La Romería del Carmen

José María de Pereda


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Yo deploro ese espíritu inquieto y ambicioso que viene, años hace, apoderándose del hombre; yo abomino ese monstruo de pulmones de hierro que, devorando distancias y taladrando el corazón de las montañas, ha arrojado de nuestros pacíficos solares las tradiciones risueñas y el inocente bienestar de los patriarcas.

Me apresuro a advertir que esto no lo digo yo. Quien lo dice, y mucho más, a todas las horas del día, es mi respetable amigo el señor don Anacleto Remanso.

Necesito decir a ustedes quién es y de dónde viene este apreciable sujeto.

Don Anacleto era allá por el año 15 un mozo perfectamente reputado en el comercio de esta plaza. Tenía excelente letra y manejaba los libros con rara inteligencia. Merced a estas cualidades, su principal le aumentó el modestísimo sueldo que había estado ganando durante doce años, y cuando hubieron pasado seis más, le interesó en los negocios de la casa. Con este pie de fortuna, y gracias a no sé qué plaga que llovió sobre los trigos extranjeros tiempo andando, don Anacleto se encontró de la noche a la mañana con un capital neto de veinte mil duros. Entonces se plantó, contrajo matrimonio con una honesta doncella, su contemporánea; y libre de las penas y zozobras que torturan el alma de los que fían su bienestar en el acrecentamiento de la fortuna, comenzó a gustar las delicias de la paz del hogar, tras una sabrosísima luna de miel.

No hace a mi propósito seguir a este buen señor paso a paso en todos los de su vida hasta el año 48, época en que yo le conocí.

Era entonces don Anacleto un tanto obeso, calvo de occipucio, y sufría de vez en cuando dolores reumáticos, ya en las cuerdas, como él decía, del brazo derecho, ya en la paletilla. Su señora doña Escolástica, aún más gruesa que él, aseguraba que esa dolencia no acababa de curársele radicalmente porque no podía la buena señora conseguir que su marido conservara puesta durante el verano la almilla de bayeta que gastaba sobre la carne durante el invierno. A este remedio debía ella, según decía, la modificación que notaba últimamente en sus periódicos accesos histéricos. Pero esto no nos importa gran cosa, y vuelvo al asunto. Don Anacleto y doña Escolástica tenían una hija y un hijo. La primera gozaba en la vecindad fama, bien adquirida por cierto, de «guapa muchacha»; y aquí, en confianza, debo decir que no tenía otra cualidad que digna de notar fuese. El segundo, más joven y más feo que su hermana, se prometía un buen porvenir en la casa de comercio en que se hallaba colocado, seis años hacía, por amistad de su principal con don Anacleto.

Esta familia vivía en un piso segundo de la calle de Atarazanas, y tenía en la sala sillería de cerezo con asiento de tejido de cerda negra sobre mullido de pelote; alfombras catalanas junto al sofá y la consola; sobre ésta, dos floreros, cuyos ramilletes eran de obleas y hechos por «la chica»; un espejito sobre ellos, de vara en cuadro, con marco dorado; un estuche con incrustaciones de nácar, debajo del espejo; delante de los fanales de los floreros, dos candeleros de planta sobre redondeles de estambre azul y rojo, de la misma procedencia que los ramilletes de obleas; y por último, en las paredes, media docena de cuadros bordados en seda, representando uno de ellos un perro de lanas, trasquilado de medio atrás, con una cestita llena de flores colgada de la boca. Todos estos cuadros tenían en el fondo el siguiente letrero, bordado también en seda:

«Lo hizo en Santander, en la enseñanza de doña Sempronia Dobladillo, Joaquina Remanso y Resconorio. Año de 1845».

Tenía para su servicio (hablo siempre de la familia de don Anacleto) criada y aguadora, comía principio todos los días, y asistía al teatro tres veces al año: el día de los Inocentes, el de Año Nuevo y el de los Santos Reyes.

Don Anacleto se levantaba poco después de amanecer, se arreglaba, tomaba chocolate, cogía su caña de roten y se iba a oír la misa de nueve a San Francisco. Se daba una vuelta por las calles, leía El Eco del Comercio en el café Español, y se volvía a su casa para comer a la una en punto. Por la tarde salía a dar un largo paseo con sus amigos; a la vuelta, después de ponerse unas zapatillas de cintos en los pies y un gorro de terciopelo azul en la cabeza, tomaba chocolate y agua de naranja, y ya no salía a la calle hasta el día siguiente. En los de fiesta, si no llovía, después de oír la misa primera en San Francisco, se iba con un par de amigos a cazar pajaritos, disponiendo de tal suerte la campaña, que al dar las doce llegaban a la venta de Rocandial, donde les esperaba un puchero bien provisto, media azumbre de chacolí y una buena tajada de queso pasiego para dejar boca. Tomado este refrigerio, se echaban poco a poco camino de Santander, disparaban de vez en cuando sobre tal cual gorrión o calandria que se les metiese por el cañón de la escopeta, y llegaban a casa, en paz y en gracia de Dios, al anochecer. Si en los días festivos llovía, en lugar de irse a Rocandial tomaban dos horas de movimiento en los Mercados del Muelle o en los claustros de la Catedral.

De higos a brevas don Anacleto dejaba la sociedad de sus amigos para acompañar a su familia a comer una empanadita o unas tajadas frías de merluza, sobre las brañas de la Magdalena o detrás de un bardal de Pronillo.

