I
—Adiós, señor don Pedro.
—Muy buenos días, don Crisanto. ¿Va usted a misa?
—No, señor: yo la oigo muy temprano. Ahora estoy esperando al amigo don Plácido que está en la de nueve, para irnos enseguida a dar nuestro paseo.
—Ustedes nunca le pierden: muy bien hecho. ¡Ojalá pudiera yo acompañarlos hoy!
—¿Y por qué no? Es domingo, no hay negocios... Pero ahora recuerdo que anoche no fue usted al Círculo.
—Estuve bastante disgustado ayer todo el día... y sigo estándolo... Tengo el chico mayor indispuesto.
—¿De cuidado?
—Hasta ahora no, a Dios gracias; pero como está tan robusto, no sería difícil, si nos descuidáramos, que le sobreviniese alguna fiebre maligna.
—¿Qué es lo que tiene?
—Una indigestión de castañas.
—¡Diablo, diablo!... Mucho cuidado don Pedro, que la estación es muy mala: la primavera para los muchachos...
—Por eso precisamente me apuro yo... Pero ya sale don Plácido y le dejo a usted con él... Adiós, señores.
—Beso a usted la mano, señor don Pedro: que se alivie el chico.
—Pues qué ¿está enfermo? —preguntó don Plácido, que cogió al vuelo las palabras de don Crisanto.
—Parece que sí.
—¿Cosa de cuidado?
—Me lo sospecho. El origen fue una indigestión de castañas; pero como está tan robusto, le ha sobrevenido una fiebre que ha puesto en cuidado a la familia.
—¡Caramba! ¿Si serán viruelas?
—Oiga usted, es fácil.
Y en esto, los dos personajes se dirigieron hacia la calle de San Francisco, por la Plaza Vieja, deteniéndose un instante junto a la esquina del Puente, en la cual había un vistoso cartelón, recientemente pegado, anunciando, para después de varios ejercicios olímpicos, la segunda ascensión aerostática del intrépido Mr. Juanny.
Mr. Juanny era un muchacho, casi imberbe, director de una desmantelada compañía ecuestre, que trabajaba los domingos en Santander, en un lóbrego corral, ante un escaso público de criadas, soldados y raqueros. La primera ascensión, por cierto en una tarde fría y lluviosa de abril, tuvo para el valeroso aeronauta el éxito más desgraciado.
Henchida la remendada mongolfiera en medio del circo, y sujeta al suelo, del que distaba más de veinte pies, por dos delgadas e inseguras cuerdas, Mr. Juanny comenzó a trepar por otra suelta del centro, para alcanzar el trapecio que en el espacio le había de servir de columpio; pero al oscilar el globo con el peso del aeronauta, rompió las cuerdas que le sujetaban, y rápido se lanzó a las nubes, cuando aún distaba del trapecio el pobre muchacho más de ocho pies. Para el público no tuvo el lance aquel nada de particular: creyó de buena fe que el ir Mr. Juanny agarrado a la cuerda era un alarde más de su agilidad y de su impavidez; sólo su familia, que era toda la compañía, y él, comprendieron lo terrible de la situación: la primera la manifestó bien pronto con lágrimas de desconsuelo; y por lo que hace al segundo, según la relación que de boca del mismo oímos, conociendo mejor que nadie el espantoso peligro en que se hallaba, trató, lo primero, de llegar hasta el trapecio; pero la rapidez con que ascendía el globo le impedía adelantar un solo palmo. Como la cuerda era larga, al salir del circo se enredó entre las ramas de la Alameda vieja, y por un momento creyó Mr. Juanny que había desaparecido el peligro; mas, para mayor desconsuelo, las débiles ramas cedieron al empuje del globo, y aquel desdichado no tuvo otro remedio que acudir a su valor y a su destreza. Agarróse, pues, lo mejor que pudo a la cuerda, y dejó a la Providencia lo demás. Entre tanto, las manos se le habían desollado, sus fuerzas se debilitaban por instantes, y cada vez hallaba más irresistible la violencia con que el globo parecía que trataba de desprenderse de él. Las casas, los objetos que en furioso torbellino pasaban a su vista, le mareaban en aquella angustiosa situación: perdió al fin el conocimiento, y maquinalmente siguió todavía agarrado a la cuerda. Un instante más y no había remedio para él. Pero afortunadamente la mongolfiera era muy vieja, y a pesar de los remiendos que tenía, iba perdiendo gas a cada instante por sus muchas rendijas; cedió al fin al peso del aeronauta, y descendió rápidamente, cayendo una legua adentro de la bahía, y a más de media del barco más próximo. Ya era tiempo. Mr. Juanny sólo conoció que se hallaba en el agua, cuando su frialdad le sacó de su estupor. Mas el nuevo peligro era insignificante comparado con el que acababa de correr. El globo, aún henchido, flotaba como una enorme boya: agarróse, pues, a él y esperó. Por mucha prisa que se dieron los tripulantes de algunas lanchas que le vieron caer, las dos primeras que hasta él llegaron, a toda fuerza de remo, tardaron un cuarto de hora.
