El sujeto de él no es producto castizamente español; pero, a tuertas o a derechas, ya le tenemos acá, y tan aclimatado como otras muchas cosas que por españolas pasan, porque en España viven y crecen y hasta se multiplican; y si no se acomodan rigorosamente a nuestro genuino modo de ser, vamos nosotros acomodándonos a ellas, y tanto monta.
No apareció sobre la haz de esta tierra por la obra lenta y gradual de una gestación sometida a las leyes inalterables de la Naturaleza, sino por el esfuerzo violento de un cultivo artificial, semejante al que produce los tomates en diciembre, y los pollos vivos y efectivos sin el calor de la gallina. Trájole la arbitraria ley de una necesidad de los tiempos que corren; un antojo de las gentes de ahora, que exigen, para alimento de su voracidad, no los manjares de ayer, suculentos, pero en grandes y muy contadas dosis, sino la comidilla incesante, la parvidad continua, estimulante y cáustica, que mantenga el apetito en actividad perenne.
Dándole, pues, carta de ciudadanía en España, y estudiándole un poco desde aquí para filiarle en justicia, puede afirmarse, sin asomo de duda, que desciende en línea recta de aquel modestísimo gacetillero o localista, que, pocos años hace, ejercía el precario oficio a la callada y a escondidas de las gentes, por respeto al proverbial quijotismo español, que le tenía en poco y le sumaba con todos los «holgazanes vagabundos» y demás «gentes de mal vivir y perniciosas»; de aquel excelente muchacho que, de higos a brevas y en casos muy extraordinarios, se veía, con una mano en el bolsillo, y en la otra el sombrero de copa alta, a la puerta de una oficina pública, pidiendo veinte veces y en voz baja licencia para entrar un poco más adentro, con los modestos fines de preguntar a un oficial de cuarta clase, o a un agente de policía de los más ínfimos, si eran ciertas las noticias corrientes entre el público sobre este robo o aquel descalabro, en la seguridad de ser respondido, a la quinta o sexta acometida, con una desvergüenza o un bufido que le causaban angustias y trasudores, muy merecidos en su humilde entender; pero que aún le parecían cosa de chanza si a la salida de allí, y después de llegar en volandas a la redacción, le era lícito escribir, para el número del día siguiente, un sueltecillo a este tenor: «Con noticias de buen origen, podemos confirmar (o desmentir) las que circulan media semana hace, en plazas, tertulias y cafés, acerca de esto o de lo otro».
Así nació, de golpe y porrazo, y por aquí vino, ese personaje, o mejor dicho, esa institución con fuero propio y jurisdicción sin límites, que se hombrea con los poderes públicos y campa por sus respetos donde quiera que cae como llovido del cielo. ¡Que le vayan a él con bufidos y sofiones aquellos desabridos funcionarios que cerraban las puertas a su padre! Por mucho menos que ello, por la más leve torpeza o la menor tardanza en su ministrarle las noticias que desea y ha pedido, les hará temblar con una amenaza fulminante: se lo dirá al gobernador, se lo dirá al ministro, o al jefe del Estado, si es preciso, si le apuran un poco «y vuelve a suceder eso». Para él no hay estorbo allí que le detenga, ni razones que le contraríen. Toda la casa es suya, y entra por ella como en lugar conquistado, sin contestar a los porteros que le saludan reverentes, preguntando por quien le acomoda y colándose donde le da la gana.
