I
Yo poseo preciosamente un amigo (su nombre es Jacinto), que nació en un palacio, con cuarenta mil duros de renta en pingües tierras de pan, aceite y ganado.
Desde la infancia, durante la cual, su madre, señora gorda y crédula de Tras-os-Montes, repartía, para retener las Hadas Benéficas, hinojo y ámbar, Jacinto fue siempre más resistente y sano que un pino de las dunas. Un lindo río, murmurador y transparente, con un lecho muy liso de arena muy blanca, reflejando apenas pedazos lustrosos de un cielo de verano o ramajes siempre verdes y de buen aroma, no ofrecería, a aquel que lo descendiese en una barca llena de almohadas y de champagne helado, más dulzuras y facilidades de lo que la vida ofrecía a mi camarada Jacinto. No tuvo sarampión ni tuvo lombrices. Nunca padeció, ni aun en la edad en que se leen Balzac y Musset, los tormentos de la sensibilidad. En sus amistades fue siempre tan feliz como el clásico Orestes. Del amor solo experimentara la miel —esa miel que el amor invariablemente concede a quien lo practica, como las abejas, con ligereza y movilidad—. Ambición, sintiera solamente la de comprender bien las ideas generales, y la «punta de su intelecto» (como dice el viejo cronista medioeval), no estaba aún roma ni herrumbrosa... y, sin embargo, desde los veintiocho años, Jacinto ya se venía impregnando de Schopenhauer, del Eclesiastés, de otros Pesimistas menores, y tres, cuatro veces por día, bostezaba, con un bostezo hondo y lento, pasando los dedos finos sobre la faz, como si en ella solo palpase palidez y ruina. ¿Por qué?
Era él, de todos los hombres que conocí, el más complejamente civilizado —o antes aquel que se nutriera de la más vasta suma de civilización material, ornamental e intelectual. En ese palacio —(floridamente llamado el Jazminero), que su padre, también Jacinto, construyera sobre una honesta casa del siglo XVII, solada de pino y blanqueada de cal—, existía, creo yo, todo cuanto para bien del espíritu o de la materia, los hombres han creado, a través de la incertidumbre y del dolor, desde que abandonaran el valle feliz de Septa-Sindu, la Tierra de las Aguas Fáciles, el dulce país Aryano. La biblioteca —que en dos salas amplias y claras, como plazas, llenaba las paredes, enteramente, desde las alfombras de Caranania hasta el techo del cual, alternadamente, a través de cristales, el sol y la electricidad vertían una luz estudiosa y calma— contenía veinticinco mil volúmenes, instalados en ébano, magníficamente revestidos de marroquín escarlata. Solo sistemas filosóficos (y con justa prudencia, para ahorrar espacio, el bibliotecario apenas coleccionara los que irreconciliablemente se contradicen) había ¡mil ochocientos diez y siete!
Una tarde que yo deseaba copiar un dictamen de Adam Smith, recorrí, buscando a este economista, a lo largo de los estantes, ¡ocho metros de economía política! Así se hallaba formidablemente abastecido mi amigo Jacinto de todas las obras esenciales de la inteligencia —y de la estupidez. El único inconveniente de este monumental almacén del saber era que todo aquel que allí penetraba, adormecíase inevitablemente, por causa de las poltronas, que provistas de finas planchas móviles para sustentar el libro, el cigarro, el lápiz de las notas, la taza de café, ofrecían aún una combinación oscilante y flácida de almohadas, en donde el cuerpo encontraba luego, para mal del espíritu, la dulzura, la profundidad y la paz estirada de un lecho.
Al fondo, y como un altar mayor, era el gabinete de trabajo de Jacinto. Su sillón, grave y abacial, de cuero, con blasones, databa del siglo XIV, y en torno de él pendían numerosos tubos acústicos que, sobre los revestimientos de seda color de musgo y color de hiedra, parecían serpientes adormecidas y suspensas en un viejo muro de quinta. Nunca recuerdo sin asombro su mesa, recubierta toda de sagaces y sutiles instrumentos para cortar papel, numerar páginas, pegar sellos, afilar lápices, raspar enmiendas, imprimir fechas, derretir lacres, atar documentos, coleccionar cuentas. Unos de níquel, otros de acero, rebrillantes y fríos, todos eran de un manejo laborioso y lento: algunos, con los muelles rígidos, las puntas vivas, cortaban y herían: y en las largas hojas de papel Whatman en que él escribía, y que costaban tres pesetas, yo, a las veces sorprendí gotas de sangre de mi amigo. Pero todos los consideraba indispensables para componer sus cartas (Jacinto no componía obras), así como los treinta y cinco diccionarios, y los manuales, y las enciclopedias, y las guías, llenando un estante aislado, fino, en forma de torre, que silenciosamente giraba sobre su pedestal, y que yo denominara el Farol. Lo que, a pesar de todo, más completamente imprimía a aquel gabinete un portentoso carácter de civilización eran los grandes aparatos facilitadores del pensamiento —la máquina de escribir, los autocopistas, el telégrafo Morse, el fonógrafo, el teléfono, el teatrófono, otros aún, todos con metales lúcidos, todos con largos hilos. Constantemente sonidos cortos y secos vibraban en el aire tibio, de aquel santuario. ¡Tic, tic, tic! ¡Dlín, dlín, dlín! ¡Crac, crac, crac! ¡Trrre, trrre!... Era mi amigo comunicando. ¡Todos esos hilos zambullíanse en fuerzas universales, transmitían fuerzas universales, las cuales, no siempre, desgraciadamente, se conservaban domadas y disciplinadas! Jacinto había recogido en el fonógrafo la voz del consejero Pinto Porto, una voz oracular y rotunda, en el momento de exclamar con respeto, con autoridad:
—«¡Maravillosa invención! ¿Quién no admirará los progresos de este siglo?»
Pues en una dulce noche de San Juan, mi supercivilizado amigo, deseando que unas señoras parientes de Pinto Porto (las amables Gouveias), admirasen el fonógrafo, hizo romper de la bocina del aparato, que parecía una trompa, la conocida voz rotunda y oracular:
—¿Quién no admirará los progresos de este siglo?