Tal era ordinariamente el personaje que nos ocupa, tales sus aficiones y placeres, sin otro misterio, ni otro repliegue, ni otra solapa; tal era, digo, ordinariamente, porque este hombre, que bien pudiera tomarse por la personificación de la clase media de Santander en la época citada, tenía una semana cada año en que se transfiguraba física y moralmente hasta el extremo de que él mismo se desconocía.

Ocho días antes del domingo siguiente al 16 de julio, comenzaba a salir de casa a horas inusitadas; el sombrero, que siempre llevaba a plomo sobre su cabeza, se le retiraba poco a poco de la frente, y como si huyera de la ebullición que debajo de ella notase, se echaba hacia la coronilla. Sus ojos, siempre fruncidos y dormilones, se abrían desmesuradamente y brillaban como ascuas en la oscuridad; los ángulos de su boca se iban arrimando más y más a las orejas, y el arco de las cejas se elevaba, frente arriba, como si éstas quisieran alargar el pelo que les sobraba a la cabeza que no le tenía; daba, al andar, grandes golpes de regatón con el de su caña sobre las losas de la calle; se detenía delante de todas las tiendas donde se vendían cintajos, cascabeles, plumas de color o corbatas de fantasía; examinaba con afán estos artículos, compraba algunos y dejaba con pena los demás; miraba a las chicas guapas con ojos tiernos; detenía a todos los amigos que encontraba, y echándoles las manos sobre los hombros, les decía: «Supongo que no faltarás; cuento allá contigo»; a lo cual el interpelado, si no tenía un luto reciente o no le esperaba de un momento a otro, contestaba con el tono más solemne que podía: «Eso no se pregunta a ninguna persona de gusto: primero faltaría la ermita que yo». A los jóvenes, aunque solo los conociera de vista, los detenía también para encargarles que fuesen bien animados y que, a ser posible, llevaran su cachito de orquesta. Pero a los que no dejaba sosegar era a los marinos. «¿Cree usted que estamos seguros? ¿Traerá malicia este airecillo? ¿Lloverá el domingo?». A las cuales preguntas, los marinos, que deseaban tanto como el interpelante la llegada del día cuyo recuerdo traía a éste desconcertado, contestaban prometiéndole un sol africano. Nada le quemaba tanto como que, al preguntar si llovería el domingo, le contestaran: «El lunes se lo diré a usted». «Parece mentira —replicaba don Anacleto, bufando de indignación—, que en un asunto tan serio se permita usted semejantes bromas».

Cada nube que se formaba en el horizonte le costaba un disgusto, y la seguía en todas sus formas y colores sin perderla un minuto de vista, hasta que anochecía. Desde entonces hasta que se acostaba, salía al balcón doscientas veces para ver si corría el nublado del vendaval o del nordeste, y si tenía cerco la luna. Ya acostado, tenía el oído siempre atento a la voz del sereno. Si éste cantaba... «y nublado», se apenaba; pero si decía... «y lloviendo», echaba con furia su cabeza sobre la almohada y le faltaba muy poco para llorar; lo mismo que le sucedía si el reúma le amagaba o le dolían los callos.

Mientras don Anacleto corría estos temporales, que, como he dicho, te sacaban de quicio, su mujer, doña Escolástica tampoco vivía un momento de reposo. Encargaba pollos bien gordos a la lechera; solemnizaba contratos en la plaza del pescado y en los Mercados para que no le faltasen el sábado al mediodía seis libras de merluza y cuatro de ternera; encargaba en la mejor confitería una colineta de almendra, y rebuscaba las tiendas de comestibles hasta dar con un jamón de Liébana «que le llenara el ojo».

Entre tanto, la joven Joaquina revolvía el ropero y el colgador, y aviaba los trajes de hilo de su padre y de su hermano, y repasaba, fruncía y planchaba los vestidos de indiana y los pañuelos de seda que ella y su madre habían de ponerse en el anhelado día.

Y, para que todos los miembros de la familia tuvieran su faena correspondiente, el aprendiz de comerciante corría la ceca y la meca para hallar un carro del país que estuviera al amanecer del domingo a las órdenes de don Anacleto.

En medio de tantas y tales fatigas, llegaba la noche del sábado... ¡y entonces sí que tenía que ver la casa de don Anacleto!

Doña Escolástica, recogida la falda de su vestido sobre la atadura del delantal, descubiertos hasta el codo sus brazos, luciendo unas enaguas de muletón bajo las cuales asomaban un par de rollizas pantorrillas envueltas en unas medias caseras de mezclilla de algodón; abierta, a guisa de pantalla, delante de la cara, la mano izquierda, y con una cuchara de palo en la derecha, se hallaba en la cocina delante del fogón. Ora daba una voltereta a un par de pollos en la tartera en que se asaban; ora revolvía, dentro de una enorme cazuela, un trozo de carne mechada, porque se le antojaba que olía a chamusquina; ora sacaba de la sartén, cuyo mango sostenía la criada, una tajada de merluza rebozada y ponía en su lugar otra chorreando huevo batido; ora destapaba la cacerola en que se sazonaba la menestra; ora pateaba porque presumía que «se pegaba» el asado; ora gritaba a la muchacha para que añadiera el guisado que le estaba dando en las narices, y a la vez reía, canturriaba, bufaba, iba, venía y sudaba la gota gorda.