Para lo usual y ordinario, hasta tiene su poco de oficina en lo más inaccesible al vulgo y más sagrado del local, con las noticias que desea sobre la mesa ya, para que no tenga más trabajo que el de apoderarse de ellas. Si le parecen poco, también tiene, por tener de todo, el derecho de llamar al funcionario que necesite para que le dé más, y el de introducirse en el despacho del jefe, que le servirá gustosísimo después de haberle agasajado con un abrazo, dos regalias y un puñado de caramelos. Las noticias adquiridas de este modo, noticias relacionadas a menudo con lo más hondo y más secreto de la política o de la administración del Estado, noticias de sensación las más de ellas, se publicarán pocas horas después en la segunda o tercera edición de las varias que hace cada día el periódico que le paga. Cuando no quiere molestarse en ir a recogerlas a los centros respectivos, los funcionarios de la Nación, los mismos que acostumbran a recibir con cara de vinagre y poco menos que a escobazos al manso contribuyente que da lo que ellos consumen, cuidarán de enviárselas a la redacción, con la súplica de que perdone por lo poco y mande lo que le acomode.
En la vía pública trabaja con igual suerte y se despacha con el mismo desparpajo. Si se rompe o se vuelca el andamio de una fachada antes de que el perniquebrado albañil lance en el suelo el primer quejido, ya está a su lado él, lápiz y cuartillas en ristre, no para levantarle ni socorrerle, por de pronto, sino para acosarle a preguntas. «¿Cómo se llama usted?—¿Cuántos años tiene?—¿Cuántos hijos?—¿Es viudo?—¿Dónde vive?—¿De dónde es?—¿Cómo fue la caída?¿Se rompió la cuerda? ¿Se volcó el andamio?—¿Quién tuvo la culpa?—¿El propietario por mezquino?—¿El arquitecto por descuidado?».
Después llegará la camilla; se conducirá al albañil a la Casa de Socorro, y él irá delante y entrará en la casa antes que el enfermo; y mientras el médico va palpando en éste lo que está lesionado y lo que no lo está, irá interrogándole él, para anotar las respuestas con su lápiz sempiterno: «¿Es rotura?—¿Es dislocación?—¿De la tibia?—¿Del fémur?—¿Tiene fiebre?—¿Es de cuidado?—¿Sanará?...».
Hasta que, harto él de preguntar y no cansado el otro de responder, se largará de allí, sin apurarse gran cosa por la suerte del albañil, aunque al leer más tarde en el periódico la relación del suceso con todos sus pelos y señales, cualquiera creería «de la casa» al relatante, por lo que plañe y gime la caída, y truena contra los inhumanos que construyen o dirigen edificios, sin mirar por la salud y la vida de los míseros obreros que los ayudan con su trabajo peligroso.
A un incendio llega antes que el sonido de las campanas que le anuncian, y mucho antes, por supuesto, que las bombas, los mangueros y el piquete; y tampoco por ansia caritativa, que este particular no le apura a él cosa mayor. Lo que le importa es averiguar antes que nadie, para ser el primero en publicarlo, cómo y por dónde empezó la cosa; qué gentes viven allí; qué hacen y por dónde salen o se tiran para salvar el pellejo; cuántos huesos se quebrantan en estos trances, o cuántos muebles se hacen añicos; qué mangueros, qué autoridades, qué personas conocidas o qué fuerzas de la guarnición han sido las primeras en llegar; y mientras unos dan órdenes, casi siempre al revés, y otros las cumplen como mejor les parece, y este bombero trepa fachada arriba hincando las uñas en las grietas y resaltos de la pared, si no tiene mejores asideros, o se destaca en lo más alto, a la claridad imponente de la voraz hoguera sobre el negro fondo del estrellado cielo, esgrimiendo el hacha para derribar la cumbre del tejado; o asoma otro por la chamuscada puerta del balcón, entre espesa columna de humo con chispas, para respirar un poco de aire oxigenado que no hay adentro; o sudan el quilo en la calle los hombres que mueven los brazos de la bomba, o dirigen la pesada boquilla de la manga; o amontonan muebles desvencijados, ropas y colchones, jaulas, sombrereras y cacharros, entre el vocerío de los que mandan con derecho y de los que tachan los mandatos por lujo de tachar; de los ayes lamentosos del herido; del gemir de las mujeres delante de sus ajuares destrozados; del golpear de las culatas del piquete sobre los duros adoquines, y del continuo rumor de toda aquella compacta e hirviente muchedumbre, que se bambolea y oscila como un pedazo de mar, él va y viene, y entra y sale y se desliza y cuela por todos los resquicios de la masa, y atraviesa la línea de soldados, y salta por encima de la cordillera de montones y de las henchidas mangas, y todo lo atropella y vence, para saber antes, si es posible, que ningún otro de su oficio, cómo se llaman el bombero del tejado, y el hombre que se rompió una clavícula, y el vecino que salió por el balcón; de dónde son nativos, de qué viven y cuál es su estado; qué mote tiene el ratero detenido por el gobernador, y por qué se le detuvo, etc., etc. En seguida, y volando, a la redacción para dar a luz aquello poco, y volver al sitio del siniestro para recoger a escape las notas de lo que vaya aconteciendo, hasta que el incendio se apague por el esfuerzo de los hombres o por falta de materia en que cebarse.