Mas, inhábil o brusco, ciertamente desconcertó alguna rueda vital —porque, de repente, el fonógrafo comienza a repetir, sin descontinuación, interminablemente, con una sonoridad cada vez más rotunda, la sentencia del consejero:
—¿Quién no admirará los progresos de este siglo?
De balde, Jacinto, pálido, con los dedos trémulos, torturaba el aparato. La exclamación recomenzaba, sonaba, oracular y majestuosa:
—¿Quién no admirará los progresos de este siglo?
Enfadados, lo llevamos para una sala distante, pesadamente revestida de tapices de Arraz. ¡En vano! La voz de Pinto Porto allí estaba, entre los tapices de Arraz, implacable y rotunda:
—¿Quién no admirará los progresos de este siglo?
Furiosos, enterramos una almohada en la boca del fonógrafo; tiramos por encima mantas, cobertores espesos, para sofocar la voz abominable. ¡En vano! Bajo la mordaza, bajo las gruesas lanas, la vez ronqueaba, sorda, mas oracular:
—¿Quién no admirará los progresos de este siglo?
Las amables Gouveias habían huido, apretando desesperadamente los chales sobre la cabeza. Hasta a la cocina, en donde nos refugiamos, la voz descendía, estrangulada y dificultosa:
—¿Quién no admirará los progresos de este siglo?
Huimos empavorecidos a la calle. Era de madrugada. De vuelta de las fuentes, un fresco bando de rapazas, con brazados de flores, pasaba cantando:
Todas las hierbas son benditas
En mañana de San Juan...
Jacinto, respirando el aire matinal, limpiábase las gotas lentas del sudor. Recogímonos al Jazminero,
con el sol ya alto, ya caliente. Muy en silencio abrimos las puertas,
como con recelo de despertar a alguien. ¡Horror! Luego de la antecámara,
percibimos sonidos estrangulados, gangosos: «admirará... progresos... siglo...» ¡Un electricista tuvo que enmudecer al fin aquel fonógrafo horrendo!
Más apacible (para mí) de lo que ese gabinete, temerosamente repleto de civilización, era el comedor, por su arreglo comprensible, fácil e íntimo. En la mesa solo cabían seis amigos, que Jacinto escogía con cierto buen criterio, en la literatura, en el arte y en la metafísica; los cuales, entre los tapices de Arraz, representando colinas, pomares y puertos del Ática, llenos de clasicismo y de luz, renovaban allí repetidamente banquetes que, por su intelectualidad, recordaban los de Platón. Cada golpe de tenedor se cruzaba con un pensamiento o con palabras diestramente arregladas en forma de tal.
A cada cubierto correspondían seis tenedores, todos con formas desemejantes y taimadas: uno para las ostras, otro para el pescado, otro para las carnes, otro para las legumbres, otro para la fruta, otro para el queso. Las copas, por la diversidad de los contornos y de los colores, hacían, sobre el mantel más reluciente que esmalte, como ramilletes silvestres desparramados por encima de la nieve. Pero Jacinto y sus filósofos, recordando lo que el experimentado Salomón enseña sobre las ruinas y amarguras del vino, bebían apenas en tres gotas de agua una gota de Bordeaux (Chateaubriand, 1860). Así lo recomendaban Hesíodo en su Nereu, y Diocles en sus Abejas. De aguas había siempre en el Jazminero un lujo redundante: aguas heladas, aguas carbonatadas, aguas esterilizadas, aguas gaseadas, aguas de sales, aguas minerales, en botellas serias, con tratados terapéuticos impresos en el rótulo... El cocinero, maestro Sardao, era de aquellos que Anaxágoras equiparaba a los Retóricos, a los oradores, a todos los que saben el arte divino de «temperar y servir la Idea». En Síbaris, ciudad del Vivir Excelente, los magistrados habrían votado al maestro Sardao, por las fiestas de Juno Lacina, la corona de hojas de oro y la túnica milesia, que se debía a los bienhechores cívicos. Su sopa de alcachofa y huevas de carpa; sus filetes de venado, macerados en viejo Madeira con purée de nueces; sus moras heladas en éter; otros manjares aún, numerosos y profundos (y los únicos que toleraba mi Jacinto), eran obras de un artista, superior por la abundancia de las ideas nuevas, y juntaban siempre la raridad del sabor a la magnificencia de la forma. Tal plato de ese maestro incomparable parecía, por la ornamentación, por la gracia florida de las labores, por el convenio de los coloridos frescos y cantantes, una joya esmaltada por el cincel de Cellini o Meurice. ¡Cuántas tardes no deseé yo fotografiar aquellas composiciones de excelente fantasía, antes que el trinchante las derribase! Y esta superfinidad del comer condecía deliciosamente con la del servir. Sobre una alfombra, más fofa y muelle que el musgo de la floresta de Brocelandia, deslizábanse, como sombras vestidas de blanco, cinco criados y un paje negro, a la manera vistosa del siglo XVIII. Las fuentes (de plata) subían de la cocina y de la repostería por dos ascensores: uno para los manjares calientes, forrado de tubos en donde hervía el agua, y otro, más lento, para los manjares fríos, forrado de cinc, amoníaco y sal, y ambos escondidos entre flores, tan densas y frescas que figurábasenos como si hasta la sopa saliese humeando de los románticos jardines de Armida. Me acuerdo perfectamente de un domingo de mayo en que, comiendo con Jacinto un obispo, el erudito obispo de Corazín, se atascó el pescado en el medio del ascensor, siendo necesario que acudiesen albañiles con palancas para extraerlo.
II
En las tardes en que había «banquete de Platón» (que así denominábamos esas fiestas de truchas e ideas generales), yo, vecino e íntimo, aparecía al declinar el sol, y subía familiarmente a las habitaciones de nuestro Jacinto, en donde le hallaba siempre incierto entre sus levitas, porque las usaba alternadamente, de seda, de paño, de franelas Jaegher y de foulard de las Indias. El cuarto respiraba el frescor y aroma del jardín por dos vastas ventanas, obliteradas magníficamente (aparte de las cortinas de seda muelle Luis XV), de una vidriera interior de cristal entero, de un toldo arrollado en el cimacio, de un estor de seda floja, de gasas que se fruncían y se enroscaban como nubes y de una celosía móvil de gradería morisca. Todos estos resguardos (sabia invención de Holland y C.ª, de Londres), servían para resguardar la luz y el aire —según los avisos de termómetros, barómetros e higrómetros, montados en ébano, y a los cuales un meteorologista (Cunha Guedes) todas las semanas venía a verificar la precisión.
