La Guantería

José María de Pereda


Cuento



I

Afuer de retratista concienzudo, aunque ramplón y adocenado, no debo privar a la fisonomía de Santander de un detalle tan característico, tan popular, como la Guantería. Mis lectores de aquende le han echado de menos en mis Escenas Montañesas, y no me perdonarían si, en ocasión tan propicia como ésta, no reparara aquella falta. Tómenlo en cuenta los lectores de allende (si tan dichoso soy que cuento algunos de esta clase), al tacharme este cuadro por demasiado local.

Y tú, mi excelente amigo, el hombre más honrado de cuantos he conocido en este mundo de bellacos y farsantes; tú, cuya biografía, si lícito me fuera publicarla, la declarara el Gobierno como libro de texto en todas las escuelas de la nación; tú, a quien es dado únicamente, por un privilegio inconcebible entre la quisquillosa raza humana, simpatizar con todos los caracteres, y lo que es más inaudito, hacer que todos simpaticen contigo; tú, ante quien deponen sus charoles y atributos ostentosos las altas jerarquías oficiales para hacerse accesibles a tu confianza, eximiéndote de antesalas, tratamientos y reverencias; tú, que no tienes un enemigo entre los millares de hijos de Adán que te estrechan la mano y te piden un fósforo... y algo más, que no siempre te devuelven; tú, en fin, «guantero» por antonomasia: perdona a mi tosca pluma el atrevimiento de intrusarse en tu propiedad, sin previo permiso, para sacar a la vergüenza pública más de un secreto, si tal puede llamarse a lo que está a la vista de todo el que quiera tomarse, como yo, el trabajo de estudiarlo un poco.

Pero no te alarmes, Juan amigo: acaso lo que tú más estimas en el establecimiento, sea lo que menos falta me hace en esta ocasión. En efecto: yo respetaré tus cajas de guantes, tus montones de pieles, tus frascos de perfumería, tus cajones de tabacos, tus paquetes de velas, tus resmas de bulas... toda la enciclopedia industrial que se encierra en el estrecho recinto de la tienda: no colocaré mi huella profana más allá del charolado mostrador. Todo ello te pertenece; todo lo has ganado a fuerza de constancia, de trabajo y de honradez. De guantes, de pieles, de perfumería, de tabacos, de velas, de bulas... de mostrador afuera está lo que yo necesito ahora; y lo que es eso, amigo mío, todo lo voy a echar a la calle, mal que te pese, porque todo me pertenece, como el rubor de una novia a la crítica de sus amigas; todo es del público dominio, como la forma de mi gabán, por más que él me haya costado el dinero.

Conque, supuesto que no he de retroceder ya en mi propósito, dejemos toda digresión impertinente, y manos a la obra.

II

Bajo tres aspectos pudiera, en rigor, estudiarse la Guantería: el monumental, el mercantil y el de círculo charlamentario.

Bajo el aspecto primero, no ofrece gran interés que digamos: conténtese quien lo ignore, que no será, de fijo, de Santander, ni habrá permanecido en esta capital más de veinticuatro horas, con saber que está en la calle de la Blanca; que tiene el número 9 junto a un modesto tablero en que se lee Guantería y Perfumería, en sustitución de otro más lujoso que ostentó hasta no ha mucho con las armas reales, debajo de las cuales se leían estas breves, pero resonantes palabras: Juan Alonso, Guantero de SS. MM. y AA.; que al lado de esta sencilla muestra se cierne una mano, ya roja, ya verde, ya amarilla, pregonando con su expresivo bamboleo la principal mercancía del establecimiento; que de las charoladas puertas, plegadas sobre las jambas, penden multitud de cuadros anunciando La Honradez, La Rosario, La Sociedad higiénica, Aceite de bellotas, Expendición de bulas... y tutti quanti; que el local de la tienda es reducidísimo, y que no hay arquitecto que sea capaz de fijar el orden a que pertenece... ni de meter en igual espacio la cantidad de objetos que encierran aquellos barnizados estantes.