Entonces una parrafada de última hora; y por remate de todo, un resumen de lo acontecido, con la tasación de daños, y lágrimas compasivas en recuerdo de los perjudicados y contusos; una descarga de reflexiones acerca del mal servicio contra incendios, otra de loores para las «dignas autoridades» y demás personas que han sido complacientes con él, y una alabanza especial para el heroico bombero del tejado.
Gran teatro es un incendio gordo para lucir su diligencia y su sagacidad un hombre así; pero aun hay otros que se prestan mejor al ejercicio de los raros talentos que posee por privilegio singular de su naturaleza y por ley de la costumbre que le ha formado: verbigracia, los crímenes ruidosos, las causas célebres. ¡Aquí es donde hay que verle para admirarle en toda la pompa de su absoluto poder y señorío! A donde va el Juzgado instructor, allí está ya él, que también es juez y magistrado, y Audiencia y Tribunal Supremo y cuanto hay que ser; allí está desde mucho antes, mano a mano con el supuesto criminal, o testigo, o cómplice, cuyas declaraciones se buscan.
—¿De cuántas puñaladas mató usted a su víctima?
—¡Señor!... Yo no he matado a nadie: bien lo sabe el juez.
—¡Qué juez ni qué niño muerto! Aquí no hay más juez que yo, ni más tribunal que el que yo represento, que es el tribunal de la prensa, el de la conciencia pública; y público y notorio es que usted la hizo, por lo que nadie más que usted ha de pagarla. Con que, a cantar de plano.
—Repito que soy inocente.
—¿En dónde se hallaba usted a las ocho de la mañana del día siete de febrero del año próximo pasado?
—¡Yo qué sé!
—¿Qué señas tenía cierta mujer que en aquella ocasión, y mientras usted saludaba al Espatarrao, pasó por la acera de enfrente?
—No recuerdo nada de eso.
—Ya lo recordará usted en el patíbulo. ¿De qué color eran las botinas de la barbiana con quien usted se detuvo en la misma calle, ocho meses después, al rayar el mediodía, y por qué, al despedirse, fijó usted la mirada en el balcón de un tercer piso, y ella dijo que sí con un movimiento de su cabeza?
—Tampoco hago memoria de cosa alguna de esas.
—¿Y tampoco recuerda usted quién era la señora recatada que salió en compañía de un caballero muy elegante, con el cuello del sobretodo alzado y el ala del sombrero muy caída sobre los ojos?
—¿De dónde salían esas personas?
—Del portal mismo de la casa del interfecto, tres horas después de cometido el crimen. ¿De qué piso bajaban? ¿A dónde iban, y por qué al extremo de la calle se cruzaron con un hombre, y este hombre arrojó en aquel instante la colilla del cigarro que fumaba, y al arrojarla tocó con el codo el brazo de la señora, y la señora volvió la cara hacia él?
—Pero ¿por qué he de saber yo esas cosas?
—Porque el hombre de la colilla era usted, y la señora recatada y el señor que iba con ella, sus cómplices y encubridores de usted, como se irá demostrando poco a poco.
