún con ella...

Rafael, dado a todos los diablos de S. M. Infernal, callaba; aquel empecatado Fernández continuaba tan incorregible hablador como antes. ¡Qué oportunidad de encuentro!

Notando el indiscreto de Paco incomodados su amigo, trató de atenuar el efecto de sus palabras, diciendo:

—¿Te ha molestado que te recuerde a Elvira? ¡Son bromas, hombre! La señora—mirando a Alicia—tiene sobrado talento y buen gusto para no tener celos retrospectivos.

—Ni retrospectivos ni presentes—manifestó Alicia, a quien una copa de clarete empezaba a desatar la lengua.

—¡Ves, Rafael, ves! No seas buho y pon otra cara.

—Y en prueba de ello, dígame: ¿quién fué esa Elvirita?—preguntó la joven, recalcando el último vocablo.

Mas ya Paco no se atrevía a ser más explícito y miraba, titubeante, a Hinojosa, interrogándole con la mirada.

—Sí, Paco, satisface la curiosidad de Licita, ya que la has despertado—declaró, obligado, su amigo.

—¿De Licita?

—Sí, de Licita o de Felisa. Licita es un diminutivo de su nombre—expresó Rafael, sin saber cómo salir del atolladero.

—Pues tienes un modo de construir los diminutivos un poco anárquico.

Alicia, curiosa y un tanto celosilla, volvió a la carga:

—Conque ¿quién era Elvirita?

—Elvirita era una modistilla que conocimos un año en la romería de San Isidro. Tenía mucho ángel, y éste estuvo muy colado con ella...

—¡Muy colado...!—protestó Rafael.

Paco titubeó otra vez:

—Regular de colado—dijo, sinaláctico.

—¿Era rubia?—interrogó Alicia, siguiendo su inquisitiva.

—Morena; el flaco de éste eran las morenas en aquel tiempo.

—Pues ahora parece que ha cambiado de gusto—terció Susana.

Rafael estaba como sobre ascuas. ¡Si que le iban a dar la comida!

—¿Fueron amores platónicos?—tornó a inquirir Alicia.

—¡Platónicos! Bueno era éste para platonismos... Pues no se iba pronto a fondo el alma mía—y Paco reía con todas sus fuerzas, sujetándose el abultado abdomen con ambas manos y mostrando su dentadura, bastante descuidada.

Conforme avanzaba la comida y se iban descorchando botellas, la confianza y la cordialidad aumentaban entre los comensales, que nada hay como un yantar opíparo para establecer una corriente de familiaridad y franqueza, que sin duda inspira el optimismo de los estómagos agradecidos. ¡Cuán fraternal y bonachón es el apetito saciado! Unicamente Rafael, muy sobre sí, continuaba de un humor de perros.

Lo mismo que las vestales velaban para que el fuego sagrado no se extinguiese, Fernández, convencido de su alta misión, cuidaba de que las copas de vino de las señoras no se encontrasen un segundo varías, y ellas, insensiblemente, estimuladas por las abundantes especias que sazonaban los platos, trasegaban sin cesar del zumo de las uvas riojanas. En vano Rafael hacía señas a Paco para que no escanciase más vino en la copa de Alicia, que no estaba acostumbraba a estos excesos: éste, sin darse por advertido de ellas, reponía el contenido del pequeño recipiente de cristal apenas había sido consumido.

Mas con el vinillo aumentaban peligrosamente las indiscreciones de Paco.

—¿Te acuerdas de aquella noche en que...?—preguntó, dirigiéndose a su antiguo compañero.

Rafael le impuso silencio con la mirada.

—¡Cuéntelo! ¡Cuéntelo!—solicitó Alicia, a quien empezaban a chispear los ojos.

—¡Eres un hipócrita, Rafael! Querrás embaucar a esta señorita, echándotelas de santo varón... Bueno, no lo contaré; bástele saber que su amor ha sido un tunante de siete suelas y téngalo bien amarradito por si acaso.

—¡Ay, hijo, yo no! Si quiere irse que se vaya...—exclamó Alicia.

—Verdaderamente, un pícaro tan grande no merece la suerte de tener una novia como usted.

Estaba visto que Paco, algo embriagado, piropeaba descaradamente a su mujer. Rafael sentía vehementes deseos de echarlo todo a rodar, mas el hombre de mundo conseguía imponerse a aquel celoso musulmán que llevaba en su interior, y sólo una sonrisa de buen tono vagaba bajo su bigote.

—¿Y qué, te casaste, chico?—inquirió Paco, apurando otra copa de tinto.

—No—replicó Rafael, después de vacilar un punto.

—¡Has hecho bien! ¡Infeliz de la que llevases al altar! Tú no tienes madera de casado. Yo tampoco la tengo y, sin embargo, me casé. Pero ¿qué iba a hacer? ¡Pontevedra es tan aburrido! Y a decir verdad, no lo siento; mi mujer es una galleguita agraciada, modosita, que me quiere y que cree en mi fidelidad... ¡Ja! ¡Ja!

Paco Fernández se iba animando por momentos; su charla le embriagaba aún más que el vino.

—Así, que es usted casado—expresó Alicia, en son de reproche.

—¡Y con dos rorros, con que me ha obsequiado mi mujer, y lo que te rondaré, morena! ¡En Pontevedra nos aburrimos tanto!

Y como Alicia, mudamente, le siguiese reconviniendo, dijo para sincerarse:

—Esto no tiene importancia. Yo quiero a mi mujercita, y si alguna vez me olvido de ella, es para luego quererla más... Todos los hombres son lo mismo... Es decir, algunos son peores. Apuesto a que si Rafael se hubiera casado, me daría a mi ciento y raya...

—¿Y por qué te las había de dar?

—¡Quien no te conozca que te compre! Bueno era el mocito y, ya sabes, genio y figura...

—Pues estás equivocado.

—Las pruebas están a la vista—expuso Paco, señalando a Alicia—. Pero si piensas meterte a fraile cartujo, haz el favor de avisarme—dijo, soltando una risotada y mirando nuevamente a la joven.

Susana cortó la discusión, diciendo sentenciosamente:

—¡Todos los hombres son unos golfos! Si lo sabré yo...

Y empezó a hablar en voz baja con Alicia, que se encontraba a su lado, haciéndole intimas confidencias, con gran contrariedad de su marido.

El mozo sirvió los callos y repuso la provisión de botellas.

—¡Señoras y señores! Observo que están ustedes como cohibidos, aquí el único que hace el gasto soy yo... ¡Fraternidad y alegría!—dijo Paco, y volvió a vaciar su copa.

—Cómo quieres que hablemos los demás, si donde tú estás no dejas meter baza a nadie expresó Susana, y luego, dirigiéndose a Alicia, le preguntó:—¿No va por Parisiana? No recuerdo haberla visto.

—Llevo poco tiempo en Madrid y éste me tiene medio secuestrada—afirmó Alicia, sonriente.

—¡Abajo los tiranos! ¡No hay que secuestrar a las mujeres bonitas! ¡Viva la libertad! ¡Brindemos por el amor, por el amor libre!—y Paco, alzando su copa, se echó al coleto su contenido. Susana y Alieia le imitaron. Rafael permanecía muy serio.

—Pero, hombre, ¡no te conozco! Tú, que eras más alegre que unas castañuelas, estás hoy como si te hubiesen dado cañazo... ¿Has venido a la Bombilla para divertirte o para presidir un duelo?

Rafael se tenía que hacer fuerza para no mandar enhoramala a aque! badulaque.

La comida continuó, amenizada por las chirigotas de grueso calibre de Paco. Alicia, con las mejillas encendidas, no cesaba en sus libaciones. ¡Picaban tanto aquellos callos!

Cuando sirvieron los postres, Paco propuso:

—Pediremos una botella de champagne a ver si te alegras, señor misántropo.

—Mira, Paco, haz el favor de no pedir más Vino.

—No bebas tú, si no quieres, pero nosotros sí beberemos a tu salud y por que te vuelva la alegría. ¿No es cierto, preciosas señoritas, que quieren ustedes champagne?

—¡Sí, sí!—gritó Susana.

—¡Mozo! ¡Mozo!

El camarero trajo una botella, que rápidamente fué agotada. Alicia no bebió más que dos o tres copas, Susana algo más, pero aquel condenado de Paco era una cuba sin fondo.

A poco, Fernández pidió una segunda botella.

—¡Un día es un día!—manifestó.

—Si lo hubiese frappé—indicó Alicia, que, toda arrebolada, sentía mucho calor.

Pero frappé no lo había; no tenían hielo.

—¡Pues venga como sea!

Las protestas, tímidamente hechas por Rafael, no fueron atendidas tampoco esta vez y la segunda botella fué consumida como la primera. Alicia, por refrescarse, también bebió.

Los ojos vivarachos de Alicia brillaban como carbúnculos. Por el contrario, a Susana le había dado triste y empezó a narrar cómo ocurrió su «desgracia», enfrascándose en descripciones algo escabrosas. Estaba acometida de esa necesidad de justificarse, que a veces el alcohol hace sentir a las mujeres de su vida. Rafael trinaba interiormente contra el azar, que así había combinado su encuentro con Paco, después de tantos años.

Cuando terminó su relato, en el que estuvo a dos dedos de llorar, solicitó de Paco, como para ahuyentar sus amargos recuerdos:

—Dame un cigarrillo turco, de los que compramos al venir.

Fernández sacó una cajetilla y ofreció un pitillo a Susana y otro a Alicia, quien lo tomó muy gentilmente y lo encendió con igual gentileza, con una cerilla que también Paco le dió. Rafael se hacía cruces viendo fumar tan desenvueltamente a Alicia. ¡Su mujer no parecía la misma!

Un pianillo de manubrio principió a tocar en el inmediato patio con honores de jardín. Susana, al oir sus acordes, en una de esas rápidas transiciones tan frecuentes en las almas femeninas, pasó de su melancolía tristona a una alegría jubilosa y alborotadora y propuso salir fuera. Alicia asintió: se ahogaba en aquella reducida habitación.

Fuera, cinco o seis parejas de menestralas y estudiantes se marcaban un fox al son del pianillo.

Susana, en una carrera, se dirigió a un columpio que se encontraba en la extremidad del recinto y se encaramó a él. A sus instancias, Paco comenzó a mecerla, dando gran brío a sus impulsos. Susana, en el aire, chillaba, pataleaba y reía como una loca.

