Bocetos al Temple

José María de Pereda


Cuentos, colección



La mujer del César

I

No se necesitaba ser un gran fisonomista para comprender, por la cara de un hombre que recorría a cortos pasos la calle de Carretas de Madrid, en una mañana de enero, que aquel hombre se aburría soberanamente; y bastaba reparar un instante en el corte atrasadillo de su vestido, chillón y desentonado, para conocer que el tal sujeto no solamente no era madrileño, pero ni siquiera provinciano de ciudad. Sin embargo, ni de su aire ni de su rostro podía deducirse que fuera un palurdo. Era alto, bien proporcionado y garboso, y se fijaba en personas y en objetos, no con el afán del aldeano que de todo se asombra, sino con la curiosidad del que encuentra lo que, en su concepto, es natural que se encuentre en el sitio que recorre, por más que le sea desconocido.

Praderas de terciopelo, bosques frondosos, arroyos y cascadas, rocas y flores, eran las galas de su país. Nada más natural que fuesen las grandes vidrieras y los caprichos de las artes suntuarias el especial ornamento de la capital de España, centro del lujo, de la galantería y de los grandes vicios de toda la nación.

Este personaje, que debía llevar ya largas horas vagando por las aceras que comenzaban a poblarse de gente, miraba con impaciencia su reloj de plata, bostezaba, requería los anchos extremos de la bufanda con que se abrigaba el cuello, y tan pronto retrocedía indeciso como avanzaba resuelto.

En una de éstas, bajó a la Puerta del Sol y comenzó a mirar en todas direcciones, como quien se halla en un país enteramente desconocido. Al cabo, preguntando a unos y consultando a otros, llegó a la calle del Príncipe y entró en un espacioso portal, cuya elegante escalera subió rápido. Llamó a la puerta del primer piso, y atravesando alfombrados corredores con la desenvoltura propia del que ni los envidia ni los necesita, llegó a un ancho salón cubierto de maravillas de lujo, y allí se detuvo, vacilante, unos momentos. El silencio que reinaba en la habitación y la escasa luz que penetraba por los pesados cortinajes, cortaron evidentemente sus bríos.

En tal situación de ánimo, se dejó caer en una butaca, junto a un velador sobrecargado de dijes y papeles.

Mientras manoseaba maquinalmente algunos de éstos, comenzó a recorrer la estancia con la vista, más avezada ya a la oscuridad que le envolvía...

Y aquí caigo yo en la cuenta de que voy dando a este mozo cierto aire siniestramente misterioso, que así cuadra a su carácter como a un santo una pistola, y de que esto me obliga a poner las cosas en su punto antes que las sospechas del lector lleguen adonde no deben de llegar.

Al efecto, con esa virtud maravillosa, inherente al novelista libre, voy a hacer que mi hombre piense recio; recurso precioso que ha engendrado el monólogo y el aparte en el teatro, merced a lo cual se entera del más recóndito pensamiento de un personaje el espectador más sordo, sin que de él se percaten sus más inmediatos interlocutores.

Y manoseando papeles el de la bufanda, cayéronsele dos al suelo; y cediendo a esa tentación que no es propia exclusivamente de las mujeres, sino también de los hombres cuando nadie los ve, después de recogerlos sobre la alfombra leyó en uno de ellos:

—...»Por un aderezo de oro y perlas... ea... tor... ce mil... «¡Qué barbaridad!

Y luego en el otro:

—...»Por dos cortes de vestido... siete mil cuatrocien... «¡Ave María Purísima!

(Esto ya lo dijo plegando las cuentas y dejándolas sobre el velador): —He aquí dos despilfarros que harían feliz a una familia pobre... ¡Desventurado Carlos! A este paso no te bastan las minas del Potosí.

Después volvió a pasear su vista por la habitación.

—Naturalmente —pensó—: a tal templo, tales vestiduras... ¡Y si fuera esto solo! —continuó, llevando sus meditaciones a otra parte—; ¡si fuera esto solo lo que me hormiguea en el alma! Pero anoche, aquellas horas de venir a casa, sola, peor que sola, con ese mequetrefe extraño... su intimidad con él; la indiferencia de ambos hacia el marido... la impasibilidad de éste... ¿Podrá llegar la moda a justificar tales hechos?... De todas maneras, Carlos no es tonto; yo no he tenido tiempo de hablar con él todavía... En fin, ello dirá —exclamó muy recio, levantándose y mirando su reloj—. ¡Canastos! —murmuró—; las diez y media ya, y nadie resuella en esta casa. Pues dígote que andarán bien servidos tus litigantes... Por vida de... ¡Carlos!... ¡Carlitos!... (Esto lo gritaba acercándose a una de las puertas inmediatas.)

Entonces, bajo las colgaduras que la asombraban, apareció, envuelto en perezosa bata, un hombre de regular estatura, de rostro bello, aunque muy pálido y ojeroso, coronado por una frente ancha y bien delineada, sobre la que caían, en elegante y natural desorden, algunos mechones de cabellos negros y lustrosos.

—¡Querido Ramón! —exclamó tendiendo los brazos al que le llamaba.

—¡Acabaras de levantarte, caramba! —dijo el llamado Ramón, correspondiendo con igual expresión de cariño.

—¡Cómo qué!... Si hace dos horas que estoy en mi despacho.

—Pero durmiendo.

—Alegando, si te parece.

—Que para el caso es igual; porque si tú no dormías, dormiría Isabel.

—Eso sí que no lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes?

—Como que duerme ahí en frente, y a las horas que mejor le parecen.

—Y viva la autonomía, como ahora se dice. Pues, hombre, sábete que por respetos a ella no entré a sacarte de entre sábanas. Figúrate que me levanté a las siete, porque la cama nueva, aunque sea de blandas plumas, siempre se extraña, además de que yo soy, por hábito, madrugador; en seguida me eché a la calle, y he recorrido la mayor parte de las de la capital, y me he extraviado en la mitad de ellas; he visto cuanto puede verse de balde en Madrid, en tres horas de incesante movimiento; me he aburrido mucho; he vuelto a casa... y aquí me tienes —añadió Ramón, mirando con extraña curiosidad la cara de su interlocutor.

—¡Pobre montañesuco! —exclamó Carlos riendo—; ¿con que no te divierte Madrid por la mañana?

—Ni tampoco por la noche —respondió Ramón intencionalmente, buscando nuevos puntos de vista a la cara de Carlos.

—Ya se ve, como no se parece a nuestro pueblo...

—Por desgracia...

—Pero, ¿qué diablos miras con tanto empeño? —preguntó Carlos, chocándole la curiosidad de Ramón.

—¿Quieres hacerme el favor —replicó éste muy serio—, de abrir una de esas vidrieras que dan a la calle?

—¿Para qué?...

—Para que entre la luz... No me arreglo bien con las medias tintas.

Carlos complació a Ramón, y volvió a sentarse a su lado. Entonces éste, aprovechándose de la claridad que inundaba la sala, miró a su sabor la cara del primero, y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

—Carlos —exclamó alarmado—, anoche, medio aturdido aún con el zarandeo del viaje, y a la luz artificial, no pude darme cuenta de tu fisonomía; pero ahora veo por ella... que no estás bueno...

—¡Ave María! —respondió Carlos esforzándose por sonreír—. Te ciega tu cariño de hermano.

—No, ¡vive Dios!... Y es que sin duda trabajas demasiado.

—Te aseguro que me sobra salud.

—Yo insisto en que te falta mucha de la que tenías. Mira, Carlos, que en la posición que ocupas, jamás te perdonaría, ni tampoco Dios, que te afanases por ahorrar algunos maravedís... Verdad es que gastas largo y tendido; pero tu mujer es rica.

—Y en tu concepto, ¿esa razón me excusa de trabajar?

—De matarte trabajando, sí... Y ¡qué diablo! en último caso, ¿no vales tú medio Madrid, cuanto más una millonaria?... Nada, chico, date vida de canónigo, ya que puedes, que de soltero bien sudaste el pan que comiste... Y cuenta que esto mismo respondí a nuestro tío Pablo no ha muchos días, cuando me dijo: «Desengáñate, Ramón, Carlos hizo la gran jugada del siglo.»

—¡Eso dijo! —repuso Carlos con gesto de mal reprimido disgusto—. ¡Cuántos, Ramón, dirán aquí otro tanto al verme pasar! ¡Y te extraña que trabaje como si lo necesitara para comer!

—Luego trabajas mucho.

—Trabajo mucho, sí... ¿A qué negártelo? —contestó Carlos con decisión—. Trabajo —continuó con aire de lícito orgullo—, cuanto necesito para sostener mi casa a la altura en que la ves.

—¿Y también los gastos de tu mujer salen de ese trabajo? —preguntó Ramón, quizá recordando las dos consabidas cuentas.

—También —respondió Carlos—, y en ello fundo mi mayor satisfacción.

—¡Alma de Dios!... Tú te estás matando... Y ¿por qué?... ¡Voto al!... No, señor, eso no es justo... ni siquiera decente. Tú, tan honrado, tan caballero, trabajando diez años hasta adquirir un nombre que es hoy la gloria del Foro español, ¿no has de tener derecho para descansar al amparo de ese mismo dinero que has ganado, y de lo que, por ser de tu mujer, es tuyo legítimamente?

—No conoces, Ramón, la villana condición de las gentes, ni sabes hasta qué punto soy yo aprensivo —repuso Carlos con cierta amargura—. Además —añadió con repugnancia—, el diablo no sosiega; y si un día, entregado yo a la holganza, imbuyera en Isabel esa idea...

—¡Cómo!

—¡Oh! yo nada sospecho —se apresuró a decir éste—; al contrario, Isabel es la bondad misma; pero quiero ponerme en todos los casos y vivir prevenido. Además, el trabajo me es indispensable... la ociosidad me enerva.

—¿Y sabe ella todo eso?

—Si lo supiera no lo consentiría... ¡Pero de todo te pasmas, hombre! —añadió Carlos, fingiendo una admiración que estaba muy lejos de sentir.

—No es extraño —dijo con sorna Ramón—. Soy nuevo en Madrid y vengo de nuestra aldea... Por eso, si mis preguntas te ofenden, perdona mi franqueza ruda, pero leal, y me callo como un muerto.

—¿También sensible? —se apresuró a decir Carlos en el tono más afable que pudo, creyendo haber ofendido la cariñosa sinceridad de su hermano—. ¿De cuándo acá necesitas tú mi autorización para sondearme la conciencia?

—Pues entonces, prosigo —dijo Ramón con la mayor formalidad—. ¿Quién administra los bienes de Isabel?

—¿Quién ha de administrarlos sino yo?

—Claro; y ella creerá que todas sus rentas se consumen.

—Jamás trató de averiguarlo.

—¿Y en qué las empleas?

—En cuanto puede dar un producto fijo y seguro.

—Ahorrar para el diablo.

—No tal.

—¡Más claro!...

—¿Quién te dice que mañana?...

—Por ejemplo, un heredero...

—¿Y por qué no? Verás entonces cómo las circunstancias varían.

—En fin, quédese este punto para mejor ocasión, y pasemos a otro. ¿Eres feliz?

—¡Qué pregunta!... Sí lo soy...

—¿No te aturde el ruido del gran mundo?

—No le oigo desde aquí.

—Es verdad. Pues a tu mujer la embriaga.

—Como que es su elemento.

—Y esa divergencia de gustos ¿no te desazona siquiera?

—Como ella vive con el suyo y yo con el mío...

—¡Extraña conformidad! Pero ¿no sería preferible que tu mujer se amoldase a tus costumbres?

—Y ¿por qué no he de amoldarme yo a las suyas?

—Porque no es eso lo que Dios manda, sino lo otro.

—Según y conforme. En el presente caso, se trata de una mujer joven, hermosa, nacida, como quien dice, en el gran mundo, unida a un pobre segundón de la Montaña, abogado sin porvenir...

—No hoy ¡vive Dios! que lo que más te sobra es la buena fama.

—Gracias al apoyo que me prestó aquel hombre generoso...

—Poco a poco, y vamos a ajustar bien esa cuenta. El padre de Isabel, parte de cuya reputación, en sus últimos años, se la dio la inteligencia, el talento... sí, señor, el talento de su joven pasante, tuvo al morir el deseo, más que el deseo, el empeño de que Isabel, su hija y única heredera de su inmensa fortuna, se casara contigo.

—Por lo mismo —dijo Carlos, con menos entereza de la que aparentaba—, Isabel es para mí una prenda sagrada, un santo recuerdo de tan noble protector. Además, entre Isabel y yo no existía una pasión, ni mucho menos: yo acepté su mano con más reconocimiento que amor, y ella la mía sin repugnancia, hasta de buena gana; pero nada más.

—¿Y qué quieres decirme con eso? —repuso con vehemencia Ramón—; ¿que no tienes derecho alguno sobre tu propia mujer? ¿Que no es su honra la tuya?

—Líbreme Dios de pensarlo —respondió Carlos visiblemente contrariado con el rumbo que tomaba el interrogatorio—. Pero Isabel es buena, es honrada, me profesa hoy un cariño arraigadísimo; tengo, en fin, completa confianza en su virtud, y no puedo, no debo separarla de ese elemento en que se ha educado, y por lo cual no la daña.

—¿Y si la dañara?

—¡Ramón!

—Antes me has dicho que quieres vivir prevenido.

—Es cierto; pero hay asuntos de tal delicadeza...

—Corriente: respetemos esos asuntos frágiles; pero dime en conciencia, ¿no es verdad que viviendo ambos en perfecto acuerdo, con respecto a gustos y a costumbres, seríais mucho más felices?

—¡Quién lo duda?

—Pues tratad de vivir así.

—Es peligroso el intentarlo, porque para ajustarse al gusto del uno, tiene que violentarse el otro... Además que, como te he dicho, cabe también la felicidad en nuestro actual sistema de vida.

—Lo creo; pero no lo comprendo.

—Porque para juzgar ciertas cosas hay que mirarlas desde la altura conveniente. Desengáñate, Ramón: la vida que tú haces en el pueblo no es la más a propósito para comprender la del gran mundo.

—Podrá ser —replicó Ramón con fingida sinceridad—, que ciertas cosas de por acá no sean en el fondo lo que nos parecen a los rústicos de por allá, y entonces tú estás en lo cierto; pero yo creía que las razones de sentido común tenían la misma fuerza en todas partes.

Evidentemente molestaba mucho a Carlos esta conversación, en la cual cerraba siempre el paso a sus evasivas el buen sentido de su hermano. Así, pues, resuelto a cortarla a todo trance, púsose de pie, y, fingiendo echar a broma el asunto, dijo a Ramón alegremente:

—Ayer viniste a Madrid por primera vez en tu vida, y aún te encuentras desorientado. Deja que lleves algún tiempo más a mi lado, y entonces, con las necesarias luces, aclararemos éste y otros puntos análogos que tan oscuros te parecen hoy. Entre tanto, vamos a dar una vuelta antes de almorzar.

—¡Cómo una vuelta! —dijo Ramón, a quien le dolían las piernas de recorrer las calles.

—Salgo todos los días a estas horas un rato. Tú estás cumplido conmigo, y puedes quedarte en casa si no quieres acompañarme.

—¡Pues no faltaba más! ¿He venido yo a Madrid para eso?

—Entonces aguárdame un instante mientras me visto.

Y con tal objeto, Carlos entró en su habitación.

No le quedaba a Ramón la menor duda, por el interrogatorio a que acababa de someter a su hermano, de que éste y su mujer eran diametralmente opuestos en gustos e inclinaciones; es decir, que se hallaban, según su criterio, de patitas en el sendero por el cual llegan más pronto los matrimonios a tirarse los trastos a la cabeza.

Ramón amaba hasta con delirio a su hermano, y se comprende. Eran, los dos, únicos hijos de un honrado mayorazgo montañés que había muerto con la pena de no dejar una fortuna a cada uno. Ramón, el mayor de los huérfanos, era el más fuerte y más apegado a las cosas del país. Carlos tenía otras inclinaciones y otro tipo: era más idealista y más fino. Como la escasa herencia no bastaba para sostener a los dos hermanos en una posición enteramente desahogada, haciendo el mayor, muy gustoso, un sacrificio, pasó Carlos a Madrid a estudiar una carrera, eligiendo la de abogado, por prestarse mejor a las tendencias de su carácter. Los triunfos obtenidos durante sus estudios recompensaron cumplidamente las privaciones a que Ramón se sometía gustoso en su aldea con objeto de que Carlos viviese con algún desahogo en Madrid. Concluida su carrera, y merced a la brillante fama que dejaba en la universidad, tuvo la fortuna de que le llevara a su lado una celebridad forense que contaba en su avanzada edad casi tantos millones como triunfos ruidosos. Lo demás lo sabe ya el lector. Cuando Ramón tuvo noticia del proyectado enlace de su hermano, poco después de morir su protector, creyó volverse loco de alegría. Sin embargo, no tuvo valor para acceder a las reiteradas instancias de aquél asistiendo a sus bodas. El ruido que barruntaba en ellas no se avenía bien con la patriarcal sencillez de sus costumbres. Prefirió visitar a Carlos más adelante, y así lo hizo, pero tardando año y medio en cumplir su palabra. Llegó a Madrid a las altas horas de la noche, y encontró a su hermano muy atareado en su despacho. Isabel se hallaba en un baile, y cuando vino a casa la acompañaba un joven, extraño a la familia, muy elegante, muy afectuoso con ella, y muy ceremonioso con su marido, que no parecía ni fijarse siquiera en semejante circunstancia. A él le escoció tanto, que le hizo soñar después algunos desatinos; y soñó despierto mucho más, cuando hubo sondeado el espíritu de su hermano en la forma que conocemos. La impasibilidad del rostro de Carlos al recibir a su mujer la noche anterior, ¿era hija de una confianza absoluta, o de una resignación estoica? Lo primero le parecía muy expuesto; lo segundo muy indigno, y ambas hipótesis inadmisibles en un hombre de buen sentido. De todas maneras, lo que estaba presenciando en casa de su hermano no era ni lo que éste merecía, ni lo que él se había imaginado. Por todo lo cual, y después de meditar un rato.

—Se me antoja —pensó—, que mi viaje a Madrid me ha de dar algo que hacer.

En esto Carlos, en traje de calle, apareció a la puerta de su habitación, precisamente al mismo tiempo que entraba Isabel en la sala por la puerta de enfrente.

Todo el adorno de su persona consistía en un blanco sencillo peinador que la envolvía el talle, y el cabello prendido con el más natural abandono. Sin embargo, estaba hermosa en la acepción más legítima de la palabra. La hermosura de Isabel era verdaderamente clásica, hasta el punto de que, por la severidad y corrección de sus formas y proporciones, parecía un mármol griego. Era ligeramente rubia, con ojos que no eran enteramente negros; ojos que, por la firmeza y tranquilidad con que miraban, jamás revelaban el verdadero temple del alma que a ellos se asomaba. Tras una fisonomía como aquélla, lo mismo podía albergarse el fuego de todas las pasiones, que el hielo de todas las indiferencias: todo parecía caber en aquel busto majestuoso, menos la pueril veleidad de femenil coquetería. Y así era, en efecto. Isabel, que había nacido para no ser una mujer vulgar, era por naturaleza refractaria a esas mil frivolidades que forman el encanto de los salones para la inmensa mayoría del bello sexo. Educada en el gran mundo casi desde niña, le amaba porque no conocía otra cosa mejor, y tomaba de él lo que más se adaptaba a su carácter: la ostentación, pero sencilla y sin el menor alarde. Con ese recurso, a faltas de un titulo nobiliario, y sin más ejecutoria que su belleza y su elegancia, había conquistado el primer puesto en cuantos salones frecuentaba, que eran cabalmente los más aristocráticos de Madrid. Que tuvo aduladores y apasionados, aun después de casada no hay para qué decirlo. Mas como ninguno de ellos logró siquiera hacerla meditar un solo instante, no se cuidó de observar el efecto que en ellos causaban sus desdenes. Tomaba del mundo lo bueno con lo malo; y lo malo era, en su concepto, entre otras plagas, la de esos hombres tenazmente conquistadores. Juzgábalos, en fin, como una molestia necesaria, pero no temible: deshacíase de ellos como de las moscas en verano, y nada más. —Bueno es que consten estos ligeros apuntes en honra y gloria de Isabel.— Pero ésta era mujer al cabo, y como tal, o mejor dicho, como de la falsa madera humana, no podía menos de ser débil por alguna veta; y la veta de Isabel era la ostentación, que ya hemos dicho que constituía el único o el mayor atractivo que parecía ofrecerle el gran mundo: por lo tanto, esta mujer, que no se curaba jamás de los admiradores que pudieran quemar incienso en los altares de otras bellezas; que veía impasible y desdeñosa pasar a su lado intrigas amorosas, rencillas de etiqueta y otras menudencias análogas, no podía prescindir de echar una mirada de curiosidad al talle, al cabello o al vestido de la más apuesta dama que se permitiera la osadía de aspirar a igualarse con ella en lujo, o en novedad siquiera, ya que no en elegancia. Yo les aseguro a ustedes que, aunque ella jamás provocaba la lucha, una derrota en este terreno, si no la desesperaba ni la desconcertaba, porque al cabo tenía talento, cuando menos la hacía meditar mucho. Es preciso que conste bien esta otra circunstancia porque no se juzgue como impropio de su carácter algo que más tarde pueda ocurrir a nuestra heroína. Por de pronto, es segurísimo que, sin una preocupación por el estilo, no hubiera madrugado tanto como madrugó en la ocasión en que acabamos de verla aparecer a la puerta de su gabinete; madrugada que llenó de asombro a su marido, porque no acostumbraba a verla levantada hasta la hora de almorzar.

—Os he sentido hablar aquí —dijo Isabel respondiendo al saludo de Ramón y a la exclamación de sorpresa de Carlos—, y he salido a saludaros. Y usted —añadió dirigiéndose a Ramón con deliciosa afabilidad—, ¿no ha extrañado la cama?

—¡Extrañar!... —respondió Ramón, verdaderamente encantado ante los atractivos de su cuñada—. Con salud, conciencia tranquila y larga jornada, duermo yo sobre un pedernal, cuanto más sobre mullidos colchones.

—Y tú, Carlos, ¿cómo estás?

—¿Yo?... perfectísimamente —respondió éste esforzándose por sonreír.

—Protesto —interrumpió Ramón, dispuesto a aprovechar aquella coyuntura que se le ofrecía para entrar en materia.

—¿Cómo es eso? —dijo Isabel sorprendida.

—Ha de saber usted, Isabel —continuó su cuñado...

—Poco a poco —interrumpió Carlos a su vez, con notoria intención de cambiar de asunto—, ese usted no pasa delante de mí. ¿No sois hermanos? Pues tú por tú como Dios manda.

—Aceptado desde luego —dijo Isabel alegremente.

—¿Sí? —añadió Ramón, haciendo una pirueta—; pues a llano no me echa nadie la pata. Y en prueba de ello prosigo diciendo que te decía, Isabel, que Carlos...

—Que no decías nada, o que no sabías lo que decías —interrumpió precipitadamente Carlos—, porque nos vamos en seguida. Repara que Isabel aún no se ha vestido, que es ya muy tarde y que, si hemos de almorzar hoy después de pasear, no tenemos tiempo que perder.

—Te veo —pensó Ramón.

—¿Ibais a salir, quizá? —preguntó Isabel.

—Estábamos ya en marcha, como quien dice —respondió Carlos, empujando a Ramón hacia la puerta.

—Pues andad, que luego hablaremos... digo, si no es tan grave el asunto que no admita dilación —repuso Isabel, mirando con sonrisa burlona a su cuñado.

—¡Bah! gravísimo —dijo Carlos.

—¿Crees que no? —le contestó Ramón muy serio.

Carlos soltó una carcajada.

—Corriente, hombre —dijo Ramón encogiéndose de hombros y apretando el nudo de su bufanda—. Pues en el cuerpo no se me ha de pudrir —añadió por lo bajo. Y continuó en alta voz—: Conque, en marcha; pero quedamos Isabel y yo, en que...

II

Dos nuevos personajes que van a entrar en escena, exigen de mi escrupulosidad algunas palabras que los den a conocer previamente. Son personas de calidad, y á tout seigneur, tout honneur.

Refiérome al marqués y a la marquesa del Azulejo, que habitaban el cuarto segundo de la casa en que nos hallamos con el cuento.

El marqués, que lo era por derecho propio, rayaba en los cincuenta eneros, pues me consta que no eran abriles, y era todo lo orondo, cepillado, bruñido, risueño y perfumado que puede ser un aristócrata que vive de sus rentas, no escasas, y que no tiene nada que hacer... Digo mal: este marqués tenía una obligación de pura vanidad, merced a lo que daba por bien empleada la sujeción a que le condenaba de vez en cuando su cumplimiento.

Era en Palacio yo no sé qué cosa muy honorífica, a manera de sac-ancos: ello es que le valía el derecho de gastar su poco de tricornio y aun sus remedos de espadín, amén de la indispensable bordada casaca, los días de gran ceremonia en la corte. La marquesa, que, antes de serlo por su casamiento, no pasaba de ser una infanzona tronada con amagos de hambrienta, no era mucho más joven que su marido, y como él se conservaba, aunque con el auxilio de ciertas mistificaciones, rechoncha y bien parecida. Los gacetilleros de la prensa elegante, la llamaban «deliciosa» y «confortable»; pero la verdad es que no pasaba esta señora de ser una jamona bien conservada, hablando en vulgo neto. Eran, en suma, el marqués y la marquesa, tal para cual, por lo que hace a figura. Con respecto a genio, ya variaba el asunto. El marqués era dúctil, bonachón, incapaz de enfadarse... todo «un nazareno»; la marquesa era impresionable, hasta vidriosa, tornadiza y exigente.

Por eso, siempre que estaban juntos más de media hora, reñían; es decir, reñía la marquesa. El marqués atribuía estas incongruencias de carácter a la falta de un vástago que hubiera dado un poco de atractivo constante al hogar doméstico, pues es de saber que el tal matrimonio, a este respecto, había sido tenazmente infecundo. Debo hacer una salvedad, sin embargo. De recién casada la marquesa, dio a luz un heredero; pero se puso tan nerviosa con el lance, y llegaron a serle tan insoportables los jipidos de la criatura, que hubo necesidad de echar a ésta de casa y encomendarla a los cuidados de una aldeana.

A los dos meses de hallarse el niño en el campo, fue un día a Madrid la nodriza con las ropas del ángel de Dios, diciendo que éste se había largado al otro mundo de un hartazgo... y que allí estaba aquello. La marquesa soltó un grito de sorpresa y un par de onzas de propina para la nodriza; recogió el hatillo como un recuerdo, y no tuvo el lance más consecuencias... ni el marqués más herederos.

Firme éste en sus propósitos de no fomentar con sus indiscutibles derechos domésticas desavenencias, había ido cediéndolos de tal manera, que hasta su propia personalidad había quedado absorbida en la de su mujer, para los efectos ordinarios del trato social. Llamábanle en el mundo el de la Azulejo, y este mote afrentoso le califica mejor que cuanto yo pudiera decir, sabiendo, como ya saben ustedes, que el titulo nobiliario era suyo y no de su mujer.

Pero todas estas abdicaciones importaban un rábano al santo varón, porque al precio de ellas le era lícito entregarse de lleno a la satisfacción de todos sus caprichos y pasiones.

¡Y qué pasiones las del señor marqués!

¡Y qué calaveradas!

Algo más graves eran las que se contaban de la marquesa, pero yo nunca las creí. Tenían un encanto especial para ella los hombres de moda, y le gustaba atraerlos a su lado, por pura vanidad solamente. En cuanto al afán con que seguía sus pasos cuando de ella se separaban para quemar incienso en otros altares, nada más inocente en un carácter como el de la marquesa, cuyo flaco era la curiosidad llevada a la exageración.

Y precisa era la más refinada mala fe para juzgarla de otro modo, cuando era notorio que, a los pocos año-e casada, su verdadera pasión fue la mística. Frecuentaba los templos; pedía a las puertas de ellos para todas las comunidades y asociaciones religiosas habidas y por haber; protegía las casas de Beneficencia; paseaba con las Hermanas de la Caridad, y enseñaba la doctrina a los niños de la Inclusa. Todo, por supuesto, sin perjuicio de sus obligaciones mundanas, pues no estaba reñido, como ella decía, el trato de Dios con el trato del mundo.

Mas acá sufrió un cambio bastante notable su modo de ver esas cosas. Quizá para la esfera en que habitaba no fuera del mejor gusto su exagerado misticismo; yo no lo sé, pero es lo cierto que de repente, dejando algunos de sus rezos públicos y sin romper por completo con la caridad de Dios, entregóse de lleno a la filantropía. Ingresó en varias asociaciones de este jaez, y, por último, fue miembra de una consagrada exclusivamente a la regeneración social de la doncella menesterosa, cargo en el cual la encontramos nosotros, alcanzando señaladas victorias y dedicándole lo mejor de su tiempo.

Congratulábase el marqués de ver a su mujer tan bien entretenida, -ólo le pedía a Dios que apartase de ella el demonio de la curiosidad, que era el que le obligaba a él muchas veces a andar hecho un zarandillo averiguando vidas ajenas para satisfacer un antojo que, después de todo, para nada servía a su mujer, puesto que se trataba de tal cual calavera que sólo a Dios debía las cuentas de su conciencia. Lamentábase también de este defecto, porque a menudo le acarreaba inesperados trastornos en su vida íntima, en la cual se dejaba sentir el consejo caprichoso del último extraño, antes que el suyo propio.

Curiosa la marquesa por carácter, y ya en segunda fila por edad, es excusado decir que las mujeres que más brillaban en los salones que ella frecuentaba eran el objeto preferente de su curiosidad. Y como Isabel brillaba sobre todas, Isabel fue la que más le llamó la atención. Por eso se hizo su amiga, y después su vecina, y, por último, su sombra. Con ella iba a todas partes, con ella volvía y en su casa entraba treinta veces al día, si treinta veces pasaba por delante de sus puertas, bajando o subiendo la escalera. Por supuesto que no le ocultaba a Isabel la causa verdadera de aquella adhesión sin ejemplo; pero se reía de ella, la utilizaba en cuanto le era conveniente, y se resignaba gustosa a lo demás. La verdad es que la marquesa, en medio de tantos cuidados, no estaba a gusto en ninguna parte, ni dormía tranquila una sola noche.

La en que llegó Ramón a Madrid fue de las más borrascosas, alcanzándole al marqués no pequeña parte de la borrasca, empujado por la cual fue a dar el apreciable matrimonio al primer piso la mañana siguiente, en el momento mismo en que se disponían a salir Carlos y Ramón, y sin dejar a éste concluir la comenzada frase la estrepitosa locuacidad de la marquesa, que tomó el salón como terreno conquistado.

Hago gracia al lector de aquella granizada de palabras y de otras muchas que fueron su consecuencia; de la cara de vinagre que puso la marquesa cuando supo que un hombre tan ganso como Ramón podía ser cuñado de Isabel, y del pasmo que se apoderó de Ramón al presenciar aquella invasión inesperada.

—¿Y a qué debemos el gusto de ver a ustedes tan temprano honrando esta casa —preguntó Carlos socarronamente cuando más tarde le fue posible hacerse oír.

—Acontecimiento, ¿eh? —respondió el marqués entre burlón y quedo—. ¡Les digo a ustedes que ni lo de Waterlóo!...

—Tan oportuno como siempre —observó la marquesa mirando a su marido con gesto del más soberano desdén—. Para este hombre —continuó—, no hay más asuntos importantes que los suyos.

—Egoísmo de sexo;—dijo Isabel.

—O falta de seso —murmuró Ramón hacia su hermano.

—Pero, en fin, ¿de qué se trata? —volvió a preguntar Carlos—, porque la verdad es que ya se halla vivamente excitada mi curiosidad.

—Señores —respondió la marquesa, tomando cierta actitud parlamentaria—. Se trata de un asunto que, a ser exclusivamente mío, puedo asegurar a ustedes que no me hubiera sacado de casa un minuto antes de lo acostumbrado; pero como entraña intereses de la asociación...

—¡Oiga! —exclamó Ramón muy serio.

—¿Conque de la asociación nada menos? —dijo Carlos.

—De la asociación —le repitió el marqués en tono campanudo, atreviéndose a hinchar los carrillos como si tratara de comerse una carcajada.

—De la asociación, sí, señor —recalcó la marquesa mirando a su marido con ojos de basilisco—. Y ahora, juzguen ustedes —añadió dulcificando la voz y la mirada—, y vean cómo, si bien la patria no peligra por la importancia del suceso, vale éste lo necesario para justificar mi presencia aquí a estas horas.

Diose la marquesa unos golpecitos sobre los labios con su leve pañuelo de batista, y continuó así:

—So pretexto de hallarse enferma y de ser huérfana, una joven de veinte años solicitó nuestro amparo. Tocóme por riguroso turno el despacho de la solicitud; pasé a casa de la solicitante; aprecié sus necesidades; propuse a la Junta los socorros que juzgué necesarios; se aceptó la proposición, y la huérfana los percibió puntualmente por espacio de tres meses. Hace quince días se nos manifestó, por persona competente, que la socorrida compartía la pensión con un amante, de la peor especie. Llamósela; negó los hechos; se instruyó la sumaria en toda regia; resultaron muchos indicios vehementes y no pocas circunstancias agravantes; informó al tenor de ello la fiscala, y la presidenta decretó para hoy la vista del proceso en la sala de audiencias, con toda la solemnidad de reglamento. Ahora bien, yo defiendo a la acusada, y al efecto tengo señalada la palabra para esta tarde a la una; mas como la tramitación ha caminado tan de prisa y no he podido estudiar el asunto a mi placer, voy ahora mismo a la secretaría a dar un repaso al expediente. Conque ¿se van ustedes enterando?

Ramón quedó, no sólo enterado, sino atónito: los demás personajes de la escena, que ya tenían bien conocida a la relatora, la dedicaron un «bravo» de los más estrepitosos.

—Ahora —añadió ésta—, díganme ustedes si el asunto vale bien la pena. Se trata de una denuncia que puede privar a una desvalida de un socorro necesario, o ser causa de que se aplique a otra persona más digna de él; no veo, pues, por qué no se han de depurar los hechos hasta que resulte clara y palpable la verdad.

—La prueba plena —dijo Carlos.

—Justamente. Y de todas maneras, por trivial que sea mi ocupación de hoy, nunca lo sería tanto como la de mi marido. ¿Saben ustedes qué es lo que le saca de casa tan temprano y no le ha dejado conciliar el sueño en toda la noche? Pues la colosal empresa de probar un tronco.

—Poco a poco —dijo el marqués con mucha formalidad—. No negaré que un asunto semejante, en absoluto, no es para desvelar a nadie; pero conviene saber que cuando este nadie soy yo y el tronco es para mis carruajes, el asunto tiene más de tres bemoles. ¿Hoy es viernes? Pues bueno: desde el último lunes llevo probados, comprados, vendidos o cambiados, tres pares de caballos.

—Y ¿por qué esos caprichos? —preguntó Carlos.

—Que se lo diga a usted mi mujer.

—No le hagan ustedes caso —se apresuró a replicar la marquesa—. La verdad es que si él tuviera mejor gusto para comprar...

—Si hubiera más fijeza en los tuyos... —repuso el marqués un poco sulfurado—. Pero en saliendo a la Castellana dos veces con un mismo tronco, ya te aburres de él... digo, te obligan a que te aburras; y esto es lo que a mí me carga.

—¡Cómo es eso! —exclamó Isabel fingiéndose admirada.

—Muy sencillamente —respondió el marqués—. El amiguito de casa, el consabido títere a la moda, el indispensable vizconde del Cierzo, que helado le sople a él, este mequetrefe, digo, que, como ustedes saben, sale con nosotros muy a menudo, tiene la peregrina costumbre de desacreditar mis caballos. Si son alazanes, porque no son negros; si negros, porque no son alazanes; si andaluces, porque no son ingleses; si ingleses, porque no son andaluces... y así hasta el infinito. Pues bien: mi mujer, que en materia de gustos es tornadiza como una veleta, apenas oye al vizconde la emprende conmigo... y adivinen ustedes el resto.

—¡Qué exagerador! —exclamó la marquesa con voz ronca y como tratando de romper el pañuelo entre sus dedos crispados, fingiendo una indignación que estaba muy lejos de sentir.

—Por lo cual —continuó su marido sin hacerla caso—, he resuelto comprar enteramente al gusto del señor vizconde; y por eso, después de haberme comprometido ayer tarde a cambiar dos caballos que compré anteayer, le he citado a mi casa para hoy a fin de que vayamos juntos a la prueba esta misma mañana; pero, como de costumbre, ha faltado a la cita. Mi mujer tenía prisa; el chalán está avisado para dentro de un cuarto de hora, y temiendo que otro me lleve la pareja si no acudo a comprometerla a la hora convenida, dejé en casa recado al vizconde para que vaya a reunirse conmigo... Y aquí me tienen ustedes en marcha. Conque, con franqueza, ¿es empresa de tres al cuarto la que voy a acometer? ¿Está bien justificada mi desazón de anoche?

La marquesa continuaba exagerando su indignación al oír a su marido; Carlos e Isabel se miraban, y Ramón, no pudiendo soportar la calidad de aquellos dos, para él extraños caracteres, excitaba por lo bajo a su hermano a salir cuanto antes a dar el proyectado paseo.

Complacióle Carlos y despidiéronse ambos sin grandes cumplimientos, acompañándolos el marqués y quedándose la marquesa todavía al lado de Isabel «unos instantes» que robaba de buena gana a su defendida, para dedicarlos «al amor entrañable que consagraba a su amiga».

Solas las dos, exclamó la marquesa con grandes aspavientos:

—¿Pero has visto qué marido, Isabel?

—¿El tuyo?

—Me da fatiga su estupidez.

—No sé por qué.

—¡No le oíste?

—¿Lo del vizconde?

—¿Y te parece poco?

—Ríete de ello.

—Sí, cuando pasa entre nosotros; pero ese majadero lo mismo lo cuenta en la Puerta del Sol, o en pleno Casino.

—¿Y qué?

—La maledicencia cunde.

—Teniendo la conciencia tranquila como tú la tienes...

—¡Oh, lo que es eso!... Pero ocurre casualmente que ese hombre ha dado en asediarme con la más pegajosa galantería, y hasta parece que hace ostentación de ello...