Entre estas dos ventanas destacaba la mesa de toilette, una mesa enorme, de vidrio, toda de vidrio, con el fin de hacerla impenetrable a los microbios, y cubierta de todos esos utensilios de aseo y aliño que el hombre del siglo XIX necesita en una capital para no desentonar en el conjunto suntuario de la civilización. Cuando nuestro Jacinto, arrastrando sus ingeniosas chinelas de pellico y seda, se acercaba a esta ara, yo, bien repantigado en un diván, abría con indolencia una Revista, ordinariamente la Revista Electropática, o la de las Indagaciones Físicas. Jacinto comenzaba... Cada uno de esos utensilios de acero, de marfil, de plata, imponían a mi amigo, por la influencia omnipoderosa que las cosas ejercen sobre el dueño (sunt tyrannia rerum) el deber de utilizarlo con aptitud y deferencia.
Así que las operaciones del alindamiento de Jacinto presentaban la prolijidad, reverente e insuprimible, de los ritos de un sacrificio.
Comenzaba por el cabello... Con un cepillo chato, redondo y duro acamaba el cabello, liso y rubio, en lo alto, a los lados de la raya; con un cepillo estrecho y recurvo, a la manera del alfanje de un persa, ondeaba el cabello sobre la oreja; con un cepillo cóncavo, en forma de teja, empastaba el cabello, por detrás, sobre la nuca... Respiraba y sonreía. Después, con un cepillo de largas cerdas, fijaba el bigote; con un cepillo leve y flácido incurvaba las cejas; con un cepillo hecho de pluma regularizaba las pestañas. Y de esta manera Jacinto permanecía delante del espejo, pasando pelos sobre su pelo, unos catorce minutos.
Peinado y cansado, iba a purificar las manos. Dos criados, al fondo, maniobraban con pericia y vigor los aparatos del lavatorio, que era apenas un resumen de la maquinaria monumental de la sala de baño. Allí, sobre el mármol verde y róseo del lavabo, había dos duchas (caliente y fría) para la cabeza; cuatro chorros, graduados desde cero hasta cien grados; el vaporizador de perfumes; la fuente de agua esterilizada (para los dientes); el surtidor para la barba, y otras espitas que rebrillaban y botones de ébano que, apenas rozados, desencadenaban la marejada y el estridor de torrentes en los Alpes... Para mojarme los dedos, yo nunca me acerqué a aquel lavabo sin terror, escarmentado de la tarde amarga de enero, en que bruscamente desoldada la espita, el chorro de agua a cien grados reventó, silbando y humeando, furioso, devastador... Huimos todos, despavoridos. Atronó un clamor El Jazminero. El viejo Grillo, escudero que había sido de Jacinto padre, quedó cubierto de ampollas en la cara, en las manos fieles.
Cuando Jacinto acababa de enjugarse laboriosamente en toallas de felpa, de lino, de cuerda entrenzada (para restablecer la circulación), de seda blanda (para lustrar la piel), bostezaba, con un bostezo hueco y lento.
Era este bostezo, perpetuo y vago, lo que nos inquietaba a nosotros, sus amigos y filósofos. ¿Qué faltaba a este hombre excelente? Tenía su inalterable salud de pino bravo, crecido en las dunas; una luz de inteligencia, propia a todo luminar, firme y clara, sin temblor; cuarenta magníficos miles de duros de renta; todas las simpatías de una ciudad chasqueadora y escéptica; una vida barrida de sombras, más libre y lisa que un cielo de verano... Y todavía bostezaba constantemente; palpaba en la faz, con los dedos finos, la palidez y las arrugas. ¡A los treinta años Jacinto andaba encorvado, como bajo un peso injusto! Y por la morosidad desconsolada de toda su acción, parecía ligado, desde los dedos hasta la voluntad, por las mallas apretadas de una red que no se veía y que lo trababa. Era doloroso testimoniar el hastío con que para apuntar una dirección tomaba su lápiz pneumático, su pluma eléctrica, o para llamar al cochero echaba mano del tubo telefónico... En este mover lento del brazo magro, en los pliegues que le arrugaban la nariz, en sus silencios largos y postrados, se sentía el grito constante que le iba por el alma: «¡Qué pesadez! ¡Qué pesadez!» Claramente la vida era para Jacinto un cansancio, o por laboriosa y difícil, o por desinteresante y hueca. Por eso mi pobre amigo procuraba constantemente sumar a ella nuevos intereses, nuevas facilidades. Dos inventores, hombres de mucho celo y pesquisa, estaban encargados, uno en Inglaterra, otro en América, de darle noticia y ofrecerle todos los inventos, los más menudos, que concurriesen a perfeccionar la confortabilidad del Jazminero. Además, él propio se correspondía con Edison. Y, por el lado del pensamiento, Jacinto no cesaba, asimismo, de buscar intereses y emociones que le reconciliasen con la vida, penetrando, a cata de esas emociones y de esos intereses, por las veredas más desviadas del saber, a punto de devorar, desde enero a marzo, setenta y siete volúmenes sobre la evolución de las ideas morales entre las razas negroides. ¡Ah! ¡Nunca hombre de este siglo batalló más esforzadamente contra el enfado de vivir!
¡De balde! ¡Hasta de exploraciones tan cautivantes como esa, a través de la moral de les negroides, Jacinto regresaba más mustio, con bostezos más hondos!
Entonces era cuando se refugiaba intensamente en la lectura de Schopenhauer y del Eclesiastés. ¿Por qué? Sin duda, porque entrambos pesimistas lo confirmaban en las conclusiones que él sacaba de una experiencia paciente y rigurosa: «que todo es vanidad o dolor, que cuanto más se sabe más se pena, y que haber sido rey de Jerusalén y obtenido los goces todos en la vida, solo lleva a mayor amargura...» ¿Mas por qué rodara así a tan oscura desilusión el saludable, rico, sereno e intelectual Jacinto? El viejo escudero Grillo pretendía que «¡S. E. sufría de hartura!»
