Un si es no es macilento, desmayado de barba, corto de vista y regularmente ataviado.
Tal es su facha. En cuanto a su fecha, lo mismo puede venderse por hombre que parece un joven, que por joven que parece ya un hombre... y cuenta que hablo en vulgo limpio, por lo cual ha de entenderse esto de hombre, por hombre de cierta edad.
Le habréis visto, con un libro en la mano, en la braña del Cañón, sentado a la sombra de un bardal; o en idéntica postura e igual ocupación, sobre escueta roca entre los dos Sardineros; o a la entrada de los Pinares; o en un rincón de la galería, con los pies sobre la balaustrada y el tronco desencuadernado en una silla; o paseándose por el arenal, absorto en la lectura, como joven alumno repasando la lección en el patio del colegio.
Y aseguro que le habréis visto, porque aunque jamás abandona el libro y parece la meditación su natural elemento, siempre elige para el estudio las horas de más ruido y busca la soledad a orillas de todo movimiento.
Es de Madrid, vive en un hotel del Sardinero, y, a juzgar por lo que se ve, priva mucho con todas las señoras circunvecinas.
Lo cual no es de extrañar, visto lo docto que es en todos esos tiquis-miquis que forman el arte de agradar en la sociedad distinguida.
¡Qué donaire tiene, el indino, y remilgado pespunteo de palabra, para revolver un corrillo de pizpiretas jovenzuelas! ¡Qué mirar de ojos, qué rasgar de boca y accionar de índice para decir, por ejemplo: «¡Vamos, Conchita, ya se ha descubierto por qué esperaba usted el correo anoche con tanta impaciencia!». O: «¿Saben ustedes por qué está Soledad tan preocupada?... ¿Lo ven ustedes? Ya se sonroja». O: «Carmela, en mi solitario paseo de esta madrugada me han revelado las ondinas el secreto que usted me ocultaba ayer. ¡Ah, picarilla!...».
...¿Dicen ustedes que éstas son impertinentes y sobadas vulgaridades?... Séanlo enhorabuena; pero atrévase un buen Juan a hacerse con ellas solas hombre ameno y travieso, y verá cómo le plantan en seco. Hay que desengañarse: para decir ciertas cosas y brillar en ciertos terrenos, hay que ser mozo de cierta catadura.
La del de quien vamos hablando parece cortada para el oficio. Como ramo de su ciencia, conserva en la memoria muchas anécdotas rechispeantes de la última campaña del gran mundo, y anuncia el desenlace de más de un suceso interesante, para la próxima. Y como todos los del corrillo son de Madrid, dicho se está que las agudas murmuraciones y los retorcidos discreteos no languidecen un punto, por falta de interés.
Posee otra cualidad, muy importante para esto de veranear con éxito en una provincia entre las personas que lo han por oficio: sabe de corrido toda la fraseología literaria y musical de moda entre la gente madrileña.
Y cuidado, que esto no es grano de anís. Figúrense ustedes que por allí anda muy en boga Dante, como anduvo un invierno, porque un orador del Parlamento dijo, a cuento de no sé qué:
Non ragioniam di lor, ma guarda e passa,
cosa, por lo visto, hasta entonces no oída en Madrid, según la prisa que se dio todo el mundo, en papeles y en corrillos, a traducir la cita, a estudiar el pasaje entero, a desentrañar el intríngulis, a hablar de la Divina Comedia, y hasta a poner en perverso castellano el inmortal poema. En tal caso, ¿qué joven que se precie de ilusitrado ha de salir a provincias el verano siguiente, sin saber decir, por ejemplo, cuando se le cae de la boca la punta del cigarro, o de la mano el bastón, que se le cayeron
...como corpo morto cade?
o cuando quiere bromearse con alguno que no encuentra lo que busca, o que llega tarde:
Lasciate ogni speranza?...
o si trata de pintar el abismo en que se han hundido sus ilusiones:
Nel mezzo del camin di nostra vita
me ritrovai per una selva oscura?...
Si el de moda es Goethe, porque se cantó en el Real una ópera cuyo argumento está tomado de su célebre poema, no hay más remedio que llamar Fausto a todo viejo galanteador y acicalado, Margarita a toda joven que suspira, Mefistófeles a todo señor que tenga la nariz afilada, rasgada la boca, trigueña la color y zurda la mirada.