Mr. Juanny desembarcó al fin en el Muelle, entre su familia y un inmenso concurso, desolladas las manos y tiritando de frío, pero sereno y risueño como si nada le hubiera sucedido.
Hecha esta ligera digresión, que bien la merece el asunto por su histórica terrible gravedad, volvamos a nuestros conocidos.
Pertenecen éstos por patrón, edad e instinto al pequeño grupo de figuras reglamentadas que son indispensables a toda población, y sobre las cuales pasan en vano los años y las revoluciones: alguna arruga de más, algún cabello de menos, son los únicos rastros que deja el tiempo sobre estos seres: traje, costumbres y alimento siguen siendo para ellos los mismos que los del año en que se plantaron, hasta la hora de su muerte; porque ésta, siendo producida generalmente por una apoplejía fulminante, o por otro torozón cualquiera, no les atormenta con sus preludios, ni les altera en lo más mínimo, durante la vida, el metódico sistema de ella. Egoístas y avaros por naturaleza, temiendo adquirir compromisos o arriesgar su dinero, sólo toman del mundo aquello que el mundo echa a la calle, bien porque le sobre o porque lo regala.
Por eso, su única biblioteca, en el capítulo de erudición, la constituyen los carteles de las esquinas, los prospectos volantes y los periódicos del café.
Sabido esto, y no olvidando el dramático suceso que acabamos de referir, excusado será decir a ustedes que leyeron con avidez el cartel de Mr. Juanny; que al separarse de la esquina, continuando su paseo, iban hablando con horror de tamaño atrevimiento; que calcularon y se concedieron recíprocamente el sitio en que, según el viento que reinaba, caería aquella tarde el aeronauta, y, por último, que decidieron ir a presenciar la ascensión; mas no se crea que al circo mismo, donde no habría bastante comodidad sobre costar el dinero, sino a los prados de la Atalaya, cuya elevación les permitía dominar los sucesos con la vista y respirar aires puros.
Cuando llegaron a San Francisco, discurriendo aún sobre el mismo tema, repararon que un corredor, muy conocido de ellos, se les acercaba con un andar de siete millas.
Al cruzarse con él no pudieron contener su curiosidad, y, a dúo, le interpelaron:
—¿Adónde tan de prisa?
—¿Han visto ustedes a don Pedro? —les preguntó, casi al mismo tiempo, el corredor.
—Ahora mismo acabamos de separarnos de él.
—¿Ha ido al escritorio?
—No, señor; a su casa... ¿Ha ocurrido alguna otra novedad? —añadió alarmado don Plácido, al ver cómo jadeaba aquel hombre.
—¿Según eso había ya una?
—¡Qué! ¿No lo sabe usted?
—Hombre, no; yo le buscaba para un negocio... y muy bueno.
—Pues, amigo —dijo don Crisanto en tono sentido—, de nosotros se ha separado de muy mal talante.
