Niñerías

José María de Acosta


Cuentos



El niño celoso

I

Aunque Jaimín contaba cerca de quince años, escasamente representaba doce; tan desmedrado y canijo le tenía aquella dichosa dolencia, la epilepsia, que, como triste herencia de varias generaciones de neuropáticos y alcohólicos, recibiera al nacer. Y eso que los ataques epilépticos no eran de gran intensidad ni muy frecuentes, sino bastante espaciados.

Era hijo único, y doña Mariana, la madre, tenía puestos todos sus sentidos y todas sus ilusiones en aquella pobre flor de estufa. ¡Así estaba el chico de consentido y caprichoso! ¡Y así se había vuelto de raro y tozudo!

En cuanto al padre, no parecía preocuparse gran cosa de su hijo ni de su mujer. Decían que regentaba un negocio de juego allá, en una ciudad del Mediodía, y que en ella vivía con otra mujer. Eso sí: en los primeros días de cada mes enviaba puntualmente a doña Mariana una mesada, si no con exceso crecida, lo suficientemente pródiga para que pudieran vivir con cierto desahogo. Cada dos o tres años, el padre sentía el deseo de marchar con los suyos, y venía cargado con alguna chuchería a para su esposa y con juguetes y golosinas para su hijo. Llegaba muy afectivo, besando y acariciando con grandes extremos de cariño a la madre y al chico; mas antes de cuatro días, ya en él había hecho presa el aburrimiento, y renegaba de haber venido, y antes de ocho, una mañana le daba la ventolera y, sin despedirse casi, tomaba el portante y se largaba. Hasta dentro de otros dos o tres años, en que, de repente, volvía a acuciarle la necesidad apremiante, ineludible, de tornar a ver y a abrazar a su mujer y a su hijo, y abandonando los brazos de su concubina, salía de la luminosa capital meridional, su habitual residencia, para trasladarse a Labradal, aquella ciudad de tan desapacible clima y de tan tristón cielo, donde había nacido y vivía su esposa. Y otra vez, antes de la semana, el padre, maldiciendo el tiempo y el dinero gastados en el viaje, amanecía y no anochecía en Labradal. Doña Mariana, habituada ya a aquellos portes de su desequilibrado y vicioso marido, se avenía resignadamente a ellos con tal de que la mensualidad no faltase y de que su cuantía fuese la necesaria para poder atender sin agobios a los gastos de su casa y al cuidado de Jaimín.

Labradal es una capital de provincia de tercer orden, situada en el noroeste de España, pequeña, fría, hosca y fea. Dentro de su recinto no cuenta otra cosa notable y digna de visita que su catedral, primorosa joya arquitectónica, cuyas góticas y afiladas agujas semejan antenas que transmitiesen al Altísimo las preces de los fieles que oran entre sus gruesos muros.

Por recomendación facultativa, para que Jaimín respirase aires puros, doña Mariana había alquilado hacía tres o cuatro años aquel caserón viejo y destartalado, que llamaban "la quinta", donde moraban. Contaba la tal quinta con su bonito jardín y con una pequeña huerta, y estaba situada en las afueras de la población y no lejos de ella. Constaba de dos pisos. El superior estaba bien ventilado y soleado, no así el inferior, que tenía pocas condiciones de habitabilidad. Pero la quinta era triste, emplazada en un descampado y aislada, sobre todo en los inviernos, tan largos en aquellas latitudes, en los cuales se ponía intransitable, por los charcos y el barro, el camino que conducía a la ciudad.

Próximo a la quinta había un pinar, y allí llevaban al enfermo para que respirase aquel aire salutífero, impregnado de resinas.

Desde que residían en esta casa campestre, el niño había mejorado mucho. Los ataques se espaciaban cada vez más, y últimamente parecían haber desaparecido, pues hacía ya varios meses que no le daba ninguno.

Doña Mariana había cedido la planta baja de la quinta, unas habitaciones húmedas y desproporcionadas, a su hermana Africa, mayor que ella.

Los pisos tenían puertas independientes, y ambas se abrían en un amplio zaguán, al cual se entraba atrevesando pesado portón de ferradas hojas.

Era doña Africa viuda de un funcionario de Hacienda, y de su unión habíanle quedado dos muchachas: Natividad, que frisaba en los veintiocho años, y Serafina, la pequeña, que iba a cumplir diez.

Africa y Mariana pertenecían a una familia que había tenido bastante acomodo en aquella ciudad, hasta que malos negocios de su padre dieron al traste con su vida y su capital.

Reducidas a una misérrima viudedad, doña Africa y su hija trabajaban, cuando les encomendaban labor, en coser y bordar juegos de cama, mantelerías y otras ropas para los trousseaux de boda de algunas señoritas cuyas familias eran de antiguo amigas o conocidas suyas. Trabajaban vergonzosamente, ¡como si el trabajo fuese una mengua!, sin atreverse a hacerlo a cara descubierta para algún comercio o almacén o poniendo un taller, así es que únicamente tenían ocupación cuando recibían encargos de alguna persona de sus relaciones.

De todo hubo en doña Mariana, y no sólo afecto y altruismo, en la cesión a su hermana de la planta baja del hotel, pues doña Africa y sus hijas le servían de compaña en aquellas soledades y le ayudaban en las tareas domésticas y en el cuidado del niño, que las desvalidas se desvivían por complacerla, queriendo pagar de algún modo el favor que recibían. Que a las veces no era sólo el de la vivienda, pues con frecuencia, como los finales de mes eran terribles para la viuda, ésta tenía que recurrir, para poner la escuálida olla, a su hermana, la cual, en su vario humor, no siempre se encontraba propicia a acudir en su socorro. Cuando doña Mariana se cerraba a la banda y apretaba los cordones de su bolsa, a la viuda no le quedaba otro recurso que ir sepultando en un mal llamado Monte de Piedad, en la localidad existente, sus modestas joyas, recuerdos de días más venturosos.

A doña Mariana, atormentada con el abandono del marido y la enfermedad del hijo, se le había agriado el carácter, tornándose picajosa y vengativa, y en ocasiones hasta aviesa y malvada. Sobre todo era de una malignidad agresiva para quien creyese que no mimaba y complacía en cuanto se le antojase al fruto de sus entrañas, al cual hacía objeto de un culto idolátrico, como el único fin de su vida.

A su hermana y sobrinas doña Mariana las trataba, más que como a próximas parientas, como a sirvientas distinguidas, en un tono de superioridad y altanería que las míseras tenían que tolerar, temerosas de verse plantadas en medio del arroyo o de que les negase en absoluto aquella ayuda que, aunque problemática, algunas veces encontraban en los momentos de apuro.

Y eso que las pobres se desvelaban por atenderla y serle útiles, así como a Jaimín. Nati, sobre todo, estaba convertida en enfermera del niño. Ella cuidaba de darle a las horas marcadas el bromuro y las otras pócimas prescritas, de asistirlo en los ataques, de prepararle la comida y servírsela cuando el chico estaba desganado y de acostarlo todas las santas noches de Dios y permanecer en su dormitorio hasta que se dormía.

El niño estaba vehementemente encariñado con su prima, y a todas horas quería tenerla junto a sí. Nadie, ni aun su madre, podía hacerle nada, como no fuera su prima Nati Y cuando se enfurecía, lo que acontecía harto frecuentemente, por cualquier capricho en que fuese materialmente imposible complacerlo, era preciso llamar a Nati, pues ésta era la única que había logrado tener suficiente ascendiente sobre el niño para conseguir aplacar su furor o desarmar su enojo. Cuando Nati tardaba en subir, Jaimín se impacientaba y no cesaba de llamarla a gritos desde su piso, y si ella no acudía presto, se ponía de un humor irresistible. Al chico no se le caía su nombre de la boca: Nati para arriba, Nati para abajo; el Universo entero estaba para él circunscrito a Nati.

En cambio, con Serafina, a pesar de haber menos diferencia de edades, no congeniaba el niño; así era que hasta sus juegos habían de ser con Nati, y Nati tenía la exclusiva para distraerlo, pues Jaimín, bien por predisposición congénita, bien porque lo fuera por hallarse enfermo, era generalmente huraño y reservado. Y también tenía sus puntas y ribetes de lunático, como su padre.

Y Nati, convertida medio en bordadora medio en hermana de la Caridad, veía no muy resignada transcurrir los años de su juventud, encerrada en aquel piso lóbrego y sombrío que constituía su vivienda, sin comunicación casi con el exterior, sin poder concurrir a un teatro ni a una reunión y sin otro solaz ni esparcimiento que los campestres paseos al pinar, que pomposamente llamaban bosque, un "bosque" poco mayor que un pañuelo de grande. A sus oídos no llegaba otra música que el ruido acompasado que producía la lluvia, en las horas interminables de las noches invernales, al azotar los cristales de los balcones o el crujido de las maderas de puertas y ventanas batidas por los vendavales, que algunas veces, en el silencio nocturno, semejaban ayes lastimeros de fantasmas o duendes. Nati no podía conformarse a que los mejores años de su vida transcurriesen encerrada entre aquellas paredes, sin ver una cara desconocida, pues ni aun por el vecino camino que conducía al bosque solía pasar un vehículo ni un paseante. ¡Contemplar siempre los mismos cuerpos con los mismos rostros y con las mismas almas dentro! ¡Qué tedio de vida! Además, aquella perpetua zozobra en que la pobreza les hacía vivir, aquella estrechez en que habían de vegetar, aquella posición secundaria y desairada que ocupaban en la casa, casi al nivel de Rosario, la cocinera de su tía, o de Juanón, jardinero, hortelano y recadero, todo en una pieza, de la quinta, la tenían siempre humillada y amargaban su existencia.

Menos mal que entre las labores de aguja, cuando tenían trabajo encargado; el arreglo de su vivienda, donde no había sirviente alguno, únicamente Juanón, que por favor les traía por las mañanas la compra de la plaza al mismo tiempo que la de su tía, y el cuidado de Jaimín, no le quedaba mucho tiempo disponible para reflexionar en su poco envidiable situación.

Al niño, aunque a veces la atormentaba con sus caprichos y rarezas, le había tomado cariño a fuerza de manosearlo. ¿Qué corazón femenino habrá capaz de convivir con un pequeño sin llegar a quererlo? Además sentíase querida y preferida por Jaimín, y esto no dejaba de halagarla. No le pasaba lo mismo con su tía, a quien secretamente no guardaba la mejor voluntad, en justa correspondencia al poco miramiento y al desdén con que ésta las trataba.

La tarde en que comenzamos este relato habían todos ido, como tantas otras, de paseo al pinar.

Serafina correteaba por las cercanías, haciendo un ramo de amapolas y florecillas silvestres.

Jaimín y Nati, sentados sobre el césped y un poco alejados de las señoras mayores, platicaban.

Nati era alta, delgada y pálida. Su cuerpo y su rostro, aunque no estaban dotados de insuperables atractivos, tenían la suficiente corrección y armonía para resultar agradables. Un velo de melancolía que empañaba su mirar la Hacía aún más interesante.

Había pedido Jaimín a Nati que le contase alguna de aquellas lindas relaciones que ella sabía, y su prima le narró un cuento en que había gnomos, hadas, encantamientos y varita mágica.

A Jaimín, que era soñador, le encantaban estas narraciones que avivaban su fantasía. También le gustaba extraordinariamente la lectura de novelas de folletín. Rocambole se lo había leído de cabo a rabo, ¡que ya es leer! Pero fué menester prohibirle, por mandato del médico, tales lecturas, que excitaban con exceso su inteligencia. Y ya no le quedó otro pasto intelectual, si es que esto y aquello eran "pasto", que los cuentos e historias que le refería su prima. Pues claro está que tenía prohibido toda clase de estudios, tanto que sólo sabía leer y mal escribir.

Cuando Nati terminó su relato, el niño quedó un momento pensativo; al cabo exclamó:

—¡Quién tuviese una varita de virtud!

—¿Para qué la querrías?—preguntóle su prima.

El niño guardó silencio; pero sus mejillas se arrebolaron.

Nati, para quien no pasó inadvertido este rubor, apremióle curiosa a que descubriese su pensamiento, que al fin la curiosidad fué patrimonio de la mujer desde Eva a nuestros días.

—¿No me lo dices?

—¿Te disgustarás conmigo si te lo digo?

—No, tonto.

Pero el chico, en lugar de contestar, preguntóle a su vez:

—¿Sabes tú, prima, algún cuento en que un niño se case con una mujer?

—No—respondió ella.

—Pues por eso quisiera la varita—dijo el muchacho con súbito arranque—, para pedirle que me hiciera un hombre grande, fuerte y saludable... y poderme casar contigo.

Nati, sorprendida, guardó silencio. Las palabras de Jaimín despertaban, además, sus dormidos anhelos. ¿Cuándo se casaría ella, siempre recluida en aquella dichosa quinta?

El niño interpretó su mutismo a contrariedad por su osadía.

—¡Ves!, ya te has disgustado.

—No, hijito, no.

Jaimín la miró largamente. A Nati sorprendióle la intensidad y hondura de su mirada, impropia de un chico. Este le preguntó a tiempo de mirarla:

—¿Y te gustaría a ti casarte conmigo?

Ella titubeó en contestar. El niño se dió cuenta de este titubeo, y tristemente expresó:—No te pregunto ahora, conforme estoy.... sino cuando crezca y sane.

Nati, compadecida del dolor que revelaban las frases del muchacho, contestó:

—¿Por qué no?

—¿Me engañas?

—No, hombre, no seas desconfiado. ¿Por qué te había de engañar? ¡Poco orgullosa que me sentiría de que mi Jaimín se casara conmigo!—pronunció, sonriendo ligeramente.

El niño la miraba receloso de que se estuviera burlando de él.

—¿Y a ti te gustaría ser mi marido?—inquirió ella, sin dejar de sonreír.

—A mí, sí—contestó sencillamente el chico, Pero su acento acusaba tanta firmeza y veracidad que impresionó a Nati¡El niño a veces parecía todo un hombre!

Quedaron en silencio.

De repente, él la preguntó:

—Y si yo me muero, ¿llorarás por mí, Nati?

—Claro, hermoso, pero no pienses cosas tristes.

—¿Y te casarías con otro?

Su prima no respondió; desde que se le había revelado como un hombrecito, le repugnaba ya mentirle como se miente a un niño consentido, por seguirle la corriente.

—¡Sí, te casarás; estoy seguro! ¡Y antes, si te sale novio! ¡Todas sois iguales!—expresó Jaimín, furioso.

Resultaba algo cómica, en los labios de un chico, a quien su entequez hacía parecer aún más niño de lo que realmente era, aquel apostrofe: "¡Todas sois iguales!", que, sin duda, había cazado en una de sus lecturas novelescas.

Nati, a duras penas, reprimió la risa. Pero el niño notó su alborozo y más creció su furor.

Pues en este histórico momento se le ocurrió a Serafina, deseosa de congraciarse con el pequeño tirano, acercarse a Jaimín y ofrecerle el ramo que acababa de confeccionar.

El muchacho, a quien Serafina le era profundamente antipática, tomó el ramo y lo arrojó lejos de sí. El alcacer no estaba para zampoñas.

Doña Mariana, encima, reconvino con acrimonia a la chica.

—¡Quieres dejar a Jaimín! ¡Qué posma de niña!

Serafina, haciendo pucheros y a punto de romper a llorar, se refugió junto a su madre.

—¡Qué poco galante eres, hombre!—recriminóle Nati—. ¡Y qué poco agradecido! ¡Si no te vuelves mejor no seré yo quien se case contigo!

Jaimín, disipada su cólera, disculpóse:

—Es verdad que a veces soy cruel e injusto con todos menos contigo. Pero ¿no fué cruel e injusta la vida para conmigo? ¡Me quitó la salud y con ella la alegría, tan pronto!

Nuevamente sorprendida lo miró Nati El niño se expresaba como pudiera hacerlo una persona mayor. Eran como relámpagos de madurez de inteligencia, que desde hacía poco tiempo había observado ya otras veces en Jaimín, pero que se apagaban pronto, volviendo el chico a caer en la natural puerilidad infantil.

—Ya te pondrás bueno, rico.

—No, no me pondré nunca bueno. ¡Nunca seré un hombre como quisiera ser: alto y fuerte!

Fué un grito desolado que salió de lo profundo de su corazón. Era su obsesión: ¡ser grande y robusto! Nati lo contempló enternecida. Y Jaimín, después de este arranque, empezó a llorar en silencio, desconsolado.

—No llores, alma mía, que pronto estarás curado—díjole Nati con ternura.

Doña Mariana, que nunca dejaba de observar a su hijo, encolerizóse injustamente con Nati al verle llorar.

—Parece que te complaces en hacer sufrir al niño. ¡Basta que sepas que te quiere para que goces atormentándolo! ¡Nunca vi mujer de peores instintos!

Nati, confusa, se disculpó balbuciente:

—Le aseguro a usted, tía, que no he dicho nada que pueda molestarle.

—Es cierto, mamá—corroboró el chico, enjugando su llanto—. Es que sin saber por qué me entraron ganas de llorar.

La madre, refunfuñando aún, se acercó a su pequeño para consolarlo.

—No me llores tú, rey mío. ¿Qué quieres? ¿Qué deseas?

—Nada, mamá. Lo que yo quisiera no puedes tú dármelo—respondió Jaimín con infinita desesperanza.

—Si te hacen sufrir, dímelo—recalcó doña Mariana, aun no muy conforme, mirando torvamente a Nati, que, molesta y mortificada en su dignidad, callaba.

Doña Africa también presenciaba silenciosa esta penosa escena, sin atreverse ni por asomos a intervenir, temerosa de que su intervención conciliadora únicamente sirviera, como tantas otras veces, para empeorar más las cosas.

El niño, taciturno, no volvió a despegar los labios. Nati ofendida, tampoco.

Y a poco, todos descontentos y contrariados, emprendieron el regreso a la quinta.

II

Una de estas tardes, a la vuelta del pinar, doña Africa se encontró, ¡caso insólito!, con la visita de un forastero. Era un joven que traía encargo de un tío suyo, que había sido compañero y gran amigo del marido de la viuda, de visitar a ésta.

El joven, un mocetón como un castillo, tenía elevada estatura, complexión robusta y la mirada imperiosa y varonil. Respondía al nombre de Arturo y venía a Labradal a dirigir el montaje de una instalación eléctrica en el salto dé agua de un molino de las cercanías, pues era montador electricista de profesión. Aunque tenía las manos callosas, como hechas al martillo y la lima, daba muestras de tener algo cultivado el entendimiento y poseía una instrucción no del todo precaria; pero, como suele suceder en quienes no tuvieron mentor y la adquirieron al azar, su cultura era, en su mayor parte, de aluvión, mal dirigida y peor digerida, lo cual no obstaba para que nuestro hombre, que no estaba exento de orgullo, se considerara un espíritu superior.

Nati, desde un principio, simpatizó con Arturo, y Arturo demostró, prolongando la visita más de lo regular, no haberle sido menos simpática Nati Y eso que el montador era de genio retraído y poco dado a expansiones.

El visitante llegaba de Madrid, mágica palabra, que sonó en los oídos de Nati como una música celestial. ¡Oh, Madrid, qué maravilloso pueblo debía de ser! ¡Qué ciudad de hechizo, de ensueño, de hadas sería Madrid! La muchacha no se cansaba de hacer preguntas a Arturo. ¿Cómo eran sus teatros? ¿Cómo sus paseos? ¿Cómo vestían las madrileñas? El joven procuraba satisfacer la curiosidad de la preguntante.

—¡Ah, Madrid!—exclamó Nati dejando escapar un suspiro.

—¿Tiene muchos deseos de conocerlo?

—¡Muchos!

En esto bajó Rosario, la criada de doña Mariana, a decir a la señorita Nati que hiciera el favor de subir.

—Dígale a mi tía que ahora voy—contestó la joven, que no quería abandonar aquella conversación tan agradable.

Doña Africa dirigió a su hija una mirada suplicante, como diciéndole: "¡Ve!", pero Nati hizo como si no hubiera reparado en ella.

Aun se prolongó un buen rato la visita. Ahora era el joven el que quería informarse de las condiciones de la vida en Labradal y Nati quien respondía.

—Esto debe de ser muy aburrido—insinuó Arturo.

—¡No lo sabe usted bien!—exclamó sinceramente su colocutora.

Rosario tomó a bajar.

—Señorita Nati, de parte de su tía, que el niño se está cayendo de sueño y que no consiente acostarse hasta que usted vaya.

Entonces Arturo se despidió de Nati y de su madre. Se separaron muy amigos, quedando el joven en volver pronto.

En seguida subió Nati, sumamente contrariada por tantas llamadas e interrupciones, que, sin duda, habían motivado que Arturo acortara su visita y se marchase antes de lo que pensara hacerlo.

—¡Qué valor tienes, mujer!—díjole doña Mariana en son de reconvención, mostrándole al niño, que, tumbado en un diván, se restregaba los ojos para no dormirse.

—Usted dispense, tía; es que teníamos visita...

—¡Dichosa visita!

Nati tomó de la mano al niño, lo condujo a su dormitorio, le ayudó a desnudarse y lo acostó.

—¿Quién ha estado en tu casa?—preguntóle Jaimín.

—Un muchacho que acaba de llegar de Madrid y a quien habían dado una visita para nosotras.

—¿Es ya un hombre?

—Sí.

El niño calló.

—¡Ahora a dormir!—díjole Nati a tiempo que le daba un beso en la frente.

—Antes, cuéntame un cuento, prima.

—No, que es muy tarde y te estabas durmiendo a chorros. ¡Cierra los ojos!

—Pues dame un beso en cada uno para cerrármelos.

—¡Miren qué pedigüeño de besos se ha vuelto este zangolotino!