Cerca de la cocina, en el gabinete del comedor y a la luz de una vela de sebo, daba Joaquinita la última mano a los trajes de campo y colocaba sobre dos enormes sombreros de paja sendas cintas que había planchado poco antes, de color verde esmeralda.

Don Anacleto y su hijo andaban como autómatas, de la sala al comedor y del comedor a la cocina: se probaban los sombreros, pellizcaban la merluza y levantaban las coberteras, olían los guisotes y examinaban las piezas de sus respectivos trajes de campaña.

A las diez se cenaba mal y sin orden un poco de lo mucho que se guisaba en la cocina. Pero ni las ratas se retiraban a descansar mientras no estuviesen perfectamente colocados en sus respectivas cacerolas de latón y cazuelas de barro los diversos guisotes que había preparado con una pulcritud admirable la señora doña Escolástica.

Por supuesto que al acostarse la familia había la de Dios es Cristo sobre quién había de despertar a quién antes de amanecer, pues nadie tenía en sí mismo bastante confianza para comprometerse a desempeñar lucidamente un cargo tan delicado.

Pero este afán era excusado, porque ni entonces ni en tiempos anteriores hubo necesidad de despertadores en la noche que precede al día del Carmen, porque durante ella se encargaban de ahuyentar el sueño de la población las cuadrillas de romeros que recorrían las calles desde el sábado por la tarde.

Pues señor, que llegaba el anhelado día tras una noche de parranderas, de trompadas y de toda clase de expansiones populares. Y aquí vamos a seguir paso a paso a la familia de don Anacleto en una de las expediciones que hizo a la famosa romería; y por aquello de ab uno disce omnes, yo me ahorraré algunas digresiones y ustedes se fastidiarán menos asistiendo a la fiesta popular que les describo.

II

Aún no habían asomado por encima de San Martín los primeros rayos del sol, cuando paró a la puerta de don Anacleto un mal carro del país, arrastrado por dos bueyes remolones. Este carro llevaba, fijo en su armadura, el esqueleto de un toldo, y sobre las tablas de la pértiga, yerba desparramada. Antes que el carretero enrabase a la puerta, bajó al portal la criada de don Anacleto con un par de colchones arrollados sobre la cabeza y plegada al hombro una colcha de indiana con grandes ramos verdes, amarillos y encarnados. Extendió los primeros sobre la yerba de la pértiga y la segunda sobre los arcos del toldo, sujetándola bien a éstos con tiras de hiladillo azul. En seguida volvió a la habitación, y bajó de ella dos grandes cestas que colocó con mucho cuidado en la parte delantera del carro. De estas cestas, la una contenía guisados y frituras, y la otra, pan, cubiertos, vino, cacharros y una colineta.

Arreglados ya todos estos preliminares, bajó la familia. Iba delante don Anacleto con tuina, pantalón y chaleco de hilo crudo, zapato descotado, de castor amarillo con lazos encarnados, corbata clara, sin armadura, y sombrero de paja con anchas alas y cinta verde esmeralda.

El chico vestía un traje casi igual al de su padre, con la sola diferencia de que no llevaba chaleco y se había arrollado a la cintura una faja de seda púrpura, entre la cual y la camisa se perdía el extremo de una cadena de similor, que no sujetaba, como el mozalbete quería aparentar, el anillo de su reloj, sino el de la roñosa llave de su baúl.

Doña Escolástica y su hija llevaban vestidos de percal rayado, pañoletas de espumilla a la garganta y pañuelos de seda cruda con grandes lunares sobre la cabeza y anudados bajo la barbilla.

Entraron estas señoras y la criada en el carro, y se colocaron a la rabera don Anacleto y su hijo, que, para ir más en carácter, se sentaron de espaldas a los bueyes, dejando colgar las piernas fuera de la pértiga.

—Cuando quieras —dijo el marido de doña Escolástica al carretero.

Y éste, con un ¡arre! y dos castañeteos de lengua, puso en movimiento a las dos entumecidas bestias.

Sobábase las manos don Anacleto y se revolvía en su asiento a cada tumbo que daba el carro, como si tales bamboleos fueran lo más sabroso del viaje que empezaba.

—¡Esto es magnífico! —exclamaba el buen señor al recibir un golpe que a otra persona más imparcial le hubiera arrancado lágrimas de dolor.

Y tras esto, volvía a sobarse las manos y saludaba risueño a cuanta gente pasaba junto al carro con el mismo rumbo que él, y se despedía de los barrenderos y polizontes, a quienes compadecía porque quizá eran las únicas personas sanas de la población que no iban al Carmen aquel día.

Ya en el camino real, sacaba a cada instante la cabeza por encima del toldo y buscaba con la vista algo que no le gustaba encontrar.

—Ya sé lo que busca usted, señor don Cleto —le dijo en una de estas ocasiones el carretero acercándosele con la aguijada bajo el brazo, un papelillo pegado por un ángulo al labio inferior y picando entre los dedos de la mano izquierda, parte de dos cigarros de a cuarto con una navaja que empuñaba en su derecha—; pero también este año hay quien ha madrugado más que nosotros.

—Amigo —respondió don Anacleto—, yo no sé cómo se me componen las cosas, que ningún año logro ser el primero... Mira, mira, allá por la cuesta de San Justo... Uno, dos, cinco, siete. ¡Ave María Purísima!

Lo que don Anacleto contaba eran carros entoldados que precedían al suyo.

