Éstos son dos, y cada uno de ellos pudiera pedir un cuadro aparte; pero es de saberse que siempre que trato de sacarlos del fondo de mi cartera, al tirar del uno hacia arriba, sale enredado el otro con él; de donde yo deduzco que son tal para cual, y uno en esencia, aunque dos en la forma.
Tiro, pues, de ellos, agarrando a tientas, y ahí tienen ustedes al primero.
Convengamos en que es mozo de gran estampa. Pedrusco en el anillo que recoge los dos ramales de su chalina; pedruscos en los dedos; pedruscos en el pecho y pedruscos hasta en la leontina; flamante vestido de lanilla; leve pajero muy tirado sobre los ojos; éstos de mirada firme, pero no muy noble; largo cigarro en retorcida y caprichosa boquilla; la siniestra mano en el correspondiente bolsillo del pantalón, y en la diestra, flexible junco.
Sin embargo, aunque sus ojos son negros, y negras las anchas relucientes patillas, y es regular su boca, y blanca su dentadura y alta su talla, no puede decirse de él que es lo que ordinariamente se llama una buena figura. Mirado más al pormenor, tiene juanetes en los pies, ásperas y muy gruesas las manos, demasiado redonda la cara y muy destacados los pómulos. Además, carece su persona de ese aire de que todos hablamos, que todos conocemos a la legua, pero que nadie sabe definir, y al que, por darle algún nombre, se llama vulgarmente buen aire, o aire distinguido; cuya falta es, sin duda, la causa de que, a pesar de su pedrería, que relumbra mucho, y de su boquilla, que sin cesar ahúma, pase este mozo enteramente inadvertido, como figura vulgar e insignificante.
Anda con parsimonia lo poco que anda, como hombre que no lleva prisa ni se preocupa de cuanto le rodea mientras va andando.
Se lee más en su frontispicio cuando está parado a la puerta del café, de una iglesia, del teatro, o de la plaza de toros, que siempre son sus sitios de parada y para los cuales ha nacido, como la estatua para el pedestal. Arrimado a las jambas de una puerta, flagelándose una pernera con el junquillo, lanzando de la boca espirales de humo y dignándose apenas fijar la vista en los que entran o en los que pasan, es precisamente cuando su cuerpo revela más soltura y lucen en sus ojos chispas de inteligencia. Al verle pegado a esas puertas, siempre que al otro lado de ellas se oye el rumor y hasta se huele el tufillo de las muchedumbres emparedadas (pues es de advertir que jamás se arrima a puerta que no encierre mucha gente), cualquiera pensaría que el ruido le aturde, que el calor le marca y las estrecheces le sofocan; y, sin embargo, deteniendo sobre él un poco la curiosidad, puede observarse que siempre se le ocurre entrar cuando los demás comienzan a salir, como si las apreturas fueran su deleite y hallara en rozarse con pechos y solapas un atractivo irresistible.
Obsérvase también que, por lo común, es de noche más activo que de día. Su andar es más resuelto entonces; y si a la luz del sol le gustan los sitios más públicos y concurridos, a la del gas prefiere las calles más solitarias y sombrías, en alguna de las cuales suele desaparecer por largas horas.
Llega a Santander días antes de los de ferias y toros; pero ni él mismo sabe fijar la época de su marcha, porque ésta depende, a menudo, de los agentes de la autoridad, que pueden echarle la mano encima, en el momento en que él pone la suya sobre el reló de su prójimo, o está en un garito tirando el pego a dos docenas de incautos a quienes va desvalijando con el auxilio de otros camaradas de oficio, o tanteando los intestinos de la ciudad para buscar una salida por los fondos de la caja del Banco...
Y aquí asoma ahora, lector, el otro tipo, enlazado, por estas profundidades, a la figura de la cual voy tirando para mostrártela en todas sus principales actitudes. Hablemos de él, pues que se empeña, como si fuera un miembro del otro cuerpo, o una cereza del mismo ramillete.
Viene a veranear mucho antes que el otro, y con un pelaje bien diferente. Su tipo es el de un caballero que ha venido a menos. Negra la raída levita, negra la deshilada corbata, negros los relucientes pantalones, negras las puntas que se ven de su chaleco, negra la descuidada barba, negros los ásperos mechones de su pelo y negras las puntas afiladas de su luengas uñas. En esta figura no hay nada que blanquee: ni siquiera la camisa. Los únicos puntos menos oscuros de este veraniego nubarrón, son dos puntos pardos, ni siquiera grises: los zapatos y el sombrero.