III
Justamente después de ese invierno, durante el cual se embreñara en la moral de los negroides e instalara la luz eléctrica en los arbolados del jardín, sucedió que Jacinto tuvo la necesidad moral ineludible de partir para el Norte, a su viejo solar de Torges. Jacinto no conocía Torges. Se preparó durante siete semanas para esa jornada agreste. La quinta queda en las sierras y la ruda casa solariega, en donde aún resta una torre del siglo XV, hallábase ocupada hacía treinta años por los caseros, buena gente de trabajo, que comía el caldo entre la humareda del lar y extendía el trigo a secar en las salas señoriales.
Jacinto, en los comienzos de marzo, escribió cuidadosamente a su procurador Souza, que habitaba la aldea de Torges, ordenándole que compusiese los tejados, encalase los muros, envidriase las ventanas; después mandó expedir, por medios de rápida conducción, en cajones que trasponían con trabajo los portones del Jazminero, todos los confortes necesarios a dos semanas de montaña, camas de plumas, poltronas, divanes, lámparas de Carcel, bañeras de níquel, tubos acústicos para llamar a los criados, alfombras persas para ablandar los suelos; uno de los cocheros partió con un coupé, una victoria, un break, mulas y cascabeles.
Al cabo de un tiempo, fue el cocinero con la batería, la botillería, la heladora, una gran cantidad de trufas, cajas profundas de aguas minerales. Desde el amanecer, en los anchos patios del palacio, se clavaba, se martillaba, como en la construcción de una ciudad. El bagaje, desfilando, recordaba una página de Herodoto al narrar la invasión persa. Jacinto enmagreció con los cuidados de aquel Éxodo. Por fin partimos en una mañana de junio, con Grillo y treinta y siete maletas.
Yo acompañaba a Jacinto, en mi camino para Guiães, donde vive una tía mía, a una legua larga de Torges; íbamos en un vagón reservado, entre vastas almohadas, con perdices y champán en un cesto. A mitad de la jornada debíamos cambiar de tren, en esa estación que tiene un nombre sonoro en olla, y un tan suave y cándido jardín de rosales blancos. Era domingo de inmensa polvareda y sol, y encontramos allí, llenando el andén estrecho, todo un pueblo festivo que venía de la romería de San Gregorio de la Sierra.
Para realizar aquel trasbordo, en tarde de fiesta, el horario solo nos concedía tres minutos avaros. El otro tren ya esperaba, junto al cobertizo, impaciente y silbando. Una campana badajeaba con furor. Y sin casi atender a las lindas mozas que allí se bamboneaban, en bandos, encendidas, con pañuelos flameantes, el seno vasto cubierto de oro, y la imagen del santo espetada en el sombrero, corrimos, empujamos, saltamos para el otro vagón, ya reservado, marcado por un cartón con las iniciales de Jacinto. Inmediatamente el tren rodó. ¡Entonces pensé en nuestro Grillo, en las treinta y siete maletas! Apoyado de bruces en la portezuela pude ver aún junto al ángulo de la estación, bajo los eucaliptos, un montón de equipaje y hombres de gorra galoneada que delante de él braceaban desesperados.
Murmuré, recayendo en las almohadas:
—¡Qué servicio!
Jacinto, en un rincón, sin abrir los ojos, suspiró:
—¡Qué pesadez!
Durante una hora deslizámonos lentamente entre trigales y viñedos; y aún el sol batía en las vidrieras, caliente y polvoriento, cuando llegamos a la estación de Gondín, en donde el procurador de Jacinto, el excelente Souza, debía esperarnos con caballos que nos llevaran por la sierra, hasta el solar de Torges. Detrás del jardín de la estación, todo florido también de rosas y margaritas, Jacinto reconoció en seguida sus carruajes aún empaquetados en lona.
Pero cuando nos apeamos en el pequeño andén blanco y fresco, solo hallamos en torno nuestro soledad y silencio... ¡Ni procurador, ni caballos! El jefe de la estación, a quien yo pregunté con ansiedad «si no apareciera por allí el señor Souza, si no conocía al señor Souza», sacó afablemente su gorra galoneada. Era un mozo gordo y redondo, con colores de manzana camuesa, que traía bajo el brazo un libro de versos. «¡Conocía perfectamente al señor Souza!» ¡Tres semanas antes jugara con él a la manilla! ¡Esta tarde, sin embargo, infelizmente, no había visto al señor Souza! El tren desapareciera por detrás de las altas rocas que allí penden sobre el río. Un cargador hacía un cigarro, silbando. Cerca de la valla del jardín, una vieja, toda de negro, dormitaba agachada en el suelo, delante de una cesta de huevos. ¿Y nuestro Grillo y nuestro equipaje?... El jefe encogió risueñamente los hombros rollizos. Todos nuestros bienes habían encallado, de seguro, en aquella estación de rosales blancos que tiene un nombre sonoro en olla. Y allí estábamos nosotros, perdidos en la sierra agreste, sin procurador, sin caballos, sin Grillo, sin maletas.
¿Para qué referir menudamente el lance lamentable? Próximo a la estación, en una quebrada de la sierra, había un casal forero a la quinta, en donde conseguimos, para llevarnos y guiarnos a Torges, una yegua lazarina, un jumento blanco, un rapaz y un podenco. Y allí comenzamos a trepar, desazonadamente, esos caminos agrestes, los mismos, quizá, por donde iban y venían, de monte a río, los Jacintos del siglo XV. Pasado un trémulo puente de madera que atraviesa un riachuelo todo quebrado por peñas (y donde abunda la trucha adorable), nuestros males olvidáronsenos ante la inesperada, incomprensible belleza de aquella bendita sierra. El divino artista que está en los cielos compusiera, ciertamente, ese monte en una de sus mañanas de más solemne y bucólica inspiración.
La grandeza era tanta como la gracia... Decir los valles fofos de verdura, los bosques casi sacros, los pomares olorosos y en flor, la frescura de las aguas cantantes, las ermitas blanqueando en los altos, las rocas musgosas, el aire de una dulzura de paraíso, toda la majestad y toda la lindeza, no es para mí, hombre de pequeño arte. Ni creo que fuese para el maestro Horacio. ¿Quién puede decir la belleza de las cosas, tan simple e indecible? Jacinto, delante, en la yegua torda, murmuraba:
—¡Ah, qué belleza!