—Pero es lo más raro —añadió este buen señor—, que no hay nadie que se atreva a decir «yo llegué el primero»: aunque vaya a amanecer a la romería, se encuentra con dos docenas de carros que están ya cansados de descansar en ella. Pero todo tiene su compensación: si yo cogiera la delantera a los demás, no podría ir gozando, como voy ahora, en la contemplación del cuadro que presenta la carretera. ¡Vaya una animación! ¡Uf! ahí viene esa gavilla de locos galopando... ¡Agur, caballeros!... Sí, échales un galgo. Mira esos cuatro pobres marineros, descalzos y con los remos al hombro: irán a cumplir la promesa que harían a la Virgen del Carmen durante alguna borrasca. Me gusta esa fe. No tendrán tanta esos botarates que van delante de nosotros retozando con las mozas que los acompañan... Arrima un poco a la derecha, Antón, que viene un coche echando demonios sobre nosotros... ¡Tengo un miedo a estas máquinas diabólicas!... Se me figura que va dentro la familia de don Geroncio... La misma es. Beso a usted la mano... saludo a ustedes, señoras... ¡hasta luego!... Como si callaras. Sospecho que ni siquiera me han visto... ¡Pero si pasó el coche como un rayo!... ¡Magnífico está esto hoy, caramba! Lástima que no se pudiera ver de una sola ojeada, con la gente que va por la carretera, otro tanto que va por el atajo de las Presas y embarcada por la bahía... ¡Y que haya mentecatos que se atrevan a decir que a la romería del Carmen le quedan pocos años de vida!

—¿Quien dice eso, don Cleto?

—Hazte cuenta que nadie, hombre: cuatro peleles que se la echan de gente a la moderna.

—¿Pero al auto de qué creen eso?

—Dicen que después que se construya el ferrocarril de cuyo proyecto empieza a hablarse ahora, la ida y la vuelta de la romería serán un soplo, y por consiguiente ésta no tendrá chiste y acabaremos por ir abandonándola.

—¿Y usté cree, señor don Cleto, que ese ferril se hará?

—Como ahora llueven tocinos. Mas aunque, por un momento, conceda que el proyecto se realice, y lleguemos a ver un rosario de coches penetrar por las aguas de la bahía, pues por ella dicen que ha de ir el camino, ¿cómo es posible que ese infernal invento mate nunca entre nosotros al carro de bueyes para todo lo que sea comodidad?

—Y ello, don Cleto, ¿a manera de qué es ese demonches de laberiento? Dicen que es tou fierro po acá y fierro po allá, y que rueda po encima del carril como si el diablo le llevara.

—Como no soy competente en la materia, no puedo decirte lo que es el ferrocarril detalladamente; pero sí me atrevo a asegurar que no ha de tardar en convertirse esta invención en castigo providencial de la soberbia del hombre. Parecíanos molesto un viaje en carromato que tardaba quince días a Madrid desde Santander, y le sustituyeron en seguida las galeras aceleradas, que echaban semana y media en recorrer la misma distancia. íbamos en estos carruajes como en nuestra propia casa, pues en ellos dormía usted, comía, se mudaba la camisa, se quedaba en zapatillas, bajaba usted, se estiraba las piernas, se deleitaba en la contemplación de los paisajes que recorría; y llegó todo esto a parecernos poco, y se inventaron las diligencias que van en tres días a Madrid, poniendo en constante peligro de muerte la vida de los viajeros. Parecía mentira que se pudiera correr más en menos tiempo; que hubiera un vehículo más veloz que las diligencias, que sólo de verlas devorar distancias sobre la carretera me mareo yo, y el orgullo del hombre ha querido más y ha inventado el ferrocarril, que marcha con la velocidad del pensamiento.

—Pero ¿tanto corre, don Cleto?

—Hombre, lo que yo puedo decirte, por lo que me ha contado mi amigo don Jorge Pedregales, que ha visto un ferrocarril que hay en Barcelona, es que si, cuando va marchando un tren, dejas caer una manzana desde la ventanilla de un coche, antes que la manzana llegue al suelo ha corrido el tren media legua.

—¡María Santísima! Pero ¿tan alta está la ventana?

—No, señor; tanto es lo que corre el tren... ¡Toma! como que si sacas la cabeza por la ventanilla, te mareas y apenas alcanzas respiración.

—¡Buenos caballos llevarán los coches!

—¡Qué caballos, bolonio, si toda aquella batahola la mueve el vapor!...

—¡Ah, ya! conque el vapor...

—Pero no es la velocidad lo más espantoso: figúrate que, a lo mejor, se encuentra el tren con una montaña. Lo natural era que la faldeara poco a poco y con mucho tiento para no despeñarse: pues no, señor; como esta precaución exige tiempo, arremete con la montaña, y ¡plaf! la pasa de parte a parte en un decir Jesús...

—¡Santísima misericordia de Dios!

—Te dije que eso es atroz. Pues bien: yo tengo para mí que en el ferrocarril hay algo de amenaza a la omnipotencia de Dios, que el mejor día va a hacer una que sea sonada, ofendido de tanta temeridad.

—¿Y to esto es lo que nos van a traer a Santander?

—Eso de traer tendrá sus más y sus menos; pero de traerlo es la intención.

—¿Y tendrá buen aquel ese demonches de diablura en esta tierra? ¿Servirá pa algo?