No busquéis esta figura entre los recodos de apartada callejuela, huyendo avergonzada de los resplandores de la luz, o temiendo manchar con su contacto la brillante librea de los capitalistas; ni tampoco en oscuro taller, encorvado sobre la tosca herramienta para ganar, con un trabajo, extraño quizá a sus hábitos y procedencia, un miserable pedazo de pan; ni en la estrechez de una buhardilla, repartiendo ese mendrugo entre una esposa y unos niños extenuados por el hambre y envejecidos por la miseria y por las lágrimas. Si de ese grupo fuera esta figura, yo no profanara su augusta miseria presentándola en esta breve galería de debilidades risibles y aun de cosas abominables. Buscadla, pues, entre la engalanada concurrencia de calles y paseos, haciendo de su mugriento equipaje una desvergonzada protesta, y lanzando punzantes miradas sobre los que pasan, como si le debieran la camisa limpia, las botas nuevas o el gabán sin manchas.
Si con esta luz no columbráis aún el tipo, os apuntaré otro dato que necesariamente ha de iluminar vuestra memoria. Durante lo más recio de un chubasco estival, de esos cuyas gotas pesan, cada una, medio cuarterón, y después de saltar de rebote hasta los balcones, convierten las calles en torrentes; cuando las losas relucen, y el tránsito cesa, y comienzan las ratas a asomar por los sumideros huyendo de la inundación, y los chicos las apedrean, y la gente, pegada a las fachadas, porque ya están llenos de ella los portales y las tiendas, silba y aplaude y ríe a carcajadas celebrando las corridas, y asoman cabezas por los entresuelos, y hierven, hasta levantar la tapadera, las alcantarillas del Correo, y se inunda la calle de San Francisco; cuando todo esto y mucho más sucede, un solo mortal atraviesa impávido la Plaza Vieja, o marcha Muelle adelante por la acera del mar, sin paraguas, en chancletas, con las manos en los bolsillos, y, por toda precaución, la cabeza muy hundida entre los hombros. Pues ese es.
Probablemente habréis recibido alguna vez su visita. Es hombre que hace muchas, recién llegado.
Un día os anuncia la inexperta fámula que ha llamado a la puerta un caballero que desea hablaros. Con tal anuncio, la decís que le introduzca en lo más sagrado de la casa; y cuando acudís a recibirle, os le halláis, como la estatua del desconsuelo, con las manos cruzadas sobre el cóncavo vientre, el sombrero entre las manos, y la mirada tangente a las fruncidas cejas y fija en vuestra mirada.
—Cabayero —os dice con voz trémula y un poquillo de olor a aguardiente—: un desgraciado, con su señora enferma y siete criaturas... sin hogar, sin un pedazo de pan que yevar a sus inocentes labios, implora el auxilio de su generoso corazón.
—¿Quién es ese desgraciado? —le preguntáis, por preguntarle algo, antes de plantarle en la escalera.
—Un servidor de usted, que no hace mucho ocupó una briyante posición social. Pero los acontecimientos políticos...
—¿Era usted de los del presupuesto?
—¡Jamás, cabayero!... Me estimaba demasiado para eso. Yo era rentista.
—¡Hola!
—Sí, señor: tenía todo mi capital en los fondos públicos.
—Lo creo.
—Y con estas bajas tan atroces, a consecuencia de la intranquilidad en que tienen al país estos gobiernos...
—Y a mí ¿qué me cuenta usted?
—¡Ah, cabayero!... Yo quisiera una ocupación honrosa para ganarme el sustento.
—Pues tómela usted, si hay quien se la ofrezca.
—Tras eso ando, cabayero; y mientras la hayo en alguna parte, quisiera merecer de usted la atención de veinticinco pesos que necesito para que tome los baños mi señora, y para que no me arroje el tigre del casero, desde la miserable buhardiya en que ahora vivo, hasta la ignominia de un hospital. Crea usted, cabayero, que la fortuna da muchas vueltas; espero volver a lo que fui, y no perderá usted un cuarto de su préstamo.
Al llegar aquí la historia, se os acaba la paciencia; le dais media peseta, por no darle un puntapié, y se larga tan ufano, haciendo reverencias y mirando con preferente curiosidad, todo lo que es puerta o pasadizo.
Estas visitas son, como si dijéramos, las generales de la ley. Pero hace también otras, bastante más productivas, aunque no tan frecuentes.