Realmente, pensaba Rafael, viéndole las piernas y algo más que las piernas, al columpiarse, no es la casta Susana...

Los estudiantes, por mirarla o por «mirarlas», se distraían y perdían el compás, con gran indignación de sus parejas.

Cuando bajó Susana del mecedor, ascendió a él Alicia, contagiada de la ruidosa alegría de la otra y no obstante algunas disimuladas señas que su marido le hizo para que no subiese. Pero estaba visto que el vino le prestaba un espíritu de audacia y de rebeldía, dé que su esposo no la hubiese sospechado capaz. ¡Lo que puede el jugo del fruto de la vid! Rafael reivindicó el derecho a mecerla y lo hizo con gran mesura, no obstante las reiteradas protestas de su mujer.

Entretanto Paco, recordando sus tiempos estudiantiles y de agarrao, principió a bailar con Susana. Y cuando terminó de danzar con ésta, invitó a Alicia, que ya había bajado del columpio defraudada por la cortedad de los balanceos. Alicia aceptó reconocida, quizá en venganza de la medio frustrada mecedura, a pesar del gesto avinagrado de su cónyuge, y empezó a marcarse muy castizamente un paso doble; mas a la mitad del baile, se sintió mal, la cabeza se le iba, el movimiento había coronado la obra que comenzó el vino y continuó el tabaco, estaba mareada por completo y no dió con su cuerpo en tierra, gracias a Paco, que la ayudó a sostenerse y la sentó en una silla.

Alicia, como un atún, sentía bascas en el estómago y todo le daba vueltas. Al fin, devolvió cuanto había comido, y lo que no había comido, entre horribles náuseas. Después, quedó inerte como una muerta, más pálida que la cera, con la frente bañada en sudor frío y el busto caído, como tronchado, sobre el respaldo del asiento.

—La ha cogido buena, de órdago a la grande—insinuó Susana.

Rafael, sin poder contenerse por más tiempo, recriminó a Fernández:

—¿Ves, bárbaro? ¡Gaznápiro! ¡Como no tiene costumbre de beber!

—No te pongas así, hombre. ¡Haberlo advertido!—se disculpó su amigo.

Como un fardo la condujeron al automóvil de alquiler que había traído Paco. Este dijo a Rafael:

—Eso no es nada, en cuanto duerma se le pasa. Cuando os deje, haz el favor de mandar en seguida el auto para acá, para que nos recoja. Dentro de media hora—expresó consultando el reloj—estoy citado en el ministerio de Fomento, para el asunto que me ha traído a Madrid, y no puedo faltar.

—Descuida.

—Espero que nos volveremos a ver. Esta noche os esperamos en Parisiana. ¡No faltéis!

—¡Qué hemos de faltar!

En la puerta de su casa, Rafael pagó al conductor del auto y lo despidió.

—¿Tengo que volver a la Bombilla, por los otros señores?

—¡Ca! ¡No, señor! Quedaron en regresar en el tranvía y de seguro han vuelto ya.

Temía que el chauffeur dijese a aquel ganso de Paco su domicilio. Además, que se fastidiase el muy mentecato. Experimentaba una gran satisfacción en hacerle esta pequeña trastada.

La portera, al ver entrar a Alicia casi llevada en peso por su marido, inquirió de éste:

—¿Qué le pasa a la señora?

—Nada de particular; una ligera indisposición, un vahído...

Si la portera, como era lo más probable, se había dado cuenta del estado en que llegaba Alicia, estaban lucidos: antes de una hora, con su charlatanería, habría impuesto a toda la vecindad.

A puñados metió Rafael a su esposa en el ascensor, y a puñados también, sin utilizar los servicios de la doncella, la zampó en la cama momentos después. Cuando la vió acurrucada y dormida como un tronco, Rafael respiró desahogadamente y murmuró:

—¡Ha sido una conquista divertida!

IV

Unas horas permaneció Alicia amodorrada, en un profundo sopor; cuando despertó, atrozmente torturada por una sed horrible, vió a su marido sentado en una butaquita, al lado del lecho matrimonial, donde ella reposaba, que velaba su letargo fumando flemáticamente cigarrillo tras cigarrillo, y viendo cómo se deshacían las grises volutas del humo.

—¡Ves, nenita, ves!—empezó a recriminar él.

Pero ella le interrumpió y tomó valerosamente la ofensiva.

—Mira, riquín, no me riñas—dijo, extendiendo hacia él sus brazos torneados, en un largo desperezo—. Tú tienes la culpa, ¡toda la culpa!, de lo sucedido.

Y, como él la mirase con los ojos desmesuradamente abiertos por el asombro, prosiguió engatusados:

—Sí, Rafaelito, sí, no me mires de ese modo... Para qué eres tan condescendiente con mis caprichos... Para qué te allanas a mis consentimientos... Sé enérgico, hombre, ¡sé enérgico! ¡Mándame, prohíbeme, no me dejes hacer disparates!... Yo soy una chiquilla inexperta, una chiquilla.... pero tú, que eres un hombre de experiencia, no debes dejar que me exponga a los peligros que tú, y sólo tú, conoces.

Su marido, oyéndola, reflexionaba:

—Es el colmo, Rafaelito, ¡el colmo! Tú eres el único culpable. Ya ves para lo que te sirven todo tu mundo y el haberla corrido tanto, ¡para no hacer más que tonterías!, ¡para que te acusen de débil! Envía a paseo tu mundología y tu conocimiento de la vida, que caen a la lógica de esta muchacha de veinte años, y ponte los pantalones, Rafaelito...—mas contemplándola, medio incorporada en el lecho, en el desorden de las ropas tan divinamente bella, se dijo, desalentado:—Es que todos son pretextos para acceder al antojo de su voluntad retozona, y si ahora me propusiese que nos tirásemos por el Viaducto, seguramente que encontraría en mi experiencia argumentos para acceder a ello, que al fin a su lado no habla la inteligencia, sino el corazón y los sentidos, que no son los mejores consejeros... Desengáñate, Rafaelito, todas las enseñanzas que pretendas sacar de tu pericia del mundo, serán vistas al través de tu amor y su belleza, y te conducirán siempre a hacer lo que ella quiera, y encima, ya lo sabes, tú serás el culpable...

Como le viese pensativo, Alicia cortó el hilo de sus reflexiones, diciéndole, a la par que le hacía arrumacos:

—Después de todo, alábate, pavo, ¡ahora sí que me has conquistado!, ¡me conquistaste de verdad y para siempre, mi vida!

Y le echó al cuello el divino lazo de sus brazos, mórbidos, esculturales; mas, como un recuerdo acudiese a su mente, los retiró presurosa y le dijo muy seriecita:

—Pero antes tendrás que explicarme quién era esa Elvirita y qué fué lo de aquella noche...

Rafael, convertido de acusador en acusado, tuvo que tejer la historia mentirosa de unos vulgares amores cualesquiera; ¡temía demasiado a aquel lindo e inflexible juez, para contar la verdadera! Cuando terminó, Alicia le dijo gravemente, amenazándole con el dedo índice extendido:

—Qué poca formalidad tenéis los hombres. Parece mentira, Rafael, que tú seas así.

El hubo de bajar la cabeza abochornado.

Irrefragablemente, pensaba, todo lo que de psicología femenina cree haber aprendido en sus devaneos el hombre corrido, no le sirve, cuando ama de veras, más que para hacer el ridículo de un modo lamentable.

Amor y contabilidad

I

La dependencia de «El Chic Parisién. Gran establecimiento de tejidos y confecciones, según rezaban los anuncios de la casa, estaba en conmoción aquella mañana. Y el caso no era para menos. Figúrense ustedes que por vez primera había aparecido por encima del pupitre de la Caja, especie de vitrina situada entre las dos puertas del comercio, la linda y graciosa cabecita de una muchacha como de veinte abriles, cuyos ojos, traviesos y picarescos, curioseaban retozones las estantérias.

Luisillo González, el desaprensivo dependiente, terror de las modistillas de la ciudad, a quienes al despachar siempre encontraba forma de dar algún encontronazo o pellizco, había tomado una postura donjuanesca, apoyada la vara del medio metro en el mostrador, y asaeteaba a la chica con miradas incendiarias.

En el despacho, departamento contiguo a la tienda y separado de ésta por sólo una vidriera, el dueño del establecimiento, don Tiburcio Pérez, explicaba a don Facundo, el contable:

—Es una joven muy decente, huérfana de un magistrado. Son a vivir, además de ella, tres hermanos pequeños y la madre, y tan sólo con la escasa viudedad pasaban las pobres mil estrecheces; ahora, con la ayuda del sueldo de Elisa, tendrán un poco más de desahogo. He hecho una obra de caridad empleándola.

Lo que se callaba don Tiburcio era que el cajero anterior cobraba treinta duros mensuales y se fugó con el importe de la venta de un día, mientras que a la joven le daba únicamente quince y no había temor de que saliese de la casa del mismo modo.

—¡Qué hermosa es la caridad cuando va en beneficio del bolsillo!—pensaba don Tiburcio, que repetía en voz alta, dándose, a la par, golpecitos con fruición sobre el abultado abdomen:—¡Una verdadera obra de caridad!

Don Facundo, incapaz en su cortedad de contradecir al principal, asentía con la cabeza; pero en su fuero interno protestaba de aquella intromisión del sexo femenino en los sagrados dominios de la contabilidad.

—¡Una muchacha de cajera—murmuraba para su sayo—, que seguramente no conocerá la partida doble, y algo alocada, según parece! ¡Milagro será que no me enrede las cuentas!

II

PRONTO desapareció la hostilidad de don Facundo hacia la joven Elisa; la gracia de ésta, su encantadora cháchara y su simpática ingenuidad le cautivaron por completo y disiparon sus injustas prevenciones. Si la muchacha cometía algún error en su diaria cuenta, lo que no era frecuente, pues era lista, trabajadora y cuidadosa en medio de su aparente frivolidad, ponía tanta gracia y zalamería al disculparse, que desarmaba, apenas nacida, la cólera del contable.