Si es Flotow el que priva, hay que saber, por lo menos, entonar a media voz, con los ojos fruncidos, las uñas clavadas en el pecho y mucho arrastre de amargura, aquello de
¡Marta Marrrrrrrrrrta!
como nos cantaban en una ocasión todos los señoritos que venían de Madrid, empeñándose en que había uno de llorar oyéndolos, porque en el Real lloraba toda la gente cuando lo cantaban Talini... o Cualini, tenores de mucho sentimiento.
Cuando reinan estas epidemias en el pueblo, no hay más remedio que aguantarlas como mejor se pueda, y resignarse a exclamar en cada caso, siquiera por no hacerle más grave: ¡Admirable, magnífico, arrebatador!
Pues iba diciendo yo que para evocar estas reminiscencias, citar aquellos textos y cantar las otras ternezas, nadie como el amigo de quien vamos hablando.
No sé si he dicho, o ustedes lo han comprendido ya, que es literato, o que cree serlo.
Por de pronto, escribe quintillas en el arenal con la punta del bastón, y en la tertulia de la noche lee a las señoras tal cual balada tierna o alusivo soneto.
Si hemos de creerle, conoce a todos los literatos, y se tutea con los más talludos.
Lo cierto es que si llega al Sardinero alguna celebridad de este género, él es quien le presenta a las damas y se compromete a que el presentado les lea alguna cosa; al cual compromiso corresponde éste (después de asegurar que viene enteramente desprevenido) leyendo una comedia resobada, o una oda que ya reluce de tanto manoseo, las cuales saca de un enorme cartapacio de poesías que ya han sido leídas por el autor trescientas veces en Ontaneda o las Caldas, mientras tomó aquellas aguas.
Como piensa hacer algunas investigaciones históricas, arqueológicas y geográficas en la provincia, ha traído con su equipaje una mochila, un grueso garrote con agudo regatón de hierro, y borceguíes ingleses de ancha y claveteada suela. Parece ser que todas estas cosas ayudan mucho a recoger noticias sobre aquello que se trata de conocer y describir, especialmente en un país como éste, en el cual hay un pueblecillo a cada cuarto de legua, una casa en que dormir regularmente, y comer, aunque no muy bien; buenos senderos para cabalgaduras de alquiler, cuando no excelentes caminos para carruajes; poquísimas antigüedades, y esas a la vista y muy estudiadas ya; nada de historias del otro mundo, y ninguna montaña que escalar a uña y puntera, porque todas son cómodamente accesibles por algún costado. Y la prueba de que este atalaje debe servir de mucho al tourista para sus explotaciones, es que el nuestro, aunque le lleva a cuestas, no camina a pie, ni come de la fiambrera, ni duerme al socaire de los torreones; antes aprovecha el mullido vagón de primera hasta donde le conviene, y luego la diligencia, y hasta los caballejos y carros del país, como hacemos los hombres vulgares, y las fondas y las tabernas y los figones. Luego la mochila y el báculo y los borceguíes, que evidentemente no sirven para lo que en rigor significan, tienen alguna virtud de carácter, que atrae, combina y depura todo lo que va buscando en sus peregrinaciones un erudito a la flamante usanza, cuando con ellos carga, como con el fardo de sus pecados. Que es lo que yo quería demostrar, recelándome alguna observación maliciosa de tal o cual lector demasiado montañés.
Y ahora continúo diciendo que este ilustrado mortal, en los ratos que le dejan libres sus baños, sus abstracciones solitarias, sus discreteos públicos, sus inscripciones poéticas en los arenales, en las rocas duras y hasta en los troncos resinosos de los Pinares, escribe correspondencias a un periódico de Madrid, que las agradece mucho y quizá las paga.
La última que yo leí impresa, después de haberla leído el autor manuscrita y recién nacida, a sus bellas contertulias, decía, entre otras muchas cosas, plus minusve, lo siguiente:
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
«¡El mar!... ¡¡La mar!!... ¡¡¡Los mares!!!... ¡¡¡Las mares!!!... ¡Ah!... ¡Ohhhh!...