—Anda, Nati dámelos si quieres que me duerma.

—¿Para qué quieres tantos besos?

—Porque me gustan tus besos, y me gustan porque te quiero.

Nati lo miró a los ojos, pero el muchacho resistió serenamente la mirada; en sus pupilas resplandecía la candidez infantil, sin sombra de malicia ni de intención libidinosa; entonces su prima le otorgó los besos pedidos.

No se equivocaba Nati al juzgar desprovista de liviandad la petición del pequeño, aunque al principio le hubiese escamado por su índole. Cierto que el niño precozmente, inconscientemente, experimentaba una sensación de deleite en que su prima lo besara; pero era una sensación inocentemente voluptuosa, que el niño no podía analizar ni discernir, ni sabía cuál era su origen. Una sensación que por su naturaleza era más bien sensual y a la cual la ignorancia desproveía de toda sensualidad.

Jaimín había cerrado los ojos al recibir la leve caricia de los labios de Nati.

—¡Ya me duermo más contento!—exclamó con sinceridad y alborozo.

—Bueno, pues duérmete ya—ordenóle la muchacha, apagando la luz.

—Dame una mano, prima.

Nati sentada a la cabecera del lecho, se la dio, y con ella cogida se quedó Jaimín dormido.

Cuando por su respiración acompasada comprendió la joven que dormía tranquilo, abandonó la estancia de puntillas. Al paso dió las buenas noches a su tía y bajó a su cuarto para entregarse a sus pensamientos, menos sombríos que los que comúnmente le asaltaban.

III

Las visitas de Arturo a la quinta menudeaban que era un contento. Apenas daba de mano a su labor, se adecentaba y comía, el joven marchaba a pasar la velada en casa de doña Africa. La viuda, con su inagotable bondad, le había sido singularmente simpática, y su hija Nati le atraía con sus encantos no despreciables y el afecto que le demostraba. Hasta la pequeña Serafina le entretenía con sus gracias y cancamusas.

Fuera del tiempo que imprescindiblemente hay que destinar al sueño y a la comida, Arturo puede decirse que pasaba con sus amigas todas sus horas de asueto. Con el último bocado de la comida salía de estampía para el domicilio de doña Africa, y allí permanecía hasta bien entrada la noche, en que hubiese sido inconveniente prolongar más la visita, por ser ya hora de irse a la cama.

Por su genio poco expansivo y con asomos de altanería, no compartía las aficiones de los otros operarios que trabajaban a sus inmediatas órdenes, a los cuales se consideraba superior por sus pujos de cultura; así era que nunca les acompañaba en sus correrías por los bares y tabernas de Labradal, donde se dejaban gran parte del jornal que, afanosos, ganaban con el sudor de su frente.

En cambio, en Nati había hallado una conversadora amena y culta, y en su hogar un ambiente amable y familiar. Además, en aquella casa pronto se hizo dueño del cotarro. Allí no había otro varón que le pudiera alzar el gallo ni con quien tuviera que compartir su privanza. Sus indicaciones eran acatadas y sus opiniones no eran contradichas. Todo lo cual lisonjeaba su natural, algo avasallador.

Con frecuencia, el joven se preguntaba si estaría enamorado de Nati.

—¡Bah! No. Es que en este poblachón tan aburrido no conozco a nadie y siempre resulta más agradable platicar con una muchacha bonita que estar mano sobre mano en un café, sin tener con quien hablar, pensando en las Batuecas—decíase para acallar la sospecha, después de un somero examen de corazón.

Cierto que no tenía amistades en la ciudad, pero precisamente no las había contraído porque las horas que estaba libre de trabajo se las pasaba en la vivienda de la viuda.

A pesar de sus razonamientos tranquilizadores, lo positivo era que las gracias de Nati, a fuerza de entrársele por los ojos, iban repicando en su corazón..

En cuanto a ésta, no sería digno de un veraz relator el ocultar que la muchacha procuraba la conquista de Arturo con todas las armas lícitas que la Naturaleza puso al alcance de la mujer, que no son pocas. El joven le gustaba, le era simpático y le había hecho tilín. Arturo era, además, la liberación de la pesada esclavitud que sufría encerrada en aquel ergástulo, era la salvación de la miseria y era el no tener que aguantar más los desplantes y desprecios de su, tía. Pero, sobre todo, era el amor, ¡el amor!

Un único nexo la unía a la quinta: el cariño y la compasión que sentía por Jaimín, pero era este lazo tan flojo junto a los otros sentimientos que la impulsaban hacia Arturo, que no merecía casi ni mencionarse. En cuanto a su madre y a su hermana, si se casaba con Arturo, ya procuraría llevárselas consigo cuando se le presentase ocasión.

Insensiblemente se iba estableciendo gran intimidad entre Nati y Arturo; en sus conversaciones reinaba cada vez más confianza y afecto.

Como las visitas del joven duraban hasta tarde, cuando Nati subía al piso de su tía para acostar al niño, se encontraba ya a éste dormitando en cualquier rincón, pues Jaimín continuaba sin consentir que lo acostaran hasta que su prima lo hiciese.

Doña Mariana se había convencido de que era tiempo perdido el enviar recado a Nati para que subiese estando de visita Arturo, y ya no enviaba a buscarla, pero cada día la trataba con más acritud y destemplanza y la hacía objeto de mayores desaires. Y si no había roto por completo con Nati y con su madre, se debía a que, conocedora del apego que su hijo tenía por su prima, temía que pudiera agravarse si su sobrina no parecía más por arriba o abandonaba con los suyos la quinta.

Por lo que toca a Arturo, causante involuntario de aquel estado de cosas, doña Mariana le había tomado una ojeriza terrible y no perdonaba medio de zaherirlo y vejarlo en sus conversaciones con los servidores de la casa, llamándole bastote, grosero, zafio, ganapán y otras parecidas lindezas.

Jaimín desde el primer día había presentido en Arturo al enemigo. Y más descaradamente que su madre, valido de su irresponsabilidad infantil, le hacía cuantas jugarretas podía, tratando de ridiculizarlo. Escondido tras la persiana de un balcón, espiaba su llegada para lanzarle chinas con un tirador de gomas, disparos en los cuales Arturo no reparaba o fingía no reparar. Otra noche, fiado en la obscuridad, puso un alambre atado entre dos árboles, cruzando el sendero que Arturo había de recorrer al dirigirse a la finca, para que el joven tropezara, como tropezó, en efecto, aunque sin llegar a medir la tierra con su cuerpo, y Jaimín vió con gran júbilo el tropezón, y hasta su madre, cuando se informó del hecho, celebró con grandes risotadas la "graciosa" ocurrencia; en cuanto a la víctima del atentado, reservóse cautelosamente lo sucedido para ver si lograba descubrir al autor de tales fechorías. En otra ocasión, escondióle la boina que como cubrecabezas usaba el montador, y que acostumbraba a dejar en la bastonera del zaguán; a su salida, después de media hora de inútiles pesquisas del joven y de Nati, la boina apareció tirada en la escalera que conducía al principal y empapada en cierto líquido que no olía a violetas precisamente. Nati, confusa y avergonzada, hubo de deshacerse en excusas.

El niño odiaba a Arturo con todas las potencias de su alma; lo odiaba porque comprendía que venía a por Nati, y preveía que terminaría llevándosela. ¡Llevarse a Nati! Le tenía, además, una envidia feroz: Arturo era como él hubiese querido ser: un hombre. ¡Un hombre hecho y derecho! ¡Un hombre alto, fuerte y saludable! ¡Maldita fuese su suerte! ¡Ah, si él fuera como aquel bruto, no tendría miedo de que se llevara a "su" Nati!

A veces, cuando el chico observaba que su prima estaba sobrado fina y obsequiosa con Arturo, sentía momentánea aversión y desprecio por ella. Si en este estado de ánimo la encontraba, le demostraba despego y desdén, todo lo que le hacía entonces Nati estaba pésimamente hecho y merecía reprensión, todo cuanto decía le sentaba mal y en ocasiones llegaba hasta insultarla más o menos encubiertamente; pero si la joven se ofendía y por la noche no iba a acostarlo, el niño la llamaba y lloraba hasta lograr que lo perdonase.

En tal estado las cosas, aconteció que una tarde, cuando Arturo se encaminaba a la quinta, se vió desagradablemente sorprendido con un jeringazo de agua sucia y maloliente que, desde uno de los balcones del principal, le dirigieron. Era Jaimín, como el lector habrá supuesto, que, oculto detrás de una persiana, había estado en acecho hasta que vió llegar al odiado joven, y cuando lo tuvo al alcance de su jeringa, afinó la puntería tan admirablemente que bañó el rostro y la boina del montador electricista. El cual, del humor que es de suponer, penetró en la vivienda de la viuda dispuesto a averiguar de una vez quién se entretenía en darle tan pesadas bromas; así es que, apenas saludó a Nati le narró lo sucedido.

Nuevamente la joven hubo de ofrecerle sus excusas.

—Dispense usted, Arturo—le dijo—; seguramente habrá sido un pobre niño, primo mío, que está epiléptico, y que se halla en estado cerril a causa de lo consentido y mal educado que por su enfermedad lo tienen.

—Pues podían llevarlo a un sanatorio o a un manicomio, o, a lo menos, vigilarlo para que no moleste a nadie. ¡Mire usted cómo me ha puesto!—contestóle Arturo, aun incomodado.

Nati le limpió la boina, le trajo agua en una palangana para que se lavara y procuró, extremando su afabilidad, que Arturo olvidara tan enojoso incidente, lo que no dejó de conseguir, que, como una mujer bella se lo proponga, hasta el baño en una letrina que le propinen será capaz de olvidarlo el hombre que la ame.

En tanto, Jaimín, destornillándose de risa, refería a su madre la hazaña que acababa de llevar a feliz término, quien la aplaudió como una gracia del chico. Cuanto se le hiciera a aquel "sindicalista" estaba justificado; para doña Mariana era sindicalista todo el que vestía chaquetilla azul de mecánico.

Cuando Arturo se retiró, Nati subió al piso de su tía, como tenía por costumbre. Aunque aparentaba tranquilidad, iba hecha un veneno, dispuesta a cortar por lo sano y a enseñarle los dientes al chico, para que en lo sucesivo se abstuviera de incomodar a aquel pretendiente en agraz, suma y compendio de todas sus ilusiones y esperanzas de soltera.

El niño, ¡caso único!, se estaba acostando sin esperarla, huyendo, sin duda, de la quema.

Nati penetró en su alcoba. El muchacho acababa de meterse en el lecho y doña Mariana se disponía a tomar asiento junto a su cabecera.

—Puede usted marcharse, tía. Yo me quedaré con él hasta que se duerma—díjole Nati.

Doña Mariana abandonó el cuarto de su hijo. Entonces la joven, ceñuda, dirigióse a éste reprendiéndole:

—Mira, Jaime—manifestóle seriamente su prima, suprimiendo el diminutivo, lo que tuvo efecto contraproducente, pues más bien halagó al niño, por parecerle que era considerarlo como hombre—, he subido sólo para decirte que el día en que vuelvas a cometer otra grosería con Arturo, has terminado para mí. ¡En tu vida me vuelves a ver el pelo!

Tal inflexión de ira contenida y de verdad había en la voz de Nati, que Jaimín no dudó de que cumpliera la amenaza, y su corazón se oprimió. Aunque había pensado que su prima quizás se enfadara, nunca imaginó que tomara la cosa tan a pecho.

—¿Me has oído?—preguntóle severa Nati, en vista de la eventual mudez del pequeño.

Pero Jaimín, lejos de contestar, rompió a llorar desconsoladamente.

El enojo de Nati se aplacó mucho al contemplar las lágrimas de su primito.

—¿Por qué lloras?—le interrogó más suave.

—Porque ya quieres más a "ése" que a mí—dijo, hipando, el niño, que siempre llamaba despectivamente a Arturo con el pronombre "ése"—. Antes de que viniera nunca me reñías.

—No es que lo quiera más, es que no puedo consentir que molestes y vejes a una persona que es amiga nuestra.

—¡Sí, sí, lo quieres más! ¡Lo quieres más porque él es un hombre y yo soy un niño! ¡Ah, si yo fuera un hombre! ¡Entonces me querrías más a mí!

El chico no cesaba do llorar, y su lloro era tan hondo que no parecía el de un niño, sino el de un hombre a quien han herido en mitad del corazón.

—¡No llores más, Jaimín! Pero prométeme que no volverás a meterte con él.

—Te lo prometo si tú me prometes que no me guardarás rencor.

—No te lo guardaré.

—Pues dame un beso para que yo me convenza de que es así.

—¡Déjate de besos, que te has vuelto muy besucón!—contestóle Nati, aún de no muy buen talante.

—¡Ves como sí me guardas rencor!

—Bueno, te lo daré, pero ya sabes lo que te he dicho...

Nati se inclinó y lo besó rápidamente.

—No, así, no. Bésame como lo hacías antes, con cariño; ahora parece que me los das por compromiso, para salir del paso...

—¡Basta ya de monsergas, Jaimín!

—No; dame otro, otro sólo, pero bien dado.

La joven, sonriendo ya, lo tornó a besar con mayor parsimonia y mimo. Mientras lo hacía, el niño le dijo por lo bajo:

—¡Este ya ha sido otra cosa!... Es cierto que no quiero a Arturo, pero es por ti, ¿sabes, prima? ¡A mí qué me importaría si no! Pero comprendo que viene por ti, para llevarte de aquí, y el día en que te vayas me quedaré tan solo.... ¡tan solo! ¡Ya no tendré quien me dé besos!

Era tan desgarrador su acento, que Nati, conmovida, lo consoló:

—Tranquilízate, hermoso mío, que no pienso en irme de aquí y mucho menos en abandonarte.

—¿De verdad, prima?—preguntó el chico, receloso.

—¡De verdad!

—¡Ah, si fuera verdad!

—¡Pues lo es!

—Entonces me duermo tranquilo—expresó jubiloso el pequeño, cuyas facciones se dilataron reflejando un gran contento.

Y a poco se quedó dormido como un bendito, con la sonrisa en los labios, lo mismo que las demás noches. Parecía que Nati, por la mano que el niño le asía al dormirse, infundía en su espíritu confianza y apacibles ensueños.

IV

Jaimín, que se había percatado bien de la firme resolución de su prima de no pisar más su piso si reincidía en molestar a Arturo, cuidóse mucho de no volver a hacerlo. Instintivamente comprendía que Nati era algo esencial en su vida, algo de que no podía prescindir. Era una inclinación la que sentía por ella superior a su voluntad y superior a todo.

Mas no porque no diera muestras ostensibles de animadversión contra el intruso y le dejara aparentemente en paz, cedía aquel odio salvaje que desde el primer momento hubo de inspirarle; por el contrario, el no poder desahogarlo, ni aun con sus menguados recursos infantiles, hacía que cada día creciese más.

Forzosamente tenía que resignarse con la situación, pero se resignaba a medias, pues con el pensamiento, a lo menos, no descansaba en infligir los más crueles suplicios al montador.

Con frecuencia también se ponía furioso contra su prima, cuando la veía derretirse en mieles con el maldecido forastero, y en su interior la llenaba de injurias y dicterios, que no se atrevía a expresar en voz alta. Y maestro ya en disimulos, no dejaba hipócritamente de ponerle buena cara.

Una esperanza, aunque remota, abrigaba de que Arturo, terminado el montaje que en mal hora lo trajo a Labrada!, regresase a la corte sin llevarse a Nati. Harto se le alcanzaba, no obstante, que si no se la llevaba, no sería por falta de ganas de la joven de irse con él. ¡Sí, su prima prefería a Arturo! ¡Lo prefería!

Si Arturo se marchaba sin llevársela, el chico comprendía que Nati acabaría por olvidarlo y él volvería a reinar solo en su corazón, como antes de que viniera. Y Nati tomaría a tratarlo como lo trataba antes, con más consideración y cariño, y no como lo hacía ahora, en que, en bastantes ocasiones, se comportaba con él con sobrado desabrimiento. ¡Ya hasta lo besaba a desgana! Que Arturo rehusara llevársela, que no imprimiera a sus relaciones con Nati otro carácter más serio, que la tomara sólo como amigable pasatiempo, como recurso contra el aburrimiento de aquella temporada que necesariamente había de pasar en ciudad desconocida y sin alicientes, y su prima volvería a ampararse en su cariño, que, aunque infantil, era el único que le restaba. Tal pensaba confusamente el chico.

Era un triste consuelo que su esperanza pudiese sólo alentar si "el otro" no quería; que no pudiera apoyarla en afirmaciones de ella, sino en supuestas negaciones "del otro"; que él jugara un papel tan desairado y secundario en estas hipótesis, quedando "a las sobras", a lo que "el otro" desdeñara; mas triste y todo, era al fin un lenitivo al pesar del pobre niño, que no se metía, ni podía meterse, en estos análisis y honduras.

Desde que llegó el odiado Arturo, él se daba cuenta de que había sido relegado a lugar muy accesorio en el corazón de Nati. Ahora, muchas veces se le pasaban las horas de darle los medicamentos sin subir, y su madre, siempre alerta, tenía que acudir a remediar la falta, supliendo a la olvidadiza. la buen seguro que se descuidara antes! Otros muchos detalles de indiferencia para con él, al parecer insignificantes, no pasaban, sin embargo, inadvertidos para el muchacho y lastimaban su delicada sensibilidad infantil y su susceptibilidad, con los años de enfermedad exacerbada.

Nati no era ya la que había sido. Hasta entonces, él fué la única preocupación de su prima; al presente, otras preocupaciones y cuidados embargaban principalmente su atención.

Otras veces, Jaimín lo daba todo por irremisiblemente perdido; Nati se iría con Arturo. Había leído, con aguda percepción, en los ojos de su prima tan vehementes deseos de irse para siempre con él, que no dudaba de que lo realizara. Y entonces caía el chico en una profunda y deprimente melancolía, en una completa desesperanza de todo.

¿No tenía más derecho que aquel desconocido a que Nati permaneciera junto a él? ¿No era de su familia? ¿No llevaba varios años conviviendo con ella? ¿No le profesaba su prima gran cariño antes de que conociera siquiera "al otro"? ¿Por qué, entonces, había llegado en tan poco tiempo a preferirlo a él? ¿Qué podía haber en Arturo que sedujera a Nati y que en él no hubiera? Mentalmente, se comparaba con "el otro". Unicamente hallaba a favor "del otro" aquella sensación de fortaleza, de salud, de virilidad, que emanaba toda su persona, y que él tanto le envidiaba. El era un niño, y "el otro" era un hombre; él era enclenque y enfermizo, y "el otro" era robusto y saludable. Cuando el chico llegaba a éstas o parecidas conclusiones, su deseo de ser pronto un hombre, y un hombre fuerte, culminaban en una rabia sorda y honda contra su destino.

"¡Mal haya sea mi suerte perra!", decíase en su cólera impotente.

Era un egoísmo del chico el pretender que su prima sacrificara sus anhelos de mujer hecha a un sentimiento familiar, puramente platónico y aun más que platónico, a un sentimiento sin concretación ni finalidad posible; pero ¿qué entienden de egoísmos los niños y los enfermos? Además, ¿qué sabía el niño de otras exigencias, de otras leyes ni de otros fines de la Naturaleza? El sólo sabía que quería a su prima; que deseaba tenerla siempre a su lado; que sus cuidados y sus caricias, sus palabras y bromas cariñosas, le eran indispensables; que el leve contacto de sus labios, al posarse sobre su frente para besarlo, le producía un gusto extraordinario e indefinible y ahuyentaba todos sus lúgubres pensamientos; que el sentirla a la cabecera de su cama y tenerle una mano cogida mientras se dormía comunicaban a su espíritu una paz y un sosiego inefables; que era el único rayo de sol que alegraba su existencia; que la vida, en su ausencia, se le antojaba triste e insufrible; en pocas palabras: que no podía pasar sin ella, y con egoísmo, con santo egoísmo que miraba por su conservación, todo su ser se oponía y protestaba de que lo abandonara.

Con estas sacudidas y contrariedades, su pobre sistema nervioso y su anormal cerebro sufrían mucho; el chico iba decayendo aceleradamente, y su padecimiento, haciéndose más agudo. Unicamente algunas veces, al lado de Nati, cuando veía que ésta lo trataba con la ternura y el mimo de más felices tiempos, el niño lo olvidaba todo y parecía renacer.

Había tenido ya algunos mareos o desvanecimientos de corta duración y también ausencias o vértigos epilépticos, en los cuales permanecía como absorto, perdida momentáneamente la conciencia de sus actos, y todo ello eran, sin duda, amagos de los ataques convulsivos más serios que había padecido y que hacía algún tiempo que no le daban.

Doña Mariana, que, alarmada, no cesaba de observar a su hijo, se iba dando cuenta de la excepcional influencia, del imperio que su sobrina ejercía sobre la débil voluntad y el desigual humor de Jaimín. Una mirada de Nati bastaba para alegrar al chico o para sumirlo en una gran tristeza. La señora observaba y callaba, pero ya procuraba congraciarse con su sobrina; la trataba con más deferencia y afecto, le hacía pequeños presentes y hasta había llegado, cosa desusada e insospechable meses atrás, a regalarle un corte de vestido.

Convencida ya de que con un carácter como el de Nati, las caras estiradas y las palabras agrias no daban resultado, doña Mariana acabó por ejecutar un cuarto de conversión. Había rectificado y procuraba ahora por todos los medios captarse su voluntad, persuadida de que en las manos de la muchacha estaban en cierto modo la alegría y hasta la salud de su hijo. No se atrevía a pedirle abiertamente nada; pero a veces la miraba suplicante, como si le dijera: "¡Tenme contento a Jaimín, complácelo, no lo atormentes! ¿No te da lástima del pobre chico?"

