Las del Año Pasado

José María de Pereda


Cuento


¿Conoce el lector a las de doña Calixta? En un libro que anda por ahí con el rótulo de Tipos y Paisajes, se habla de ellas y de otras muchas cosas más. Si no las conoce, compre el libro. Si las conoce, con decirle que no se separan de ellas en todo el verano las aludidas en el título de este croquis, debe hallarlas en su memoria a poco que la registre.

A mayor abundamiento, le daré algunas señas particulares. Son dos, madre e hija. La madre es achaparrada, con el pescuezo más bien embutido que colocado entre los hombros, y la cabeza ensartada en el pescuezo, como una calabaza en la punta de una estaca; tiene ancha y risueña la boca, fruncido el entrecejo, grises los ojos, poca frente, mucho pelo, mala dentadura y peor el cutis de la cara. La hija, por uno de esos caprichos inconcebibles de la naturaleza es todo lo contrario de su madre: de bizarras líneas, de hermosas y correctísimas proporciones; modelo del arte clásico, mármol griego, y, como de tal sustancia, fría e inanimada. Se llama Ofelia. Su madre no responde más que al nombre de Carmelita, aunque otra cosa se le grite al oído.

Los que lo entienden, dicen que Ofelia podría ser irresistible por la sola fuerza de su propia hermosura, con expresión en la fisonomía, flexibilidad en el talle y gusto en el vestir; pues además de rígida e inanimada, parece que es sumamente cursi. En cuanto a Carmelita, basta verla en la calle una vez para que el menos autorizado en la materia pueda decidir de plano que es un espantapájaros.

Táchese en las dos, como resabio de su mal gusto, un afán inmoderado de hacer ver a todo el mundo que siempre llevan zapatos nuevos, de los más relumbrantes o de los más historiados.

Cómo empezaron sus relaciones con las de doña Calixta, no lo sé yo: acaso hubo entre unas y otras esa atracción misteriosa que se explica en latín con aquello tan sabido de similis, similem querit; pero es indudable que desde que por primera vez llegaron a Santander a veranear, intimaron con la «coronela» y sus tres hijas, como dos gotas de agua con otras cuatro. A sus reuniones van, a sus amigas visitan; con ellas recorren de día y de noche calles y paseos; por ellas pagan sorbetes en el café, coches al Sardinero y lunetas en el teatro; y en su exclusiva compañía asisten a los bailes campestres, a las serenatas, a las procesiones y a las solemnidades públicas.

Desde la primera vez que se la vio en este pueblo, llamó la atención la hermosura de Ofelia; pero ni los hombres la codiciaron, ni las mujeres la temieron: sus ya enumerados defectos, y el contrapeso estrafalario que le hacía su madre constantemente, entibiaban hasta el frío el entusiasmo de los unos, y tranquilizaban hasta el desdén a las otras. Nadie, pues, supo su nombre, ni quiso cansarse en preguntar por él. El primer año, si se la citaba en una conversación, se decía únicamente: esa que anda con las de doña Calixta. Desde el verano siguiente, ya se las llamó, a ella y a su madre, las del año pasado; especie de mote que revela cierto cansancio de verlas y pocos méritos para murmurar de ellas más de una vez.

Las de doña Calixta están locas por Ofelia. En su presencia, la ensalzan hasta la adulación; ausente, aburren al lucero del alba hablando de su hermosura, de su elegancia, de su brillante posición, de sus relaciones entonadas en Madrid, de las magníficas proporciones que desecha, de sus deseos de llevarlas a pasar el invierno a su lado, de las cartas que se escriben desde que se va de aquí, y de los encargos que se hacen mutuamente.

—Pero ¿quiénes son ellas? —se ha preguntado muchas veces a las de doña Calista—. ¿Qué pito tocan en Madrid; cuál es su verdadera posición social?

A las cuales preguntas jamás han dado las interrogadas una respuesta satisfactoria; porque, a decir verdad, no están ellas en el asunto mucho más enteradas que los preguntantes.

Y bien sabe Dios que hacen todo lo posible por ajustar a sus amigas las cuentas al menudeo; pero sea porque el asunto es harto sencillo y no necesita explicaciones y está a la vista, o porque realmente hay malicia para disfrazarle, es lo cierto que las de Madrid no acuden al interrogatorio con la claridad que desean las de Guerrilla.

—¡Dichosa de ti —dicen éstas a Ofelia en sus frecuentes confidencias con ella—; dichosa de ti, que puedes vivir en la corte con todas las ventajas que te dan tu posición y tu figura!

—No tanto como creéis —contesta Ofelia entre desdeñosa y presumida.

—¡Ay!, no me digas eso... Di que Dios da nueces... Aquí te quisiera yo ver todo el año.

—De modo que, mejor que aquí, desde luego os confieso que se pasa allí el tiempo; pero de esto a lo que vosotras pensáis...

—¡Madrid!, con aquellos paseos, con aquellos teatros, con aquella tropa y aquellas músicas... Todo el día estarás oyéndola,¿verdad?