—No importa: la virtud siempre triunfa.

—Vamos, Isabel, que si a ti te sucediera... Y a propósito —añadió con el tono de la mayor inocencia—, también a ti te distingue con no escasas atenciones.

—Distinciones bien poco placenteras, por cierto —repuso Isabel ingenuamente.

—¿De veras? —dijo su interlocutora sonriendo maliciosamente.

—¿Y puedes tú creer otra cosa? —respondió Isabel de un modo que impuso a la marquesa.

—Pues anoche no lo creería nadie al veros —se atrevió ésta a insistir.

—Mucho nos mirabas.

—Soy curiosa, ya lo sabes.

—O aprensiva.

—¡Isabel!...

—Repara, amiga mía, que no te llamé celosa; y mal pudiera llamártelo, cuando, según tu propia confesión, las atenciones del vizconde, lejos de agradarte, te molestan.

—Y te lo repito.

—Pues entonces...

—No es una razón el que a mí me desagraden sus obsequios, para que a ti...

—Muchas gracias, marquesa.

—¿Por qué me las das?

—Por el favor que me dispensas haciéndome capaz de aceptar lo que a ti te repugna.

—Cuestión de gustos, Isabel, que no afrenta a nadie.

—¿Me permites que te llame inocente?

—No me atrevo yo a llamarte otro tanto.

—Pues haces mal; y me lo llamarías con mucho derecho si supieras qué me preocupaba anoche cuando tú creías que me estaba absorbiendo el seso la galante travesura del vizconde.

—¿De veras?

—Palabra de honor...

—Si no temiera ser indiscreta...

—Si tú me prometieras no reírte de mí.

—Te prometo estar más seria que un doctor en estrados.

—Pues bien: me preocupaba la de Rocaverde.

—¡Esa te preocupaba!

—Precisamente ella, no.

—¿Sus públicos alardes con el banquero?

—Tampoco.

—¿Con el general?...

—Eh, hija, todo lo conviertes en sustancia. Nada de eso.

—Pues entonces no atino...

—El vestido que llevaba.

—No era una cosa del otro jueves, a no ser la novedad de su dibujo.

—Pero le había traído la modista para mí.

—Pues la culpa fue entonces de la modista.

—A quien ella engañó con indignos embustes.

—¿Y eso es todo?

—Lo de anoche sí; pero antes me había ocurrido otro tanto con un aderezo, y antes con un carruaje, y antes con una porción de cosas más que no necesito decirte.

—Como tú estás de moda y ella es muy vana... Porque de otra manera no comprendo esa pugna, de que debes reírte.

—Me reí la primera vez, y la segunda... Y aun la tercera; pero en fuerza de hallarme a esa mujer atravesada delante de mis deseos, y de verme contrariada a cada instante por tan ridícula manía, ha llegado a causarme el efecto irritante de una mosca impertinente.

—Pues tienes contra ella un remedio eficacísimo.

—¿Cuál?

—Sus escasas rentas. No tardará en rendirse por hambre.

—Sí, pero entre tanto, me martiriza... y me martiriza, porque yo soy la primera en conocer todo lo pequeño y pueril del asunto... ¡No sabes cuánto daría por tener noticia de un deseo suyo para contrariársele, especialmente antes de su reunión de esta noche!

—¿Estás invitada a ella?

—«La primera», según me afirmó.

—Te vendré a buscar entonces.

—¿Luego vas tú también?

—Yo soy la segunda invitada, puesto que tú eres la primera. A mí no me disputa los vestidos, porque no estoy de moda como tú; pero en cambio cree que me lastiman mucho sus intimidades con el vizconde, y procura que las presencie con la frecuencia posible.

—De manera que el tal vizconde es universal...

—Está de moda también... Pero ¡Dios mío! —exclamó de repente la marquesa cambiando de tono y poniéndose de pie—. Mi pobre defendida está perjudicándose con mi conservación.

Y tendió sus manos y presentó ambas mejillas a Isabel.

—Quedo haciendo votos por el mejor éxito de tu noble empresa;—dijo ésta dándola un beso en cada carrillo y recibiendo otros dos simultáneos.

Y con esto y los apretones de manos y los adioses de ordenanza, salió la marquesa de la sala y quedóse en ella Isabel un poco pensativa.

Habíale enconado mucho sus resentimientos con la de Rocaverde el recuerdo de ésta evocado con su amiga, y se daba a cavilar con más empeño sobre un plan de venganza tan pronta como ejemplar.

Esto por una parte. Por otra, la sospecha de sus intimidades con el vizconde, manifestada por la condesa, no dejaba de escocerla un poco el ánimo. Verdad era que su conciencia estaba tranquila; verdad también que a la marquesa la hacía hablar un despecho de mal género, y verdad, por último, que la tal marquesa no tenía un adarme de sentido común; pero ¿no podía haber nacido aquella misma aprensión en otras personas más discretas? Y ¿a qué fin había de sospechar nadie de ella, que era honrada y leal a sus deberes?

La verdad es que Isabel permaneció largo rato sumida, aunque no muy profundamente, en esas meditaciones, y que sólo salió de ellas cuando un fámulo llegó anunciándole la visita del vizconde del Cierzo.

—¡Que no estoy visible! —exclamó con ira, encaminándose rápida a su gabinete.

Pero no tuvo tiempo de llegar a él. Acababa de entrar y se hallaba delante de ella, planchado, perfumado, pulido, rizado, intachable de elegancia y apostura, el anunciado personaje.

III

Antes de pasar más adelante, van a saber ustedes quién es ese dichoso vizconde tan traído y tan llevado.

Tenía apenas veinticinco años cuando murió su padre, dejándole una renta de cincuenta mil duros. Era hermoso, cuanto puede serlo el maniquí de un sastre parisiense, y había recibido la más acabada educación en los mejores picaderos, garitos y otros puntos culminantes de Madrid: en todas partes, menos en la universidad.

Así, pues, conocía en literatura el género flamenco, y en historia el reinado de don Juan Segundo, el famoso picador de caballos.

Por ende, tuteaba a Cúchares, se hombreaba con Leotard, y conocía a los artistas del hipódromo con todos sus pelos y señales.

Aunque de la pata del Cid, don Francisco Pérez de Vargas, Guzmán, Machuca, Moncada, etc., etc., y por contera vizconde del Cierzo, en la necesidad de elevarse a la región social que sus instintos apetecían, desprendióse de buen grado, como de otros tantos estorbos, de sus apellidos linajudos, y quedóse Francisco Pérez a secas. Pero, en su afán de popularidad, parecióle esto todavía poco gráfico. Faltábale al nombre cierto aderezo indispensable a un personaje de su posición y de sus aficiones. Felizmente, un banderillero resolvió la dificultad, llamándole una noche, en el Suizo, Frasco Pérez. Desde aquel instante quedó aceptado el nombre como mote de guerra, y comenzó a volar su fama por todos los rincones de Madrid y un poco más afuera.

Su prurito era la originalidad, y ésta la ostentaba, en calles y paseos, en sus trajes, en sus trenes, y hasta en el dije más insignificante que llevara sobre su persona. Los sastres se le disputaban para vestirle, los zapateros para calzarle y las fábricas de coches para construírselos ajustados a su fantasía. Impuesto de este modo su gusto a los artistas, quienes de éstos se valían, por necesidad, no tuvieron más remedio que pagar algún tributo a las originalidades de Frasco Pérez.

Alardeaba de rumboso, y lo era; y para correr la fama de sus proezas de este género, contaba con un estado mayor de admiradores que, por afecto a su persona, y no por lo que se les pegaba, comían con él, asistían a su palco en los teatros, montaban sus caballos, paseaban en sus carruajes, y hasta se ponían sus abrigos.

Contábanse de él mil originalidades. Ya, que daba la puntilla a los caballos, o que pegaba fuego a los carruajes que había regalado a sus queridas desechadas; ya, que hacía forrar de terciopelo y oro las paredes de la cuadra de su jaca favorita; ya, que regalaba una fortuna en pedrería a una bailarina en la noche de su beneficio; ya, que enviaba a planchar las camisolas a París, después de haberlas lavado en Andalucía... En fin, todo se contaba de él menos que hubiese dado jamás unos calzones viejos a un pobre. Eran, pues, sus gastos reproductivos, si no en dinero, en fama, que era lo que él buscaba; ambición tan legítima como cualquiera otra.

Pero esta fama no paraba en Madrid. Cándidos forasteros seguían de lejos la marcha triunfal de Frasco Pérez, y al tornar a sus hogares se creían muy honrados si llevaban una levita que se diera un aire a las que gastaba el famoso madrileño. Y de él le hablaban a usted en todas partes, y referían sus hazañas más ruidosas, y, aumentando el entusiasmo con la distancia, casi le ponían en la categoría de los grandes hombres de la época. De este modo, Frasco Pérez era tan popular en las capitales de provincia como en la de España; hasta el punto de que, provincianos que llegaban primerizos a Madrid, preguntaban dónde podrían conocer a Frasco Pérez, antes que por posada en que albergarse.

Cuando ya nada le quedó que ambicionar en punto a gloria, y cuando su caudal había sufrido no pequeña merma, acordóse de que existía otro campo en que espigar, en el cual podrían darle fácil entrada la fama de sus prodigalidades y su olvidado titulo nobiliario.

Así fue que, sin largas meditaciones, dejó la elegancia cursi con que tanto había brillado, los gabanes a media nalga, los tacones hiperbólicos, las corbatas de fantasía, los carruajes vaporosos, los lacayos macarenos, etc., etc., y se dio al boato serio: al saco de anchos vuelos, al severo frac, a la nívea corbata, al cochero asturiano de maciza pantorrilla, y a la grave carretela; olvidó las bailarinas por las marquesas, y se introdujo resueltamente en los salones del gran mundo, que se creyeron muy honrados al dar albergue a aquella oveja descarriada hasta entonces entre las escabrosidades y malezas de la vida airada.

Comenzaba a favorecerle también la fortuna en sus nuevas empresas, cuando se encontró con Isabel, y no tardó en conocer la diferencia que había entre este carácter y los que hasta entonces había tratado en la «buena sociedad». Parecióle su conquista, ya que no imposible, muy difícil, y trató de acometerla con los recursos de la estrategia más acreditada. Al efecto, estudió el terreno y estableció su principal batería en el de la marquesa del Azulejo, de facilísimo acceso, desde donde podía hostilizar a su gusto el objeto de sus afanes. Así se explica su familiaridad con Isabel, familiaridad que tanto había chocado a Ramón. Era el íntimo amigo y acompañante de la marquesa, y ésta no se separaba jamás de Isabel. Conocía perfectamente las horas a que estaban en casa y fuera de ella los distintos individuos de ambas familias, y sabía sacar gran partido de esta circunstancia.

Dígalo si no su falta de asistencia a la cita que le dio el marqués, según acabamos de oír a éste. Lejos de acudir a ella, observó desde sitio conveniente la salida de las personas que hemos visto despedirse de Isabel; subió a casa de la marquesa cuando estaba seguro de no hallarla en ella; bajó a la de su amiga, donde se coló como hemos dicho, y fingiendo sorprenderse mucho al encontrarla sola.

—Mil perdones —dijo: me acaban de asegurar arriba que hallaría aquí al marqués, y me he permitido...

—El marqués —respondió Isabel con la mayor sequedad—, ha salido ya de aquí y le espera a usted.

—Efectivamente —repuso el vizconde, deseando entrar en conversación—: el marqués me necesitaba hoy...

—Como de costumbre.

—¡Tan temprano y tan satírica!

—No hay tal: él mismo acaba de confesármelo. Parece que le es usted indispensable, sobre todo en la elección de caballos para los carruajes de la marquesa.

—Cierto es que ha dado en el capricho de comprar ciertas cosas a mi gusto; y, consecuente en este propósito, me citó para esta mañana, en su casa, a las diez y media; pero he venido algo más tarde y me he encontrado sin él.

—¡Contrariedad lamentable!

—No para mí, pues me proporciona el placer de ver a usted una vez más.

—Es usted incorregible.

—Y usted implacable.

—Soy buena amiga de usted, y quiero ahorrarle un trabajo inútil.

—Es usted muy compasiva —replicó con despecho el apasionado joven—. Lástima que no pueda yo corresponder con toda mi gratitud...

—¿Por qué no?

—Porque no es la compasión la recompensa que merece la pasión que usted me inspira.

—Vuelve usted a olvidar que habla conmigo —dijo Isabel con glacial desdén.

—Y ¿qué haría yo —exclamó el vizconde con creciente entusiasmo—, para demostrar a usted todo lo grande, todo lo profundo del afecto que la consagro?

—Ocultarle donde yo no le vea.

—¿Le teme usted acaso?

Isabel miró al títere con la sonrisa más despreciativa.

—No, me repugna —contestó en seguida.

—¡Virtud sublime! —exclamó con cierto tono de ironía.

—Mujer honrada, y nada más —contestó Isabel con firme acento.

—¡Oh, yo te humillaré— se atrevió a pensar el mentecato.

—Me permitirá usted recordarle —añadió Isabel cambiando de tono y dando un paso hacia la puerta de su gabinete —que le espera el marqués.

—En efecto —respondió el vizconde rebosando de despecho—: lo había olvidado ya... Así, pues... hasta la noche —continuó sin moverse del sitio en que se hallaba.

—¡Cómo!

—Porque supongo que no faltará usted a la reunión de la Rocaverde.

—Es probable, en efecto, que asista a ella.

—Tengo noticias —continuó el impávido en su afán de prolongar la visita— de que se hacen esfuerzos heroicos para que la fiesta exceda en brillo a cuantas la han precedido y puedan sucederla.

—Recursos no faltan a esa señora si quiere utilizarlos —dijo Isabel por decir algo.

—Sin embargo —replicó el otro, deseando dar interés a la conversación—, de los que destina a su propia persona, puede faltarle uno.

—¿Pues cómo?

—Anda por medio cierto aderezo...

—¿Eh? —interrumpió Isabel picada de su demonio tentador.

—Un aderezo —continuó el vizconde más animado—. Un aderezo que...

Y se detuvo de repente, como si temiera decir algo más de lo que convenía.

Pero esta reserva excitó más la curiosidad de Isabel, que había comenzado a acariciar una esperanza.

—Veo —dijo con intención de obligar más al vizconde—, que ese aderezo encierra algún misterio, y me arrepiento de haber intentado descubrirle.

—¡Qué diablo! —exclamó el vizconde como si venciera un escrúpulo—. ¿Por qué no lo ha de saber usted? Se trata de un aderezo que vale algo más de lo conveniente para esa señora.

—¿Tan económica se ha vuelto? —preguntó Isabel con aire de la más inocente sencillez.

—O tan necesitada. Vale la joya dos mil duros.

—¿Y cuánto da por ella?

—Treinta mil reales.

—¡Diferencia harto mezquina!

—Sin embargo, se disputa hace un mes.

—No lo comprendo.

—El joyero no vende más que al contado a ciertos parroquianos.

—¿Y qué?

—Que la Rocaverde, por más que exprime y combina, nunca saca más que treinta mil reales.

—Pero tendrá crédito.

—Hasta cierto punto —dijo con sonrisa burlona el vizconde.

—¿Y tanto empeño muestra por la joya esa señora?

—Júzguelo usted: ha cometido la ligereza de enseñársela en el escaparate a algunas de sus amigas, como cosa ya de su pertenencia y comprada exclusivamente para estrenarla esta noche.

Isabel no podía ocultar su gozo porque la fortuna se mostraba con ella más que propicia. Se le venía a la mano la ocasión más oportuna que podía desear para satisfacer su mayor anhelo.

—¿De manera —insistió con ansiedad— que todavía no es suyo ese aderezo?

—Ni mucho menos —respondió el vizconde sin acabar de comprender el interés que Isabel iba mostrando en el asunto.

—¿Y cree usted que llegará a serio? —volvió a preguntar.

—Si yo no quiero, no.

—¡Cómo así! —dijo Isabel visiblemente disgustada con tal respuesta.

—Muy sencillo —replicó el vizconde perfectamente en su terreno ya—. He presenciado alguna de las infinitas luchas que han tenido el joyero (que precisamente es el de usted) y la compradora; y como conozco la dificultad material en que ésta se halla de vencer el obstáculo y la debo no pocas atenciones, he querido proporcionarla hoy un buen rato. Al efecto, he dicho al joyero: «envíe usted el aderezo a esa señora, diciéndola que acepta su oferta; y yo le respondo a usted de la diferencia, y aun del valor total si es necesario.» De manera que a la hora presente esa joya es mía más que de la Rocaverde.

—¿Aunque yo se la pida al joyero?

—Aunque usted se la pida; porque precisamente para prevenirme contra toda eventualidad, le dije que puesto que el aderezo quedaba por mi cuenta, no dispusiera de él sin mi permiso verbal o escrito.

Isabel se quedó pensativa, sin poder disimular el disgusto que esta contrariedad le acusaba. El vizconde, por el contrario, veía en el afán de aquélla algo que le ofrecía una ocasión de serla necesario, y lo tomó en cuenta.

—Hablemos claros, Isabel —dijo sin preámbulos—. ¿Usted desea adquirir ese aderezo?

—Sí —respondió Isabel sin escuchar más que a su capricho—, y a todo trance.

—Pues de usted será.

—¿Cómo?

—Haciendo que se le entreguen a usted.

—¿Y qué dirá esa señora?

—Ya inventaremos una disculpilla.

—Entonces envío por él...

—¿Olvida usted que es indispensable que yo mismo dé la orden?

Isabel no pudo disimular un gesto de desagrado.

—¿Y por qué ese reparo? —dijo el vizconde tratando de vencerle para el mejor éxito del plan que se proponía—.Yo tengo que pasar ahora por la joyería necesariamente. Nada más sencillo que decirle al joyero que envíe el aderezo a su casa de usted en lugar de enviarle a la de esa otra señora. Él se alegrará mucho del cambio... y a mí me saldrá más barato el servicio —añadió sonriendo maliciosamente el galante personaje.

Isabel vio cumplido su afán de tanto tiempo y no reflexionó más.

—Pues bien —dijo resuelta—; acepto ese favor, y prometo en pago de él explicar a usted esta noche la causa de este capricho.

—Y yo voy a dar el recado inmediatamente.

—Hasta la noche... y gracias —dijo Isabel con amable sonrisa.

—Iré a recogerlas —respondió el vizconde despidiéndose y saboreando el placer que sentía al considerar el arma que en sus manos colocaba Isabel.

—He aquí —pensaba ésta entre tanto—, cómo hasta del hombre más molesto y antipático puede sacarse un gran partido... ¡Oh! ¡no digo dos mil duros, diez años de mi vida me hubieran parecido hoy poco para comprar una ocasión como la que se me presenta de humillar la tonta vanidad de esa mujer!

IV

Una hora más tarde, y vueltos ya de paseo Carlos y Ramón, éste bostezaba aburrido y solo en el salón que ya conocemos, mientras su hermano despachaba un asunto urgente, de los mil que le ocurrían a cada instante, desde que había dado a sus negocios una extensión tan extraordinaria. De pronto apareció un criado, llevando un grande y vistoso estuche sobre una bandeja de plata.

—¿Adónde vas con eso? —preguntó maquinalmente Ramón.

—Acaban de traerlo para la señorita —respondió el fámulo.

Ramón, que, como buen aldeano, era curioso, detuvo a éste, cogió el estuche, miróle por todas partes, le abrió al cabo, y entonces los rayos de un verdadero pedregal de diamantes le hirieron la vista.

—¡Santísimo Dios! —exclamó echándose hacia atrás.

Después volvió a observar aquello con mayor detención, hasta que fue cayendo en la cuenta de lo que era.

—¡Y decir a Dios —pensó—, que por estos cuatro colgajos se habrá pagado un dineral!

En esto observó que por debajo de una de las piezas de la alhaja asomaban las puntas de un papel cuidadosamente plegado.

—Será la cuenta —se dijo—. Vamos a ver si asciende a tanto como las otras dos juntas.

Tiró del papel, le desdobló... y se quedó hecho una estatua al leer en él lo siguiente:

«Cumplo, Isabel, el más grato de mis propósitos, haciendo llegar a sus manos el disputado aderezo, y espero verle esta noche por corona sobre la reina de la belleza. Allí estará para recoger las prometidas gracias, su apasionado Vizconde.»

El primer cuidado de Ramón, después de leer esta fineza cursi, disimulando cuanto pudo la impresión que le causaba, fue despedir al criado.

—Yo se lo entregaré a mi cuñada —le dijo.

Solo ya con lo que él creía cuerpo de un delito, le dio cien vueltas entre sus manos; le leyó otras tantas; apostrofó a su cuñada de mil modos diferentes; imaginó cincuenta planes de castigo para la que así abusaba de la hidalga confianza de un hombre como su hermano, y concluyó por comprender que no había más que un partido que tomar: hacérselo saber a Carlos. Esto podía conseguirse de dos maneras: en el acto, o esperando a que los acontecimientos hicieran más notoria la criminalidad de Isabel. Lo primero le pareció muy cruel para su hermano, que ni sospechaba siquiera la posibilidad de tamaño desastre. Lo segundo era, sin duda alguna, más prudente, y a ello se atuvo.

Por de pronto se guardó el papel en el bolsillo, y llamó a su cuñada.

Al salir ésta de su gabinete la presentó el estuche.

—Esto han traído para ti —le dijo observando cuidadosamente su semblante.

Isabel se abalanzó al estuche, le abrió, devoró con sus ojos el aderezo, pero no dijo una palabra.

—Creo que viene —añadió Ramón intencionalmente—, de parte de... del vizconde de... de no sé cuántos.

—Ya lo sé —respondió Isabel sin disimular su contento—. Le esperaba.

Y dando a Ramón las gracias con la más hechicera de las sonrisas, volvió a su gabinete y se encerró en él.

¡Calculen ustedes lo que pasaría entonces por el ánimo del sencillo montañés, que no conocía, como el lector y yo, la historia de aquel regalo! Pensó ver a su cuñada roja delante de la prueba de su pecado, y se la halló risueña, desenvuelta y hasta burlona, como si el pecar así fuera su oficio.

Este nuevo, gravísimo dato, estuvo a pique de dar al traste con su plan de prudencia. Púsole fuera de sí, y, como una fiera en su jaula, dio cien vueltas a la habitación; trató de penetrar en la de su hermano para contárselo todo; retrocedió arrepentido; volvió a leer el papel; tornó a guardarle en el bolsillo... hasta que felizmente le llamaron a almorzar cuando más enredado se hallaba entre tan opuestos pareceres; pero en la mesa observó a su cuñada más risueña, más amable y más expansiva que nunca con su marido, y ya no le quedó la menor duda de que le estaba engañando. Súpole a rejalgar cada bocado, y se encerró en el silencio más sombrío.

V

Poco tiempo después pasaba en el cuarto segundo una escena que merece referirse para mayor claridad de este asunto.

El marqués había llegado sin ver al vizconde, y la marquesa con el pleito perdido. Estaba, pues, la apreciable pareja dada a todos los demonios.

—¡Ya podía yo estar esperándole hasta el día del juicio! —exclamaba el pobre hombre dando vueltas por la habitación.

—¿Conque tampoco ha ido a la prueba? —le preguntó la marquesa.

—¡En eso pensaba!

—¡Vaya una formalidad!

—¡Cuándo te digo que es un zascandil!...

—¡Cuando te digo que tienes muy poco aguante!

—¡Otra te pego!...

—Ya has oído que vino a casa después que tú saliste de ella. ¡Tenías tanta prisa!

—¡Esta es más gorda! ¿Quién sino tú estaba de prisa? ¿Quién sino tú me hizo salir de casa a aquellas horas? Lo que te aseguro es que no tenía grandes deseos de encontrarme.

—Aprensiones tuyas.

—¿Aprensiones mías? ¡También es fuerte cosa que para todos has de hallar una disculpa siempre, menos para mí!...

—Eso te probará que no la mereces.

—Pues juzga tú misma la oportunidad con que se la aplicas ahora a tu amigo. Figúrate que, cansado de esperarle en la caballeriza y de pasearme por la acera de la calle y de mirar hacia todos los puntos por donde pudiera asomar, me acordé de que a aquellas horas solía hallársele en el bazar de su joyero haciéndole la tertulia con otros desocupados como él. Deseando concluir de una vez el enojoso asunto que me sacaba de casa, me voy en aquella dirección, llego a la joyería... y ¡te aseguro que tenía que ver aquello cuando yo entré!

Al decir esto cambió de tono el marqués, adoptando un airecillo de maliciosa reserva; pero tan desgraciado, que no logró excitar la curiosidad de la marquesa.

—¿Y qué me importa eso? —repuso con el mayor desdén.

—Nada. Pero figúrate, para formarte una idea, que se trataba de cierto aderezo regalado por... cierto prójimo a... cierta mujer de su marido; que esta mujer le irá luciendo esta noche a la recepción de la Rocaverde, y que el podenco del marido irá quizás a su lado tan satisfecho y tan orondo...

—Todos son lo mismo.

—Hasta cierto punto, querida. Cosas hay que el más lince no las ve; pero hay otras tan gordas, que para dármelas a mí por corrientes, muy recio había de tronar.

—Porque tú eres una excepción... Pero, después de todo, ni ese lance tiene nada de raro, ni veo por qué me lo cuentas.

—De raro no tiene, en efecto, gran cosa, por lo que hace al fondo; pero hay algo en la forma que indigna. Bueno que cada hombre tenga un enredo, o diez, o veinte, si por ahí le arrastra el demonio, ya que hay mujeres que se prestan a ello; pero tenerlos de modo que todo el mundo los conozca y con el único afán de darse importancia, como le sucede a ese títere de vizconde... ¡Ay!... ya la solté.

Oírlo la marquesa y dar un brinco como si le hubiera picado un alacrán, fue todo una misma cosa.

—¿Conque según eso se trata del vizconde? —preguntó con ansiedad.

—Ya que lo dije...

—Y bien...

—Pues nada, que, por lo visto, llegó el vizconde a la tienda, que estaba llena de ociosos; pidió un magnífico aderezo, y después de hablar algunas palabras con el joyero, escribió en un papel algunos renglones, se los leyó por lo bajo a varios de los circunstantes, metió el papel en el estuche, puso éste en manos de un dependiente, y le dijo en voz recia: —«A casa de...» y pronunció un nombre muy conocido en Madrid. Después, volviéndose hacia los mismos a quienes había leído el papel, les dijo: —«Al vérsele puesto esta noche, me diréis si mis esfuerzos eran escarceos ociosos, como me asegurábais a cada instante.» En este momento llegué yo, y chocándome estas palabras que cogí al vuelo, traté de que me las explicaran; pero sólo conseguí averiguar lo que te he contado. Ahora bien; como la dama es de copete y el vizconde hombre de ruido, calcula tú el que se armaría en la tienda con semejante suceso.

—Pero no me has dicho el nombre de esa dama —repuso la marquesa echando lumbre por los ojos.

—En cuanto al nombre, hija mía —observó el marqués con la mayor ingenuidad—, no me fue dado averiguarle, por más esfuerzos que hice.

—Pues ¿qué me importa lo demás? —exclamó su dulce mitad en una verdadera explosión de ira.

—Ah, se me olvidaba lo más notable. Parece que el aderezo regalado a esa dama es uno que estaba destinado a la Rocaverde para esta noche.

—Le conozco entonces.

—¡Tú!

—Sí, porque ella me le enseñó en el escaparate al pasar, uno de estos días; pero me aseguró que era ya cosa suya, y en esta cuenta estaba yo.

—Pues ahí verás.

—¡Pero eso es una vileza!

—¡Bah! una de las viejas mañas de ese mozo, y nada más. Desengáñate, el vizconde no busca los triunfos sino por el escándalo, y le importa poco que existan con tal de que el público los acepte como hechos consumados.

—¿Y la honra de una mujer no merece más respeto? —dijo la exmística hecha una furia, como si ella fuese el guardián jurado del honor ajeno.

—Pues, hija mía, de tipos como el vizconde está lleno el mundo.

—¡Buen consuelo!

—Con tal de que os sirviera de gobierno...

—¿Y a mí qué me dices con eso?

—Contesto a lo que preguntas.

—¡Estúpido! —murmuró la marquesa mirando a su marido con gesto despreciativo, y volviéndole la espalda.

—Que se pierda por mala una mujer —pensó el marqués viendo alejarse a la suya—, vaya con Dios, si ese es su destino; pero que se la lleve el diablo, como a ésta, por averiguar lo que no le importa un rábano, no lo comprendo.

Y se quedó tan serio.

VI

Aquella misma noche se hallaban alrededor de la chimenea en casa de Isabel, esperando a que ésta diera la última mano a su prendido, la marquesa, su marido, Carlos y Ramón. La primera, hecha una verdadera lástima de encajes y pedrería; el segundo, de rigurosa etiqueta; Carlos, de bata y pantuflas, y Ramón como siempre. El marqués revolvía los tizones; su mujer miraba sin pestañear los monigotes de la chimenea; Ramón no cabía en la butaca, de desasosiego, y Carlos, más pálido y ojeroso que nunca, miraba cómo se retorcían las cintas de fuego entre los tizones, que se iban consumiendo a su contacto, como la humana vida entre las malas pasiones. Ninguna conversación llegaba a formalizarse allí, por más que el marqués las apuntaba de todas clases, y Carlos trataba de conjurar aquella monotonía recordando a la marquesa su perdido pleito. Así se pasó una hora.

Al cabo de ella apareció Isabel.

Y aquí lamento yo mi falta de erudición indumentaria, pues por ello me es imposible decir al lector de qué tela era el vestido de la hermosa dama, cómo se llamaba cada pieza de adorno, cuántas eran estas piezas, a qué época de la historia respondía la falda, o a cuál las ondulaciones o escabrosidades del peinado, y tantísimos otros interesantes pormenores que no se le escaparían en este caso al último de los cronistas del «buen tono».

Únicamente diré, y eso por decir algo, que los altos del cuerpo del vestido iban sumamente bajos, y que los bajos de las mangas subían hasta muy cerca del sitio que debían ocupar los altos del cuerpo, merced a lo cual Isabel llevaba al aire libre mayor cantidad de carnes que la que autorizan una moral severa y los usos ordinarios de la sociedad. Esto aparte, Isabel estaba deslumbradora de hermosura... y de diamantes. Llevábalos sobre el pecho, sobre la cabeza, en las orejas y en los brazos; y aunque tan desparramados iban, Ramón reconoció en ellos los mismos que por la mañana había visto amontonados en un estuche. Este reconocimiento le hizo dar un brinco sobre la butaca, brinco que sacó a la marquesa de sus meditaciones y la obligó a volver la cabeza hacia Isabel: fijóse entonces en el aderezo, que brillaba como un incendio con los fuegos cruzados del salón y de la chimenea, y lanzó a poco un ¡Jesús! que hizo abrir un palmo de boca al marqués, que iba, con los ojos, de la marquesa a Isabel, de Isabel a Carlos y de Carlos a Ramón, sin acabar de comprender la causa de aquellos ademanes extremosos.

Carlos, entre tanto, observaba el cuadro con la mayor serenidad. Su rostro, como de costumbre, era un pedazo de mármol sobre el cual no asomaba el menor destello de la situación de su ánimo.

Isabel, objeto entonces del escándalo de unos y de la curiosidad de otros, se calzaba los guantes risueña; y de seguro era el personaje, de cuantos formaba el grupo, que tenía el alma más en reposo.

A todo esto, la marquesa había dejado la butaca; Ramón se paseaba por la sala hecho un veneno, y el marqués, acercándose disimuladamente a su mujer, le preguntaba por lo bajo:

—¿Qué pasa?

—El aderezo —respondió ella con ira reconcentrada.

—¿Qué aderezo?

—¡El de tu cuento, imbécil!

—¿Dónde está?

—Sobre Isabel.

—¡Zambomba! —exclamó el meleno abriendo medio palmo de boca y mirando a Carlos con ojos de compasión.

—¡La gazmoña! ¡La virtud de bronce! —murmuraba trémula su mujer.

—¡Qué fortuna la de ese pillo! —se atrevía a pensar el marqués.

—Cuando ustedes gusten —dijo Isabel, echando sobre sus hombros túrgidos un elegante abrigo.

Y mientras la marquesa se ponía el suyo y el marqués se vestía un gabán sobre el frac, Ramón, trocando en apacible su gesto de hiel y vinagre, se acercó al grupo diciendo:

—Un momento más, si ustedes me le conceden. En estos salones de Madrid, ¿se admite a los hombres honrados en su traje habitual?

—Según sea el traje —contestó Isabel riendo.

—El mío, por ejemplo —dijo Ramón muy serio.

—Tanto como eso... —observó Carlos movido de cierta curiosidad.

—Entonces —añadió Ramón dirigiéndose a éste—, te ruego que me prestes un frac con todas sus inherentes zarandajas.

Imagínense ustedes la sorpresa que causaría en los circunstantes tan inesperada salida.

—¡Extraña pretensión! —le dijo Carlos.

—Nada de eso —respondió su hermano—: he pensado que ver este pueblo en las calles, no es ver a Madrid; y como yo he venido a verle, de paso que a ti, quiero estudiarle una vez siquiera en los salones... aunque no sea más que por llevar algo curioso que referir en el pueblo. Pero es difícil que vuelva yo a hallarme tan dispuesto como ahora a dar ese paso, y que se me presente una ocasión tan favorable como la reunión a que ustedes van esta noche. He aquí por qué me propongo asistir a ella, en la inteligencia de que Isabel no tendrá a desdoro presentar en la buena sociedad a un hermano tan rústico como yo.

—Pero ¿hablas de veras? —insistió Carlos lleno de extrañeza, mientras Isabel se hacía cruces y el marqués se pasmaba y la marquesa se daba a los demonios con aquella nueva contrariedad.

—Como si fuera a morirme —respondió Ramón resueltamente.

—Entonces —dijo Carlos—, si estas señoras quieren tomarse la molestia de esperar un rato, yo me comprometo a transformarte en un elegante de primer orden.

—¿Y qué mayor gloria para mí —añadió Isabel riéndose de veras—, que contribuir a reconciliar con las vanidades del mundo a un filósofo como Ramón?

—Va a ser el gran acontecimiento de la noche —observó el marqués con un poquillo de ironía.

—Será lo que usted guste —le dijo Ramón saliendo con su hermano—; pero me ha entrado ese antojo... y yo soy así.

Carlos tenía bien conocido el carácter de Ramón, refractario a toda sujeción, incompatible con todo género de etiquetas; habíale observado desde el mediodía, inquieto, sombrío, receloso; había notado también un repentino sobresalto al acercársele Isabel últimamente, y, por fin, su pretensión de asistir con ella a una fiesta del gran mundo, le parecía mucho hasta para soñado por un hombre como su hermano. ¿Qué pasaba, pues, por Ramón que quizá se relacionaba con su cuñada? Carlos no podía comprenderlo; pero que pasaba algo extraordinario, era para él evidente.

Con el objeto de averiguarlo, tanto como con el de servirle, acompañó a Ramón a su gabinete; pero en vano, mientras le vestía y acicalaba, le provocó la lengua: ésta no se movió sino para decir:

—He venido a Madrid a conocer de todo, y por eso voy esta noche al gran mundo. Si esto os desagrada, me quedaré en casa; pero si deseáis complacerme, no me contrariéis este capricho.

Carlos, que encontraba, hasta en las inflexiones de la voz de su hermano, algo de nuevo y aun de solemne, dejándose llevar sin disimulo de los impulsos de su corazón.

—No solamente —le dijo— no te combato el propósito, sino que te aconsejo que persistas en él... Y que procures aprovechar bien el tiempo esta noche,

—Gracia-espondió Ramón—; yo te juro que no te daré motivo para que te pese haberme aconsejado así.

¡Y qué ganas se le pasaban, entre tanto, de contar a su hermano todo aquel capítulo de iniquidades que estaban abrasándole la memoria y punzándole la lengua!

A todo esto iba empaquetándose en un traje de etiqueta; y salvas algunas estrecheces de frac por razones de espaldas, el improvisado gentleman no dejaba de estar presentable.

Faltábale únicamente lo que se llama, no sé por qué, chic de buen tono; y esto lo confirmaron la risa de su cuñada, el mohín de la marquesa y el respingo del marqués, cuando Ramón apareció delante de ellos con marcial desenvoltura y diciendo por toda excusa:

—Me faltan los guantes blancos para acabar de ponerme en carácter; pero los compraré, al pasar, en una guantería. Conque, perdón por la tardanza, y cuando ustedes gusten...

—Andando, pues —dijo Isabel, tomando alegremente el brazo de su cuñado.

El apreciable matrimonio salió detrás.

Al quedarse solo Carlos, dejó caer su cuerpo en una butaca y la cabeza entre sus manos.

Debo al lector la explicación de estas tristezas y la de algunas, al parecer, incongruencias de carácter de este personaje. Ninguna ocasión como ésta para echar un párrafo sobre el particular.

Carlos no engañó a su hermano cuando le dijo que al casarse con Isabel, no existía entre ambos una pasión ni mucho menos. Isabel conocía las brillantes cualidades morales de Carlos, que, por otra parte, era un mozo distinguidísimo y agradable. Un rival de más noble alcurnia y de mayor lustre social, quizá hubiera hecho muy difícil, si no imposible, el proyectado enlace; pero ese rival no existía ni Isabel le echaba de menos, especialmente desde que conoció los deseos de su padre en favor de su joven protegido. El anciano letrado no podía ignorar, con su experiencia y su talento, que su hija, en poder de un hombre sin más titulo que los de una ejecutoria ni más ambiciones que las de los vanos triunfos del lujo y la ostentación, llevaba muchas probabilidades de ser desgraciada, contribuyendo a ello su mismo caudal, que había de servir, sin duda alguna, para sostener esas mismas vanidades, cuando no otras menos lícitas del vanidoso.

De aquí su idea de unirla a Carlos, cuya modestia, cuya laboriosidad, cuya hidalguía, cuyo talento, formaban raro contraste con la petulancia, con la ligereza, con la ignorancia, con el impudor de la juventud brillante que en derredor veía.

En cuanto a Carlos, con la poco común hermosura de Isabel, su carácter noble y su fortuna inmensa, ¿cómo había de rechazar el pensamiento de su protector?