Su instinto de madre le había hecho percatarse de que su hijo sentía celos de Arturo; no serían celos amorosos; pero, al fin y al cabo, eran celos; de aquí la aversión que profesaba a éste. Procuraba también, por ello, atraese a Nati, para que alejara a Arturo.

—Comprendo que no hay verdadera razón—decíale algunas veces a su sobrina, haciendo por dorar la píldora—, pero el caso es que el pobre Jaimín le ha tomado una tirria horrible a Arturo; que su sola vista le hace daño y empeora su estado... ¿Por qué no le das a entender que debe venir menos por aquí?

Su sobrina callaba, pero la ría como quien oye llover. ¡En eso pensaba ella, en decirle a Arturo que no fuera a visitarla! Y no hay qué decir que no hacía al joven la menor indicación.

Otras veces, solapadamente, procuraba apartarla de todo proyecto matrimonial con el montador.

—No te cases, Nati; no seas tonta—le aconsejaba—. ¡Buenos están los maridos! ¡Mira el mío! ¡Con tu madre y conmigo lo pasarás tan ricamente! Y si te casas, que sea para subir, pero nunca para descender, en la escala social; que sea, por lo menos, con uno de tu clase.

Para doña Mariana, Arturo no era de "su clase", y el que una señorita como su sobrina, aunque no tuviera blanca ni por dónde le viniese, se casara con un montador, ¡al fin un obrero!, constituía un desdoro. Era un enlace tan desigual, para su corto cacumen, como el de un príncipe con una pastora.

Mas tampoco hace falta decir que los consejos de su tía, a Nati le entraban por un oído y le salían por el otro.

Una tarde, en casa de doña Africa, se presentó el montador con la diestra vendada.

—¿Qué es eso, Arturo?—apresuróse Nati a preguntarle.

—Nada, percances del oficio: que al ir a montar el inducido de una dínamo me lo dejaron caer encima de la mano derecha.

—¿Y qué le ha hecho?

—Poca cosa: un pequeño magullamiento en el pulpejo y en una falange del dedo índice.

—¿Lo ha visto el médico?

—No.

—¿Pues quién lo curó?

—Un compañero. Me lavó la herida y me puso una compresa de árnica.

—¿Y le duele?

—¡Psch!

—No me fío de esa cura. ¿Quiere que yo la vea? Ya sabe que tengo algo de hermana de la Caridad.

—Como guste.

Nati le quitó la venda. El magullamiento era bastante extenso y aparecían tejidos desgarrados en algunas partes. La cura provisional que le habían hecho era muy deficiente; ni aun lavaron bien la herida, cuyos bordes permanecían tiznados y llenos de grasa.

—Es preciso que le vea la mano esta misma noche un médico; tiene más importancia de lo que decía, ¿sabe?

—¡Bah!

—¿Irá a que lo vea un médico?

—Si usted lo cree necesario...

—Sí. Prométame que irá.

—Prometido.

—Gracias... ¡Uf! ¡Y qué mal hecha está la cura! Ahora le haré yo otra, para ponerle la herida en mejores condiciones hasta que el médico la vea.

Nati, con gran cuidado y mimo, le lavó la mano con agua hervida. Después le untó con tintura de yodo la lesión.

Estaba más bonita y atrayente que de ordinario. La proximidad de Arturo, cuyo aliento sentía a veces tan cercano, que agitaba levemente los rizos de una de sus sienes, ponía un ligero temblor en sus manos y coloreaba sus mejillas. En su rostro resplandecía isa angélica expresión de piedad y de ternura, reflejo del sufrimiento que las almas femeninas experimentan al curar al doliente.

A cada momento interrumpía, solícita, su tarea para preguntarle:

—¿Le hago daño?

—No. ¡Tiene usted unas manos de hada que no se sienten!

Le puso un trozo de gasa esterilizada encima de la parte desgarrada.

—¡Ajajá! ¡Ya está!

Tomó a vendarle la mano. Para mejor anudar la venda, inclinó un poco la cabeza sobre ella. Entonces él, excitado de tener tan cerca a la joven durante la cura, prevalióse de que se encontraban solos para depositar entre sus cabellos, antes de que ella pudiera darse cuenta de su acción e impedirlo, un ardiente beso.

—¡Arturo!—protestó la joven, confusa y ofendida, retirándose de él.

Era tan sinceramente digna su actitud, que el joven comprendió que se había propasado torpemente, que la había ofendido sin merecerlo, que había correspondido ingratamente a su solicitud, y arrepentido, quiso enmendar su yerro.

—Perdóneme, Nati, pero no he sido dueño de sofocar los impulsos que me salían del alma. ¡Su presencia me trastorna, y a su lado no sé lo que hago!

—¡Arturo!

—¡No huya de mí!—dijo éste, tomándole una mano—. La quiero, la quiero como yo sé querer: noblemente, con buen fin. Si consiente usted, será siempre mi hermana de la Caridad.

Fué una declaración rodada, algo obligada tal vez, que la joven acogió esponjada de ventura.

—¡Arturo!—exclamó ella por tercera vez, desfalleciente de gozo.

—¿Puedo soñar con obtener su cariño?

—¡Y me lo pregunta usted!—manifestó Nati desterrando todo disimulo.

—Deseaba saber cómo sonaba la música de sus palabras de consentimiento en mis oídos. ¡Experimentar el placer de oírlo de sus labios!

—¡Sí quiero, Arturo! ¡Con alma y vida! ¡Y o también le quiero!

Aquella noche subió Nati radiante de alegría, a acostar al niño. Jaimín conoció en seguida que algo muy venturoso, extraordinariamente venturoso, debía suceder a su prima.

—¿Qué te pasa esta noche, Nati?—le preguntó.

—A mí, nada.

—Aunque lo niegues, algo te pasa.

El niño meditó, con las cejas fruncidas; aquella alegría de su prima no le daba buena espina. Al ir a meterse en el lecho, con esa segura intuición con que nos damos cuenta de lo que pasa por las almas que queremos, adivinó (cuál era la causa del regocijo de Nati.

—¡Ya sé lo que te pasa!—exclamó con aplomo—. ¡Es que ya eres novia de "ése"!

No es fácil ponderar la inmensa cantidad de menosprecio que el niño puso en el vocablo.

—¡Qué disparate!—desmintió débilmente ella.

—Sí; en vano tratas de mentirme; sólo por eso podías estar tan contenta...

Nati guardó silencio, sorprendida de la facilidad con que el niño había descubierto su secreto.

Jaimín, dolorido, también callaba. ¡Ya se iba esfumando aquella esperanza de que el intruso no se llevara a "su" Nati!

—¿Apago la luz?—preguntóle a poco su prima.

—¿No me das "ya" esta noche un beso?—inquirió el niño con timidez, pues sin saber por qué, por instinto» pensaba si sería incompatible el nuevo noviazgo con aquel beso que tan bien le sabía y tan feliz le hacía cuando iba a dormirse.

—Sí, hombre, sí—contestó su prima, arrebujándolo y besándolo en la frente.

—Gracias, Nati.

Hasta entonces, nunca se le había ocurrido dar las gracias a Nati por sus besos, como si por derecho propio le perteneciesen; aquella noche, por vez primera, le mostró su agradecimiento por una dádiva que quizá conjeturaba que no le pertenecía ya. Pero fueron unas gracias forzadas, pronunciadas muy penosamente.

Unos minutos quedó caviloso el chico. De repente, incorporándose a medias en la cama y mirándola fijamente, le preguntó:

—Oye, prima, cuando te cases, ¿me besarás también?

Hubo unos instantes de silencio.

—Sí te besaré, hermoso—dijo al fin ella.

—Pero besarás también a tu marido...

—Te quieres dormir ya, preguntón.

—No; dime antes: ¿besarás también a "ése"?

Nati no contestó.

—¿Ves? ¡Sí lo besarás, sí! Y yo no quiero que lo beses. ¡No quiero! ¡No quiero!

—Pero Jaimín, ¡qué bobadas se te ocurren!

—¡Que no quiero! ¡Que no quiero!

Y el niño rompió a llorar, y entre sollozos no cesaba de repetir, con la terquedad del chico a quien quieren privar de un juguete: " ¡Que no quiero! ¡Que no quiero!"

—Duérmete ya y no seas tonto.

—¡No quiero que beses a "ése"! ¡No quiero!

—Bien, hombre; descuida, que no lo besaré—dijo ella con sonrisa equívoca, como para salir del paso.

—¡Mentirosa! ¡Embustera! ¡Sí lo besarás! ¡Lo leo en tus ojos! ¡Te gustaría más besarlo a él que a mí!

Su última frase destilaba una amargura inadecuada a sus años. Nati se le quedó mirando. No sabía cómo tratarlo. En ocasiones, le parecía un hombre; en otras, en la generalidad, un niño. Era una chocante mezcla de infantilismo en la expresión y de varonilidad en los sentimientos que desconcertaba a la muchacha. Parecía como si el corazón hubiera marchado más de prisa, dejando rezagados al cuerpo y a la inteligencia. Un corazón que pasó de la adolescencia dentro de un cuerpo que no llegó con mucho a ella. Un corazón en plena sazón, que para manifestar sus sentimientos y hacer respetar sus derechos tenía que valerse de medios físicos y mentales inferiores e impropios de él.

—¡Sí, te gustaría besar a "ése"!

—Niño, ¡harás que me vaya!—exclamó Nati, aparentando un enfado que estaba muy lejos de sentir.

—¡No te vayas, no!—dijo Jaimín, apretando la mano de ella, que tenía cogida.

—¡No digas más sandeces, o me voy!

—¡Pues prométeme formalmente que no lo besarás!

—¡Te lo prometo!—aseguró Nati con acento que procuró que fuese persuasivo.

—¿Palabra?—pidió Jaimín, todavía desconfiado.

—¡Palabra!

Unos instantes calló el niño, hasta que en su ánimo surgió potente la convicción de que necesariamente, fatalmente, su prima faltaría a su promesa.

—Con palabra y todo, comprendo que me engañas—dijo amargamente—. Pero ¡qué le he de hacer!

Y cerró fuertemente los ojos y no volvió a despegar los labios.

Nati, cuando lo creyó dormido, se retiró. El niño, que estaba despierto, por vez primera no la retuvo cuando se marchó, y por vez primera también, ella no tuvo gran cuidado, antes de irse, en cerciorarse de si verdaderamente estaba ya dormido.

V

Llegó el estío. Los novios, huyendo del calor sofocante que hacía en el interior de la quinta, salían por las noches a conversar al jardín. Allí, bañados en la plata de la luna, era también más tierna la amorosa plática. Doña Africa se quedaba bajo una pequeña marquesina de cristales que había a la entrada del jardín, y Nati y Arturo, a ratos marchaban a pasear por los arriates que lo cruzaban, a ratos venían a sentarse junto a ella. El idilio iba en crescendo. Si Arturo estaba enamorado de Nati. Nati no lo estaba menos de Arturo.

Jaimín espiaba a los novios. Escondido en algún macizo de plantas, permanecía largos ratos agazapado y sin movimiento para sorprender sus ademanes o algunas de las palabras que cruzaban. Cuando éstas eran muy apasionadas y veía la ventura resplandecer en los semblantes de los enamorados, Jaimín se mordía los puños de rabia. ¡No había duda ya; aquel malvado se llevaba a Nati! la "su" Nati! ¡Ah, cómo lo odiaba!

Y si las palabras no llegaban distintamente hasta él, experimentaba una curiosidad malsana y atormentadora queriendo adivinar lo que los novios se confiaban, y con infinita pesadumbre se decía: "¡Si yo fuera un hombre, lo que mi prima le está diciendo a "ése" me lo diría a mí!"

Una delectación morosa le empujaba también a espiar a los enamorados. El niño quería desentrañar "el misterio de ser novios". De un modo nebuloso sospechaba que las relaciones amorosas debían tener una finalidad, un objetivo, que él ignoraba; que tras aquellas pláticas de los enamorados debía de haber algo. ¿Iba a ser sólo decirse "¿Me quieres?" "¡Te quiero!", como su prima y Arturo se decían a cada paso?... ¿Y qué sería lo que podría haber?

Uno de estos atardeceres en que, escondido, seguía, curioso, los movimientos de los novios, que con los rostros muy juntos y las manos cogidas paseaban por el jardín, embebidos en su cháchara, el niño vió, o creyó ver, que Arturo y su prima se besaban. ¡Ah, Nati, a pesar de su promesa, besaba también a aquel gran canalla!

La indignación del muchacho no pudo reprimirse más tiempo, y saliendo de su escondite, estalló en soeces insultos contra los enamorados.

—¡Marranos! ¡Estabais besándoos! ¡No lo neguéis!—gritó con la voz vibrante por la cólera—. ¡Cochinos! ¡Ahora se lo contaré a mi mamá y a todos! ¡Puercos! ¡Más que puercos! ¡Idos de mi jardín y no volváis a él! ¡Mi jardín no sirve para que hagáis porquerías!

Fué un impulso irrefrenable, más fuerte que su voluntad, más fuerte que su deseo de no enemistarse con su prima, el que le hizo prorrumpir en injurias. ¡La muy puerca! ¡Besarse con ese!

A las voces de Jaimín acudió Juanón, el hortelano, que, socarrón, sonreía, sin cesar de mirar a Nati picarescamente.

Arturo, con forzada sonrisa y, al parecer, muy tranquilo, quedóse mirando con descaro y olímpico desdén a aquel mocoso enteco, que se permitía insultarle. Nati, con la faz encendida, le fulminó una mirada torva, siniestra, que anonadó a Jaimín. Nunca había visto el niño que le mirase así; nunca pudo imaginar que le mirara de este modo. El chico se inmutó y tembló a aquella fiera mirada de odio, de rencor reconcentrado; pero, sin embargo, siguió insultándolos a gritos.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Idos! ¡Aquí no os besáis más! ¡Marranos!

Nati, indignada, olvidándose de todo, se abalanzó sobre el niño, dispuesta a abofetearlo. Pero Jaimín, que la vió avanzar con tan resuelta y dura actitud pintada en el rostro, salió corriendo para su casa, lleno de estupor y miedo. ¡Su prima era ya capaz de golpearlo por defender su derecho a besarse con un cualquiera! ¡Quién lo hubiera dicho! ¡Jamás lo hubiera pensado! ¡Qué pronto se había él eclipsado en el corazón de su prima! Luego él no era ya nada, no significaba nada para Nati. Un desconocido, en pocos días, había conseguido ser todo para ella y que él no jugara papel alguno en su corazón. Su prima no sólo prefería "al otro", sino que también prefería los besos del indigno a los suyos. ¿Por qué? ¿Qué podían tener los besos "del otro" que no tuviesen los suyos? El no lo sabía, pero presentía que si hubiera sido un hombre, como el odiado, Nati no los hubiese preferido. ¡Qué rabia no ser un hombre con pelos en la cara, con elevada estatura y con amplio tórax, como aquel intruso, un cualquiera, que sólo por ser así se llevaba a "su" Nati! Si él fuera como "el otro" ya hubiesen visto... ¡Cómo hubieran cambiado las cosas!

Aunque tales pensamientos no los precisara de un modo bien definido la mente del niño, los sentimientos correlativos a estas ideas sí los acusaba su corazón.

Jaimín llegó jadeante a su piso y dijo a su madre:

—Acuéstame, mamá; no quiero que me acueste la prima. Tú me acostarás todas las noches. Y si acaso viene, no la dejes entrar... ¡No la dejes! ¡Me ha querido pegar! ¿Sabes, mamá?

—¡A ti, rey mío!—exclamó la madre sofocada por la ira.

—¡A mí, mamá!

—¿Por qué?

—Porque la he sorprendido besándose con su novio... ¡La muy indecente! ¿Que le Parece, mamá?

—¡Esa le está buscando los tres pies al gato!—manifestó doña Mariana, como si hablara consigo misma.

—¡A mí que no me bese más! ¡Besar a "ése"! ¡Qué asco! ¿Verdad, mamá?

El chico, fuertemente impresionado, se expresaba con gran nerviosidad.

Su madre procuró calmarlo.

—¡Estate tranquilo, que aquí no ha de volver a entrar!

Jaimín volvió a repetir:

—¡Qué asco, mamá!

Y de tiempo en tiempo, como un ritornello, exclamaba:

—¡Qué asco!

Después de dormido, como si continuara bajo la impresión de una sensación nauseabunda, todavía parecía murmurar entre sueños?

—¡Qué asco!

VI

Durante algunos días persistió aquella sensación de invencible repugnancia que al niño le inspiraba Nati. Cuando se representaba la escena de aquel atardecer en el jardín sentía náuseas, y sin darse cuenta, mascullaba entre dientes:

—¡Qué asco!

—¿Qué dices, hijo mío?—preguntábale algunas veces su madre al oírlo monologar.

—Nada, mamá. Es que me acordaba de Nati. ¡Qué asco! ¿No es cierto?

—Sí, alma mía. ¡Déjala; no te acuerde» más de ella! ¡Mándala a freír espárragos para siempre!

Esta sensación de asco, unida al temor que su prima le infundía ya, hacía que el niño esquivara su presencia y que cuando la divisaba de lejos, huyera de su vista. ¡No quería ni verla!

Doña Mariana había hecho otro cuarto de conversión, en sentido contrario del anterior, convencida de que ni con halagos ni con dones conseguía atraerse a Nati, a aquella perversa, que parecía mostrar complacencia en hacer sufrir a su pobre hijito. Así es que ya no la enviaba a llamar, y hasta rehuía el saludarla. Y no paró aquí la cosa, sino que se dedicó, con sus criados, a comentar con fruición la escena vespertina del jardín, haciéndolo en términos poco lisonjeros para el pudor de una doncella, lo que, como es usual, no tardó en llegar a oídos de la injuriada.

Nati, por su parte, justamente resentida por todo esto con el niño y con su madre, no pisaba el piso de su tía ni cuidaba al pequeño. Tampoco salía ya por las noches a pasear por el jardín con su novio, por muy elevada que estuviese la columna termométrica; las pláticas amorosas tenían lugar dentro de la quinta.

Su madre era ahora quien acostaba a Jaimín y quien permanecía junto a la cabecera de la cama hasta que se dormía; pero el niño no se quedaba ya dormido, como antes, con la sonrisa en los labios, y con frecuencia su sueño estaba poblado de pesadillas y visiones tétricas.

Las relaciones entre los dos pisos de la quinta estaban interrumpidas, con gran sentimiento e inquietud de doña Africa, que en su apocamiento temía que su hermana las pusiera bonitamente de patitas en la calle.

Aquella impresión desagradable y repugnante que Nati le causaba fué paulatinamente amortiguándose en Jaimín, y al cabo de un lapso de tiempo relativamente corto se había extinguido por completo. El niño, entonces, volvió a sentir una comezón vivísima de reanudar las amistades con su prima, de que ésta lo cuidara y acostara, como hacía antes.

Un día este deseo fué tan imperioso, que el chico insinuó a su madre:

—Mamá, ¿por qué no llamas a Nati?

—¡A Nati!

—Sí, mamá, ¿por qué no?

—¡Déjala tranquila en su casa y no te ocupes de ella! ¡Buena ha salido la tal Nati! ¡Niña más descocada!...

A Jaimín le molestó que su madre ofendiera a Nati.

—La prima es buena—objetó.

—¡Mejor sea el año!

—Llámala, mamá.

—Estás loco, hijo.

El niño no se atrevió a insistir más; pero a los pocos días tornó a pedirle a su madre:

—Mamá, llama a Nati; quiero pedirle perdón.

—¿Perdón tú?

—Sí, mamá; comprendo que la ofendí.

—¿Pero no se estaba besando con esa alhaja de novio que se ha echado?

—No tengo certeza de que así fuera. Reconozco que obré de ligero; debió ser una figuración mía, mamá.

—¡Sí, sí, figuración! ¡Valiente prenda está tu prima! ¿Y no te quiso pegar?

—No, mamá—expresó el niño, mintiendo descaradamente—; eso fué invención mía para que la riñeras, porque me desagradó figurarme que estaba besando a "ése".

Doña Mariana tenía que hacerse tanta violencia para enviar a llamar a su sobrina, después de lo sucedido y de la ruptura de relaciones con ella, que aunque el niño volvió varias veces a la carga, no accedió a complacerlo.

Pero el niño, por las noches al acostarse, sobre todo, daba muestras de una irascibilidad extremada. Nada de lo que le hacían su madre o Rosario le placía; todo le molestaba, y por la menor cosa armaba una tremolina espantosa. Si hablaban en voz alta, ya era motivo de pelazga; si lo hacían en voz baja, tres cuartos de lo mismo. Por cualquier fruslería insignificante se incomodaba y enfurecía sobremanera y aplicaba a su madre y a la sirvienta los más terribles insultos que conocía.

La señora se daba cuenta de que el niño deseaba que otra vez viniera su prima. En su interior luchaban su amor propio de mujer y su cariño maternal. ¿Para qué llamar a Nati? Estaba visto que ésta se iría detrás de los primeros pantalones con que se había tropezado, dejándose al chico. ¿Qué adelantaba, pues, con retrasar el momento inevitable en que la joven se desligaría de Jaimín? Lo mejor sería que el niño se fuera acostumbrando a pasar sin ella. Puesto que estaba cortada toda relación entre ellos, preferible era dejar que tal estado de cosas perdurase.

Pero el niño estaba cada día más malhumorado, silencioso y abatido. Su madre, angustiada viéndolo decaer, sentía impulsos de humillarse y llamar a Nati; mas la inquina que le conservaba lograba aún sobreponerse a estos impulsos.

Una mañana, repentinamente, al niño le dió uno de aquellos ataques convulsivos que hacía tiempo que no le acometían y que parecían ya desaparecidos.