—¡Por los clavos de Jesucristo!... Pero, señor, aunque fuera cierto que tirara yo una colilla en ese sitio que usted dice, y tropezara con el brazo a una señora al mismo tiempo, y esa señora se volviera para mirarme, ¿qué tiene todo ello de particular ni que ver con el crimen cometido tres horas antes... no sé en dónde?
—Por esa puerta falsa quiere la justicia histórica dar escape a la responsabilidad criminal de usted; pero a mí no me la da esa señora con vuelillos y hopalandas... Y vamos adelante. ¿A qué hora de aquella misma noche entregó usted un envoltorio al Presidente del Consejo de Ministros?
—¡Yo!...
—Usted, sí. Ya ve usted cómo todo se sabe. Y ¿a qué otra, sobre poco más o menos, tuvo usted una entrevista con el Nuncio, y le dio una carta que le había proporcionado un gentilhombre de Palacio, a instancias del Embajador de Rusia?
—¡Qué barbaridad!
Es verosímil que mientras el periodista anda empeñado en un interrogatorio como éste, llegue la justicia a cumplir con su deber, y que, advertido de ello el preguntante, responda altanero al funcionario que se lo advierte:
—Que aguarde.
Porque se han dado casos en que la justicia le obedezca y espere a que él concluya.
Después del interrogatorio, a la redacción para echarle a la calle corregido y anotado, o, como si dijéramos, puesto en la salsa estimulante que el público apetece y saborea; y si le conviniese para sus fines, antes o después de este trámite, a la Presidencia del Consejo de Ministros o a la del Tribunal Supremo. Si el Presidente está ocupado, que se desocupe; si descansando, que perdone, pero que le reciba. Él necesita verle, y le verá. Y le ve al fin. Se ve con el encumbrado personaje, inaccesible a la masa anónima de los simples mortales; y no sólo le ve así, sino que le interroga y le amonesta por lo torcida que anda la vara de la justicia en lo del crimen aquél, y hasta le habla del envoltorio de marras en la entrevista del Jetas con el Nuncio, y de la carta del gentilhombre, y de las intrigas del Embajador de Rusia, sin que nadie le tire con algo ni se amontone siquiera.
En el juicio oral tendrá lugar y asiento de preferencia, señalados por el Poder judicial para que tome y haga a su gusto notas y semblanzas, y pueda, después del juicio, ofrecer al público, para que se deleite con ello, los nuevos rumbos que va tomando el negocio criminal en la causa aparte que sigue él a los procesados.
Con igual derecho y con idénticas prerrogativas acudirá a las solemnidades académicas si son públicas, y si no lo son, a recoger las notas que se le proporcionarán de lo que unos hagan y de lo que digan otros, para dar cuenta minuciosa de todo ello, y fallar ¿él en seguida ex-cátedra, háyase tratado en el concurso de agricultura, de matemáticas, de navegación o de teología. A él lo mismo le da, porque de nada de ello entiende jota; pero es listo y posee el arte de aparentar que de todo entiende mucho, y con ello le sobra para desempeñar airosamente su cometido.
Al salir los ministros de un consejo, o un grupito de diputados de un conciliábulo, ya está él a la puerta para echarles el alto y pedirles cuenta de lo que se haya dicho y acordado en la secreta reunión.