Era don Facundo un cuarentón adusto, pulcro, honrado y esclavo de la diaria obligación. Había estado hasta entonces apartado de todo trato femenino por la natural timidez de su carácter, que aun era aumentada por lo modesto de su posición social, y esta pusilanimidad le hizo huir de tan gratas compañías. Vivía solo con su anciana ama de cría, que cuidaba su modesta casa y ajuar.

Mas no paró en amistad y simpatía la cosa, y fué que, siguiendo el trato con la joven, bien pronto se trocaron aquéllas en amor, en amor fuerte y profundo, como de persona de genio cencentrado, y, por contera, que transpuso los umbrales de la edad madura sin conocer tan encantador afecto. Y el reservado y taciturno don Facundo se entregó por completo, como era de suponer, a este amor que por vez primera llamaba a su corazón con recios aldabonazos.

Aquí dieron comienzo los sufrimientos del contable, que no se atrevía a expresar a la chica sus sentimientos por temor a una repulsa, que en su apocamiento juzgaba segura. Y el distraerse de su trabajo para mirar con arrobamiento a la joven al través de la vidriera, con gran sorpresa y escándalo del mecanógrafo encargado de la correspondencia, que compartía con él la estancia destinada a despacho. Y el ruborizarse como un cadete si notaba que alguien le sorprendía en este arrobamiento. Y el celarla, avinagrándose su rostro en cuanto la veía bromear o reir con los dependientes, sobre todo con aquel poca vergüenza de Luisillo González, o cuando adivinaba que algún parroquiano moscón la piropeaba al tiempo de pagar. Y el seguirla a considerable distancia, tan considerable que apenas si vislumbraba el grácil y menudo cuerpo de la gentil Elisa, cuando, terminada la cotidiana tarea, se dirigía ésta a su casa, sin perjuicio de que si la joven volvía por casualidad la cabeza, doblar la primera esquina o fingirse muy abstraído en la contemplación de cualquier escaparate o cartel anunciador.

Lo peor del caso fué que con tales pensamientos y andanzas empezaron los distraimientos y equivocaciones en su cometido, con los consiguientes errores en el Mayor, Diario y demás libros encomendados a su inteligencia y celo. ¡Quién hubiera pensado esto en don Facundo, que era la exactitud hecha carne! Los cuales errores le ocasionaron no pocos disgustos y sinsabores, hasta que vino el que vamos a referir, el más ruidoso y trágico dentro de lo cómico, a espolear su débil voluntad e incitarle a tomar una resolución que pusiese fin a esta situación preñada de peligros para su empleo en «El Chic Parisién».

Sucedió que una tarde se presentó en el despacho un antiguo parroquiano: el señor Rodríguez, capitán retirado de Carabineros, proceden te de la clase de tropa, viudo y de los que segregan más jugo urente que una ortiga por más señas, el cual blandía furioso en la mano derecha una factura de la casa.

—¿Está don Tiburcio?

Acudió éste solícito desde la tienda.

—¿Le parece a usted correcto ni serio enviarme a mí esta cuenta? ¿A mi seda liberty y encaje valenciennes? ¿A mí?

Era muy justa la indignación de Rodríguez, que, solo en el mundo como era, nunca había comprado en «El Chic» más que sus cortes de traje de pañete negro y sus corbatas de lazo hecho, también negras; pues desde hacía dos lustros que perdió a su esposa llevaba enlutados el corazón y la ropa.

—Cálmese, Rodríguez; tiene usted mucha razón. ¿Cómo es esto, don Facundo?

El contable hubiese deseado que se abriera la tierra y lo tragase; había apuntado en la cuenta de Rodríguez géneros extraídos por una elegante damisela de la localidad. En su vida le había sucedido cosa parecida.

Cuando Rodríguez abandonó la estancia, don Tiburcio amonestó a su contable.

—No sé qué le pasa a usted ahora. No podemos seguir así. Con sus errores padecen el crédito y el concepto bien conquistado de formalidad de la razón social «Pérez y Compañía».

La razón social «Pérez y Compañía la constituía sólo don Tiburcio; pero aquel aditamento de la Compañía era muy decorativo, en opinión de éste, en los membretes de cartas y facturas.

Don Facundo estaba anonadado; si la razón social «Pérez y Compañía», como decía don Tiburcio, prescindía de sus servicios, y por ende de darle las doscientas pesetas mensuales, ¿qué iba a ser de él?

Era preciso, imprescindible, poner coto a sus extravíos y distracciones.

Aquella noche, mientras se revolvía en la cama presa del insomnio, tomó una resolución heroica. Y al día siguiente, que era festivo, con el temo dominguero aún más cepillado que de costumbre, se dirigió con solemne aspecto a casa de Elisa. Abrióle la madre de ésta, doña Paz, quien le hizo pasar al comedor-sala-gabinete, todo en una pieza, donde la joven Elisa distraía sus ocios leyendo. Acogióle ésta jovialmente, aunque algo extrañada.

—¿Qué ocurre, don Facundo? ¡Tanto bueno por aquí!

—Pues venía, Elisa... venía...—contestó éste todo turbado, hasta que en un supremo esfuerzo de voluntad, añadió:—Venia a tener el honor de pedir a su señora madre la mano de usted.

Ante la seriedad y azoramiento de don Facundo, le entraron a Elisa unas ganas locas de reir, y no bastando su buen juicio a refrenarlas, rompió en sonoras y alegres carcajadas.

—No hagas caso, mamá; es que don Facundo es muy chirigotero.

Y este adjetivo que aplicaba al contable, mantenía su franca hilaridad, y nuevas risas salían a borbotones y se desgranaban en su fresca boca.

—Pero Elisa...

—Vanos, don Facundo, déjese de bromas y hablemos seriamente. ¿Quiere usted acompañarnos esta tarde al cine?

Don Facundo no se atrevió a insistir; allá dentro sintió que se desgajaba la única y pequeña esperanza que cultivaba, y que, al desgajarse, había arrastrado entre las raíces pedazos de su corazón.

III.

Don Facundo, que no guardaba ni la más leve sombra de rencor ni despecho contra Elisa, resignóse con su suerte; afortunadamente, no era un carácter de esos que pretenden rebelarse contra el destino. Es más: acabó por encontrar natural y lógica la repulsa de la joven.

—Verdaderamente era un disparate pensar que Elisa fuese a casarse conmigo. Ella, en su Haber, lo tiene todo: juventud, belleza, gracia y alegría. Yo sólo cuento partidas en mi Debe—se decía, mezclando, como acostumbraba, a sus pensamientos y filosofías los conocimientos de su profesión.

Don Facundo tenía razón en parte, nada más que en parte; pues él contaba en su Haber un asiento: amor, divino tesoro, que diríamos poéticamente, que al fin no es partida despreciable.

—Puesto que no puedo ser el marido de Elisa, seamos su amigo, su hermano mayor—pensó, y siguió frecuentando su casa.

Pocos meses después cayó enfermo el hermano menor de Elisa, que siempre se crió enfermizo y delicado.

—Escrofulismo, raquitismo—diagnosticó el médico—. Tónicos, reconstituyentes, alimentación sana y abundante, vida higiénica, paseos en coche por las afueras de la ciudad.

La enfermedad siguió su curso penoso y lento; el pequeño no mejoraba. Las privaciones de doña Paz y Elisa aumentaron; ellas casi no comían por alimentar y medicinar al enfermito. Don Facundo, que visitaba ahora a menudo a la familia, pudo comprobarlo por mil pequeños detalles.

Una tarde, doña Paz recibió una carta del interior; extrañada, rompió el sobre escrito a máquina, que nada le decía, y dentro encontró solamente un billete de cien pesetas. Cuando regresó Elisa del comercio, contóle lo ocurrido.

—No sé, mamá, quién puede enviarnos eso.

—Probablemente algún amigo de tu pobre padre, que se habrá enterado de nuestros apuros.

—Pudiera ser, pero lo dudo; recuerda la conducta que todos ellos han seguido con nosotras desde su muerte, casi no nos saludan. Sea como sea, ese dinero que no sabemos de dónde procede, ni con qué fin se nos manda, no tenemos derecho a gastarlo; guardémosle hasta que nos enteremos.

—Tienes razón, hija mía, guardémosle.

Y lo guardaron, y lo mismo hicieron con las sucesivas remesas, que quincenalmente, y en la misma forma, fueron llegando.

El pequeño seguía empeorando, el escrofulismo había degenerado en tuberculosis; tuvo ya que guardar cama, sin fuerzas para levantarse. Elisa pasaba las noches en claro a su lado y los días en la Caja, tan animosa como de costumbre. Mas la naturaleza tiene sus fueros y exigencias, y Elisa, por mucha que fuese su voluntad, entre las preocupaciones por la enfermedad del hermanito y el cansancio de las noches en vela, se distraía en sus anotaciones, cometiendo equivocaciones y omisiones, y cuando por la noche, cerrado ya el establecimiento, rendía la cuenta del día a don Facundo, las cantidades no casaban con lo anotado. El tenedor de libros trabajaba y se desvelaba por encontrar el error, revisaba las notas de los dependientes, consultaba las matrices de los talonarios de éstos, y lo hacía todo con tanto cariño, con tanta delicadeza, procurando encubrir ante esta dependencia los descuidos de la cajera, que una de estas noches en que en vano se devanaba los sesos por encontrar la equivocación, notó la mirada de Elisa posada cariñosamente en sus ojos, con no sé qué mezcla de interés y agradecimiento.

Murió al fin el hermano de Elisa, y al día siguiente recibió su madre una última remesa del incógnito donante, ésta de trescientas veinticinco pesetas. A estar Elisa menos abstraída en su dolor, hubiérale chocado este pico de las veinticinco pesetas.

Desde aquella bendita noche en que don Facundo vió la mirada de Elisa posada en él, sintió que la encantadora y sencilla alma de ésta se iba aproximando cada vez más a la suya, y otra noche memorable vió en sus hechiceros ojos un destello, que si no era de amor, se parecía como una gota de agua a otra, a los de este excelso sentimiento.

No transcurrieron muchas semanas, cuando ya Luisillo González tarareaba, con la tonada que emplean las niñas jugando a la rueda:


El contable y la cajera
se quieren casar,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
se quieren casar.