—Pero, ¿qué tiene?
—El chico mayor muy malo —exclamó don Plácido.
—¿De qué? —dijo sorprendido el corredor.
—De viruelas —contestó solemnemente don Crisanto, y con la más profunda convicción.
—¡De viruelas!... Pero si ayer le he visto yo en el escritorio copiando una factura.
—Pues ahí verá usted —observó don Plácido.
—¿De suerte —añadió el corredor—, que su padre no estará dispuesto a hablar de negocios?
—Figúreselo usted —contestaron los dos amigos.
—Pues ¡cómo ha de ser!... paciencia, que lo peor es para él... Adiós, señores, y gracias.
—No hay de qué: vaya usted con Dios.
—El agente, desesperanzado de hacer el negocio, emprendió una marcha más lenta que la anterior; y mustio y cabizbajo, se internó en la calle de San Francisco.
Los dos amigos continuaron su paseo hacia la Alameda.
Habrán extrañado al lector los progresos de la enfermedad del hijo de don Pedro, o habrá creído, a pesar de lo que le he dicho acerca de don Plácido y don Crisanto, que éstos trataban de dar un bromazo al corredor. Nada de eso. Ni el carácter, ni la posición, ni la edad de estos señores se prestan a la broma: tienen cincuenta mil duros cada uno, y un siglo cumplido entre los dos. Pero sobre algunas otras manías a que consagran todos los desvelos que no necesita la administración del milloncejo, les esclaviza y atormenta la de adquirir noticias, cualesquiera que ellas sean; y no por el placer de saberlas, sino por el de propalarlas; pero de propalarlas de manera que interesen y exciten bien la curiosidad del público. Esto no podrían conseguirlo siempre, porque los datos adquiridos, algunas veces no lo dan de sí. Por eso, ocurrido un suceso cualquiera, le suponen el curso que les parece más natural, y con la mejor buena fe, le colocan en el término que más se acomoda a sus cálculos. —«Que esto ha de suceder, es infalible —dicen ellos—; pues contémoslo enseguida, porque después no tendría novedad, y, bien mirado, no faltamos a la verosimilitud». La calidad de la noticia es lo que menos les importa, ni las consecuencias que pueda producir su afán de exagerarla: haga ella efecto, coméntese, propáguese, y su amor propio se verá satisfecho.
No tuvieron otro origen las viruelas del hijo mayor de don Pedro.
El corredor, entre tanto, llegó a la Guantería, se sentó sobre el mostrador y comenzó a renegar de su suerte.
—Vea usted —decía—, hasta las epidemias conspiran contra mis intereses.
—Pues ¿qué sucede? —le preguntó un tertuliante de aquel establecimiento—; ¿vuelve otra vez el cólera?
—¿Qué más cólera que no hacer un negocio en cuatro días?
—Como decía usted que la epidemia...
—Y lo repito: el mejor corretaje, acaso el único de toda la semana, acabo de perderle porque han entrado las viruelas en la casa.
—¿Hay algún comerciante con ellas?
—No, señor: un hijo.
—¿Quién es el padre?
—Don Pedro Truchuela.
—¡Caramba! ¿Aquel muchachón tan robusto está con viruelas?... ¿Y son de mala ley?
—Según me han dicho, con referencia a su padre, no lo cuenta.
—¡Qué lástima!
Y al exclamar así el ocioso, marchóse a la Plaza y refirió el suceso al primer conocido que halló a mano.
En los comentarios estaba ya, cuando la doncella de don Pedro, muy conocida del comentarista por su lindo palmito, cruzó hacia el Puente y entró en uno de sus portales. Al notarlo el ocioso, exclamó:
—¡Adiós, mi dinero!, ¡ya van a llamar al cura!
—¡Ca! —dijo el otro sorprendido.
—Sí, señor: he visto entrar a la doncella de don Pedro en casa del padre N... Cuando salga la he de preguntar.