En cuanto llega un personaje de nota, o publica un documento de sensación, o produce con su palabra o con sus actos una excisión en el Parlamento, le pide la correspondiente interview; y sin aguardar la respuesta, se le planta delante y le somete a la tiranía de sus inevitables interrogatorios: «¿A qué ha venido usted?—¿Qué día salió de París?—¿Cuál fue el verdadero objeto de la conferencia que celebró usted el día tantos con el Embajador de Alemania en aquella capital?—¿Qué juicio han formado los hombres eminentes de ese Gobierno sobre la última crisis del nuestro?—Al publicar usted la carta que tanto da que decir hoy, ¿se propuso únicamente satisfacer una necesidad de su conciencia política, o entró por algo en sus planes el deseo de molestar al Gobierno y de hacer más apurada su situación?—¿Fue obra de su propio y exclusivo impulso, o por acuerdo también de los amigos políticos de usted?—En este caso, ¿tiraban ustedes solamente a herir, o tiraban a matar?—Los motivos en que declaró usted fundarsu acto, ¿son los únicos y verdaderos? ¿No hay otros reservados de muy distinta naturaleza?—¿Puede darse algún crédito a la versión, corriente en los pasillos, de que la inesperada discrepancia de usted reconoce por causa eficiente el haberle negado el Presidente del Consejo, en la última modificación ministerial, una cartera que le tenía ofrecida?».
Tampoco aquí se le tira con nada ni se le niega la más insignificante de las respuestas que pide.
Si en aquel día o en el anterior ha andado rebotando en las columnas de la prensa periódica algún escandalillo con iniciales transparentes, o se ha descubierto un ingenio de chispa en el teatro o en la novela... a ello en seguida para echarlo desnudo a la calle, antes que envejezca entre las veladuras del misterio. Al marido ultrajado: ¿qué causas pudieron influir en el origen de los sucesos que acarrearon la catástrofe? Y así. Al banquero en quiebra: si tuvo parte la política en el desastre; a cuánto ascienden el pasivo y el activo; de qué pelaje son las víctimas más numerosas, y si están resignadas, etc., etc. Al autor dramático o al novelista: si es verdad que «en sus principios» fue guardia civil, o seminarista, o teniente de Estado Mayor; que robó a una bailarina y se batió a navaja con uno de Orden público; que escribe boca arriba, y que en su pueblo come la carne cruda y duerme en el pajar...
* * *
Cualquiera que entienda un poco en achaques de la débil naturaleza humana, pensará que ese hombre que no ha cesado de moverse, de ver, de hablar y de escribir en todo el santo día de Dios, caerá desplomado en la cama a las primeras horas de la noche. Pues no, señor: es también corresponsal de diez o doce periódicos de provincias; y después de haber enviado por el correo otras tantas correspondencias de su puño y letra, a última hora, es decir, a las dos o las tres de la mañana, cuando ya nada queda que husmear en las tertulias de los Ministerios y se han apagado las candilejas de los escenarios del otro mundo, correrá al telégrafo, y allí, con la velocidad del rayo, mandará hasta los últimos confines de la Península la quinta esencia de cuanto ha averiguado desde que se levantó de la cama, para que se desayunen con ello, pocas horas después, los suscriptores de los periódicos provincianos que le pagan este inapreciable servicio.
En suma: que no conoce el cansancio ni las puertas cerradas; está en todas partes y a todas las horas del día y de la noche, presenciando todos los sucesos que sean narrables en letras de molde... o esperando que acontezcan, porque solamente suponiéndole dotado de un prodigioso instinto de adivinación o de presentimiento, puede concebirse la puntualidad con que asiste a cuanto ocurre en todas partes, público o secreto, grande o chico, fausto o infausto.
Tampoco hay distancias para él. En cualquier estación del año las salva, de balde y en primera (¡otro privilegio asombroso en ese feudo proverbial de las compañías de ferrocarriles!), o como la necesidad lo exija, a ratos (de balde también, por supuesto), y ya está allá gimiendo sobre los estragos de un terremoto, o las víctimas de una epidemia, o los despojos de un naufragio; cantando los triunfos de la ciencia en la inauguración de un artefacto; describiendo la pompa de una fiesta excepcional, o inventariando moños e intrigüelas en tal o cual punto «de cita» veraniega para las damas distinguidas de «nuestro mundo elegante».