—Te diré: para la materialidad de las mercancías, podrá ser útil el ferrocarril en este país; mas no para la población, que no se mete en un tren a tres tirones... ¡Bah!, ¡pues no faltaba más! Y esto tratándose de viajes de urgencia; porque en cuanto a expediciones de placer, a baños y otras por el estilo, desengáñate, Antón, siempre dirá el carro de bueyes: «aquí estoy yo para in sécula seculorum».

—¿Y cuánto tiempo cree usté que se tardará en hacer el ferril en Santander, caso que se haga?

—Pues hombre, por de pronto, para resolver si ha de ir por aquí o por allá, échate un par de años; después otro tanto para ventilar dimes y diretes, deslindes y otras dificultades de cajón... cuatro años hasta empezar las obras.

—¿Y para acabarla?

—¿Para acabarla?... No me atrevo a decírtelo; pero si encuentras quien te fíe medio millón de reales a pagar en esa fecha, tómale sin reparo...

¡Y a Cachorru! ¡que te duermes, condenao!

—No los apresures, que a tiempo llegamos.

—Es que va calentando el sol, y además no me gusta que se me duerma el ganao. Ello es cierto que las probes bestias están toa la semana jalando en el Muelle.

—Pues tanto más para que no las hostigues... Mira, ponte a tu derecha, que va a pasar otro coche... y cuidado que no atropelles a alguna persona, porque está el camino real cuajadito de gente.

Y en ésta y otras pláticas llegaron nuestros conocidos a Peñacastillo, donde se hallaron con un preludio de romería en la famosa taberna de Gómez, y siguieron andando, andando hasta la Venta de Cacicedo. Allí se detuvieron un instante para confortar el estómago con un bocadillo y un trago de las provisiones que llevaban, y de otro tirón se plantaron en Revilla de Camargo, sitio de la romería, a las tres horas de haber salido de casa, tiempo que hubiera podido reducirse a la mitad si entonces hubiera estado hecha la rectificación de la carretera de Burgos por Muriedas, que se hizo años después.

III

No hablemos del aspecto que presentaba la romería en el acto de entrar en ella la familia de don Anacleto; ni de la misa que se dijo en la capilla de la Virgen; ni del sermón que se predicó desde un púlpito al aire libre; ni de los ofrecidos que llegaron al santuario descalzos unos, de rodillas otros y extenuados de fatiga y achicharrados por el sol todos; ni de que a las doce de la mañana se pusieron nuestros amigos a comer en el santo suelo, a la escasa sombra que proyectaba el carro; prescindamos, en obsequio a la brevedad, de todos estos pormenores, y examinemos el cuadro en que don Anacleto y sus adjuntos entraban como figuras de primer orden, a las cuatro de la tarde.

Imagínense ustedes todos los colores conocidos en la química, y todos los instrumentos músicos portátiles asequibles a toda clase de aficionados y ciegos de profesión, y todos los sonidos que pueden aturdir al humano oído, y todos los olores de figón que pueden aspirarse sin llorar... y llorando, y todos los brincos y contracciones de que es susceptible la musculatura del hombre, y todos los caracteres que caben en una chispa, y todas las chispas que caben en una agrupación de quince mil personas de ambos sexos y de todas edades y condiciones, de quince mil personas entregadas a una alegría carnavalesca; imagínense ustedes estas pequeñeces, más algunos centenares de escuálidas caballerías, de parejas de bueyes, de carros del país y coches de varias formas; imagínense, repito, todo esto, revuélvanlo a su antojo, bátanlo, agítenlo y sacúdanlo a placer; viertan en seguida «a la volea» el potaje que resulte sobre una pradera extensísima interrumpida a trechos por peñascos y bardales, y tendrán una ligera idea de la romería del Carmen en la época a que me refiero.

De las quince mil almas que, como he indicado, concurrían a ella, las tres cuartas partes procedían de Santander, que por esta razón aquel día tenía sus calles desiertas y silenciosas, y más se asemejaba a una fúnebre necrópolis, que a lo que era ordinariamente, una ciudad laboriosa, llena de movimiento y de vida.

La romería del Carmen era entonces el punto de mira de todos los hijos de esta capital: los que viajaban por placer o por negocios... hasta los marinos arreglaban sus expediciones de manera que éstas pudieran emprenderse después del Carmen o terminarse antes del Carmen: lo esencial era encontrarse en la capital en el famoso día.

Jamás he podido comprender este entusiasmo.

La Montaña tiene casi tantas romerías como festividades; el sitio más malo donde se celebra la más insignificante de las primeras, es mucho más pintoresco y más cómodo que el de la del Carmen de Revilla de Camargo, y, no obstante, ninguna se ha captado tanta popularidad ni tantas simpatías en toda la provincia...

Cuestión de gustos, y volvamos a don Anacleto, que es lo que más nos importa.

Este señor, después que acabó de comer y de beber, y cuando se encontró un tantico avispado, ya por los vapores del añejo, ya por la impresión que le causaba la efervescencia de la romería, dejando al cuidado de su chico, que ya estaba rendido de correr por la pradera, las mujeres, y prometiendo a éstas volver a la media hora, marchó en busca de su amigo íntimo y su contemporáneo, y casi su retrato físico y moral, don Timoteo Morcajo, a quien había guipado a lo lejos momentos antes.

Pues, señor, reuniéronse los dos veteranos camaradas, cogiéronse del brazo, aflojáronse el leve nudo de la corbata, echáronse el sombrero hacia atrás, miráronse con una sonrisita muy expresiva, y dijo don Anacleto a don Timoteo:

—Amigo, estoy atroz: esta tarde la voy a armar.

