O hay que convenir en que la mujer es susceptible de adquirir cuantos aspectos y actitudes morales quiera darle la educación, o debemos confesar que la naturaleza tiene, de vez en cuando, caprichos muy singulares.
Esto, que probablemente se habrá dicho cincuenta mil veces a propósito de las mujeres que se han hecho célebres en el campo de las ciencias, en el de las artes, en el de las letras... y hasta en el de las armas, cuadra perfectamente al hablar de cierto tipo que, no por pasar como un relámpago todos los años sobre la fisonomía veraniega de Santander, deja de imprimirse en ella; y no así como quiera, sino como imprime un pintor de fama el sello de su ingenio, su idiosincrasia artística, si vale la palabra, sobre todas las figuras de sus cuadros.
Nacida y propagada esta verdadera originalidad del sexo débil en regiones algo inverosímiles todavía en la tradicional y cachazuda España, cuando aparece en una, señal es de que allí puede vivir ya; de que en ella se encuentran los elementos que necesita su vida de ostentación y de aventuras. Estos elementos son: los hombres de Estado, los ricos banqueros, los famosos calaveras, los pontífices de las letras y de las artes, y, como a manera de orla de todo el catálogo, una muchedumbre de damas del llamado gran mundo, y de mozuelos esclavos de la moda.
De que Santander reúne todo eso y ha llegado ya, por ende, a la alta categoría que alcanzan en el mundo elegante tantos otros puertos extranjeros, en cuyas aguas lavan cada verano sus distinguidas mataduras las primeras aristocracias europeas, es evidente prueba el que nos visita todos los años, desde muchos acá, algún ejemplar de aquella fenomenal especie.
Mas antes que el lector eche a mala parte lo que le dije de los elementos vitales de esta señora, apresúrome a indicarle en qué concepto los necesita hoy.
Figúresela en un hotel del Sardinero, con todo un piso a su disposición, porque sus criados y equipajes no caben en menor espacio, si ha de quedarle a ella el necesario para dormir, para peinarse, para vestirse, para recibir y para comer en ancha mesa, siempre dispuesta para una docena de convidados.
Éstos han de ser de las notabilidades a que aludí; es decir, de lo más cogolludo en letras, artes, política, banca, armas... y aun tauromaquia, que a la sazón resida en el Sardinero o en la ciudad.
Para comer con ellos, para hablar con ellos, necesita, busca y agasaja a esos hombres. Ella los preside, ella dirige las conversaciones, ella provoca y salpimenta los discreteos, y en sus labios hay siempre agudezas y oportunidades para los discretos, y sutiles epigramas para los necios, pues no dejan de serlo, en varios lances, muchos hombres de talento. Que quien tal vida trae no debe mostrarse muy aficionada al trato de las mujeres, no hay necesidad de asegurarlo: evidente es que huyera de ellas si no las necesitara para fondo y accesorios del cuadro en que ella entra como principal figura, o, a lo sumo, para tener en quien cebar impunemente sus sátiras implacables, o esos pedazos más de entretenimiento que repartir entre la voracidad murmuradora de su corte favorita.
Hay quien atribuye esta antipatía hacia su sexo a cierta pasión non sancta que suele albergarse en los pechos que ya no laten a impulso de un alma juvenil y retozona; cuando se huye del espejo como de las grandes verdades que acusan faltas e imperfecciones; cuando los tristes desengaños de las primeras arrugas hacen recordar con envidia y desconsuelo los triunfos y los encantos de la risueña juventud; cuando se aspira, en fin, a conquistar, a fuerza de dispendios y agudezas, lo que antes se atrajo por el solo brillar de la hermosura.
Pero esta suposición, que bien pudiera admitirse con referencia al molde común de las mujeres, y aun de los hombres, no está justificada cuando se endereza a este otro tipo, cuyas pasiones, talentos y debilidades están, y han estado quizá, muy por encima de todo lo usual y corriente. Con esta consideración a la vista, no se afane el lector porque le diga yo de dónde vienen esas intimidades encumbradas; de qué procede ese varonil desparpajo que la hace, en verano, reina y señora del Sardinero, como en invierno le da absoluto predominio en los aristocráticos salones de Madrid, y eso que no es aristócrata ella, ni nombre llevó jamás que a pergamino huela. Cierto es que cuando se ha pasado la vida en roce continuo con hombres de todas las imaginables condiciones y cataduras, a poco que se haya tomado de cada uno de ellos puede reunirse, cerca de la vejez, gran copia de saber y de experiencia; pero ¿cómo se llegó en la juventud a esas alturas? —pregunto yo a mi vez—; ¿cómo lo que en unas gasta y desprestigia, en otras acrecienta el poder y el atractivo? Aquí no hay otro remedio que volver a la segunda parte de mi tema: la naturaleza tiene, de vez en cuando, caprichos muy singulares; y añado ahora que también la Fortuna suele complacerse en mimar con sus dones más preciados a lo que es obra de los caprichos de la Naturaleza.