Ignoraba el noticiero que el padre N... se había mudado a otra calle, y que vivía, a la sazón, una modista en la casa que él dejó.
A poco rato salió la doncella con unos paquetes debajo del brazo, y se fue por el Muelle. El espía no lo notó por haberse enredado en una nueva acalorada controversia, sobre las causas de algunas epidemias como la que ya juzgaba apoderada de la población; pero, en su defecto, vio poco después atravesar al padre N... por la esquina de la Ribera y en dirección al barrio en que vivía don Pedro.
—Véalo usted —exclamó—; ¡se realizaron mis sospechas!...
Y sin despedirse de su contrincante, fue a llevar la noticia a la Guantería.
Cuando a la una en punto volvieron del paseo don Crisanto y don Plácido, encontraron otra vez al corredor.
—¿Ha visto usted a don Pedro? —le preguntaron.
—¡Bueno estará el pobre señor para visto! —contestó.
—Pues ¿qué ha sucedido? ¿Está peor su hijo?
—Ya le han dado la unción.
—¡Ave María purísima! —exclamaron los dos amigos—. Lo mismo que sospechábamos salió, desgraciadamente.
Y con cierto aire de satisfacción, por el buen éxito de sus presunciones, pues que no estaba en sus manos evitar la desgracia y era ocioso afectarse por ella, se separaron del corredor, sin pasarles por la imaginación que ellos, y nada más que ellos, eran el origen, desarrollo y progreso de la enfermedad del hijo de don Pedro Truchuela.
II
Fieles como dos cronómetros, a las cuatro en punto de la tarde llegaron nuestros dos amigos a los prados de la Atalaya, y se colocaron en el más elevado de ellos para dominar mejor todos los incidentes de la ascensión del globo. Destacábase éste, henchido ya de humo, en el reducido circo de la Alameda, balanceándose sobre las cuerdas que le sujetaban, esperando a que le dieran libertad para lanzar al espacio su gran mole.
En instantes tan supremos, cuando la curiosidad de medio pueblo diseminado por aquellas praderas estaba fija en el aparato, el campanón de la catedral sonó, grave y acompasado, tres veces. Su lúgubre tañido no produjo el menor efecto en el ánimo de aquellos espectadores. Sin embargo, nuestros dos conocidos, aunque afanosamente ocupados en explicarse la teoría del espectáculo que a tales alturas les había conducido, suspendieron la discusión.
—¿Ha oído usted, don Plácido?
—¿Qué?
—Tocan a paso.
—Efectivamente: es por el hijo de don Pedro.
—¿Lo sabe usted con seguridad?
—¡Hombre, estando ya con la unción esta mañana!...
—Es verdad... ¡Pobre muchacho!... ¡tan joven!
—Al anochecer nos pasaremos por su casa para saludar a don Pedro y acompañarle en su dolor.
En esto se oyó un rumor infinito de hurras, aplausos y silbidos. El globo se elevaba majestuoso, arrastrando al joven aeronauta, vestido de artillero, y de pie sobre un cañón... de madera.
—¡Allá va eso! —dijo don Crisanto—; siempre te bañarás como la otra vez... Sospecho que cae en Maliaño... ¡Allí sí que no te salvas!
—Pues yo —repuso don Plácido—, creo que más acá se queda, según la dirección que toma.
—Como caiga en el agua, es lo mismo: el cañón le arrastrará al fondo... Le aseguro a usted, don Crisanto, que si tuviera facultades para tanto, suprimiría estos espectáculos... porque, desengáñese usted, son una barbaridad.
—¿Qué demonios le diré a usted, don Plácido?... Es preciso que haya de todo en el mundo.
—¿Y para qué hace falta esto? Para aumentar el número de huérfanos y de viudas, y para fomentar la vagancia: total, para molestar al hombre de bien y pacífico, y sacarle lo que, acaso, necesita para su familia... o para su regalo; que ya que uno se lo ha ganado, nadie más que uno mismo tiene derecho a hacer de ello lo que le dé la gana.