Después del ataque, el chico cayó, como siempre, en un profundo sueño. Cuando despertó y recobró el conocimiento miró instintivamente a la cabecera del lecho, de donde, en tales ocasiones, nunca acostumbraba a faltar Nati; mas al encontrar sólo a su generadora, dirigió a ésta una mirada imploradora, que la madre certeramente interpretó.

—Rosario—dijo doña Mariana, sin ánimos para seguir resistiendo al afán de su hijo—, baje y dígale a la señorita Nati que al niño le ha dado el ataque; que haga el favor de subir.

Partió la fámula, y Jaimín demostró su júbilo dando las gracias a su madre con la vista.

No tardó en subir Nati. El niño la miró largamente en silencio, pues quedaba tan postrado, tan decaído después del ataque, que hasta echar la palabra del cuerpo le costaba un trabajo ímprobo.

—¿Ha sido muy fuerte?—preguntó la joven a su tía, como si nada hubiera pasado entre ellas.

—Afortunadamente, no.

Nati se sentó a la vera del lecho. El niño, amodorrado, cerró otra vez los ojos. Doña Mariana salió fuera.

Una hora larga permaneció Jaimín en su amodorramiento. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba ya algo más animado, aunque todavía persistía aminorado el quebrantamiento en que caía de resultas del ataque. Al cerciorarse de que se encontraba solo con su prima, le preguntó en voz baja:

—¿Me perdonas, Nati? ¡Perdóname, que sobrada desgracia tengo con no tener salud!

—Sí, rico mío, te perdono. Pero es menester, si quieres que no me disguste más, que no vuelvas a las andadas.

—Mira, prima, todo lo que he hecho que te haya podido contrariar, fué tan sólo porque no quería que "ése" te separara de mí...—Y con visible vergüenza y embarazo añadió:—Yo tenía esperanzas de que al fin me curaría, de que llegaría a ser un hombre, un hombre como "ése"... Por eso me oponía también a que te llevase.... porque yo no quería que cuando me pusiera bueno, tú te hubieses ido ya... Soñaba... soñaba con que entonces nos hubiéramos casado. ¡Sí, yo quería casarme contigo para que siempre estuvieras a mi lado, para que ni "ése" ni ningún otro te pudiera separar de mí!... ¡Pero ya veo que nunca me pondré bueno, que nunca seré un hombre como "ése"! ¡Los ataques han vuelto!... ¡Cásate con él, Nati!... ¡Yo siempre seré un niño enfermo, y nunca podré casarme! ¡Qué le vamos a hacer!

Hablaba queda y resignadamente, haciendo grandes pausas y con acento desgarrador.

Nati procuró en parte animarlo.

—¡No seas pesimista, hombre! ¡Tú te pondrás bueno y llegarás a ser un hombre sano y fuerte como quieres ser!...

—No, prima—interrumpióle el niño—. ¡Por demás sé que no!

—Te digo yo que sí, ya lo verás... Ahora, que has de dejar de pensar en esas boberías de casarte conmigo... Yo soy mucho mayor que tú: podría ser casi tu madre... Yo seguiré siendo siempre para ti como una hermana, como una hermana que te quiere mucho...

—¡Una hermana!—exclamó el chico algo defraudado.

—Sí una hermana que te cuidará, que te querrá, que mirará por ti...

—¿Y se besan los hermanos? ¿Verdad que sí, prima?

—Sí, hombre.

—¡Como yo no tuve ninguna hermana!

—Pues ya tienes una.

—Pero si te casas con "ése" te irás...

—Si me caso y me marcho será por poco tiempo; pronto volveré.

—¿Y te dejará "ése" que seas mi hermana?

—Sí, hermoso; ¿por qué no?

—¡Yo qué sé! Pero me parece que no te dejará...

—¡Pierde cuidado! ¿Te duele algo?

—La nuca—manifestó el niño, llevándose la diestra a la parte indicada.

—Bueno, cállate, y procura descansar para recuperar fuerzas: estás todavía muy quebrantado.

Firmadas las paces, volvieron a hacer la vida de antes. Nati subía con frecuencia, le daba las medicinas, y por las noches, cuando se retiraba Arturo, iba a acostarlo. Jaimín no solicitaba ya de ella besos; si graciosamente se los otorgaba, bueno; pero si no se los daba, no los pedía. Aunque aquella sensación de asco que Nati le producía estaba borrada, al chico, por instinto, indeliberadamente, le repugnaba una probable promiscuidad de sus besos con los "del otro". Así es que no los mendigaba, con gustarle y apetecerlos tanto.

El niño no volvió a espiarlos ni a insultarlos; pero a medida que mejoraba y cobraba nuevo vigor, su odio por Arturo renacía. ¡Aquel intruso se llevaba a "su" Nati! ¡Era cosa descontada ya! ¡Y se la llevaba para siempre! Porque aquella manifestación de su prima de que volvería pronto no dejaba de ser un piadoso engaño. ¡Si él tuviese cuatro o cinco años más, a buen seguro que "ése" no se la llevaría tan aina!

Era una obsesión, en la que reinaba a todas horas, el pensamiento de la cercana ausencia de su prima. ¡Si él encontrara un medio de que "ése" no se llevara a Nati!

VII

¿Cómo se fue incubando en la mente enfermiza del niño aquel propósito criminal de asesinar a Arturo? Fue a partir del día en que el chico se enteró de que estaba ya concertado el enlace de su prima y fijado el día de la ceremonia, cuando el embrión de aquella idea siniestra germinó en su cerebro.

Efectivamente, Arturo había comprendido que la muchacha no sería suya sino mediante el matrimonio, y como la deseaba ardientemente y como se le había metido en el corazón, tras no pocas vueltas acabó por decidir casarse.

Tomada esta resolución, el joven había manifestado a la viuda y a su hija que su estancia en Labradal tocaba a su término, y que antes de marchar deseaba casarse para llevarse consigo a su mujer. El montaje que le había traído a Labradal estaba a punto de finalizarse. Montadas las turbinas, las dínamos, los motores eléctricos y la línea de conducción del flúido, únicamente faltaba ultimar el montaje del cuadro de distribución y de algunos aparatos accesorios. Total, cuestión de unos veinte días, contando los destinados a probar la instalación. Recibida ésta por su dueño, a Arturo no le restaba nada que hacer en Labradal, y tendría que marchar a la Corte, y desde ella era fácil que la Casa en que prestaba sus servicios le enviase a hacer otro montaje sabe Dios dónde. Imposible, por lo tanto, permanecer en Labradal ni precisar cuándo podría volver a ella. Lo más acertado, en consecuencia, era que les echaran las bendiciones antes de su marcha, y que él partiera ya con su mujercita.

Tal dijo el joven, y no hace falta insistir en la complacencia con que lo oyó Nati. Al fin había llegado el suspirado momento de volar de aquella pequeña jaula que era la quinta, y de dejar aquel Labradal tan mediocre. Iba a abandonar su monótona existencia, donde las horas, los días y aun los años se sucedían sin dejar una sensación inesperada de su paso. En que todo era igual y gris. En que a cada instante surgía el espectro de la miseria, llenándola de zozobra.

Como por parte de la muchacha todo fueron facilidades, se convino la cosa en un santiamén. La misma tarde en que Arturo había de partir se unirían los jóvenes, una boda sencilla, sin aparato ni fililíes. Los novios se casarían en traje de viaje, y desde la iglesia marcharían a tomar el tren, y la Madrid! la Madrid! Maravillosa palabra para los oídos de Nati.

La noticia venturosa trascendió en seguida a todos los habitantes de la casa. Empezaron los preparativos, y doña Africa, para confeccionar el bien modesto ajuar de su hija, tuvo que depositar en el Monte de Piedad las últimas alhajas que le quedaban y tomar del habilitado de Clases pasivas un préstamo a interés usurario. Arturo envió a pedir a Madrid las donas que había de regalar a su prometida, invirtiendo en ello buena parte de sus ahorros.

Estos rumores y preparativos no dejaron de llamar la atención de Jaimín, que al enterarse de la causa que los motivaba se tomó aún más sombrío y cabiloso. ¡Ya no había esperanza! ¡Aquel malvado decididamente se llevaba a "su" Nati! Y la idea embrionaria del crimen brotó en su magín.

Aquel germen de idea pronto arraigó y creció hasta adueñarse por completo de la voluntad del niño. En el desorden mental de su enfermiza inteligencia, en el estado crepuscular epiléptico, que diría un especialista en pediatría, aquel germen encontró ambiente apropiado para su pronto desarrollo. Era el único medio de que no se llevara a "su" Nati, y esto justificaba plenamente el crimen en su anormal raciocinio.

Fríamente trazó su plan, y una tarde, decidido a ponerlo en práctica, aguardó, escondido detrás de una de las hojas del portón de entrada a la quinta, la llegada de Arturo. Iba armado con un descomunal cuchillo que tomó de la cocina de su casa, para alevosamente, premeditadamente, asestar al infame una terrible puñalada por la espalda.

En efecto, cuando el niño sintió entrar al montador, abandonó su escondite para herirle por detrás; mas como la hoja de la puerta chirrió al moverla para salir, Arturo, al ruido, volvió la cabeza, y al ver al niño, que trataba de hundirle su gran cuchillo, dió un salto de costado para evitar el golpe. Acto seguido atenazó de un zarpazo la muñeca del chico y la apretó violentamente, hasta obligarle a soltar el arma. Pero no por verse desarmado se amilanó el pequeño, que a patadas y mordiscos le acometió. Arturo le dió dos moquetes sin consideración y lo cogió entre sus membrudos brazos, privándolo casi de acción. Estaba dispuesto a hacer un escarmiento, propinándole una ignominiosa azotaina en presencia de Nati para abochornarlo. ¡Así que no le tenía hincha!

Jaimín forcejeaba y hacía terribles esfuerzos para soltarse de los brazos que lo aprisionaban; mas se debatía inútilmente. Arturo, llevándolo bien sujeto, llamó a la puerta del piso de Nati El niño sintió la vergüenza de que su prima abriera y lo viese en tan desairada y afrentosa situación, a merced de su enemigo, e hizo nuevos y desesperados esfuerzos por recobrar la libertad de sus movimientos; pero todo fué en vano, que aquel bárbaro debía tener unos brazos de acero.

Nati salió a abrir, como el niño había supuesto; al verla, Jaimín sintió zumbidos en los oídos,V su retina impresionada por rápidas visiones de chispazos y líneas luminosas, fenómenos sensoriales que constituían el aura de sus ataques, entonces, el chico, ante la inminencia de uno de éstos, dio el inconfundible grito epiléptico.

—Suéltalo, Arturo, que tiene el ataque—dijo la muchacha.

El joven lo depositó en el suelo. Nati, hincándose de rodillas junto a él, le aflojó el cuello de la camisa, le desabotonó el chaleco, le quitó el cinturón y buscó algo que colocarle entre los dientes para que no se fuera a lastimar la lengua; pero ya era tarde: el chico se la había mordido, y una espuma sanguinolenta asomaba por las comisuras de su boca.

El enfermo había palidecido bruscamente y perdido el sentido. Las contracciones musculares y convulsiones tónicas comenzaron con gran intensidad. Después siguieron las convulsiones clónicas, durante las cuales las extremidades ejecutaban movimientos irregulares de flexión y extensión, el tronco se agitaba y retorcía en rudas sacudidas y el rostro hacía horribles visajes. Las pupilas las tenía fuertemente dilatadas. Al cabo de unos minutos, el niño quedó inmóvil, como muerto, sumido en aquel sueño letal que sucedía al ataque. Nati hizo traer una almohada y la puso debajo de su cabeza.

En esto bajó doña Mariana, informada por Rosario, que había oído el grito del niño, de que su hijo debía estar con el ataque. Lo vio tendido, rígido, con la facies aún cianótica por el espasmo de los músculos respiratorios, el diafragma y los de la laringe entre ellos, y profundamente dormido, señales inequívocas de que, en efecto, había tenido un ataque.

Interrogó a Nati:

—¿Cómo fue el darle?

Su sobrina guardó silencio. Arturo, que permanecía en segundo término, avanzó un paso y empezó a referir:

—El niño quiso agredirme con un cuchillo; yo le sujeté para que no lo hiciera, y entonces... La señora no le dejó terminar.

—¡Asesino!—le arrojó airadamente a la cara, tan despreciativamente como si le lanzara Un escupitinajo.

—Pero señora...

—¡Asesino, sí! ¡Entre usted y esa ingrata lo están matando! ¡Infames! ¡Malvados!

—Pero tía...

—¡Cállate, malas entrañas! ¡Desagradecida! ¡Cállate! ¡Lobeznos! ¡Criminales!

—¡Vaya usted a hacer gárgaras, señora!—díjole Arturo, que no pecaba de sufrido.

Nati le tiró de la americana para que se contuviera.

Doña Mariana le lanzó una mirada con la cual lo hubiera reducido a polvo de haber podido.

—¡Al fin sindicalista!—le escupió como supremo insulto.

Y agarrando por la cabeza al pequeño, mientras Rosario lo tomaba por los pies, lo subió a su aposento.

Cuando se hubieron retirado, Arturo preguntó a su novia:

—¿Eso es una señora o una furia?

—Es una madre, Arturo; discúlpala—objetó Nati.

—Una leona madre será en todo caso.

—Todas las madres son leonas cuando creen que le hacen mal a sus cachorros.

—¿Y quién le hizo daño al suyo?... Oye: parece como si ese pequeño mequetrefe anduviese celoso, como si estuviera enamoriscado de ti... ¡Tiene gracia!

—¡Pobre chico! ¡Si es un niño!—contestóle Nati, llena de lástima.

VIII

Desde la tarde en que Jaimín sufrió un ataque al intentar herir a su adversario, el estado del niño empeoró considerablemente. A las ausencias, o breves aboliciones de conciencia, analgesias totales con pequeños fenómenos motores de excitación que antes padecía, habían sucedido los ataques violentos y de naturaleza epiléptica bien definida, y raro era el día en que no le daba alguno. Y salía de ellos quebrantado, deshecho, postradísimo. Por días se le veía perder fuerzas. Y a casi no abandonaba el lecho, y abatido y sin ánimo para la lucha, permanecía en él. La herida de la lengua también le molestaba bastante.

Nati subía con relativa frecuencia a verlo. Con su tía no cruzaba la palabra desde la penosa escena que tuvieron la tarde de la tentativa de asesinato, en que doña Mariana tan injusta y ásperamente la había recriminado, así como a su novio. Como la señora no le había dado la menor explicación de tales injurias ni la saludaba, ella tampoco le hablaba; pero sabiendo que al chico le daban los ataques, creía su deber ir a hacer alguna que otra visita al yacente. Además, viendo al niño gravemente enfermo, su resentimiento con él se había disipado. ¡Al cabo todo lo que Jaimín había hecho era por quererla mucho, por quererla de un modo algo extraño para su edad!

Cuando Nati subía, el niño, aplanado y costándole bastante esfuerzo el hablar, callaba, limitándose a mirarla larga y dolorosamente. Y si ella le preguntaba, solía contestar con monosílabos.

Aquella triste y resignada mirada del pequeño hacía, sin saber por qué, daño a la joven; es decir, quizás fuese porque pensara que ella había contribuido involuntariamente a que el estado del niño se agravara. Sí, contemplando el rostro pálido y enflaquecido de Jaimín, sentía un leve remordimiento de conciencia. Y procuraba acortar las visitas, como si quisiera huir de aquel mudo reproche que se figuraba que el chico le hacía y el cual inquietaba mucho más su corazón que las miradas hostiles que le dirigía doña Mariana.

Un día en que la señora no se encontraba en el dormitorio de su hijo cuando entró en él Nati, Jaimín le dijo:

—Me voy a morir pronto, prima. ¿Por qué no esperas a que me muera para casarte?

—¡Bah! ¡Qué tontuna! ¡Desecha esas ideas lúgubres! ¡Si yo no me casara hasta que te murieras, no me casaría nunca!

—No, Nati; ten por seguro que no tendrías que aguardar mucho—expresó el chico con amarga certidumbre—. ¡Poca guerra he de darte ya!

—¡Qué simpleza!

Los ataques seguían repitiéndose casi cotidianamente, y el niño, cada día más destrozado y exhausto, parecía no tener fuerzas ni para respirar.

Aquellas violentas sacudidas de los ataques, aquellas contracciones rudas, cortas y arítmicas, descargas motoras de la corteza cerebral sobre el débil organismo, consumían en pura pérdida sus escasas energías. Eran como la descarga entre las bolas metálicas que constituyen los polos de una máquina productora de electricidad estática, cuando la tensión sobrepasa cierto límite. Y cada ataque le dejaba más rendido, más destroncado, más extenuado que el anterior, sin que el sueño reparador que le seguía fuera bastante a reponer las energías gastadas, ni la frecuencia con que se repetían permitiera que en tan corto intervalo de tiempo pudiera recobrar las fuerzas perdidas.

El niño no hablaba ya casi ni con Nati ni con nadie. La continuidad y el rigor de los ataques lo habían puesto como entontecido; pero tenía momentos de lucidez mental completa, como de una luz mortecina se escapan a veces vivos destellos antes de apagarse.

Nati seguía apesadumbrada el curso acelerado de la dolencia. Por las mañanas acostumbraba aguardar, a la puerta del piso, a que bajara el médico de visitar al niño, y cuando bajaba inquiría de él:

—¿Cómo sigue mi primo?

—Mal, muy mal—respondía invariablemente el galeno.

—¿Pero usted cree que morirá?

—Es lo más fácil; en algún ataque de éstos se nos queda.

Cuando estando ocupada en cualquier faena doméstica de su casa sentía el penetrante grito epiléptico, precursor del ataque, que el niño lanzaba, un temblor nervioso acometía a Nati.

—¿Será en éste, Virgen santa, en el que se quedará?—se preguntaba acongojada.

Y subía apresuradamente las escaleras para cerciorarse de que el chico salía de aquel ataque.

En tal estado de gravedad suma de Jaimín llegó la víspera de la boda de Nati Aquel día la muchacha subió sumamente contenta a ver a su primo: acababa de probarse, encontrándolo muy de su gusto, el traje de viaje, hechura sastre, que le había regalado Arturo y con el cual iría también a casarse. ¡Era precioso! ¡Y le caía tan bien! Se había igualmente probado ya todo el resto del indumento y arrequives que estrenaría al día siguiente, ¡día memorable!, desde las medias de seda y los zapatitos de ante hasta las flores de azahar, presente asimismo de su prometido, y todo lo había encontrado bonito y elegante. Subía, pues, contenta, muy contenta, como era natural.

Por mucho que ella quiso disimular su alegría, el niño, que estaba en un momento lúcido se dió perfecta cuenta de ella, y sonriendo melancólicamente, le preguntó:

—¿Te casas al fin mañana, prima?

—Sí.

—Pues dame el último beso.

—Te lo daré; pero no será el último.

—Sí lo será—dijo el niño con un timbre de voz tan seguro, tan sereno, tan "lejano", que padecía salido de lo subconsciente.

A su prima le impresionó aquella calma y seguridad con que el niño vaticinaba su cercano fin, y aún más que esto, le impresionó el tono pausado, de ultratumba, con que se expresaba.

Se inclinó para besarlo. Tenía la cara en extremo demacrada, los pómulos salientes y la tez lívida y terrosa, con esa amarillez característica de la muerte. El cuerpo estaba tan enflaquecido, que las ropas del lecho apenas acusaban relieve.

—¡Que seas muy feliz, prima!—le dijo el niño con voz tan opaca y débil que parecía un soplo, al tiempo que ella lo besaba.

La joven notó que dos lagrimones rodaban lentamente por las mejillas del chico. Aquel llanto mudo, como el de un hombre, conmovió todavía más hondamente a su prima.

Y Nati que había subido tan contenta, salió llorando del cuarto del enfermo.

Por la noche le repitió el ataque, y a la mañana siguiente, a primera hora, tuvo otro violentísimo.

A media mañana subió su prima a verlo. El niño, como idiota, no dió señales de reconocerla ya. A la joven, al contemplarlo en tan lamentable estado, se le oprimió angustiosamente el corazón.

Cuando fué el galeno a visitarlo, Nati, entristecida, procuró hablar aparte con él.

—¿Cómo lo ha encontrado usted?—le preguntó.

—Esto se acaba.

—¿Tan grave es su estado?

—Grave, no; desesperado.

—¿Y usted cree próxima su muerte?

—Es cuestión de días, quizá de horas.

A poco llegó Arturo, y Nati le propuso con acento persuasivo:

—Desearía que aplazásemos unos días nuestro enlace, amor mío. Mi primo se está muriendo.

—¡Imposible! Está todo listo y avisados los que han de intervenir. Tengo, además, un telegrama de mi Casa—dijo mostrándolo—ordenándome que salga inmediatamente, que le precisan mis servicios.

—Pero, hombre, considera que en el estado en que se encuentra el chico...

—¡Y tú qué le puedes hacer a ese niño?—preguntó él algo mosqueado.

—Yo, nada; pero no está bien.

—¡Sabes que voy pensando que quieres demasiado a tu dichoso primito!... ¡Estoy ya de él hasta la coronilla!... Yo no puedo permanecer más tiempo aquí, y de irme, no sé cuándo podré volver...—añadiendo altanero:—Así es que elige: él o yo.

Nati decidió. ¿Cómo no iba a decidir? Decidió casarse y marcharse con Arturo. Era la vida quien la reclamaba, ¡la vida!, y podía ella desoír sus voces por quedar al lado de la tristeza y de la muerte.

—Como tú quieras, Arturo—dijo resuelta, desechando toda vacilación—. Ya sabes que en el mundo no hay nadie para mí más que tú.

—Así me gusta oírte, mi vida.