Bajo el segundo aspecto. He prometido no ocuparme en esta materia; y cumpliendo mi palabra, después de recomendar al público la excelencia de los géneros, paso a considerar el establecimiento.

Bajo el tercer aspecto. Esta es su gran fachada, la única que nos importa examinar.

Nada más común en una población de España, la patria clásica de los garbanzos y de los corrillos; nada más común, repito, siquiera cuente veinte vecinos, que un mentidero, o sea un establecimiento público que sirva de punto de reunión a todos los desocupados. En las aldeas y villas de corto vecindario suelen serio la taberna, la estafeta o la botica. En las capitales hay un mentidero por cada barrio, si no por cada calle o por cada grupo de personas que convengan entre sí en algo, siquiera en la forma del chaleco, o en la edad... o en no convenir en nada.

La Guantería de Santander está muy por encima de todos los mentideros del mundo; y así como en su calidad de establecimiento abruma a cuantos, de su mismo género, se atreven a iniciarse a su lado, en su calidad de círculo chismográfico resume todas las tertulias masculinas de la capital. Todos los hombres, todas las edades, todas las categorías tienen su representación en ese centro; para todos hay cabida en la elástica estrechez de su recinto, y, lo que es más extraño, las opiniones más opuestas se miran en él sin arañarse, aunque no sin regañar.

Como punto en que se reúnen todos los caracteres de la población, la Guantería es un palenque magnífico en que cada uno prueba a su gusto la fuerza de su lógica, el veneno de su sátira o la sal de su gracejo. El que allí logra hacerse oír en pleno concurso y captarse las simpatías de los demás, ya puso una pica en Flandes: no habrá puerta que se le cierre, y está abocado a grandes triunfos en bailes y tertulias.

El primer paso que da un estudiante al terminar su carrera, antes que en la práctica de su profesión, es en el recinto de la Guantería. Allí va a estudiar el país, a crearse amistades, a darse a conocer. Pero que se lance a la sociedad de este pueblo desde la cátedra de una Universidad, sin entrar por la tienda número 9 de la calle de la Blanca: estará desorientado en los salones, violento, fuera de quicio, como un oficial de cuchara en un cuerpo facultativo.

En un baile se ve un joven solitario o, lo que aún es peor, en tibia conversación con un tipo extravagante: es que no asiste a la Guantería como tertuliano de ella. Os llama la atención otro prójimo amanerado, que en el paseo no saluda a nadie con desembarazo: pues no dudéis en asegurar que no tiene entrada en la Guantería. El que pasea en los Mercados del Muelle; el que os mira con cierta curiosidad, como si estudiase el nudo de vuestra corbata o la caída del levi-sac; el que bosteza en la Plaza Vieja a las doce del día; los que transitan por la calle de la Blanca, muy de prisa y por la acera de los hermanos Vázquez...; en una palabra, todos los que llevan consigo cierto aire exótico y de desconfianza por las calles, plazas y paseos de esta capital, carecen del exequatur del círculo de la Guantería. Esos hombres podrán ser buenos comerciantes al menudeo, ejemplares hermanos de la Orden Tercera, inspirados vocales de juntas de parroquia, maridos incansables, y, a lo sumo, en tiempo de efervescencia popular, reformistas vulgares, peones de candidatura; pero no otra cosa: la entrada a la buena sociedad está por la Guantería; el desembarazo, el aplomo y hasta la elocuencia, no se adquieren en otra parte... salvas, se entiende, las excepciones de cajón, pues excusado creo decir que también allí los hay, y de muy buen tamaño.

En suma: la Guantería es la cátedra de todos los gustos, el púlpito de todos los doctores, la escuela de todos los sistemas... la tribuna de muchos pedantes; la escena, en fin, donde se exhiben, en toda libertad y sin mutuo riesgo, las rosas y las canas, la bilis y la linfa, el fuego y la nieve, el gorro y los blasones, el frac y los manteos; pues, como ya he dicho más arriba, en ese círculo charlamentario todas las edades, todas las condiciones, todos los temperamentos, todas las jerarquías tienen su representación legítima.

III

Sentadas estas ideas generales sobre tan famoso mentidero, tratemos de estudiarle en detalle.