—Todo lo que usted dice está muy en su lugar; pero repare usted que ese pobre volatinero brinca y salta, sube y baja y se remoja en la bahía cuando y cada vez que le da la gana, para ganar un miserable pedazo de pan, y que a nosotros no nos cuesta un cuarto. Ahora mismo, desde estos prados, le estamos viendo de balde, y por cierto, con más comodidad que los que han pagado su entrada en el circo. Desengáñese usted, el que no quiere y sabe ahorrar, no gasta un maravedí por más lazos que se le tiendan.
—No lo niego; pero concédame usted que, a veces, se complican las circunstancias de un modo... Sin ir muy lejos, ni acotar con muertos, el día en que este mismo sujeto estuvo a pique de ahogarse en la bahía, me hallaba yo, después del suceso, leyendo el correo en la botica; cuando a uno de esos filántropos que de todo el mundo se conduelen, porque no tienen otra cosa que hacer, y que había visto las desolladuras y contusiones que se hizo el volatinero, le da la gana de echar un guante para él entre todos los concurrentes al establecimiento, que sabe usted que no son pocos... Pues señor, ¿usted creerá que me sirvió de algo volverme de espaldas, hacerme el distraído, ni marcharme hasta el escaparate con la disculpa de que necesitaba más luz para leer el periódico?... ¡que si quieres! El muy importuno me siguió como si fuera mi sombra... y gracias a que, como de costumbre, yo no llevaba un ochavo sobre mí; que de otro modo, me cuestan la función del volatinero y la impertinencia de su protector, un par de reales, o tal vez más.
—Pero, al fin, nada pagó usted, y siempre venimos a parar a que, amarrando bien, por más que tiren de uno, no le sacan céntimo. ¡Buen cuidado me da a mí por todos los filántropos del mundo!... ¡sordo siempre!, que oídos que no oyen, corazón que no siente. Pero se me figura que desciende el globo... y va a caer, como lo anuncié, hacia Maliaño.
—Mire usted que a esa distancia engaña mucho la vista.
Cuando poco después desapareció la mongolfiera detrás de la colina del Cementerio, los dos observadores bajaron a paso redoblado a la ciudad, y se encaminaron a la estación del ferrocarril, con el objeto de averiguar lo cierto del caso, pues el globo, a medida que bajaba, fue pareciendo más próximo, en línea horizontal, a los dos curiosos; tanto, que don Plácido, al perderle de vista, hubiera sido capaz de jurar que había caído en la Peña del Cuervo.
Andando, disputando y sudando el quilo, llegaron a la Pescadería, y preguntaron a un aldeano que hablaba sobre el suceso:
—¿Dónde cayó, buen amigo?
—Pus dí que se ha jundío en metá la canal.
—¡Fuego! ¿Oye usted, don Plácido?, lo que yo temía.
Y siguieron más adelante.
Dos cigarreras daban grandes voces.
—Tamién fue causelidad de pasar al mesmo tiempo la comotora.
—¿A quién ha cogido? —preguntó el curioso don Plácido.
—¡Otra... esta sí qué! ¿Pos no lo sabe usté, buen hombre? ¿A quién tiene de ser? Al del globo.
—¿Y le mató?
—¡Ahora escampa! ¡No sé si le mataría pasando por encima el camino de hierro!
—¡Qué atrocidad!
—Y lo peor hubiera sido —continuó la cigarrera—, si no se apartan a tiempo las personas que se agolparon allí... Ya le quiero un cuento... ¡pos no sé si hay carná!... ¡Más de veinte estuvieron a pique de perecer!
—Y diga usted, ¿se podrá ver el cadáver?
—¡Quiá!, ¡que si quieres! Han dío allá los de polecía, y no dejan de pasar a naide... Está un poco más acá de la Peña del Cuervo.
—Pero si acaban de decirnos que el globo cayó en la canal.
—No haga caso, señor; eso fue la otra vez.