Fué poco antes de casarse cuando descubrió Elisa quién había sido el generoso remitente de aquellos billetes de cien pesetas, que puntualmente arribaban a su casa durante la mortal dolencia de su hermanito. Una mañana en que don Facundo estaba en el Banco efectuando una operación por mandato de don Tiburcio, Elisa encontró en su pupitre, al buscar una factura, un sobre dirigido a su madre, igual a aquellos que el correo llevó a su morada en días angustiosos. ¡Esto fué una revelación para la joven! Si, habían sido los cortos ahorros de don Facundo, Dios sabe a costa de cuántas privaciones reunidos, los que habían pasado de su libreta de la Caja de Ahorros al armario de doña Paz, libreta que había finado con aquella última extracción de trescientas veinticinco pesetas. Y fueron estos ahorros los que sirvieron ahora para que amueblasen decentemente su futuro nido los enamorados.

Se casaron y fueron felices. Y hasta es fama que el primer envío de hijos lo recibieron de París, donde tienen la exclusiva para esta clase de «encarguitos», por «partida doble», ¡estas chicas menuditas son terribles!, con lo que demostró Elisa conocer al dedillo tal método de contabilidad. ¡El colmo de la felicidad para don Facundo!

Nube de verano

(monólogo)


La escena representa el gabinete de una casa de clase acomodada en un pueblo de Andalucía. A la izquierda, bien visible, una ventana grande con reja, de estilo andaluz. Sobre el alféizar de esta ventana habrá macetas en abundancia, especialmente de rosales y matas de claveles y una con enredadera, que trepará por los hierros de la reja. El gabinete estará amueblado con estrado de rejilla, un velador de pino, situado en el centro, y una cómoda, encima de la cual habrá una Virgen de talla, dentro de un fanal, y dos jarrones de porcelana barata. Junto al velador una silla del estrado. De las paredes colgarán cuadros con litografías y un almanaque que marcará la fecha 17 de septiembre. Todo limpio y coquetón, sin denotar riqueza, pero tampoco escasez. Al empezar la representación la ventana estará abierta.


Personaje: Julita, de diez y ocho años, bonita, vivaracha y graciosa.