Pero aún alcanzan a mucho más los alientos de este hombre, de ordinario simple fisgón al menudeo. Cuando la ocasión lo pide, sabe elevar su oficio a las alturas de la epopeya; y es de admirar entonces cómo un día, porque en lo más remoto del mundo pasa o va a pasar algo que no se ve a todas horas ni en cualquiera parte, atraviesa mares y montañas, arrostra los peligros de las tempestades y de los climas insalubres; y en la diestra el lapicero, espada de este conquistador de nuevo cuño, después de haber residenciado al capitán del buque o a los guías de la montaña o del desierto, como preámbulo de la obra que le preocupa y le arranca de su hogar, si es que le tiene, acomete al Sha de Persia, o a un Rajá de la India, o a un salvaje patagón, por señas, si no puede de otro modo, y le desocupa la conciencia sobre las cuartillas de papel de su cartera inagotable.
El suceso que le lleva a tan lejanos confines es, por lo común, una guerra bárbara entre dos grandes naciones por un «quítame esas pajas». Ya está debidamente instalado en el cuartel general de uno de los ejércitos beligerantes. Es plaza montada; y si no tiene ración y lecho en la tienda del general en jefe, los tendrá en la que la sigue. Antes de darse la batalla, ya tiene él contados los combatientes de cada lado, con sus respectivos elementos de pelea, descritas las condiciones del terreno y pronosticado el éxito definitivo. Suena el primer cañonazo, y él, después de consultar su reló, consigna el gran momento en sus cuartillas. Desde entonces, y como si su oficio fuera el de guerrear, olvidado de los peligros que corre, todo es ojos y actividad para cumplir con su deber, no de cronista escrupuloso, sino de noticiero diligente; y se le verá entre el polvo y el humo de la batalla correr de acá para allá, movido del ansia de ver las cosas más salientes por sí mismo y de anotarlas con el mayor lujo posible de pelos y señales. Y si deduce de algunas de ellas, extrañamente desastrosas en su campo, que en el frontero se estrena un nuevo artificio bélico, será capaz de meterse bajo los fuegos enemigos y de no parar hasta ver con sus propios ojos el aparato mortífero y el modo de funcionar. Si lo consigue, ¿qué victoria como ella? Pero consígalo o no, exista o no exista el artificio, cuélese o no se cuele en el campo enemigo, que éste pierda o gane la batalla, él, siempre infatigable y con el estruendo del último cañonazo aún en los oídos, saldrá del revuelto y ensangrentado campo a todo correr de su cabalgadura, y atravesará llanos y desfiladeros, y andará leguas y leguas sin punto de reposo, hasta la más próxima estación telegráfica u oficina de Correos. Allí, quizás sin haberse desayunado todavía, coordinará sus apuntes, y, en la forma conveniente a sus propósitos, los enviará a su destino. Al día siguiente, vuelta a empezar la misma dura faena con ligerísimas variantes, hasta la terminación de la contienda... si antes no ha terminado él de vivir por obra y gracia de algún mal tropiezo con que no soñaba en la borrachera de su insaciable y peligrosa curiosidad.
¡A tal extremo puede llegar, y ha llegado más de una vez, la manía de este nuevo caballero andante, para quien, hallándose en el ejercicio de su libre profesión, tampoco rigen las comunes leyes del Estado!
Y todo ello, en definitiva, lo grande y lo chico, lo serio y lo cómico, de este sujeto, ¿por qué y para qué?... Pues por el ansia, como ya se ha apuntado, de ser el primero en recoger hechos y dichos, para que el periódico que le paga no sea el segundo en venderlos en la vía pública a un tropel de haraganes desdeñosos y a otros tantos lectores impacientes, que han de olvidarlos, apenas engullidos, por el hambre de otros nuevos, y que aún hallan cara la ración en la miseria que les cuesta de un perro chico.
Verdaderamente son dignos de más altos destinos el ingenio, la frescura y las fatigas sobrehumanas que se necesitan, y de ordinario se emplean, para desempeñar a conciencia el oficio de reporter.
1892.