—¡Toma!, y es verdad. ¡Cómo se miente!
Las noticias adquiridas, si no eran cuanto podía apetecer la insaciable curiosidad de los dos amigos, cumplían en gran parte con los deseos de éstos, en la imposibilidad en que estaban, según los informes de la cigarrera, de acercarse al lugar de la catástrofe. De todas maneras, Mr. Juanny había perecido indudablemente, y muchas personas habían estado a pique de ser aplastadas por el tren.
—He aquí una cosa que yo no puedo comprender bien —dijo don Plácido a su amigo, mientras los dos retrocedían apresuradamente, para dar pronta salida a sus frescas provisiones de noticias.
—¿Qué es lo que usted no comprende? —replicó don Crisanto.
—Que haya habido gente a pique de perecer. La vía (fíjese usted mucho en esto), en el sitio que nos han señalado, está completamente bañada por el mar, por ambos lados, y la marea está alta en este momento. Y una de dos: o hubo gente o no la hubo al llegar el tren. Si la hubo, y mucha, en lo cual convienen todas las noticias adquiridas, ¿en dónde se refugió cuando apareció de sorpresa la máquina?... porque hubo sorpresa, y la prueba está en que Mr. Juanny no tuvo tiempo para ponerse fuera del peligro... ¡como que pereció en él! Yo quiero suponer que las personas que le rodeaban, que eran muchísimas, atendiendo cada una a su propia salvación, se olvidasen del desgraciado, que tal vez cayó enredado entre las cuerdas del globo, o se inutilizó al caer y no pudo moverse; al huir cada cual del tren que se aproximaba rápido, ¿se refugió en las orillas de la vía? Imposible, porque son muy estrechas... o perecieron los de la primera fila indefectiblemente. ¿Se atropellaron unos a otros, y se salieron de la vía? En este caso cayeron al agua; y como no es probable que todos supiesen nadar, y sabe que, en semejantes conflictos, el mejor nadador se ahoga arrollado por la multitud, el resultado es más horroroso aún que el de la primera suposición... En fin, don Crisanto, no me cabe duda alguna de que la escena debe haber sido espantosa. Y esto parece providencial después de lo que dije a usted en la Atalaya sobre las consecuencias de semejantes espectáculos.
—Me deja usted aturdido —exclamó don Crisanto que no había perdido una sola de las palabras de su amigo— los argumentos son irrebatibles... Pero si tantas víctimas hubo, ¿cómo no se sabe nada de cierto?
—Muy sencillo, amigo mío: el juzgado estará instruyendo las diligencias de cajón; habrá detenido a los que salieron ilesos para tomarles declaración, y a los de fuera no se nos ha permitido acercarnos allá; ¿por dónde, pues, se ha de haber sabido la verdad? Desengáñese usted, que se van a descubrir horrores.
Y penetrados ambos, pero con toda convicción, de esta trágica idea, continuaron Muelle adelante.
—¿Vienen ustedes de la estación? —les preguntó un conocido que hallaron al paso.
—Sí, señor.
—¿Y en dónde cayó?
—En mitad de la vía.
—¿Al pasar el tren?
—Desgraciadamente... y le ha partido por la mitad.
—¡Horror! ¿Es posible?
—Como usted lo oye... y no es eso lo peor, sino que entre la gente que se agolpó a verle, entre ahogados y aplastados pasan... tal vez de veinte.
—¡Santo Dios de misericordia!... ¿Pero ustedes lo han visto?
—Casi, casi. Las autoridades están allá, y el juez instruye las diligencias: por eso no se nos ha permitido ver a las víctimas; pero hemos oído los gritos y la bulla.
—Estremece pensarlo, señores... Corro a ver si logro adquirir más pormenores.
El buen señor partió, azorado, hacia la estación, mientras los noticieros, conmovidos, no de pesar por las víctimas que suponían, ni de remordimiento por la ligereza con que habían propalado una noticia tan grave y tan dudosa, sino de entusiasmo por el caudal de horrores que llevaban en la mollera, continuaron caminando a largos pasos, rojo el semblante, chispeante la mirada y diciendo con la fisonomía a todo el mundo: —«Pregúntenos usted, o se lo contamos».