—Anacleto, no seas temerario, y considera que tienes a Escolástica a dos pasos de ti.

—Timoteo, en un día como hoy a cualquiera se le permite un resbaloncillo... Y no te me hagas el santo, que ya te he visto yo en otras más gordas.

—Concedido; pero... en fin, chico, cuenta conmigo para cuanto se te ocurra.

—Pues vamos a aquel rincón, que allí creo que se trabaja por lo fino.

Y en esto, se dirigieron los dos amigos apresuradamente a un corro donde se bailaba a lo largo al son de dos guitarras y una flauta.

—Aquí va a ser, Timoteo... y con esa resaladísima morena que baila enfrente de nosotros con un macarenito que me carga —exclamó don Anacleto, piafando de inquietud.

—Mira lo que haces, Anacleto, que hay en el baile gente conocida...

—Nada, Timoteo, no te canses... yo la hago... y va a ser ahora mismo; verás qué luego echo fuera a ese mocoso...

Y al decir esto don Anacleto, se quitó la tuina, se la echó sobre la espalda amarrando las mangas al pescuezo, dejó caer hacia la oreja derecha el sombrero, en cuya copa se levantaba erguida una rama de laurel, aprovechó la ocasión en que la moza morena daba una vuelta, metióse por debajo de los enarcados brazos del mozo que la acompañaba, y diciéndole «perdone, hermano», comenzó a jalearse de lo lindo aguantando resignado dos cales que le pegó el desalojado mancebo.

Al ver esto don Timoteo, sintió que la boca se le hacía agua; largóle al mismo tiempo su amigo un «¡anímate, muchacho!», y ya no pudo contenerse.

«Echó fuera» al bailador inmediato a don Anacleto, y se lanzó, como éste, en medio del furor del jaleo.

Y no se rían ustedes de la calaverada de estos dos rancios camaradas; que a dos varas de ellos bailaban otros de su misma edad y de su propio carácter, y más allá dos señoritas de lo más encopetado de Santander, y lo mismo sucedía en cada corro de baile de los infinitos de la romería. Entonces era esto una costumbre y como tal se respetaba.

No me parece necesario seguir a don Anacleto y a su amigo en cada lance de los que tuvo el baile a que tan furiosamente se lanzaron. Dejémoslos entregarse con toda libertad a esa calaveradilla, ya que para cometerla han logrado burlar la vigilancia de sus respectivas familias.

Cuando los dos amigos se encontraron satisfechos de la danza, y, más que satisfechos, rendidos, compusieron el traje lo mejor que les fue posible, se dieron aire con los sombreros para refrescarse la cara que les relucía de puro encendida, y se separaron. No sé lo que hizo después don Timoteo; pero me consta que don Anacleto fue a reunirse con su familia y la acompañó a dar la quincuagésima vuelta por la pradera, y compraron escapularios y fruta, y la comieron sin gana, y bostezaron de hartura, de dolor de cabeza y de cansancio (que tal es, en sustancia, lo que se saca de las romerías), y volvieron a presenciar las escenas de todo el día y que yo no debo detallar aquí. Porque que se peguen de linternazos cuatro borrachos acá; que dos docenas de señoritos, porque tienen gorro de terciopelo con borla de oro en la cabeza y manchas de vino tinto en la camisa, pantalón sin tirantes y levita al hombro, se crean más allá unos calaveras irresistibles; que un señor cura de aldea más o menos gordo marche más o menos recto; que aquí se vendan cerezas y allí manzanas, y cazuelas de bacalao en este figón; que bailen mazourkas en un lado las costuderas y en otro coman callos las señoritas, cosas son a la verdad que con citarlas simplemente se les hace todo el favor que merecen.

Bastante más digno de consideración es el episodio que hizo desternillarse de risa a don Anacleto y a su familia cuando se retiraban en busca del carro para volverse a casa; episodio que voy a referir yo con todos sus pormenores, no porque espere que a ustedes le haga la misma gracia que a aquellos señores, sino porque omitirle sería lo mismo que robar al Carmen de entonces una de las galas con que más se honraba la célebre romería.

Entre un corrillo de aldeanos se hallaba subido encima de una mesa un hombre alto, delgado, rubio, con las puntas de su largo bigote caídas a la chinesca. Este hombre estaba en pelo, en mangas de camisa, sin chaleco ni corbata, y vestía de medio abajo un ligero pantalón de lienzo, mal sujeto a la cintura.

—Ea, muchachos —decía gesticulando como un energúmeno—; llegó la ocasión en que se van a ver aquí cosas tremendas. Yo, por la gracia de aquél que resuella debajo de siete estados de tierra y de donde vienen por línea recta todas las poligamias de la preposición y los círculos viciosos del raquis y el peroné, Micifuz, Juan Callejo y la Sandalia; yo, digo, pudiera dejaros ahora mismo en cueros vivos si me diera la gana, sólo con echar un rezo que yo sé; pero no tembléis, que no lo haré porque no se resienta la moral y todo el aquel de la jerigonza pirotécnica del espolique encefálico: me contentaré por hoy, gandules y marimachos, con algunos excesos híspidos que os dejarán estúpidos y contrahechos de pura satisfacción y congruencia.