Perdone usted, señor director. Perdonadme vosotros, mis queridos compañeros; faltan palabras a mi pluma para expresar cuanto la mente concibe en este horizonte sin medida, sobre este abismo sin fondo. ¡El mar! Pero ¿por qué son verdes sus aguas?, ¿por qué son salobres?, ¿qué fuerza las precipita contra la roca dura que ahora me sirve de pedestal?, ¿por qué suben?, ¿por qué bajan? ¡Inescrutables misterios de la Naturaleza!... Pero ¡qué espectáculo, gran Dios!... Contemplándole, el corazón palpita, la mano tiembla, los ojos se turban. El sol sin una nube que empañe sus fulgores; la brisa rizando la inquieta superficie de las aguas sin fin; la blanca gaviota, cerniéndose voluptuosa en el espacio; bajo la gaviota, la esbelta nave de tajante proa; allá el puerto; acá el escollo; allí la espuma; aquí las flores, y en todo y sobre todo, un torrente de luz y una embriaguez de aromas... ¡Ah!... Mas ¿qué es esto?, el trueno ruge; cruzan la atmósfera rayos y centellas; se respira el hálito abrasador de la tempestad; desgájase el secular peñasco; húndese en el abismo, y se elevan hasta mí los pliegues espumantes del salobre sudario que le envuelve... Se columbra un punto en el horizonte ¡Helas! Es una nave. Distingo perfectamente al angustiado nauta que implora el auxilio de los hombres... Muchos son los que pueblan la orilla, pero ninguno acude. El que va a hacer naufragio no implora el auxilio para él solo... también le necesitan sus tiernos camaradas de equipaje... Yo me arrojo a la mar, y los salvo a todos, entre los saludos y los aplausos de este querido bello sexo, regulador de todas mis acciones, inspirador de mis más elevados pensamientos, y fin y exclusivo objeto adonde hasta el menor de mis intentos se endereza.
En la próxima semana emprenderé mi viaje de exploración por la provincia. Mi primera jornada concluirá en Colindres, bellísima capital de la Liébana, región, que, como ustedes saben, se extiende desde el valle de Camargo al de Reocín, y está protegida, al Oriente, por los Picos de Europa, y al Occidente, por el monte de Cabarga, el de las eternas nieves. Según Estrabón y Quinto Curcio, esta parte de la provincia fue la verdadera Cantabria, la que dio aquellos héroes que entregaban el robusto cuello, cantando himnos guerreros, al hacha de los esbirros de Felipe II, cuando este fanático monarca, no pudiendo implantar aquí el bárbaro tribunal de la Inquisición, por repugnar a los altivos pechos de estos libres montañeses, ocupó militarmente el país. Algunos rasgos típicos de esa raza insigne se observan todavía en sus actuales descendientes, los famosos pasiegos, únicos pobladores de la Liébana. Pero, mejor que en el sello fisonómico, revela su ilustre procedencia esta hermosa gente en sus costumbres nómadas e independientes. Anidan, como las águilas, en los picos de las rocas; jamás pisan las sendas frecuentadas, ni duermen dos noches consecutivas bajo un mismo techo. Se alimentan de frutas silvestres y de carne montaraz; pues su ocupación exclusiva es la caza, pero con honda, la cual manejan con una destreza asombrosa.
Mas de esto y de otras muchas cosas tan auténticas como interesantes, hablaré a mis bellas lectoras en las sucesivas correspondencias y en un libro que traigo entre manos tiempo ha».
Con lo cual queda el corresponsal tan satisfecho, el periódico tan hueco, los lectores que no conocen esta provincia, tan enterados, y los pocos montañeses que le leen, haciéndose cruces con los dedos.
Pero no impide, sin embargo, que la prensa local que nos anunció su llegada en junio, nos diga un día a mediados de setiembre:
«Hoy ha salido para Madrid el distinguido publicista don F. de Tal, después de haber permanecido más de dos meses entre nosotros. En las varias excursiones que ha hecho por la provincia, ha recogido gran cantidad de curiosos y fidedignos datos, los cuales piensa utilizar para dar a la estampa un libro que tratará de la historia, carácter y costumbres del pueblo montañés, desde los más remotos tiempos hasta nuestros días. Nos atrevemos a rogar al insigne literato que cuanto antes nos haga conocer su obra, que seguramente habrá de darle tanta gloria como títulos al aprecio de todo montañés que estime en lo que vale el buen nombre de su patria».
Y adelante con los faroles; que en los venturosos tiempos que corren,
Sic itur ad astra:
o, como dijo el otro,
Por estas asperezas se camina
de la inmortalidad al alto asiento.