Yo atrás, en el burro, con las piernas sueltas, murmuraba:
—¡Ah, qué belleza!
Los expertos regatos reían, saltando de roca en roca; finos ramos de arbustos floridos rozaban nuestras caras, con familiaridad y cariño; durante largo tiempo, un mirlo nos siguió de chopo para castaño, silbando nuestros loores.
Tierra bien acogedora y amable... ¡Ah, qué belleza!
Entre ahs maravillados llegamos a una avenida de hayas, que nos pareció clásica y noble. Dando un nuevo vergajazo al burro y a la yegua, el rapaz, con su podenco al lado, gritó: «¡Ya estamos!»
Y al fondo de las hayas había, en efecto, un portal de quinta, al cual un escudo de armas de vieja piedra, roída de musgo, señoreaba grandemente. Dentro ya, los perros ladraban con furor. Y apenas Jacinto y yo, atrás de él, en el burro de Sancho, traspusimos el dintel solariego, corrió, hacia nosotros, desde lo alto de la escalera, un hombre blanco, rapado como un clérigo, sin cuello, sin chaqueta, que erguía para el aire, en un gran asombro, los brazos desolados. Era el casero, Zé Braz. Y en aquel punto, allí, en las piedras del patio, entre el latir de los perros, brotó una tumultuosa historia, que el pobre Braz balbuceaba, aturdido, y que llenaba la faz de Jacinto de lividez y de cólera. El casero no esperaba a S. E. Nadie esperaba a S. E. (Él decía su inselencia).
El procurador, el señor Souza, estaba en la frontera desde mayo, atendiendo a la madre que había recibido una coz de una mula. Por fuerza había habido engaño, cartas perdidas... Porque el señor Souza no contaba con S. E... hasta septiembre, para la vendimia. En casa ninguna obra comenzara y, desgraciadamente para S. E., los tejados aún estaban sin tejas, y las ventanas sin vidrios...
Crucé los brazos, tomado de un justo espanto. ¿Pero los cajones, esos cajones remitidos a Torges, con tanta prudencia, en abril, repletos de colchones, de regalos, de civilización?... El casero, vago, sin comprender, desencajaba los ojos menudos en donde ya bailaban lágrimas. ¿Los cajones? Nada llegara, nada apareciera. Y en su perturbación, Zé Braz buscaba entre las arcadas del patio, en los bolsillos de los pantalones... ¿Los cajones? ¡No, no tenía los cajones! En esto, acercose gravemente el cochero de Jacinto (que había traído los caballos y los carruajes). Ese era un hombre civilizado, y acusó de todo al gobierno. Ya cuando él servía al señor vizconde de S. Francisco habíanse perdido, por abandono del gobierno, de la ciudad a la sierra, dos cajas de vino viejo de Madeira y ropa blanca de señora. Por lo cual, él, escarmentado, sin confianza en la nación, no abandonara los carruajes, y era todo lo que restaba a S. E.: el break, la victoria, el coupé y los cascabeles. Solo que, en aquella ruda montaña, no había carreteras por donde pudiesen rodar. Y como para subirlos hasta la quinta eran necesarios grandes carros de bueyes, los dejara allá abajo, en la estación, quietos, empaquetados en lona...
Jacinto quedó plantado delante de mí, con las manos en los bolsillos:
—¿Y ahora?
Nada restaba sino recogernos, cenar el caldo del tío Zé Braz, y dormir en las pajas que los hados nos concediesen. Subimos. La escalera noble conducía a un gran balcón, todo cubierto en alpendre, aumentando la fachada del caserón y ornado, entre sus gruesos pilares de granito, con cajones llenos de tierra, en que florecían claveles. Cogí un clavel. Entramos. ¡Y mi pobre Jacinto contempló, en fin, las salas de su solar! Eran enormes, con las altas paredes revocadas de cal que el tiempo y el abandono habían ennegrecido, y vacías, desoladamente desnudas, ofreciendo apenas como vestigio de habitación y de vida, por los rincones, algún montón de cestos o algún haz de azadas. En los techos remotos de encina negra albeaban manchas, que era el cielo ya pálido del fin de la tarde, sorprendido a través de los agujeros del tejado. No quedaba una vidriera. A las veces, bajo nuestros pasos, una tabla podrida crujía y cedía.
Hicimos alto, al cabo, en la última, la más vasta, donde había dos arcas inmensas para guardar el grano; y allí depusimos melancólicamente lo que nos quedara de las treinta y siete maletas: los abrigos de viaje, un bastón y un Diario de la Tarde. A través de las ventanas desvidriadas, por donde se avistaban copas de arbolados y las sierras azules de allende el río, el aire entraba montesino y amplio, circulando plenamente como en un terrado, con aromas de pinar bravío. Y allá, de lo hondo de los valles, subía desgarrada y triste, una voz de pastora cantando. Jacinto balbució:
—¡Es honoroso!
Yo murmuré:
—¡Es campestre!
IV
Zé Braz, en tanto, con las manos en la cabeza, desapareciera a ordenar la cena para sus inselencias. El pobre Jacinto, desalentado por el desastre, sin resistencia contra aquel brusco desaparecimiento de toda la civilización, cayó pesadamente sobre el poyo de una ventana, y desde allí miraba a los montes. Y yo, a quien aquellos aires serranos y el cantar del pastor sabían bien, terminé por descender a la cocina, conducido por el cochero, a través de escaleras y callejones, en donde la oscuridad venía menos del crepúsculo que de densas telas de araña.
La cocina era una espesa masa de tonos y formas negras, color de hollín, en la cual refulgía al fondo, sobre el suelo de tierra, una hoguera roja que lamía gruesas ollas de hierro, y se perdía en humareda por la reja escasa que en lo alto colaba la luz. Un bando alborozado y parlero de mujeres desplumaba pollos, batía huevos, limpiaba arroz con santo fervor... Del centro de ellas, el buen casero, atontado, embistió para mí, jurando que «la cena de sus inselencias no se demoraba un credo». Y como yo le interrogara a propósito de las camas, el digno Braz tuvo un murmurio vago y tímido sobre «jergoncitos en el suelo».
—Es bastante, señor Zé Braz —acudí yo para consolarle.
—¡Pues así Dios sea servido! —suspiró el hombre excelente, que atravesaba en esa hora el trance más amargo de su vida serrana.