Cierto es que cuando consideraba con todos sus peligros la región que era el elemento natural de su novia y descendía a meditar sobre sus propias tendencias, tendencias al trabajo, al aislamiento del hogar y a la modestia en todo, cruzaban por su fantasía cuadros que no eran de color de rosa y horizontes nada risueños; mas ¿para qué servían el buen sentido y la previsión y tantas otras dotes que no le faltaban a él? Además, en todas partes hay media legua de mal camino, y no era mucho el contrapeso de estos imaginarios peligros tratándose de las positivas ventajas que se le iban a las manos.

Cuando, terminado el luto por la muerte de su padre, volvió Isabel al gran mundo, Carlos, que ya había formado su resolución de sostener su casa a expensas de su trabajo para evitar los inconvenientes que le hemos oído exponer a su hermano, la acompañó siempre; pero no tardó en comprender que, así por sus ocupaciones como por carácter, le era imposible continuar por semejante senda. Aquel mundo, sobre robarle las mejores horas de estudio y de meditación, le oprimía, le asfixiaba; sus vanidades le afligían y sus exigencias le repugnaban.

Entonces llegó para él la cuestión grave. Su retirada le era indispensable; pero al retirarse ¿dejaba a Isabel allí o se la llevaba consigo? Esto, ¿con qué derecho? Aquello, ¿con qué razón de buen sentido?

Isabel era buena y de muy nobles y honradas inclinaciones; pero tenía demasiados atractivos para dejarla sola en una región en que la lisonja, la galantería, el lujo y todas las vanidades imaginables entran por lo más esencial.

Sin embargo, Isabel no había conocido otro elemento que aquél; trasplantarla a otro más humilde era desorientarla, sofocarla, violentar su carácter, contrariar, tal vez, los deseos de su padre, que allí se la entregó, pues Carlos no desconocía que al pasar Isabel de la tutela de su padre a la suya, no había cambiado de terreno, digámoslo así, sino de pastor.

¿Cuál de todos estos inconvenientes era el más atendible?

En la posición de Carlos no era fácil decirlo.

He aquí el razonamiento que por conclusión se hacía después de una batalla por el estilo: «Mientras yo no tenga un motivo serio que exponerla por disculpa, no debo alejarla del mundo; hablarla de precauciones, sería ofender su virtud, o acaso despertar el enemigo que aún no conoce... En todo caso, dejemos pasar los días sin perder por completo de vista los acontecimientos, y... ello dirá.»

Arreglado a este modo de pensar, Carlos adoptó un sistema conciliador, dejando de ir a la sociedad sin retirarse de ella por entero.

Y así las cosas, crecieron las necesidades de su casa, y para cubrirlas todas tuvo precisión de aumentar las horas de su trabajo; pero a costa de su salud. Isabel no reparó siquiera en ello.

Este fue el golpe más rudo que sufrió la resignación de Carlos; pero tampoco tenía derecho a quejarse de él. Su mujer podía decirle siempre: «¿por qué trabajas?» y a él no le era dable, decentemente, responderla: «porque no puedas decirme nunca que vivo a expensas de tu dinero».

Falto de salud y recargado de trabajo y de disgustos, se retiró por completo de la sociedad, y entonces empezaron sus grandes amarguras; porque al considerarse lejos del peligro, dio en verle en su fantasía con proporciones colosales, y a su mujer caminando hacia él, vencida por una atracción irresistible.

Pensó en conjurarle de una vez para siempre, apelando a su indisputable autoridad de marido. Para ello era preciso hablar a Isabel, con cierto cuidado, sí, pero hablarla al alma. La ocasión era la que jamás se presentaba. La misma mujer que, considerada lejos de él, le inspiraba tan serios cuidados, ¡le parecía de cerca tan incapaz de faltar a sus deberes! ¡Mostrábase siempre tan serena, tan digna, tan en posesión de sí misma! ¡Inspirábale tal confianza cuando la comparaba con la marquesa, su vecina e inseparable amiga; cuando observaba el efecto de burla y aun de lástima, que en ella causaban las trivialidades y flaquezas de la fatua cortesana!

Y así se le pasaban las horas y los días, y jamás llegaba la ocasión de realizar los propósitos que formaba en sus soledades.

Para hacer éstas más angustiosas todavía, representábasele, sobre todas sus meditaciones, el desvío de Isabel, ¿Qué significaba aquella glacial indiferencia al dejarle solo y dolorido cada vez que concurría a las fiestas del mundo?

«Y ese mismo mundo —pensaba para colmo de amarguras—, ¿qué juzgará de mí cuando me ve, al parecer, tranquilo en mi bufete, mientras mi mujer, mi propia honra, anda a su libertad conquistando el aplauso de los salones?»

Y en éstas y otras, sufriendo siempre acerbo martirio en el alma, pasóse más de un año y llegó Ramón a Madrid.

Tampoco a él se le habían ocultado los tenaces galanteos del vizconde; pero en este punto estaba tranquilo, porque jamás creyó a un tipo semejante capaz de hacer vacilar la virtud de Isabel.

Sin embargo, fue aquel mequetrefe uno de sus mayores sufrimientos, por ser el único hombre a quien había visto intentar siquiera tamaño ultraje a su honra.

Estaba, pues, con esta disculpa más resuelto que nunca a establecer en su propia casa la honrada tranquilidad a que le daba derecho su cualidad de jefe de familia, máxime desde que su hermano estaba siendo testigo de ciertas apariencias que sólo con serlo le afrentaban.

Sensible en este punto y hasta visionario, no hay para qué decir con qué cuidado observó hasta el menor movimiento de los producidos en su casa desde el mediodía, por la aparición en ella del dichoso aderezo, especialmente al presentarse su mujer adornada con él; tanto que sin la inesperada resolución de su hermano, acaso hubiera tornado el mismo partido, cuando no el de prohibir a Isabel salir de casa aquella noche. Ignorante de lo que ocurría, pero en el firme convencimiento de que ocurría algo extraordinario y tal vez grave, el mejor remedio era cortar por lo sano y tomar en el acto el partido que estaba resuelto a tomar muy pronto. Esto no sería muy diplomático, pero sí muy saludable.

Por eso aplaudió en su interior el deseo de su hermano, que, sin hacerle a él sospechoso ni violento, podía contribuir a descubrirle la verdad sin menoscabo de la honra; por eso, dejándose llevar de sus impresiones del momento, pero guardando siempre el debido respeto a su propia dignidad, le hizo aquella advertencia mientras le vestía; advertencia que, aunque vaga en los términos, quizá fue comprendida por Ramón, por esa intuición misteriosa que une a dos seres a quienes afecta un mismo infortunio o sonríe una misma felicidad.

En tal situación de ánimo, y enfermo más que nunca del cuerpo, le dejó Isabel aquella noche sin fijarse siquiera en los estragos que en su semblante iban haciendo tantas horas robadas al sueño y al reposo, para adquirir las enormes sumas que ella despilfarraba sin duelo en caprichos y frivolidades.

VII

La condesa viuda de Rocaverde luchaba ya, con la desesperación del vencido, contra los rigores del tiempo, y en vano reparaba con artificios de tocador las brechas que a cada momento abría en su cara el implacable enemigo. Verdadero monumento en ruinas, quedábale tal cual vestigio de su pasada hermosura, que celebraban los solterones, sus contemporáneos, y estudiaban los jóvenes aficionados a la humana arqueología.

El conde de Rocaverde fue muy rico; y aunque no tan pródigo como su mujer, cuando a los pocos años de casado murió... «por no enfadarse» como decía la fama, no dejó al mundo más que una triste memoria de su carácter, algunas deudas de consideración y sus salones muy acreditados entre los más famosos de la buena sociedad madrileña.

Pasó algún tiempo, y cuando la gente de pro esperaba ver a la viuda pidiendo una plaza en un asilo de caridad, desechando rumores de mal género, a propósito de no sé qué banquero, hete aquí que se la ve reaparecer en el gran mundo, más rumbosa, más elegante y más cortesana que nunca.

La maledicencia es como el hambre: dándole lo que le gusta, se calla... por de pronto. Y tal sucedió con la de Rocaverde. Entretuvo agradablemente y con inusitada frecuencia en sus salones a la gente del buen tono, y ya cesó ésta de ocuparse en averiguar de dónde salían aquellas misas, dado que la sacristía la había dejado a secas el difunto.

¡Y qué período aquél de fiestas a las que concurría todo lo más selecto y granado de la aristocracia, de la banca, de la prensa y de las artes!

Allí se hacía música; allí se declamaba, poniéndose en escena a veces, en un teatrito al caso, por las jóvenes más pudorosas y los hombres más formales, lo más aplaudido del repertorio contemporáneo... francés, por supuesto; y allí, finalmente, se celebraban esos bailes pintorescos que tanto dieron que hacer a los sastres, a las modistas y al sentido común, en la confección de trajes alegóricos: trajes de crepúsculo, trajes de tempestad, trajes de luna, trajes de ira, trajes de compasión... trajes de todo lo imaginable, pues la gracia estaba en representar una estación del año, o una hora del día, o una efeméride, o una pasión, o una virtud, o una enfermedad, o el Mississipi, o el cable submarino, de cuatro tijeretadas sobre algunas varas de tul o de satén, entretenimiento que tomaban y suelen tomar por lo serio nuestros hombres de Estado y nuestra prensa grave.

Pasaron así algunos años, al cabo de los cuales se fue observando que el tiempo hacía los mismos estragos en la cara de la condesa que en sus salones; es decir, que éstos dejaban de revestirse con el lujo y la frecuencia de costumbre, a medida que aquélla se marchitaba.

Poco a poco fueron disminuyendo en número las fiestas, y llegó un día en que dejaron éstas de ser periódicas, y se convirtieron en extraordinarias, en casos raros.

En este período fue cuando la de Rocaverde, como si quisiera reconcentrar las débiles fuerzas de sus recursos agonizantes, según la fama, para consagrarlas a un solo objeto de más fácil logro, se dedicó, con la saña propia de una beldad en ruinas, a quemar fuera de su casa los últimos fuegos de su esplendor. Por eso la hemos visto, según Isabel y la marquesa, luchando con la elegancia de la primera, y conquistando el supuesto amante de la segunda; brillo y adoraciones que el tiempo la iba negando.

A esta misma época pertenece la reunión a que vamos a asistir como espectadores el lector y yo; fiesta trabajosa, como preparada con las rebañaduras de la antigua abundancia, y decidida entre angustias de bolsillo y exigencias de acreedor.

No por eso ofrecía su casa aquella noche triste aspecto: había rodado por ella demasiado la abundancia para que no quedara en días de apuro algo con que cubrir las apariencias.

En cuanto a la concurrencia, se componía, como siempre, de lo mejor de la «buena sociedad» madrileña.

Allí estaba la encanijada solterona aristocrática, verdadera gaviota imponderable, envuelta en muelle plumaje de céfiros y encajes; la robusta matrona de plateados rizos y sonora voz, égida, guía y maestra de su pimpollo, aspirante a cortesana, fresca y delicada criatura que, viendo del revés sus conveniencias, buscaba aquel agosto sofocante para desarrollar sus abriles risueños; las del jubilado funcionario X***, de quienes se contaba que, puestas por su padre en la alternativa de comer patatas y vestir con lujo, o comer de firme y vestir indiana, optaron sin vacilar por lo primero; la rolliza codiciada heredera de un banquero de nota, buscando con ojos de diamantes una ejecutoria de primera clase para ennoblecer las peluconas de su padre; la sublime viuda, de rostro dolorido, que entretenía allí sus penas mientras labraba en un claustro retirada celda para enterrarse en vida; la dama esplendorosa y rozagante que movía un huracán con sus vestidos y muchas tempestades con sus coqueterías; la inofensiva esclava del buen tono, que se exhibía así por cumplir un deber de «su posición»; la pudorosa beldad que recitaba arias de Norma y cantaba monólogos de Racine...

Pululando, culebreando, plegándose como mimbres o irguiéndose como alcornoques (no siempre han de ser palmeras los términos de comparación), veíase al «distinguido» pollo, osado, enjuto y con el emblema de su linaje hasta en los faldones de la camisa; al joven sentimental que cantaba de tenor, y aguardando a que se lo suplicasen, lanzaba miradas de agonía a las mujeres sensibles; al «hombre de mundo» que cifra sus glorias en herborizar en la mies del vecino mientras abandona la propia a la rapacidad de otros botánicos; al ferviente demócrata, cuya sátira implacable era en cafés y en periódicos el azote de las clases de levita; pero que solía reconciliarse algunas veces con el frac y los guantes blancos, cuando le invitaban a codearse con la aristocracia, y, sobre todo, a cenar con ella; y por último, cruzando los salones, o retorciéndose el mostacho enfrente de cada espejo, o adoptando posturas académicas en cada esquina, al hombre parco en saludar, de ancho tórax y pescuezo corto, de buenas carnes y soberbia estampa, que no hablaba a nadie, pero que parecía decir a todo el mundo: «caballeros, esto es lo que se llama un buen mozo»; hombres felices si los hay, que al volver a casa esperan siempre oír llamar a su puerta al discreto lacayo que les trae perfumado billete en que la marquesa, su señora, les pide una cita y su amor.

Al paño, es decir, medio oculto entre los de una portiére, el literato viejo, aplaudido autor dramático que buscaba en aquel cuadro modelos para sus caracteres, o que gustaba de que creyesen los demás que eso es lo que hacía; el anciano papá que devoraba un bostezo, mientras sus hijas devoraban más afuera con los ojos otros tantos acomodos de ventaja; el recién presentado, joven de pocas malicias y menos resolución, que ardía en deseos de lanzarse a aquel mundo en que recreaba su vista, y no se atrevía, porque no conocía a nadie ni confiaba gran cosa en su travesura.

Más atrás, el hombre de Estado departiendo sobre la última sesión de Cortes o preparando una combinación ministerial; el flamante gobernador de provincia, que le escuchaba a respetuosa distancia porque le debía el destino... y quizás el frac novísimo que vestía, y que concurría allí, según él, para dar un adiós al mundo de los placeres; según otros, a tomar aires de importancia y un poco de escuela que implantar en los salones del alcázar de su imperio.

Hojeando los álbums en los gabinetes, o chupando los puros de la casa en las salas de fumar, el hombre de negocios, el rico banquero, el general encanecido en cien pronunciamientos, digo batallas, el periodista de nota, etc., etc., etc.

Y sobre todos estos grupos, por encima de tanto personaje, dominándolo todo, el tipo por excelencia, el hombre indispensable, la verdadera necesidad del personaje del presente siglo en las altas regiones de la moda: Lucas Gómez. Por eso su entrada en el salón era una entrada triunfal; y aunque indigesto de faz y mal cortado de talle, saludábanle las viejas, sonreíanle las mamás, mirábanle tiernas las solteronas y buscaban con ansia sus lisonjas las beldades más altivas.

Lucas Gómez era el cronista, el trompetero de aquellas fiestas; el mejor y más digno cultivador de esa literatura de patchoulí que ha fijado la reputación de ciertas publicaciones serias entre la gente «de importancia». De él eran, y nadie se las disputaba, ciertas frases felices de buen tono; de él eran los chocolates bullangueros, los tés bailantes, los colores fanés, los abriles de tul, las pasiones de popelina, y tantísimos otros neologismos con que se enriqueció la literatura elegante, que devoraban y devoran con especial deleite los nobles herederos de las glorias de aquellos grandes hombres cuyos hechos asombraban al mundo. Él, erudito de guardarropía, con una paciencia admirable hacía la historia y describía los mil detalles de cuanto llevaba sobre su persona cada mujer; él restauraba a las feas llamándolas simpáticas; él sahumaba a las hermosas comparándolas con el arrebol de la aurora o con un bouquet de violetas, lirios y rosas de Alejandría; él adulaba a la obesa mamá llamándola gentil matrona, y mal había de andar el asunto para que la enjuta y acartonada solterona de ojos de basilisco y hocico de merluza no alcanzara en sus crónicas, cuando menos, la cualidad de espiritual; hacía a todos los hombres de negocios opulentos; a todos los militares bizarros; a todos los periodistas eminentes; a todos los títulos de Castilla preclaros varones; a todos los artistas inspirados, y a todos los gacetilleros populares literatos.

Para aquel hombre todo se subordinaba a las leyes del buen tono: hasta la muerte; pues al gemir sobre la fresca tumba de una dama noble, no recordaba sus virtudes, ni las fingía siquiera, sino que inventariaba sus roperos, sus joyas, sus carruajes, sus admiradores y sus talentos para brillar en aquel mundo que perdía en ella el mejor de sus atractivos, el más esplendente de sus astros.

Tal era Lucas Gómez, el mimado y lisonjero cronista de las fiestas del gran mundo cuyos buffets le engordaban.

Pues bien: hallándose reunidos todos los enumerados y otros muchos elementos por el estilo; estando, como si dijéramos, en pleno la reunión, fue cuando aparecieron en ella nuestros conocidos: radiante de satisfacción y de hermosura Isabel, descompuesta y febril la marquesa, en babia su marido, y hecho un mártir Ramón en su postizo traje de etiqueta.

Tres embestidas había dado aquella mañana la de Rocaverde al aderezo consabido, y ya se disponía el joyero a enviársele, de acuerdo con el encargo que, después de la segunda, le había hecho el vizconde, cuando se presentó éste otra vez en la tienda con la contraorden que sabemos.

Cómo se pondría la vanidosa señora al entender que no solamente no existía ya la alhaja en venta, sino que la había adquirido Isabel, y por mediación del vizconde, adivínelo el lector. Todos sus talentos de mujer de mundo, todo su don de gentes, toda su experiencia en el trato de ellas, fueron necesarios para que no cometiera aquella noche cien inconveniencias al «hacer los honores» de su casa. Iba y venía sin tregua ni sosiego, y aunque risueña y cortesana siempre, sus ojos lanzaban fuego y su lengua era un cuchillo. Observándola bien, había en ella, como diría un imitador ramplón de las extravagancias de Víctor Hugo, algo del viento que zumba, algo de la pólvora que se inflama, algo del perro que muerde... sobre todo cuando recibió a Isabel y la vio engalanada con el fatal adorno. Centellearon sus ojos, y al estrecharla las manos con exagerada pasión, cualquiera diría que pulverizaba entre sus dientes las duras piedras del aderezo.

Isabel, que se gozaba en aquel martirio, hízole la presentación de su cuñado; recibióle ella con la burla más fina y más punzante que pudo proporcionarla su deseo de vengarse de algún modo de la hermosa dama; y tomando de la mano al impávido lugareño, llevóle de persona en persona a todas las de la reunión, presentándole como «un hermano político de Isabel, que acababa de llegar de su pueblo».

Importábanle muy poco a Ramón aquellas exhibiciones ridículas, puesto que las aprovechaba para recorrer mejor todos los rincones de la casa en busca del objeto que a ella le había conducido: el vizconde. Le había visto una sola vez, pero estaba seguro de que le conocería donde quiera que le hallara. Así es que cuando la condesa, acabada la burlesca revista, le soltó de su mano, Ramón, convencido de que el vizconde no se hallaba aún en la casa, solo se cuidó de elegir en ella un punto desde el cual pudiera observar la llegada de aquél.

Y llegó, en efecto, a las altas horas, seguido de una pequeña corte de admiradores, invadiendo el salón principal como terreno conquistado.

Conocióle en el acto Ramón, y disimulando cuanto pudo sus intenciones, púsose sobre sus huellas y procuró no perderle de vista un solo momento.

Nada de particular observó en mucho tiempo, sino algún que otro rumor al pasar, referente a cierto chasco dado a la condesa, y alguna que otra mirada al adorno de Isabel; rumores y miradas que convertía al punto en sustancia la aprensiva obcecación del sencillo aldeano. Su cuñada, entre tanto, aunque objeto, como siempre, de las atenciones de todos, no fijaba su conversación con nadie, y el vizconde mismo no había hecho más que saludarla, como a otras muchas personas.

Continuó la reunión con sus peripecias de carácter; y al llegar el cansancio y el hastío, que son dos de ellas, fuéronse replegando a las orillas muchos tertulianos que antes parecían no caber en el salón entero ni tener en todas las de la noche horas suficientes para gastar los bríos que llevaban.

De estos retirados eran el vizconde y sus amigos, que se habían colocado a la embocadura de un gabinete. Ramón se instaló en el gabinete mismo, ocultándole los pliegues de la cortina a las miradas del primero, y no tardó en advertir que los calaveras, vamos al decir, colmaban de felicitaciones y plácemes a su jefe, que éste recibió con afectada solemnidad, como un héroe las coronas. Llamábanle «Cid de los salones», «Sansón de toda esquivez», «rey de la reina» y otras cosas semejantes; respondía a todas el laureado, que «había cumplido su palabra»; que «las montañas más altas tienen, tanteadas de cerca, algún sendero por el cual son accesibles», y así por el estilo.

Hasta allí, el diálogo, aunque muy malicioso e intencionado, era soportable para el que le escuchaba afanoso detrás de la cortina; pero bien pronto salió a relucir el nombre de Isabel con todas sus letras, y entonces sintió Ramón una cosa dentro de sí con la cual no contaba. Zumbáronle los oídos, y una nube sangrienta le oscureció los ojos. Había ido a aquella casa con el único objeto de observar, y veía venir sobre su temperamento impresionable algo que iba a poder más que su resignación.

Tras el nombre de Isabel vinieron al diálogo las alusiones tan claras como injuriosas, y, por último, se evocó, por el mismo vizconde, con burla sangrienta, el de Carlos, «pacientísimo marido y predestinado borrego».

Al oír esto, Ramón no pudo sufrir más: ciego de ira, aunque conservando todavía una sombra de respeto al sitio en que se hallaba, cogió al vizconde, que hablaba desde el salón, por los faldones del frac, le metió de un tirón en el gabinete y cuando allí le tuvo, le sacudió las dos bofetadas más sonoras que ha oído el presente siglo.

Terciaron los circunstantes, sujetaron al agresor, y empezaron en las inmediaciones los comentarios de costumbre; atribuyóse el lance por unos a alguna burla hecha por el vizconde al desentonado personaje; por otros a una disputa sobre política... por todos a todo menos a la verdad.

Entre tanto salió Ramón a la sala, no antes que la noticia del lance; buscó a Isabel, y al hallarla la soltó al oído un «vámonos de aquí» tan acentuado, tan entero, tan exigente, que no la permitió ni el tiempo necesario para avisar a la marquesa, que estaba lejos de ella.

Ya en el coche los dos, Isabel, que conocía algunos pormenores del suceso, atribuido por el rumor a una broma de mal género que se había querido dar a su cuñado, se atrevió a preguntarle:

—¿Y qué es lo que te ha ocurrido?

—Nada que pueda interesarte... por ahora —respondió secamente Ramón.

No volvieron a hablar una palabra más en el trayecto que recorrieron juntos.

Al llegar a casa, preguntó Ramón por Carlos, y supo que estaba recogido ya. Dio las buenas noches a Isabel, y se encerró en su cuarto.

Arrojó lejos de sí el vestido opresor de etiqueta, sustituyéndole con el suyo cómodo y holgado; comenzó a pasearse como una fiera en su jaula, y de este modo pasó más de dos horas. Al cabo de ellas, rendido por su propia agitación más que por el sueño, tendióse vestido sobre la cama, y así dejó correr la noche.

¡Jamás le pareció otra más larga ni más penosa! Todo su afán era que viniera el día para hablar con Carlos.

VIII

Tan pronto como vio penetrar un rayo de luz por las vidrieras, saltó de la cama, dejó su habitación, se fue derecho a la de su hermano, en la cual entró sin anunciarse de modo alguno, y no se sorprendió poco cuando halló a Carlos paseándose y con señales de haber dormido tanto como él.

Al verle así, no tuvo valor para decirle de pronto toda la verdad. Sin embargo, juzgó preciso decírsela de alguna manera.

Carlos, por su parte, no pudo disimular el dolor que le causó la tan temprana visita de su hermano, cuyo aspecto sombrío no revelaba ninguna noticia tranquilizadora.

—Vengo —dijo Ramón por todo prefacio— a que echemos un párrafo, y te ruego que te sientes.

Carlos se dejó caer como una máquina en un sillón, mientras su hermano se sentaba en otro a su lado.

El infeliz abogado se hallaba en la situación moral del reo a quien van a leer la sentencia que puede llevarle al patíbulo. El único resto de fuerza que le quedaba le empleó en sonreírse por todo disimulo. Después exclamó en son de broma:

—Bien está lo del párrafo: la hora es lo que me choca un poco.

—Pues no debe chocarte —repuso Ramón—. He dormido mal, porque no estoy acostumbrado a fiestas como la de anoche; y, por otra parte, ayer me autorizaste implícitamente, puesto que madrugas tanto como yo, a que entrara en tu aposento si me encontraba aburrido y solo en el mío.

—Corriente. ¿Y qué quieres decirme?

—Quiero... insistir en mis trece: en que eres poco venturoso.

—¡Otra vez!

—Otra vez y ciento.

—Pues yo insisto en que te equivocas... y te suplico que no volvamos a hablar del asunto. Soy rico, tengo algún nombre, Isabel es bella... en una palabra, tengo hasta el derecho de que se me crea feliz.

—Todo lo tienes, en efecto, menos una mujer que lea en tu corazón y que se amolde a tus hábitos.

—Ya te he dicho que Isabel...

—Isabel no te comprende, o, por mejor decir, no se toma la molestia de estudiarte. Tú te desvelas, tú consumes la vida miserablemente por ella; y ella, entre tanto, triunfa y despilfarra, y jamás tiene en sus labios una palabra de cariño en pago de tu sacrificio.

—Pero Isabel es muy honrada...

—Y por ventura, ¿te atreverás a asegurarlo? ¡Harto hará si lo parece!

—¡Ramón!...

—No te amontones, y escúchame: tu mujer vive en una atmósfera en que la vanidad, la lisonja, las rivalidades del lujo y la coquetería entran por mucho, si no por todo; tu mujer es libre en esa atmósfera como el pájaro en la suya; en esa atmósfera vive perpetuamente la seducción, y tu mujer es muy hermosa. ¿Tendría nada de extraño que, mientras tú duermes descuidado en la soledad de tu casa, tendieran en la del vecino redes a tu honra? ¿Y sería tu honra la primera que ha sido presa en esas redes?

—¡Por caridad, no me atormentes más!

—¿Luego lo crees posible?

—Sí —exclamó Carlos con voz terrible y con los puños crispados, dejando ya todo disimulo—; hay momentos en que hasta eso creo, y... ¡sábelo de una vez! padezco horriblemente. Mi dignidad, mi carácter, la gratitud que debo a su padre, el amor que he llegado a sentir por ella, su desvío aparente o cierto hacia mí, su sistema de vida, el mundo, mi conciencia, mis deberes... todo esto junto en revuelta y agitada lucha, es un puñal que tengo clavado en el corazón, y me va matando poco a poco.

—¡Desdichado! Y ¿por qué no le arrancaste?

—Porque no pude... ni puedo.

—Eres un niño débil, Carlos, y esa debilidad no te la perdonará Dios, ni el mundo tampoco.

—Y ¿qué he de hacer?

—¿Qué? Tener carácter. Tenle una vez, si aún es tiempo, o te pierdes.

—¡Ay, Ramón! —exclamó Carlos con amargura—, eso mismo me lo digo yo cien veces al día; pero al llegar el momento decisivo, al recurrir a mi carácter, al imponerme con mi autoridad y mis derechos, me faltan las fuerzas, y, te lo confieso, hasta llego a creer que soy yo el reprensible, porque no me ajusto a sus costumbres.

—Pero ven acá, alma de Dios —dijo Ramón, ensañado contra aquella inaudita manera de discurrir—. ¿No has pensado nunca en que lo que es hoy en Isabel un descuido, hijo de la agitación en que la trae el mundo, podrá trocarse mañana en indiferencia, y otro día en olvido, y después en desprecio... y, por último, en una afrenta para ti, porque ya no será el recuerdo de sus deberes ni el de tu honra valladar suficiente de su virtud, si hay quien sepa asediarla?

—Pero ¿por qué insistes tú con tan horrible tenacidad en ese tema, pregunto yo a mi vez? —repuso Carlos con mal reprimida desesperación.

—Porque me enciende la sangre el ver cómo te desvives por contemplar a tu mujer, y cómo haces traición a tu carácter y a tu talento para disculparla, cuando yo tengo pruebas de que Isabel... no lo merece.

Al oír esto Carlos, pensó ver abierto a sus pies el abismo de todos los dolores y de todas las afrentas. Faltáronle las fuerzas y el valor para preguntar cuanto le ocurría en su natural deseo de descubrir la amarga y temida realidad, y sólo pudo decir con voz ahogada, y mirando a su hermano con expresión de anhelo, de angustia, de horror y de esperanza, todo junto:

—¡Pruebas!... ¿De qué?

Ramón se disponía a responder algo que fuese la verdad, sin lo cruel de la verdad misma, cuando apareció un criado anunciando la llegada de dos personas que deseaban hablarle con urgencia, y no pudo menos de bendecir en sus adentros aquella casualidad que alejaba un poco más el momento de dar a Carlos el golpe fatal. Carlos, por el contrario, la maldecía, porque a la altura a que habían llegado las explicaciones, no podía permanecer más tiempo sin conocer la verdad. Entre tanto, uno y otro extrañaban aquella visita, supuesto que Ramón, fuera de su familia, no conocía a nadie en Madrid.

De pronto asaltó a éste el recuerdo del lance de la noche anterior, y antes que Carlos pudiera adquirir la menor sospecha, se levantó rápido y se hizo conducir por el criado a la presencia de los dos visitantes.

IX

—¿Es reservado lo que ustedes tienen que decirme, caballeros? —les preguntó sin más saludos.

—Cabalmente —le contestaron.

—Entonces, pasemos a mi cuarto.

Y en él los introdujo, cerrando después cuidadosamente la puerta.

Carlos, mientras esto sucedía, estaba en ascuas. En ciertas situaciones de la vida, todos los ruidos, todos los movimientos, todos los colores, todo lo imaginable, responde a un mismo objeto: al objeto de la preocupación que nos domina. Aquellos dos personajes preguntando por su hermano, a quien nadie conocía en Madrid; su ida «al mundo», su inesperada e intempestiva visita a su cuarto, la interrumpida conversación, todo esto era muy grave y todo le parecía íntimamente ligado con la tempestad que destrozaba su alma desde la noche anterior, y más especialmente desde las últimas palabras que le había dirigido su hermano. Ciego y desatentado salió tras él, viole encerrarse, en su cuarto con los recién llegados, a quienes tampoco conoció, y pareciéronle siglos los minutos que duró la secreta entrevista.

Veamos lo que pasó en ella.

Tan pronto como se sentaron los tres, dijo Ramón:

—Sírvanse ustedes manifestarme cuál es el objeto de su venida, pues yo no tengo el gusto de conocerlos.

Los desconocidos eran personas de gran pelaje— mucho gabán, mucha patilla, mucho guante, mucho olor a pomada y afeites, y, sobre todo, mucha afectada lobreguez de fisonomía.

Uno de ellos respondió a Ramón después de carraspear:

—Usted, caballero, no habrá olvidado el lance de anoche.

—¡Ni mucho menos! —exclamó ingenuamente Ramón—. Pero juraría que no les había visto a ustedes ni a cien leguas de él.

—Es lo mismo para el caso —dijo el otro en tono muy lúgubre—. Nosotros no venimos aquí por nuestra propia cuenta, sino por la del señor vizconde del Cierzo.

—¿Y qué se le ocurre tan temprano a ese señor?

—Lo que es natural que se le ocurra después del suceso de anoche.

—Pero como lo más natural en ese caso sería un dentista, y yo no lo soy...

—Nos permitirá usted que le advirtamos —dijo el hasta entonces silencioso embajador— que hay ocasiones en que ciertas bromas no están justificadas.

—Respondo sencillamente a la observación que me ha hecho este otro caballero —replicó Ramón—; y como hasta ahora nada me han dicho ustedes que exija mayor solemnidad, no veo por qué ha de tomarse a broma mi respuesta.

—Pues bie-ijo el señalado por Ramón—, para abreviar y para entendernos de una vez: venimos de parte del señor vizconde del Cierzo a pedir a usted una satisfacción.

—¡Satisfacción a mí! —exclamó Ramón haciéndose cruces—. ¿Por qué y para qué?

—Por lo ocurrido anoche, y para vindicar su honor nuestro representado.

—¿Les ha dicho a ustedes ese señor por qué le abofeteé yo?

—Lo sabemos perfectamente.

—¿Y aún se atreve a pedirme satisfacciones?

—Es natural.

—¡Natural! ¿Por qué ley? ¿Con qué criterio?

—Por la ley que rige en toda sociedad decente, y con el criterio de todo el que se tenga por caballero.

—Pase la decencia de esa sociedad, siquiera porque estuve yo en ella; en cuanto a que el vizconde sea un caballero, lo niego rotundamente.

—Señor mío —exclamó el más soplado de los dos representantes—, hemos venido aquí a pedir a usted cuenta de un agravio hecho públicamente a un caballero, y no es esa respuesta la que a usted le cumple dar.

—Efectivamente; pero la doy porque la que procede no puedo dársela más que al interesado, que se ha guardado muy bien de ponerse a mis alcances.

—Es decir, que rehúsa usted...

—¡Pues no he rehusar?

—En ese caso, nombre usted otras dos personas que se entiendan con nosotros.

—¿Para qué?

—Para arreglar los términos en que usted y el señor vizconde...

—¿De cuándo acá necesito yo procuradores para esas cosas?

—Desde que no están autorizados los duelos sin ese requisito.

—¡Acabaran ustedes con mil demonios!... ¡Conque se trata de un duelo?

—Como usted se resiste a dar una satisfacción cumplida...

—Vamos, es esa la costumbre... Y no extrañen ustedes ésta mi ignorancia, porque allá, en mi pueblo, no se gastan tantas ceremonias para romperse el bautismo dos personas que desean hacerlo.

—Ya lo suponíamos. De manera que, ahora que está usted al corriente de todo, no se resistirá a nombrar esas dos personas...

—Respecto a eso, señores míos, lo mismo que antes.

—¿Es decir, que tampoco quiere usted batirse? —dijo el emisario de más aire matón, mirando al desafiado con un poquillo de menosprecio.

—En manera alguna —insistió Ramón muy templado.

—Me parecía a mí —objetó con desdeñoso gesto—, que cuando se abofeteaba a un hombre en público, habría valor suficiente en el agresor para responder más tarde con las armas en la mano...

—Poco a poco, señor mío —saltó Ramón muy amoscado—. Tengo mi opinión formada sobre eso que se llama entre ustedes lances de honor, opinión que no juzgo necesario exponer ahora; mas esto a un lado, y aun considerada la cuestión con el criterio de ustedes, creo que el único hombre que no tiene derecho para acudir a este terreno es aquél a quien, como al vizconde, abofetea otro por haberle infamado cobardemente, y por lástima no le mata.

—¡Rancias ideas!... —exclamaron riendo ambos padrinos.

—Y ¿a quién hace usted creer —añadió uno de ellos— que rehúsa un lance por eso y no por otra cosa peor?

—¿Y a mí qué me importa que se crea o que se deje de creer? —contestó Ramón con la mayor naturalidad—. Lo que puedo asegurar a ustedes es que a media vara de mis barbas no se reirá nadie de mí sin que le meta yo las suyas hacia adentro... Y esto les baste a ustedes.

—Ya se ve, cada uno tiene de su propia honra la idea que mejor le parece, por más que...

—¿Por más que, qué? —preguntó Ramón muy en seco.

—Por más que a la sociedad no le parezca tan bien.

—En pocas palabras, caballeros, y por si a ustedes les va pasando por la cabeza que puede ser miedo lo que me hace hablar así. Que tengo el corazón en su lugar, lo he visto ante cien peligros algo más graves que el que ofrece el cañón de una pistola de desafío, que acierta una vez por cada ciento que dispara; y en cuanto a lo demás... sin jactancia, no sería para mí, ni siquiera empresa difícil, echar a cada uno de ustedes por el balcón, o a los dos juntos si me pusieran en ese caso.

—¡Caballero! —exclamaron los dos embajadores poniéndose muy foscos y de pie.

—Aseguro a ustedes —se apresuró a decir Ramón con la mayor ingenuidad—, que no he dicho eso en son de amenaza, ni mucho menos; sino para indicarles de algún modo que no es miedo ni debilidad lo que me domina... y para que les vaya sirviendo de gobierno.

—Pues bien —observó uno de los padrinos más dulcificado en tono y en gesto—, quiere decir, que usted ni da satisfacciones ni acepta un lance.

—Cabales.

—De manera que implícitamente autoriza usted a nuestro representado para que, donde quiera que le encuentre, pueda declararlo así...

—Su representado de ustedes —dijo Ramón ya muy cargado— puede hacer eso y cuanto guste, porque corre de mi cuenta arrancarle a bofetadas los dientes que le dejaron en la boca las dos de anoche, donde le encuentre, con eso... y sin eso.

Miráronse los padrinos y no con gesto de burla, fingieron lamentarse del mal éxito de su cometido, porque conocían el carácter del señor vizconde y temían las consecuencias, y salieron haciendo reverencias a Ramón, que los condujo a un medio trote hasta la escalera, por temor de que oliera algo Carlos, que andaba rondando por las inmediaciones.

X

Reunidos otra vez los dos hermanos, enardecido más y más Ramón con la escena en que acababa de figurar, e inquieto como nunca Carlos con lo que aquél le había dicho al separarse de él, se hacía indispensable para ambos una explicación terminante de todo lo ocurrido. Bajo tal supuesto, Carlos dijo a su hermano, despojándose ya de todo miramiento:

—Ramón, no puedo dudar de lo entrañable de tu cariño hacia mí. Pues bien, ese cariño y el interés que, como nacido de él, debe inspirarte mi felicidad, te ponen en el caso de decirme, sin duelo ni consideración, cuanto pasa. Si lo que pasa es grave, para poder obrar yo en consecuencia; si son aprensiones mías, para mi tranquilidad... ¡Todo menos esta situación de horribles temores! ¿Qué significa esa visita; qué las últimas palabras que me dijiste al ir a recibirla; qué tu ida inesperada a la sociedad... qué, en fin, tantos otros sucesos raros que estoy observando desde ayer?

—Nada... y mucho —respondió Ramón, que siempre temía herir demasiado directamente el corazón de su hermano—. Nada si aún es tiempo de atajar el mal en su progreso; mucho, si lo que he visto no son amagos, sino la enfermedad misma.