—Psé... Como no sea alguna vez que voy a la parada con mamá...

—¡A Palacio!... ¡qué hermosura!... estará la plaza llena de generales.

—Ni se arrepara en ellos, chicas... La última vez que fuimos se empeñó el coronel entrante en que tomáramos asiento en el pabellón...

—Y tú, con esa sequedad condenada, no querrías.

—Claro está que no.

—¡Uf, qué rara, hija!... ¡Me da coraje ese genio! No me extraña que te sucedan ciertas cosas.

—¿Qué cosas?

—Por de pronto, aburrir a tus proporciones y hacerlas creer que las desprecias, que es lo mismo que si las tiraras por la ventana... Ya ves cómo lo creyó aquel de quien nos hablabas ayer...

—¡Mira qué ganga!... Un simple catredático.

—Ya se ve ¡como tienes otros adoradores de alto copete!

—No lo dirás por el comendante que me echó la carta por debajo de la puerta.

—Ya sabes tú que voy por más arriba.

—Por el marqués de la esquina, ¿eh?

—¿Se llama así?

—No, pero vive a la esquina de la calle, dos puertas más abajo que nosotros... como vive un duque tres puertas más arriba y un conde enfrente.

—De modo que en tu calle todos sois personajes.

—Eso sí.

—¡Qué gusto! ¿Y lo del marqués será cosa hecha?

—Psé... Hay poco que fiar, si os he de decir la verdad; no porque él no esté bien apasionado, sino porque como en Madrid hay tantas proporciones y cambia una tantas veces de parecer... Esto nació del teatro Real... Como es muy amigo de papá, me acompañó hasta casa a la salida. Después me ha visitado muchas veces, y siempre ha tenido alguna cosa que decirme al oído.

—Y tú, ¿qué le has contestado?

—Que se lo diga a papá.

—¿Ve usted? ¿A que desprecias también esa proporción?

—Allá veremos.

—¡Ay, qué sangre de chufas!... ¿De modo que vas muy a menudo al Real?

—Bastante.

—Estarás abonada.

—No quise que se abonara papá a turno con las Consejeras del principal: ellas bien me lo rogaron; y desde entonces, porque no lo tomaran a desprecio, no me he abonado nunca.

—¡Buenas estarán aquellas funciones! ¡Qué concurrencia habrá allí!

—Mucho personaje... toda la corte... y muchísimo título; pero de confianza.

—Como que os conoceréis todos.

—La mayor parte son íntimos de papá.

—¿Por qué no tiene título tu papá?

—Porque, como él dice, está por lo positivo.

—¿Tendréis carruaje?

—¡Como hay tantísimos de alquiler!...

—Es verdad.

—Por supuesto, que te escribirás con el marqués.

—Anda, curiosa, picarona, ¿quieres saber tanto como yo? ¡Esas cosas no se dicen, ea!

Y con esto, o algo parecido, y cuatro palmaditas sobre el hombro de la preguntona, corta Ofelia el interrogatorio a que todos los días se la somete, y cambia de conversación.

Entre su madre y doña Calixta pasa, en el ínterin, algo por el estilo.

—¿Y cómo no se anima su esposo de usted a acompañarlas algún verano? —pregunta a la de Madrid la coronela.

—Porque no puede, doña Calixta.

—¡Que no puede!... ¡un hombre de su posición!

—Pues por lo mismo. ¡Usté no sabe, doña Calixta, qué bregas y qué laberientos trae ese hombre de Dios metidos en aquella cabeza! Ya se lo digo yo bien a menudo: «¡Cualquiera pensará que no tienes qué comer!».

—Lo mismo me pasa a mí con el coronel, Carmelita. Ahí le tiene usted metido en sus haciendas todo el año de Dios. Hoy, que está levantando la presa de una fábrica de harinas; mañana, que va a los cierros con un regimiento de cavadores; otro día, que está cercando una mies que compró la víspera; ahora, que construye una casa de labor; después, que entró la peste en la ganadería y ha tenido que visitarla con los albéitares; cuándo que los colonos; cuándo que el administrador... ¡Nunca jamás tiene un día para ver a su familia!... «Pero, hombre —le he dicho algunas veces—, sacrifica media semana siquiera para saludar a estas señoras tan buenas y que tanto nos quieren...». Como si callara, Carmelita...

—Pues sucediéndole a usted eso con su esposo, ¿cómo le extraña que el mío no nos acompañe jamás?

—Creía yo que los negocios de ese caballero no serían de los que amarran tanto como las aficiones de Guerrilla.

—¡Mucho más, doña Calixta! Fígurese usted que mi esposo no tiene hora libre. Estamos almorzando: carta del ministro de Hacienda para que se vea con él inmediatamente; nos sentamos a comer: volante del gobernador que tiene que hablarle de continente; vamos a salir al Prado, o a la Castellana, o al teatro, o al baile de Palacio, es un suponer: pues el diputado, o el ayudante del general, o el diablo, está ya a la puerta para que se vea en el azto con el presidente de las Cortes, o con el capitán general, o con el director de Beneficencia, sobre que la contrata, o el suministro... Le digo a usted que él podrá ganar buenos caudales, pero buenos sudores le cuestan al pobre. Así es que algunos días tiene un humor que tumba de espaldas.