JULITA.—(Paseándose agitada.) Tengo todos los nervios de punta. ¡Uf! ¡Uf! A estas horas mi sistema nervioso debe semejar un cilindro de música ¡Y no es para menos! Miren ustedes (Al público.) que habernos pasado los tres meses de las vacaciones de verano de mi novio más empalagosos que el arrope; tanto, que mi mamá decía: «Os pasáis la vida en almíbar. Y era cierto. En almíbar el día entero y hablándolo todo untadito con almíbar. Ustedes pensarán que es demasiada azúcar. Pues yo les aseguro que no, bajo palabra. Y después de esto, hoy, víspera de su marcha a cursar el último año de carrera, ¡el último año!, hemos roto por una nimiedad! Ustedes mismos van a juzgar. (Sentándose en la silla próxima al velador.) Tiene mi Luis una cuñada, que, aquí que nadie nos oye, les diré en reserva que cada vez que la veo me hace el mismo efecto que si se bailase un zapateado encima de mi estómago, porque a reventante no tiene compañera. Esta mañana estaba yo hablando con él por esa reja, e hizo el demonio que recayese en ella la conversación. Estoy segura que fué cosa del diablo, que al levantarse hoy se diría: «Ya es hora de dar un disgusto gordo a Julita; lleva tres meses seguidos de felicidad y no hay derecho a tanto. Yo, que hablo sin pensar lo que digo, lo reconozco, tuve la malhadada ocurrencia de decirle que su cuñada, en vez de pasarse la vida enseñando al loro a cantar el cuplé de «la Balbina, la Balbina» (Cantando), podía entretenerse en lavarles las caras a sus chicos, que llevan siempre más churretes en ella que una comparsa de murga gaditana. Mi novio, que tiene el defecto de picarse más que la ropa de lana, se puso muy amoscado. Yo le dije entonces: «No creí que te molestase; no lleva tu sangre; es un parentesco de ocasión. Él, todo sulfurado, me contesta: «¿De ocasión? ¿Crees que mi hermano la adquirió usada?» «Hombre, no, ¡líbreme Dios!; dije ocasión como pude decir azar, casualidad. Ella es una estúpida, pero reconozco que...» Él, sin dejarme reconocer nada ni terminar, me increpó más serio que el sargento del puesto cuando va mandando el piquete de civiles en la procesión del Corpus: «¡La estúpida serás tú!» Y dando media vuelta se marchó muy majestuoso, sin dignarse volver la cabeza una vez siquiera; él, que un día que las conté, la volvió noventa y siete desde mi reja a la esquina. Lo que yo he llorado de entonces acá no quieran ustedes saberlo, porque les va a dar lástima de mis pobrecitos ojos, que dice Luis son lindos. Claro, que ustedes no serán de su opinión; mas es tan dulce oírlo de sus labios y creerlo, que... ¡me lo creí! ¡Este fué todo el disgusto! Y aquí me tienen ustedes con el corazón tan encogido, que cabe en un dedal. (Sollozando.) Porque mi Luis se marcha mañana, y como yo lo conozco y sé que tiene la cabeza tan dura que es capaz de cascar nueces con ella, se va sin que hagamos las paces, pues no es cosa de que yo me rebaje habiéndose ido de mi reja de este modo. ¡Les digo a ustedes que soy más desgraciada! (Más sollozos.) Todo por serme antipática la cuñada de Luis y llamarle ¡estúpida! Pues estúpida ya lo creo que lo es; como que me ve en la calle y no me saluda. (Con Ira.) Antes se dignaba saludarme con un aire de... princesa que viaja de incógnito, fundado en que tiene una prima segunda que es sobrina del cuñado de un gobernador civil que fué de Cuenca el año de la nanita. Un parentesco, que no ya un galgo, sino toda una jauría de lebreles no lo alcanzan. El pobre ex gobernador, que está cesante desde que asesinaron a Cánovas, ¡ayer mañana!, y que supongo pasará las de Caín, estará tan ignorante del alto honor en que aquí tienen su parentesco requetepolitico. Pero si antes saludaba a la negligé, desde que me puse en relaciones con Luis me retiró el saludo. Por esto es, con franqueza, por lo que la tengo atragantada. ¿Qué deseará para su cuñado? Una aristócrata de sangre azul. Pues ella la tiene de horchata, porque pasarse el día diciendo al loro «ya no toma la aspirina», no es demostrar precisamente exuberancia de glóbulos rojos, como diría don Torcuato el médico. Esta señora, en vez de tomar con tanto calor los parentescos remotos y con mayor efusión aún eso de la hermandad política, debía tener más limpieza para sus hijos y más educación para la sociedad. ¡Sí, señor! (Enérgica.) ¡Lo que yo he llorado hoy no lo vale ella ni todo su claro linaje! ¡Bien empleado me está, por imprudente y larga de pico! ¡Soy más tonta! (Nuevos sollozos.) ¡Les digo a ustedes que pondría mi cabeza debajo del aldabón de la puerta de la calle y empezaría a repicar como si hubiese fuego en casal la ver si escarmentaba y aprendía a tener discreción! ¡La hice buena! ¡Con lo que yo le quiero! Porque no hay más remedio que quererlo. Por su talento, por su bondad y por todo el aquel suyo. ¡Es una prenda de hombre...! Para evitar el chistecito, que me parece ya estar oyendo: «¡Será una americana! o «¡un ruso!», diré mejor un hombre prenda. ¡Tampoco! Esto de hombre prenda, sin saber por qué, se me figura un perchero. En fin, ¡una perfección de hombre! Hasta el nombre lo tiene bonito. Luis suena a poesía, a idilio, a... amor. ¡Suena a gloria! Quizá será porque mis oídos no gustaron la música de ningún otro. Lo que no concibo es que se tenga un novio como el de la viuda de don Juan Diez, que responde por Remigio. Cuando la viudita se ponga tierna le llamará: «¡Mi Remigito! Mi... re... mi, ¡parece una lección de solfeo! Claro es que la viuda de Diez no puede ser ya muy exigente ni reparar en minucias de nombres... Mas volviendo a lo que me interesa, Luis no vuelve por aquí. (Señalando a la reja.) A mi, mi dignidad me impide llamarle aunque lo esté deseando... que lo estoy. Y mañana por la mañanita, muy puesto en sus trece y en su segunda, a Granada. Allí, erre que erre, no escribe. Y el año que viene, cuando vuelva con su carrera terminada, si te he visto no me acuerdo. Que amor ausente y sin echarle un poquitín de leña al fuego, o yo soy muy lerda o debe morir de consunción y frío. Y muy pretencioso con su título, se pone novio de la niña del bruto del alcalde, que está que bebe los vientos por él ¡Y no lo disimula! Desde que vino Luis este verano no ha pasado por esa calle para ir a misa, por no verlo a mi reja. (Apuntando a la que se ve al trarés de la ventana.) Da la vuelta por la calle de abajo. ¡Sólo el figurarme que se casase mi novio con la hija del alcalde, me saca de quicio! (Con los puños crispados.) Ya ven ustedes, que se case con otra me importaría, ¡claro está!; pero mucho menos que con el fruto de bendición (Con retintín.) del alcornoque de nuestra primera autoridad... Aunque esto lo pienso yo ahora, porque esa otra es impersonal; pero si dejase de serlo y tuviese un nombre y se llamase: Fulanita, entonces me pasaría como con la hija del alcalde. ¡Estoy segura! ¡Le tendría la misma ojeriza! (Se pone nuevamente a pasear.) Y la del alcalde será muy rica, hija única y con diez yuntas de labor el padre. Es decir, más: diez, el alcalde y la alcaldesa once y la niña once y media. ¡Qué lástima! Debería casarse con el hijo del abéitar, que uncido dicen no tendría precio, y completaban la docena. Pero con mi Luis, ¡no! ¡Era capaz de llegar hasta el vitriolo! No se rían ustedes, ¡vaya si llegaba!, y eso que me asusto hasta del sacristán, que es el animal más inofensivo que conozco. Porque estarse años y años, ya va para tres, haciéndose ilusiones, forjándose sueños de color de rosa, soñando con los ojos abiertos, y que luego venga otra con sus manitas lavadas, o sucias, y se lo lleve, y una se quede pudriéndose y requetepudriéndose con el amor estancado que se le ha quedado dentro... ¡Vamos, que no puede ser! ¡Y con la del alcalde! Ese tarugo, que donde pone los pies no nace más la hierba, como le pasaba al caballo de aquel conquistador célebre A... A... ¡Almanzor! ¡Eso es! ¡Vamos, que no hay derecho! Y en esto de soñar bato yo el record. Lo menos dos veces a la semana sueño con Luis. ¡Y unos sueños que son un encanto...! Anteanoche, sin ir más lejos, soñé que me raptaba en un caballo blanco y con un traje igualito al que sacaba Borrás en el Tenorio cuando lo vi este invierno en la capital. Y el caballo corría... corría... volaba; mas al llegar a la fuente, ¡pataplún!, tropieza y pierde una herradura. ¡Debía tener más cuidado el Ayuntamiento con el pavimento! Fué preciso parar en el herradero de la salida del pueblo, y el herrador, que me reconoció, envió con disimulo un chiquillo a que le avisase a mi madre. Y cuando estaba dando el último martillazo al último clavo, ¡también es casualilidad!, se presentó mi mamá llorando y gritando: «¡Mi hija...! ¡La herradura...! ¡Ah! ¡Ah! ¡Oh! Y cayó desmayada. Aquí terminó el sueño, ¡qué rabia!, porque el susto de ver a mamá me despertó. Apostaría ciento contra uno a que las chicas del droguero de la plaza, que presumen de románticas y sólo se alimentan de buñuelos de viento y suspiros de monja, no han tenido nunca un sueño tan bonito como éste. ¡Son más pavas! ¡Y lo peor no es lo que se sueña dormida, sino lo que se sueña despierta! En fin, vaya un final de veranito que me está dando la estúpida, si, ¡estúpida y requeteestúpida!, de mi futura cuñadita... Y es menester ver lo que Luis me quiere, que si yo le quiero, él no se queda corto. Todas las vacaciones se las ha pasado pegadito a esa reja, que no le faltaba más que comer en ella. Parecía que era de hierro imantado para mi Luis. Como que la chismosa de la vecina de enfrente, que tiene más púas que un erizo y es de ésas que les molesta la dicha del prójimo, le dijo a la del juez que yo no me quitaba de la ventana porque me había dado por cultivar un tiesto de calabacines que había coloca do este verano en ella. ¡Tiesto, mi novio! ¡Hay que ver! ¡Ella si que es tiesto, y de ortigas! Y a las sobrinas del boticario les ha dicho que ya no pagaba más al guarda urbano, porque tenía uno disecado enfrente que custodiaba la calle. ¡Miren ustedes que disecado mi Luisiyo! Sin duda es que no se ha fijado en su marido. Ese sí que está disecado desde los juanetes de los pies hasta el occipucio. ¡Es que no puedo con ciertas cosas! Que el calzonazos del esposo ande por ahí llevando un traje con más constelaciones y nebulosas que tiene el firmamento, que sólo la americana tiene aceite sobrado para freír dos kilos de boqueroncillo menudo, ¡que ya gastan!, y que su mujer, en vez de estar consumiendo más gasolina que una motocicleta a ochenta kilómetros por hora, se dedique a husmear lo que no le importa y a llevar cuenta de si mi novio se marchó a las doce de la noche o a la una, y de si me trajo un ramo de flores o un paquetito de caramelos de los Alpes, que son mi debilidad.... ¡es que me saca de tino! ¿Que se pasaba ahí (Señalando la reja) media noche y algo más de medio día? ¡Es verdad! ¡Pero a ella qué le importa! Ya ven ustedes si estaría encelado con la rejilla, que siendo, como es, muy aficionado al billar y jugándolo superiormente, como que le da dos bolas a Pepe, el hijo del médico, que es el campeón del pueblo, no ha cogido un taco en todo el verano. El domingo pasado estuvo muy gracioso. Se conoce que Pepe tenía una partida de billar muy empeñada, y cuando estábamos hablando se presentó el mozo del Casino, diciendo: «Señorito Luis, dice el señorito Pepe que el mingo está allí (Señalando con un dedo), la contraria allá y la suya aquí, que haga usted el favor de decirle cómo la juega.» «Que la tire de recodo de fraile», contestó mi novio. Por cierto que he de preguntarle qué fraile es éste y qué rocodos son los que tiene. Al ratito de esto vuelve el criado: «Señorito Luis, que las bolas están así y asao...» «Que la juegue de tres tablas», responde éste. Pasa otro poquito y vuelta el mozo, con la oportunidad de que estábamos en uno de esos momentos pasionales, como se dice en las novelas, en que parece le hacen a una por dentro unas cosquillas muy suaves en todos los rinconcitos del alma, y no se sabe si reir o llorar. Antes de que hablase, le dijo mi novio, sin volverse a mirarlo siquiera: «Dile que la juegue de retroceso.» «Pero, señorito, si no sabe usted cómo están las bolas.» Y salta mi Luis muy encolerizado: «¡Ni pijotera falta que me hace! Y dile que si no quiere así, que la tire como le dé la gana; pero como parezcas más por aquí, quien te tira soy yo una maceta de éstas a la cabeza.» Eso sí, tiene Luis un pronto como para quitársele de delante; mas en seguida se le pasa y ya no tenemos a nadie. ¡Tan mansillo como un corderino en la lactancia...! Yo, charla que te charla, y las horas pasan, y a las ocho de la mañana pasa el tren que se ha de llevar mi novio, y ¡adiós mi felicidad! ¡Pues yo no me resigno a que esto acabe así! Hay que hacer algo. Discurramos... ¿Escribirle? No. Escribirle no lo hago. Mi dignidad quedaría por los suelos después de haberme dejado con la palabra en los labios y de llamarme estúpida. ¡No! Ven ustedes lo que es el amor propio: un invento satánico. Porque si no existiese, como yo le quiero y él me quiere, y como en ello va nuestra dicha, le pondría cuatro letras, diciendo: «No seas bobo, querido Luis, y ven pronto. Retiro lo de estúpida, lo del loro y lo de la murga gaditana; pero toma en seguidita el camino de mi reja, que quiero aprovechemos las pocas horas que te restan de estancia en ésta, mirándonos a los ojos, y esta noche vamos a estar de palique, ¡aunque luego regañe mamá!, hasta que los gorriones canten y el amigo Febo suba un poquitín sobre Sierra Bermeja.» Y no tendría que andar mucho Rosariyo con esta carta, porque como él también carecería de amor propio, en cuanto reflexionase un momento vería que todo era una tontuna y tomaría volandito calle abajo hacia esta reja de nuestros amores. Bueno, pues todo esto, que sería lo lógico, no se hace porque viene el metemiedos del amor propio, que es una cosa que no sirve más que para dificultarle a una la felicidad, y la atenaza y la deja cohibida, presentándole los fantasmas del ridículo, de la humillación, del orgullo y de la dignidad. Cuatro fantasmones que se disiparían al menor soplo del buen sentido, porque cuando se ventila el alma y la vida de una, ¿qué deberían poder? ¡Pues si que pueden! Prueba de ello es que yo llevo todo el día haciéndome estos razonamientos y no me decido a escribirle; ¡tan arraigada tiene una esa endemoniada fuerza! Es preciso, por lo tanto, ingeniarse y cubrir el expediente de modo que no sufra Su Majestad el Amor propio. ¡Pensemos...! Si a Luis se le muriese alguno de su familia, yo le escribiría dándole el pésame, él vendría a darme las gracias, y ya hablando... ¡Pero no se le ha muerto nadie! Iba a decir desgraciadamente. ¡Seré bruta! Mas puedo fingir que me lo dijeron... A ver, a ver. (Haciendo con la mano como si escribiese en el aire.) «Mi estimado amigo. Esto de estimado tiene tufillo de cursi después de lo que entre nosotros hubo. «Apreciable amigo. ¡Tampoco! Amigo a secas. ¡Eso es! «Amigo Luis: Noticiosa de la desgracia que le aflige con la muerte de su padre, le escribo ésta para asociarme a su dolor, etc., etc., etc...» ¡No! Esto me parece algo fuerte, aunque sea mentira... Mas la carta en vez de pésame puede ser de felicitación... Si le tocase la lotería, por ejemplo. Créanlo ustedes que me alegraría; primero, por lo que le correspondiese, y segundo, porque ya tendría pretexto. Pero imposible fingirlo, si estamos a 17 (Mirando el almanaque) y no se juega hasta el 21... Si se hubiese dejado algo olvidado.... el bastón, que lo cuelga siempre en la reja mientras hablamos. (Mira hacia ésta.) ¡No se lo dejó! ¡Qué dolor...! ¡Ya! ¡Ya tengo una idea! Como es tan distraído que no sabe nunca dónde deja las cosas... ¡Eso es! El botones del Casino es hijo de Rosariyo... ¡Albricias! ¡Ya es mío! ¡Rosariyo! ¡Rosariyo! (Entreabriendo la puerta del fondo y gritando.) Les advierto a ustedes que Rosariyo no cumple ya los cincuenta; pero Rosariyo será hasta que se muera. Ya viene. (Esto lo dirá en el mismo sitio, pero mirando a la sala.) Rosariyo (Con la puerta a cuchillo y como hablando con alguien que estuviese al otro lado de ella.), vas a hacer el favor de ir al Casino, y le dices a tu hijo que, con disimulo, te dé el bastón del señorito Luis, que lo habrá dejado en la bastonera. ¡El alma mía, como si lo viese, estará jugando en el billar para resarcirse de la privación de este verano! Y en cuanto lo tengas, te lo traes bien escondido debajo del mantón. ¡Ah! Y encárgale mucho que cuidado con que diga nada al señorito ni a nadie. (Pausa, figurando escucha a Rosariyo.)


¿Que qué picardías tenemos ahora las muchachas? No hay más remedio, Rosariyo. ¡Tú sabes con esto de la guerra lo que han subido los novios! ¡Pues no digo nada los maridos! ¡Esos están por las nubes! Ni aun con picardías, Rosariyo; como, al fin, ellos tienen más, la mayoría roen la carnada sin picar en el anzuelo y se marchan tan frescos. (Otra pausa.)


Adiós y no tardes.