—Pero, ¿qué has visto? —preguntó Carlos con ansiedad—. ¿No reparas que en la situación en que se encuentra mi espíritu, más daño que la realidad misma me hacen los miramientos con que me la ocultas?

—¡Tienes razón, voto al demonio! —dijo Ramón conmovido—. ¿A qué tantos rodeos ni preparativos cuando el enfermo puede morirse entre tanto? Escucha. Las dos personas que acaban de estar conmigo, venían a pedirme una satisfacción en nombre del vizconde del Cierzo; esa satisfacción me la pedía el vizconde porque anoche le di dos bofetadas en casa de la condesa de Rocablanca, o negra, o verde, o como se llame; le pegué las dos bofetadas allí, porque le oí jactarse de merecer de Isabel más atenciones de las que a tu honra convienen; se jactaba de ello, porque Isabel lucía unos diamantes que le había regalado él aquel día; y, por último, fui yo a la reunión aquélla porque, después de sorprender por la mañana el regalo en tu propia casa, vi por la noche que Isabel le llevaba a la fiesta, lo cual era señal de que le aceptaba de buen grado, y quise ver en qué términos daba tu mujer a ese hombre las gracias que, por lo visto, le había prometido. Esta es la historia compendiada de los sucesos. He aquí ahora la prueba del más grave.

Y esto dicho, Ramón, sacándole del bolsillo, puso en las manos trémulas de Carlos el billete que había encontrado en el estuche del aderezo.

A medida que el primero iba acercándose al fin de su relato, se producía una notable transformación en el ánimo de Carlos.

Lo que aterraba a éste, antes de conocer aquellos datos, era la posibilidad de que le exhibieran una prueba de que Isabel no era ya dueña del corazón que jamás creyó él poseer por entero. En tal caso el mal no tenía ya remedio. Isabel era mujer al cabo, y podía tener esa y aun otras debilidades análogas. Pero lo que le decía Ramón era de un género incompatible con ella, y demasiado, por tanto, para tomado al pie de la letra. Isabel podría llegar a faltar a sus deberes, pero no de aquel modo; podría conquistar su virtud un hombre, pero no un hombre como el vizconde; podría vencérsela con una pasión, pero jamás con una dádiva, como a una esquiva niñera; podría, en fin, por una aberración de su talento y de su carácter, llegar a dejarse dominar por un acto semejante, y aun a recibir una expresión material de su cariño; pero hacer ostentación de ella a la faz del mundo, a la de su propio marido, jamás. Isabel podría serlo todo, menos vulgar y necia.

Arguyéndose así Carlos a medida que Ramón le hablaba, cuando tomó en sus manos el papel mencionado, asombróse el último al observar que no le producía el efecto que él temía. Carlos no estaba tranquilo ni mucho menos; mas para el hombre que había llegado en sus recelos al punto a que él había llegado, la historia hecha por Ramón y el contenido ambiguo del billete eran, ya que no un consuelo, cuando menos una tregua en su posible desventura.

Así, pues, leído el papel con gran presencia de ánimo, dijo a Ramón:

—En todo esto hay un crimen indudablemente; una verdadera infamia, que no quedará impune; pero esta infamia no es, ni ser podía, de Isabel.

—¿De quién es entonces? —preguntó Ramón admirado.

—Del que firma este billete —respondió Carlos estrujándole en su mano.

—Y ¿qué más da para ti?

—¡Mucho, Ramón! Pude haber perdido a Isabel a más de la honra; y hasta aquí no veo más que una apariencia en ello, tal vez preparada por ese miserable. Tremendo será esto para mí, pues rastros dejan tales apariencias que no se borran jamás; pero al cabo no es el peor de los dos males que me amenazaban.

—Pero, ¿en qué puedes tú fundarte para aceptar esa idea?

—En tu propio relato, en este papel, en el carácter de tu cuñada... y en otras mil razones que tú no puedes alcanzar, porque no conoces como yo el mundo ni el corazón humano.

—¿Y en esta confianza vas a dormirte otra vez?

—¡Oh, eso no! —dijo fieramente Carlos, que ya se había puesto de pie—. Colocado para mis propósitos en la peor de las hipótesis, voy a proceder en todo, y sin pérdida de un solo instante, con la energía que tienes derecho a exigir de mí. ¡Yo te juro que no he de dar al mundo el triste espectáculo de un marido resignado!

Y esto dicho, y dejando a Ramón en su cuarto, se dirigió al de Isabel.

XI

Habíase ésta levantado rato hacía, porque su sueño de aquella noche no había sido tan tranquilo como los de costumbre, merced al recuerdo del lance de su cuñado; recuerdo a que, en la soledad de sus meditaciones, daba mil formas y colores diferentes, aunque, en honor de la verdad, le examinó por todas partes menos por donde debía, lo cual prueba la gran tranquilidad de su conciencia en ese particular, y hasta qué punto se embotan los espíritus más sutiles cuando solo se alimenta la cabeza de pueriles vanidades.

Grande fue su sorpresa cuando vio entrar a Carlos, cuyo semblante disimulaba mal el estado de su alma.

—Isabel —la dijo, sentándose a su lado—, seguramente que no podrás tacharme, en buena justicia, ni de hombre egoísta ni de marido intolerante.

La sorpresa de Isabel rayó en asombro al oírle hablar así.

—Y ¿por qué me dices eso? —le preguntó.

—Porque no me califiques de importuno ni de ligero por lo que pienso decirte; porque entiendas que estás en este momento en el caso de hablarme con la lealtad que tengo derecho a esperar de tu carácter y de las consideraciones que te he guardado siempre.

—Por favor, Carlos —dijo Isabel angustiada—; si quieres que responda a tus propósitos, dime claro cuáles son éstos, y no me atormentes más con ese lenguaje tan extraño en ti.

—Voy a hacerlo. Respetos a la memoria, para mí siempre sagrada, de tu padre, y a tus propios merecimientos, me impidieron, desde que soy tu marido, decirte lo que, pesándome demasiado sobre el corazón, ha venido haciendo de mi vida un martirio insoportable.

—¡Carlos!

—Sí, Isabel: un martirio horrible, un calvario angustioso.

—Pero, ¿por qué?

—Por no atreverme a decirte: «El género de vida que traes, el elemento en que vives, lejos de mí, lejos de toda verdad, es la senda que conduce más fácilmente al olvido de todos tus deberes.»

—Pero, ¿me hablas de veras, Carlos?

—Con el corazón en los labios, Isabel; y déjame continuar. No me atrevía a decirte: «La mujer que se consagra toda a los triunfos livianos del mundo, está muy próxima a arrastrar por los salones su propio decoro y la honra de su marido.»

—¡Pero eso es enorme, Carlos! Yo no te he autorizado ni con mis actos ni con mis palabras para que tan duras me las dirijas.

—Déjame concluir, Isabel, porque me abrasan los labios otras que necesitas oír por tu propio bien y para desahogo de mi corazón. No quise decirte nunca: «En la imposibilidad en que me hallo de ajustarme a tus costumbres, porque en ese mundo no quepo yo, porque me ahogo en él, amóldate tú a mis hábitos sencillos y tratemos de hacer en nuestro hogar una residencia de amor y de ventura, a lo que podemos aspirar por muchos títulos.» Yo no podía decirte esto, porque, diciéndotelo, creía ofender la rectitud de tus miras y la nobleza de tu corazón, en las cuales creía con ciega fe. Pero al mismo tiempo que te creía incapaz de faltar a lo que a mí me debes y a lo que te debes a ti propia, temía las apariencias de ello; porque es ley de ese mundo que habitas, quemar lo que se le acerca o manchar lo que quemar no puede... Desgraciadamente —añadió Carlos con voz sorda—, ya no es posible evitar que caigas en uno de estos dos peligros.

—¡Jesús! —exclamó Isabel fuera de sí.

—¡Es la verdad!

—¿Y después de decírmela de ese modo, pretendes que te agradezca esas contemplaciones que me has guardado y han sido la causa de que lleguemos a ese extremo... que tú conocerás, porque yo no sé todavía de qué se trata?

—No busco tu agradecimiento, Isabel, sino tu lealtad. ¡Demasiado lamento y maldigo esas contemplaciones!

—¡Y bien!...

—¡Que me calme! —dijo Isabel con voz terrible, levantándose erguida—; ¡que me calme cuando me acusas quizá de una infamia! ¡que me calme cuando me afrentas!

—¡Oh, repara, Isabel, que, al afrentarte a ti, me afrentaría a mí propio! Yo no soy, pues, quien te afrenta.

—Pero, Carlos, ¿me quieres volver loca, o lo estás tú?... ¿Quién puede ser capaz de sospechar de la rectitud de mis acciones, ni siquiera de la de mis pensamientos?

Óyeme un instante más. Anoche ocurrió un lance de mal género en los salones de la condesa de Rocaverde.

—Lo sé.

—Los protagonistas fueron mi hermano y el vizconde de siempre.

—¿Y qué tiene que ver?...

—¿Sabes por qué abofeteó Ramón a ese... infame?

—No... ¡Acaba!...

—Porque le oyó jactarse, entre otros como él, de haber vencido tu, por lo visto, proverbial esquivez.

—¡Virgen María!

—¿Sabes con qué probaba su aserto el procaz?

—¡Con qué?...

—Con un aderezo que tú lucías, y que, según parece, te había sido... enviado por él.

—¡Y tú has podido creerlo, Carlos? —exclamó Isabel en el paroxismo de la desesperación, arrasados sus ojos en lágrimas.

—Yo —respondió Carlos sordamente— no he tenido más remedio que leer lo que dice este billete.

Y alargó a Isabel el que le había dado Ramón.

Isabel, que en un momento había comprendido la verdad de lo que pasaba, recordando la ligereza con que se fió el día antes del vizconde, tomó el papel y le leyó precipitadamente.

—Está —dijo a poco, regándole con sus lágrimas—, bien tendido el lazo. Pero ¿de dónde ha salido este papel que yo no he visto? ¿Cómo ha llegado a tus manos?

—Este papel venía dentro del estuche...

—Y cayó en poder de Ramón —continuó Isabel, que recordó entonces que éste fue quien le entregó a ella el aderezo—; y Ramón, como si también se conjurara contra mí, te le dio como una prueba de mi crimen.

—No culpes a Ramón todavía —dijo Carlos intencionalmente.

—Tienes razón —repuso Isabel adivinándole—: mal puedo culparle cuando aún no me he disculpado yo. ¿No es así?

Carlos guardó silencio. Su mujer sollozaba. A poco se enjugó ésta el llanto, miró a aquél serena y majestuosa, y

—Carlo-e dijo con voz entera—, comprendo que me sería imposible desvirtuar en este instante a tus ojos todas las pruebas con que me acusas: es ese tejido de infamias demasiado fuerte para que yo pueda deshacerle con una palabra. Sin embargo, antes de contarte la historia de ese que crees regalo, quiero, por lo que valga, hacerte una advertencia: si algún día hubiera sido yo capaz de faltar a lo que debo a tu honra y a la mía, mi propio decoro me hubiera obligado a decirte antes: «Carlos, me faltan fuerzas para resistirme; préstame las tuyas.» Ahora, oye la verdad de lo ocurrido.

Y esto dicho, Isabel refirió punto por punto cuanto había pasado el día antes entre ella y el vizconde.

Carlos no podía tranquilizarse con aquella explicación ni con otra alguna, por muy palpable que apareciese la verdad; que en asuntos de honra, tanto duele perderla como el temor de que nos la crean perdida. Mas con respecto a la supuesta delincuencia de su mujer, daba más importancia a las aseveraciones, y sobre todo a la actitud de ésta, que a las alarmas y exageraciones de su hermano. Así, pues, no le sorprendieron los descargos de Isabel, porque los esperaba por el estilo desde que conoció los antecedentes del fatal asunto.

Pero quedaba en pie otro muy grave, para el que desgraciadamente no había disculpa ni remedio: el escándalo. Isabel y el vizconde eran demasiado conocidos en la alta sociedad para que el suceso dejara de haber trascendido ya a corrillos y salones. Este era el verdadero clavo que atravesaba el corazón de Carlos. ¿Qué merecía el hombre que le había colocado a él en tan terrible situación? Por eso, desde que habló con su hermano, todos sus odios se convirtieron a un solo punto, a una sola persona: el vizconde.

Isabel, por su parte, era demasiado discreta para desconocer la inmensidad de su desdicha. No dudaba que ante Carlos, que la conocía bien, le sería dable justificarse; pero ¿cómo se justificaría ante el mundo? Esta idea le arrancó del corazón un torrente de lágrimas.

Carlos, que no le había contestado una palabra al oír sus explicaciones, la dejó intencionadamente sumida en aquel dolor, y salió del gabinete. Entró en el suyo, se vistió precipitadamente, rogó a su hermano que acompañase a Isabel, cuyo estado le refirió, mientras él volvía, que sería muy pronto; encargóle también que entre tanto no dijese a nadie que faltaba de casa, y salió de ella apresurado.

XII

Momentos después se hallaba Ramón al lado de su cuñada: ésta dolorida y sollozando; el otro con el corazón oprimido, pero sereno. Cuando Isabel notó la presencia de Ramón, le dijo con acento triste:

—¡Qué mal hiciste en no haberme advertido lo que pasaba, antes que a Carlos, desde que adquiriste la primera sospecha!

—Culpa fue de tu marido, que no me consintió hablarte de lo que me saltó a los ojos apenas llegué a esta casa.

—¡Cuánto dolor me hubieras evitado!

—¡Dejando que el mal extendiera sus raíces, y fueran mañana la afrenta y el escándalo más grandes! ¿Te parece?

—¿Luego tú también me crees culpada?

—Creo, Isabel, lo que he visto ayer, lo que me pasó anoche y lo que está pasando hoy. Nada más, y es bastante.

Isabel se ahogaba bajo el peso de esta nueva indirecta acusación, remedo de las que le harían, fundadas en las mismas apariencias, aun las personas que más tratasen de favorecerla. Buscando algún alivio a su pena, hizo, lo mismo que a Carlos, la relación de los hechos verdaderos; pero era Ramón bastante más aprensivo y obcecado que su hermano, y si bien oyó con gusto las disculpas, no las aceptó con la fe que hubiera deseado.

—Ya ves —prosiguió Isabel—, cómo me hubiera sido imposible evitar lo que está sucediendo.

—No tanto —dijo Ramón—, si hubieras sido un poco discreta en leer fisonomías.

—No comprendo...

—Porque no te dedicaste jamás a estudiar la de tu marido, como era tu deber.

En esto apareció la marquesa, en traje de confianza, afectuosísima, locuaz, hecha un brazo de mar, inaguantable.

Isabel apenas tuvo tiempo para secar sus ojos y tomar una actitud que revelara menos la tormenta que corría su alma.

—Buenos días, Isabel... señor don Ramón —dijo la invasora tendiendo la mano al aludido, que no podía comprender aquella explosión de repentino afecto hacia él—, doy a usted los más cumplidos y sinceros parabienes...

—¡A mí, señora! ¿Y por qué?

—¿Por qué? Por lo que hizo usted anoche... y eso que no debía perdonar el desaire que me dieron ustedes marchándose de allí sin decirme una palabra... Pero, en fin, algo había que dispensar en unas circunstancias como aquéllas... además de que, por otra parte, yo no soy rencorosa, y prueba de ello es que estoy aquí tan pronto como he dejado la cama.

—Muchas gracias —dijo Isabel calando la intención de su amiga.

—¡Oh, no hay por qué, Isabel! —continuó aquélla con una movilidad que mareaba—. La verdad es que el sitio, la ocasión y demás, no justificaban mucho un atentado semejante; pero, por otro lado, el señor guardaba el decoro debido, y no todos están obligados, por nacimiento, por educación o por costumbre, a llevar el frac con todo el chic de rigor. ¿No es cierto?... Yo no sabía nada de lo ocurrido más que el porrazo y el consiguiente barullo; pero cuando ustedes salieron, pude averiguar que el vizconde había querido reírse de usted a sus mismas barbas...

Isabel y Ramón se miraron, dudando ambos que la marquesa hablara de buena fe y que no les ocultase la verdad de los rumores esparcidos por el salón a raíz del suceso.

La charlatana continuó sin fijarse en aquella mirada ni en el rubor que asaltó las mejillas de Isabel.

—El caso es que el vizconde merecía un correctivo ejemplar, porque es vano y lenguaraz como él solo, y que al cabo le encontró donde menos podía esperarle. Y adviertan ustedes que lo que hizo anoche no vale nada en comparación de lo que suele hacer a cada instante... ¡Oh, algún día le van a costar aún más caras sus calaveradas, y a fe que lo tendría bien merecido! Para él no hay nada sagrado, y lo mismo atropella reputaciones que cambia de vestidos... Figúrense ustedes que ayer tarde entró en la tienda de un joyero cuando más llena estaba de ociosos; tomó un riquísimo aderezo que, por lo visto, deseaba adquirir la Rocaverde; llamó a un dependiente después de escribir un billete tiernísimo, cuyo contenido leyó a gritos; metió el billete en el estuche; entregó éste al dependiente, y le dijo con voz muy recia: «a casa de... Fulana (no se me ha dicho el nombre) y entrégasele a ella en propia mano». ¡Calculen ustedes qué rechifla se armaría allí, y cómo quedaría la honra de aquella mujer... y la de su marido, porque, según parece, es casada!...

A medida que iba hablando la marquesa, las rosas de las mejillas de Isabel tornábanse poco a poco en lirios; íbanle faltando las fuerzas al mismo tiempo, y próxima estuvo a desplomarse bajo el peso de su vergüenza; pero la consideración de que la falsa amiga estaba más al tanto de la verdad que lo que aparentaba y de que se expresaba así por herir más impunemente, la prestó, en un acceso de indignación, los bríos que necesitaba.

Iba a continuar sus irónicas lamentaciones la marquesa, gozándose en el martirio de su amiga; pero ésta, levantándose airada,

—¡Basta! —la dijo.

—¿Por qué me interrumpes en ese tono? —preguntó la marquesa dulcificando el suyo y fingiéndose sorprendida.

—Porque tu conducta en este momento está siendo más vil que la de tu vil amigo al hacer lo que nos has referido.

—¡Isabel!...

—Sí, porque estás abusando villanamente del arma que ha puesto en vuestras manos una desdichada casualidad; porque estás sirviendo admirablemente los fines de ese infame calumniador, avezado a los triunfos fáciles que mujeres... como tú, le han procurado, haciéndole creer que todas somos lo mismo; porque estoy resuelta a no consentir que siga adelante esa criminal burla, y a hacer que comprendan los que hoy me difaman la diferencia que hay entre una mujer de honor y una despreciable... cortesana.

Verde, amarilla, azul, jaspeada se ponía la marquesa al oír a Isabel; quería contestar, y le faltaba la voz; quería imponerse con un ademán, y le faltaba el movimiento: estaba allí clavada, rígida como una estatua, condenada a oír sin replicar aquellos apóstrofes de acero.

Ramón desconocía a su cuñada; aplaudía en silencio su actitud, y comenzaba a creer en su inocencia.

Entre tanto, Isabel, no creyéndose satisfecha con lo que había dicho, cogió el malhadado aderezo, que aún estaba sobre su tocador, conforme le había dejado al quitársele la noche antes, y arrojándole en el suelo a los pies de la marquesa,

—¡Toma! —le dijo con ira y desprecio, mientras saltaba la alhaja hecha pedazos—, por si, creyéndola debida a tu adorador, es esa prenda la que te mueve a esgrimir contra mí el puñal de tu despecho... ¡Pero vete, y no encones más con tu presencia los recuerdos del tiempo que he estado concediéndote una amistad que no merecías!

La marquesa, que seguía siendo, más que una mujer, un autómata, miró a Isabel como una hiena, y echando espumarajos por la boca, y lágrimas de rabia por los ojos, salió como una exhalación.

—¡Esto es demasiado, Ramón! —exclamó Isabel al quedarse sola con éste, dejando correr de nuevo el llanto por sus mejillas.

—Y ¡qué has de hacerle ya, desdichada? —la dijo Ramón vivamente conmovido.

—¡Cómo! —replicó Isabel fuera de sí—. ¿Será posible que una mujer como yo no pueda demostrar su inocencia; que una mujer que no tiene que arrepentirse ni siquiera de un pensamiento indigno, haya de verse obligada a bajar su frente ante el mundo como una criminal? ¿Con qué justicia, Ramón?

—Con la de ese mismo mundo, Isabel, en que se confunden tan fácilmente las honradas con las perdidas.

—¡Es que yo desharé esas apariencias que hoy me condenan!

—No lo dudo; pero ¿cómo?

—No lo sé; pero necesito hacer algo con ese fin... Por de pronto, salir de aquí... ir a... ¿Me quieres acompañar, Ramón?

—Sin duda... Y ¿adónde vamos?

—¡Qué sé yo!

Y tiró del cordón de la campanilla. Presentóse un criado, y le mandó que pusiesen al momento un coche.

Mientras se vestía precipitadamente, recogía Ramón del suelo los pedazos dispersos del aderezo, y murmuraba al propio tiempo:

—¡He aquí un caudal despilfarrado, que, como todos los despilfarros y por castigo de Dios, no ha traído sobre el despilfarrador más que desventuras y tardíos arrepentimientos!

XIII

Veamos ahora qué hacía Carlos entre tanto.

Cuando se vio en la calle, y a pie, porque su afán no cabía en ningún carruaje, pensó que todos los transeúntes le señalaban con el dedo, y leían cuanto pasaba por su corazón. Con ésta y otras análogas preocupaciones, aceleró el paso, y en muy pocos minutos llegó a casa del vizconde. Hízose conducir a su presencia inmediatamente, y le halló departiendo con los dos personajes que habían ido poco antes a conferenciar con Ramón.

Al verle el vizconde enfrente de sí, sintió algo, como escalofrío, que subiendo del pecho le puso el semblante más pálido que lo de costumbre. No diré que aquello fuese señal de miedo, pero tampoco que se pareciese al color de la arrogancia.

Cuando dos hombres se hablan por primera vez, en las circunstancias ordinarias de la vida, siempre la mirada del uno domina a la del otro, porque es muy raro que los dos valgan lo mismo, y desde aquel instante queda el dominado a merced de la razón del dominante. Cuando los que se encuentran son el juez y el reo, no hay para qué decir quién vence a quién. Por eso no digo yo cómo miraba Carlos al vizconde y cómo miraba el vizconde a Carlos.

—¿Me esperaba usted? —le preguntó éste con voz entera y en una actitud en que jamás se le había visto.

—No por cierto —respondió el interrogado, menos seguro de sí mismo—. Ningún asunto había pendiente entre nosotros, y ésta es la primera vez que he tenido el gusto de ver a usted en mi casa.

—Es que quizá me reservaba para pagar en una sola visita todas las que usted me ha hecho.

—No comprendo...

—Va usted a comprenderme.

—Advierto a usted que estos dos caballeros son de confianza.

—Me importa poco que lo sean o dejen de serlo.

—Es que puede usted decir delante de ellos cuanto guste.

—Pienso que nos han de oír algunos más.

—Tampoco lo entiendo; pero, en fin, usted se explicará.

—Vengo a decirle a usted que necesito su sangre y su vida...

—Me permitirá usted que le advierta —observó muy mesuradamente el apostrofado—, en primer lugar, que no es usted con quien yo tengo que arreglar un asunto de esa especie; y, en segundo, que si usted insiste en hacer suya la cuestión de su hermano, aquí tengo dos personas de mi confianza: entiéndase usted con ellas, o nombre otras dos que le representen, y cuando se hayan entendido me tendrá usted a sus órdenes. Entre tanto, hemos concluido.

Y dicho esto, el vizconde trató de salir del aposento afectando aires de altivez, que sólo contribuyeron a encender más la cólera de Carlos; pero éste le cerró el paso, mientras le decía enfurecido:

—Y yo, en cambio de esas advertencias, sólo tengo que repetir que, en cuestiones de honra propia, no delego mis poderes en nadie; que yo soy la ley, el juez y el ejecutor, y que no abrigue usted la más remota esperanza de que este compromiso pueda terminarse como tantos otros lances mal llamados de honor.

—Y yo insisto en que no tengo con usted ninguno pendiente.

—Es decir, que usted rehúsa...

—Repito que no tengo satisfacción alguna que dar.

—Si no son satisfacciones lo que yo busco. Ya le he dicho que quiero arrancarle la vida...

—Pues yo no quiero, no debo proporcionarle a usted ese gusto sin un motivo justificado.

—¿Luego no es bastante el que usted conoce y aquí me trae?

—¡No!

—¿Ni éste tampoco? —dijo Carlos sacudiendo tan estupenda bofetada al vizconde, que le hizo caer hecho un ovillo entre un sillón y la puerta.

—¡Oh! —rugía el insensato al verse en tan humillante situación—. ¡Mi revólver!.. ¡Mis espadas!

Echáronse en esto sobre Carlos los dos, hasta entonces, mudos testigos de aquella escena. Levantóse el caído, y quiso, en un momento de exaltación nerviosa, arrojarse sobre su agresor; pero al hallarse otra vez con aquel rostro de mármol y con aquella mirada de acero, faltáronle los bríos, y corrido y acobardado cayó en brazos de uno de sus amigos, llorando como un niño.

—Bien le está llorar como una mujer a quien ofende como las víboras —dijo Carlos mirándole con desprecio.

—Hasta aquí —observó entonces el que le sostenía—, hemos respetado la actitud en que respectivamente se iban colocando ustedes; mas desde ahora estamos resueltos a impedir todo género de violencias, indignas de dos personas que se precian de bien nacidas.

—Lo verdaderamente indigno —respondió Carlos con altivez—, es atacar traidoramente el honor ajeno, y buscar después la impunidad en la propia cobardía.

—Es que yo no dudo que el señor vizconde sabrá aceptar como un caballero la responsabilidad de esos cargos —replicó su amigo mirándole con mucha intención.

—Y sólo en ese supuesto puede contar con nosotros —añadió el segundo testigo con no mejor intención que el primero.

El vizconde en tanto mordía el pañuelo con que secaba a hurtadillas las lágrimas que se le escapaban y la sangre que brotaba de algunas rozaduras de su cara; luchaba con la furia de su afrenta y el temor que le infundía la resuelta actitud de Carlos. Un duelo con aquel hombre tenía que ser a muerte, y él no encontraba en su corazón fuerzas para tanto. Tampoco podía confiar en la esperanza de una tramitación larga y diplomática que prepara un desenlace menos sangriento, porque su contrario no daba treguas. Era, pues, preciso decidirse en seguida. La lucha fue atroz, aunque duró pocos minutos. Sus dos amigos y Carlos pudieron observar cómo aquella exaltación febril fue cediendo, hasta que el desdichado cayó en un abatimiento que alarmó a los testigos.

—¿Necesitas algo que podamos hacer por ti? —le preguntó uno de ellos.

—No —respondió a poco el vizconde, mirando a todos con rostro sereno—. Lo que necesito es dar la mayor prueba de valor que puede exigirse a un hombre que blasona de caballero... Necesito decir que no tengo corazón bastante para vengar la afrenta que acabo de recibir, en la forma en que el señor lo pretende, y, por consiguiente, que estoy dispuesto a darle la única respuesta que me cumple y que puede reparar, en parte siquiera, el daño que ayer he podido causarle cegado del demonio de mi vanidad.

Los dos amigos se miraron asombrados. Carlos empezaba a compadecer a aquel desdichado, que prosiguió así:

—Ayer presenciasteis todo lo ocurrido en el asunto que aquí nos reúne; os prestasteis después a representarme en el que tenía pendiente con el hermano del señor: no me neguéis vuestra asistencia en el momento más solemne de los varios que va teniendo para mí este desdichado quid pro quo. Si asentís a mi deseo, seguidme a donde voy a conduciros, si el señor está dispuesto también a acompañarme, en la seguridad de que es mayor el sacrificio que voy a hacer por su honra, que dañada fue la intención con que se la comprometí.

Los dos amigos no se opusieron a este deseo. Carlos también asistió a él. ¿Qué más había de exigir a aquel miserable?

Mandó el vizconde preparar un carruaje; y en él colocados nuestros cuatro personajes, fueron conducidos, por orden de aquél, hasta la puerta de la consabida joyería, que se hallaba ocupada por la tertulia de costumbre a tales horas.

Grande fue la sorpresa de los ociosos cuando aparecieron ante ellos los cuatro personajes del coche. La palidez de Carlos, ciertas huellas que se dejaban ver demasiado en la cara del vizconde y el aspecto sombrío y mustio de los otros dos acompañantes, tras de las noticias que habían circulado ya, y acababan de aumentarse allí sobre la cachetina de la noche anterior, hicieron al punto creer a aquellos murmuradores que iban a ser testigos de alguna escena desagradable.

Y así fue, en efecto. El vizconde, apenas entró el último de los que le acompañaban, cerró la vidriera de la calle, y, reclamando la atención de los circunstantes, les recordó su manera de proceder allí mismo el día anterior; juró que sólo un impulso de necia vanidad y de injustificable despecho le había obligado a escribir unas palabras y a pronunciar otras que había lastimado el honor de una señora que no nombró por respeto a la misma, y porque todos los allí presentes sabían de quién se trataba. En seguida refirió la verdadera causa de todo, exigiendo como un deber de los que le escuchaban, que repitiesen aquella retractación para restablecer la verdad, donde quiera que la viesen alterada con daño de la honra de la persona calumniada por él.

Carlos, al oír hablar al vizconde, podía contener mal sus iras, porque no tenía noticia de que también allí hubiera andado su honra por los suelos; pero en buena justicia no debía exigir más a aquel hombre después de lo que con él había hecho en su casa. Molestábale mucho también el estar presenciando semejante escena, por si había delante una sola persona que pusiese en duda la sinceridad de aquellas explicaciones, caso en— el cual era su papel bien poco simpático; mas ¿cómo salvar tantos inconvenientes sin desatender el asunto principal? Hervíale la sangre con éstas y otras consideraciones, e iba a poner término breve a la escena, cuando paró a la puerta un carruaje, del cual descendieron Isabel, pálida y ojerosa, y Ramón, con gesto avinagrado. Detúvose un instante la primera, atemorizada con la presencia de tanta gente, y tal vez hubiera retrocedido sin realizar su plan, a no haberse fijado en su marido y en el vizconde. Diéronle ánimos la idea del amparo del primero y la indignación que de nuevo la hizo sentir la vista del segundo, y entró con aire resuelto.

—¡Tú aquí, Isabel! —la dijo Carlos admirado, saliendo a su encuentro.

—Sí —respondió Isabel de modo que se la oyera— Venía a pagar un aderezo que ayer me enviaron de aquí por conducto de nuestro buen amigo el vizconde, que quiso cedérmele, pues era ya suyo, y sólo con su orden podía adquirirle yo... Circunstancia que, por cierto, ha sabido explotar bien en beneficio de su vanidad ese... miserable.

Los ojos de Isabel se arrasaron en lágrimas al pronunciar esta palabra con voz trémula, dirigiéndose al autor de su desdicha.

—Señora —le dijo entonces el vizconde adelantándose respetuosamente—. Por duro que sea el martirio a que ha sometido a usted una fatal ligereza mía, puedo asegurar que es infinitamente mayor la tortura que a mí me cuesta... Y la que habrá de costarme en la situación a que voluntariamente me condeno.

Iba a replicar Isabel, pero Carlos se adelantó.

—No más —dijo con voz cariñosa, pero solemne—; mi presencia aquí y la de algunas otras personas, como estos dos señores, a quienes ya conoce Ramón, debe probaros que este asunto está ya juzgado y castigado en forma. Asunto en extremo delicado, puesto que se relaciona contigo, no debe tocarse más en sus detalles, ni aun para tributársete el respeto a que eres acreedora. En ellos se ocupará el señor vizconde con el afán que ha mostrado aquí al dar el primer paso en el camino de las reparaciones, que son hoy el mayor peso que tiene sobre su conciencia; y no dudes que así lo hará, pues sabe, por dolorosa experiencia, cuánto le va en ello.

Y esto dicho, Carlos dio el brazo a Isabel, y salieron los dos a la calle, seguidos de Ramón.

XIV

Un cuarto de hora más tarde, se hallaban los tres reunidos en casa. Isabel lloraba, Carlos recorría la estancia y Ramón meditaba.

—¡Carlos! ¡Carlos! —exclamó al fin aquélla, arrojándose en los brazos de su marido—. ¡Hay huellas que no se borran jamás!

—Sí, Isabel; y ese es el puñal que no puedo arrancar de mi corazón.

—¡Mal podrás, en ese caso, perdonarme nunca!

—A ti, sí; a mí es a quien no perdonaré jamás, pues soy la causa de todo.

—¡Tú!

—Yo, sí; yo, que no supe mostrarte con tiempo el peligro que corrías, pues en ese terreno, como en ningún otro, debe hacerse comprender a la mujer que no le basta ser honrada, sino que, como la del César, necesita parecerlo.

—¡Oh! no volveré a ese mundo en que con tanta facilidad se mancha el honor más limpio con las apariencias del deshonor.

—Al contrario, Isabel: ahora soy yo quien te manda volver a él, pero por poco tiempo. Retirarte después de lo ocurrido, sería tanto como declararte vencida por esos miserables. Es preciso, pues, que te vuelvas a presentar delante de todos ellos, y con la frente muy alta. Después...

—Después, yo le pediré a tu hermano un rincón en su casa...

—Mucho salto es ése —dijo Ramón sonriendo—: de lo más alto de la corte al más bajo de los cortijos.

—Con algo menos habrá bastante, Isabel —repuso Carlos—. Bueno es que conozcas el humilde y honrado techo bajo el cual vi la luz primera, y ¡ojalá que nunca de él te quieras alejar después! Pero entre ese extremo y el único que hoy conoces, hay un medio, en Madrid mismo, en cualquiera parte, lleno de encantos y de paz.

—Y ¿cuál es ése, Carlos?

—El hogar doméstico; sus mil detalles, que no conoces todavía, al calor de los cuales, y no de otro modo, se. forman y viven las dos grandes figuras de la humanidad: la esposa y la madre.

—¡Oh, yo trataré de conocerlos y de amarlos!

—Pues bien, cuando los conozcas y los ames, yo seré el primero que te ponga a las puertas del gran mundo, y te diga: —«Entra, si te atreves.»

Oros son triunfos

I

Imagínese el pío lector que la vulgarísima historia que voy a referirle se remonta a los tiempos de Maricastaña, y elija para teatro de los sucesos la capital que más le agrade de las nuestras de segundo orden, con tal de que sea de las más empingorotadas en la estadística de los subsidios industriales y no forme con las últimas en el catálogo de las que más nutren y alimentan el caudaloso mar de las rentas de aduanas; señal infalible de que el vértigo de la ganancia es su vida, y el alma del negocio el negocio de su alma; de que por letras se entiende allí las de cambio; por artes los de cocina; por ciencias la aritmética mercantil, y por «trabajo honroso» pura y exclusivamente el que se emplea, de sol a sol, en sacar el jugo a la matrícula, esa ejecutoria de los pueblos ricos, ora en el sucio Borrador de almacén, ora en el pulcro, terso y espacioso libro Diarios, ora en remover obstáculos de arancel con el santo fin de que pasen, como una seda, torres y montones, por donde el rigor de las leyes no deja libre entrada a un mal garbanzo.

Andaba allí el lujo como Pedro por su casa; y teniendo en todas ellas un culto el lujo de los trapos, era un vicio de los más abominables el lujo del entendimiento.

Disculpábase la pobreza en el negociante desgraciado y hasta en aquéllos que del último concurso de acreedores no habían podido sacar la conciencia tan limpia como el fondo de sus cajas; pero era punto menos que infamante en los que por natural aversión a la ciencia del toma y daca sudaban gotas de sangre por hacer un mendrugo miserable del meollo de su inteligencia consagrada a fútiles asuntos que jamás daban un cañamón de riqueza para basar sobre ella la proporción de un impuesto, ni la de un concierto de arbitrios, o de derecho módico.

Aunque gentes sin abolengo blasonado, como buenos «hijos del trabajo», observábase entre ellas la ley de razas. Había allí pueblo bajo que repugnaba a la clase media, y una clase media que era insoportable a la aristocracia; entendiéndose por clase media negociantes de poco más o menos, o de ayer acá; rentistas que habían dejado la matrícula a medio camino de la gran fortuna, y «gentuza» del foro, de la medicina y de las letras. La aristocracia era el comercio tradicional, los grandes caudales en realidad o en apariencia; casas cuyos nombres de guerra contasen de tres generaciones para arriba.

Los hombres de esta privilegiada comunión eran, por lo general, sombríos, recelosos, taciturnos, apegados al atril del escritorio como la ostra al peñasco; tacaños para sí propios, manirrotos para las mujeres de la familia; gran lujo en las encuadernaciones de sus infolios rubricados; pero ni un libro en los barnizados armarios de sus gabinetes de dormir; magnífica letra inglesa, pero ni pizca de ortografía española.

Las mujeres parecían ser el único objeto de tantos desvelos y sudores, al vérselas saquear sin tregua ni descanso el taller de la modista y los estuches de los joyeros. No se les conocía otra pasión ni otras aficiones. Ostentar más lujos que ninguna otra de la clase, y barrer en la calle más basura con más ricas colas y sobrantes; prodigarse poco para no vulgarizarse demasiado; cara de escrúpulo a las de abajo y de altiva majestad a sus congéneres, vamos al decir; a las unas por razón de distancia, y a las otras por cuestión de competencia... Y paren ustedes de contar.

En resumen, de aquel pueblo podía decirse muy bien, violentando, en obsequio a la verdad, lo más consolador de una vieja máxima cristiana: «Cada uno en su casa y el demonio de la envidia y de la maledicencia en la de todos».

Entre las más encopetadas de la encopetada clase última de las citadas, distinguíase la familia de don Serapio Caracas, sexto representante de la casa que, con el mismo apellido como razón social, había venido hasta entonces acreditándose en la plaza entre las más firmes y de más prosapia mercantil. Componíase la tal familia del citado don Serapio, de su señora doña Sabina y de una, al comenzar nuestra historia, niña de diez años, bella como una aurora de mayo, alegre, ingenua y descuidada, como suelta cervatilla entre lentiscos y verbenas.