Pero Nati accedió contrariada. Su afecto por el niño había ido creciendo a medida que lo veía agravarse. Una inmensa piedad para el desventurado rebosaba de su alma femenina. Y le parecía que aplazando su boda le prolongaba la vida.

—Comprendo que es una estupidez, una cosa insensata—pensaba—; pero no puedo desechar esta presunción de que su vida parece ligada a mi enlace. Casarme ahora, casi ante un cadáver, será inaugurar mi nueva existencia bajo bien tristes auspicios. Pero ¡qué remedio!

Por un fenómeno psíquico muy frecuente, conforme el niño había ido desprendiéndose de la vida, su prima lo iba idealizando en su corazón. La muerte, al acercarse, había ido borrando todo vestigio ridículo de su amor infantil. ¡Era un cariño tan puro, tan desinteresado!

Por el contrario, su pasión por Arturo disminuía conforme se aproximaba la fecha de la ceremonia nupcial, pues su novio se iba mostrando más dominante, autoritario y en ocasiones—¡por qué no confesarlo!—hasta grosero.

IX

El casamiento de Nati se efectuó sin gran derroche de alegría.

Fuera de su madre y de su hermana, sólo figuraron en la comitiva el dueño del molino donde se había hecho la instalación, que fué el padrino—y doña Africa, la madrina—, y unos obreros compañeros del novio, que le sirvieron de testigos. La madre de Arturo, cuya morada en Madrid había de servir de alojamiento provisional a los recién casados, escribió a última hora excusándose de asistir por el dispendio y la molestia que suponía el viaje.

Hasta el tiempo contribuyó al deslucimiento del fausto acontecimiento, pues a media tarde comenzó a caer aquella lluvia menuda y continua, tan común en Labradal, que producía en su caída un ruido tenue y acompasado, como el isócrono tic-tac de un reloj de bolsillo. Y caía, caía sin cesar, poniendo una nota sombría en las personas y en las cosas. Era uno de esos días desapacibles y plomizos de a primeros de otoño, que pesan sobre el corazón como una losa de mármol. Prematuramente, hacía también un frío húmedo que calaba los huesos.

A la novia, aunque trataba de ahuyentarlo, le perseguía el recuerdo del niño moribundo. Durante la ceremonia, Nati no pudo desechar este recuerdo: era una visión obsesiva que tenía constantemente ante sus ojos. Hasta entonces no había conocido lo que quería al agonizante. Nunca creyó que este cariño estuviese tan fuertemente enraizado en su ser. La pureza de este afecto había hecho, sin duda, que alcanzase las capas más hondas de su corazón, donde no llegaban las impuras sensaciones de la materia.

Desde la iglesia, los novios, según lo convenido, marcharon a la estación del ferrocarril, y en cuanto el tren que los había de conducir a la Corte partió, doña Africa y Serafina emprendieron el regreso a su casa.

Al entrar en la quinta sorprendió a la buena señora gran rumor de gritos y sollozos que del piso alto partían.

Sobrecogida, subió a ver qué pasaba.

Arriba se tropezó con Rosario, que iba lloriqueando.

—¿Qué es eso? ¿EA niño?...

—¡Ha muerto! Mientras ustedes estaban en la iglesia tuvo otro ataque, y de él no ha salido.

Doña Africa se dirigió a la alcoba del chico. Apenas la vió entrar, doña Mariana, como movida por un resorte, se puso en pie, y con el brazo extendido le señaló, con el índice, la puerta, a la par que gritaba furiosa, dejando escapar toda la bilis y toda la ira que, sin poder desahogarlas, había ido almacenando durante la enfermedad de su hijo:

—¡Vete! ¡Vete de aquí! ¡Sal de mi casa! ¡Vete adonde yo no te vea! ¡Esa mala pécora de tu hija me lo ha matado! ¡Me lo ha asesinado! ¡Lo tenía embrujado al pobrecito mío! ¡No sé qué bebedizo le había dado! ¡La muy bruja! ¡Infame! ¡Maldigo la hora en que os recogí en mi casa! ¡Nido de víboras, que así pagáis el favor que os hacen!

Y, tomando aliento para respirar, continuó en el paroxismo ya de su cólera y de su dolor:

—¡Idos! ¡Idos pronto! ¡Idos en seguida! ¡Ha matado a mi hijo! la mi hijo! la mi único bien! ¡Reniego de ti y de tu maldita prole! ¿No oyes? ¡Vete! ¡Sal de aquí inmediatamente!

Doña Africa, anonadada por estas imprecaciones, inclinó la cabeza como una culpable y salió llorando de la habitación.

Dentro quedó la madre, vociferando como una energúmena, loca de pena, ante el cadáver de su único hijo.

X

Nati y Arturo viajaban solos en el departamento de primera a que subieron en Labradal.

La lluvia continuaba cayendo incesante, poniendo un tinte de desolación y tristeza en el árido paisaje. El viento, a rachas, silbaba siniestramente.

Arturo se aproximó a Nati, le cogió una mano y le preguntó:

—Me quieres mucho, amor mío?

—¡Mucho, Arturo!

Entonces él le pasó un brazo por la cintura y buscó, ansioso, su boca.

Una ráfaga de viento y agua azotó en este momento los cristales de las ventanillas, produciendo un sonido desagradable y lúgubre, que, como un triste agüero, hizo estremecer a Nati. Le pareció que el alma del niño había penetrado en el vagón. Juraría haber sentido junto a sí un imperceptible aleteo. ¡Sí, el niño debía haber muerto y su alma venía atraída por el imán de su cariño! Porque ciertamente que el pobre chico estaba enamorado, muy enamorado de ella. ¡Lástima de Jaimín! Nuevamente creyó percibir como un soplo helado en la nuca. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Rechazó a su esposo y procuró serenarse: "¡Bah! Sería alguna bocanada de aire que habría entrado por las juntas de la ventanilla.

—Pero, Nati, no seas tonta...

—Déjame ahora, Arturo; estoy muy nerviosa..

—Pues dame tan sólo un beso.

Ella recordó aquella promesa de no besar a Arturo que una noche en broma le hiciera al chico. ¿Vendría su ánima a reclamar el cumplimiento de esta promesa?

Otra ráfaga de viento hizo crujir lastimeramente las maderas de las ventanillas. Nati tembló toda.

—Ahora no—dijo.

—Pero ¿por qué?—inquirió él, encendido en deseos y extrañado de que le fuera negada una petición tan natural.

Ella buscó una excusa, no queriendo declarar su miedo, pueril y sin fundamento.

—Quizá mi primo haya muerto—insinuó.

—¡Pues requiescat in pace!

—¡No digas eso!—gritó Nati, horrorizada del tono burlón de su esposo.

—¡Sabes que estoy ya muy cargado de tu primito!—dijo Arturo, rabioso, lanzándose sobre ella.

Nati echó la cabeza para atrás, pero no pudo evitar que los labios sensuales de él se aplastasen brutalmente contra su boca.

La muchacha comparó mentalmente la delicadeza y ternura con que el niño suplicaba sus besos y la brutalidad e iracundia con que Arturo los exigía y los tomaba.

El recuerdo del niño le prestó un vigor de que no se hubiera considerado capaz, y dando un violento empellón a Arturo, lo repelió de nuevo.

—¡Te he dicho que no quiero ahora besos!—gritó enérgica.

El se rehizo pronto y, exasperado, volvió sobre Nati con los puños en alto.

—¡Pues yo te digo que los quiero ahora y basta!

La joven trató de ponerse en pie; mas, al intentarlo, sintió, intimidada, que le tiraban del pelo. Fué una horquilla que, al echarse antes para atrás esquivando la boca de él, se enganchó en la redecilla que cubría la tapicería del respaldo, y ahora, al ir a levantarse, la redecilla había tirado levemente de la horquilla, produciéndole aquella sensación pavorosa.

Obsesionada, empavorecida, creyó que el espíritu del niño tiraba de ella, y la impresión fué tan fuerte que cayó desvanecida sobre el asiento.

Fuera, la lluvia seguía cayendo implacable; ráfagas de viento alteraban de tiempo en tiempo su monorrítmica regularidad.

La niña enamorada

I

En el patio sevillano, alicatado con azulejos de reflejos metálicos y de pavimento de mármol, todo era zambra y bullicio.

El piano modulaba unas alegres sevillanas, y a sus sones una linda pareja de mocitas lucía su garbo y gentileza con los elegantes y airosos movimientos del clásico baile andaluz.

Muchachas y muchachos pasaban por los corros las bandejas llenas de dulces y pastas, las bateas que sostenían las copas de oloroso jerez, de ambarina manzanilla o los vasos de fresca sangría.

Repiqueteaban las castañuelas, brotaban espontáneas las coplas sentimentales, restallaban los encendidos piropos, y por doquier corría, corría sin tasa, bajo diversas coloraciones, el zumo de las uvas.

Todo era zambra y bullicio en el patio sevillano.

Y, sin embargo, don Miguel Centeno, dueño de la casa y en honor del cual se celebraba la fiesta por ser el día de su santo onomástico, contemplaba melancólicamente el ir y venir de las bellas jóvenes, la algarabía de los chiquillos, el sereno hablar de las graves matronas.

El, tan jaranero y locuaz, con tan justa fama de tenorio, miraba, por primera vez en su vida, con ojos empañados por la tristeza, la alegría de una fiesta. Nunca le sucedió cosa parecida. Siempre fue el más alocado, el más dicharachero, el más bailarín, el más bebedor, el más enamorado, y hoy...

Nunca hasta entonces se le ocurrió reflexionar en que tocaba ya los linderos de la vejez, en que sus cincuenta años, aunque bien conservados, comenzaban a poner nieve en su corazón. ¡Qué insólita tristeza le había acometido inesperadamente! ¿Sería que la primera cana había asomado en su espíritu?

Se había subido al principal, solo con su murria, y acodado sobre la baranda de uno de los abiertos balcones que caían al patio, miraba distraídamente el holgorio. Desde su atalaya veía a su mujer, doña Elena, tan afable, tan apacible, tan bondadosa, con su humanidad aún bella y algo exuberante, charlar reposadamente con otras señoras amigas; distinguía a su sobrina Rocío en su incesante corretear por el patio, yendo atolondradamente de aquí para allá y trasegando más de lo regular del licor de la vid. ¡Qué joven, pues aún no contaba diez y seis años, y qué desarrollada estaba su sobrina, y, sobre todo, qué bonita era! ¡Qué lleno de picardía y gracia tenía aquel hechicero semblante, que dos trenzas de ébano encuadraban! ¡Cuán contenta parecía con los ojos chispeantes, aquellos ojos tan negros y tan hondos! ¡Y qué carácter tan vehemente y aturdido tenía la preciosa chiquilla! Y eso que, desde hacía unos meses, la observaba más seria y reconcentrada. ¿Se habría "colado" el amor en aquel ingenuo corazoncito? ¡Bah! la buen seguro que el amor no habría tomado la forma de Currito Revuelta, su adorador constante, pues la muchacha lo trataba harto desdeñosamente! Ahora mismo notaba cómo Currito andaba al retortero de la bella y cómo ésta le daba bonitamente de lado, sin prestarle maldita la atención.

Cuatro años hacía que, habiendo perdido Rocío en pocos meses a su padre y a su madre, ésta hermana de doña Elena, la trajeron a su hogar sin hijos. Y en su esposa había encontrado la desvalida huérfana una nueva madre, y en él, no diría que un padre, porque no era de esos hombres que se dan por entero a la ternura familiar, pero sí un hermano mayor o, mejor tal vez, un buen amigo, un camarada. Así era que, de tanto bromear y jugar con ella, la muchacha no le tenía ni pizca de respeto. Ya se lo recriminaba su mujer:

—¡Miguel, no te haces respetar de la niña!

La "niña" para ellos era Rocío.

¡Como si él hubiese nacido para hacerse respetar de nadie!

Pero de algún tiempo a aquella parte venía advirtiendo que la chiquilla esquivaba sus bromas y hasta que casi le huía. ¿Qué diantres le pasaba? A él no le remordía la conciencia de haberle hecho nada. ¡El demonio son las mujeres! ¡Cualquiera las entiende!

Era don Miguel alto, cenceño y bien plantado. La mirada, franca y jovial; el pelo, negro y rizoso y con los aladares poblados de canas. Abonado al coso sevillano, concurrente a todas las tientas de reses bravas que se celebrasen en diez leguas a la redonda y de los que, antes de cada corrida, primero les hubiera faltado tiempo para comer que para ir a Tablada a formar juicio de las condiciones de las fieras cornúpetas que habían de lidiarse. Intimo de muchos ganaderos y astros coletudos, parroquiano asiduo de las más afamadas "borracherías" y de las tiendas de montañés más renombradas y nocherniego tan recalcitrante, que se recogía en su casa de madrugada, cuando se recogía, don Miguel era una institución en Sevilla, casi tan popular como la Torre del Oro.

Pues en el ramo del mujerío sevillano hubiera sido el non plus ultra de los cicerones: conocía al dedillo a todas las cigarreras bonitas, a todas las mozas de vida dudosa y a todas las mujeres de postín que encerraba Sevilla. En fin, que hubiera podido formar el padrón por barrios de todas las mujeres guapas que engalanaban el solar hispalense sin que se hubiera de dejar una en el tintero, lo que ya es decir, pues sevillana y bonita vienen a ser voces sinónimas. ¡Había una en la Alameda de Hércules!... ¡Pues vivía otra en la Puerta de la Carne!... ¡Pero como aquella del barrio de San Bernardo!... ¡Y si no, aquella niña que parecía una maceta de claveles más en su reja del barrio de la Cruz, en la propia calle de Don Remondo, casi a la sombra de la Giralda!... Y así hubiera dado norte de las flores más garridas que lozaneaban en el vergel que riega el antiguo y caudaloso Betis.

Vamos, que de no verlo, no era para creído el que un hombre como él, que le hubiera podido echar un rentoy al propio burlador de Sevilla, pues eran innúmeras las hembras con que fundadamente había dado que hablar, se hubiese subido, huyendo del "mundanal ruido", al principal y allí permaneciera, mano sobre mano, pensando en las Batuecas, sin que la contemplación de todas aquellas mujeres retrecheras que alegraban su patio le aguijara a bajar y decir siquiera a alguna qué bonitos ojos tienes. ¡Era para hacerse cruces! Que estuviera sin galantear a ninguna hermosa quien se pasó la vida galanteando a todas, juzgaríanlo sus amigos y conocidos cosa nunca vista y singular. Y eso que su figura esbelta y arrogante, su labia graciosa y ponderativa y su mirar aún fogoso, hubieran podido causar todavía estragos en la femenina grey congregada abajo; pero él no estaba de humor de chicoleos ni de conquistas.

Por primera vez, ¡qué oportuna ocasión de filosofar!, recapacitaba en la inutilidad de su vida, repartida entre colmados y mancebías; por primera vez se daba cuenta de su egoísmo; por primera vez contemplaba con remordimiento a su bonísima esposa, a la que con tantas infidelidades había agraviado.

Menos mal que doña Elena era, la pobre, de pastaflora, y jamás le había faltado una sonrisa indulgente para perdonarle sus calaveradas, si por rara casualidad habían llegado a su conocimiento. Tan enamorada estuvo siempre de aquel buen mozo que tenía por esposo, que nunca había visto más que por sus ojos, y a cada infidelidad parecía quererlo más. Pero la verdad era que no tenía perdón de Dios por haberle hecho sufrir a aquella santa...

Sumido en estas acerbas reflexiones, no notó nuestro retraído caballero unos pasos que, de puntillas, se le acercaban; sólo se dió cuenta de la cercana presencia de otra persona cuando columbró unos torneados brazos, cuyas manos al punto le taparon mimosamente los ojos por detrás. Sintió sobre sus párpados la fina piel y el tibio calor de unas manecitas juveniles y femeninas, y junto a su espalda adivinó la proximidad de un cuerpo bien formado, de formas precozmente acentuadas. Una fragancia deliciosa a juventud y un tenue olor a esencia de heliotropo, el que gastaba Rocío, le hicieron no dudar.

—¡Eres Rocío!—dijo.

—Sí, "tiíto". ¿En qué me has conocido?—preguntó la chica, quitando de sus ojos la adorable venda y acodándose junto a él sobre la barandilla del balcón.

—¡Qué sé yo! ¡En todo y en nada! Tu aroma es inconfundible: es el aroma del capullo que empieza a abrirse, de la muchacha que comienza a hacerse mujer. Es un aroma que percibe antes el alma que el olfato.

—¡Uy, qué bonito, "tiíto"! ¡No sabía yo que hicieras madrigales tan preciosos!—exclamó Rocío, palmoteando—. Oye, ¿y se puede saber por qué estás esta noche tan "sombrón", que parece que huyes de la gente?

—Es que llega un día, Rocío, en que más que divertirnos nos gusta ver cómo se divierten los demás... Es que a mi edad, la alegría, como la luz de la Luna, tiene que ser refleja.

—¡Filosófico y poético estás, "tiíto"! Y también tienes la coquetería de llamarte viejo, cuando muchos pollos envidiarían tu salud y tu presencia... Te encuentro desconocido; tú que eres el barbián más barbián de Sevilla, el más loco y mala persona, esta noche estás como si te hubieran dado cañazo... ¡No vayas a protestar! ¡Mala persona, sí; lo he dicho y lo sostengo! ¡Pocas partiditas serranas que tienes hechas a las sevillanas y a las que no son sevillanas!

Hablaba vivamente, con locuacidad encantadora; los grandes y adorables ojos fijos a ratos en los de su tío.

—¡Quién te contó tales disparates, sobrina?

—Es que yo tengo un pajarillo que me lo cuenta todo... Lo suelto, y a su regreso me dice uno por uno todos tus pasos... ¡Y él me ha referido más horrores de ti! ¡Veces hubo en que tuve que taparme los oídos para no escucharle!

—Pues mira, niña, ten encerradito en su jaula a tu pajarillo y no lo eches a volar, porque no te cuenta más que chismes y embustes.

—No, "tiíto"; si yo sé que tú eres bueno en el fondo... Lo que a ti te ha sucedido es que no has encontrado nunca una mujer que te quiera como a ti había que quererte para tenerte encadenadito, que te quiera como tú te mereces...

—Pero, niña, qué cosas tan desatinadas se te ocurren esta noche... ¡Una mocosa metida en psicologías! ¿Qué sabes tú de la vida, Rocío?

—¡Más de lo que tú te figuras! ¿Sigues tomándome como a una chiquilla? ¡Pues estás equivocado; has de saber que pienso y siento como una mujer!

—¡Ya sé que eres toda una mujer! ¡Una mujer hecha y derecha! Como mujer y no como chiquilla, te tiene el seso sorbido ese tuno de Currito—díjole su tío, que acostumbraba a darle matraca con las pretensiones del desdeñado galán.

—¡No me hables, por favor, de Currito! ¡Qué "esaborición" de niño! ¡Qué "asaúra" tiene el alma mía! ¡Se está hablando de aquí a mañana y no se acaba de contar la mala sombra que tiene el pobrecito!... ¡No se parece a mi "tiíto"! Porque ¿habrá quien tenga más ángel que tú, so bribón?—expresó Rocío con gachonería.

—¡No me piropees, sobrina, que me lo voy a creer!

—¡De sobra lo sabes tú, hipocritón! Mira, y no creas, hasta cierto punto disculpo tus trapisondas, porque, como te he dicho, adivino que nunca has tropezado con una mujer que haya sabido llenar por completo tu corazón...

—¡Y dale, chiquilla! ¿Qué sabes tú de eso? ¡Cuando yo digo que has empinado el codo más de la cuenta!... A ver, apunta...

—¡Te juro que no estoy mareada, "tiíto" Miguel!

Hubo un breve silencio. Y de repente, ella, poniéndose seria en brusca transición, lo cortó diciendo:

—Si supieras que yo sé que hay una mujer que te quiere todo lo que tú te mereces...

—¿Una mujer?—preguntó don Miguel, a quien la honda y temblorosa inflexión de voz de su sobrina, más que sus palabras, pusieron pensativo.

—Sí, una mujer; lo que pasa es que tú nunca reparaste en ella, porque... porque la consideras aún una niña...

Hablaba a saltos, balbuciente y avergonzada. Estaba muy bella al hacer su declaración: roja como las guindas y con los ojos vueltos tenazmente para el lado opuesto al que se encontraba su tío. Pero como éste, no queriendo comprender, callara y la contemplase, abriendo unos ojos desmesurados, como portones de catedral, ella, a quien sus propias palabras aturdían cada vez más, siguió apasionadamente, disparada ya:

—Sí, una mujer que está "penaíta" por ti... ¡Una mujer que no piensa más que en ti! ¡Que no vive más que para ti!... ¿No caes?... ¡Pues esa mujer soy yo!

Ya no le huía los ojos; por el contrario, lo miraba fijamente, para dar mayor fuerza a sus palabras, y con una ligera expresión de angustia en el fondo de las pupilas.

—¡Tú!—exclamó perplejo don Miguel—. ¡Con razón te digo que, no ya mareada, sino que estás hecha una cuba!

—¿Borracha, yo? No. Créeme; quien a ti te quiere de verdad, quien te quiere con todas las veras de su alma y más que a las niñas de sus ojos, soy yo...

—¡Faltaría más que no quisieras a tu tío!—expresó don Miguel, desviando chanceramente la plática.

—No, no es eso... Es que yo te quiero como... como si fueras mi novio... ¿Quieres ser mi novio, "tiíto" Miguel?

—Chiquilla, ¿pero tú es que te has propuesto tomarme el cabello esta tarde, o es que estás ensayando conmigo lo que le piensas decir a Currito?

Mas no; de sobra comprendía don Miguel que a la muchacha, al hablarle, se le salía el corazón por la boca; lo veía claramente en su acento veraz y apasionado, en la zozobra con que lo miraba, en el anhelo con que aguardaba sus respuestas.