(Cierra la puerta y se pone a pasear.) Esta Rosariyo es más buena... Y me quiere más... ¡Como que me vió nacer! Algo tonta es la pobre; pero como honrada no tiene igual. Con decirles a ustedes que cuando Luis me escribió declarándose, le dió la carta y un duro y apuntó éste como recibido en la cuenta de la plaza. Veamos si viene. (Asomándose a la ventana.) ¡Si no llegó aún a la esquina! ¡Es más calmosa! Si la calle estuviese empedrada de buenas intenciones, como dicen está el infierno, y no quisiese aplastar ninguna, no andaría más despacio. (Pausa.) Luego, como si lo viese, sale Luis del billar, va a recoger el bastón, no lo encuentra, pregunta, el hijo de Rosariyo le dice: «No lo habrá traído el señorito. Llega a su casa. «¿Me dejé aquí el bastón?» Lo buscan, no parece. Entonces, dándose una palmada en la frente, se dice: «Me lo dejaría en la reja de Julita.» Y viene a buscarlo, y tras la reja, se halla este diablillo con unas intenciones más aviesas... (Vuelve a asomarse a la ventana.) ¡Pero esa Rosariyo que no viene! ¡Si el Casino está ahí, al volver la esquina! ¡Es más pesada que el mazapán de Toledo! Rosariyo será muy buena para ir a buscar la muerte, pero para buscar a un novio no sirve. ¡Ah! Vamos, ya asoma. Trae cara de contento. Las manos se le ven, pero el junquillo no. Como no lo traiga como una espada, al cinto. (Asomada a la reja.) ¡Vamos, mujer, date prisa! (Gritando.) ¡Cuidado con que te pares a hablar con Matías, el tendero! Y sigue tan pausada. (Dando con el pie en el suelo, en señal de impaciencia.) ¡Como hace tantos años que se murió su esposo, ha perdido la memoria de lo que es amor! Con el permiso de ustedes voy a enterarme de lo sucedido. La impaciencia no me deja vivir. En un santiamén estoy aquí. (Sale corriendo por la puerta del fondo, regresando a poco.) ¡Buena la ha hecho Rosariyo! (Con seriedad, mezclada con alegría.) No se lo pueden ustedes suponer. Verán. Llega al Casino, y su hijo le dice que Luis no está jugando en el billar, aunque desde que entró lleva soltados varios tacos. Creerán ustedes que esos tacos me han llegado más adentro... Y que el bastón no está en la bastonera, por la sencilla razón de que no lo ha dejado de entre las manos un segundo; precisamente acababa de oirle decir que tenía ganas de dar dos palos a alguien. ¡Estos palos me han llegado todavía más adentro...! Entonces mi buena de Rosariyo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, le dice a su hijo que le avise; sale Luis y le encasqueta estas palabras: «La señorita, que es fácil que se haya dejado usted el bastón en la reja y que haga el favor de ir a ver si es así.» Y él le contestó con mucha sorna, enseñándole el junco: «Dile a tu señorita que sí, que es fácil que me lo haya dejado olvidado y que voy en seguida para allá.» ¡Esta Rosariyo! ¡Después de todo, me alegro! ¡Y eso que estoy volada! No tardará en venir. ¡Con qué cara le voy a recibir! Tendrá que ser con ésta, porque no tengo de repuesto. Si la tontería o el cariño de Rosariyo, yo creo que el último, no cortan este nudo gordiano, como lo cortó con su espada aquel conquistador célebre A... A... ¡Alarico! ¡Eso es! Mi fuerte es la Historia. En ella me dieron premio en el convento. Bueno, pues si no hace esto Rosariyo, en tiquismiquis se me va el tiempo, llega mañana y ¡adiós mi novio! ¡Así es que me alegro...! ¡Vaya si me alegro! (Asomándose a la ventana.) ¡No lo decía yo! Ya dobló la esquina. Viene tan orondo el mal ángel, rezumando vanidad por todos los poros de su cuerpo juncal. Como el señorito se mantuvo tieso, y fui yo la que agaché la cabeza. Se ha salido de la acera. ¡Claro, con la satisfacción se ha puesto tan ancho!... ¡Ah, amiguito! (Amenazándole con la mano.) Ya nos casaremos y me las pagarás todas juntitas. ¡Entonces veremos cuál de los dos es quien tiene que bajar la cabeza! (Mirando con terneza.) ¡Como guapo, lo es el condenado! ¡Vaya si lo es! Se necesita ser miope para no verlo. ¡Y el tunantón lo sabe! ¡Ya está aquí! ¡Me pondré muy seria! (Cierra una hoja de la ventana y entorna la otra, de modo que el público no vea la reja, quedando ella cara a éste.) (Pequeña pausa.)


Buenas tardes. (Con sequedad) (Pausa.)


¿Que qué era eso del bastoncito? Fué una broma. Como me dijeron que estaba usted en el Casino con una cara de vinagre que ni que la hubiese tenido ocho días en escabeche, he querido contemplarla antes de que se marchara a Granada, a ver si con el susto se me quitaba el hipo; que como se fué tan súpito esta mañana, se me cortó la respiración y he estado todo el día haciendo ¡hip!... ¡hip!... (Imitando tener hipó). (Otra pausa.)


(Risueña.) ¿Sí? ¿Que quien está que quita el hipo soy yo? ¡Ja! ¡Ja! Pues el que es menester que lo quite es usted, porque como quien lo tiene soy yo. (Pausa más larga.)


(Mimosa.) ¿Que te tengo loquito, truhán? Más loquita perdía me tienes tú, Luisiyo, que en cuando te veo y te oigo se me vuelve el juicio más rápidamente que se da la vuelta a una tortilla en una sartén que no se pegue. Ahora, que la tardecita que me has dado por una simpleza, so esaborío, me la has de pagar, ¿sabes, charrán? ¡Vas a tener que hacer más penitencia que un cartujo en Semana Santa! Y para que la empieces, te impongo (Con fuego) que me mires, que me mires, Luisiyo mió, como sólo tú sabes hacerlo...


(Telón lento, que descenderá durante las últimas palabras de Julita.)

El aire de familia

La tarde empezaba a caer. En Baeza, Fernando había dejado el rápido de Sevilla en que se embarcara por la mañana en Madrid, y tomado un mixto con honores de exprés de la linea del Sur. Instalado en este sucio y destartalado departamento de primera, se encontraba, sin embargo, a gusto, porque iba solo, y la soledad es grata compañera de los enamorados, y Fernandito, hora es ya de decirlo, estaba enamorado.

Aquí podía pensar y soñar a sus anchas mientras que el tren, no diremos que volaba ni aun que corría, porque sería demasiada exageración, caminaba. Hasta la mortecina luz de la lámpara, que en vano luchaba con las arrolladoras sombras de la noche cercana, invitaba a ello. En el rápido, con su baraúnda de viajeros nacionales y exóticos y con lo vertiginoso de su marcha, no pudo hacerlo. Aquella francesa, que vino sentada frente a él en el rápido, que a cada momento consultaba su Baedeker, y que le había preguntado, en un español chapurreado, atravesando la Mancha, si un molino de aspas que se divisaba en lontananza con las velas henchidas por el viento, era el que embistió don Quijote, le aturdía y mareaba con el penetrante perfume que toda ella exhalaba.

En realidad, lo que la francesa le preguntó fué si aquel molino era como los que describía Cervantes que tornó don Quijote por «defaforados Gigantes»; mas Fernando, entendiendo que le preguntaban si era aquel molino el mismo con que luchó tan, denonadamente el caballero sin tacha, se había apresurado a contestar que no, sumiendo en un mar de perplejidades a la extranjera. Es cosa frecuente que por no hacer repetir una pregunta que no hemos entendido bien, confesando nuestro distraimiento o incomprensión, salgamos al contestar por los cerros de Úbeda.

Lo incómodo del asiento y lo poco confortable del carruaje de ahora, estaban compensados por la bendita soledad que le rodeaba, que él podía llenar con la adorada imagen de su Lola, ¡su Lola!, ¡qué pronto la iba a ver!, ¡qué pronto iba a escuchar de su preciosa boca el dulcísimo si!, porque el si era indudable... Bien habían tonteado en los pasados meses estivales en Granada, durante las vacaciones;bien le había dejado comprender la joven que sólo esperaba una frase suya para decirle con los labios lo que ya le había adelantado con los ojos; pero él, irresoluto, había dejado transcurrir el verano sin pronunciarla, y no era que la muchacha no le acabase de gustar, ¡no le había de gustar!, era que sabia que a su padre no le agradaba Lola, no por ella precisamente, sino por el papá, porque el papá de Lola no tenía un cuarto, lo que se llama un cuarto, pues era un modesto sobrestante de Obras públicas, cargado de familia, que vivía al día, y gracias, y a su padre, que no tenía más hijo que Fernando y que poseía un capitalito muy mollar, no le podía ser grata para nuera aquella joven, bella, sí, pero sin otro porvenir que su cara bonita. Él no se había atrevido a contrariar al autor de sus días, y así había ido deslizándose la calurosa estación sin decidirse, pensando en que en la Corte le sería fácil olvidarla; pero, ¡caray!, pronto se persuadió de que estaba equivocado, pues desde que vino a Madrid, al empezar el curso, había comprendido que estaba verdaderamente prendado de la muchacha, que la quería, que le gustaba y que se le había colado tan adentro, que era empresa loca tratar de sacarla de allí, y este convencimiento fué creciendo y arraigando con el tiempo, hasta que se decidió... Si su padre se disgustaba, que se disgustase, ¿caramba?; él tenía derecho a su felicidad y era ya un hombre que iba a licenciarse aquel curso y que pronto entraría en la mayor edad... Además, él de sobra conocía a su padre y sabía que su contrariedad seria pasajera, pues, al fin, de la muchacha nadie podía decir nada: era buena y hacendosa, y el que no tuviese fortuna no era obstáculo para que pudiese labrar su ventura; para hacienda, bastante tenían con la suya, y eso sin contar con las minutas que pondría cuando abriese su bufete... ¡Su Lola! ¡Qué ojos tenía, cielo santo! ¡Qué boquita de piñón, qué nariz, qué mata de pelo! Era, sin duda alguna, de las más lindas flores que habían criado los pensiles granadinos, tan pródigos en bellezas femeninas. En cambio, Natalia, la hermana mayor de Lola.... fea, precisamente fea no se podía decir que fuese, pero no era más que pasaderilla, ni chicha ni limoná, ni carne ni pescado, ni fu ni fa, una de tantas, ¡buena diferencia con su hermana!; además, debía ser ya durita; eso si, lista como un lince y graciosa decían que era... mas qué le importaba Natalia... Lola, su Lola, que ya habría recibido su carta, porque él, la víspera, antes de emprender aquel viaje para pasar en Granada las vacaciones de Navidad, le había escrito una ardiente misiva de declaración, en la cual le decía que la contestación iría a recogerla de sus propios labios a la mañana siguiente de su llegada, por lo que confiaba se asomaría a su ventana a dársela. Si el tren no hubiese llegado a una hora relativamente avanzada, aquella misma noche hubiera ido a su reja. Era preciso tener paciencia; preveía que aquella noche no iba a poder conciliar el sueño y se la pasaría esperando a que amaneciese para ir poco después a oir el anhelado sí...