Habitaban los tres casa de gran fachada en el barrio de preferencia, sin más trato íntimo, según la costumbre, que el de algunos individuos del mismo apellido que los cónyuges, siempre que fuesen mayores contribuyentes, y sin otro pasatiempo que el escritorio para don Serapio, las tiendas para su señora y el colegio a media pensión para la niña Enriqueta; por extraordinario, algunas visitas de etiqueta cuando el almanaque marcase «lujo extremado», tal cual exhibición en el teatro, en los entierros o en Semana Santa, y nada más.

Don Serapio tenía su escritorio en el entresuelo de la misma casa, con el cual estaba ésta en comunicación por medio de una escalera en espiral. Por esta escalera subía y bajaba dicho señor cuando lo necesitaba, y por la misma subían, para no bajar más a la mazmorra de donde habían salido, los cartuchos de doblones que doña Sabina necesitaba para lo necesario y para lo superfluo, que era muchísimo si ha de decirse toda la verdad. Mas no por eso se quejaba don Serapio, que, aunque avaro para adquirir, no lo era para guardar, siempre que los despilfarros redundasen en gusto y contentamiento de su familia; en lo cual llevaba una gran ventaja a casi todos sus colegas, que si bien eran ostentosos, porque consideraban a sus familias respectivas como trenes de lujo por razón de crédito y rivalidad, no entregaban el cuarto sin protesta, ni se pagaban en poco ni en mucho de la satisfacción inefable que experimentar pudieran sus hijas y sus mujeres al verse hechas un escándalo de sedas y pedrería.

Era, en verdad, don Serapio un pobre hombre en toda la extensión de la palabra. Ni las grandes jugadas le entusiasmaban ostensiblemente, ni los descalabros le sacaban de su centro, por más que hicieran honda mella en su corazón. Si no era de un entendimiento brillante, ni mucho menos, tenía cierto sentido práctico, el cual le bastaba para considerar qué sería de su hija y de su mujer si la contraria suerte le obligase a ponerles tasa en sus dispendios enormes, acostumbradas a ellos toda la vida. Pero sabía sufrir y ocultarlo, para lo cual contaba con una languidez natural de fisonomía, que así podía ser reflejo de un lento dolor físico, como de una gran pesadumbre; y don Serapio optó por aparentar lo primero, cuando la suerte le puso en la necesidad de elegir entre las dos apariencias. Verdad es que los estrechos límites a que fue reduciendo los negocios; la chocante parsimonia observada en su casa, tan notable antes por su vertiginoso movimiento, y otros síntomas por el estilo, dieron algo que sospechar en la plaza; pero ni el más mínimo recelo asaltó la mente de doña Sabina. Bien es que para esta señora había en el caudal de su marido algo como derecho divino que le ponía fuera de toda discusión y hasta de todo riesgo vulgar.

Tenía don Serapio, como dependiente de confianza, un viejo tenedor de libros, vástago de una familia que también venía perpetuándose en la casa con el mismo cargo; hombre, en verdad, no muy expresivo en su afecto, acaso por no haber dado fomento en su alma a otra pasión que la de los números en columna; pero, en cambio, honrado, metódico, inteligente y reservado como arca de tres resortes. Aquel hombre y su principal eran los únicos que conocían, por maravedís, la verdadera situación de la casa. Los otros dos dependientes que se empleaban también en ella, eran poco más que máquinas de copiar o de escribir al dictado.

No se crea, sin embargo, que la casa de don Serapio estaba para dar un estallido de un momento a otro: era, como si dijéramos, uno de esos edificios quebrantados de muy atrás, que viven largos años con reparos y puntales, pero que son temibles durante cualquier temporal que se desencadena en torno de ellos... si es que no les da por durar siglos de medio lado, como la torre Nueva, fenómenos que si son raros en arquitectura, lo son mucho más en el caprichoso vaivén de los negocios mercantiles.

Y bien lo sabía don Serapio, según se afanaba hasta pasar en vida el purgatorio, no solamente por sostener derecha su fortuna, sino porque ni por dentro ni por fuera de su casa se vieran los puntales y el revoque con que aguantaba los desplomes y tapaba las rendijas.

Se me olvidaba decir que el buen señor pasaba ya de los cincuenta y cuatro, y que doña Sabina andaba muy cerquita del medio siglo, siendo la niña Enriqueta el fruto de su último alumbramiento, tras otros cinco bien desgraciados. Y su lucha a brazo partido con los estragos del tiempo, no era lo que menos preocupaba a la vanidosa mujer, no poco atareada ya con el afán obstinado de eclipsar a todas sus semejantes, así en el brillo del lujo como en la novedad de las

II

Tenía don Serapio una hermana viuda y pobre, que en algún tiempo, en vida de su marido, gozó también los favores de la fortuna. Esta hermana vivía en una aldea de la misma provincia, y tenía a su vez un hijo, de nombre César, en la edad crítica de emprender una carrera que, cuando menos, le proporcionase en adelante el pan cotidiano que su madre no podría darle siempre. Escribió a don Serapio todas estas cosas y otras más sentimentales todavía, añadiéndole que recibiría como una merced del cielo el ver a su hijo sentado en el último rincón del escritorio, bajo el amparo de su tío. Lo cual era tanto como pedir también al caritativo hermano techo, vestido y alimentos para su sobrino.

Prestóse desde luego a la solicitud el bueno de don Serapio; pero no su señora, que abarcó, en una sola ojeada, el desentonado cuadro que ofrecería semejante intruso en su entonada casa. ¿Qué puesto iba a ocupar en ella? Para ponerle a la mesa era muy poco; para enviarle a comer a la cocina, era demasiado; y en la mesa y en la cocina sería un pregón incesante de la miseria de su madre; y doña Sabina no se resignaba fácilmente a declarar, con testimonios de tal calibre, que en su familia o en la de su marido hubiese individuos pobres. Hubo, pues, dimes y diretes, semanas enteras de hocico y de ceñudo silencio en la mesa; pero aquella vez tuvo un poco de carácter don Serapio, y fue el rapaz a su casa, medio cerril, medio culto, pero listo como un pájaro y revelando en todas sus vetas una madera de facilísimo pulimento.

Diósele cuarto, aunque oscuro, en la casa, un puesto en la mesa y un atril en el escritorio. En el primero dormía como una marmota a las horas convenientes; en el segundo comía con gran apetito y desparpajo, y en el escritorio copiaba facturas, ejercitaba la letra y las cuatro reglas, y a menudo iba al correo a llevar o traer la correspondencia.

En las primeras horas de la noche, después de dejar su tarea, jugaba con Enriqueta al as de oros, o al tenderete, o a las adivinillas, o la contaba los cuentos de su aldea. Muchas veces iba también a acompañarla al colegio por la mañana o buscarla por la tarde. Y con estas y con otras, al poco tiempo de conocerse los dos primitos parecían nacidos el uno para el otro. Gozábase en creerlo así don Serapio; pero no doña Sabina, que se daba a todos los demonios con las familiaridades que se iba tomando el atrevido pelón.

A los ocho meses de haber llegado éste a casa de su tío, ya se le encomendaban trabajos más delicados: se le permitió poner su mano en el copiador de cartas, y sus ojos en el Mayor para consultar el estado de alguna cuenta corriente.

En momentos tan solemnes para él, cuando llevado de su afición al trabajo, o más bien, de su deseo de saber algo y de valer algo, se quedaba solo en el escritorio, solía bajar Enriqueta de puntillas; acercábasele callandito, y después de leer por encima de su hombro, conteniendo la respiración, lo que escribía, dábale en el codo un brusco manotazo y le hacía trazar un verdadero mapa-mundi en la página más pulcra y reluciente del inmenso libro. Saltaba César de ira y de espanto, y amenazaba tirar con el tintero a la atrevida chiquilla; pero tal reía ésta, tales muecas y dengues sabía hacerle, que acababa por reducirle a que le enseñara todos los armarios del escritorio que estuviesen a su alcance, y a que robara para ella una barra de lacre, dos lapiceros y media docena de obleas de goma, amén de echarla en la portada de su catecismo el timbre en seco de la razón social de su padre.

—Por esta vez, pase —decía el pobre chico haciéndose el enfadado—; pero no vuelvas aquí más, o se lo digo a tu papá.

Y la chiquilla, ocultando lo robado en el seno o en la faltriquera, subía la escalera cantando, mientras César se ponía a raspar el escandaloso mapa-mundi, y después cernía polvos de greda sobre lo raspado, y luego frotaba lo cernido con las uñas hasta que saliera lustre en el papel, que no salía antes que el sudor en su frente. Así, tras hora y media de fatigas, quedaba la página tan limpia como si nada hubiera sucedido en ella.

A todo esto, ya le apuntaba el bozo (a César, no a la página); peinaba con esmero su negra y ondulante cabellera; comenzaba a brillar en sus hermosos ojos la luz de una inteligencia no vulgar; y aunque vestido con desechos mal arreglados de su tío, y en una edad en que todo en el hombre, desde la voz hasta la longitud de los brazos, de las piernas y de las narices, ofrece chocantes desarmonías, presentaba a la vista del más escrupuloso magníficos elementos para ser un gran mozo dentro de pocos años. Era además dócil, prudente y trabajador. Don Serapio comenzaba a quererle entrañablemente, y la misma doña Sabina necesitaba violentarse mucho para quererle mal. De Enriqueta no hay que decir que le prefería, para sus juegos y entretenimientos, a sus desabrida zagala, que tan a menudo la contrariaba en sus deseos más sencillos.

Y corriendo el tiempo, sin mejorar en una peseta la situación económica de la casa, pero sin agravarse tampoco, llegó Enriqueta a los diez y siete años, creciendo sus bellezas en proporción de la edad, y César a los veinte. Para entonces era el dependiente más activo y diestro de su tío, que halló en él un gran descanso; se le había asignado un sueldo proporcionado a sus merecimientos, y dado en la habitación un gabinete más cómodo que el cuarto oscuro de antes; vestía con suma elegancia, aunque con modestia; era siempre discreto en su conversación, y, sobre todo, agradecido a la protección recibida, pareciendo haber reconcentrado todo su cariño de hijo en su tío, desde la muerte de su madre, ocurrida al cumplir él diez y ocho años. En cambio, un instinto de invencible repugnancia le alejaba cada vez más de su tía. Verdad es que no se apuraba ella gran cosa por conquistar el afecto de su sobrino; antes al contrario, siempre se mostraba con él fría y desdeñosa.

—Es un excelente muchacho este César, —decía don Serapio a su señora, muy a menudo, después de haber ensalzado alguna de sus cualidades, con el fin, sin duda, de ir dándole entrada en el corazón de aquella insensible mujer, quien, por todo elogio, contestaba:

—¡Quiera Dios que esa alhaja no nos dé que sentir algún día, en pago del hambre que le has quitado!

—Eres muy injusta, Sabina —replicaba el bueno del comerciante, herido en sus más nobles sentimientos.

Y Enriqueta, que lo escuchaba todo en silencio, sentía, con las palabras duras de su madre, algo que helaba la sangre en su corazón, a la vez que hallaba en los elogios de su padre un consuelo para aquella impresión de escarcha.

Porque es de advertir (y no se sorprenderá el lector, seguramente, al decírselo yo) que la mutua simpatía entre los dos primos había ido creciendo con los años y transformándose poco a poco, sin advertirlo los interesados, en otro afecto más acentuado y de raíces más extensas y profundas. Enriqueta, al vestirse de largo, no sintió la alegría tan propia de todas las niñas en semejante caso, por el fútil afán de que al presentarse en el paseo con los nuevos atavíos, dijera la gente: «una mujer más», sino porque viera César si se había cumplido su pronóstico, tantas veces repetido, de que ella iba a ser «una mujer hermosa». Por su parte César, si se afeitaba con un cortaplumas a cada instante, no lo hacía por adquirir cuanto antes determinada patente que le permitiera codearse en el mundo con los hombres, sino por el inocente deseo de saber si, con un bigote bien poblado, se parecía su cara, como Enriqueta se lo tenía predicho, a la de un guerrero de las Cruzadas que ella había visto en una estampa, y considerado siempre como el tipo de la belleza varonil.

Si al tener veinte años y un bigote negro, suave y bien desmayado, se parecía César al guerrero de la estampa; si al cumplir Enriqueta los diez y siete era tan hermosa como su primo se lo había prometido, no quiero decirlo yo por si me equivoco así por carta de más como por carta de menos; pero es lo cierto que ninguno de los dos daba señales de haber perdido con los nuevos atributos las ilusiones, según que se comprendían y se adivinaban sin necesidad de hablarse ni de verse; hasta el punto de que la una desde su habitación distinguía, entre todos los ruidos del escritorio, los pasos que en él daba el otro; a la vez que éste percibía claros y distintos, desde abajo, los menores movimientos de su prima: el roce de su vestido contra una puerta, o el leve rumor de sus menudos pies al hollar la alfombra de su gabinete.

Una vez hablaban los dos de estos fenómenos, mientras Enriqueta, libre por entonces de la presencia de su madre, hacía labor de punto al calor de la chimenea en una de las largas noches de invierno.

—Y ¿por qué será eso? —preguntaba ella entre rubor y curiosidad.

—Pues ahí verás tú, —respondió él, por no meterse en mayores honduras; con lo cual ni la una ni el otro quedaron muy satisfechos.

Pasaron algunos instantes de silencio, y volvió a preguntar Enriqueta:

—Y ¿siempre vivirás tú con nosotros?

A lo cual contestó César, casi haciendo pucheros:

—Y ¿adónde quieres que vaya yo, pobre huérfano, sin otro amparo que tu padre, ni más porvenir que su casa?

—Qué sé yo... —dijo la joven algo aturdida al observar la emoción de su primo.

—¿Y tú? —preguntó a su vez éste.

—¡Oh, yo siempre aquí!—exclamó Enriqueta sin titubear.

—¿Lo crees así? —repuso César como asaltado de algún recelo.

—Y ¿por qué no he de creerlo? —dijo aquélla con mucha gravedad—. ¿No me quiere papá con entusiasmo? ¿No dice mamá que no tiene otro pensamiento que mi porvenir?

—Pues por eso mismo que dice tu mamá...

—¡Cómo!

—¿Sabes tú, Enriqueta, a qué llaman las madres «porvenir» de sus hijas?

—No lo sé, por lo visto.

—Y ¿quieres que yo te lo diga?

—Es natural.

—Pues se llama porvenir de una hija a...

Y aquí le faltó la voz al pobre chico, que jamás se había visto en trance tan apurado. Su corazón hasta entonces no había hecho más que sentir, y en aquel momento comenzaba a hablar; y lo que su corazón le decía le daba miedo, a la vez que le embriagaba.

—Vamos, hombre —exclamó Enriqueta impaciente—; ¿qué porvenir es ese?

—Ese porvenir es... es —respondió al cabo el atortolado mozo, cerrando los ojos de miedo y de vergüenza—, un matrimonio... ventajoso.

Calló César, bajó Enriqueta los ojos, paráronse las agujas entre sus manos, y quedó sumida en profunda meditación. Quizá también por primera vez le asaltaba a ella el temor de un riesgo en que jamás había pensado.

—Y ¿qué es un matrimonio ventajoso? —se atrevió a preguntar todavía, a poco rato.

—Matrimonio ventajoso —contestóle César, —es el que se contrae con un hombre muy rico...

—¿Aunque no se le quiera?

—Aunque no se le quiera.

—¿Aunque no sea joven ni bello?

—Aunque no sea bello ni joven.

—No puede ser eso, —exclamó la joven con admirable ingenuidad.

—No puede ser —repitió el primito con un poco de amargura—, y, sin embargo, se ve muy a menudo.

—Pues, por esta vez, no lo verás, César, —concluyó con aire resuelto la inexperta chica.

—¡Que Dios te oiga... Y te lo pague!...

—¿Por qué te alegra tanto mi resolución?

—Porque ahora he caído en que —y esto lo dijo dando diente con diente—, si yo te viera casada... con otro, me moriría.

A la cual protesta correspondió la joven lanzando a su primo una mirada elocuentísima, y diciéndole al mismo tiempo:

—Pues mira, César, si quieres que yo viva, no nos dejes nunca.

En aquel instante entró en escena doña Sabina, cuyos ojos de basilisco supieron leer toda una historia en la emoción reflejada en los candorosos semblantes de los dos jóvenes; emoción que llegó a su colmo y hasta rayó en espanto, cuando les acometió el recelo de que aquella dulcísima señora podía haberles descubierto su secreto.

¡Como si no le hubiera descubierto mucho antes que ellos mismos!

III

No sé si don Serapio había leído tanto como su mujer en los corazones de su hija y de su sobrino; pero lo cierto es que si no lo había leído, deseaba leerlo. Acaso en el mismo instante en que éstos se descubrían los misterios más ocultos de sus almas, acariciaba el atribulado comerciante, paseándose maquinalmente a lo largo de su gabinete, planes que podían llegar a ser el mejor complemento real y positivo de aquellas candorosas ilusiones.

Veía que sus fuerzas físicas iban debilitándose a medida que se agravaban sus padecimientos morales, y la suerte seguía mostrándosele esquiva. Entre tanto carecía de resolución para establecer radicales economías en su familia, y no creía fácil ni conveniente, por razón de crédito, apelar a medios extremos para sacar sus negocios de las apreturas en que habían caído mucho tiempo hacía, ni se le ocultaba que aquella situación tenía que resolverse más tarde o más temprano en el sentido a que venía inclinándose. El trabajo constante quebrantaba de hora en hora su naturaleza física, y el reposo le era indispensable; pero ¡en qué ocasión! y si la extrema necesidad le obligaba a retirarse, ¿en quién depositaría aquella carga pesada? El viejo tenedor de libros, tan diestro en hacer números y renglones casi de molde, carecía de toda iniciativa para conducir por sí solo los negocios más claros y corrientes, cuanto más para llevar a seguro puerto aquéllos que venían entregados, en frágil y desmantelada nave, a tantos y tan encontrados huracanes. Los otros dos dependientes ya hemos visto que eran meros instrumentos mecánicos de escribir y de copiar. César era el único entre todos que, por su precoz inteligencia, por su asiduidad y por su adhesión decidida a todo lo que era de la casa, podía encargarse de la dirección de ésta; pero más adelante, porque era todavía demasiado joven. Y así conducido por una muy lógica asociación de ideas, llegó a pensar en el porvenir de su casa, dado que lograra sacarla del conflicto en que se hallaba, y en el de Enriqueta, tan problemático a la sazón. ¿Quién velaría por ella faltándole su padre, sobre todo si tras esta falta aparecía la de aquellos caudales que eran el blasón de la plaza, la honra de los comerciantes, el atractivo de los hombres y el alma toda de aquella sociedad metalizada, sin entrañas para los pobres y sin inteligencia para otra cosa que las empresas de lucro? Y entonces volvía a pensar en César; en César, educado a su mano, hecho a la manera de su carácter; César honrado, modesto, laborioso, inteligente y bueno... ¡Si Dios quisiera infundir en el corazón de su hija el sentimiento de una atractiva simpatía! ¡Si no se fuera extinguiendo con el tiempo la que en los dos niños había observado él! ¡Si, lejos de eso, llegara a trocarse en afecto más profundo y duradero!... Dos o tres años más, y tanto el uno como el otro podrían unirse en santo y perdurable vínculo. Entre tanto, bueno sería ir estudiando aquellos juveniles corazones y tratar de aproximarlos entre sí más y más, en vez de separar, como parecía proponerse la implacable aversión de su mujer, al desvalido huérfano. Era, pues, indispensable trabajar sobre este plan cuya realización le convenía por tantos conceptos. En consecuencia, se propuso hablar seriamente a aquélla, con el fin, no sólo de que cesara en sus rigores con su sobrino, sino de que le fuera halagando con cariño.

Por su parte, doña Sabina, que desde el principio venía dándole a todos los diablos con «los atrevimientos del pobrete que podía haberse permitido ciertas ilusiones», al ver confirmadas sus sospechas en la ocasión citada un poco más atrás, se propuso desahogar su indignación con su marido, en la fundada esperanza de que, no bien la oyera éste, pondría de patitas en la calle al ingrato descamisado. Su hija, así por razón de jerarquía como por razón de belleza, estaba llamada a cumplir grandes destinos (léase arrastrar grandes trenes), y no era tolerable, ni siquiera decente, exponerla de aquel modo a las asechanzas en que trataban de envolverla las insensatas ambiciones de un advenedizo desarrapado.

Y bajo esta impresión doña Sabina, y bajo la que también conocemos don Serapio, viéronse los dos aquella misma noche en el gabinete de la primera y entablaron el diálogo siguiente:

—Tengo que hablarte, Sabina.

—Digo lo mismo, Serapio.

—De estos chicos.

—De los mismos.

—¡Extraña casualidad, mujer! —exclamó el marido que, por un momento, llegó a sospechar si, por uno de esos fenómenos inexplicables, estaría de acuerdo con su señora una sola vez siquiera.

—Ocúrreme lo propio, marido, —repuso doña Sabina siguiéndole el humor.

—Tengo un plan acerca de ellos.

—Y yo otro.

—¡Si será el mismo, Sabina!

—Lo dudo, Serapio. Pero, en fin, sepa yo el tuyo.

—Vas a saberle. Por razones que no son ahora del caso, tengo que ir pensando en buscar una persona que se encargue de mis negocios cuando yo no pueda con ellos.

—Es natural.

—Me alegro que lo conozcas. Pues bien; he discurrido largo tiempo y he buscado en todos los rincones de mi memoria...

—Y no has encontrado un hombre.

—Sí tal: uno sólo.

—Y ¿quién es?

—¡César!

—El mismo.

—¡Serapio!... ¿Estás dejado de la mano de Dios?

—Creo que estás tú más lejos de ella, Sabina.

—¡César!... ¡Un chiquillo!

—Que sabe hoy más que todos mis dependientes juntos.

—Un mequetrefe.

—Apegado al trabajo como un ganapán.

—Por lo que le vale.

—No le conoces, Sabina. Además, no se trata de entregarle hoy mismo todo el fárrago de los negocios de la casa, sino de prepararle para dentro de dos o tres años.

—¡Bah!... Para entonces ya habrá llovido, y sabe Dios hasta dónde le habrán soplado los vientos.

—Es que trato de atarle bien a la casa para que esos vientos no me le lleven.

—¡Oiga!... Eso parece grave.

—Como que lo es. Figúrate que, por de pronto, trato de ir sondeando poco a poco el corazón de Enriqueta para ver si cabe dentro de él el de su primo.

—¿Y después? —preguntó al oír esto doña Sabina, mirando a su marido, más bien que con los ojos, con dos puntas de puñal.

—Después, hija mía, si los corazones coinciden, dar a sus propietarios nuestra bendición y entregárselos al cura de la parroquia para que los una, como a ti y a mí nos unieron.

—¿Y ese es tu plan, Serapio? —volvió a preguntar doña Sabina luchando por contener la ira que se le escapaba por todos los poros de su cuerpo.

—Ese mismo, —respondió su marido, no poco perturbado ya ante el fulgor de aquella mirada infernal, cuyos resultados conocía bien por una triste experiencia.

—¿Y para qué me le das a conocer?

—Para... para ver qué te parece... Y para...

—¿Para qué más?... ¡Acaba!

—Para... para que me ayudes a realizarle... digo, si te parece bien.

Aquí temblaba ya la voz de don Serapio, y sus ojos no podían resistir las centellas que lanzaban los de su mujer. La verdad es que doña Sabina, al oír las últimas palabras de su marido, estaba espantosa. Permaneció un instante como vacilando entre responder a su marido con algunas frases o con un silletazo; pero al último se decidió por exclamar, en el tono más depresivo y humillante que pudo:

—¡Estúpido!

—Bueno, mujer —replicó don Serapio asombrado de que aquella tempestad se hubiera desahogado con tan poca descarga— Cada uno es como Dios le hizo. Si el plan no te gusta, en paz, y veamos el tuyo.

—No conoces siquiera el terreno que pisas.

—También puede ser eso. Como no me ocupo...

—¿Crees que a la altura en que están las cosas pueden esos chicos permanecer tanto tiempo así?

—Según eso, ¿juzgas preferible acortar el plazo?

—¡Animal!

—¡Echa, hija, echa!

—Un abismo es lo que hay que poner entre ambos, y ponerle inmediatamente.

—¡Hola! ¿Pues qué sucede?

—¿Todavía no lo has conocido?

—Te juro que no.

—¿No has sospechado siquiera que el pelón de tu sobrino se permite ciertas ilusiones sobre su prima?

—¿Y eso qué?...

—¡Y me lo dices con esa calma!

—¿Por qué no? Si ella se las fomentara...

—¿Y si se las fomenta?

—¡Cáscaras!

—Esto no es asegurarlo, ni siquiera creerlo —rectificó doña Sabina arrepentida de haber ido tan lejos en sus declaraciones—.¡Pues no faltaba más sino que nuestra hija descendiera desde la altura del rango que le corresponde, hasta la ignominia de ese miserable!... ¡Para eso la he educado yo! Pero al cabo es una niña todavía, sin experiencia, y ¿quién sabe hasta dónde puede llegar el tesón del otro, llevado del afán de salir de la miseria a expensas de un partido semejante?

—¿Partido, eh? No lo sabes tú bien.

—Sé que es de los más brillantes de la ciudad, si no el primero, y esto me basta.

—Haces bien en conformarte con eso. Pero volviendo al asunto principal: si a Enriqueta no le preocupa su primo, ¿a qué ese abismo entre ambos?

—Por si llega el caso.

—Eso es muy eventual, Sabina; y por una eventualidad tan remota, no voy yo a arrojar a la calle a un huérfano de mi hermana.

—Pues sábete —dijo entonces doña Sabina con visible repugnancia—, aunque la lengua se me atasque al decírtelo, que la una y el otro se... se ¡caramba! se quieren como dos bestias.

—¿Estás segura de ello, Sabina?

—Segurísima... Y ya ves que existiendo esa intimidad tan peligrosa entre ellos, no es decoroso tenerlos habitando bajo el mismo techo.

—Verdad es. Mejor estarían unidos como Dios manda... Quiero decir, separados. Pero ¿cómo?

—¿Cómo? ¿Y me lo preguntas a mí?

—Naturalmente. Al echar a César de casa no has de decir a todo el mundo por qué le echas; y si no lo dices, aun cuando se le vea a mi lado en el escritorio, como ha de vérsele...

—¿Y qué se adelantaría con echarle de casa si se le dejaba volver al escritorio? ¿Tanto dista el uno de la otra?

—¿Pues qué pretendes entonces, Sabina? —preguntó aquí don Serapio vivamente alarmado.

—Arrojarle más lejos.

—¡Abandonarle!... ¡Jamás!

—No he dicho semejante cosa.

—Pues explícate con dos mil demonios, porque tengo el alma que me cabe en el puño.

—Te ahogas en poca agua, Serapio.

—Tengo entrañas, Sabina.

—¿Y no las tenemos los demás?

—Te ruego que concluyas.

—Voy a concluir. ¿No tienes corresponsales... en América?

—¡Sabina!

—¡Serapio!

—¿Adónde vas a parar?

—Déjame concluir. Sobre todo, considera que este caso es caso de honra y de conciencia para todo padre que en algo se estime; que no es, aunque juego de niños, de los que te permiten echarte a dormir hasta que se acaben.

—¿Acabarás tú?

—Es que quiero que te penetres bien de toda la importancia del asunto, y que no le tomes, como acostumbras, por un vano capricho mío.

—Adelante. ¿Qué es lo que, en resumen, pretendes?

—Lo que pretendo es que envíes a César a América.

—Eso es inicuo, Sabina.

—Es necesario, Serapio.

—Me quitas mi brazo derecho; el mayor descanso en el último tercio de mi vida.

—Dios proveerá, como otras veces. Teniendo dinero no faltará quien te sirva.

—¡Teniendo dinero!

—Como lo tienes.

—¡Como lo tengo!... ¡Insensata! ¿Y el porvenir que arrebatas a tu hija?

—¿Qué porvenir?

—César.

—¿De cuándo acá es César un porvenir?

—Desde que es bueno, honrado e inteligente.

—No tiene un cuarto.

—A mi lado podría hacer un caudal.

—Mejor le hará en América; y a fe que para mandarle volver, si es rico, siempre hay tiempo.

—Pero y tu hija, si es cierto que le ama, ¿qué será de ella?

—Mi hija... y la tuya, es una niña todavía, y con el mismo afán con que se entrega a un capricho, se olvidará de él. En todo caso, eso corre de mi cuenta, y yo te aseguro que antes de un año me dará las gracias por haberla separado de semejante peligro.

—¿Luego cuentas ya con esa separación?

—Resueltamente, porque es indispensable.

Don Serapio quiso todavía resistirse; pero con un carácter como el suyo y un enemigo como el que le acosaba, toda lucha era imposible. El asunto podía ser de inmensa transcendencia, y el apocado marido no le veía «bastante claro» para decidirse a hacer, en honor de la justicia, una hombrada que necesariamente había de ser causa de una serie infinita e insoportable de tempestades domésticas. La verdad es que reflexiones como ésta se las hacía él a cada dificultad que le ofrecía el genio diabólico de su mujer; y así se le iba pasando la vida sin hacer la hombrada que tan bien hubiera sentado a su autoridad, y tantos desastres le hubiera evitado hecha a tiempo.

Armóse, pues, de toda la gravedad que juzgó del caso, y atrevióse únicamente a decir a su mujer:

—Puesto que tan necesario lo crees, hágase... Pero entiende que yo lavo mis manos; y echando sobre tu conciencia toda la responsabilidad de tan delicado asunto, a tu cargo dejo también la enojosa tarea de prevenírselo a ellos.

—Enhorabuena —exclamó gozosa y triunfante doña Sabina—: verás cómo no me muerdo la lengua ni me paro en remilgos de colegiala.

Y salió como un cohete, dejando a su marido agobiado bajo el peso de aquella nueva desdicha con que quizás el cielo castigaba su falta de carácter, fuente y origen de todas cuantas le abrumaban y consumían.

IV

No es difícil imaginarse la situación de ánimo en que se encontraría César después del diálogo, que ya conocemos, con su prima. Veinte años, rosas y tomillo por ilusiones, y un corazón que, a la edad en que otros estallan al contacto de vulgares desengaños y prosaicas realidades, encuentra en otro, también puro, también virgen, eco dulce y tierna correspondencia para todas sus impresiones y para todos sus más sublimes anhelos. Huérfano sin más porvenir en el mundo que la caridad de su tío, y en una época de la vida en que sentando ya muy mal el trompo en su mano, todavía no caía bien en su cuerpo la librea de los hombres formales, era dueño, absoluto dueño del misterioso impulso de las primeras emociones de un alma como la de Enriqueta, cuyos raros atractivos, como los rayos del sol, nadie ponía en duda. Figurábase que todos los ángeles del cielo habían bajado a buscarle y a buscar a Enriqueta, y que, después de colocar a los dos sobre nubes de nácar y arreboles, los mecían en el espacio sin límites, lejos, muy lejos de la tierra miserable, hasta darles por morada venturosa región de perpetua primavera, en la cual correrían sus vidas sin término y sin dolores.

Por tales alturas andaba la imaginación del pobre mozo cuando entró en su cuarto doña Sabina, punzante la mirada, airado el continente y violento el paso.

De un solo brinco puede decirse que descendió de su risueño paraíso tan pronto como vio a su lado aquella serpiente, y desde luego creyó que semejante nube no podía menos de aparecerse para tapar el cielo de color de rosa en cuyos horizontes sin medida acababa de perderse su alma enamorada.

—Escúchame, César, y advierte que yo no hablo nunca en broma, —dijo doña Sabina por todo saludo y en ademán airado.

—Diga usted, señora —contestó el joven, aturdido y trémulo, dando por seguro que su conversación con Enriqueta había sido oída por alguien más que ellos dos y los angelitos del cielo.

—Vivías pobre y miserable al lado de tu madre hambrienta.

—Lo sé, tía; y tampoco ignoro que la pobreza no es deshonra.

—Y ¿qué entiendes tú de eso, mentecato?... Repito que vivías pobre y hambriento en el último rincón de una aldea.

—Y yo insisto en que no lo he olvidado, y no me avergüenzo de recordarlo.

—Añado que tu madre vivía a expensas de una limosna que le pasaba tu tío.

—Mi madre ha muerto ya, señora —replicó César llorando de indignación y de pena—, y no recuerdo que en vida la ofendiera a usted jamás.

—¿Y por ventura la ofendo yo ahora en algo?... ¡Ha visto usted, las almas tiernas! —recalcó la víbora con una sorna verdaderamente inhumana—. Ea, límpiese usted los mocos y escuche con el respeto que me debe.

—Ya escucho, señora, —dijo César conteniendo mal su emoción.

—Compadecidos de tanta miseria —prosiguió la implacable mujer—, te trajimos a nuestro lado, te dimos generoso albergue y te colocamos a las puertas de un brillante porvenir.

—Nunca he dejado de agradecerlo: bien lo sabe Dios.

—¡Mucho!

—¿Lo duda usted?

—No lo dudo, lo niego.

—¡Pero, tía!

—Lo dicho, señor sobrino.

—¡Yo ingrato!

—Tú, sí. Ingrato es, y de la peor especie, el que paga los favores con agravios.

—¡También eso, señora!... ¿Es posible que yo haya podido agraviar a ustedes?

—Te repito que sí.

—Pero, ¿cómo?

—¿Cómo? Por de pronto, soliviantando el inocente corazón de tu prima.

—¡No es cierto eso!

—¡Mocosuelo! ¿Aún te atreves a desmentirme?

—Y ¿por qué he de confesar una falta tan grave si no la he cometido?

—Porque la cometiste. ¿Negarás que hay entre esa chiquilla sin experiencia y tú, cierta?... No quiero decirlo, porque me indigna; pero ya me comprendes.

—Cierta simpatía. ¿No es eso lo que usted quiere dar a entender?

—Y ¿cómo se adquieren esas «ciertas simpatías»?

—Eso es lo que yo no sé.

—¿Y nunca trataste de preguntárselo a tu prima?

Estas palabras hicieron bajar a César los ojos avergonzado. Jamás se le había ocurrido al sencillo muchacho que fuera un delito hablar de esas cosas con Enriqueta.

Doña Sabina aprovechó la ocasión que le ofrecía la actitud de delincuente de su sobrino, para continuar con más dureza sus apóstrofes.

—Y el acudir a tu prima con semejantes conversaciones, ¿no era tanto como tratar de interesarla en tus atrevidos propósitos?

—Le juro a usted, tía, que no comprendo lo que eso quiere decir.

—¡Miren el hipócrita!... ¡Si querrá también que le regale yo el oído!... ¿Cuándo pudiste soñar que la hija de su madre llegara jamás a ser la señora de un piojoso como tú?

Al oír este brutal apóstrofe creyó el pundonoroso muchacho que el corazón se le partía en pedazos; sintió como hielo fundido que circulaba con su sangre, y hasta cayó en la cuenta de que su tía hablaba llena de razón. ¿Qué títulos tenía él, ciertamente, para ocupar todo un corazón como el de Enriqueta? Antes de aventurar confianzas como las que había depositado en su prima; antes de prestar oídos a las palabras de ésta; antes, en fin, de dar fomento a ningún género de ilusiones como las que él se había forjado, debió considerar su pequeñez, su procedencia y su oscuro porvenir. Creyó de buena fe que su tía le apostrofaba llena de razón, y no teniendo valor ni para disculparse, echóse a llorar con todo el desconsuelo propio de un niño, como, no obstante la edad, era él todavía.

—Bueno es el arrepentimiento —díjole entonces doña Sabina aparentando mostrarse más blanda—; pero eso no basta en este caso: se necesita mucho más. Y no vayas a creer que yo doy importancia a esas niñerías porque me proponga corregirlas a tiempo, como es deber mío. Por de pronto, no creo conveniente que, después de la formalidad que tu prima y tú habéis dado a ese juego, sigáis habitando la misma casa.

—Con lo que usted me ha dicho antes —contestó entre sollozos el maltratado chico—, hay más de lo suficiente para comprender que no debo vivir ya en esta casa, aunque fuera de ella me faltara pan que llevar a la boca.

—Bien; pero como de nada serviría que trocaras esta casa por otra si seguías frecuentando el escritorio...

—¿Pues de qué se trata entonces? —preguntó César aterrado.

—Tranquilízate, que no se te arrojará a la calle para que te recoja la caridad pública. Irás fuera de aquí, pero bien recomendado y adonde en poco tiempo puedas, con honradez y trabajo, crearte una posición.

—¿Y qué país del mundo es ése? —preguntó el atribulado joven, pálido como la cera.

—Por ejemplo... América, —respondió la despiadada mujer, estudiando en su sobrino el efecto de sus palabras.

Y mientras éste buscaba un punto de apoyo con su mano para sostenerse de pie, tras una breve pausa, durante la cual los ojos suplieron con ventajas a la lengua, concluyó su tía con estas palabras que no admitían réplica:

—Conque ve disponiéndote para el viaje, porque estamos resueltos a que le emprendas en el primer buque que salga del puerto para la Habana.

Tras esto y una mirada rencorosa y torcida, salió de la habitación dejando a su infeliz sobrino en el estado que puede figurarse el pío lector.

Del cuarto de César pasó como un chubasco al de Enriqueta, a quien habló del propio asunto y con la misma bondad que había usado con su primo. La pobre chica tampoco tuvo valor para disculparse. A las primeras palabras de su madre cayó vencida, como débil arbusto a los embates del huracán. Pintóle hasta como pecado mortal su debilidad de corresponder al afecto profano de su primo, y lo creyó; pero no dejó por eso de recibir como una puñalada la noticia de que César iba a abandonar aquella casa, y hasta la patria, acaso para siempre.

Terminado este segundo sacrificio, doña Sabina corrió al lado de su marido, que continuaba paseándose meditabundo.

—Todo está ya arreglado —le dijo muy satisfecha— César comprende la situación de las cosas y quiere marcharse a América cuanto antes. Conque ocúpate desde mañana en preparar su viaje.

—¿Y Enriqueta? —preguntó don Serapio sin dejar su paseo y sin mirar a su mujer.

—Enriqueta —contestó con desgarro doña Sabina—, es una chiquilla con quien no se consultan ciertas cosas: se le mandan y nada más. Está enterada y conforme; y esto te excusa de hablar una sola palabra con el uno y con la otra.