De esta suerte llegaron al café Suizo.
Media hora haría que estaban aterrando a un numeroso auditorio que se habían formado con sus trágicos relatos, cuando entró en el salón don Pedro Truchuela, acompañado de su hijo, el mismo que, según noticias, había fallecido aquella tarde.
Verlos entrar los dos amigos y atascárseles en la garganta las palabras que iban a dirigir al concurso, fue todo uno.
Repuestos algún tanto de la sorpresa, partieron ambos hacia don Pedro, y tomando la palabra don Plácido, le dijo, dándole la mano:
—Pero, señor... ¡cómo se miente en este pueblo! Si se nos había dicho...
—¿Qué? —le interrumpió don Pedro.
—Que estaba peor su chico de usted —añadió don Crisanto—; y ya vemos, que a Dios gracias, es mentira. Sea, pues, mil veces enhorabuena; y ojalá sirva esto de lección a los que con tanta ligereza se entretienen en propalar malas noticias.
—Mucho que sí —murmuró don Plácido, un si es no es corrido y abochornado con la lección.
—Gracias, señores —les contestó don Pedro, que lo que menos se imaginaba era el cisco que sus dos conocidos habían revuelto desde que los saludó por la mañana—. Afortunadamente este chico es fuerte, y cuando volví a casa me le encontré levantado y empeñado en que había de salir a la calle, lo cual no le consentí, porque en su estado no lo juzgué prudente; pero esta tarde, después de notar las buenas disposiciones con que comió, no he tenido inconveniente en que me acompañara a dar un paseo y a ver al mismo tiempo elevarse el globo.
—¿Desde dónde le han visto ustedes? —preguntaron anhelosos los dos embusteros.
—Desde los prados del Cementerio —contestó don Pedro.
La ansiedad de los viajeros crecía por momentos.
—Según eso —exclamó don Crisanto—, ¿estará usted al corriente de todo lo que ha sucedido?
—Como que lo he visto.
—Ya lo oye usted, don Crisanto, ¡lo ha visto!
—¿Y qué tiene de particular, señores? —exclamó don Pedro, a quien ya chocaban los gestos y el afán de sus amigos—. Nada más sencillo: cuando noté que el globo descendía, nos bajamos a lo largo de las tapias del Cementerio, hasta cerca de la vía; allí nos sentamos y le seguimos en todos sus accidentes, hasta que cayó.
—¿En dónde?
—En la cortadura del muelle de Maliaño, en el agua, pero a pocas varas de la escollera; así es que el aeronauta, con muy leves esfuerzos, salió a tierra firme inmediatamente... Lo hemos visto con los gemelos.
Los dos amigos se miraron estupefactos.
—¿Pero no cayó en la vía? —preguntó asombrado don Plácido.
—¿Pues no lo está usted oyendo? —contestó don Pedro.
—Luego no le ha cogido el tren, ni han perecido ahogadas y aplastadas otras personas...
—¡Ave María Purísima! —exclamó, santiguándose, don Pedro—: ¿quién les ha engañado a ustedes?
—¡Conque es mentira!... Pero ve usted, don Crisanto, ¡cómo se miente en este pueblo!
Y don Plácido miró a su amigo con una expresión indefinible. Éste le contestó en idéntico lenguaje, y recordando entrambos sus recientes trágicos relatos, y notando que en algunas mesas vecinas se hablaba, con referencia a ellos, de la terrible catástrofe, despidiéronse de don Pedro y de su hijo como mejor en su aturdimiento supieron, y se echaron a la calle renegando, con la mayor sinceridad, del arte que se da el público siempre para desfigurar la verdad y sorprender la buena fe de los hombres de bien, como ellos dos, y exclamando, escandalizados, a cada instante:
—Pero, señor, ¡cómo se miente!