Al efecto, le consideraremos en los días laborables, como dice la jerga técnica forense, y en los días festivos.

En el primer caso. Se abre a las siete de la mañana, y media hora después llegan los metódicos de mayor edad, de ancho tórax y protuberante panza, caña de roten, corbata de dos vueltas y almohadilla, y zapato de orejas; maridos del antiguo régimen, que se acuestan a las nueve de la noche y madrugan tanto como el sol, dan toda la vuelta al Alta o llegan a Corbán sin desayunarse. Estos señores rara vez se sientan en la Guantería: a lo sumo se apoyan contra el mostrador o la puerta. Su conversación es ordinariamente atmosférica, municipal, agrícola, mercantil o de política palpitante. Suelen extralimitarse a lo profano, pero con mucho pulso: matrimonios notables, y no por lo que hace a la novia, sino a la dote. Su permanencia es sólo por el tiempo que les dura caliente el sudorcillo que les produjo el paseo.

A las ocho y media. Pinches de graduación, tenedores de libros, lo menos, dependientes con dos PP., de los que dicen «nuestra casa», «nuestro buque», por el buque y la casa de sus amos. Estos suplementos mercantiles ya gastan más franqueza que sus predecesores los tertulianos de las siete y media: no solamente se sientan en la banqueta y sobre el mostrador, sino que, a las veces, abren el cajón del dinero y cambian una peseta suya por dos medias del guantero, o te inspeccionan el libro de ventas, o le averiguan las ganancias de todo el mes. Sus discursos son breves, pero variados, gracias a Dios: muchachas ricas, probabilidades del premio gordo, tíos en América, bailes y romerías en perspectiva. El más mimado de su principal no estará a las nueve y cuarto fuera del escritorio, por lo cual el desfile de todos ellos es casi al mismo tiempo: al sonar en el reló del ayuntamiento la primera campanada de las nueve. Son muy dados a la broma, y se pelan por la metáfora. De aquí que ninguno de ellos salga de la Guantería sin que le preceda algún rasgo de ingenio, verbigracia: «vamos a la oficina», «te convido a una ración de facturas», «me reflauto a tus órdenes», «me aguarda el banquete de la paciencia», y otras muchas frases tan chispeantes de novedad como de travesura.

Poco después que el último de estos concurrentes se ha largado, empiezan a llegar los desocupados, de temperamento enérgico; los impacientes, que se aburren en la cama y no pueden soportar un paseo filosófico. Éstos entran dando resoplidos y tirando el sombrero encima del mostrador; pasan una revista a los frascos de perfumería, y se tumban, por último, sobre lo primero que hallan a propósito, dirigiendo al guantero precisamente esta lacónica pregunta: —¿Qué hay? Ávidos de impresiones fuertes con qué matar el fastidio que los abruma, son la oposición de la Guantería, siquiera se predique en ella el Evangelio, y arman un escándalo, aunque sea sobre el otro mundo, con el primer prójimo que asoma por la puerta. Si por la tienda circula alguna lista de suscrición para un baile o para una limosna, ¡infeliz baile, desdichado menesteroso! Por supuesto, que todas sus declamaciones no les impiden ser, al cabo, tan contribuyentes como los que más de la lista; pero el asunto es armar la gorda, y para conseguirlo no hay nada como hacer a todo la oposición. ¡Conque te la hacen a ti, Juan, cuando sostienes que tu establecimiento estaría más desahogado si ellos le desalojaran!