El estridente ruido metálico que hacía la máquina al pasar por una placa giratoria, que fué creciendo en intensidad a medida que su vagón se aproximaba a ella, y que después de pasar éste, fué prolongándose de coche en coche como un eco cada vez más atenuado hasta perderse al pasar el furgón de cola, le distrajo de sus amorosos pensamientos. Entraban en una estación. ¡Cuánto faltaba todavía para Granada!

Desdobló la manta y se la lió a las piernas; ¡hacia fresco, recanario!


* * *


A la mañana siguiente, bien temprano, Fernando paseaba por una calle afluente a la plaza de Bibarrambla, tan celebrada en los romanceros y en las crónicas de los moros granadinos, y que hoy ¡ay! nada conserva de su pretérita grandeza. En esta calle moraba su adorado tormento, y Fernando esperaba impaciente a que se abriese la ventana que para él iba a ser puerta, puerta de entrada al paraíso de sus amores, al alcázar de sus ensueños.

No era Fernando, con toda evidencia, fiel trasunto del Apolo de Belvedere; de escasa estatura, desmedrado de cuerpo y de color moreno sucio, estaba un tanto alejado de aquel dechado de belleza varonil. En lo intelectual tampoco era un Salomón ni un Séneca, sino que más bien era de los arrimaditos a la cola. Mas si Fernando no había inventado la pólvora, maldita la falta que le hacía, pues su padre inventó el medio de reunir un par de milloncejos, cuando militó en la política, con una concejalía bien administrada y con otros negocios turbios, y esta saneada hacienda bastaba y sobraba para que fuese considerado el pollo como uno de los mejores partidos casaderos, y más de cuatro doncellas en estado de merecer de la ciudad de Boabdil no se cansasen de ponerle los ojos tiernos.

Iba Fernando de punta en blanco, como hortera en día festivo, con su gabán de trabilla, su frégoli nuevecito, su corbata flamante, sus botines, sus botas de estreno, sus guantes impecables y el elegante junquillo entre los dedos.

Al fin oyó el ruido que producían al abrirse las maderas de una de las ventanas de la casa de Lola, y veloz se precipitó Fernando a ella; mas, ¡oh desencanto!, quien la abría y se asomaba no era Lola, sino su hermana Natalia.

—¡Ah, pero es usted!—exclamó Fernando sin poder reprimir su decepción.

—La misma.

—Usted perdone; pero yo creía...

—Que era mi hermana.

—Justamente.

—Pues soy yo—dijo la joven sonriendo—, pero vengo de parte de ella.

—¡Ah!

—Ante todo, ¿qué tal hizo el viaje?

—Bien, muy bien. Gracias.

—Supongo que habrá encontrado a su familia sin novedad.

—Sí, señorita, sí. ¿Y ustedes?

—Perfectamente, Fernando. Muchas gracias.

—Y Lola, ¿está enferma?

—No, está bien.

—¿Pero no se encuentra en casa?

—Sí, Fernando, se encuentra.

—Entonces...—expresó el pretendiente, que rabiaba de impaciencia y desasosiego.

—Verá usted, Fernando. Yo siento mucho tener que darle una ligera pesadumbre... En casa todos le apreciamos mucho; Lola misma, yo, todos en fin. Por eso...

El joven estaba como sobre ascuas con tanto preámbulo.

—Y dice usted...—apremió, viendo a su interlocutora titubear.

—Porque le estimamos, Lola no ha querido contestar a su carta con otra, explicándole lo que sucede, y me ha comisionado a mí para decírselo de palabra; el papel es muy frío y no interpreta siempre bien nuestros sentimientos... Lola me ha encargado mucho que le diga lo que lamenta no poder corresponder al honor que le hace pidiéndole relaciones; pero, amigo mío, a poco de marcharse usted en octubre, llegó un primo nuestro, ingeniero industrial, que hacia años no habíamos visto, y se enamoró de mi hermana... y como usted nada le había dicho, pues Lola... se puso en relaciones con él y ya están hablando de casarse... Si usted hubiese procurado informarse, antes de enviar su carta, de seguro lo hubieran puesto en antecedentes, porque en Granada es ya público.

—Así es que Lola y su primo...—expresó el fracasado amador, aturullado y con la saliva formándole nudo en la garganta.

—Justo. Usted no sabe lo que yo siento tener que decirle esto, porque es usted un muchacho que me es muy simpático, pero ¡muy simpático!... El encarguito que me ha dado Lola, era muy engorroso y, a haberse tratado de otro, yo hubiera rehusado desempeñar esta comisión, pero tratándose de usted, he pensado que quizá yo pudiera mitigar su leve contrariedad con mis palabras.

Tanta piedad denotaba el acento de Natalia, que Fernando levantó la vista del suelo, donde con encarnizamiento la tenía clavada, y la fijó en la compasiva mensajera. Realmente Natalia estaba muy mona, ¡de dónde había sacado él que era fea!

—Gracias, Natalia. Indiscutiblemente es usted la única para dar unas calabazas en comisión y sin que hagan demasiado pupa...

—No sabe usted cuánto lo celebro. ¿De veras que no me guarda rencor?

—No hay por qué, Natalia.

—¡Qué peso me ha quitado de encima! Cuando venía para la reja, estuve para volverme, porque es lo que para mi decía: «Tener yo, ¡yo!, que decirle que no a Fernando»—y la joven medio bajó los párpados y abatió los ojos a tierra.

Fernando, contemplándola, pensaba en que vista de cerca ganaba mucho; no, no tenía nada de fea, rectificaba. Natalia era más que pasaderilla; cierto que no poseía la hermosura de su hermana, pero no había tanta diferencia. Además, Lola tendría las facciones más correctas, las formas más estatuarias, pero era una belleza fría, insulsa, mientras que Natalia atraía por la expresión y viveza de su semblante, tenía ángel, en una palabra. Sobre todo, los ojos, es que hablaban...

—A usted le apesadumbraba..

—¡Claro! Tener yo que darle un sinsabor a usted, la usted, que tiene todo mi afecto!, la usted, que tanta simpatía me inspira! Quizá al único muchacho a quien yo lamente darle esta desazón... Si viese usted, Fernandito, cómo combina el destino las cosas... Qué extrañas coincidencias, qué paradojas hay en la vida... Aquí me tiene usted a mí, diciendo por boca de otra lo que no...

—Continúe usted, Natalia.

—No, no; iba a decir una tontería...—y la joven tornó a bajar la vista, toda ruborizada.

¡Qué sugestiva y atrayente estaba así! ¡Qué hoyito tan monísimo tenía en la barbilla—pensaba Fernando.

—Sabe usted, Natalia, que casi estoy por alegrarme de que su hermana me haya dicho que nones.

—¿Si? ¿Por qué?—dijo Natalia, abriendo desmesuradamente los ojos, con fingido asombro.

—Porque sin eso, yo no hubiera tenido el gusto de tener este rato de palique con usted.

—¡Bah! ¡Eso qué vale! Yo soy tan poquita cosa, tan desgraciadla...

—¡Desgraciadita usted, que es más salá que las pesetas!

—Ya ve usted, a mi hermana le salen lo novios a pares y a mí ni uno para un remedio...—expresó riendo picarescamente—, Y hasta pretenden a Lola los que...

—¿Los que qué?

—Nada, Fernandito. ¡Ne sé lo que me digo! ¡Estoy tan nerviosa esta mañana! ¡Esta comisioncita me ha trastornado!—y miraba al pollo con gachonería, haciendo juegos acrobáticos con las pupilas, que aquél seguía atortolado—. No me estreche usted más, Fernandito, no he de añadir palabra...

—Y si yo interpretase sus interrupciones.

—¿Cómo?

—Creyendo que inspiro a usted...

—¡Por Dios, no las interprete, Fernandito!

—Déjeme, Natalia. Usted no diga más que lo que los chicos cuando juegan al chicote escondido, ¿no sabe? Cuando me aproxime a su pensamiento, usted dice: ¡Caliente, caliente!, y cuando me aleje: ¡Frío, frío!

—Bien, convenido.

—Pues si yo las interpreto creyendo que inspiro a usted conmiseración por el desairado papel en que me encuentro...

—¡Frió, frío, como el agua del río!

—Una gran piedad...

—¡Helado, helado!

—Entonces no caigo, Natalia.

—Es usted muy torpe, Fernandito, para buscar nada oculto.

—Una poca de simpatía...

—¡Tibio, tibio!

—Una gran simpatía...

—¡Más caliente, más caliente!

—Algo de amor...

—¡Se quemó usted, Fernandito!—interrumpió Natalia, palmoteando de contento, mas haciendo que se recobraba, añadió al punto, como arrepentida:—¡No, no, qué loca soy!

—No vale engañar; en el juego hay que tener formalidad.

—Si es así...—musitó ella muy bajito.

—Mire usted, Natalia, la verdad es que yo estaba ofuscado; a quien realmente quiero es a su personita.

—¿A mí?

—¡A usted!

—Pero no era mi hermana quien le gustaba...

—Sí, es cierto; pero usted también—dijo Fernando turulato—. Es que... es que se dan ustedes mucho aire de familia...

—¡Ay, Jesús! Si dicen que no nos parecemos en nada.

—A primera vista puede ser; pero fijándose un poco, no; tienen ustedes el mismo aire de familia—manifestó Fernando encariñado con su salida.

