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Hallé cuarto en la posada aquélla, aunque obscuro y angosto; y por él y la comida ajustéme en siete reales diarios. Por de pronto me sirvieron un tentempié; a las tres de la tarde, después de escribir a mi padre, me metí en la cama, y del primer tirón dormí hasta las, ocho de la mañana siguiente. Tal necesidad tenía yo de dar descanso y mullida a mis huesos machacados.
A las diez me llamó la patrona para almorzar; y la misma mujer, ajamonada y no fea ni sucia, me condujo al comedor a través de un tortuoso, nada claro y estrecho pasadizo. Estaba la mesa preparada para ocho personas, en una estancia reducidísima, con luces a un patio.
—Siéntese usted —me dijo—, que enseguida vendrán los demás; todos chicos cariñosos y paisanos de usted.
Sentéme en la silla indicada por la patrona, y marchóse ésta. Momentos después comenzaron a llegar «los demás». ¡Sorpresa jamás olvidada por mí! Primeramente llegó un joven repolludo, blancote y de afeminadas facciones, en calzoncillos de punto, con botas de charol de altas cañas de tafilete encarnado; una levitilla corta puesta del revés; una toalla por corbata, y gorrita de jockey: cabalgaba sobre el lomo de una silla de paja, y con ella entre piernas caracoleaba y daba brincos y hasta botes de carnero; castigábala a menudo con un latiguillo, y no sin grandes fatigas consiguió arrimar a la mesa la contrahecha cabalgadura. Apeóse de ella, enderezóla, me saludo muy fino, volvióse junto a la puerta, y allí se cuadró. Apareció enseguida en el hueco de ella un mozo moreno, de rizada melena negra, altísimo sombrero de copa, tirillas de papel, a la inglesa, corbata blanca, ceñido frac azul con botones dorados, pantalón negro, tan raído y maltrecho como el frac, guantes blancos de algodón y zapatillas de badana. Andaba este personaje a paso trágico, y miraba con altivo gesto. Inclinóse el lacayo delante de él, y después de recibir de sus manos el sombrero y los guantes, preparóle una silla junto a la mesa. Sentóse el caballero grave y solemne; saludóme también muy fino, y se acomodó a su lado el fingido jockey después de arrojar debajo de la mesa los guantes y el sombrero de su señor. Tras éste llegó un mozo de negra barba, tipo árabe, con un viejo albornoz sobre los hombros, boina blanca en la cabeza, un diccionario de la Lengua debajo del brazo y una guitarra en la mano; al cual mozo acompañaba un cuarto personaje, asaz largo y macilento, despechugado, mal ceñido de calzones y peor trajeado de cintura arriba; pero muy armado de espadín de veras al costado, y con un sombrero de tres picos de lo más superior y neto, sobre la cabeza. Casi al mismo tiempo que estos dos comensales vinieron otros tres: el uno rehecho, musculoso, chispeante de mirada, muy crespo de bigote, envueltos el cuello y las quijadas en una bufanda de veinticinco colores, y sobre el occipucio una montera asturiana; el otro cubría el suyo con un raído bonete de doctor, cuya amarilla borla, grasienta y deshilada, parecía un ataque de ictericia mortal: no recuerdo al pormenor lo demás de su vestido, aunque puedo jurar que todo ello no valía tres pesetas. Acaso no valiera tanto lo que llevaba encima el último estudiante que entró en el comedor, y cuya especialidad digna de mención era el ir tocado con una papalina.
347 págs. / 10 horas, 8 minutos.
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Publicado el 21 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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