A la cual parrafada se quedó el auditorio como aquel que ve visiones, no tanto por lo que le marearon los conceptos, cuanto por la boca que los escupía; porque aquel hombre era el pasmo de los aldeanos montañeses, tan conocido en las romerías como sus santuarios mismos. Concurría a todas, y no se presentaba en dos de ellas del mismo modo y como la demás gente. Aparecía por el camino más desusado, ya cabalgando al revés sobre una burra, ya a lomos de un novillo; ora vestido de muerte en cueros, ora con tres brazos o dos cabezas.

Se le conocía igualmente en Santander, de donde era y donde se le veía de continuo tan pronto vestido con elegancia y paseando con los más elegantes, como bailando en Cajo al uso de la tierra con las aldeanas de Peñacastillo. Era hasta pueril en su tenacidad para chasquear a los sencillos campesinos que llegaban a la capital; y tan benéfico al mismo tiempo, que muchas veces terminaba una broma dando de comer al embromado, o vistiéndole, o socorriéndole con dinero si lo necesitaba. Conservó su carácter alegre aprueba de adversidades hasta el último instante de su vida, que se extinguió muy poco tiempo ha.

Este hombre, en fin, cuya memoria me complazco en evocar aquí, porque cuento que con ello no la ofendo, pues si no no la evocara, era Almiñaque.

Pasmados, repito, escucharon los aldeanos el discurso que éste les espetó como introducción a las maravillas que se proponía hacer.

—Aquí tenemos tres perojos —continuó Almiñaque sacándolos del bolsillo del pantalón—, y voy a hacérselos comer por el cogote al primero que se presente.

En esto se le acercó un peine, que así era parte del inocente público, como chino. Almiñaque le aceptó como si le viera entonces por primera vez, le hizo subir a su lado, enseñó al público uno de los tres perojos, púsole sobre el cogote del recién llegado, hizo luego como que le apretaba con la mano, y retirándola en seguida dijo a aquél:

—Abre la boca.

Y el hombre la abrió, dejando ver en ella un perojo que se apresuró a comer.

La concurrencia prorrumpió en una tempestad de admiraciones.

—Pero ¿cómo mil diaños será esto? —decía una pobre mujer aldeana a un su convecino.

—Pues esto —replicó dándose importancia el aldeano—, tien too el aquel en los mengues que lleva Almiñaque en un anfilitero.

—¿Y qué son los mengues?

—Pus aticuenta que a manera de ujanos: unos ujanos que se cogen debajo de los jalechos en lo alto de un monte, a mea-noche, cuando haiga güena luna. Y paece ser que a estos ujanos hay que darles dos libras de carne toos los días, sopena de que coman al que los tiene, porque resulta que estos ujanos son los enemigos malos.

—¡Jesús y el Señor nos valgan!

—Con estos mengues se puen hacer los imposibles que se quieran, menos delante del que tenga rézpede de culiebra; porque paece ser que con éste no tienen ellos poder.

—De modo y manera es —dijo pasmada la aldeana—, que si ese hombre quiere ahora mismo mil onzas, enseguida se le van al bolsillo.

—Te diré: lo que icen que pasa es que con los mengues se beldan los ojos a los demás y se les hace ver lo que no hay. Y contaréte al auto de esto lo que le pasó en Vitoria a Roque el mi hijo que, como sabes, venu la semana pasá de servir al rey. Iba un día a la comedia onde estaba un comediante hiciendo de estas demoniuras, y va y dícele un compañero: «Roque, si vas a la comedia y quieres ver la cosa en toa regla, échate esto en la faldriquera». Y va y le da un papelucu. Va Roque y le abre, y va y encuentra engüelto en el papel un rézpede de culiebra. Pos, amiga de Dios, que le quiero, que no le quiero, guarda el papelucu y vase a la comedia, que diz que estaba cuajá de señorío prencipal. Y évate que sale un gallo andando, andando por la comedia, y da en decir a la gente que el gallo llevaba una viga en la boca. «¡Cómo que viga!» diz el mi hijo, muy arrecio; «si lo que lleva el gallo en el pico es una paja». Amiga, óyelo el comediante, manda a buscar al mi hijo, y le ice estas palabras— «Melitar, usté tien rézpede, y yo le doy a usté too el dinero que quiera porque se marche de aquí». Y, amiga de Dios, dempués de muchas güeltas y pedriques, se ajustaron en dos reales y medio y se golvió el mi muchacho al cuartel. Con que ¿te paez que la cosa tien que ver?

Mientras éstos y otros comentarios se hacían entre los sencillos espectadores, Almiñaque siguió obrando prodigios como los del perojo. De todos ellos sólo citaré el último. Tomó entre sus manos una manzana muy gorda, levantóla en alto y dijo:

—¿Veis este conejo?

—Hombre, así de pronto paez una manzana —murmuraban en el corro—; pero, mirándola bien, no deja de darse un aire...

—¿Veis este conejo, gaznápiros?

—¡Sí! —contestaron todos a coro, con la mayor fe, pues la influencia que en sus ánimos ejercía Almiñaque era capaz de obligarles a confesar, si éste se empeñaba, que andaban en cuatro pies.

Pues bueno... pero veo que algunos dudan todavía. ¡Eh, paisano! —añadió Almiñaque dirigiéndose a un sujeto que pasaba cerca del corro, como por casualidad— ¿Qué es esto que yo tengo en la mano?

—Un conejo de Indias —respondió el interpelado, siguiendo muy serio su camino.