Eché a andar hacia arriba con estas consoladoras nuevas de cena y cama, y encontré aún a mi Jacinto en el poyo de la ventana, embebiéndose todo de la dulce paz crepuscular, que lenta y calladamente se establecía sobre valle y monte. En el alto ya temblaba una estrella, Vesper diamantina, que es todo lo que en este cielo cristiano resta del esplendor corporal de Venus. Jacinto nunca considerara bien aquella estrella, ni había asistido a este majestuoso y dulce adormecer de las cosas. Ese ennegrecimiento de montes y arbolados, casales claros fundiéndose en la sombra, un toque durmiente de campana que venía por las quebradas, el cuchichear de las aguas entre los prados, eran para él como iniciaciones. Yo estaba enfrente, en el otro poyo. Y lo sentí suspirar como un hombre que al fin descansa.
En esta contemplación nos encontró Zé Braz, con el dulce aviso de que estaba en la mesa la ceniña. Era, en la otra sala, más desnuda, más negra. Y allí, mi supercivilizado Jacinto reculó con un pavor genuino. En la mesa de pino, recubierta con una toalla, arrimada a la pared sórdida, una vela de sebo medio derretida en un candelero de latón, alumbraba dos platos de loza amarilla, ladeados por cucharas de palo y por tenedores de hierro. Los vasos, de vidrio grueso y empañados, conservaban el tono rojo del vino que por ellos pasara en hartos años de hartas vendimias. El platillo de barro con las aceitunas, deleitaría, por su sencillez ática, el corazón de Diógenes. En el ancho pan de maíz estaba clavado un cuchillo... ¡Pobre Jacinto!
Mas al fin se sentó resignado, y mucho tiempo pensativamente refregó con su pañuelo el tenedor negro y la cuchara de palo. Después, mudo, desconfiado, probó un trago corto de caldo, que era de gallina y olía muy bien. Probó, y levantó hacia mí, su compañero y amigo, unos ojos largos que lucían sorprendidos. Volvió a sorber una cucharada de caldo, más llena, más lenta... Y sonrió, murmurando con espanto:
—¡Está bueno!
Estaba realmente bueno; tenía hígado y mollejas; su perfume enternecía. Yo lo ataqué tres veces con energía, pero fue Jacinto el que raspó la sopera. Luego, separando el pan y separando la vela, el buen Zé Braz puso en la mesa una fuente vidriada, que desbordaba de arroz con habas. A pesar de que la haba (que los griegos llamaran ciboria) pertenecía a las épocas superiores de la civilización, y promovía tanto la sapiencia que había en Sicio, en Galacia, un templo dedicado a Minerva Ciboriana, Jacinto siempre detestara las habas. Probó, sin embargo, una cucharada, tímido. De nuevo sus ojos, alargados por el asombro, buscaron los míos. Otra cucharada, otra concentración... Y he ahí que mi dificilísimo amigo exclama:
—¡Está óptimo!
¿Eran los aires picantes de la sierra? ¿Era el arte delicioso de aquellas mujeres, que, abajo, removían las ollas, cantando el Viva mi bien? No sé; mas los loores de Jacinto a cada plato fueron ganando en amplitud y firmeza. Y delante del pollo amarillo, asado en el espeto de palo, terminó por gritar:
—¡Está divino!
Nada, sin embargo, le entusiasmó como el vino, el vino cayendo de alto, de la gruesa colodra verde, un vino gustoso, penetrante, vivo, caliente, que tenía en sí más alma que mucho poema o libro santo. Viéndole poner a la luz de sebo el vaso rudo, orlado de espuma, yo recordaba el día geórgico en que Virgilio, en casa de Horacio, bajo la enramada, cantaba el fresco pajizo de la Rética. Y Jacinto, con un color que yo nunca le había visto en su palidez schopenhaurica, susurró luego el dulce verso:
Rethica quo te carmina dicat.
¿Quién dignamente te cantara, vino de aquellas sierras?
Así comimos deliciosamente, bajo los auspicios de Zé Braz. Y después volvimos para las alegrías únicas de la casa, para las ventanas desvidriadas, a contemplar silenciosamente un suntuoso cielo de verano, tan lleno de estrellas que todo él parecía una densa polvareda de oro vivo, suspensa, inmóvil, por encima de los montes negros. Como yo observé a Jacinto, en la ciudad nunca se miran los astros por causa de los faroles, que los ofuscan; y por eso nunca podemos entrar en una completa comunión con el Universo. El hombre, en las capitales, pertenece a su casa o, si lo impelen fuertes tendencias de sociabilidad, a su barrio. Todo lo aísla y lo separa de la restante naturaleza: las casas obstructoras de seis pisos, el humo de las chimeneas, el rodar moroso y grueso de los ómnibus, la trama encarceladora de la vida humana... ¡Pero qué diferencia en la cima de un monte, como Torges! Ahí todas esas bellas estrellas miran para nosotros de cerca, rebrillando, a la manera de ojos conscientes; unas fijamente, con sublime indiferencia; otras, ansiosamente, con una luz que palpita, una luz que llama, como si tentasen revelar sus secretos o comprender los nuestros...
Es imposible no sentir una solidaridad perfecta entre esos inmensos mundos y nuestros pobres cuerpos. Todos somos obra de la misma voluntad. Todos vivimos de la acción de esa voluntad inmanente.
Todos, por tanto, desde los Uranos hasta los Jacintos, constituimos modos diversos de un ser único, y a través de sus transformaciones sumamos una misma unidad. No hay idea más consoladora que esta: que yo, y tú, y aquel monte, y el sol que ahora se esconde, somos moléculas del mismo Todo, gobernadas por la misma Ley, rodando para el mismo Fin. Desde luego se sumen las responsabilidades torturantes del individualismo. ¿Qué somos nosotros? Formas sin fuerza, que una Fuerza impele. ¡Hay un descanso delicioso en esta certeza, aunque fugitiva, de que se es el grano de polvo irresponsable y pasivo que va llevado en el viento, o la gota perdida en el torrente! Jacinto concordaba, sumido en la sombra. Ni él ni yo sabíamos los nombres de esos astros admirables. ¡Yo, por causa de la maciza e indesbastable ignorancia de bachiller, con que salí del vientre de Coimbra, mi madre espiritual; Jacinto, porque en su poderosa biblioteca tenía trescientos diez y ocho tratados sobre astronomía! ¿Pero qué nos importaba, de otra parte, que aquel astro de allí se llamase Sirio y aquel otro Aldebarán? ¿Qué les importaba a ellos que uno de nosotros fuese José y el otro Jacinto? Éramos formas transitorias del mismo ser eterno, y en nosotros había el mismo Dios. Y si ellos también así lo comprendían, estábamos allí nosotros, en la ventana de un caserón serrano; ellos, en un maravilloso infinito, ejecutando un acto sacrosanto, un perfecto acto de gracia, que era sentir conscientemente nuestra unidad y realizar, durante un instante, en la consciencia, nuestra divinización.