—Y a usted lo que le gusta es nuestro aire de familia...

—¡Eso!—exclamó el joven algo confuso.

—Pues entonces temo que se vaya a declarar a mi papá—expresó sonriente la joven.

—No sea usted burlona, Nata.

¿Nata? ¡Ay, Nata! ¡Qué bonito! ¡Qué dulce: Nata! Pero no resultará por demás empalagoso...

—Es que a mí me gusta el dulce hasta el empalaguen....

—¡Goloso!

—Pero, en fin, Nata, ¿en qué quedamos?

—¿De qué?

—¡De qué ha de ser!

—Pero, Fernandito, ¿quiere usted que le regale más los oídos?... Mírese las puntas de los dedos...

—¿Para qué?

—No se ve las yemas achicharradlas, llenitas de ampollas. ¡Ay, qué lástima de yemas! Pues son de la quemadura de antes.

—¡Qué graciosa es usted, prenda! Me va a querer mucho, ¿verdad, vida?

—¡Ay, hijo, qué dexigente es usted!, como dice mi criada. Ya se contentará por ahora con que le quiera un poquito... Pero mire, Fernandito, hablemos un poco con formalidad: yo no estoy ya para perder el tiempo; ¿usted me quiere de veras?

—¡Y tan de veras!

—Supongo que será para casarnos en cuanto se licencie en junio. Ninguno de los dos tiene nada que esperar. Y a mí, la verdad, las relaciones largas me encocoran... Querernos los dos y pasarnos lo mejor de la vida papando moscas, viendo cómo pasa el tiempo, no es para mi genio.

Fernando titubeaba ahora antes de contestar; se acordaba de su padre. ¡Qué cosas más raras y para las cuales él no venía preparado, estaban ocurriendo en tan poco tiempo!

—¿Qué dice usted, Fernandito?... ¡Ay, mire, se le ha corrido la corbata un poco! Deje, deje, yo se la arreglaré con mis propias manos—manifestó al ver que Fernando se disponía a quitarse los guantes para reparar la pequeña avería de su atavío.

—Gracias, Nata, no se moleste.

—No, riquín, si no es molestia... ¡Yo quiero que mi Fernandito vaya siempre hecho un figurín!—y pasando las manos por entre los hierros de la reja, empezó a apañar la descarriada chalina, profiriendo alabancera:—¡Es preciosa!

—La compré en Madrid, en una camisería de la Carrera—dijo Fernando ufano, pues su flaco era ser un émulo de Petronio, aunque el pobre siempre resultaba más cursi que afeitarse en sábado.

—¡Ah!

—Es usted muy amable, Nata—expresó encantusado, mostrando su agradecimiento al sentir una leve tracción en la nuca, que le produjo un dulce cosquilleo—. ¿Sabe usted que voy a traer todos los días la corbata en el cogote para que esos delicados deditos de hada la lleven a su sitio?

—¡No sea zalamero, Fernandito!... ¡Así! ¡Ajajá! ¡Ya está mi niño hecho una fototipia!... Ahora, que no sea para enamorar a otras... ¡Cuidadito!—y haciéndole carantoñas con sus expresivos ojos, continuó:—Conque quedamos en que para fines del verano próximo nos casaremos, ¿no es eso? ¡No hay tampoco que precipitarse mucho!

—¡Me parece de perlas, encanto mío!


* * *


Cuando Natalia se retiró de la reja corrió a la habitación en que su madre y Lola la esperaban, curiosas e impacientes.

—¿Qué?—le preguntaron.

—Nada, mamá, que al fin todo se queda en casa; Fernando entra en la famila de mi blanca mano, ya que no puede ser de la de Lola, porque el hombre está prendado del aire... ¡del aire de la familia!—y reía hasta destornillarse como una locuela.

La fuerza de la costumbre

Doña Angustias, una solterona rayana en los cuarenta octubres, fresca, lozana y aun de buen ver, después de unos momentos de silencio, como para ordenar sus recuerdos, contestó:

—La historia de mi primer y único amor (las mujeres de mi temple no aman más que una vez en su vida) es bien simple, amiga mía. Contaba yo quince años, era una chiquilla, y si se ha de creer a mis deudos, «preciosa», cuando dió en pasar por delante de mi casa, esta misma que vivo ahora y que heredé de mis padres, un alumno de la última hornada, un «novato», según se les denomina en el argot que emplean los cadetes para hablar de su vida estudiantil. Era un muchacho jovencito, rubio y espigado, con unos ojos azules dulces, muy dulces... y un bozo incipiente que le sombreaba ligeramente el labio superior. Esta calle debía ser el camino más corto para ir desde la Academia a la casa de huéspedes donde se alojase, pues todas las tardes, a las dos, la hora de salida de las clases, pasaba por aquí, como te digo. Una tarde reparó, sin duda, en mí, pues desde este día no dejó, al emparejarse con mis balcones, de mirar a ellos. Por una cita tácita yo aguardaba su paso tras los cristales, y pronto una fuerte corriente de simpatía se estableció entre nosotros. Poco tiempo después, a las miradas de rigor se sumaron las sonrisas; más tarde, el saludo. En fin, para qué cansarte con minucias, Alvaro (éste es su nombre, pues vive, según creo) y yo pronto nos amamos; nos amamos como se aman los niños: con pasión inocente e impetuosa. Nuestras relaciones fueron serenas, sin grandes borrascas; yo le esperaba al balcón a las dos, la hora de la salida de la Academia, y cruzábamos algunas ternezas; por la tarde nos veíamos en el paseo o en casa de alguna amiga, y cuando esto no era posible, cambiábamos, por medio de la doncella, sendas cartas de varios plieguecillos de letra menuda y renglones cruzados, y esto era todo. Solamente una tarde, a los dos años de relaciones, dejó de pasar a la hora acostumbrada; fué quizá el único día en los cinco años de su carrera que no transitó bajo mis balcones a la terminación de las clases. Inquieta, salí al atardecer de paseo y me lo encontré; pero no iba solo: acompañaba a una joven y a un señor de luenga barba blanca. Al verlos, mi corazón, sin saber por qué, sintió una aguda punzada de dolor; fué esta mordedura de los celos la que hizo que me diese cuenta de que era ya una mujer. Esta contrariedad que en mí despertó la acompañante de mi novio fué, sin duda, un presentimiento. Al día siguiente, cuando me vió, me explicó la ocurrencia: eran un tío suyo y una hija de éste; estaban en Madrid de temporada, pues habitaban en Córdoba, la ciudad natal de Alvaro, y aprovechando esta circunstancia habían venido a verle y pasar el día con él. Esta «primita» me dió mala espina desde un principio, como te digo. Fué ésta la única nubecilla que obscureció un momento el rutilante sol de nuestros amores, mas pronto la olvidé. Terminó Alvaro sus estudios, salió a teniente y hubo de marcharse a Sevilla, donde había sido destinado. Se fué haciendo mil protestas sinceras, sinceras, sí, de volver pronto para casarnos. Sus primeras cartas rebosaban fuego y pasión; al cabo de algún tiempo se fueron haciendo más tibias y breves. Nuestra correspondencia fué así languideciendo hasta que llegó el rompimiento, provocado por mi en vista de su frialdad, devolviéndole su palabra, que él se apresuró a recoger. Y eso que le quería como le quise siempre; pero aquella tibieza, aquel amor de limosna me hería más, me mortificaba mucho más que una ruptura. Algunos meses más tarde supe que se casaba; se casó con Rafaela, con la «primita». Después rara vez he vuelto a saber de él; que tenía varios hijos, que ascendió a comandante, que estuvo en Africa, donde se portó bien, y pare usted de contar...

—Y tú has seguido fiel a aquel amor de la juventud, que tan mal pago recibió...

—Qué quieres; yo soy así, querida Carlota. Amando otra vez hubiera creído profanar los sentimientos de mi corazón... Mas, ¡bah!, a qué hablar de eso. La edad de los amores pasó ya para mí... Ahí tienes explicado por qué todas las tardes, a las dos, me ves asomarme al balcón... Es una costumbre que contraje entonces y que aún no he desechado... Hacia ya años que Alvaro había partido, estaba casado y con hijos, y yo aún seguía haciéndome la quimérica ilusión de que iba a pasar, como cuando era cadete, a la salida de las clases..

En la voz de doña Angustias había un ligero trémolo, como un sutil sollozo apagado, que en vano pretendía desvirtuar su sonrisa, que, que riendo ser alegre, resultaba una mueca dolorosa.


* * *


Años después volvió don Alvaro a aquella vetusta capital castellana. Era ya un bizarro coronel, de níveos mostachos con enhiestas guías, y venía acompañando a su hijo mayor, que se presentaba en la convocatoria de ingreso que a la sazón se estaba verificando en la Academia de su Cuerpo.

Después de mediodía, don Alvaro, que había dejado a su hijo en la Academia para que se instruyese presenciando exámenes, marchó a remozarse dando una vuelta por la población, tan llena de recuerdos de su juventud, e inconscientemente, a las dos, arrastrado por la misteriosa fuerza del lejano hábito, fué a pasar por delante de la casa de doña Angustias. Allí estaba ésta, al balcón, y al reconocer el amor de sus juveniles años sintió una indefinible emoción, mezcla de alegría y tristeza, de afecto y de rencor... Saludó cortésmente don Alvaro y ella contestó con una leve inclinación de cabeza, no repuesta aún de la sorpresa que le había producido la inesperada vista de su antiguo novio.

A la tarde siguiente, don Alvaro («la fuerza del sino») tornó a la misma hora a pasar por la calle de doña Angustias, y al ver a ésta asomada a su balcón, le dijo, por vía de excusa, después de unas frases de salutación:

—Mira, Angustias, perdóname; pero no sé irme a comer en esta ciudad sin antes pasar por delante de tu casa.

Todos los días que el coronel permaneció en la vieja ciudad castellana, recorrió la calle de doña Angustias antes de irse a yantar, y cambió con ésta frases amistosas en que ni de lejos se hacía alusión a lo pasado.

Y cuando don Alvaro abandonó la ciudad, esta vez para no volver, doña Angustias lo sintió y lo lloró como cuando salió a teniente y se separaron llenos de ilusiones y esperanzas.

Es que el corazón, cuando no ha sido prostituido, permanece, eternamente joven.


Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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