—Corriente —dijo don Serapio siguiendo su paseo. En seguida se detuvo, y mirando con fijeza a su señora, exclamó: —Pero vuelvo a repetirte que dejo a tu conciencia toda la responsabilidad de este acto.

Y volvió a pasearse, creyendo sin duda que con esto había dicho bastante y hecho cuanto le correspondía.

Doña Sabina entonces miró a su marido con despreciativo gesto.

—¡Majadero! —murmuró entre dientes, volviéndole la espalda.

En seguida tomó el rumbo de su gabinete, tan tranquila y tan serena como aparece el mar después de haber hundido en sus abismos cuanto halló al alcance de su furia desenfrenada.

V

Muy pocas semanas después de estos sucesos, salía de aquel puerto una fragata con rumbo a la Isla de Cuba. Entre los pasajeros de popa iba César que, con los ojos empañados por las lágrimas, miraba al pueblo que abandonaba, tal vez para siempre. En aquel pueblo quedaba todo cuanto le había hecho hasta entonces risueña la vida: Enriqueta y su tío.

Toda la vigilancia de doña Sabina no había podido impedir que el enamorado mancebo hallase un instante oportuno para decir algunas palabras de despedida a su prima.

—Por el delito de quererte —le había dicho—, me arrojan de tu lado, y por el de ser pobre se me prohíbe pensar en el porvenir que los dos habíamos soñado. Pues bien; si para quererte se necesita tener mucho dinero, yo voy a trabajar para adquirirlo. Cuando lo adquiera, ¿dónde estarás tú, Enriqueta?

—Aquí... o allá arriba, —había contestado la joven, muy bajito, estrechando con una de sus manos la que le tendía su primo y señalando al cielo con la otra.

—Entonces, hasta luego, —había añadido el animoso joven, con una entereza impropia de sus años, pero no del purísimo afecto que hacía latir su noble corazón.

Después se habían separado llorando.

Don Serapio, por su parte, había hecho en aquellos momentos, de prueba para él, cuanto un padre pudiera hacer por su hijo; y en rigor, al marchar César a América no hubiera debido quejarse de su suerte, sin las circunstancias que le obligaban a emprender el viaje y sin la consideración de que en su patria y junto a la única familia que le quedaba, podía haber hallado, trabajando, la posición social que anhelaba en sus modestas ambiciones.

VI

Pudiera decirse que desde el mismo día en que César abandonó la patria, comenzó doña Sabina a poner en ejecución el plan que había ideado para arrancar del corazón de su hija hasta el recuerdo del malaventurado chico; y como aquella mujer todo lo subordinaba al fausto y al relumbrón, dicho se está que de este género fueron las armas que eligió para vencer al enemigo que le quitaba el sueño.

Si antes iba al teatro dos veces por semana, desde entonces fue siete; a cada cambio, no ya de estación, sino de temperatura, nuevos trajes para la niña... y para su madre; recepciones suntuosas en su casa; asistencia a cuantas se celebraban en las del gremio, sacrificando al objeto viejas antipatías e inveterados odios. En el otoño a Madrid; por Semana Santa, a Sevilla; en el estío, a las Provincias; en invierno, a París, y en París y en las Provincias y en Sevilla y en Madrid, el oro a torrentes y las galas a montones.

—Ya ves, hija mía —decía con frecuencia a Enriqueta la amorosa madre—, el rey del mundo es el dinero: por él brillas en la sociedad; por él acuden adoradores al resplandor de tu belleza; por él viajas, gozas y aprendes; eres la admiración de las pobres y la envidia de tus iguales. Con una posición menos brillante que la tuya, estarías metida en el rincón de tu casa; llegarías a ser la esposa de un modesto traficante, o de un abogado de talento: pasarías la vida sufriendo la pesada carga de tus hijos, y acabarían por hastiarte las virtudes de tu marido, si no te llevaba al mundo y no podías hacer compatibles las tareas de la madre con los triunfos de la gran señora. Por eso te encargo como madre tierna y te aconsejo como amiga cariñosa, que no te dejes vencer nunca de los impulsos de tu corazón de mujer; que estudies bien a los hombres que se te acerquen, y que, en la duda, si duda puede caber en esto, te decidas siempre por el más rico, sin que por eso te hagas esclava de ninguno. A esto te obligan tus conveniencias, la sociedad en que vives y el nombre que llevas.

¿Labraban algo estos peregrinos consejos en el ánimo de Enriqueta, o seguía ésta llenando su corazón con el recuerdo del pobre César? No es prudente llegar ahora a tales profundidades con el escalpelo de las conjeturas. Baste declarar, y eso porque se veía, que Enriqueta, en la plenitud entonces de su belleza, no mostraba la menor repugnancia a seguir la senda en que la había colocado su madre. El continuo trato de tan diversas gentes habíala hecho perder el natural encogimiento de sus años primaverales, su aire meditabundo y su aversión a la bulla y a la agitación de los centros del mundo elegante. En cambio había ganado una multitud de recursos atractivos, hijos del arte de agradar a los hombres y desesperar a las mujeres menos artistas; recursos que, por de pronto, revelan en quien los posee afición y desenvoltura. Sabía como ninguna hacer crujir, andando, la seda de su vestido: entretener largo tiempo con agudezas y discreteos una corte de aduladores; cantar al piano una romanza sentimental o unas seguidillas picantes, con todo el donaire de una consumada artista, aun cuando la escuchara un público desconocido; y, por último, esgrimir los ojos, la morbidez del brazo, la pequeñez del pie y la flexibilidad del talle, con una fuerza de encanto irresistible. Pero a la vez, preciso es confesarlo si hemos de ser escrupulosos historiadores, no perdía ocasión de preguntar a su padre si César escribía, si estaba bueno y si andaba ya en camino de llegar pronto a la fortuna. A lo cual respondía siempre el pobre hombre que su sobrino continuaba siendo tan cariñoso; que no tardaría en ser rico y en volver al país, y que en sus cartas siempre le preguntaba por todos y cada uno. ¿Quería don Serapio (que sin embargo decía la verdad) mantener vivo en su hija el fuego de la combatida pasión, para llevar adelante su contrariado proyecto, o simplemente responder a las preguntas que se le hacían? Y estas preguntas, ¿eran hijas de un sencillo deseo de ver cuanto antes al ausente, o de un afán de que éste fuera muy rico para, en caso muy probable, preferir, en la necesaria elección, lo que, sin salir de los preceptos de su madre, no repugnase a su corazón? Vaya usted a adivinarlo.

Lo que no ofrece duda es que al cabo de seis años pasados por doña Sabina en constante despilfarro, la casa de su marido no pudo con ellos: llegó don Serapio a no hallar ya puntales con qué sostenerla, y no tuvo más remedio que armarse de valor y decidirse, por primera vez en su vida, a hacer la consabida hombrada, convencido de que antes de pocos meses tendría que presentarse a sus acreedores y declararles toda la verdad.

En tan amargo trance, cerró los ojos y abordó a su mujer con estas palabras, por toda introducción:

—¿No se te ha ocurrido jamás la idea de que podía llegar un día en que, por la adversidad de la suerte, o por la imprudencia de los hombres... Y de las mujeres, ese filón que viene surtiéndote de oro sin tasa se agotara de repente?

—Nunca se me ha ocurrido semejante idea —respondió con la mayor serenidad doña Sabina. Pero tornándose luego hosca y altanera, preguntó a su vez: —Y ¿por qué se me había de ocurrir?

—¿Por qué? Porque es una idea muy puesta en razón.

—Una idea como tuya, y nada más.

—Una idea que puede realizarse a la hora menos pensada.

—¡En tu casa! ¿Es ella, por ventura, de apariencia? ¿Somos nosotros ricos de pega, o de ayer acá? ¿No es tu fortuna la primera del pueblo?

—Pero las fortunas se quebrantan... Y se concluyen...

—¡No la tuya!

—Como otra cualquiera, Sabina.

—Pero aunque eso sea, ¿por qué quieres, así tan de repente, que me ponga yo a meditar sobre ese ridículo tema?

—Porque es indispensable, no solamente que medites, sino también que ajustes tu conducta a esa meditación.

—¿Estás loco, Serapio?

—¡Ojalá lo estuviera!

—Pero ¿qué sucede?

—Que esos temores están a punto de ser un hecho, Sabina.

—¡Jesús nos ampare!

—Y que si no pones coto a tus despilfarros, y acaso aunque le pongas, antes de seis meses me presento...

—¡Acaba!

—En quiebra.

—¡Imposible! —gritó doña Sabina en un arrebato de soberbia—. Tu casa no puede quebrar... Yo no puedo dejar de ser rica... Yo no puedo reducirme a las estrecheces de una mujer cualquiera... Tú tienes obligación ¡entiéndelo bien! de vencer todas las dificultades que se opongan al brillo de tu familia.

—He aquí el fruto de mis contemplaciones... He aquí bien patente la mano de Dios, —exclamó el desdichado comerciante dejando caer su cabeza sobre el pecho.

—Pero ¿y el mundo? ¿Qué dirá el mundo si nos ve caer de tal altura? —insistió la soberbia mujer, mirando como una fiera a su marido.

—¡Ahora te acuerdas del mundo!... ¡ahora le temes! ¿Por qué no le temiste antes? ¿Por qué te dejaste seducir por él?

—¿Serás capaz también de echarme la culpa de tus torpezas.

—¡De mis torpezas!

—¡Sí, de tus torpezas!... Una mala dirección, una inteligencia tan... tan estúpida pomo la tuya, son siempre la causa de los malos negocios; no los miserables gastos de una pobre mujer, esclava de sus deberes.

Y la insensata lloraba de ira.

—¡Mientes! —gritó fuera de sí el manso don Serapio, oyéndose tratar con tan negra injusticia—. Los azares de la suerte las menos veces, y las más el constante, espantoso saqueo que has estado haciendo en mi caja, han sido la causa del desastre... o pueden llegar a serlo, si mis temores, bien fundados, se realizan.

—¿Luego todavía no ha llegado ese caso? —exclamó anhelante y menos ensoberbecida ya doña Sabina—. Quizá podrá evitarse...

—Pues ¿qué estoy diciéndote, mujer diabólica?

—Y ¿crees tú —prosiguió ésta sin darse por entendida del piropo—, que con alguna economía en casa?...

—No creo que sólo eso pueda bastar; pero en el trance en que me veo, quiero, aunque me haya acordado tarde, echar mano de todos los recursos que estén a mi alcance.

—Y el de las economías...

—El de las economías es el primero que exijo, hasta por razones de delicadeza.

—No comprendo esas razones.

—Ni lo necesitas. Lo indispensable son economías, y éstas, yo te lo aseguro, las habrá desde hoy.

—¿Y Enriqueta?

—Enriqueta no necesita saber nada por ahora.

—¿Y si desea vestirse... o un capricho?

—¡Vestirse!... ¡cuando tiene su ropero abarrotado! ¡Caprichos! Enriqueta no los tendrá si su madre no se los propone.

—¡Serapio!

—Me tienen ya sin cuidado tus furores. ¡Ojalá me hubiera pagado siempre de ellos lo que me pago en este instante!

—¡Estos son los hombres honrados! —exclamó aquí doña Sabina, llorando, no sé si de despecho o de dolor—. Crueles, sin corazón, cuando nos ven agobiadas por la desgracia.

—Estos martirios, Sabina, no los damos los hombres. Suelen venir de más alto. ¡Harto será que en esta ruda prueba no estemos pagando todos el mayor de tus pecados y la más indigna de todas mis debilidades!

—¿Qué pecado tan horrendo puedo haber cometido yo que merezca el infamante castigo de ser pobre? —rugió doña Sabina en un arrebato de desesperación.

—Muchos —le replicó don Serapio indignado—: por de pronto, el de la soberbia que te dicta esas palabras insensatas, y después, el de arrojar de tu casa inicuamente a mi pobre sobrino, porque no era rico y estorbaba a tus planes.

—¿Por qué lo consentiste?

—Ese es precisamente el pecado de mi debilidad, pecado que, con el tuyo, ha traído el desastre sobre mi casa. Esta es la verdad. Cuida ahora de no perderla de vista si hemos de evitar mayores desventuras.

Dicho esto, salió don Serapio y cayó su señora en un estupor casi de idiota, del cual no volvió sino para meterse en la cama y pasarse en ella dos días, alimentándose el alma con haraposas visiones, y el cuerpo con tisanas.

VII

Por aquel entonces había llegado al pueblo, como un aerolito, sin saberse de dónde ni por dónde, un personaje que, por más de un concepto, estaba siendo el tema obligado de todas las conversaciones y el objeto de la conversación de todos los círculos, tertulias y corrillos de la ciudad.

Según unas, pasaba de los cincuenta; según otras, no llegaba a los treinta y ocho. Según éstas, era elegante; según aquéllas, era charro, aunque todos convenían en que era espléndido y ostentoso. Algunos aseguraban que venía a comprar media provincia para titularse; algunas, que sólo trataba de casarse. Las costureras y modistas le suponían de humildes aspiraciones; las señoritas, de aristocráticos humos.

Unas decían que, bien mirado, era feo; otras que, después de todo, era gracioso; tal, que se pintaba las patillas y gastaba peluca; cuál, que no era verdad; aquí, que sus chistes eran ingeniosísimos; allá, que chocarreros; aquende, que su carácter era vulgar; allende, que, después de tratado, era simpático y hasta distinguido... Pero todas, chicas y grandes, altas y bajas, morenas y rubias, aristocracia y plebe, al pasar a su lado se ponían tiernas y trataban de llevarse sus miradas por conquista, pues convenían, nemine discrepante, en que era soltero e inmensamente rico.

Vivía en la mejor fonda y ocupaba la mitad de un piso de ella. A los quince días de llegar a la ciudad, todo el mundo le conocía y él conocía a todo el mundo. Jamás paseaba ni asistía al café ni al teatro, sino entre los jóvenes más en boga y más revoltosos.

Tenía lujosa carretela para las grandes ocasiones; para lo ordinario, volanta habanera, esa especie de cascarón entre dos inmensas ruedas, en la cual entraba, así como en la guarnición del caballo, la plata maciza por arrobas; y un brioso trotón con montura mejicana, cuajada también de ricos metales, no siendo menos rico ni apropiado el traje con que cabalgaba sobre aquel aparejo. Generalmente este último era su placer favorito. A caballo, y aunque rodeado de jinetes de la población vestidos a la europea, él nunca abandonaba su pintoresco vestido mejicano. Por lo común aprovechaba su tránsito por delante del paseo más concurrido para lucir sus habilidades a la usanza de los gauchos de las Pampas, tales como rayar el suelo con un dedo o recoger su sombrero jarano, previamente arrojado, a todo correr de su caballo.

Excusado es decir que con estas exhibiciones acrobáticas hasta los chicos de la calle se chupaban los dedos al verle; y es seguro que más de una vez le hubieran largado tal cual tronchazo, a no tomarle por cosa medio sagrada, según le veían garantido y obsequiado por todo lo más pudiente de la ciudad.

Cuando iba a pie se distinguía por la extensión y la riqueza de sus pecheras; y como era en verano, ora vistiera de dril, ora de lana, todo su traje parecía no pesar medio cuarterón: tan fino, vaporoso y reluciente era. En tales casos llevaba en la cabeza rico jipijapa, al cuello leve corbata de batista con grueso solitario, y en los pies zapatos de charol sobre media de seda. Por supuesto que sus cadenas y relojes y sus anillos entraban por docenas, y había formas y tipos para cada día y para cada gusto.

Cuando vestía de serio, su traje no era menos rico ni mucho más pesado; pero siempre era la pechera el principal objeto de sus cuidados y el punto en que se fijaba la curiosidad de los transeúntes: era, como si dijéramos, su plaza pública adoquinada con diamantes.

No se sabía a punto fijo dónde había nacido, pues solía decir en chanza, cuando se le preguntaba eso, que para hombres como él todo el mundo era patria. Algunas veces dijo, poniéndose muy serio, y hasta triste, que procedía de una de las aldeas de aquella provincia, y de una familia pobre hasta la miseria; pero que no quedando ya ningún individuo de ella sobre la tierra, quería olvidar hasta el nombre de su pueblo por tener una pesadumbre menos.

Entre tanto, he aquí su retrato fidelísimo: su estatura no llegaba a mediana; su cabeza era gruesa y su cara ancha, la cual aparecía como embutida en espesa patilla corrida a la catalana, con tornasoles entre verde y chocolate, señal del tinte que la cubría con la pretensión de hacerla pasar por negra. Sus ojos eran pequeños y garzos, la nariz roma, los labios gruesos, la boca muy rasgada, los dientes pocos, pero grandes; el cutis áspero y no libre de toda marca, el color moreno oscuro, las piernas gruesas y estevadas, y las manos anchas y velludas. Sin embargo, no puede decirse que por su fisonomía era antipático: había en ella, por el contrario, cierta expresión de viveza y jovialidad que atraía. Su voz era de gran cuerpo; reía siempre a carcajadas y hablaba muy recio, aunque con las cadencias propias del estilo americano. Era, en suma, en todo y por todo, un hombre verdaderamente estrepitoso, y además se llamaba don Romualdo. En cuanto a la edad, me consta que se acercaba más a los sesenta que al medio siglo.

No tenía nada que hacer, le sobraba el dinero, había prometido a sus amigos casarse en la ciudad en todo aquel año, y todo esto lo sabían allí hasta los perros de la calle.

Figúrese ahora la sensación que estaría causando su presencia en medio de una sociedad cuyos miembros más legítimos eran las mujeres como la perínclita doña Sabina.

Por de pronto se abonó el teatro hasta los topes, aunque representaba en él una perversa compañía; el mismo teatro que jamás se vio lleno, ni por mostrar en su escenario las más ilustres celebridades del arte; pobláronse los paseos públicos aun en los días en que no era de moda asistir a ellos, y hasta hubo amagos de declarar también de moda la misa de cierta hora en determinada iglesia; pero se supo luego que don Romualdo no asistía a ella... ni a otra tampoco, y en este particular siguieron las cosas como estaban.

VIII

En esta ocasión fue cuando se le dijo a doña Sabina, que estaba, de oídas, al tanto de los acontecimientos, «haz economías», o lo que es igual, «no más teatro diario, no más competencias de lujo en los paseos». Esto no podía ser en tales circunstancias. Era preciso hacer un esfuerzo. Cuando menos, una escapadita al teatro, de vez en cuando, y tal cual exhibición en el paseo, aunque fuera con los trajes del ropero. Porque la amorosa madre tenía en su poder el cebo más estimulante que podía apetecer a aquel Pluto trasatlántico, dado que Enriqueta era la belleza más atractiva del pueblo, y con tales ventajas no era cosa de resignarse al papel de espectadora en aquella lucha encarnizada que se había empeñado entre el ejército femenil de la buena sociedad para conquistar las atenciones del recién venido.

De la cual lucha había resultado (y esto lo ignoraba doña Sabina) que el ostentoso Nabab había ido familiarizándose con la contemplación de tantas y tan pertinaces bellezas, hasta el punto de que ya no le movían, como declaró una noche a sus oyentes en su platea del teatro, después de haberle recorrido todo con sus gemelos... y su pechera centelleante, recibiendo expresivas correspondencias visuales de todos los puntos de la sala.

Entonces se abrió la puerta de un palco, antes vacío, y aparecieron en él doña Sabina y Enriqueta.

—Ajá, camará, ¡qué vitola! —exclamó al ver a la garrida moza el indiano, empuñando los gemelos, revolviéndose en la silla como un azogado, y mostrando dos hectáreas de pechera y una cantera de pedrería fina.

Enriqueta, entre tanto, después de lucir el talle al descubierto, so pretexto de colocar más a su gusto la silla, o de colgar el abrigo, o de responder a una supuesta pregunta de su madre, tomó asiento dando la espalda al escenario; y sin cuidarse de lo que en él sucedía, paseó, al amparo de sus anteojos, su vista escudriñadora en derredor de la sala. En este viaje rápido tropezó con los gemelos del indiano, y al verlos fijos en ella, detúvose un instante a examinar al curioso cuya estampa debió chocarla, según el gesto que hizo; gesto muy parecido al que hace todo nieto de Adán al tropezar con un bicho raro.

—¡Ajá, te clavaste, guachinanguita! —dijo don Romualdo al encontrarse con la mirada de Enriqueta.

Pero ésta, lejos de haberse clavado, como el pintoresco Tenorio creía, preguntó a su madre sin dejar de mirarle:

—¿Qué es aquello, mamá?

Y doña Sabina que, aunque por sus sabidos contratiempos, no había pisado la calle tiempo hacía, no dejaba de conocer por la fama al personaje de moda la respondió después de seguir la dirección de su mirada:

—Cuidado, hija mía, que creo que es él.

—¿Y quién es él?

—El famoso acaudalado de quien habla todo el mundo... Y por cierto que no separa los ojos de ti.

La tal noticia causó en Enriqueta el efecto de la picadura de un alacrán. Soltó los gemelos al instante, y volvió las espaldas al personaje. Desde entonces no hubo ya pisotón, ni carraspera, ni mirada elocuente, ni advertencia clara y terminante de su madre, que bastara a convencer a la testaruda chica de que debía corresponder a las insinuantes actitudes del indiano. Tanto la habían hablado de él; tanto de la revolución que el afán de su conquista había producido en el pueblo, que aun sin llegar a conocerle le había cobrado aversión. Doña Sabina, en cambio, queriendo sin duda enmendar los desdenes de su hija, no hallaba en su cara ojos bastante expresivos para mirar a don Romualdo.

—Dígame, camará —preguntó éste al más inmediato de sus compañeros de platea, chocándole, a media función, la esquivez de Enriqueta—, ¿tendrá amores con alguien?

—¿Por qué es la pregunta, don Romualdo?

—Porque no acude.

—Esos son dengues de niña mimosa.

—Pues mire, yo me perezco por las dengosas.

Y continuó asestando sus gemelos a la ingrata, sin que ésta se diera por más entendida de sus miradas, que de su pechera deslumbrante, de su cadena ostentosa o de sus anillos colosales.

Pero se enteró de la lucha todo el teatro, y llovieron las miradas sobre la desdeñosa, que pasó las penas del purgatorio hasta que cayó el telón por última vez.

Al salir a la calle con su madre, ya estaba esperándola don Romualdo; y allí, con los ojos en blanco, la soltó un par de finezas al oído, con tan poco éxito, que huyendo de ellas no paró la ruborosa joven hasta la acera de enfrente. En cambio doña Sabina contestó al indiano con una mirada que era todo un poema de esperanzas.

Aquella noche no durmió el refulgente personaje. La esquivez de Enriqueta (que él tomaba modestamente por ruborosa timidez); la comparación que hacía de su resistencia con las facilidades con que tantas otras mujeres le estaban brindando a todas horas, y la peregrina belleza de la joven, le tenían en constante tortura; y como resueltamente se decidía por ella, pensando en el modo de conquistarla le cogió el sol del día siguiente.

Por la tarde se vistió «de fresco», como él decía: eligió la pechera más tenue y a la vez más pintoresca de cuantas tenía; y así engalanado y tendido en su quitrín dirigido por calesero negro, paseó catorce veces la calle de la ingrata. Pero ésta no se dejó ver detrás de las vidrieras, aunque no se apartó de ellas un instante la cara de doña Sabina.

Al otro día salió con el mismo rumbo, pero en carretela descubierta y vestido de serio; y en vano los herrados cascos de los dos fogosos brutos que le arrastraban hacían temblar los cristales de la vecindad. Doña Sabina salió al balcón y hasta pagó con afable saludo la media reverencia que él la hizo; pero Enriqueta no se dejó ver.

Su tercera manifestación fue cabalgando a la mejicana. Diez veces rayó con el índice de su diestra los adoquines, y más de otras tantas recogió del suelo su jarano; los chicos le seguían en bandadas; la gente se paraba a contemplarle... y nada: las vidrieras de su ingrata cerradas como siempre, y detrás de las vidrieras la sempiterna cara de doña Sabina. ¡Ni la sombra siquiera de su hija! Entonces, en un arrebato de despecho, arrojó a la canalla hasta tres puñados de monedas, y entre aplausos, silbidos y jujeos, echó por una boca-calle y se perdió de vista.

Después de cada una de estas exhibiciones grotescas, doña Sabina corría al lado de Enriqueta y la decía algo por este estilo:

—Pero, hija, ¿es posible que seas tan obcecada que no quieras manifestar la menor señal de que, cuando menos, agradeces las atenciones que te dedica ese hombre?

—Nunca entró en mis cálculos —respondía la interpelada—, echarme por caballero un payaso.

—¡No exageres!... Ese hombre tiene gusto en vestirse al estilo del país en que ha vivido, y hace bien, porque es un traje precioso.

—Cuestión de gustos, mamá. Por eso respeto el de las que con tanto empeño, según se dice, se dedican a su conquista; pero no las imito.

—No tengo yo noticia de que ese señor haya hecho por nadie lo que está haciendo por ti.

—Razón de más para que yo no se lo agradezca.

—Es un gran sujeto.

—Pero a mí me parece un mamarracho.

—Es riquísimo.

—Buen provecho le haga.

—Es una gran proporción.

—Para quien la desee.

—¡Será preferible un tierno doncel que te alimente con arrullos o te vista con trovas!...

—Entre esas ilusiones romancescas y ciertas realidades como las que usted me recomienda, hay ancho espacio que recorrer... si llegara el caso, que, después de todo, aquí no ha llegado todavía.

—Pues es preciso que llegue y que, por de pronto, vayas sacando de tu cabeza esas quimeras que al fin han de perderte y de perdernos a todos.

—¡A todos!... ¿Por qué?

—Porque... yo me entiendo. Mira, Enriqueta, soy tu madre y por ello no he pedir para ti cosa que no te convenga. Yo te aconsejo, yo te suplico, ¿quieres más? no que aceptes desde luego las rendidas diligencias de ese potentado; pero que no le desanimes con tu obstinada esquivez. Tolérale y estúdiale, pues los hombres no son de cerca lo que de lejos parecen; y en todo caso, cuando le desdeñes, que sea porque lo merezca, no por una prevención caprichosa.

Como Enriqueta conocía bien las características tendencias de su madre, en nada le chocaban sus consejos ni sus «suplicas», ¡Cuán lejos estaba de sospechar que, por aquella vez, al pedir doña Sabina un yerno rico, le pedía con muchísima necesidad!

IX

Triste silencio reinaba en el escritorio de don Serapio dos días después de la última corrida celebrada en la misma calle por el estrepitoso don Romualdo, silencio apenas interrumpido por el charrasqueo de las plumas de los dos dependientes. El viejo tenedor de libros había sido llamado por don Serapio al departamento presidencial de éste, en el cual se llevaban ya más de hora y media a puertas cerradas. Los de afuera tenían orden de despedir a los corredores que llegasen, con la frase sacramental de «no ocurre nada», que quita, en los usos del comercio, todo pretexto a réplicas y observaciones impertinentes.

Hallábanse amo y dependiente, sentado el primero en su vetusto sillón, y de pie, junto a él, el segundo; ambos hojeando libracos y papeles amontonados sobre la mesa y el atril; don Serapio con los ojos enrojecidos, descubierta la cabeza y erizado el escaso pelo; el dependiente impávido y sereno, en espera siempre, como si fuera un libro más de la casa, de que se consultase alguna de sus páginas, para ofrecer, con mecánica lealtad, los guarismos estampados en ella.

—De manera —decíale con voz lenta y apagada don Serapio—, que tenemos, en junto, para cubrir las atenciones de este mes...

Y entonces el dependiente, leyendo un papelejo que tenía en la mano, resumen de todo lo consultado hasta aquel instante en libros y correspondencias, continuó, tomando, con la precisión de un músico de concierto, la entrada que le daba su principal:

«En valores a cobrar en la plaza, trescientos mil seiscientos y quince reales.

»Saldos de cuentas corrientes, a negociar, ochenta y tres mil y doscientos.

»Total, trescientos ochenta y tres mil ochocientos quince».

—Créditos contra nosotros en igual tiempo, —prosiguió don Serapio, después de apuntar con mano trémula aquellas respetables cifras.

—«En todos conceptos» —leyó el dependiente con voz clara e inexorable—: «Un millón seiscientos mil ochocientos setenta y dos reales con catorce maravedís».

Don Serapio apuntó esta cantidad sobre la otra, y restó.

—¿Déficit?... —dijo angustiado el comerciante, después de ejecutar la operación.

—«Déficit» —leyó en su papel el dependiente—, «un millón doscientos diez y siete mil cincuenta y siete reales con catorce maravedís».

—Exactamente. Sesenta y un mil pesos, mal contados. ¿Recursos extraordinarios?

—¡Hombre, tanto como eso!...

—Los treinta mil duros en pagarés de la casa Peje y Compañía, de Málaga, que quebró la semana pasada. Ofrecen el uno y medio a sus acreedores; pagarán el pico, librando bien... y saque usted la cuenta.

—Ese golpe nos mata.

—Ese golpe... Y otros como él, no diré que no.

—¡De modo que estoy arruinado?

—Por las trazas...

—¡Que tengo que llamar a mis acreedores!

—No habrá más remedio.

—¡Hija de mi vida! —fue la única exclamación que hizo el angustiado padre dejando caer la cabeza entre sus manos y las lágrimas de sus ojos.

Contemplóle el dependiente un breve rato con la mayor impasibilidad, y díjole después, con la serenidad de un recluta delante de su coronel:

—¿Hago falta?

Mas viendo que no obtenía respuesta, echóse debajo del brazo dos libros de cuentas corrientes; recogió algunos paquetes de cartas, y girando sobre sus tacones, salió del departamento señorial.

Al entrar en el suyo vio que se abría con estrépito la puerta principal y que aparecía en ella un personaje vestido de rigorosa etiqueta, brillando en pecho, puños y pescuezo, como cielo en noche de verano.

—¿El señor don Serapio Caracas? —preguntó desde la puerta con voz de trueno.

—Aguárdese usted, —respondió el tenedor de libros, que aún no se había sentado, volviendo a anunciar la visita a su principal, en la duda de si también con los de aquel pelaje había de entenderse la consigna dada para los corredores.

Vaciló don Serapio entre hacerse el ausente o el visible; pero como se le manifestó que la visita no tenía cara de negocios, procuró serenarse y mandó entrar al anunciado.

Momentos después se hallaban los dos frente a frente.

—¿El señor don Serapio Caracas? —volvió a preguntar el visitante.

—Servidor de usted —respondió el visitado— ¿A quién tengo el honor de?...

—Romualdo Esquilmo, para lo que se ofrezca.

Y haciendo una profunda reverencia, tendió su enguantada mano a don Serapio, quien al oír aquel nombre tan sonado y respetado en el pueblo un mes hacía, púsose de pie de un brinco, y exclamó con toda la veneración que pudiera un moro delante del famoso zancajo de la Meca:

—¡Muy señor mío y dueño!... Y usted me perdone que no le haya conocido a pesar de su envidiable fama, porque este oscuro rincón, es, mucho hace, toda mi sociedad. ¿Y a qué debo la inmerecida honra de su visita?

Mas como notara que el visitante miraba mucho en su derredor, como si temiera ser oído, se apresuró a invitarle a que subiera a la habitación.

Aceptó de buena gana don Romualdo; subieron por la escalera excusada, y se encerraron en el gabinete de don Serapio.

A vueltas de algunos cumplidos y generalidades, quiso entrar en materia el comerciante con esta popularísima invitación:

—Conque usted dirá, mi señor don Romualdo.

Y éste, sin hacerse rogar más, habló así, dulcificando cuanto pudo la rudeza de su voz con la melosidad del estilo trasatlántico:

—Pues mire, don Serapio, yo soy muy claro, clarito, y no quiero cansar. Con mi trabajo gané en América muchos pesos... Porque yo soy muy rico, ¿entiende? Pero no me tienta la codicia; y cuando me vi con un pasar y todavía con mucha vida por delante, dije: «camará, que arrempuje otro, que yo voy a darme buena vida». Porque mire, don Serapio, yo soy solito en el mundo, sin padres ni parientes... Es una desgracia, ¿verdad? Con todo y eso, la tierra me tiraba... porque ésta es mi tierra. Cuatro barracones en una manigua; pero al cabo es patria, ¿me entiende? Conque cogí mis intereses en América, como el otro que dice, para buscar acá lo que allí no hay, y dejar lo que uno tiene; y por lo que pueda tronar, vayan dos al Banco de Londres, cinco al de París, cuatro al otro lado y un pico para la jornada, ¿me entiende? Pues así fue, don Serapio. Después de colocar lo gordo a sotavento, diéronme letras sobre esta plaza adonde yo venía del tiro, y hoy la una y mañana la otra, todas van venciendo esta semana. Y mire, don Serapio, ello poco es; pero antes del domingo tendré en mi casa, entre sobras del camino y picos de uno y otro, cerca de cien mil fuertes, ajá.

—Vamos, no es mal pico —observó don Serapio, casi dispuesto a adorar a aquel hombre que llamaba picos a una suma de dos millones, cuando él con poco más de la mitad podía volver a ser el acaudalado señor de Caracas—. ¿Y acaso querrá usted consultarme sobre el destino que ha de dar a ese pico?

—Nadita de eso, don Serapio. Yo traigo ya mi composición hecha, ¿estamos?... Porque yo he sido aquí muy solicitado, ¿entiende? y por lo mismo guardo mucho el cuerpo... Y yo conozco muchísimo de nombre esta casa; y como nada me ha brindado, por lo mismo la prefiero, clarito, ajá.

Comenzaban a zumbarle los oídos a don Serapio, porque tenía barruntos de algún acontecimiento halagüeño, y estaba pendiente de las palabras de aquel hombre-filón, como el reo de las del juez, que puede enviarle lo mismo al palo que al aire de la libertad.

Sin embargo, sólo contestó con exagerado acento de modestia:

—Mil gracias por la preferencia que tanto me enaltece.

—Yo soy así, don Serapio. Por eso vengo hoy y le digo: «aquí están cien mil pesos fuertes: ¿quiere tomarlos de bien a bien como en cuenta corriente?»

—Pero don Romualdo...

—No me ofenda, don Serapio: yo, en una fonda, no los he de tener a mi vera; de negocios no hay que hablarme; ¿quiere que los bote a la calle?

En aquel momento la situación de don Serapio era para volver loco al más cuerdo. Hombre honrado, no podía abusar de la buena fe de aquella persona tomando su dinero en el instante en que su casa se iba a declarar en quiebra. Sin embargo, la suma pasaba con mucho de lo que él necesitaba para salir de apuros, y hasta para enderezar sus torcidos negocios, siempre que los cien mil del pico entrasen en su poder por cierto tiempo, sobre lo cual aún no se había explicado el indiano, aunque ya revelaba en sus palabras que en aquel capítulo no sería exigente. Podía, pues, recibir el dinero con muchas probabilidades de salir de sus viejas apreturas sin que éstas llegaran a traslucirse. Pero de todas maneras, y aun librando bien por el momento, ¿no sería una ignominia para él que, tiempo andando, llegara a saberse que estando en quiebra su casa había admitido tan enorme depósito sin advertir al depositante el riesgo que corría su dinero?

Todas estas consideraciones en tropel cruzaron en un instante por la mente de don Serapio, que llegó a sudar bajo el peso de tan encontradas emociones. No obstante, optó por lo más decente, resolviéndose, ante todo, a desengañar a don Romualdo.

—Señor mío —le dijo—: yo no tengo palabras con qué expresar a usted la gratitud que le debo por la deferencia que me quiere guardar; pero, hombre honrado ante todo, no puedo aceptar ese depósito sin dar a usted ciertas explicaciones.

—Que yo no quiero escuchar, ¿estamos?

—Es que no hemos hablado todavía ni aun de los intereses.

—No los quiero... en moneda sonante.

—Ni del plazo.

—El que usted quiera, si teme que puedo quitarle de un jalón esa miseria.

—Tampoco sabe usted si mi casa...

—¿Si está firme? ¡Bah! Pero pinto que estuviera quilla arriba... Mejor, si con esa ayuda la poníamos a flote. Jajajajaaaá. Si al fin tenemos que entendernos, camará. De modo que sobre este punto estamos a la orillita los dos, y desde esta tarde empiezo a mandar plata. Por lo que falta de apañar, aquí tiene las letras endosadas a usted ya, con un montón de billetes.

Dijo, y sacó de una cartera enorme con vivos de oro y cifras de diamantes, más de un millón de reales en papel que entregó a don Serapio.

Este no sabía si echarse a llorar o a los pies de aquella providencia tan estrafalaria como espléndida; pero conteniéndose, por no evidenciar demasiado su necesidad, ya que el indiano se empeñaba en no conocerla, aceptó la oferta tan tenaz y, según las señas, deliberadamente hecha, diciendo al indiano en un tono que no carecía de dignidad:

—Yo, señor mío, y por mi desgracia, no tengo el dinero en tanta abundancia como usted; mis negocios, como todos los de la plaza, son en pequeño, relativamente a los de ustedes en América; por lo cual ni mis colegas ni yo tenemos nunca la caja tan bien provista que podamos disponer de cien mil duros en un momento de sorpresa, pues no llegan a tanto muchos capitales que aquí se llaman grandes cuanto más nuestros sobrantes para imprevistos. En una palabra, yo no puedo admitir esta suma más que en uno de estos tres conceptos: como depósito, en cuyo caso y por razones que son para mí sagradas, aunque usted no quiera oírlas, le daré la llave de una caja de mi escritorio para que usted disponga a su arbitrio del dinero; o como préstamo, por un plazo convenido; o en cuenta corriente, a condición de que para disponer de sumas de alguna importancia me avise usted con la anticipación que se estipule. Además, y usted me perdone tantas exigencias, yo, por un sentimiento de delicadeza, necesito consignar en el resguardo que le entregue, que se resiste usted a oír ciertas explicaciones que he querido darle acerca del estado de mi casa, requisito que yo juzgo de utilidad vista la importancia de la suma.

—¿Acabó ya, mi amo? —exclamó don Romualdo después de haber escuchado con la boca abierta a don Serapio.

—Es cuanto me ocurre sobre el asunto, después de volver a dar a usted un millón de gracias por la confianza con que me honra.

—Pues mire, cuando le haga la entrega del último centavo, me pone el papel como le dé la gana, o no me pone pizca. Y se finó aquí la historia, que, camará, por cuatro chinitas como esas nunca he platicado yo tanto.