En medio de sus violentos discursos, es cuando suele entrar la fregona, oriunda de Ceceñas o de Guriezo, descubiertos los brazos hasta el codo, pidiendo una botelluca de pachulín para su señora; o ya la pretérita beldad, monumento ruinoso de indescifrable fecha, que avanza hasta el mostrador con remilgos de colegiala ruborosa, pidiendo unos guantes oscuritos, que tarda media hora en elegir, mientras larga un párrafo sobre la vida y milagros de los que tomó dos años antes, y conservándolos aún puestos, se queja del tinte y de su mala calidad, porque están de color de ala de mosca y dejan libre entrada a la luz por la punta de sus dediles; el comisionado de Soncillo o de Cañeda, que quiere bulas, y regatea su precio, y duda que sean del año corriente porque no entiende los números romanos, y no se gobierna en casos análogos por otra luz que la del principio montañés «piensa mal y acertarás»; la recadista torpe que, equivocando las aceras de la calle, pide dos cuartos de ungüento amarillo, después de haber pedido en la botica de Corpas guantes de hilo de Escocia; todos los compradores, en fin, más originales y abigarrados y que parecen citarse a una misma hora para desmentir, con la acogida que se les hace allí, la versión infundada y absurda que circula por el pueblo, de que los ociosos de la Guantería son «muy burlones».

A medida que estos tipos entran y salen, nuevos tertulianos se presentan en escena sin que la abandonen los que la invadieron a las nueve. Vagos reglamentados que se visten con esmero y se afeitan y se mudan la camisa diariamente; indianos restaurados a la europea; forasteros pegajosos; estudiantes en vacaciones; militares que están bien por sus casas, etc., etc., y ¡entonces sí que se halla el establecimiento en uno de sus momentos más solemnes! Rumores de actualidad, política, administración, modas, gastronomía, temperatura, negocios, calidad y dinero, gustos, el boquerón del Muelle... de todo se habla y sobre todo se discute, y, lo que es peor, nadie se entiende.

Así las cosas, dan las doce y media, y entran algunos de los que salieron a las nueve. Con este refuerzo, más el de tal cual perezoso que vuelve de los jardines de la Alameda, ávido de conversación, la controversia, o mejor dicho, las controversias van subiendo de temperatura; crece la gritería, aumenta la confusión, y el alboroto de la tertulia acaba por parecerse al de una jauría de sabuesos en la pista de un cervatillo.

Mientras tú, en tan breves como duras e inútiles palabras, llamas al orden a la tertulia, discurren por delante de la puerta ciertas parroquianas, esperando a «que se largen los ociosos. «De éstas puede asegurarse, juzgando piadosamente, que contrabandean; es decir, que quieren polvos de arroz o vinagrillo... o son excesivamente modestas, tienen mala dentadura, peor mano o cualquiera de esos defectos ostensibles que obligan a vivir a las mujeres presumidas un término más atrás que sus semejantes, por no patentizarse con todos sus detalles naturales.

Óyese al fin la una; y lo que no han podido conseguir ruegos ni amenazas, lo alcanza, si bien poco a poco, el recuerdo de la sopa humeando sobre la mesa de cada tertuliano: despejar la tienda. Media hora después se cierra ésta, que, al cabo, logró diez minutos de calma y de soledad, que aprovechan algunas pudibundas parroquianas necesitadas.

Por la tarde, desde las dos y media, hora en que vuelve a abrirse, hasta las tres, apenas la visita nadie más que los mismos pinches de las ocho y media, de paso para sus escritorios; y ya no entra en carácter hasta el anochecer, hora en la cual se reviste de una gravedad inalterable. La tertulia del crepúsculo la forman el apacible y prudente señor mayor, de vuelta del muelle de Maliaño o de los Cuatro-Caminos; el viejo canónigo después que, aburrido de pasear en los claustros de la catedral, tomó su pocillo de aromático chocolate; el atribulado cesante, el militar retirado, el joven juicioso, o «buen muchacho», que tiene la manía de la higiene pública o de la policía urbana; el veterano catedrático de humanidades; el orondo rentista... y no pocas veces el gobernador civil, o el militar, o el alcalde... O los tres juntos. El fondo de la conversación entonces es grave y filosófico, y rara vez se localiza una cuestión si el joven juicioso no hace una excursión por los presupuestos del municipio o el empedrado de la capital o tal otro ramo del ornato público, convencido de que con estas y otras análogas materias es con lo que se prueban y se patentizan una razón bien sentada, una inteligencia exquisita y una formalidad venerable.