—Nunca hablé más formal—expresó sinceramente Rocío—. He bebido, sí; pero fué para perder la vergüenza y poder decirte lo que te he dicho... Porque a tu lado me consumía, viendo que nada adivinabas, que era casi una extraña para ti... Porque será una locura, será lo que tú quieras; pero ¡te quiero, te quiero y te quiero! Y este cariño no me cabía ya en el pecho, y si no te lo hubiese dicho me hubiera dañado el corazón... ¡Te quiero, sí; te quiero! Días y días necesité para convencerme de que te quiero como te quiero... Días y días traté de imprimir cualquier otro rumbo a mi corazón... ¡Mas todo fue en vano! ¡Te quiero, te quiero por encima de todo! ¿Quieres ser mi novio, "tiíto" Miguel?

Quedó silenciosa, con la mirada clavada en la de él con dolorosa intensidad.

—¡Basta ya de bromas, Rocío! Cuando se te pase la pítima hablaremos.

—¿No me crees? ¿Si me tirase desde el balcón al patio me creerías?—preguntó son súbito arranque.

El leyó en sus ojos la inquebrantable resolución de hacerlo a la menor indicación suya... Un coletazo de frío sacudió su medula. Aquella chiquilla, que consideraba como hija; que desde que casi era una pitusa convivía con él; aquella imaginación fogosa y exaltada era la víctima, ¡terrible víctima!, de su prestigio de Don Juan. ¡Triste prestigio el del averiado tenorio!

—¡Rocío, hija mía, no seas loca!—díjole tiernamente—. Reflexiona...

—¿Se le puede mandar al corazón que reflexione?

—Yo te quiero como a una hija, siempre te consideré como a tal...

—¿Y nunca podrás quererme de otro modo?

—¡Rocío!

—¡Nunca podrás quererme! ¡Lo comprendo, lo adivino! ¡Qué tristeza!... Quizá te resulte hasta repulsiva, por haberte declarado así mi amor... Y sin embargo, ¡es que ya no podía callar más!... No me quieres, no; nunca me querrás... ¡Qué desgraciada soy, madre mía!

Y sus lindos ojos se enturbiaron por las lágrimas y su pecho se hinchó de sollozos, y la niña enamorada rompió a llorar, a llorar sin consuelo. Lloraba como una chiquilla a quien quitan un juguete o contrarían en un gusto; mas su llanto no era por eso menos desolado.

"Tiíto" Miguel la contemplaba confuso, sin saber qué hacer ni qué decirle. "¡He aquí quién vino a ser mi postrer conquista!", se decía con amargura.

Pero a esto, una muchacha amiga, la mayor de las de Gordillo, que desde el patio miró para arriba y vió a la joven llorar, le preguntó a voces:

—¿Qué te pasa, Rocío?

La joven se apresuró, toda avergonzada y llorosa, a retirarse del balcón y dejarse caer sobre una silla de las que había en el pasillo.

Doña Elena, informada de lo que sucedía, subió apresuradamente.

—¿Qué le pasa a la niña?—preguntó a su esposo, siempre tan confiada e inocentona.

—¡Qué sé yo! Que sin duda ha bebido demasiado y la ha pillado triste.

—¿Qué tienes, Rocío, hija mía?

—No sé; sin saber por qué me han entrado unas ganas de llorar... ¡Ya ves qué tontuna! Voy a echarme un rato; me duele la cabeza...

Y sin entrar en más explicaciones ni mirar a sus tíos, echó a correr, hecha una Magdalena, hacia su cuarto.

II

A la mañana siguiente, don Miguel reposaba tranquilamente en su lecho, cuando doña Elena penetró sobresaltada en la alcoba.

—¡Miguel! ¡Miguel!

—¿Qué pasa, mujer? ¿Qué hora es?—preguntó éste, despertando de no muy buen talante y desperezándose.

—Que la niña se marchó esta mañana a la misa de ocho del Salvador y son las once bien corridas y aun no ha regresado...

—Se habrá entretenido en la iglesia.

—No; he enviado allí a buscarla y no está; he mandado también a casa de las de Gordillo y tampoco se encuentra en ella, y no caigo dónde puede estar... Y lo más extraño es que he entrado en su aposento y he notado la falta de un retrato de sus padres y de otro tuyo, que sobre su tocador tenía.

—¡Demonio!—expresó don Miguel, rascándose la cabeza en señal de profunda preocupación—. ¿Y has visto si se ha llevado ropa o alguna otra cosa?

—Sólo los retratos eché de menos.

Precisamente la conversación que tuvo con Rocío y el anómalo proceder de ésta habían tenido desvelado a don Miguel hasta cerca de la madrugada.

Y forzoso le era relacionar ahora la ausencia de la chica con lo acaecido la víspera. ¿Dónde podía haber ido Rocío? ¿Habría sido capaz de atentar contra su vida, como la noche precedente demostró tener arrestos para hacer? Esta sospecha hizo palidecer a don Miguel. ¡Tenía un genio tan vehemente la muchacha!

Vistióse apresuradamente, él que acostumbraba a hacerlo con tanto cuidado y acicalamiento, y salió.

En el patio encontró a su esposa, que, toda atribulada, hablaba con la criada.

—Viene de casa de mi prima Elvira y de casa de las de López, y en ninguna parte se encuentra—díjole ésta—. ¡Ay, Miguel, temo una desgracia!

—No digas tonterías, mujer.

—No te fijaste en ella anoche. Primero demostraba una alegría, un aturdimiento extraordinarios; después una tristeza y un llanto extraños... A esa niña le pasa algo. ¿Sabes tú lo que le sucede?

—¡Qué he de saber, mujer! Se habrá encontrado a cualquier amiga en la iglesia, y a la salida se habrán ido juntas de paseo.

—¡De paseo a estas horas! ¿Estás en tu juicio, Miguel? Es muy chocante esto; nunca hizo cosa parecida.

—Voy a dar una vuelta a ver si la veo; pero tranquilízate, que no hay motivo para alarmarse.

Mas otra le quedaba por dentro al caballero, que en vano trataba de disimular su desazón. Se lanzó a la calle al buen tuntún. No encontrándose en ninguno de los sitios adonde su mujer había mandado a buscarla, no presumía tampoco dónde pudiera hallarse. Marchaba gesticulando, haciéndose y descartando mil conjeturas. Quien le viera venir de esta guisa y se fijara en lo descuidadamente que iba vestido, que hasta el lazo de la corbata llevaba a medio hacer, hubiérase quedado como el que ve visiones al reconocer al propio don Miguel Centeno, siempre tan terne y peripuesto.

De pronto, su rostro se iluminó: acababa de acordarse de la chacha Milagros, la nodriza que había amamantado a Rocío, y a quien ésta profesaba gran cariño. ¿Si estuviese en el domicilio de la chacha? Era el único lugar probable en que faltaba por investigar.

La chacha Milagros vivía en el barrio de Triana; don Miguel tomó un coche en la plaza de San Francisco y ordenó al cochero que lo condujera allá.

—¡Aprisa! la ver si arreas! ¡Te daré una buena propina!—dijo al punto de subir en el carruaje.

—¡Descuide usted, señorito!

Pero aunque el auriga fustigó al jaco, a don Miguel le parecía que el coche marchaba lentamente.

En el puente, don Miguel vió venir, en dirección contraria, a la chacha Milagros, y ordenó al cochero parar; mas antes de que lo hiciese, con una agilidad impropia de sus años, saltó rápidamente del vehículo al suelo.

—En su busca iba, señorito Miguel; la niña...

—¿Está en su casa, ama?—interrumpióle impaciente el señor Centeno.

—Sí, señorito, y empeñada en no salir de allí...

Don Miguel respiró tranquilo; ¡qué peso se le había quitado de encima! Se le pasaron ganas de abrazar a la chacha. Afortunadamente, aquella sospecha martirizadora de que se hubiera suicidado carecía de fundamento.

Quieras que no, don Miguel obligó a la chacha a subir al coche. Y ya sentada a su derecha, mientras el vehículo continuaba dando tumbos camino de la vivienda de la ex sirvienta, ésta le narró:

—Esta mañana temprano se presentó en mi casa; me dijo, llorando, que venía a quedarse en ella, que quería vivir conmigo, pues había tenido un disgusto con ustedes y no podía seguir en su casa... Yo, señorito, con alma y vida la tendría en mi compañía, porque ya sabe usted que la quiero como a una hija; pero, la verdad, me parece que no está bien que una señorita tan principal viva con una pobre en una casa de vecinos, sin el regalo y la comodidad a que está acostumbrada.

—¿Y qué más le contó?

—Nada más, señorito Miguel; yo le he aconsejado que volviera con ustedes, que son como sus padres; pero tantas veces como se lo he dicho, tantas otras como me ha contestado, llorando, que no, que eso no era posible... Y yo, en su vista, sin decirle media palabra de para qué salía, tomé el camino de su casa para referirles lo que pasaba y que me indicasen lo que debía de hacer... No ha consentido decirme tampoco cuál fué la causa del disgusto que tuvo con ustedes... Yo me figuro que será cosa de novios, alguno que tendrá que no le convenga, por lo que ustedes se opondrán, y ello habrá motivado la riña... ¿No es eso, señorito?... Pero no la traten con rigor; si la pobrecita es un ángel de buena, don Miguel de mi alma. Háblenle al corazón y verán cómo responde... En estas cosas de amores, usted lo sabe mejor que yo, porque tiene más conocimiento y más experiencia de la vida, la violencia es lo peor...

Aquella buena mujer hablaba más que un sacamuelas, y hablando, hablando por los codos ella, y escuchando preocupado don Miguel, arribó el coche a la puerta del patio de vecinos donde la antigua ama de cría tenía su albergue.

Mas fue el caso que, no bien entró la chacha Milagros en su habitación, al ver Rocío que venía acompañada de don Miguel, echó a correr como alma que lleva el diablo.

Su tío corrió detrás de ella.

—¡Rocío! ¡Rocío! ¡Pero Rocío!

Sí, sí; Rocío, a quien sin duda habían nacido alas en los pies, corría como si la fuera persiguiendo un miura, y no paró en su carrera hasta dar con su gentil persona en un obscuro camaranchón que al otro extremo de la vivienda se encontraba, y al cual se ascendía por una desvencijada escalera. Y no contenta con esto, cerró violentamente la puerta de aquel tugurio, corrió por dentro su cerrojo y aun apoyó en ella el cuerpo, como si temiera que tratasen de forzar la entrada.

—¡Rocío! ¡Mujer! ¡No seas niña, que tenemos que hablar!

Pero por mucho y recio que don Miguel la llamaba, y por más que aporreaba la puerta, el más espantoso silencio reinaba del otro lado de ella.

—¡Rocío! ¿No me oyes? ¡Contesta!

Igual silencio.

Don Miguel pensó que quizá su sobrina no quisiera hablar delante de la chacha Milagros, que al pie de la escalera se encontraba, por lo que, en voz alta, ordenó a ésta:

—Mire, ama, va usted a hacerme el favor de tomar el coche que he dejado a la puerta e ir a mi casa a tranquilizar a mi mujer, que se ha quedado, la pobre, que se le podía ahogar con un cabello... Dígale que la señorita había venido a visitarla y que en seguida se va conmigo para allá... No es menester que añada nada más; la señora tomaría un gran disgusto si se enterara de que su sobrina no quiere volver con ella... Y en cuanto llegue, envíe el coche para que nos recoja.

Chacha Milagros salió a cumplimentar la orden, y don Miguel tornó a llamar a su sobrina.

—¡Rocío! La chacha se marchó ya. ¿Me oyes?

Detrás de la puerta, Rocío articuló tan débilmente, que más que una sílaba pareció un suspiro:

—¡Sí!

—Pues abre para que hablemos.

Con más firmeza ahora contestaron:

—¡No!

—Bien; pues hablaremos así. ¡Qué remedio!... ¿Qué arrechucho es ése que te ha entrado? ¿Por qué no quieres vivir ya con nosotros?

Don Miguel esperó en vano la respuesta.

—Pero Rocío, no seas chiquilla y contesta: ¿qué te hemos hecho para que no quieras seguir a nuestro lado? ¿Qué queja tienes?

—Ninguna. Es que después de lo que pasó anoche no puedo seguir viviendo en tu casa.

—Pero ¿qué fué lo que pasó anoche? Que te emborrachaste y dirías algunos disparates, como se dicen siempre que los vapores del vino se nos suben a la cabeza... Disparates a los que nadie da, como es natural, importancia alguna... Yo, ni me acuerdo de lo que dijiste... Me quisiste embromar; eso fué todo.

La niña se asió a aquel cable que le tendían.

—Sí; debí de decir sandeces y despropósitos a porrillo; estaba muy mareada.

—¡Ves!

—¿De verdad que no te acuerdas de mis descabelladas y locas palabras?

—¡Claro que no, tonta! ¿Quién presta atención a un borracho? ¡Y tú la cogiste de órdago de órdago a la grande! Además que yo aunque no bebí demasiado, estaba también algo trastornado. Por esto fue el subirme solo al principal. ¿lira por esa tontería por lo que te querías marchar de casa? ¡Bah! ¡Qué chiquillada! ¡Se necesita no estar en sus cabales! Ya ves qué fácilmente se arregla todo en la vida poniéndose al habla. ¡Anda, abre!

—Abrir, no.

—¿Por qué?

—Porque me da mucha vergüenza de verte.

—¡Y dale, mujer! ¡Ahora salimos con esa!

—¡Que no y no!

—¿Pero no te vas a venir conmigo a casa?

—¡No!

—¡Rocío, no seas niña! ¿No comprendes que aquí no es cosa de que sigas? Además, tu salida de casa se prestaría a comentarios, fuera del pesar que con ello nos causarías... Y si hubiese un motivo, una razón... Pero no la hay... ¡Anda, sal y vámonos!

Oyéronse dentro unos apagados sollozos.

—Pero Rocío, ¡por Dios! ¿Por qué lloras? ¿Qué te hemos hecho? No te emperres en atormentarte sin causa. ¡Sal, mujer; no seas chiquilla! ¡Ya debe de haber vuelto el coche!

Entre sollozos la oyó balbucir:

—¡Contigo no me voy, no!

—Pero ¿por qué?

—¡Ya te lo he dicho: porque me da mucha vergüenza verte!

—Bueno, Rocío, como quieras. No te vendrás conmigo; pero ahora enviaré recado a la chacha para que vuelva a recogerte. ¿Me prometes que te irás con ella?

Hubo un silencio. Al cabo, escuchó tenuemente esta lacónica expresión:

—¡Sí!

—¿Palabra?

—¡Palabra!

—Bien; pues entonces me voy, y en seguida vendrá la chacha por ti... Y no seas inocente; no des en reinar en las bobadas que el vino te pueda haber hecho decir, pues ni yo ni nadie nos acordamos de ellas.—Y deseando conceder mayor tregua a la muchacha para que por completo se serenara, añadió:—Mira, y dile a tu tía que no me espere a almorzar; estoy invitado en la venta Eritaña con unos amigos.

III

Rocío volvió, como había prometido, a casa de sus tíos; mas en lo sucesivo fué sumamente cauta y reservada con don Miguel, cuya presencia esquivaba cuanto podía, sobre todo el quedarse a solas con él.

Pero lo más extraño fué que desde entonces comenzó a dar cara a Currito, y a poco púsose en relaciones con el antes desdeñado pretendiente. Y estos amores los llevó la muchacha tan por la posta, que no tardó muchos meses en casarse. Y el que fué objeto de sus mofas, por lo soso y desgarbado, la condujo ante el altar.

Esta inexplicable conducta traía desconcertado a don Miguel. Su sobrina, ¿había estado realmente enamorada de él? Aquella borrachera, que él piadosamente había supuesto, ¿no sería por acaso cierta, y producto de ella la apasionada declaración que la muchacha le hizo en aquella noche memorable? ¿O no sería, quizá, que por un fenómeno de espejismo, que pronto disipó la realidad, su sobrina, en su inexperiencia, hubiese tomado por amor lo que sólo fue afecto familiar? Estas verosímiles hipótesis no dejaban de mortificarle en lo más íntimo de su ser, y no era sólo su amor propio de conquistador el mortificado... Lo que no admitía discusión era que, a pesar de ser hombre avezado al trato de mujeres de toda edad y condición, don Miguel no sabía a qué carta quedarse.

Terminada la ceremonia nupcial, don Miguel se acercó a felicitar a Rocío.

—Mira, "tiíto"—díjole ésta, cuyos ojos brillaban como en aquella inolvidable noche—, a ver si en adelante te consagras por entero a la tía Elena; que ya no estás para calaveradas, sino para sopitas y buen vino.

Estas palabras llenaron aún más de confusión al caballero. ¿Fue sincera Rocío al expresarse así, o fué una burla o fué un reproche? ¡Arcanos del alma femenina! Su tío continuó con sus dudas más acentuadas aún.

Don Miguel vió partir de su casa a la recién casada con esa mezcla de tristeza y de alegría que nos invade cuando con férrea voluntad logramos dominar nuestras pasiones e imponemos un sacrificio a nuestros apetitos; porque desde la noche de marras, el enamoradizo señor principió a querer a Rocío de modo bien distinto de como la quiso hasta entonces...

Si la niña estuvo enamorada, el burlador no se atrevió aquella vez a burlar... El gavilán no hizo presa en la incauta paloma.

Y así, con el corazón angustiado, contempló el conquistador cómo se alejaba la que tal vez fué su última conquista...

La última, porque don Miguel, desde aquel lance, se cortó definitivamente la coleta de tenorio, conforme él decía con una locución taurómaca.

El "aglutinante" de los matrimonios

I

Saloncito confortable y lujoso.

Rafael (treinta años, mediana estatura, cuerpo fornido, rostro afeitado por completo, mirada imperiosa y labios generalmente plegados en un gesto desdeñoso) fuma un pitillo para matar el tiempo y ve distraídamente cómo se elevan las espirales del humo.

Juanita, su mujer (veintiséis años, alta, delgada, arrogante, con las facciones correctas y agraciadas y el semblante un poco pálido), contempla melancólicamente y en silencio a su marido.

El, poniéndose en pie, incapaz de soportar más tiempo el aburrimiento, rompió el pesado silencio exclamando:

—¡Me voy!

—¿Ya?

—Ya!

—¿No comes conmigo?

—No; me es imposible. Comeré en el Círculo con Raimundo Herrero; quedamos ayer citados para tratar de un asunto importante, y durante la comida hemos de hablar.

—Bien—pronunció ella resignadamente.

—No me esperes; volveré tarde, y me contraría encontrarte aún levantada esperándome... Parece como si hicieras centinela para espiar la hora a que regreso.

—Ya ves; yo creía que te sería agradable: por eso lo hacía, no por lo que malignamente supones. Y también porque el sueño huye de mis párpados sabiendo que no te encuentras en casa.

—Ñoñerías—dijo él con impaciencia.

—Bien, descuida; si te molesta, no te esperaré más.

Y Juanita, no pudiendo reprimir más tiempo las lágrimas, comenzó a llorar en silencio.

—¡Eres insoportable con ese llanto continuo! Cuando una persona siente verdadero dolor no hace de él ostentación. Les grandes douleurs sont muelles.

—¿También te molesta que llore?

—¡También!

—Así sois los hombres de egoístas. Que suframos no os importa; si os importase no destrozaríais nuestras vidas. Pero que demos señales de este sufrimiento, ¡ya es otra cosa! Ante vosotros, porque siempre es desagradable vivir en las inmediaciones del dolor y pudiera además despertar vuestros remordimientos. Ante los demás, por el qué dirán.

—Por mí, puedes llorar todo lo que gustes y donde te plazca. ¡El grifo de las lágrimas lo tenéis tan flojo!... Sabéis gritar y gemir, mas no sentir hondo. Los hombres somos de otro modo. Podemos llevar el corazón deshecho; nadie lo conocerá en nuestro rostro. Tenemos el orgullo, el coraje de nuestro dolor.

—De orgullos y de corajes sí que entendéis mucho. De amores y lágrimas sólo entendemos nosotras. ¡Que no sabemos sentir! ¡Y hemos sido creadas para el dolor! ¡Si hasta cuando el cielo nos da sus dones más benditos, cuando nos hace madres, es entre sufrimientos! ¡Que no sabemos sentir! ¿Sois vosotros los que sabéis? Vosotros, que tenéis la cobardía del dolor, que huís de él como de un apestado, que no reconocéis otra ley que la de vuestro placer o la de vuestro capricho... ¿Dónde vista un herido cuya sangre era preciso restañar, un enfermo que era necesario velar o un afligido que debía ser consolado, y no encontraste a su lado una mujer? El rito del dolor no tiene más que sacerdotisas: madres, esposas, hijas o hermanas de la Caridad.

—Menos en los dolores de muelas, en que no hay más sacerdotisa que el dentista.

—¡Qué chistoso! El ingenio es de las pocas cualidades buenas que os reconoce mamá. Cuando el corazón no os dice nada, cuando el cerebro no os proporciona razones que oponer, salís del paso gracias al ingenio, que cubre vuestra insubstancialidad con su arlequinesco y pomposo ropaje. ¡Tiene razón mamá!

—Con ella habrás ensayado esta escenita.

—¡Pobre mamá!

—En vez de preocuparse tanto de nosotros, podía hacerlo de su marido, que se encanalla y arruina con una ex cancionista: la Gonzalito.

—Si se arruina, de lo suyo gasta.

—¿Te ofende?—preguntó irónicamente él.

—¡Sí! ¡Me parece que no eres tú el más indicado para residenciarlo! Mi madre, con ser su esposa y tener su genio, no mancha nunca sus labios con esos términos; conque en los tuyos...