De esta suerte filosofábamos cuando Zé Braz, con un candil en la mano, vino a decir que «estaban preparadas las camas de sus inselencias...» De la idealidad descendimos gustosamente a la realidad; ¿y qué vimos entonces, nosotros, los hermanos de los astros? En dos salas tenebrosas y cóncavas, dos jergones, tirados en el suelo, en un rincón, con dos colchas de algodón; a la cabecera un candelero de latón, posado sobre un banco; y a los pies, como lavatorio, un barreño barnizado encima de una silla de madera.
En silencio, mi supercivilizado amigo palpó su jergón y sintió en él la rigidez del granito. ¡Después, corriendo por la cara decaída los dedos mustios, consideró que, perdidas sus maletas, no tenía ni zapatillas ni camisón! De nuevo Zé Braz hizo de Providencia, trayendo al pobre Jacinto, para que desahogase los pies, unos tremendos zuecos de madera, y para que cubriese el cuerpo, dulcemente educado en Síbaris, una camisa de la casera, enorme, de estopa, más áspera que estameña de penitente, y con volantes crespos y duros, como labores en madera. Para consolarle recordé que Platón cuando componía el Banquete; Jenofonte, cuando mandaba los Diez Mil, dormían en peores catres. Las camas austeras hacen las fuertes almas; solo vestido de estameña se penetra en el Paraíso.
—¿Tiene usted —murmuró mi amigo, desatento y seco— alguna cosa que yo pueda leer?... ¡No puedo dormirme sin leer!
Yo tenía únicamente el número del Diario de la Tarde, que rasgué por el medio, y repartí con él fraternalmente. ¡Y quien no vio entonces a Jacinto, señor de Torges, agazapado en el borde del jergón, junto de la vela que goteaba sobre el banco, con los pies desnudos, ocultos en los gruesos zuecos, recorriendo en la mitad del Diario de la Tarde, con los ojos confusos, los anuncios de los barcos, no puede saber lo que es una vigorosa y real imagen del desaliento!
Así lo dejé, y de allí a poco, extendido asimismo en mi jergón, también espartano, subía, a través de un sueño jovial y erudito, al planeta Venus, donde encontraba, entre los olmos y los cipreses, en un vergel, a Platón y Zé Braz, en alta camaradería intelectual, bebiendo el vino de Rética por los vasos de Torges. Emprendimos los tres bruscamente una controversia sobre el siglo XIX. A lo lejos, por entre una floresta de rosales más altos que encinas, albeaban los mármoles de una ciudad y resonaban cantos sacros. No recuerdo lo que Jenofonte sustentó acerca de la civilización y del fonógrafo. De repente, todo se turbó por negras nubes, a través de las cuales yo distinguía a Jacinto, huyendo en un burro que impelía furiosamente con los tacones, con una vardasca, con gritos, en la dirección del Jazminero.
V
Muy temprano, de madrugada, sin rumor, para no despertar a Jacinto que, con las manos sobre el pecho, dormía plácidamente, partí para Guiães. Y durante tres quietas semanas, en aquella villa donde se conservan los hábitos y las ideas del tiempo del rey don Dinís, no supe de mi desconsolado amigo, que de cierto había huido de sus techos agujereados y reentrara en la civilización. Después, en una abrasada mañana de agosto, desciendo de Guiães, tomo de nuevo la avenida de las hayas y llego al portalón solariego de Torges, entre el furioso latir de los perros. La mujer de Zé Braz apareció alborozada a la puerta de la bodega. Y su nueva fue que el señor don Jacinto (en Torges, mi amigo tenía don) andaba allá abajo, con Souza, en los campos de Freixomil.
—¿Entonces, aún anda por aquí el señor don Jacinto?
¡Su inselencia aún estaba en Torges, y su inselencia quedaba para la vendimia!... Justamente reparaba en que las ventanas del solar tenían vidrieras nuevas; y a un lado del patio posaban baldes de cal; una escalera de albañil quedara arrimada contra la baranda, y en un cajón abierto, aún lleno de paja de embalar, dormían dos gatos.
—¿Y Grillo, apareció?
—El señor Grillo está en el pomar, a la sombra.
—Bien; ¿y las maletas?
—El señor don Jacinto ya tiene su saquiño de cuero...
—¡Loado sea Dios! Jacinto estaba, en fin, provisto de civilización. Subí contento. En la sala noble, donde el suelo fuera recompuesto y fregado, encontré una mesa cubierta de hule, aparadores de pino con loza blanca, de Barcelos, y sillas de paja, orillando las paredes muy encaladas, que daban una frescura de capilla nueva. Al lado, en otra sala, también de brillante blancura, había el conforto inesperado de tres sillones de paja de Madeira, con brazos largos y almohadones de algodón; sobre la mesa de pino, el papel, el candelero de aceite, las plumas de pato espetadas en un tintero de fraile, parecían preparadas para un estudio calmo y dichoso de humanidades; y en la pared, suspendido por dos clavos, un estante contenía cuatro o cinco libros, hojeados y usados: Don Quijote, un Virgilio, una Historia de Roma, las Crónicas de Froissart. La pieza contigua era ciertamente el cuarto de don Jacinto, un cuarto claro y casto de estudiante, con un catre de hierro, un lavabo de hierro, la ropa colgada en perchas toscas. Todo resplandecía de aseo y orden. Las maderas de los ventanales, cerradas, defendían del sol de agosto, que escaldaba fuera los balcones de piedra. Del suelo, rociado de agua, subía una frescura consoladora. En un viejo vaso azul un ramo de claveles alegraba y perfumaba. No había un rumor. Torges dormía en el esplendor de la siesta. Y envuelto en aquel reposo de convento remoto, terminé por extenderme en un sillón de paja junto a la mesa, abrí lánguidamente el Virgilio, y murmuré:
Fortunate Jacinthe!, tu inter arva nota
et fontes sacros frigus captatis opacum.