Don Serapio caminaba de asombro en asombro. Como broma podía pasar aquel derroche; pero contra tal suposición protestaban los valores que ya tenía en su poder.

—Pero la cuestión de intereses —replicó al indiano—, no puede dejarse sin tocar, señor mío; y necesito que usted me diga si le bastan los que aquí abonamos en las cuentas corrientes...

—Ahorita mismo vamos a hablar de eso, señor don Serapio; y mire que no encuentre caros los que le pida.

—Ya pareció aquello —pensó el buen hombre; y añadió en voz alta—: Usted dirá.

—Voy a decirle. Yo quiero tomar estado, ¿me entiende?

—Recomendable propósito.

—Y quiero tomarle en este pueblo.

—Me parece muy bien.

—Y con una madamita muy conocida de su mercé.

—Pues lleva el proyecto muy adelantado ya.

—Andandito.

—¿Y será imprudencia preguntar a usted quién es?

—Enriqueta.

—Hay varias de ese nombre.

—Su niña de usted.

—¡Mi hija!

—Ajajá. ¿Le van pareciendo caros los réditos?

No es fácil explicar el efecto que produjo en don Serapio esta embestida en seco. Preocupado con la situación de su casa y en entredicho con su mujer desde la escena que conocemos, no tenía la menor noticia de las exhibiciones y aparentes propósitos del indiano, ya públicos en la ciudad. Cogióle, pues, de nuevas la pretensión, y le aturdió. Por un lado le halagaba; por otro se le resistía. Aquel tipo para una mujer como su hija... y César... y el recuerdo de éste en la memoria de Enriqueta. Pero aquel caudal enorme, aquel desprendimiento, aquella franqueza honrada, el porvenir de la casa con un protector semejante... Todo lo fue viendo instantáneamente, y así, sin saber si agradecer la demanda o maldecirla, contestó al indiano con afectada parsimonia:

—La nueva pretensión que acaba usted de manifestarme, mi señor don Romualdo, es de tal naturaleza que no alcanzaría todo mi buen deseo a despachársela a su gusto sin contar antes con el de la interesada.

—Por ahí me duele, camará.

—¿Usted la conoce?

—¡Si la llevo estampadita en el alma!

—Digo si la ha tratado usted, —repuso don Serapio, nada complacido con aquella fineza.

—Eso no; pero ella me conoce, y también su mamita.

—Es decir, que se conocen ustedes de vista.

—Cabales.

—Entonces nos falta casi todo el camino por andar, y usted no extrañará que yo, dando a su deseo toda la importancia que se merece, se le transmita a mi hija para que, libre de toda presión, me diga su parecer, que es, en mi concepto, lo principal del asunto.

—Y la mamita ¿tomará parte en el consejo? —preguntó el pretendiente seguro de que no le sería su voto desfavorable.

—Naturalmente, señor don Romualdo.

—Pues entonces —replicó éste—, me retiro ahorita; y me hará la merced el señor don Serapio de leerme cuanto antes la sentencia. Y mire, al llegar le hubiera implorado que me presentara a las señoras; pero desde que platicamos del caso, para que lo vea, me tiemblan las choquezuelas, y no lo aceptaría hoy aunque me lo brindara.

—Iba a hacerlo precisamente.

—Pues ya me ha oído. Créame, don Serapio: aunque me ve tan llenote y rollizo, soy una criatura en lo sentido.

—Ya lo voy reparando, —observó aquél sonriendo.

—Es la fija, créame... ¡Jajajajaaaá!

Y largó una carcajada llena, robusta, sonora, estrepitosa, interminable. Con la cual, dos reverencias, tres sombreradas y un apretón de manos, amén de algunas frases de cumplido, despidióse de don Serapio, que le acompañó hasta la puerta del escritorio, donde hubo todavía algunas ofertas recíprocas y no pocos cumplimientos.

Volvióse el comerciante a su despacho; llamó al tenedor de libros, y le dijo, examinando con escrupulosidad los billetes y las letras que había recibido del indiano:

—Abra usted una cuenta a don Romualdo Esquilmo...

Y como si hubiera cambiado repentinamente de parecer, añadió en seguida:

—Pero no se la abra usted todavía.

Con lo cual volvió el tenedor a su puesto, extrañando mucho que en semejantes circunstancias se le mandasen tales cosas; de lo cual dedujo que la visita del indiano podía llegar a tener alguna influencia en los futuros destinos de la casa.

Entre tanto, es de advertir que don Serapio se arrepintió de su primer mandato, porque se le ocurrió de pronto que habiendo sido los dos millones una embajada más o menos ostentosa para autorizar la petición subsiguiente, si ésta llegaba a ser desairada, procediendo con decencia había que mandar retirar los embajadores, si es que no se retiraban ellos solos. Que la petición podía ser desairada, se lo hacían temer el carácter de su hija y las aparentes circunstancias, aun sin meterse a indagar las desconocidas, de su pretendiente; circunstancias y peros que habían pasado inadvertidos para él cuando sólo se trataba de sus intereses materiales, y que le saltaron a los ojos tan pronto como aquél se declaró aspirante a la mano de Enriqueta. Conste, pues, como dato que honra a don Serapio, aunque no le salve en lo principal de su culpa, que, por de pronto, teniendo en su mano el talismán misterioso que podía regenerar su casa en un momento, estaba dispuesto a arrojarle por la ventana si esa regeneración había de ser al precio del sacrificio de su hija.

Y meditando así, envolvía los valores del indiano en una carpeta, sobre la cual escribió: «De don Romualdo Esquilmo», lacrándola y sellándola. Después guardó el paquete en el fondo de su caja embutida en la pared y defendida por maciza puerta que cerraba con barrotes y candados.

Volvió luego a su puesto; sentóse en el viejo sillón; estuvo meditando largo rato con la cabeza entre las manos; trancó después el atril y los cajones de la mesa, y con paso tranquilo y mesurado echó escalera arriba por la excusada.

X

Bien ajena estaba doña Sabina a lo que pasaba en el gabinete de su marido entre éste y el indiano, en el punto y hora en que ella y Enriqueta entretenían el tiempo, en un saloncito, con esas frivolidades de adorno que compradas en la calle valen una miseria, y llegan a costar un sentido hechas en casa por la aplicación y economía de una gran señora hacendosa.

Excusado es decir que ni esta ocasión ni otras parecidas desaprovechaba doña Sabina para predicar a su hija sobre el tema tan debatido ya de la brillante proporción. Y es la verdad que al llegar el amén de la anteúltima homilía, Enriqueta, fuera por cansancio o por haber agotado su caudal de excusas, epigramas y reparos, o por otro motivo más grave, no dijo una palabra ni mostró en el más leve gesto señal alguna por donde su madre pudiera conocer el verdadero fruto que habían dado sus palabras. Pero como los sermones habían sido predicados en rigorosa gradación de efecto, hábilmente preparada, sin cuidarse mucho de aquella aparente impasibilidad, aguardó al próximo con gran confianza en el cristo que reservaba como último argumento para mover hasta el corazón de su hija.

Así como así, desde la cabalgada de que ya tenemos noticia, don Romualdo no había vuelto a parecer por aquellos barrios, lo cual era un mal síntoma, y se hacía indispensable ganar a todo trance el terreno perdido.

Con tan loable propósito comenzó su exordio la buena predicadora en la ocasión a que nos referimos al principio de este capítulo; y preciso es confesar que nunca se mostró más elocuente ni más seductora.

—Mira, hija mía —la dijo entre otras cosas—: el hombre más antipático y repulsivo desde lejos, tiene, estudiado de cerca, condiciones que le hacen, si no encantador, por lo menos tolerable. Pues bien: tú misma me has dicho que, en rigor, no hay en el aspecto de don Romualdo nada de repugnante, aunque haya algo de vulgar y charro. ¿No es casi seguro que ese hombre, tratado en confianza, descubriría algunas virtudes que harían olvidar fácilmente aquellos defectos? Según fama, es campechano, afable y bondadoso hasta con los más extraños. Y siendo así con todos, ¿qué no sería contigo? Y siéndolo contigo, ¿qué prodigios no haría un hombre como ése por verte contenta y agradecida? ¿Has meditado alguna vez sobre esto, Enriqueta?... Pero me dirás que eres joven; pensarás, aunque no me lo digas por modestia, que eres hermosa; que tienes un corazón virgen, como quien dice, de todo sentimiento amoroso; que ese corazón aspira a llenarse con otro corazón que le comprenda y que se te parezca... Después el mundo, el fantasma del mundo que te viera unida a un hombre que, por su edad, más parecería tu padre que tu marido; que no es aristocrático en su aire, ni literato en su estilo, ni en sus contornos un modelo. Pero a estos reparos, hija mía, que te conteste ese mismo mundo por la boca de tantas mujeres, amigas tuyas las más de ellas, que también los hicieron en parecido trance. El uno era grosero; el otro sucio; éste carcomido de cuerpo; aquél del alma; tal, de escandalosa conducta; cuál, de infame procedencia. Y todos eran viejos, pero todos eran ricos. Ellas no eran pobres, y además todas eran jóvenes, y ninguna fea ni sin casto amor en el pecho. Gimieron al principio, protestaron, maldijeron; pero llegó la reflexión al cabo, venciéronse los escrúpulos... y vete a preguntarlas hoy si están arrepentidas, en medio de sus galas, entre el ruido de sus trenes y el vértigo de sus viajes y sus fiestas ostentosas; consulta sus corazones, y ve si queda en ellos la menor señal de que habitó allí por largo tiempo la imagen de un galán enamorado.

Aquí hizo una pausa doña Sabina y estudió con mirada escrutadora el efecto de sus palabras en el ánimo de Enriqueta; pero ésta seguía con los ojos sobre su labor, sin mostrar señal de asentimiento ni de desaprobación; duda que animó a la predicadora, la cual continuó así:

—Pues bien, hija mía, esta transformación, tan rápida que parece increíble, se ha obrado a merced de una fortuna que no pasa de lo ordinario entre las buenas, y de unas cuantas cualidades morales de pacotilla, que de ningún modo pueden contrapesar ni la carcoma del uno ni los públicos vicios del otro. Figúrate ahora lo que sucedería si llegaras a ser la señora de ese hombre que, tras de no tener nada de repugnante, reúne un caudal que excede a todo cálculo, y es además generoso y ama con delirio la sociedad y el trato de las personas distinguidas. ¡Deslumbra y ofusca, hija mía, la sola consideración de ello! Por de pronto, al mero anuncio de tu boda, lloverían sobre ti joyas y ricas telas, y vendrían del extranjero, para tu regalo, los más costosos y elegantes trenes. Una vez casada, no habría país en el mundo que no visitaras, ni capricho que en él no satisfacieras. Ya de retorno, te establecerías en espléndido palacio que se edificaría para ti, en el cual estarían las fiestas y la servidumbre a la altura de tu posición. Llevarías al gran mundo el ejemplo de tu esplendor y tu elegancia, y a las capas humildes de la sociedad la limosna de tu filantropía y el consuelo honroso de tu presencia. No habría asociación piadosa que no te diera la presidencia, ni huérfano que no te ensalzara, ni desvalido que no te bendijera. La prensa seguiría tus pasos, popularizaría tu nombre y tus riquezas, y desde la bordada silla de tu lujoso despacho, no tendrías que envidiar el poder ni los honores de un ministro en su poltrona. Y si todavía, en medio de estos resplandores y de estas armonías de la opulencia, trasluces ciertas horas de prosa y de tinieblas, necesarias a la vida íntima del matrimonio, repara a la vez, hija mía, que la existencia doméstica de una mujer del gran mundo está sujeta a leyes sabias que quitan todo el mal gusto que debían dejar necesariamente las costumbres patriarcales de nuestros progenitores. Una señora de tu jerarquía, con un palacio como el tuyo, no podría menos de vivir con entera independencia dentro de su propio hogar, sin tener que dar cuenta a nadie de las horas que eligiera para entrar, para salir, para dormir o para levantarse, lo cual ya es algo tratándose de escrúpulos de estética. De manera, hija mía, que puestos de un lado tan livianos inconvenientes, y del otro tan colosales ventajas, no es difícil adivinar hacia qué parte se inclinaría la balanza.

Calló otra vez doña Sabina, observó a Enriqueta y vio, no sin alegría, que ésta iba levantando poco a poco los ojos hacia ella; que la expresión de su boca estaba muy lejos de ser desdeñosa, y que se disponía a romper su obstinado silencio.

—Vamos, hija mía —prosiguió la buena madre, en su deseo de sacar todo el partido posible de tan favorable situación—; dime, a lo menos, tu parecer con franqueza. ¿Qué juzgas de lo que te voy diciendo?

—Juzgo, mamá —respondió al cabo Enriqueta sin pizca de encono—, que estamos haciendo castillos en el aire; porque, después de todo, ¿quién nos ha dicho que ese señor ha pensado en semejante cosa?

La cual respuesta, si no era una explícita aprobación de las teorías de doña Sabina, tampoco envolvía una repulsa manifiesta; y esto era mucho tratándose de una boca como aquélla, que, para hablar de don Romualdo, no había usado más que burlas cáusticas y epigramas sangrientos. Podía creerse con algún fundamento que el sermón aprovechaba. Toda la virtud de un justo, de un Dios, fue necesaria para resistir la tentación del demonio que desde lo alto de una montaña le decía, mostrándole el mundo: —«Todo esto será tuyo si me adoras».

Frágil criatura Enriqueta; demonio doña Sabina, punto más sutil y tentador que el del Evangelio, ¿qué extraño sería que la incauta joven cayera de rodillas ante aquel ofrecido reino de placeres y riquezas?

Abundando en esta misma opinión la diabólica mujer, y creyendo ya en buena sazón el espíritu de su hija, juzgó llegado el caso de sacar el cristo que había de rematar su obra.

—No creo —dijo, respondiendo a la observación de Enriqueta—, que me engañen ciertas apariencias; pero, de todos modos, conviene colocarse en lo más cómodo y proceder en ese sentido. Porque has de saber, hija mía —y comenzó la habilidosa mujer a hacer dengues y pucheros—, que hay razones que yo no he querido decirte nunca, por las cuales ese enlace, además de hacer tu felicidad, sería para tu padre y para mí... ¡el manto de la Providencia!

Y la muy taimada se limpió los ojos con el pañuelo.

Como era de esperar, aquellas palabras capciosas y aquellas lágrimas vergonzantes llamaron vivamente la atención de Enriqueta.

—Pues ¿qué sucede? —exclamó alarmada.

—Sucede, hija mía —prosiguió entre sollozos doña Sabina—, que hace ya mucho tiempo (y perdona a una madre cariñosa que te lo ha venido ocultando por no afligirte), que el caudal de tu padre no es más que una apariencia; que la suerte le ha vuelto la espalda; que a duras penas y con indecibles fatigas, ha logrado hasta hoy ir sosteniendo su casa; que los contratiempos, lejos de estar vencidos, se van acumulando de día en día, y en fin, Enriqueta, que no está lejano el en que, sin un milagro de Dios... o el amparo de un hombre como ése, nos veremos todos envueltos en la más espantosa miseria.

Calló doña Sabina y ocultó la cara entre sus manos, lanzando de su pecho angustiosos quejidos; y Enriqueta, que había ido devorando cada una de sus palabras con la ansiedad fácil de adivinar, al oír los sollozos de su madre inclinó su hermosa cabeza, y exclamó, también con lágrimas en los ojos y con verdadera angustia en el corazón:

—¡Pobre padre mío!

¡Cosa extraña! Ni éste ni su hija se habían acordado de doña Sabina en el instante de saber que la miseria llamaba a las puertas de aquella casa.

Después que hubieron pasado los primeros desahogos del verdadero dolor de Enriqueta, y la parte de farsa que había en el de su madre, disponíase aquélla a dirigirle la palabra, cuando entró una doncella a decir que «el señor» esperaba en su gabinete a la señorita.

Serenóse la joven cuanto pudo, e impresionada hasta el extremo con aquel casual recuerdo de su padre, acudió rápida al llamamiento, sin pararse a considerar la sorpresa que en su madre causó el recado.

XI

Entrañable fue siempre el afecto que la hermosa joven había profesado a su padre; pero desde la noticia que acababa de darle su madre, se sentía unida a él por un nuevo vínculo y por una deuda más.

Su vida dispendiosa y descuidada había contribuido sin duda a precipitar la ruina de aquella casa, antes rica y envidiada; y aquel dolor impreso de continuo en la fisonomía del atareado comerciante; aquel sello de tristeza que la oscurecía, no eran el efecto natural de una salud quebrantada por el trabajo, sino la huella de una gran pesadumbre, hija quizá del temor de que algún día tuviera ella que conocer la causa. ¿Qué sacrificio podría imponérsela que no aceptase por salvar a su padre del abismo en que iba a caer? ¿Qué valían, pues, los escrúpulos que aún oponía como excusas, si su unión con el hombre que se los inspiraba podía devolver a su padre la fortuna que éste había sacrificado al placer de su familia?

Con estas reflexiones, motivadas por la noticia funesta dada por su madre y la repentina llamada de su padre, presentóse delante de éste, cariñosa y expresiva como jamás lo estuvo.

—Hija mía —le dijo el pobre hombre, sentándola a su lado—, los asuntos que personalmente te interesan, sólo contigo debo consultarlos, antes de discutirlos en familia, si esto fuese necesario también. En ese supuesto, y con la formal protesta que te hago de que, al someter a tu juicio ese asunto, te dejo en la más amplia libertad de resolverle, te advierto que hace un instante estuvo en este mismo gabinete un hombre que ocupa una gran posición social, a pedirme tu mano.

—Y ¿qué le contestó usted? —dijo Enriqueta sin mostrarse sorprendida del suceso, ni más ni menos que si le esperara.

—Que te haría saber la pretensión, y que tú resolverías.

—¿Pero usted no ha formado juicio alguno?...

—Supongamos que no.

—¿Ni hay siquiera una razón por la cual pudiera usted desear que yo aceptara ese pretendiente?

—No hay razón para mí que alcance a obligarme a violentar tu voluntad, ni siquiera a influir en ella, en asunto tan importante.

Si, como no lo dudaba Enriqueta, la noticia que tuvo por su madre sobre la triste situación de la casa, era cierta, su padre le estaba dando otra prueba más de cariñosa abnegación, prueba que merecía de su parte un esfuerzo de voluntad para corresponder a ella dignamente. Y en tal propósito, y sin detenerse a considerar que en lances de tanta trascendencia es mal consejero el entusiasmo, contestó sin vacilar:

—Dígale usted que sí.

—¡Cómo!... ¿sin saber aún de quién te hablo?

—Lo presumo: ¿no es del famoso indiano don Romualdo?

—Del mismo, en efecto. Pero ¿tú le conoces?

—De fama y de vista.

—Bien; pero ignoras de dónde viene, qué ha sido, qué es y, según sus antecedentes, qué podrá ser en adelante.

—Eso no es de mi incumbencia, papá. Me dice usted que resuelva, y resuelvo que sí.

Como aquél que ve visiones se quedó don Serapio al oír hablar de este modo a su hija. No había mostrado la menor vacilación, ni un reparo, ni un escrúpulo. El demonio de la ambición la dominaba también como a su madre: jamás lo hubiera creído en aquel corazón tan sensible y tan noble en apariencia. Por el vano afán de unas cuantas joyas, no le aterraban los riesgos de lo desconocido. Este desencanto le afligió en extremo, como padre cariñoso; pero, preciso es confesarlo, no dejó de animarle como comerciante necesitado. Las buenas tragaderas de su hija hacían la tramitación más fácil y el resultado más claro, supuesto que estaba decidido a no sacrificarla a los apuros de la casa.

Y entre tanto no reparaba el bendito de Dios que sin estar también él devorado, aunque en otra forma, por la misma sed de oro, no hubiera tomado en serio la pretensión del indiano sin preguntarle en seguida todo aquello que, en su concepto, debió preguntar Enriqueta antes de resolver afirmativamente la demanda; ni hubiera transmitido ésta a su hija sin poder añadir en seguida: «me consta que el pretendiente es hombre honrado y que honradamente ha ganado lo que posee». Por eso no cayó en la cuenta de que las últimas palabras de Enriqueta, si parecían el reflejo de un corazón frío y metalizado, también podían tomarse como una amarga censura a la irreflexión y la ligereza despiadadas con que un padre colocaba a su hija en la necesidad de elegir a ciegas entre la muerte y la vida.

Pero esto no podía leerlo don Serapio en la respuesta, porque había hecho en el asunto cuanto debía hacer; es decir, respetar ciertas particularidades de aquel hombre que, siendo tan rico y tan espléndido y, sobre todo, tan considerado en el pueblo, no podía ser cosa mala; y, en cambio, podía resentirse de una fiscalización impertinente que diera por resultado una brusca retirada en el momento en que más falta le hacía su amparo. De todos modos, si le engañaban las apariencias, ya se iría viendo poco a poco, antes de que fuera imposible evitar los peligros de una equivocación.

Tal fue el criterio de don Serapio en aquel asunto delicado; pero como ni tú ni yo, lector benévolo, estamos llamados, que se sepa, a sentar jurisprudencia en la materia, dejo la digresión y vuelvo al asunto.

—De manera —prosiguió el padre, acentuando mucho sus palabras y observando el efecto que causaban en su hija—, que puedo decir a ese señor que, por tu parte, aceptas gustosa.

—Gustosísima, —añadió Enriqueta.

—¿Sin el menor recelo siquiera de que acuda a tu memoria ni la sombra de un recuerdo más agradable?... —insistió don Serapio, creyendo con esto quedar bien cumplido con el último de sus escrúpulos de conciencia.

—Sin el menor recelo... ni aun de esa sombra.

—¿Luego no hay más que hablar sobre el asunto?

—Absolutamente nada, por mi parte.

Y los dos se despidieron y se separaron: el padre admirado de la despreocupación de la hija, y la hija asombrada de la buena fe de su padre.

Dos Serapio bajó al escritorio, y llamando al viejo dependiente, volvió a decirle:

—Abra usted una cuenta a don Romualdo Esquilmo.

Pero esta vez no le dio contraorden; antes bien, llegóse a la caja, sacó el paquete sellado, recontó y clasificó los valores que contenía, y dijo al dependiente, que le observaba con impasibilidad, después de haber escrito el encabezado de la cuenta:

—Abónele usted, por entrega que me hace hoy en efectivo y letras que me endosa, aceptadas en esta plaza, reales vellón...

—Reales vellón... —repitió el dependiente pluma en mano.

—Un millón doscientas treinta y dos mil.

—Un millón doscientas treinta y dos mil, —murmuró el tenedor de libros apuntando en el suyo aquella cantidad.

—Nada más, —dijo luego el comerciante recogiendo los valores del indiano.

—Nada más, —repitió el dependiente cerrando el libro, después de haber colocado cuidadosamente una hoja de papel secante sobre lo recientemente escrito.

—Ya habrá usted comprendido —añadió don Serapio a media voz—, que la situación de la casa ha mejorado mucho en pocas horas.

—Lo sospeché desde la primera vez que me mandó usted abrir esta misma cuenta.

—Hay una Providencia, don Braulio.

—Pues bendigámosla, señor don Serapio.

Y el uno volvió a su puesto con la misma impasibilidad que cuando acababa de demostrar con números que la casa estaba hundida, y el otro a la caja, en la cual guardó el caudal ofrecido por la Providencia.

Entre tanto Enriqueta informaba a su madre de todo lo tratado y acordado con su padre.

—Ya lo ves, hija mía... ¡La Providencia divina! —exclamó ebria de gozo, loca de entusiasmo doña Sabina.

Es maña ya muy vieja esa de atribuir a la Providencia todo cuanto nos favorece y nos halaga, aunque sea inicuo, y de imputar a la desgracia lo que nos humilla y desconcierta, aunque lo tengamos bien merecido.

XII

Cuatro días después de lo referido en el capítulo anterior, la casa de don Serapio volvía a presentar el aspecto de sus mejores tiempos. En el escritorio no cesaba un instante el ruido seductor de la moneda; montones de ella aparecían en mesas y tableros con la matemática regularidad de un ejército en parada; y al comenzar el desfile, con la misma iban pasando a acuartelarse en la insondable caja que, en menos de tres días, se tragó, contantes y sonantes, no menos de cien mil pesos. Años hacía que en aquel rincón del mundo no se había visto tanto dinero junto. Don Serapio lo palpaba y no lo creía. El achacoso comerciante parecía haber rejuvenecido medio siglo en media semana. Su aire era mas suelto, su mirada más viva, su color más animado; daba tal cual golpecito sobre el hombro a su dependiente de confianza, quien ¡para que se vea hasta qué punto era chocante la revolución que allí se había verificado! pagaba con una sonrisa verdadera cada caricia de su principal; los dos dependientes se permitían entre sí ciertos equivoquillos, aunque a media voz; y hasta el almacenero, cuando subía con algún recado, tarareaba unas manchegas o silbaba el himno de Riego. Aquello parecía un contagio de misteriosa enfermedad: todos se sentían atacados de ella, y sólo don Serapio y el tenedor de libros conocían las causas.

¡Pues no les digo a ustedes nada de cómo andaban los ánimos y las cosas por la habitación! Doña Sabina era un argadillo; Enriqueta se reía sola; las doncellas andaban en un pie, y la cocinera no daba golpe sin romper un cacharro, asombrada de ver que su señora, lejos de echarla un sermón por cada siniestro, la decía por todo desahogo: —«Ande usted, que rica es la orden».

Porque es preciso que el lector entienda que no se trataba ya, únicamente, en el escritorio de una lluvia de talegas, como caídas del cielo, ni en la habitación del próximo ingreso en la familia de un hombre «poderoso»: es que éste había sido ya presentado a su futura, y había comido «en la casa», y el padre y la madre y la hija habían convenido sin dificultad en que, «después de bien tratado y ataviado, el novio era hasta simpático, y que no tenía maldita la comparación con Fulano, ni con Zutano, ni con Perengano, que evidentemente eran unos groseros, palurdos y asquerosos»; y había habido lo de «tonta hubieras sido en pararte en remilgos, ¡qué ganga te perdías!», y lo de «la verdad es, mamá, que no debe uno pagarse de impresiones a lo lejos», o «te digo que nos echamos tu madre y yo un yerno y tú un marido que no le merecemos».

Por un descuido se le ocurrió una vez decir a don Serapio:

—Para que la dicha fuera completa, no nos falta más que conocer algunos antecedentes de él; porque aunque necesariamente han de ser buenos, esto de tener uno con qué tapar la boca a cuatro maldicientes...

—¿Y por respeto a esa canalla —le objetó doña Sabina—, habíamos de ofender la delicadeza de una persona tan respetable con preguntas impertinentes?

—Lo cierto es —indicó Enriqueta—, que tratándose de una persona tan delicada como ésa, no es muy cuerdo ir a molestarle con tales menudencias.

—Naturalmente, mujer —volvió a decir doña Sabina—; sino que tu padre algunas veces... Figúrate si él, resuelto a decirlo, no nos lo hubiera dicho ya. ¿Se calla? Pues eso prueba que no tiene para qué decírnoslo.

—¿Y lo dudo yo acaso? —replicó don Serapio—. Sólo que hubiera preferido... pues... ¡Si sabré yo lo que ciertas cosas ofenden dichas al tunturuntún y sin venir a pelo!

Ni más ni menos se había hablado, ni se volvió a hablar en aquella casa, de semejantes pequeñeces.

XIII

Pasaron los días, y continuó don Romualdo frecuentando el trato de la familia, y ésta volvió a abonarse al teatro y a presentarse en los paseos; pero esta vez acompañada del pretendiente, a quien miraba doña Sabina con ojos tiernos, volviéndolos después al público como para decirle: —«¿Ves cómo al fin esta ganga me la llevé yo?» Enriqueta escuchaba, así en el palco como en medio de la marejada del paseo, con los ojos lánguidos, la boca sonriente y las manos entre el varillaje de su abanico, las ternezas que sin descanso le soltaba a la oreja su futuro; el cual, al ver el efecto que sus palabras causaban, al parecer, en su hechicera novia, alargaba el hocico, chupábase la lengua, se rascaba la peluca, y más de una vez dejó caer sobre su tersa pechera, sin percatarse de ello, larga, ondulante y cristalina hebra, como niño en la primera dentición.

Es, pues, indudable, que el sacrificio de Enriqueta había tenido ya su galardón en el notorio placer con que a la sazón le aceptaba. Téngalo por consuelo el lector que la hubiere compadecido.

Con las dichas exhibiciones, el runrún del público llegó a tomar gran incremento, en especial entre las mujeres de tono. «Que al fin le atrapan; que el inocente, que el incauto; que la gazmoña, que la embustera, que la dengosa; que su madre, que serpiente, que víbora, que lagarta; que su padre, que la necesidad, que los apuros; que por algo quitaron de en medio al otro pobre; que si vende, que si hipoteca a su hija para levantar fondos; que si judío, que si bribón...»

Pero llegó el día en que doña Sabina se echó a la calle en deslumbrante arreo, y comenzó, casa por casa, a anunciar, en todas las visibles de la ciudad, el casamiento de su hija con el señor don Romualdo Esquilmo; y ¡Virgen de la Soledad! ¡La tormenta que se armó desde aquel instante! Que el novio era un cerdo y además un ladrón; que había estado en presidio; que, por no tener nada suyo, hasta llevaba postizos el pelo, los dientes, media nalga y toda la nariz; que olía mal y no podía verse limpio de sarna; que de un momento a otro le embargarían el caudal y le enviarían a Ceuta, de donde se escapó para ir a América...

—Luego —dirá el sensible lector—, algo se sabía de la vida y milagros de ese hombre.

—Ni una palabra —digo yo—. En aquella ciudad se decía todo eso y mucho más de cada indiano rico y pretendiente, en cuanto dejaba de mariposear y se fijaba en una sola mujer para casarse con ella.

Si esto era envidia, yo no lo sé; pero es lo cierto que hasta el momento del parte oficial, todo se volvía elogios para el candidato tan vilipendiado después; para caridad, parece demasiado fuerte; para justicia seca, faltaban a menudo las pruebas. Por de pronto era una costumbre, o más bien una necesidad de raza.

Y adelantando siempre el proyecto a despecho de las murmuraciones, como nave bien regida entre fieros huracanes, llegó la ocasión de encargarse las galas a París, y la de hacerse, de público, su inventario.

Desde el cándido de terso moaré, de desposada, hasta el severo y rico de pesado terciopelo, pasaron de dos docenas los vestidos; midióse por celemines la pedrería, y contáronse a montones los encajes de Flandes más preciados. Jamás se vieron en el pueblo nupciales agasajos más suntuosos; y puestos en exhibición durante quince días en adecuado anfiteatro, con la escolta de otros cien presentes de costumbre, fueron la admiración... y la envidia de todas las visitas de la casa, y el objeto de largos escrupulosos comentarios en toda la ciudad.

Mientas esto sucedía, un enjambre de trabajadores de todos los oficios imaginables, tumbaba los tabiques de tres habitaciones corridas de la mejor manzana del barrio, y transformaba el inmenso espacio resultante en fantástica morada, en la cual lo gótico, lo árabe y lo pompeyano se disputaban la primacía, y los mármoles, el oro, los estucos, andaban tirados por los suelos y estrellados por las paredes como si fueran miserable barro de cazuelas. Todo, por supuesto, en calidad de interino, porque ya se había encargado a Roma el plano y a París el ajuar de un palacio, punto menos maravilloso que los de Aladino.

Y corriendo los días, llegó el de los contratos según los cuales don Serapio entregaba su hija con el dote profuso que recibió de la naturaleza, y la aceptaba don Romualdo muy gustoso, como lo demostraba dotándola en un miserable par de milloncejos y algunas otras frioleras que no enumero, porque no digan ustedes que me meto en lo que no me importa.

Todo era, pues, miel sobre hojuelas en medio de aquel grupo venturoso. Ya no sabía reñir doña Sabina; Enriqueta estaba aturdida, electrizada, y don Serapio se sonreía hasta con el facistol del escritorio. Cuanto sus ojos y sus imaginaciones abarcaban, era del color de las auroras primaverales. No había pena que no se olvidara, ni pecado que no se perdonase; y la sonrisa alcanzaba tan allá como los recuerdos, habiéndolos para todo... menos para el pobre expatriado que andaba por el otro mundo conquistando una posición social para merecer a su prima, y de quien el mismo don Serapio no sabía una palabra desde seis meses antes, ni se curaba maldita de Dios la cosa de dos semanas atrás.

Para dos días después de los contratos se señaló la boda; y como en este paréntesis, de meros preparativos íntimos, no tiene el historiador nada que hacer, paréceme oportuno aprovecharle para subsanar el olvido de la familia, dedicando un capítulo al benemérito muchacho que quizá estaba a la sazón en la creencia de que su prima le esperaba, como ella se había prometido, en su casa... «o en el cielo».

XIV

La acogida que se le hizo en la Habana, donde desembarcó, fue todo lo afectuosa que era de esperar de la recomendación que a la mano llevaba de su tío. Entre éste y la persona que debía acogerle, había grandes y antiguas relaciones de amistad y mercantiles; y así fue que, no bien hubo pisado el suelo habanero, halló ventajosa colocación sin salir de la misma casa en que había entregado su carta credencial.

Con el carácter de César y los muchos conocimientos que llevaba adquiridos en el comercio, no le fue difícil obtener la confianza de su nuevo protector, a cuyo lado era indudable que hubiera hecho fortuna por sus pasos contados.

Pero es preciso no olvidar que César llevaba en su pecho un aguijón que le obligaba a caminar de prisa, y en su imaginación una luz extraña que le hacía ver como interminable todo plazo por breve que fuera. Pensaba en su prima, y temía no hallarla esperándole en el mundo terreno, si tardaba él mucho en volver a su patria.

Por otra parte, era agradecido, y no queriendo regatear el tiempo y la ganancia a una persona que tanto le protegía, pasó cuatro años adquiriendo mucho, pero no todo lo que necesitaba en su afán de acabar pronto.

Al fin su impaciencia febril pudo más que sus miramientos. Recogió sus utilidades; púsolas, como quien dice, a una carta, en una especulación de la casa; tuvo la suerte de duplicarlas, y conociendo su protector, por éste y otros rasgos, el gusanillo de la prisa que le roía, y no desconociendo ni menospreciando las buenas dotes que adornaban al impaciente, propúsole pasar a Méjico, donde podría, con la recomendación que él le diera, hacer doble negocio en la mitad del tiempo, si bien con triples fatigas.

Aceptó César con entusiasmo; diéronsele eficaces recomendaciones para una casa de Veracruz, cuyo principal negocio era la explotación de dos minas de plata, y allá se fue con sus ilusiones y sus ahorros.

No se le había engañado en las promesas. Dos años le bastaron para llegar a reunir un capitalejo, limpio y morondo, de cuarenta mil duros.

En sus expansiones amistosas no ocultaba a nadie el afán que le devoraba; pero jamás declaró su verdadera patria ni sus parentescos en ella, en previsión de un lance desgraciado que pudiera obligarle un día a buscar un porvenir por vías más humildes y azarosas que las hasta entonces recorridas con tan buena suerte. Hasta ese punto llevaba sus propósitos de hacer fortuna honradamente, y sus repugnancias pueriles a deslustrar el brillo de que tanto se pagaba la vanidad de su tía. Por lo demás, hablaba hasta con exceso de sus frecuentes relaciones con la casa de la Habana, aunque siempre con el fin de ponderar lo mucho que la debía, y se curaba muy poco, como joven y de escasas malicias, de ver si todos los que le rodeaban en sus momentos de expansión eran dignos de sus candorosas confianzas.

A menudo tenía noticias de su tío, y por éste sabía que «todo seguía en casa como él lo había dejado», es decir, que Enriqueta seguía esperándole allí, según su traducción al lenguaje de sus amorosos anhelos.

De la Habana tampoco le faltaban cartas, en las cuales se le deseaba siempre rápida fortuna, y se le prometía no dejar de recomendarle cualquiera ocasión que se presentara por allí de conseguirlo, si antes no lo había conseguido él donde se hallaba.

Un día recibió una carta de esta procedencia, y de puño y letra de su afectuoso protector, en la que se le dijo que la ocasión tan deseada había llegado al fin; que, con otra carta suya a la mano, se le presentaría en Veracruz un don Cleofás Araña, gran amigo del recomendante, que pasaba a Méjico a continuar la explotación de dos minas de oro, de su propiedad; que por una deferencia singularísima se había prestado a darle la participación que quisiera tomar en la empresa, en la seguridad de duplicar el capital en menos de seis meses, y que el tal don Cleofás era riquísimo, honrado, etc, etc.

Pocos días después llegó efectivamente este señor, tipo de hombre entre campesino y culto, de aire franco y resuelto, como el de aquél que más bien ofrece que necesita protección. Entregó la anunciada credencial a César, y le mostró además títulos de pertenencia, muestras de oro nativo, etc, etc, con lo cual el iluso mozo, creyéndose más que satisfecho, realizó cuanto tenía y puso en manos de aquel potentado hasta treinta mil pesos, quedándose sólo con otros diez mil para las eventualidades. Extendióse un proyecto de contrato; diósele a César, mientras aquél se formalizaba, un resguardo en toda regla; hubo no sé qué dificultades mecánicas que duraron tres días; al cuarto avisó el socio que se había quedado en la cama un poco indispuesto; al quinto pasó César a visitarle... y el socio había desaparecido de la casa y de la ciudad. Llamó el incauto al cielo; siguió la pista del fugitivo la gente que lo entiende, y, como de costumbre, no dio con él.

Cruzáronse exhortos; escribióse mucho; crecieron los autos a montones, y vino a saberse en limpio que el ladrón se había largado a los Estados-Unidos, y que ya era conocido por los siguientes fragmentos de su edificante historia:

Entre los primeros buscadores de oro en los placeres famosos de California, se contaba un mallorquín, marinero desertor de un buque llegado a aquellas costas con víveres y utensilios. Sabido es por demás que los susodichos explotadores eran lo peor de cada casa, y que no habiendo entonces en el país ni ley, ni rey, ni roque, todo era en él primi ocupantis, por lo cual, antes que la herramienta del trabajo, todo buscador precavido adquiría un revólver y un puñal; porque no es necesario decir que lo que se adquiría arañando las costras de la tierra durante el día, había que defenderlo a menudo, por la noche, a tiros y a puñaladas. Con tan suaves entretenimientos, hijos de la necesidad, hasta el hombre más bondadoso tenía que convertirse en una fiera. ¿Qué llegaría a ser el que antes de pisar aquel suelo no tenía ya entrañas? De éstos era el mallorquín.