—¡Cómo le defiendes!

—Papá es bueno en el fondo; tiene la inconsciencia del mal que hace... Como quiero creer que la tienes tú.

—¡Yo soy un mostruo!

—¿Monstruo? No. Eres un hombre, y con eso basta. Mi padre piensa que no hace daño; le celebraron siempre estas gracias. Tú piensas que yo, por ser tu mujer propia, tengo obligación de sufrir el que me haces. ¿Qué más da la Conzalito o la...?

—¡Calla!—pronunció Rafael violento.

—¿Te ofende?—preguntó ella con sorna, devolviéndole la ironía.

—Sí, me ofende que juzgues con ligereza y con injusticia a quien no conoces más que de referencias. Como me ofendería de cualquier otra...

—¿Digo que te ensillen el Rocinante, señor desfacedor de entuertos?—inquirió Juanita, burlona.

—¿Crees tú acaso que la virtud y la honestidad están vinculadas en las mujeres de tu clase?

—En nosotras no hay nada vinculado—contestó ella, poniéndose seria—; ni aun los amores de nuestros esposos, que debieran de estarlo...

—Por lo mismo que las artistas, como esa a que tú calumniosamente te referías, están más galanteadas, más asediadas, son más dignas de estimación las que permanecen honradas.

—A nosotras no nos corteja nadie. ¿Para qué? Si alguno, por equivocación, se aproxima, no tarda en alejarse al darse cuenta de su error.—Y tras una pausa, añadió:—Rafael, no seas así; tú eres bueno; vuelve a ser el Rafael de antes, el de nuestros amores, el que tantas veces me juró cariño eterno...

—Tus celos son ridículos. Yo sólo siento admiración por el arte de la mujer que tú supones, como por el de otras muchas.

—¿Nada más, Rafael?

—¿Tú qué entiendes de arte?

—Nada. Es cierto. Ella entenderá de arte y de artes... Yo sólo entiendo de quererte ¿Qué prefieres, Rafael?

—Ese dilema estúpido no se le ocurre plantearlo más que a una imaginación como la tuya.

Hubo unos minutos de silencio, que al cabo rompió ella.

—Rafael, vuelve a mí—y, lagotera, lo miró mimosa—. ¿Te empalagan ya mis caricias? Te las suministraré en adelante con cuentagotas...

El consultó el reloj, y al ver la hora, se puso más impaciente.

—¡Las siete ya, puñema! ¡Vamos, basta de bobadas! Te dejo, ¿sabes? Raimundo me estará esperando.

—¡Raimundo!—exclamó ella, tornando a llorar calladamente.

—¡Raimundo, sí! ¿Otra vez con tus llantos? ¡Esta mujer mía, siempre en mártir, es desesperante!

Y dicho con rabia esto, dirigióse despacio hacia la puerta de la estancia.

—Es que tu indiferencia me atormenta, Rafael, y sin querer, se arrasan mis ojos en lágrimas... Ya sé que cada reproche, que cada queja mía, te aleja más de mi lado; pero tengo el corazón tan anegado en amargura, que, a mi despecho, sale a mis labios lo que ya no cabe en él. Mas como no quiero que tus desdenes, amasados con mis lágrimas, sirvan para fabricar un muro que separe parí siempre nuestras almas, en adelante procuraré, aunque tenga el corazón lacerado, que la sonrisa asome a mis labios.—Y haciendo por serenarse, añadió:—¿Ves? Ya no lloro; mira...

Pero Rafael, impasible, continuó andando, sin dignarse mirar siquiera, y al llegar a la puerta, volviendo a medias la cabeza, se despidió con un lacónico ¡adiós!

—Adiós—contestó su esposa con acento impregnado de profunda tristeza.

Juanita quedó unos minutos ensimismada. Las lágrimas rodaban lentamente por sus marfileñas mejillas, sin que se diera cuenta de ello. Tenía la mirada clavada con inusitada fijeza en la puerta por donde transpuso su marido.

Rosalía, su doncella de confianza, la sacó de su abstracción penetrando en el gabinete y preguntándole:

—¿Se marchó ya el señor? ¿Está usted sola, señorita?

—¡Sola!—respondió Juanita con infinito desconsuelo, enjugando su llanto.

Mas en esto, un precioso querube de unos seis años, con los ojos llenos de inteligencia y viveza y las guedejas rubias alborotadas, que tras las faldas de la sirvienta venía escondido, presentóse ante los ojos de la acongojada señora, exclamando alegremente:

—¿Sola? ¡Es que yo no soy nadie, mamá!

Juanita lo tomó entre sus brazos y lo acunó en su regazo, comiéndoselo a besos.

—Tienes razón, rey mío; teniéndote a ti, ¿qué me importan los demás?—expresó tiernamente la señora, dando tregua un instante a sus caricias.

—¿Lloras, mamaíta?—inquirió Jesusito al sentir en su rostro la humedad de una lágrima.

—No, hermoso.

—Sí, sí; llorabas; no lo niegues.

—Sería de alegría al sentirte junto a mi corazón.

—¿Se llora de alegría?

—También se llora de alegría, rico mío.

El niño quedó unos momentos pensativo.

—¡Qué raro!—dijo al cabo—. Pues mira, mamaíta, yo no quiero que tú llores ni de alegría tampoco.

—¡Cielo mío!

II

—¿Qué te pasa, hija mía? ¿Jesusito?

—Jesusito está malillo; pero, gracias a Dios, no es nada que inspire cuidado: un catarrillo sin importancia.

—¿Entonces...?

Juanita guardó silencio. Doña Martirio, la autora de sus días, después de esperar en vano la respuesta a su interrogación, dijo:

—Hija mía, es tonto que te esfuerces en ocultarme lo que pasa por tu alma... ¿No ves que yo sé leer de corrido en ella?... Si te conozco mejor que tú misma te puedes conocer... En el abandono, en la frialdad de tu padre, busqué refugio en tu corazón desde que eras un cominillo gracioso... ¡Mira tú si lo conoceré!... Es, por lo tanto, completamente inútil que trates de fingir conmigo... Adivino tu sufrimiento... Las madres podremos no adivinar las alegrías de nuestros hijos, pero sus dolores... ¡Sus dolores los sentimos casi a la par que ellos!... No seríamos madres si no... ¿Qué te pasa, hija mía? ¿Qué nueva trastada te ha hecho el botarate de tu marido?

—¡Mamá!—pronunció Juanita, arrojándose, deshecha en llanto, en los brazos de su madre.

—Vamos, cálmate, hermosa mía. Cuéntamelo todo. ¿Qué te sucede?

—Rafael... Rafael que me desdeña, que me desprecia, que me odia... Esa tiple del Lírico, la Requena, le tiene sorbido por completo el seso... Ya no se cuida ni de guardar las apariencias; lleva dos días sin parecer por esta casa...

Juanita refirió a saltos la infidelidad del perjuro y sin parar, trémula, de sollozar.

—¡El muy canalla, el bribón, el grandísimo sinvergüenza! ¡Hacerle sufrir a esta niña! la este ángel!... ¡Irse detrás de cualquier pelandusca, teniendo una mujer tan guapa, tan buena, tan angelical, tan cariñosa, tan discreta!... ¿Pero dónde tendrán la conciencia y el gusto los hombres?... A mí ya me había dado algo en la nariz. ¡Con la costumbre que he adquirido de sorprendérselos a tu padre, olfateo a la legua los "líos" de los hombres casados!... ¡Ahora, que va a tener que oírme! ¡Le he de cantar las cuarenta bien clarito!

—Mamá, ¡por Dios!, no le digas nada; considera...

—Tienes razón, hija mía; sería peor... ¡Pero si vieras la violencia que tengo que hacerme para callar! ¡Sólo por ti soy capaz de imponer a mi genio este sacrificio!... No te apesadumbres, no te acongojes; no lo merece... Los hombres son así; ésta es su única justificación; son así, así de malvados. Lo da su sexo, y así hay que tomarlos o que dejarlos... Claro es que lo mejor sería dejarlos; pero somos tan incautas cuando tenemos pocos años, que apenas ellos nos dicen "¡Envido!", nosotras nos apresuramos a contestar "¡Quiero!"... ¡Que se me acercaran ahora! Pero jovencitas, nos engatusan con el cebo de sus palabras engañosas... Y ya que somos suyas no nos queda otro recurso que resignamos a sufrir... ¡Que el corazón de la esposa, como el de la madre, han de tener una capacidad inmensa para su sufrimiento!

—¡Qué triste es la vida, mamá!

—¡Tú qué sabes aún, pobre niña, si éstas son las primeras espinas con que te punzó el desengaño! La vida es amarga para nosotras, no porque siempre lo sea en sí, sino porque ellos se complacen en hacérnosla.

—¿Y no hay más que someterse?

—¡Qué otro recurso queda! Rebelarse sería mezclar al dolor la vergüenza y el deshonor. ¡Y eso nunca!

Hubo una pausa.

—La otra tarde, en casa de la marquesa—prosiguió doña Martirio con intención marcada—, me fijé en que Luis Cabrera, tu pretendiente cuando aun eras una mocosa, no te quitaba ojo.

—¡Mamá!

—Quiero que sepas que entre Rafael y Cabrera, si hay alguna diferencia, la ventaja está de parte de tu marido. Cabrera, después de seducirla, abandonó a una pobre muchacha.

—No sigas, mamá; conozco la historia.

—Deseo refrescarte la memoria.

—No es preciso.

—Pero es conveniente. Con él tonteaste cuando empezabas a vivir, y es fácil que ahora, viéndote triste y abandonada, haya pensado que eras materia propicia para una aventurilla sin consecuencias... Estos infames son muy duchos en explotar el dolor femenino para satisfacer sus concupiscencias... ¡Y esto, con mi niña no!... Como te iba contando, aquella infeliz, viéndose abandonada, se suicidó. Después, Cabrera...

—Te ruego que no continúes, mamá. Es inútil. Cabrera no me inspira ni la menor simpatía.

—Celebro que así sea, porque es un truhán avezado a rendir virtudes sólo por el placer de rendirlas... Y créeme, entre tu marido, Cabrera u otro cualquiera, no hay diferencia sensible, todos son iguales, a todos se les puede medir con el mismo rasero... Buscar la constancia y la fidelidad en el hombre es como buscar una aguja en un pajar... No persigamos quimeras ni nos expongamos a nuevos desengaños... Ya que no tenemos más remedio, toleremos a los legales; mas no nos pongamos en el caso de tener que soportar a otros con todos sus inconvenientes y ninguna de sus pequeñas ventajas... Cuan do menos, que nos quede el derecho de quejarnos, de poderles reprochar su conducta con la frente muy alta. ¡Consuela tanto estar en posesión de este derecho de pataleo! ¡Sin él, yo hubiera estallado como un triquitraque hace ya tiempo! ¡Y, sobre todo, no perdamos el sagrado derecho de despreciarlos, de que nos sepamos superiores a ellos!... ¡Si yo no hubiera poseído este derecho, si yo me hubiera tenido que considerar igual o inferior a mi esposo, hubiese muerto del asco que el contemplarme me causaría! Desecha cualquier tentación, cualquier mal pensamiento de venganza, de desquite... ¡No es que tu marido se merezca que seas buena, es que te lo mereces tú!

—Mamá, me parece que predicas a una convencida; no necesitas esforzarte...

—Sí, sé que puedo estar tranquila. Mas cuando una mujer es joven, bonita, está triste, tiene por marido un títere y el demonio ronda a su alrededor, no está demás recordarle ciertas cosas...

—Puesto que tan bien decías conocerme, debías juzgar que era completamente ocioso...

—Te conozco y sé que eres buena, hija mía; pero, como he pasado por ello, sé también lo peligroso que es tener a nuestro lado un mentecato... Mas tienes razón: tú eres de las que han nacido honradas y honradas han de permanecer, por muy escarpada y dificultosa que sea la senda que en la vida deben recorrer. ¡Eres como tu madre! A lo menos tuve la suerte que no le salieras en lo moral a tu padre, ¡que no fué pequeña! Porque si le llegas a salir... ¡estábamos frescas!

—Mamá, considera que es mi padre.

—No merece serlo.

Largo rato continuaron departiendo de esta suerte madre e hija: Juanita, dando rienda suelta a su pesar y a su amargura; doña Martirio, mezclando a sus acostumbradas execraciones contra todos los hombres en general, y contra su esposo y su yerno en particular, sanos consejos para su desgraciada hija.

Despidiéronse al cabo, y doña Martirio marchóse, no sin antes pasar a besar a su pequeño nieto, que, ligeramente acatarrado, hallábase en cama.

En el portal de la casa, doña Martirio encontróse con el doctor Hidalgo, amigo íntimo y médico de la familia, que venía a visitar al enfermito.

Saludáronse con afecto, pues la señora hacía una excepción del galeno en su aversión al sexo fuerte. Al viejo doctor no le había conocido amoríos más que con la Ciencia. Hidalgo era una buena persona, un amigo leal, y gozaba del aprecio y de la confianza de la gruñona doñ Martirio.

—¿Qué tiene el niño?—preguntó el médico.

—Nada, doctor; un catarro sencillo. Algo de tos, sin fiebre.

—Más vale así. ¿Y Juanita?

—Mucho más me preocupa ésta que su hijo.

—¿Pues qué le pasa a la madre?

—Su dolencia no es de las que curan ustedes—expresó doña Martirio, franqueándose con el amigo—. Mi hija es otra víctima de esa terrible enfermedad que se llama el esposo. ¡No hay morbo más dañino!

—Nubecillas ya.

—Nubarrones, doctor. Mi yerno, que ha salido de la cáscara amarga. Le da por la carne de tablado, lo mismo exactamente que a mi pobrecito marido. Y ésa es enfermedad que no tiene cura, ¿verdad, doctor? Mire usted mi esposo: treinta años lleva rodando por los escenarios y por los camerinos de las artistas, y aun no se ha cansado de colorete... ¿Pero de qué pasta estará formado ese bicho que se llama hombre, doctor?... Y usted perdone...

—¡No hay de qué, señora!

—A usted no lo considero nunca como hombre, sino sólo como médico.

—De todo tengo, amiga mía. Y no se apure por su esposo: ya se cansará.

—Por mí ya puede seguir hasta que lo entierren; me tiene sin cuidado. la todo se acostumbra una! ¡Mi pobre hija es lo que siento ahora! Es joven, linda y buena. Merecía otra suerte. ¿Qué no diera yo por evitarle esas amarguras que tan bien conozco?

—Todo tiene arreglo en este mundo, y pronto pasará la nube. Además, tienen a Jesusito, y los hijos, según mi modesta opinión, ya lo sabe usted, son el verdadero "aglutinante" de los matrimonios.

—Pero hay matrimonios, como el mío, que ni con "aglutinante", doctor.

Rióse éste de buen grado.

—¡Quién sabe!—dijo—. Quizá si ustedes no tuviesen a Juanita sus diferencias fuesen más hondas.

—¿Más hondas? ¡Imposible! ¡No las llenaría un Mississipí!... Oígame, doctor, usted que es de lo poco decentito que existe en el ramo masculino...

—Mil gracias, señora—interrumpióle, sonriendo, el galeno.

—...y que—continuó la dama—tiene bastante amistad y ascendiente sobre el imbécil de mi yerno, ¿por qué no le habla como cosa suya y procura apartarlo de esa amistad—de algún modo habrá que llamarla—peligrosa?... De la Requena, en pocas palabras.

—Me parece, amiga mía, que no hay motivo para que se alarmen ustedes. Entre Rafael y esa tiple no hay nada serio.

—Ya sabe, doctor, que no soy de las que comulgan con ruedas de molino. No me haga perder la opinión que de usted tengo formada.

—De todos modos haré lo que pueda, señora. Pero confíe, sobre todo, en el "aglutinante".

—Ya le he dicho que hay maridos que ni con "aglutinante".

—Subo a ver a Jesusito.

—Adiós, doctor.

—Adiós, amiga mía.

III

Jesusito se halla convaleciente de su insignificante catarro. En realidad, Jesusito está ya perfectamente; pero su madre, por un exceso de precaución, ya que el tiempo es crudo, no lo deja salir de su alcoba. Y Jesusito se aburre lamentablemente pasando las hojas de un libro de estampas, sentado junto al balcón.

Entra Juanita a ver cómo se encuentra, y el niño observa huellas de llanto en sus bellos ojos. Jesusito lleva unos días en que está cansado de sorprender lágrimas en los ojos de su madre, e igualmente está cansado de preguntarle por qué llora y de que le conteste que no llora.

Jesusito, sin saber por qué, relaciona la tristeza de su madre con la ausencia de su padre, a quien hace días que no ve.

Por eso, decidido a saber a qué atenerse, en cuanto su madre se marcha pregunta a Rosalía, la criada puesta a su cuidado:

—¿Dónde está papá, que no viene a verme?

—Tu papá se debe haber perdido—contesta la doncella malhumorada.

—¿Y por qué llora mi mamá?

—Por eso, porque tu papá se ha perdido.

El papá de Jesusito lleva, en efecto, cuatro días sin parecer por casa. ¡Tanta admiración siente por el "arte" de la Requena!

Jesusito queda pensativo ante esta extraña noticia de que su papá se ha perdido; él juzgaba que su papá no podía ya perderse.

De pronto, Jesusito arroja lejos de sí el libro de estampas; es que acaba de concebir un plan audaz. El buscará a papá hasta encontrarlo, y lo traerá a casa para que su mamá no llore más. El está dispuesto a luchar con gigantes, ogros, trasgos y duendes, si son seres de alguna de estas castas los que retienen a su papá y le impiden venir a su hogar. El saldrá victorioso de estos singulares combates, rescatará a su papá y entrará triunfalmente en casa trayéndole de la mano.

Jesusito conoce muchos cuentos en que un príncipe arrojado y gallardo llega al castillo en que permanece encantada la hija del rey, mata a su feroz guardián, desencanta a la princesa y vuelve con ella a la corte del soberano, quien, agradecido, se la otorga por esposa.

Jesusito, como en estos cuentos, está dispuesto a cortar a cercén, de un solo tajo, la cabeza del carcelero de su padre, y una vez libertado éste, lo conducirá a casita. Y si a su papá no le impide nadie volver a casa y no vuelve, sencillamente, porque, como dice Rosalía, se ha perdido, recorrerá el mundo entero hasta dar con él. Aunque, a decir verdad, al chico le ilusiona bastante más el primer supuesto, por ser más dramático, que el segundo. La lucha con el guardián de su padre, sobre todo el quedar triunfante, como forzosamente quedaba siempre el paladín de la virtud en sus cuentos, tiene grandes encantos para Jesusito, cuya fantasía se representa ya una escena como la que ha oído referir de la muerte del gigante Goliat por el joven David.

El chico, que es una imaginación despierta y soñadora, un espíritu inquieto y aventurero y un corazón nada pusilánime, se decide a la empresa, y aprovechando un descuido de la doncella encargada de su vigilancia, toma el portante y se lanza a la calle.

¡Ya va Jesusito camino de la aventura! ¡Sin abrigo, a cuerpecito gentil en aquella tarde tan desapacible, cuando su madre con tanta precaución y solicitud lo tenía recluido en su habitación y mantenía ésta a un temple conveniente y constante!

El niño anda y anda. De una calle pasa a otra, y de ésta a una tercera, hasta que acaba por extraviarse. Va mirando las caras de los transeúntes con quienes se cruza para ver si son la de su papá.

Jesusito lleva varias horas ambulando por la populosa urbe, sin dar con su papá, y empieza ya a cansarse y a descorazonarse de encontrarlo.

Al atardecer, una llovizna fina, de esas que llaman calabobos, comienza a caer. El niño sigue andando, mojado y escalofriado, hasta que rendido por completo y aspeado concluye por tomar asiento en un banco de una plaza pública. Nuestro pequeño aventurero no tiene ni la más remota idea de dónde se encuentra. Está calado hasta los huesos y tiene frío, mucho frío, y cansancio, mucho cansancio. Y, además, tiene miedo, un miedo irreflexivo y pavoroso, un miedo vergonzoso e impropio de un héroe por diminuto que sea; pero es que Jesusito ha salido dispuesto a combatir con brujas y gigantes, que no ha encontrado por parte alguna; mas no con las sombras de la noche, que principian a llegar.

Jesusito, a pesar de sus arrestos, termina por confesarse que las tinieblas son una cosa muy seria. Este juicio acaba de dar al traste con su ya quebrantada entereza; así es que apenas formulado, Jesusito comienza a llorar de un modo lamentable y a llamar a su mamá a gritos.

Varios viandantes se aproximan, un guardia entre ellos, que interroga al niño. Venturosamente, entre los curiosos que han acudido se halla el doctor Hidalgo, que casualmente pasaba por allí, quien reconoce y reclama al chico.

—¿Qué haces aquí solo, Jesusito?—pregúntale el galeno.

—Voy buscando a mi papá, que se ha perdido—contesta el niño entre sollozos.

—¿Quién te dijo que se ha perdido?

—Rosalía, la doncella.

—¿Y con quién has salido?

—Con nadie: me he escapado para buscar a mi papá.

El doctor toma una manecita del muchacho, que encuentra helada y temblorosa. El pequeño está aterido.

—¡Vámonos a tu casa!—ordena Hidalgo.

—Lléveme usted donde esté mi papá.

Por la mente del doctor pasa una idea salvadora. Pues bien, sí, lo llevará con su padre, que debe encontrarse en el teatro Lírico, donde seguramente a aquella hora hay ensayo. Precisamente el teatro está situado a pocos pasos de allí.

El médico le coge de la mano; pero el pequeño no puede dar un paso; entonces lo toma en brazos, procurando abrigarlo y resguardándolo de la lluvia bajo su paraguas. Y con el precioso fardo se dirige al Lírico.