—Ya lo habéis oído. Pues bueno: este conejo se va a convertir en un becerro de dos años y medio, que voy a regalar al que me ayude en la suerte.

En seguida salieron al frente varias personas. Escogió Almiñaque entre ellas a un mocetón como un trinquete, y le dijo:

—Túmbate en el suelo, boca abajo.

El mozo obedeció.

—Más pegado al suelo, más: mete bien los morros en la yerba: así. Ahora berra todo lo que puedas hasta que el becerro te conteste... ¡Vamos, hombre!... ¡Ajajá!... Otra vez... ¡Más fuerte!... Bueno. Ustedes, todos, miren hacia el Oriente, que está allí, y levanten los brazos al cielo, porque el becerro va a venir por Occidente. Muy bien: así vamos a estar dos minutos; yo avisaré.

Y cuando Almiñaque tuvo el cuadro a su gusto, y cuando estaba berrando a más y mejor y sorbiendo polvo el mocetón, escapóse de puntillas y se escondió entre la gente de otro corro inmediato para reír la broma con sus camaradas.

IV

Y ahora sí que nos es de todo punto indispensable salir de la romería, porque don Anacleto, riéndose aún de la broma de Almiñaque, ha mandado al carretero que unza los bueyes y ha colocado alrededor del toldo, por la parte exterior, unas cuantas ramas de cajiga, señales infalibles de que se dispone a marchar.

Otros muchos carros, igualmente adornados, han tomado al suyo la delantera y caminan, entre multitud de personas a pie, hacia Santander.

Una hora después de haber entrado nuestro amigo en la carretera, anocheció, razón por la cual me es imposible referir a ustedes los detalles del viaje ni hallar cronista que se los refiera, pues la vuelta de la romería del Carmen, perdida siempre entre las tinieblas de la noche y bajo las aún más oscuras bóvedas de los toldos, ni el diablo es capaz de describirla en todos sus detalles.

Tengo para mí que sólo Dios sabe a punto fijo lo que hay sobre el particular.

Por el ruido que se oía cuando volvió don Anacleto, sospecho yo que debía reinar grande animación entre los romeros; y sé, porque esto se veía a la luz de las tabernas, que se detuvo el carro en Cacicedo, en Peñacastillo y en Cajo, puntos en los cuales había otras tantas romerías; y sé, por último, que al llegar a Santander se apeó la familia de nuestro amigo, y que, dando éste un brazo a su mujer y otro a su hija y ordenando al chico que anduviera delante con un ramo enarbolado, entraron todos por la Alameda de Becedo tarareando un pasodoble al que hacían coro un centenar de chiquillos y cigarreras, atropellando a la gente que había concurrido al paseo con el solo objeto de ver a la que volvía del Carmen.

V

Por espacio de diez años continuó aún don Anacleto concurriendo a esta romería con el mismo entusiasmo que en la ocasión en que se le he presentado al lector. Pero al cabo de ese tiempo se inauguró el trozo de ferrocarril de Santander a los Corrales... y ¡adiós tradiciones!

Contra la opinión de mi respetable amigo, la gente dejó el carro de bueyes y aceptó los trenes de placer; la pradera del Carmen se llenó de romeros trashumantes, digámoslo así, y se armaron en Boo, punto en que se deja y se toma el tren para ir a la romería y volver de ella, esas tumultuosas reuniones de gente de todos pelajes, tan fecundas en borracheras y cachetinas.

El número de concurrentes a la célebre fiesta, lejos de ser hoy menor que en la época en que la honraba don Anacleto con su presencia, es mucho mayor; pero típicamente vale mucho menos. El pito de la locomotora ha espantado de allí el entusiasmo característico de los antiguos romeros. Se baila, se come, se bebe mucho todavía; pero en insípido desorden y casi a la fuerza. El antiguo camino por Cacicedo feneció con el nuevo de Muriedas, y éste, a su vez, y el de las Presas y hasta la bahía, se encuentran punto menos que desiertos el día del Carmen desde que la gente optó por el ferrocarril. Convengamos en que ha habido un poco de ingratitud hacia los viejos usos, de parte del pueblo de Santander, aquí donde no nos oye don Anacleto.

El cual, desde que observó la gran traición, como él llama a este cambio de costumbre, juró dos cosas que va cumpliendo estrictamente: no volver más a la romería, y un odio a muerte al ferrocarril.

Muchos de sus amigos y contemporáneos, uno de ellos don Timoteo, han sufrido con más resignación el contratiempo. Verdad es que odian tanto como don Anacleto el ferrocarril; pero forjándose la ilusión de que no existe, van todavía en carro al Carmen a hacer que se divierten, y a tomar baños a las Caldas, y eso que pasa el tren por la puerta del establecimiento.

—Yo no estoy por esos términos medios —dice furioso don Anacleto al verlos marchar todos los años—, y bien sabe Dios la falta que me hace los baños termales para el reúma. Pero o todo o nada. Quiero el carro íntegro, como el de mis abuelos; quiero las Caldas sin estación y el Carmen por Cacicedo. Mientras esto no exista, no me habléis de moverme de casa, en la cual espero, mirando cara a cara a ese tráfago diabólico de trenes y telégrafos, a que la sociedad vuelva a enquiciarse. Y si yo no lo veo, me consolará al morir la esperanza de que lo vean mis nietos, pues casi tan viejo como el orgullo del hombre es el infalible proverbio español que dice que «al cabo de los años mil, vuelven las aguas por donde solían ir».


Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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