Esta pacífica reunión dura hasta poco después de anochecido. Una hora más tarde en el invierno, y dos en el verano, se cierra la tienda, excepto las noches de baile de lustre, en el cual caso la Guantería permanece abierta hasta que ha provisto sus elegantes superficialidades el último invitado o contribuyente a la fiesta. Desde que salen los señores de la tertulia grave hasta que se cierra la tienda, rara vez se presenta en ella cuadro que llame la atención: el tendero de al lado, el boticario de enfrente, el peluquero de más arriba... gente toda apreciabilísima, pero que, cansada de bregar con sus parroquianos, sólo desea el reposo y la quietud. Esta ocasión es la que suele aprovechar el guantero para hacer en sus libros el balance del día, porque el guantero es hombre que lleva así sus cuentas, a fuer de honrado y precavido.

IV

Además de los pormenores apuntados, que son los más característicos, diariamente, de la Guantería, deben consignarse también, como entremeses variables hasta lo infinito, algunos otros, verbigracia: el corredor que pide un fósforo y toma asiento durante dos minutos para respirar; el forastero que desea saber dónde se venden buenas langostas de mar o ron puro de Jamaica; el pollo desatentado o la doncella pizpireta que preguntan cuándo es, o por qué se ha suspendido el baile, el baile de campo, de cuya sociedad es el guantero administrador, más que administrador, el alma y la inteligencia, la varita mágica que allana las dificultades, reclutando socios, extendiendo circulares, invitando a forasteros, procurando orquesta y servidores, y transformando en un edén en breves días el ya, de suyo, bello jardín de la calle de Vargas; la oficiosa senora que indaga por quién tocan a paso, o de quién es el bautizo, o a quién han dado el Viático; el cartero mismo que quiere averiguar en qué calle y en qué casa vive la persona cuyo nombre, sin más señas, contiene el sobre de una carta recién llegada, ¡y qué sé yo cuánto más!, porque la Guantería es una agencia universal, y su dueño una guía de viajeros, un libro de empadronamientos, un registro de policía, en punto a datos y curiosidades locales.

Consideremos ahora el mentidero en día de fiesta, y ejemplo al canto.

Son las doce de la mañana: la concurrencia, no cabiendo en la tienda, invade el portal inmediato y parte de la calle. La sesión está fraccionada en grupos que apenas logran oírse, en fuerza de lo mucho que gritan. En uno, la joven América, vestida a la europea, se afana porque le comprenda su teoría sobre la comenencia de la infusión de razas, un jurisconsulto de gran volumen, que, olvidando la severidad del Digesto, y sin negar al indiano la oportunidad de su descurso, acaba por hacerle creer que Bezana se llamó Bucefalonia en tiempo de los romanos. La ciencia de Hipócrates, dejando sus rancios aforismos, predica higiene moderna, y haciendo aplicaciones al bello sexo, vacila entre el zapato de charol con moña y las botinas de marrón; un procurador le arguye contra los escotes de los trajes de baile, y aun de paseo en verano, y un mayorazgo, dueño de una gran huerta, sostiene lo contrario, porque piensa explotar las hojas de sus higueras, en día no lejano, si los vestidos no dan en subir al paso que van bajando; el matrimonio anda en un rincón a merced de un meritorio con cinco hijos, que le defiende, y de un mal humorado que le acribilla; la hacienda pública se arregla más allá con los cálculos de un desarreglado que jamás pudo establecer en su casa el orden y la economía; el arte dramático moderno perece bajo las iras de un erudito que no distingue la prosa del verso más que por el tamaño de los renglones; la religión, la política, el baile, tienen allí también su grupo de competentes, sin que le falten, por supuesto, al comercio, cuyo grano merece la preferencia de ciertos hombres de chapa, siempre y en todas partes.

Entre tanto, tú, mi buen amigo, detrás del mostrador, pides, ya que no parroquianos, cuya entrada es imposible, un poco de luz para clasificar los guantes que en horas anteriores has desparramado por servir a algún precavido consumidor; pero ni luz ni parroquia te conceden los que, en el egoísmo de su deleite, se curan muy poco del daño que te hacen.