Con el portero del teatro envía aviso al padre del chico para que salga.

Jesusito va hecho una compasión. Los zapatitos y el delantal de casa los tiene empapados de agua y manchados de lodo. Los lindos bucles de su cabellera, despeinados y hechos greñas. El precioso rostro, plagado de churretes, producidos por las lágrimas. Cuando su padre sale y lo ve en tan deplorable estado, se alarma, temiendo alguna desgracia, y sobresaltado pregunta:

—¿Qué ha pasado?

—Nada grave hasta ahora—responde Hidalgo—. Me lo acabo de encontrar solo y llorando en la plaza de Platerías. Se había escapado de tu casa para buscarte, pues como no te veía, preguntó por ti, y la doncella le dijo que te habías perdido, y como no cesaba de ver llorar a tu mujer, se propuso encontrarte para devolver la tranquilidad a su madre. ¡Es todo un hombrecito! Coge un coche y llévatelo en seguida a casa; está helado y me temo que le vaya a dar fiebre. Ha estado varias horas errando, perdido por esas calles, y debe haber pasado mucho miedo y mucho frío. Y no sé si estarás informado de que está convaleciente de un catarro... Ya lo sabes: llévatelo a escape, que lo acuesten, le friccionen todo el cuerpo con alcohol, lo arropen y le den una taza de café con leche bien calentita para que reaccione; a la noche me daré yo una vuelta por allí para ver cómo sigue...—agregando, algo irónicamente:—Y ya ves como los padres no pueden perderse, pues se exponen a que sus hijos enfermen por salir en su busca.

El excelente doctor se marcha, y Rafael envía a buscar un coche.

Por primera vez el corazón de Rafael se angustia, pensando si por causa suya su hijo contraerá alguna grave enfermedad.

—Pero, Jesusito, ¿para qué te has escapado de casa?

—Para encontrarte y que mamá no sufra.

Su padre lo besa con ternura.

En tanto, en casa de Jesusito todo es inquietud y consternación. Juanita, loca de desasosiego, ha enviado a toda la servidumbre a buscar al niño, ha dado parte por teléfono a la Policía y no sabe ya qué hacer ni a qué santo encomendarse. ¡Santo cielo, dónde estará su hijito! ¡Y con aquella tarde y sin abrigo! Y Juanita, cuya intranquilidad no cesa de aumentar, se hace estremecida las más horribles suposiciones.

Al cabo siente un coche pararse a la puerta y corre a abrirla. Jesusito, excitadísimo y con la cara radiante, entra en la casa conduciendo a su padre.

—¿Ves, mamá, cómo lo he encontrado?—dice, dirigiéndose a Juanita—. ¿Verdad que ya no llorarás más?

Su madre, a quien la emoción no permite hablar, lo aprieta fuertemente contra su pecho.

IV

Varios días permaneció Jesusito entre la vida y la muerte, víctima de una pulmonía que pescó la tarde de marras. Al fin su naturaleza robusta triunfó del mal, y se inició una franca mejoría.

El doctor Hidalgo llega a hacer su visita cotidiana al enfermito. Doña Martirio lo recibe.

—¿Y el niño?

—Sigue mejorando; hoy sólo ha tenido ya décimas.

—Afortunadamente, me parece que ya podemos cantar victoria.

—Pase usted a verlo; sus padres están con él.

En el umbral del dormitorio del pequeño, el doctor se detiene y hace señas a la abuela para que no interrumpa la venturosa escena familiar que han sorprendido.

Jesusito, sentado en la cama, habla con sus padres, que a la vera del lecho y de espaldas a la puerta acarician al chico.

—Papá, ¿verdad que no te volverás a perder?—está diciendo Jesusito, dirigiéndose a su padre—. ¡Si vieses el miedo que pasé la tarde que salí a buscarte!

Bajo las sábanas, el niño se estremece a este penoso recuerdo.

—Estate tranquilo, hermoso mío—contéstale sonriendo Rafael—, que ya no me pierdo más.

Y mira amorosamente a su esposa, que entre lágrimas sonríe.

—¿Y ahora qué dice usted del "aglutinante", amiga mía? ¿Une o no une?—pregunta por lo bajo el galeno a doña Martirio.

El cabeza de familia

Eran dos únicos hermanos, huérfanos de un capitán del Ejército que murió al servicio de su patria, regando con su sangre generosa la cálida tierra africana.

Su madre, enamorada perdidamente de su esposo, sobrevivió poco a éste, y quedaron solos los huérfanos: el mayor, Enrique, de once años; la menor, Josefina, de ocho; sin más amparo que el de una de esas bienhechoras asociaciones para huérfanos de militares, ni más familia que algunos lejanos parientes que demostraban escaso interés por los infortunados niños.

La asociación los puso internos en los colegios que sostenía, enclavados en un pueblecito cercano a la villa del o?o y del madroño y unido a ella por una línea de tranvía. Allí, entretenidos con sus estudios y recreaciones, fué deslizándose, placentera y monótona, la vida para los huérfanos, sin más acontecimientos insólitos que algunas raras visitas de su tía Juana, prima segunda de su difunta madre y representante en Madrid de la familia; una señorona de muchos perendengues, que venía siempre muy aparatosamente emperejilada con abundancia de perifollos y fililíes; una jamona "muy solemne", a quien parecía que era preciso hablar en papel sellado. Tía Juana se dignaba ir de tarde en tarde a ver a los colegiales; llegaba siempre con el entrecejo arrugado y el hocico fruncido; les echaba grandes réspices por cualquier leve desafuero que le contasen las monjas que había cometido la pequeña o por la menor travesura infantil del chico, que era despierto y estudioso, pero la piel de Barrabás; permanecía poco tiempo, como a desgana y de compromiso, con los niños, y se marchaba con tan majestuoso aire como había arribado. Era natural que los muchachos no apeteciesen mucho estas visitas de su encumbrada deuda, que de tanta prosopopeya se revestía.

Contaba Enriquito trece años, y cursaba el tercer año del bachillerato, cuando un día, ¡día feliz!, vino a verlos tío Miguel, otro tío segundo, que llegaba para asuntos desde Bilbao, donde residía. Tío Miguel, que era muy simpático y campechano—¡otra cosa que tía Juana, afortunadamente!—, obtuvo permiso para sacar a los huérfanos un día festivo, y así lo hizo, llevándolos a Madrid, comiendo con ellos en un café de la Puerta del Sol y conduciéndolos más tarde al cine, lo cual acabó de colmar de júbilo a los chiquillos. Luego, reintegró la niña a las excelentes monjas, y a tiempo de hacer lo mismo con el rapaz en su colegio, al darle el beso de despedida, depositó en su diestra un disco metálico. ¡Un duro nada menos!, según pronto se cercioró el nene, quien a cada momento se palpaba con disimulo el bolsillo en donde lo había guardado, temeroso de que su pingüe caudal pudiera "evaporarse" por artes infernales. ¡Decididamente tío Miguel era el fénix de los tíos! ¡Lástima que tía Juana no fuese igual! ¡Y otro dolor era que tío Miguel residiese tan lejos y y viniese tan poco por la Corte! La gratitud de los pequeños para el buen tío fué inmensa y perdurable, y con frecuencia añoraban las venturosas horas que pasaron en su compañía. Más que nada agradecían las criaturas el agrado y la dulzura con que los había tratado, sin amargarles el solaz, poniendo cara hosca o endilgándoles alguna reprimenda destemplada. Unicamente les dio paternales y saludables consejos con entonación afable.

Aquel duro donado por el tío fué motivo de hondas preocupaciones y serias perplejidades para Enriquito. ¿Qué hacer con tanto dinero? Desde el balón de foot-ball al magnífico automóvil, pasando por la jaca alazana y por la motocicleta con side-car en que pasear a su hermanita, la fértil imaginación del estudiante discurrió diversos empleos para su fortuna, pero siempre en el instante decisivo de ir a gastar su querido duro, retrocedía temeroso de que la pensada adquisición no fuese la más adecuada a sus futuros planes.

Sumido en estas irresoluciones permanecía aún al mes largo de la visita de tío Miguel, cuando recibió una epístola de tía Juana, quien le decía que los esperaba el jueves por la mañana para que pasasen unas horas con ella, pues era su fiesta onomástica; ya tenía concedido el correspondiente permiso del director del colegio, y considerándolo como a un hombrecito le encomendaba el cuidado de recoger a Josefina de su internado; una vez juntos tomarían el tranvía de las diez de la mañana, y ella enviaría a recogerlos a la parada final de éstos.

El día señalado, y previa la venia de sus superiores, salió Enriquito del colegio muy ufano y contento. Además de su duro, del cual nunca se separaba, llevaba en el bolsillo unas perras que le facilitaron en el colegio para que abonase su billete del tranvía y el de su hermana. Recogió a ésta, que previamente advertida por las reverendas madres encargadas de su educación, lo aguardaba impaciente, y muy grave en su papel de cabeza de familia, ayudó, con protector cuidado, a subir a la tierna Josefina al tranvía.

Iban tan monos y guapos los chicos, él con su uniforme de marinera de jerga azul y ella también con el suyo de los días festivos.

Durante el trayecto cambiaron impresiones los hermanos; ambos se las prometían muy felices: otro "banquete", como el que les dio tío Miguel, y después, con seguridad, cine o teatro. "Bien considerado, no era mala tía Juana; algo adusta de más, pero en el fondo se acordaba de ellos y los quería"—tal se decían entre sí los niños.

Llegados al término del recorrido, vieron que los esperaba el criado de su tía, quien los condujo a casa de ésta. Tía Juana, que era viuda y sin hijos, estaba muy ocupada cuando llegaron los chicos: en importantísima conferencia con su modista, combinaba los últimos detalles de unas toilettes que proyectaba hacerse; no obstante tan delicado asunto, se dignó recibir a los chicos, les dió un frío beso de bienvenida y les sermoneó largo y tendido a propósito de sus últimas notas mensuales. Después de tan tibio recibimiento y de tan exageradas recriminaciones, tía Juana llamó a su doncella y le hizo entrega de los muchachos. La sirvienta los llevó a otra estancia, y no sabiendo qué hacer con los pequeños, les entregó un álbum de fotografías para que se entretuviesen hojeándolo y se marchó a charlotear con la restante servidumbre.

Quedaron solos los chicos, y Enriquito empezó con mucha compostura a pasar las hojas del álbum; pero no tardó en aburrirle tan sedentaria ocupación y mandó enhoramala los retratos. Como con su viveza no podía estar largo tiempo quieto, comenzó a idear y ejecutar diabluras; consistió una de éstas en saltar a pie juntillas el taburete del piano; mas lo hizo con tan poca fortuna, que, tropezando en su asiento, cayó, derribando un veladorcito que sustentaba un jarrón de porcelana y varios bibelots de china, que se hicieron añicos al caer. Al estrépito acudieron tía Juana, toda sulfurada, y la doncella; aquélla increpó y reprendió áspera y duramente a los niños por su travesura, y cuando terminó con ellos se encaró con la fámula, la amonestó por su descuido y la amenazó con despedirla. Tras de esto marchóse olímpicamente tía Juana, y quedaron los chicos mustio? y avergonzados, sin atreverse a mover pie ni mano, bajo la iracunda mirada de la doncella, que no se separó ya del lado de ellos.

Largo rato permanecieron los niños en esta violenta situación, hasta que al cabo volvió tía Juana, aún con ceño adusto, y les dijo que sentía que no le fuera posible comiesen aquel día en su casa; el tener invitados a su mesa a unos amigos de mucha etiqueta lo impedía; en otra ocasión cualquiera vendrían a comer con ella. Era, por lo tanto, necesario que se fuesen sin dilación para que estuvieran en los colegios a las horas de sus respectivas comidas; el criado los iría acompañando hasta que tomasen el tranvía. Con esto los despidió, dándoles con despego un beso a cada uno, entregándoles una peseta para el tranvía y un cartuchito de bombones y caramelos, y no sin hacerles muchas recomendaciones en agrio tono para que fuesen formales y estudiosos.

Salieron los chicos cariacontecidos y cabizbajos, y en el rellano de la escalera esperaron a que se les incorporase el criado. ¡Adiós sus ilusiones! ¡Adiós opípara comida y función teatral o cinematográfica! De súbito, Enriquito tomó una resolución heroica: miró con ira la entreabierta puerta de la vivienda de su tía, cerciorándose de que aun no venía el criado, y arrojando con violencia al suelo el cartucho de golosinas, que rodaron desparramadas por los escalones, causando la desolación de Josefina, cogió a ésta de la mano y empezó a bajar rápido la escalera. Ya en la calle, corrió, arrastrando casi a su hermana, temeroso de que el criado pudiese alcanzarlos. Sólo cuando hubieron transpuesto tres o cuatro calles se consideró seguro y refrenó la marcha.

—¿Dónde vamos, Quique?—interrogó, curiosa, la pequeña.

—A comer al café, como el día que nos convidó tío Miguel. ¡Nos vamos a dar un "banquetazo"!—y le enseñaba su famoso tesoro.

La niña palmoteo de alegría.

Entraron en un café y sentáronse ante una mesa. El niño llamó estruendosamente. Acudió un camarero, que a la pregunta de Enriquito de qué podrían comer, respondió presentándole la lista de raciones con sus precios respectivos. Enriquito, con ella a la vista, hizo habilidosas combinaciones matemáticas, sumas y restas mentales; pero pese a éstas y a sus buenos propósitos, la comida elegida tuvo que ser harto frugal: un plato de sopa y unas chuletas de cordero. ¡En estos empecatados tiempos cinco pesetas dan bien poco de sí!

Terminado su yantar, la chica deseó café. Enriquito, temeroso de rebasar el duro, pues lo consumido, según sus cuentas, debería importar cuatro pesetas y pico, llamó al mozo y le preguntó:

—¿Cuánto es?

—Diez y siete reales—replicó el camarero.

—¿Qué vale un café?

—Cincuenta céntimos.

—Pues traiga uno para ésta—indicó señalando a su hermana; no quedaba para dos.

Inmediato a ellos estaba sentado un anciano, militar retirado, que los miraba con afecto y ternura, primero por su niñez y segundo por haberse dado cuenta de que debían de ser huérfanos de militares al leer el letrero que campaba en la cinta de la gorra de marinero de Enriquito. Sin perder palabra había oído el diálogo anterior y comprendido la razón de la abstención del niño en tomar café. El emérito veterano hizo una seña al camarero cuando se apartó de la mesa de los pequeños, cruzando con él unas misteriosas palabras.

Resultado de esta conferencia fué que el mozo regresó del mostrador con sendos cafés para ambos infantiles comensales.

—Si no pedí más que uno—expuso confuso Enriquito, mirando atónito al camarero, el cual, silencioso y sonriente, le indicó con la mirada al viejo retirado, que también sonreía.

Enrique quedó un momento perplejo; después se levantó y se fué hacia el incógnito convidante, y quitándose la gorra, le dijo con pujos de hidalgo:

—Caballero, no sé si debo aceptar...

—Sí, sí: debes. Es quizá de un compañero de tu padre.

—¡Gracias!—articuló el chico, y aproximándose al anciano con los ojos arrasados en lágrimas, depositó un beso en una de sus curtidas mejillas.

Dos lagrimones asomaron a los ojos de éste, conmovido como nunca llegó a estarlo en los cien combates de la guerra y de la vida que sostuvo, y murmuró:

—¡Reconcho! Pues no me ha hecho llorar este mocoso...

Infantilismos

Solución conciliadora

Apenas me vio entrar, mi sobrino Enriquito corrió a mi encuentro.

—¿Me traes la caja de soldados que me ofreciste?

—Se me ha olvidado, hermoso—dije, disculpándome.

—Entonces ya sabes que estamos disgustados. ¡Me has engañado!

—Pero, hombre, considera...

—Nada, nada, "tite"; desde ahora estamos disgustados.

—¡Y yo que venía a por ti para llevarte a tomar helado!

Enriquito quedó meditabundo. En su interior debían reñir un terrible combate, su resentimiento, de un lado, y el deseo de refrescar con un sorbete, a los cuales era muy aficionado, del otro.

Al fin triunfó su dignidad, herida con el incumplimiento de mi promesa, y con seriedad impropia de sus años, me dijo:

—No es posible, "tite"; estamos disgustados.

—¡Un soberbio helado de mantecado con muchos barquillos!

Nuevamente titubeó ante aquella espléndida promesa.

—Lo siento, pero no puede ser—contestó afirmándose heroicamente en su resolución.

—Podemos estar disgustados y, no obstante, venirte conmigo para que te convide a tomar helado.

—¿Cómo es eso?

—Pues siendo. Lo cortés no quita lo valiente. Puedes estar muy reñido conmigo y refrescar, sin embargo.

Guardó silencio. Pero al cabo debió temer que mi argumentación fuese una falacia, una celada tendida a su integridad de disgustado, porque manifestó:

—No; estando disgustados no puedo admitir un convite tuyo.

Ante una determinación tan firme y categórica, ya no insistí más; pero Enriquito, al cabo de unos momentos, en vista de mi silencio, propuso tímidamente, con plausible eclecticismo infantil:

—Mira, "tite", podemos hacer una cosa: yo no me disgustaré contigo hasta después que haya tomado el helado.

Un genio positivista

—Mamá, ¿adónde se encargan los niños?

—A una fábrica que hay en París, hija mía.

—¿Y cómo los mandan?

—Los envían en un cajoncito muy mono y bien arreglado, encima de un colchoncito mullido y rodeados de flores.

—¿Vienen desnudos?

—No; con su camisita.

—Pues Asunción, la niñera, dice que vienen desnudos.

—¡Qué sabe la niñera! Llegan en camisa.

—¡Ya me parecía a mí! Entonces vienen como mi muñeca, que cuando me la compraste sólo tenía una camisa puesta, hasta que yo le hice ropa y la vestí.

—Lo mismo, hijita.

—¿Y por dónde vienen?

—Por ferrocarril, facturados en gran velocidad.

La niña permanece unos minutos pensativa.

—¿Y si se pierden?

—La Compañía de ferrocarriles está obligada a indemnizar, como de todo lo que se extravía en el tren.

—¿Qué es eso de indemnizar?

—Que te dan lo que vale el niño.

—¿Cuánto vale un niño?

—Un niño.... un niño puede costar alrededor de mil duros—dice la madre, irresoluta al efectuar aquella extraña tasación.

—¡Qué caro! ¿Verdad, mamá? Acuérdate que mi muñeca sólo costó diez.

De nuevo reflexiona la niña, y, después de su meditación, manifiesta:

—Oye, mamá: ¿y no sería mejor que se perdiera el niño que has encargado y nos dieran los mil duros?... ¡Papá siempre está quejándose de que no tiene dinero!

Joaquinito quiere ser general

—Yo quiero ser general, papá.

—¿Para qué?

—Para mandar en todos los soldados.

—Entonces tendrás que ir a la guerra.

El niño, con heroica resolución, exclama:

—¡Pues iré!

—Y podrán matarte.

—¿A los generales también los matan?

—También.

No muy conforme con esta eventualidad, Joaquinito dice:

—Como yo soy el que mando, cuando comience el combate me marcharé.

—Serías un militar indigno y seguramente te fusilarían. ¡Volver la espalda al enemigo es una cobardía infamante!

—Papá, es que yo no le volvería la espalda: marcharía andando para atrás.

La carrera de "tonto"

—¿Qué te gustó más del Circo?

—Los tontos, abuelito.

—¿Te hicieron reír?

—Mucho. Tenían una gracia... Oye, abuelito: ¿cuánto gana un tonto?

—No sé, Carlitos.

—¿Ganará dos pesetas?

—Seguramente más.

—¿Más?

—Sí, hombre.

—¿Pues sabes que no es mala carrera? ¿En qué universidad se estudia para tonto, abuelito?

Cambio de vía

—Papá, Ramoncito, el hijo de la lavandera, dice que no tiene padre.

—Se le habrá muerto, Paquito.

—No, papá; es que dice que nunca tuvo padre.

El autor de los días de Paquito calla. El chico, en vista de su mutismo, le pregunta a poco:

—Oye, papá: ¿y puede un niño no haber tenido padre?

—Sí, hombre, muy sencillo...

—¿Cómo?

El padre no sabe qué contestar ni cómo salir del atolladero.

—Suponte que yo encargo un niño, lo meten en el tren, pero se equivocan y en vez de traerlo aquí lo llevan a casa de una señora...

—¿Que no esté casada?

—¡Claro!

El chico queda reflexionando ante aquel intrincado problema.

—No comprendo bien, papá... ¿Cómo puede equivocarse el tren?

Su hermanito menor, que hasta entonces ha guardado silencio, interviene diciendo:

—Puede echar por otra vía...

Carlitos, radiante, exclama entonces:

—¡Ah! ¡Ya comprendo! ¡Ramoncito no tiene padre por un cambio de vía!

Lógica pura

—Papá, cuando yo sea grande quiero casarme con la prima Lilí.

—Me parece un poco prematuro que pienses en eso.

—Papá, es que ayer la llamé estúpida, y ella contestó llamándome burro.

—¿Y qué?

—¡Que yo no quiero que me llame burro!

—Pues no la llames tú estúpida.

—¿No llamas tú estúpida a mamá, y mamá se calla o llora? Pues por eso quiero casarme con Lilí, para poderle decir estúpida, sin que ella me pueda llamar burro. Las mujeres no pueden llamar burros a sus maridos.

Para que su hermanito pueda comer merluza

—Mamá, ¿quieres que le de al niño este trocito de merluza tan rica?

—¡Qué disparate! ¿No ves que todavía mama, que aun no tiene dientes?

—¿Para comer merluza hace falta tener dientes?

—¡Claro!

—Oye: ¿pues por qué no le encargas al nene una dentadura postiza como la que tiene la abuelita?


Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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