—Y ¿por qué no tiene un hombre de su confianza en quién descansar?

—Porque, como él dice, «hacienda, tu amo te vea». Lo mismo le pasará a su esposo de usted.

—Es verdad; pero ya que tan bien le ha ido y le va con los negocios, ¿por qué no se retira de una vez? La salud ante todo, Carmelita. Y para una hija sola que tiene...

—Cierto es eso; pero los negocios parece ser que están enredados unos con otros, y que no es tan fácil como se cree echar el corte cuando se quiere... Y si no, pregúnteselo usted al coronel.

—En verdad que algo de eso suele decirme a mí Guerrilla cuando le llamo codicioso, y le aconsejo que lo deje todo y se venga al lado de su familia.

—Pues velay, usté.

—Ya, ya; ya me hago cargo.

Y por más vueltas que dan la madre y las hijas a sus interrogatorios, no sacan otra cosa en limpio las de doña Calixta, con respecto a la verdadera posición social de sus amigas de Madrid.

Algo pudiera decirlas yo que les ahorrara más de la mitad del camino para llegar al asunto; pero ¡vaya usted a ponerlo en sus bocas! Toda la veneración que sienten por Ofelia, no alcanzaría a impedirlas que se lo contaran, en secreto, al primero que les manifestara el mismo afán que ellas tienen hoy. Y que ese algo no debe publicarse después de haber ellas mismas ensalzado tanto la prosapia de Ofelia, es indudable. Y si no, que lo diga el imparcial lector, a quien hago juez en el asunto. Trátase de una carta que las de Madrid se dejaron olvidada, debajo de la cama, en la casa de huéspedes que habitaron el verano pasado; carta que llegó a mi poder, no diré cómo, y canta así:

«Mi más querida esposa Carmelita y amadísima hija Ofelia: Sus escribo la presente para decirvos que estoy bueno de salú, y para que me digáis cómo anda la vuestra; pus va diquiá dos semanas que no recibo carta de vusotras. De paso sus alvertiré que, como la lezna no entra por onde señala, lo de la contrata de zapatos para el Hospicio no salió esta vez como las otras; y gracias que lo cuento en mi casa. Paece de que antier volvieron los chicos descalzos al establecimiento, porque, a resultas de la lluvia, se reblandeció el cartón de la suela y se descubrió el ajo. Diréis que cómo otras veces ha pasado el engaño, y ahora no. Sus diré a eso que, en primer lugar, esta vez, por guitonada de los oficiales, no se dio bien al cartón el unto que sabéis y con el que aguantaba un zapato siquiera tres posturas (no mojándose en la segunda); y después, porque ya no está allí el encargado de enantes, que además de recibir la obra por buena, echaba a los chicos la culpa de la avería, cuando se le quejaban de ella. Tomó cartas ahora el administrador, y me baldó. Por buena compostura, he consentido en perder todo el valor de lo entregado, que, por fortuna, de cartón era ello y de badana. ¡Bien haya los sofocos que me di cortando pares en el mostrador! ¡Y yo que pensaba calzar a medio ejército de tropa, por lo que, como sabéis, tenía echado un memorial en el menisterio! Me temo que lo del Hospicio no me ha de favorecer nada para el caso. Y lo peor es que por atender con todos mis operarios a la tarea, los parroquianos de fino han estado mal servidos, y algunos me dejan.

A todo esto, sus diré que el marqués de la esquina se ha casado en Alicante con una viuda rica y vieja, para salir de trampas. Bien sus decía yo que estaba más tronado que una rata, y también sus dije que me debía los botitos de dos años; y ahora sus diré que además me debía siete duros que me pidió una noche al pasar por la tienda, porque no llevaba suelto. Cuando venga le pasaré la cuenta de todo; y si paga, que no pagará, eso saldremos ganando... ¡y gracias que no nos debe más, que bien hubiera podido ser! No hay que pensar en estos marqueses que soban mucho a los artistas que tenemos hijas guapas.

Esto me alcuerda que ya van cinco veranos que veraneáis en esa, sin el menor apego de indiano, como sus figurestes. Con un par de negocios como el del Hospicio, sacabó la tela, y, como el otro que dice, el veraneo de moda. Mucho sus quiero, pero no sé si podréis ripitir.

Venisius pronto, que ya me hacéis falta para el ribeteo de fino: alcordarvos de que pierdo dinero pagando, más de mes y medio, oficialas que hagan vuestra labor.

Tocante a lo demás, devertisius mucho, pues bien sabéis sus ama y sus estima vuestro esposo rendido y amante padre.

Crispín de la Puntera».


Publicado el 17 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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