Pinto el caso. Comienza a hablarse mucho en el pueblo de que la va a haber, lo cual, como ustedes saben, sucede cada verano. De mí sé decir que, desde que tengo barbas, no recuerdo uno en que no se haya dicho: «¡Oh!, lo que es de ésta, se arma la gorda, y no va a quedar títere con cabeza. Me consta por esto y por lo de más allá». También es otro hecho innegable que nunca faltan almas cándidas que dan entero crédito a estos rumores, ni hombres vehementes que se hallan dispuestos a echar el sombrero al aire y hasta una mano al negocio, si hay quien sepa colocársele a conveniente distancia. Excuso decir que en cada verano aparece esta señora Gorda con diferente tocado, y que nada le queda ya en el ramo que lucir, desde el gorro frigio hasta la boina.
Pues uno de estos hombres, o una de aquellas almas, es quien recibe la visita del ex-rentista cuando más en punto de caramelo andan los rumores públicos; pero, aunque raído y mal trajeado el visitante, no se compunge ni encorva en la visita; antes se presenta, si bien comedido y muy atento, con gran desenvoltura y buen talante, como quien más ha de ofrecer que recibir. Entonces es el hombre iniciado en los grandes secretos de la conspiración; viene del extranjero, donde aquélla se fragua, y va de paso para uno de los puntos de más peligro el día de la batalla. Sabe que el emperador de allí, o el comité de acullá, o el Gran Oriente del otro lado (según el color que tenga la Gorda), ha hecho a la causa un anticipo de doscientos millones. Hay metidos en el ajo quince batallones, treinta generales, ocho fragatas de guerra y el presidente del Consejo de Ministros. El grito se dará en tal parte al salir la gente de tal espectáculo. Toda España está hecha un reguero de pólvora, y sólo falta, para que arda, arrimar la mecha. El triunfo, pues, es seguro y muy pronto. Él ha pasado la frontera con grandes precauciones, y a pie, por lo cual está tan desarrapado. No trae credenciales ni papeles de ninguna clase, por no comprometer con ellos la «alta misión» que se le ha encomendado; pero si el encargo especialísimo para el visitado, de parte del personaje bajo cuya dirección se hace el fregado, de decirle que se cuenta con él, con su patriotismo, con sus influencias, para animar el espíritu del partido en esta ciudad, reunir los dispersos elementos, etc., etc. Antes de tres días saldrá el emisario para Madrid, donde ha de recibir cuarenta mil duros para ciertas atenciones de la causa. Entre tanto, necesita que los partidarios de Santander le proporcionen, siquiera, la miseria de dos mil reales para el viaje y comprar a un maquinista del tren que ha de despeñar un batallón que debe salir de aquí, por ferrocarril, dentro de unos días, a sofocar el alzamiento que tendrá lugar en los confines de la provincia.
Y el pobre hombre que escucha, devora hasta con los ojos, no ya con los oídos y la boca, las palabras del mugriento, y le da una convidada, y se echa a la calle, y revuelve a sus correligionarios, les cuenta lo que le han dicho, les saca los cuartos, reúne los dos mil reales más otros quinientos que él pone de su bolsillo, como en correspondencia al alto concepto que de él ha formado su excelencia, y se vuelve a casa tan convencido del inmediato triunfo del partido, que le falta muy poco para subir a la del Gobernador y aconsejarle que deje el mando por buenas, antes que le se quiten los suyos a linternazos. ¿Necesito pintar el afán con que el bolonio entrega el dinero recaudado y el placer con que lo recibe el descamisado bribón?...
Algunos días después de éstas y otras análogas, aunque no tan productivas fazaña, se oye decir que la policía ha hecho una redada de ladrones que intentaban robar el escritorio del señor de Tal, o la caja del Banco.
—Y ¿quiénes eran? —pregunta uno de esos curiosos que se creen en la obligación de conocer a todo el mundo.
—Pillería de Madrid —responde el preguntado—. Pero a dos de ellos quizá los conozca usted. El uno es un farsantón, de gran fachada, que se pasaba los días arrimado a las puertas de los cafés; el otro, sucio, raído y descamisado, probablemente le habrá visitado a usted para pedirle un anticipo de veinticinco duros.
Los de marras, lector. Bien dije yo que estos mozos eran tal para cual.
Fáltame añadir que, a pesar de esta quiebra del oficio, que, por de pronto, los lleva a la cárcel pública, si no en el mismo verano, al siguiente, y antes que los frutos de sus mieses lleguen a punto de sazón, ya los tenemos acá otra vez, preparándose para recoger su agosto.
¡Oh sabias y protectoras leyes de la patria!