De pronto se revuelven las masas, ábrese un angosto sendero, y, a toda fuerza de puños y caderas, avanza hasta el mostrador una robusta pasiega. La imprudente ama de cría desenvuelve ante el concurso una tira informe y deshilada, y pide un par igual, pero «que alargue y encoja».

—¿Para quién son? —pregunta un curioso, rollizo y alegrote, movido de no sé qué sentimiento.

—Para la señorita —contesta la montaraz nodriza, sin sospechar el cúmulo de deducciones que pudieran desprenderse de este solo dato. Ignora la desdichada que, como al naturalista le basta un diente hallado en un basurero para saber el género, la especie, la edad, la estatura y otra porción de circunstancias del animal a que perteneció, a un ocioso de la Guantería le sobra una liga vieja para... ¡bah, yo lo creo!

La animación de la concurrencia crece con este motivo (no el de la liga, sino el de los empellones de la pasiega); ésta se amosca, lanzando por su bendita boca más rayos y centellas que una tempestad; y tú, que necesitas ya muy poco para estallar, empiezas a tratar de «usted» a la reunión, detalle terrible que suele preceder a tu tardío, pero imponente enojo, concluyendo... por largarte a la calle por la puerta falsa, cerrando la principal, en la imposibilidad de arrojar a los demás fuera de la tienda. ¡Ejemplo sublime! Dos minutos después no queda un ocioso en la Guantería. Vuelves entonces a entrar en ella, abres la puerta de la calle, respiras con ansia, vas a lanzar una exclamación de sorpresa al encontrar el local libre y despejado, y antes que despliegues los labios, te ves envuelto en la misma muchedumbre de marras. Pero tu fisonomía se halla ya serena, tu voz firme y segura, y en tu pecho no queda el más leve enojo hacia los invasores. Y ¿cómo tan repentino cambio? ¿Consiste en que la frecuencia de esas escenas te han acostumbrado a mirarlas con indiferencia, o en que, en la imposibilidad de corregir a tanto incorregible, te resignas a sus vandálicos atropellos? No, seguramente: es que los breves momentos en que te ves solo detrás del mostrador, te hacen extranjero en tu propia casa, te entristecen y te afectan hasta el extremo de que ofrezcas, en tus adentros, la mejor caja de guantes por el peor de tus amigos. Porque no puedes vivir sin su presencia; tú me lo has confesado más de una vez: te son tan necesarios como a nosotros la Guantería.

No la cierres nunca, Juan, aun cuando la fortuna te persiga más allá de tus ambiciones, o no te respondo de los resultados.

¿Qué sería de nosotros si al salir un día de casa nos hallásemos esa puerta cerrada? Mediten un poco sobre este punto mis contertulios. La Guantería, como la salud, no se sabe lo que vale hasta que se ha perdido.

En una ocasión, y por un motivo que no quiero recordarte por no afligir tu corazón de padre, hallé cerrada la puerta ¡caso inaudito!, en un día de trabajo. Nunca, hasta entonces, había reparado yo en el aspecto de los sillares de aquella puerta, desnudos de las charoladas hojas que de ordinario los revisten; jamas me pareció la calle de la Blanca más larga, más silenciosa, más triste. Llegaron varios contertulios; pasmáronse, como yo, ante tal espectáculo, y mustios y cabizbajos dímonos a vagar por la población. Sobrónos el tiempo, aburrímonos en todas partes, y tornamos a casa en el mayor desaliento. Tres días sin Guantería, y comprendo en Santander hasta la revolución.

Así, pues, Juan incomparable, explota, estruja tu establecimiento famoso mientras lo necesites para provecho de tus hijos y sostén de tu familia; pero si, como he dicho ya, llegaran sus productos a colmar tus modestas ambiciones, antes de cerrarle considera que es indispensable para tu gloria y deleite de tus infinitos amigos; y ya que, a pesar de su utilidad patente y preclara historia, no le declare el gobierno monumento nacional, ilustre Senado montañés, quede siempre abierto para que los futuros santanderienses aprendan allí, como nosotros, a ser excelentes ciudadanos y tan buenos amigos como lo es tuyo el que, en prueba de ello, te dedica estos renglones.


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Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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