Cansándose muy pronto de escarbar la tierra para buscar el oro, y siendo muy diestro en los juegos de azar, trocó la herramienta por la baraja. Ganó mucho en pocos días; pero se le conoció el juego y estuvo a pique de pagar con el pellejo las ganancias. Salvó las unas y el otro; mas no queriendo exponerse a nuevos trances por el estilo, convenció a media docena de perdidos como él, y se lanzaron los siete a la montaña más próxima, de la cual descendían cada vez que se les presentaba una ocasión de hacer un buen agosto, sin arredrarles el riesgo de andar a puñaladas con los desbalijados. Estos atentados y otros parecidos que se hicieron de moda, sugirieron a otros buscadores menos bandoleros la idea de formar entre ellos rondas y tribunales con el fin de hacerse la justicia por su mano. La medida dio por resultado inmediato el que un día amanecieran seis ladrones colgados por el pescuezo en medio de la colonia de aventureros. Cuando estos ejemplares castigos se hicieron muy frecuentes, el mallorquín, que ya había visto colgados a tres de su cuadrilla, tuvo miedo en todas partes.

Huyó, pues, de California, con el rico botín de sus rapiñas, y se cree que se refugió en Méjico, porque, tiempo andando, se le ve aparecer, al frente de una docena de bandidos, asaltando una conducta de varios millones que iba de la capital a Tabasco; conducta que, merced a la fortuna de los salteadores, torció de rumbo con éstos, sin saberse a qué parte del mundo.

Tiempo después vuelve a vérsele en la isla de Cuba hecho un gran personaje, tratando con un criollo, separatista de nota, de una invasión filibustera. Habíale presentado cartas credenciales del centro conspirador de New-York, en las cuales se le autorizaba para recoger una fuerte suma recaudada con el fin de reclutar gente y adquirir pertrechos de guerra. Los filibusteros cubanos no pusieron en duda la autenticidad de las cartas, sellos y contraseñas; entregáronle los millones recaudados en valores de pronta y fácil realización, y ni de éstos ni de su conductor volvieron más a saber aquellos sempiternos laborantes.

Su última hazaña conocida fue la que llevó a cabo en Méjico, siendo la víctima César.

Nada quiso decir éste del caso a su tío, hasta conocer el resultado de sus pesquisas, ni tampoco escribir a la Habana; pues sobre estar convencido de la falsedad de las cartas de recomendación, temía que por aquel conducto llegara a saberlo su familia, y al saberlo ésta corría el riesgo él de que se desalentara Enriqueta, que le estaría esperando «de un momento a otro». En todo caso, para empezar a trabajar de nuevo y dar la triste noticia, siempre estaba a tiempo.

Cuando se convenció de que el fugitivo no parecía buscado por la nariz de la justicia, sintióse acometido de una comezón febril y quiso él mismo correr tras él para arrancarle lo robado, o para matarle si se lo negaba. Con este propósito, y sin decir a nadie una palabra, salió para los Estados-Unidos, depósito inmenso de todos los grandes ladrones del mundo, y se consagró con alma y vida a buscar el de sus ahorros.

Tres meses de investigaciones en aquel laberinto de cosas grandes y de cosas horrendas, diéronle por resultado la convicción de que su hombre había pasado a Inglaterra, donde, por lo visto, tenía acumuladas, y en lugar seguro, sus incalculables riquezas tan honradamente adquiridas.

Tomó, pues, pasaje para Liverpool, y esto es todo lo que por ahora tenemos que decir de César al lector.

XV

Volviendo al asunto que dejamos pendiente para hacer esta ligera excursión por el otro mundo, digo que llegó el día de la boda y que acudió a ella medio pueblo, unos como invitados y otros como curiosos. Enriqueta, con su traje blanco, su corona de azahar y su rubor de costumbre en tales lances, podía habérsela tomado por una vestal que iba al sacrificio, o por una virgen cristiana conducida al martirio; y en cuanto a don Romualdo, más parecía, aunque vestido de rigorosa etiqueta, el administrador de la casa, que el Polión de aquella Norma o el Eudoro de aquella Cimodocea. Los carruajes se atropellaban a la puerta de la iglesia, y lo más granadito y cogolludo de la población invadía el templo, mientras en el altar mayor se celebraba la ceremonia religiosa.

Dos horas más tarde se servía en casa de la desposada espléndido almuerzo presidido por Enriqueta y don Romualdo, unidos ya ante Dios y los hombres en eterno indisoluble lazo.

Aquella misma noche, y no a hora más cómoda, por exigirlo así las leyes de la naturaleza, que no había querido alterar el orden de las mareas ni por los doblones del opulento indiano, debían salir los recién casados para el extranjero en un vapor fletado y dispuesto con este objeto exclusivo.

Llegaron las cuatro de la tarde, y desfiló el último de los convidados; levantáronse los manteles y los cachivaches, y se quedó sola la familia ocupada en algunos preparativos para el viaje. Don Romualdo, con el mismo fin, necesitó darse una vuelta por su habitación de soltero; y si no por el desorden que reinaba en algunos departamentos de la casa, el cansancio que se reflejaba en los rostros de los amos y las galas que aún vestían los criados, nadie diría a las cinco que allí se había celebrado una fiesta ruidosa con la ocasión más trascendental de todas las ocasiones de la corta y achacosa vida humana.

Descansaban en silencio, bostezando don Serapio, pensativa Enriqueta y risueña doña Sabina, como quien saborea gratísimas ilusiones, cuando apareció en escena, y sin anunciarse, otro personaje desconocido en aquel teatro. Era joven, y vestía con elegancia un cómodo traje de camino; su tez era ligeramente morena, y negros el pelo y la barba. Fuera por natural timidez, o porque se vio contrariado con la expresión de extrañeza que notó en aquella familia, es lo cierto que el recién llegado, al verse en medio de ella, apenas se atrevió a hacer una ligerísima salutación. Levantóse maquinalmente don Serapio al reparar en el intruso; y antes de desplegar los labios para corresponder a su saludo, observó que su mujer, como picada por una víbora, se incorporaba de repente con los puños y los labios apretados y los ojos centellantes, y que Enriqueta, pálida como un cadáver, se apoyaba con las dos manos en los brazos de su butaca. Entonces don Serapio, fijándose más en el recién llegado, abrió inmensamente los ojos y la boca; después le tendió los brazos, y cayendo en ellos el otro, exclamaron los dos a la vez:

—¡César!

—¡Querido tío!

Cántico que tuvo por acompañamiento esta salmodia rechinante de doña Sabina:

—¡Así le ahogaras!

—Y usted, señora, —dijo a ésta César cuando se desprendió de los brazos de su tío—, no dude que la veo con sumo placer. Y a ti también, Enriqueta.

—Muchas gracias —contestó aquélla con ira mal disimulada—. Y ¿se puede saber cuál es la causa de esa venida tan intempestiva?

—En efecto —añadió don Serapio— ¿Cómo no nos lo has anunciado previamente?

—Mi presencia no ha de estorbar a ustedes mucho tiempo —replicó César, hondamente herido con aquella frialdad con que se le recibía—. Hace una hora llegué de Inglaterra a este puerto, y me he desembarcado para venir aquí con el exclusivo objeto de saludar a la única familia que me queda en el mundo. Tengo, en hacerlo, una inmensa satisfacción, y lo creí, además, como un sagrado deber mío; especialmente siendo, como han de ser, muy pocos los días que he de permanecer en esta ciudad.

—Y ¿quién te ha dicho que nos estorbes o dejes de estorbanos? —repuso doña Sabina en el tono más despreciativo que pudo— Ya veo —añadió—, que te has curado muy poco de tus achaques románticos.

—En esta casa hay siempre una habitación para ti, y corazones, no lo dudes, César, que se interesan por tu felicidad, —dijo don Serapio queriendo enmendar las demasías de su señora.

—Ya lo veo, —contestó César con doble intención, mirando a su tía, y sobre todo a Enriqueta, que no desplegaba sus labios ni levantaba los ojos de la falda de su vestido.

—Y por cierto —prosiguió doña Sabina, resuelta a dar a su sobrino la última puñalada—, que si tardas un poco más, te encuentras con dos habitaciones en vez de la que te ofrece la generosidad de tu tío.

—¿Cómo así, mi buena tía?

—Porque dentro de dos horas sale Enriqueta para Francia.

—¿Con usted acaso?

—No, señor, con su marido.

Y esto lo dijo doña Sabina recalcando mucho la última palabra.

—¡Con su marido! —exclamó César aturdido, como si el suelo se abriese bajo sus pies.

—Con su marido, —insistió aquélla.

—Pero ¿desde cuándo le tiene?

—Desde esta mañana.

—¡Es posible eso!... digo, ¿es cierto, Enriqueta? —preguntó César dirigiéndose a su prima, y queriendo en vano dominar el dolor, la ira y el despecho que a la vez estaban atormentándole.

—Creí que tú lo sabías... —respondió Enriqueta con voz apenas inteligible.

—¡Que lo sabía yo!... ¡Y te has casado esta mañana!

Al desencantado joven ya no le quedaba la menor duda de que ni la misma Enriqueta, cuyas protestas de eterno cariño conservaba él escritas en su corazón como un consuelo en sus tribulaciones, había guardado en su alma el más leve recuerdo del pobre huérfano arrojado de casa a merced de la suerte.

—Es de advertir, César —díjole don Serapio, quizá deseoso de disculpar su propia conducta; —que no sabemos de ti hace algunos meses, y que he tratado en vano de averiguar tu paradero.

Estas palabras sacaron al joven del estupor en que había caído.

—Cierto es —dijo—, que durante ese tiempo no he querido dar a usted noticias mías.

—Y ¿por qué has hecho eso?

—Porque en ese período de mi vida, la suerte ha puesto el colmo a sus rigores conmigo. Y para que no se atribuya a olvido ni a ingratitud lo que acaso es efecto de todo lo contrario, impondré a ustedes de los tristes sucesos que fueron causa de que se interrumpiese nuestra correspondencia.

Aquí relató cuanto ya sabe el lector sobre el robo de sus economías.

Enriqueta hubiera querido hallarse a cien leguas de allí cuando su primo se detenía a hablar de su vehemente afán de llegar pronto a ser algo, pues no se le ocultaba que este afán era hijo del propósito de merecerla... ¡a ella, que tan dócil había sido para olvidarle, y tan fácil para entregarse, con una venda en los ojos, aunque con disculpas de sacrificio, a los azares de un porvenir dudoso en brazos de un desconocido!

Comparaba entonces la delicadeza, la hermosura de su primo, con las chocarrerías y el aspecto grosero y vulgar de su marido, y tal vez maldijo a la casualidad que no había traído a César doce horas antes a aquella casa.

Entre tanto, éste concluía así su relato:

—Llegado a Inglaterra, averigüé que, efectivamente, tenía aquel bribón, ya con otro nombre, un enorme caudal depositado en el Banco de Londres; pero no pude hacer valer mis reclamaciones ante aquellos tribunales. Incierto y desalentado en mis propósitos, reparé entonces que estaba a las puertas de mi patria. Parecióme muy duro alejarme nuevamente de ella sin verla y sin abrazar a mi familia, y aprovechando la salida de Londres de un vapor para este puerto, víneme en él. Esta es la causa de mi presencia entre ustedes... Y por cierto que es lamentable que la casualidad no me haya traído algunas horas antes —y aquí cambió de tono, y dio a su fisonomía y a sus palabras una expresión bien marcada de ironía—, pues me ha privado de la dicha de ser testigo presencial de un acto tan solemne. Pero esto no obsta para que yo, aunque un poco tarde, felicite a ustedes cordialmente por el acontecimiento... porque no puedo menos de creer que mi prima habrá sabido elegir, con la sensatez que le es propia, un marido digno de ella.

—La elección de mi hija —exclamó airada y convulsa doña Sabina—, para ser acertada y digna, no necesita para nada el parecer del sobrino de mi marido.

—Si llegas una hora antes —dijo éste terciando en aquel altercado que no le hacía gracia en ningún concepto—, hubieras conocido aquí mismo a tu nuevo primo; pero le verás de un momento a otro, y espero que simpatizaréis. ¡Es un bendito de Dios!

En aquel instante se oyeron fuertes pisadas en el corredor adyacente.

—¡Aquí le tenemos ya! —exclamó don Serapio.

Y al abrirse la puerta de la habitación en que pasaba la escena, y aparecer la figura de don Romualdo, tornó a decir su flamante suegro:

—He aquí a mi yerno.

Volvióse César rápido para corresponder a la presentación de su tío; púsose en frente de aquel hombre, y levantó los ojos para mirarle. Pero como si de repente hubiera recibido un balazo en el cráneo, dio dos pasos atrás; llevóse las manos a la cabeza, y exclamó tras un alarido espantoso:

—¡Dios de justicia!

Por su parte don Romualdo, al ver a César, sintió un estremecimiento que no pasó inadvertido para los circunstantes; pero muy dueño de sí mismo, o siendo o aparentando ser extraño a la causa de aquel arrebato, hízose el sorprendido y se limitó a preguntar de la manera más natural y sencilla:

—¿Se ha puesto malo este joven?

—Sin duda... así parece... —contestó doña Sabina hecha toda ojos y movimiento, y paseando sus miradas escrutadoras de su yerno a su sobrino, y viceversa.

Enriqueta, al oír el grito de César, se levantó aterrada de su asiento, y corrió instintivamente al lado de su padre, que se quedó como si viera visiones.

En el asiento que dejó vacío Enriqueta, cayó como desplomado César, a quien las piernas no podían sostener, y allí, hundida la cabeza entre sus manos, permaneció breve rato.

Durante él volvió a preguntar don Romualdo, perfectamente tranquilo, al observar el silencio en que había quedado la familia:

—Pero ¿qué sucede aquí? ¿qué es lo que pasa?

No obtuvo contestación, si, como tal, no le satisfizo un crucero de miradas que, como saetas, iban de César a él y de él a César, porque éste era el único que, según las trazas, podía responder a su pregunta.

Al fin se incorporó César, y después de pasarse las manos por los ojos, como si quisiera apartar de ellos funestas visiones, dijo con voz segura y firme, dirigiéndose respectivamente a don Romualdo y a su familia:

—Perdone usted... caballero, y ustedes perdónenme también. Los que vivimos bajo el peso constante de una preocupación, en cada sombra que pasa, en cada rostro nuevo que aparece a nuestra vista, creemos hallar algo que se relaciona con el objeto de nuestro afanes. Una vaga semejanza, una alucinación quizá, ha producido en mí este vértigo que no he podido dominar. Tengo, pues, el mayor gusto en conocer al elegido de mi prima y doy a entrambos la más cordial enhorabuena.

—Un millón de gracias —respondió don Romualdo—, y a mi vez me felicito de conocer a usted, y me ofrezco a sus órdenes para cuanto guste y yo pueda y valga.

Y quiso estrechar la mano de César; pero éste, fuera casualidad o estudio, le jugó la vuelta, dirigiéndose a su tío con otro vano cumplimiento.

—¡Ya decía yo! —exclamó entre tanto doña Sabina acercándose a Enriqueta con aire de triunfo— ¿No te parece, mujer, el mentecato de tu primo, qué lances tan pesados viene a provocar en nuestra casa? Fortuna que tu marido es un caballero; pues otro que lo fuera menos, le hubiera curado el vértigo con un bofetón.

Pero Enriqueta estaba muy lejos de oír a su madre, y acaso también de pensar como ella.

—Nos refería César hace un instante —dijo en esto don Serapio deseando disculpar más y más el arrebato de su sobrino—, cómo un bribón le había robado en Méjico, en pocas horas, el fruto de su trabajo, de siete años; y, naturalmente, estaba muy impresionado con el recuerdo de aquel lance, en el preciso momento de llegar usted. El chico es nervioso y vehemente, se alucinó creyendo hallar ciertas semejanzas...

—¡Oh! lo comprendo muy bien —dijo don Romualdo, todo bondad y tolerancia—. A mí me sucedió de pronto... es decir, me hubiera sucedido eso mismo en igual caso. ¿Y fue mucho lo que le robaron, joven? —preguntó de golpe y como condolido de la situación de César.

—Muchísimo para una persona como mi sobrino, que comenzaba a vivir —contestó don Serapio—. Según nos ha dicho, llega a treinta mil duros.

—¡Hombre, eso es una bicoca! —exclamó don Romualdo—; y es un dolor que por ella haya un desgraciado hoy en esta familia tan digna de ser feliz.

César, que no había querido contestar a la pregunta del indiano, recibió estas últimas palabras como una burla intolerable, a juzgar por la cara que puso al oírlas; pero don Romualdo, que no le perdía de vista un momento, lejos de resentirse de aquella actitud, añadió en seguida mirándole con elocuente fijeza:

—Mis palabras, señor don César, no son una baladronada: he dicho que no quiero verle desgraciado por la pérdida de esa pequeñez, y lo pruebo ofreciéndosela desde ahora... en nombre de su prima, si usted no la quiere en el mío.

Doña Sabina, que creyó ver a su sobrino caer de rodillas ante el hombre que tales rasgos usaba, sintió hervir su sangre de indignación al ver que César recibía la oferta generosa con rostro airado y las manos crispadas.

Don Serapio y Enriqueta iban de sorpresa en sorpresa, y no podían o no querían explicarse lo que estaban viendo rato hacía.

—Y ¿en qué concepto me hace usted esa oferta, señor don... qué?

—Romualdo Esquilmo.

—¿Señor don Romualdo Esquilmo? —concluyó César recalcando mucho sobre el apellido.

—Esta oferta se la hago a usted, señor don César —contestó aquél en tono más suave del que esperaba su dulcísima suegra—, no en el concepto de préstamo, sino en el de... donación, supongamos.

—Y diga usted, señor mío —replicó César con irónica sonrisa—, y sin que deje yo por eso de agradecer la oferta en todo lo que vale la generosidad de que es fruto: ¿no sería una burla de la suerte que tuviera yo que tomar, o aparentar que tomaba en España, como una limosna del señor don Romualdo Esquilmo, lo que me robó en Méjico el bribón, falsario, don Cleofás Araña?

—Pues demos otra forma al caso. Figúrese el señor don César que yo, hombre de grandes relaciones en Méjico, convencido de que puedo cobrar muy pronto ese crédito, le ofrezco a su merced por él todo su valor, sin que su merced ponga de su parte más trabajo que recibir los pesos con una mano y entregarme con la otra los comprobantes de la deuda.

—¡Oh! don Romualdo, le estimo a usted demasiado para cogerle por la palabra. ¿No ha reparado usted que ese procedimiento más parecía una restitución que una limosna, a los ojos del vulgo maldiciente?

—Déjese del vulgo, camará, y agarre la ocasión, que la pintan calva.

—Vamos, hombre —dijo entonces don Serapio al ver la creciente indignación que se iba pintando en César—; si en el recibir no hay engaño, y esa cantidad es para tu... primo, una bicoca, como él te lo asegura, acéptala desde luego, sé feliz, y olvida al otro a quien, por las trazas, no has de ver más.

Al llegar aquí la porfía, Enriqueta, que no perdía un gesto, ni una palabra, ni una mirada de las que se cruzaban durante la extraña escena que veía representar, rompió su silencio para decir a su primo, sin disimular su disgusto:

—Si, como no puede dudarse, es cordial la oferta, me atrevo también a rogar a César que la acepte, y a los dos, que cesen en esa lucha de inaudita generosidad.

—¡Oh —respondió su primo—, no sabes tú bien todo lo que de inaudito tiene este caso, Enriqueta!

—Ea —añadió don Romualdo con el aire más campechano del mundo—, quédese aquí la historia, que no es cosa de moler con ella a quien no le interese. Pero como ya está picado mi amor propio y tengo más empeño que nunca en convencer a don César, le ruego que hablemos a solas unos instantes para conseguirlo... Porque lo he de conseguir, o yo he de poder poco. ¡Jájájá!

—Eso me place, —dijo el joven como si le hubieran acertado su mayor deseo.

—Pues vamos al escritorio, que estará hoy de huelga, si el señor don Serapio lo consiente, —propuso el indiano, como si de intento buscase para la entrevista el rincón más apartado de la casa.

—Pues sea en el escritorio, —dijo don Serapio, tomando el lance por lo cómico y guiando a los dos interesados a la escalera secreta.

—Sea enhorabuena en el escritorio, —asintió César siguiendo al indiano y a su tío.

Y mientras los dos descendían al entresuelo, don Serapio se volvió al lado de su familia.

XVI

Fuera ofender gravemente la discreción del lector, decirle en serio que ni don Serapio, ni su mujer, ni su hija sospecharon cosa de importancia en todo lo ocurrido en su presencia entre el recién casado y el recién venido; que no hallaron más de un punto de enlace entre la historia referida por César, y todo lo ocurrido después entre éste y el indiano. Pero entre una sospecha, por vehemente que sea, y la realidad tangible, hay un abismo de dudas, de reflexiones y de consuelos; y si es la necesidad lo que obliga a dudar, a reflexionar y a consolarse, el abismo es todavía mayor. A la exclamación de César al ver al indiano, se dijeron todos: «es indudable»; a las primeras palabras de don Romualdo, ya divergían los pareceres: según Enriqueta, no cabía duda; según su padre, había que ir observando; según su madre, no podía ser. Un poco más adelante, doña Sabina creía resueltamente que no; su marido, que no debían hacerse juicios a la ligera, y su hija huía de pensar en lo más malo, porque ya no tenía remedio. Cuando los tres se quedaron solos y en silencio, Enriqueta era la única que verdaderamente temblaba por lo porvenir... «si llegaban a realizarse sus sospechas»; pero en la joven había un motivo especial de alarmas y zozobras: la presencia súbita de César en la casa, que sobre mortificarle la conciencia no poco, hacía resaltar a sus ojos, en enormes proporciones, los defectos de su marido. Fuera de esto, quizá se hubiera ido consolando poco a poco con la reflexión de que hasta entonces no resultaba, real y positivo, más que un hombre muy rico, muy estimado de todos los capitalistas de la plaza, que salvaba la casa, poco antes en quiebra, y que brindaba a la familia con un porvenir de abundancia y, por consiguiente, de felicidad; reflexión que se habían hecho ya su padre y su madre.

Mientras esta gradación siguieron las reflexiones de los susodichos tres personajes de esta historia, colocados, como tres estatuas del silencio, en tres rincones de la sala, pasaba en el escritorio, entre César y don Romualdo, lo que a saber va el lector, muy en reserva, por ser asunto delicado.

Digo, pues, que no bien hubieron los dos llegado al entresuelo, se abalanzó César sobre don Romualdo, y asiéndole de las solapas de la levita, díjole en voz ronca, pero terrible:

—¡Ladrón, infame, bandido!... He corrido medio mundo por hallarte; pero yo sólo quería pedirte lo que me has robado. ¿Con qué restituyes hoy el honor que también robas a mi familia? ¿Con qué lavará ésta la ignominia de haberte admitido en su seno? ¿Qué mal espíritu te aconsejó este rumbo? ¿Qué tenías que hacer en esta tierra que jamás produjo afrentas como tú?

—Poco a poco, caballerito —respondió el apostrofado trocando la melosidad del acento americano con que le conocimos, por otro más brusco y un tanto siniestro—; y entienda, por de pronto, que a mí no me asustan bravos. Quiero decir, que se haga dos pasos atrás y tome el asunto más en calma, si hemos de entendernos.

—¿Qué inteligencia puede caber entre un miserable y un hombre honrado? —dijo César alejando de sí con un empellón a don Romualdo, que recibió la agresión con la mayor frescura, limitándose a contestar:

—Pues es preciso que nos entendamos, y nos entenderemos.

—¡Jamás!

—Vaya, joven, un poquito de calma, y concluimos en dos palabras. Empiezo por declarar que le soy a usted deudor de treinta mil pesos, y hasta le añadiré que maldita la falta me hacían cuando se los tomé.

—¡Infame!

—Es la verdad, créame o no me crea. Con la irreflexión propia de la edad, se confiaba usted demasiado al primero que quería escucharle, y sin poderlo remediar supe yo de sus mismos labios una vez que lo que usted tenía, lo que usted anhelaba y lo que le prometían desde la Habana en punto a ocasiones de prosperar; después cayó en mis manos una de estas cartas, que sin duda se olvidó usted bajo la mesa del café a que concurría. Dibujo bastante bien; tentóme el demonio y escribí otras dos con la misma letra, aunque con distinto asunto; hice que pusieran la una en el correo en la Habana, y quedéme yo con la otra para entregársela a usted a la mano.

—¡Y lo confiesa el bribón, sin avergonzarse!

—¡Qué quiere usted! soy ingenuo por naturaleza.

—Pero ¿cómo pude yo nunca contarte entre las personas de mi confianza?

—Ocupando yo la mesa contigua a la en que ustedes hablaban.

—Y ¿cómo te desconocí cuando fuiste a robarme, bandido?

—Y, ¿cómo se imagina usted que un hombre como yo, que se precia de esmerado y fino, había de ir a tratar de negocios importantes con una persona decente, en el mismo traje que usaba en el café, y sin afeitarse la barba, teñirse las canas y dar a su cuerpo y a su voz cierto aire de distinción?... Pero dejando aparte todos estos y otros pormenores que no tienen otro objeto que demostrar a usted que no siempre el agravio es culpa del agresor, sino de las tentaciones que le ofrece el agraviado, declárole a usted también que en aquella fecha sólo apetecía yo la estimación de los hombres honrados, y me ocupaba en elegir un punto de la tierra donde pasar el resto de mi vida reparando algunas faltillas viejas a fuerza de beneficios. El éxito de aquel negocio trastornó por entonces mis proyectos; viajé algún tiempo sin rumbo fijo, y sabiendo por informes que en este rincón del globo se consagraba al dinero un culto fanático, víneme a habitar en él. ¡Mal podía yo sospechar que era la patria de usted! Fui recibido como un príncipe en su corte; mis lujos y mis dispendios eran la admiración de todos. Solicitáronme los ricos y me adoraron los pobres. Traté a los unos y a los otros, y conocí por primera vez el placer inmenso de ser estimado en las sociedades honradas y de enjugar las lágrimas con beneficios.

—Sin embargo, cometiste todavía el crimen de deshonrar una de esas familias entrando a formar parte de ella.

—Todas las del pueblo se disputaron esa deshonra. La única mujer que se mostró esquiva a mis galanteos, fue Enriqueta. Por eso la solicité. Dije lo que era, no me preguntaron lo que había sido... Y me casé. Cualquiera en mi lugar hubiera hecho otro tanto.

César sintió estas palabras como fuego que le inflamara el rostro y acero que le traspasara el corazón: eran la evidente prueba de la deslealtad y loca ambición de su prima, de la repugnante sed de oro de su madre, y de la ya criminal falta de carácter de su padre.

—Cuando me hallé en frente de usted —prosiguió don Romualdo—, creí que un abismo me tragaba.

—¡La conciencia que te mordía, miserable!

—Nada de eso. Creí que usted, dejándose llevar de su ira, iba a descubrirlo todo...

—Ese debió ser tu primer castigo, antes de entregarte a los tribunales de justicia. Pero ¿cómo castigarte a ti sin cubrir de afrenta a mi familia?

—Esa reflexión me hice yo al momento.

—Y esa te ha salvado, infame.

—Lo cual no impide que yo agradezca mucho esos miramientos, pues sin ellos se hubiera producido un escándalo inútil.

—¡Inútil!

—Sí, porque estando yo dispuesto desde luego a reconocer la deuda, y siendo imposible desatar lo que ató el cura esta mañana, ¿a qué conduciría el escándalo?

—¡A desenmascararte; a que la justicia te castigara!

—Tampoco se conseguiría eso. Romualdo Esquilmo no tiene nada que ver con Cleofás Araña.

—Ni éste con el mallorquín de California, ni con el salteador de conductas. ¿No es eso?

—Muy enterado está usted de ciertas aventuras —dijo el bribón con la mayor serenidad—. Pero con ellas y todo, insisto en lo dicho, y añado que pude impunemente resistirme a reconocer la deuda, pues carece usted de comprobantes.

—¡Los tengo!

—De don Cleofás Araña, no de don Romualdo Esquilmo; y tampoco estamos en Méjico ahora.

—¿Es decir, que todo lo has previsto?

—Naturalmente. Pero ya ve usted que no abuso de mis ventajas. Al contrario, reconozco, como ya he dicho, la deuda y quiero pagarla ahora mismo, hasta con el premio que merezca la delicadeza que le inspiró la idea de desconocerme delante de mi nueva familia... Porque no quiero ocultárselo a usted, créame o no me crea: desde que frecuento esta casa, parece que mi alma se ha purificado; me encuentro con fuerzas para ser bueno, y aspiro a serio, y lo seré. Por eso temblaba cuando temí que usted se dejara llevar de su primer arrebato; por eso bendigo los miramientos que lo impidieron; por eso, en fin, le ruego, aunque sea de rodillas, que acepte... lo que le debo, y me deje seguir en paz el camino de las reparaciones, y tal vez de la felicidad, que he emprendido.

—El dinero que se roba no puede hacer nunca la felicidad del ladrón.

—Se roba de mil maneras, señor mío; y ladrones conozco yo muy felices y muy respetados. El comercio, la industria y hasta la política, están llenos de ellos. Verdad es que roban a mansalva.

—Ladrones son al cabo.

—Y reconocidos por tales, lo cual no obsta para que se les cargue de cruces y veneras. Sin embargo, todavía les llevo yo la ventaja de reconocer las deudas y pagarlas, como la de usted.

—Y si las pagaras todas, ¿qué te quedaría, bandido?

—Mucho, señor don César; porque yo soy inmensamente rico, y, créame usted, no todo es mal adquirido.

—Eso, a Dios que te conoce. En cuanto a lo que a mí me robaste, entiéndelo de una vez, lo quiero y te lo exijo a todo trance; lo que no quiero es que, al recibirlo yo, crea nadie que se me da una limosna.

—Hay un modo muy fácil de conseguirlo, y por eso quise que nos viéramos a solas. Cuando subamos al piso, diré que no he podido convencerle a usted; pero entre tanto, le entrego aquí, de mano a mano, su caudal.

Dijo don Romualdo, y sacando de un bolsillo interior de su levita una cartera enorme, la abrió. Estaba llena de billetes del Banco de Londres.

—Yo voy siempre bien provisto —prosiguió—, por lo que pueda tronar; y amén de lo que todo el mundo puede ver en la cartera que guardo en otro bolsillo, llevo en esta otra un caudal de consideración en papel, que es moneda corriente en medio mundo.

Contó luego hasta treinta y cinco mil duros, y se los entregó a César diciéndole:

—Ahí está mi deuda con réditos y todo.

Pero César retiró los cinco mil, recogió lo restante.

—Esto es lo mío, —dijo examinando los billetes uno a uno.

—¡Oh! no son falsos: puede usted tomarlos con toda confianza.

—La tengo porque los conozco, no por la garantía que me ofrece con su palabra el ladrón que me los devuelve.

Después sacó el resguardo que conservaba de la misma cantidad, extendido y firmado por don Cleofás Araña, y se lo entregó a don Romualdo.

—Ese es el comprobante de tu delito.

—Del de Cleofás Araña, dirá usted.

—Tanto monta.

—Hay, sin embargo, del uno al otro, treinta mil duros de diferencia en favor de usted.

—Pero no hay más que un solo ladrón, que es el que desgraciadamente ha caído en mis manos.

—¡Desgraciadamente!... No comprendo...

—Porque villanos como tú no pueden concebir que un hombre honrado prefiera el ignorar toda la vida el paradero de quien le hubiere robado su fortuna, a encontrarle como yo te encuentro a ti.

—Muy afortunadamente, por cierto.

—Pero deshonrando a mi familia y sin poder castigarte.

—Creo —dijo el aludido, como si empezara a formalizarse, y quemando al mismo tiempo con una cerilla el papel que le entregó César—, que hemos concluido nuestro pleito. Le debía a usted, le pago, y estamos en paz. Por lo que hace a mi conciencia, dejémosla en su puesto, como la de cada uno; y pues ya le di amplias satisfacciones en lo que le competía, cese de meterse en lo que no le importa y corre de mi sola cuenta.

César, al oír esto, maldijo de nuevo a la casualidad que ataba sus brazos y su lengua.

—No es tuya toda la culpa de esta afrenta —dijo con amargura—, y eso te salva. ¡Que salve Dios de ella a los que la aceptan por un puñado de oro!

Y esto dicho, encaminóse a la escalera, siguiéndole don Romualdo al instante.

Al llegar al piso donde esperaba la familia en la misma postura en que había quedado al bajar ellos, dijo el flamante marido en el tono más jacarandoso y americano que pudo:

—Pues, señor, este chico es una virtud de bronce.

—Luego ¿no se ha convencido? —preguntó don Serapio.

—No, señor —contestó César de la manera más rotunda—; y como tampoco quiero que vuelva a suscitarse la ridícula porfía de que yo reciba una limosna, y tengo mucho que hacer, porque salgo para Madrid mañana de madrugada, vuélvome al vapor a recoger mi equipaje, y me despido de ustedes reiterándoles mis felicitaciones.

Dio después un abrazo a su tío; saludó a los restantes personajes con una fría reverencia, y salió.

Don Romualdo comenzó entonces a pintar a su modo la entereza del joven; y mientras doña Sabina le acosaba a preguntas y escuchaba las respuestas don Serapio, deslizóse Enriqueta como una sombra y cerró el paso a su primo, cerca ya de la escalera.

—César —le dijo con ansia—, ¿qué pasa aquí?

—¿Y me lo preguntas a mí, ingrata?

—¡Ingrata! eso no, César; y para probártelo, escúchame un instante. Yo te esperaba siempre; tú no venías; se presentó ese hombre; me repugnó; la casa de tu tío estaba a punto de arruinarse; me puso mamá en la necesidad de elegir entre esta ruina o aceptar la mano del que podía salvar de la miseria a toda la familia;... sin más reflexión, cedí ofuscada... ¡César, todo esto me parece un sueño! Pero...

—Ni una palabra más, Enriqueta —exclamó César conteniendo a su prima y mirándola con elocuente fijeza—. En la situación en que te hallo, sólo a Dios, que conoce tu corazón, cumple juzgarte. Que Él te juzgue, pues; y si lo mereces, te castigue con aquello mismo que, sólo bajo su omnipotencia, puede hacer tu felicidad.

Entre tanto, si lo que te pasa te parece, como dices, un sueño, pide al cielo que jamás despiertes.

Dijo, abrió la puerta de la escalera y desapareció por ella.

XVII

Dos horas después salía del puerto el vapor que conducía a los recién casados a Francia.

Al despedirse don Romualdo de su suegra, la había dicho al oído:

—Sépase usted que los aceptó.

—¿Cuáles?

—Los treinta mil del pico.

—¿César?

—Y va más contento que unas pascuas. ¡Pobre chico!

—¡Miren el sin vergüenza!

Al día siguiente sabía todo el pueblo que don Romualdo había regalado treinta mil duros a un sobrino de don Serapio, que se había presentado en su casa después de la boda, de vuelta de América, pobre y desengañado.

Y como en el pueblo se había sabido algo, tiempos atrás, de ese sobrino que había sido echado de casa porque amaba a su prima y era correspondido de ella, se hizo la siguiente traducción del hecho propagado por doña Sabina:

—César ha venido a interrumpir la boda, o a provocar un escándalo; la familia, queriendo evitarle, le ha dicho al novio que ha llegado un primo de su mujer a pedirle su protección. Don Romualdo le ha regalado treinta mil duros, y el chico los ha tomado, prometiendo a sus tíos desaparecer de Europa y no volver a acordarse de Enriqueta en los días de su vida.

Y así, pensando en don Romualdo, decía la gente:

—Pues, señor, hay que convenir en que ese hombre tiene rasgos admirables y un corazón de perlas.

Y recordando después a César, exclamaba:

—¡Qué poca vergüenza!

Tal es y ha sido siempre y donde quiera, con raras excepciones, el criterio del público en cuestiones de conciencia y en actos de justicia.

Con ese mismo criterio se crucificó a Jesucristo ayer, y se levantan hoy estatuas a más de cuatro criminales. Por eso dijo uno de ellos, después de rodar del trono que había asentado sobre más de seis millones de cadáveres:

—«¡La pasión gobierna al mundo!»

XVIII

Se acerca, lector, el momento de pedirte perdón por «mis muchas faltas»; lo cual es tanto como decirte que se acaba la comedia.

Y es la pura verdad.

Pero barrunto que, si has tenido la bondad de seguir la narración hasta este último capítulo, me vas a preguntar:

—¿Y Enriqueta? ¿Qué fue de ella? ¿Se curó de sus aprensiones? ¿Se las agravó la conducta de su marido? ¿Fue feliz con éste? ¿Fue desgraciada? ¿Murió en su lecho don Romualdo? ¿Se le llegó a conocer al cabo? ¿Volvieron de su viaje? ¿Se establecieron en tierra extranjera? ¿Y don Serapio? ¿Y doña Sabina? ¿Y César?

Siento declarártelo, lector benévolo; pero todas esas preguntas están fuera del alcance de mis intenciones al trazar el presente Boceto. Las respuestas que necesitan la mayor parte de ellas, tienen más intríngulis que el que tú te figuras, y pide su desarrollo gran espacio.

Algún día quizá hablaremos del asunto; y si no, tan amigos como siempre.

Entretanto, sólo tengo que decirte (y eso porque no me digas tú que el cuento carece de moraleja) que allí donde al afán del lucro se subordina todo, se cae con frecuencia en abismos como don Romualdo; que con maridos como el de Enriqueta, los matrimonios son expiaciones... si Dios no quiere hacer un milagro; y, por último, que los milagros escasean mucho, siglos ha.

Verdad es que los sucesos referidos tuvieron lugar, como al comienzo dije, allá... en los tiempos de Mari-Castaña; y esto siempre es un consuelo, aunque la fría experiencia nos demuestre que todavía, como entonces, y aquí como allí y en todas partes, en todos los juegos matrimoniales, antes que las virtudes y el saber, oros son triunfos.


Publicado el 26 de junio de 2024 por Edu Robsy.
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