Así hay que explicarse esas cataratas de doblones que siguen y preceden a esta clase de mujeres en sus viajes, y las envuelven en los alcázares que habitan la mayor parte del año; pues ni feudo se las conoce que tanto produzca, ni ya son Dánaes pudibundas que creer nos hagan en las lluvias de oro de los Joves de ogaño.
Ofrecedle dificultades al vulgar entendimiento, y veréis a la imaginación echarse desatentada por los cerros de Úbeda. Tal sucede en el presente caso. No se comprende bien, o no se explica, la razón de su predominio y de sus caudales, y cada cual se forja una historia a su capricho, fundada sobre vagos rumores; y estas historias juntas quieren ser una pequeña parte de la historia de esa dama, a quien se adjudican todas las anécdotas picantes, todas las frases equívocas, todos los triunfos y todos los escándalos con que han inmortalizado sus nombres en la alta sociedad las demás mujeres de su talla.
No desconoce ella estos rumores; y como sabe muy bien que son los gajes de su oficio, antes la lisonjean que la ofenden.
En las poquísimas veces que se da a luz entre su escogida corte bigotuda, los hombres abren calle para que pase, y las mujeres temen su mirada como el siervo la de su señor. ¿Qué mayor triunfo para su vanidad de mujer de historia?
Tan pocas veces se exhibe en público, que yo mismo, que trato de hacer su monografía, no la he visto jamás, ni la conozco sino por la fama que la han dado aquí los que nos dicen que la conocen mucho.
Pero mito o realidad, ella pasa por Santander cada verano, y, como al principio dije, se imprime en la fisonomía veraniega del pueblo de un modo indeleble, como el detalle que más resalta y hasta da carácter e importancia a todos los demás.
Y he aquí por qué yo, que estoy haciendo el croquis de esa fisonomía, no puedo prescindir de dibujar en ella tan expresivo pormenor.
Eso haré yo tan solo, y me guardaré muy mucho de escarbar el cutis para ver lo que hay debajo.
Quédese esto, en buen hora, para los aduladores que la cantan, o para los maldicientes que la despellejan.
Si el calor de unos hechizos, que ya no existen, derritió el aureo pedestal sobre que la adoración de laborioso marido colocó a su propia mujer para atraerla el culto de los demás; si la tarea olímpica de reponer con otro nuevo cada trono derretido, dejó sin fuerzas, sin esperanzas y hasta sin vida al desventurado que tal empresa creyó fácil; si el peso que a él le mató, abandonado al pie de la montaña tuvo nuevos Sísifos que le empujaran, esperando llevarle triunfantes hasta la cima, y también rodaron hasta el abismo, desalentados y rotos; si mientras duró aquel fuego no le faltaron tronos que consumir, ni tesoros que rodar montaña arriba, buscando su calor; si de ese montón de escombros y cenizas ha hecho la química de la necesidad inagotable venero que surte de esplendor a una soberanía no destronada, antes ennoblecida con la augusta diadema de las canas; si éstas no son el fruto natural de los años, sino la huella de las tempestades que corrió la juventud en el mar de todos los deleites; si el corazón de la mujer, que es casi siempre un libro abierto, sin ser por eso un libro bueno, a menudo es una caverna con ruidos y sin luz, ¿a mí qué me cuentan ustedes?, ¿qué me importa en el presente caso? Cuéntenselo a ese enjambre del buen tono que tanto se paga de ciertos relumbrones; cuéntenselo a esa sociedad que se complace en crear ídolos que después escupe y despedaza, acaso porque le imponen y amedrentan; cuéntenselo a esas gentes del gran mundo, para quienes nada es bueno ni plausible, sino lo distinguido y elegante. Ellas solas son las trompetas de esas famas; ellas quienes las elevan y sahuman antes; ellas mismas quienes las difaman después.
En cuanto a mí, dibujos hago, que no autopsias; y dibujo es éste, al trasluz, por más señas, sobre los perfiles que la fama trazó. Al público sale, pues, como el público le ha forjado: yo no hice más que copiarle en ésta, por ahora, última hoja de mi cartera.