Ya casi irreverentemente adormeciera sobre el divino bucolista,
cuando me despertó un grito amigo. Era Jacinto. E inmediatamente le
comparé a una planta medio mustia y decolorada en la oscuridad, que
había sido profusamente regada y reviviera en pleno sol. No andaba
encorvado. Sobre su palidez de supercivilizado, el aire de la sierra o
la reconciliación con la vida habíanle dado un tono moreno y fuerte, que
le virilizaba soberbiamente. De los ojos, que en la ciudad le había
conocido, siempre crepusculares, saltaba ahora un brillo de mediodía,
decidido y dilatado, que entraba francamente en la belleza de las cosas.
Ya no pasaba las manos mustias sobre la faz; batía con ellas
fuertemente en el muslo. ¡Qué sé yo! Era una reencarnación. Y todo lo
que me contó, pisando alegremente con los zapatos blancos el suelo, fue
que, al cabo de tres días, en Torges, se sintiera como serenado, mandó
comprar un colchón blando, reunió cinco libros nunca leídos, y allí
estaba...
—¿Para todo el verano?
—¡Para siempre! Y ahora, hombre de las ciudades, ven a almorzar unas truchas que yo pesqué, y comprende al fin lo que es el cielo.
Las truchas eran, en efecto, celestes. Apareció también una ensalada de coliflor y vainas, y un vino blanco de Azães... ¿Quién condignamente os cantara, manjares y bebidas de aquellas sierras?
A la tarde, paseamos por los caminos, costeando la vasta quinta, que va de valles a montes. Jacinto parábase a contemplar con cariño los altos maizales. Con la mano abierta y fuerte batía en el tronco de los castaños, como en las espaldas de amigos recuperados. Todo hilo de agua, toda colina de hierba, todo pie de viña le ocupaba como vidas filiales por las cuales fuese responsable. Conocía ciertos mirlos que cantaban en ciertos chopos. Exclamaba enternecido:
—¡Qué encanto, la flor de trébol!
A la noche, después de un cabrito asado en el horno, al que el maestro Horacio habría dedicado una Oda (tal vez un Carmen Heroico), conversamos sobre el destino y la vida. Yo cité, con discreta malicia, a Schopenhauer y al Eclesiastés... Jacinto levantó los hombros, con seguro desdén. Su confianza en esos dos sombríos explicadores de la vida desapareciera, e irremediablemente, para no volver más, como una niebla que el sol esparce. ¡Tremenda tontería!, afirmar que la vida se compone meramente de una larga ilusión, y levantar un aparatoso sistema sobre un punto especial y estrecho de la vida, dejando fuera del sistema toda la vida restante, como una contradicción permanente y soberbia. Era como si él, Jacinto, señalando una ortiga, crecida en aquel patio, declarase triunfalmente: «¡Aquí está una ortiga! Toda la quinta de Torges, de consiguiente, es una masa de ortigas». ¡Bastaría que el huésped alzase los ojos, para ver los trigales, los pomares y los viñedos!
Luego que, de esos dos ilustres pesimistas, uno, el alemán, ¡qué conocía de la vida, de esa vida de que había hecho, con doctoral majestad, una teoría definitiva y doliente! ¡Todo lo que puede conocer quien, como este genial farsante, viviera cincuenta años en una lúgubre hospedería de provincia, levantando apenas los ojos del libro para conversar, en la mesa redonda, con los oficiales de la guarnición! Y el otro, el israelita, el hombre de los Cantares, el muy pedantesco rey de Jerusalén, solo descubre que la vida es una ilusión a los setenta y cinco años, cuando el poder se le escapa de las manos trémulas, y su serrallo de trescientas concubinas, se torna ridículamente superfluo a su osamenta rígida. Uno dogmatiza fúnebremente sobre lo que no sabe, y el otro, sobre lo que no puede. Mas que se dé a ese buen Schopenhauer una vida tan completa y llena como la de César, ¿y a dónde iría a parar su schopenhaurismo?; que se restituya a ese sultán, ensuciado de literatura, que tanto edificó y profesoró en Jerusalén, su virilidad, ¿y en dónde está el Eclesiastés? Y por otra parte, ¿qué importa bendecir o maldecir la vida? Afortunada o dolorosa, fecunda o varia, es vida. Locos aquellos que, para atravesarla, se embozan desde luego en pesados velos de tristeza y desilusión, de suerte que en su camino todo les sea negrura, no solo las leguas realmente oscuras, mas también aquellas en que brilla un sol amable. En la tierra todo vive —y solo el hombre siente el dolor y la desilusión de la vida. Y tanto más se siente, cuanto más alarga y acumula la obra de esa inteligencia que lo hace hombre, y que lo separa del resto de la naturaleza, impensante e inerte. En el máximum de la civilización, experimenta el máximum de tedio. Así que la sabiduría está en retroceder hasta ese honesto mínimum de civilización, que consiste en tener un techo de choza, un pedazo de tierra, y el grano para sembrar en ella. En resumen, para recuperar la felicidad, es necesario regresar al Paraíso, y quedarse allá, quieto, con su hoja de parra, enteramente desguarnecido de civilización, contemplando al cordero dando saltos entre el tomillo, y sin procurar, ni con el deseo, el ¡árbol funesto de la Ciencia! ¡Dixi!
Escuchaba, asombrado, a este Jacinto novísimo. Era verdaderamente una resurrección, en el magnífico estilo de Lázaro. Al surge et ambula que le habían susurrado las aguas y los bosques de Torges, erguíase del fondo de la cueva del Pesimismo, desembarazábase de sus americanas de Poole, et ambulabat, y comenzaba a ser dichoso. Yendo de retirada a mi cuarto, en aquellas horas honestas que convienen al campo y al optimismo, tomé entre las mías la mano ya firme de mi amigo, y pensando que al fin había alcanzado la verdadera realeza, le grité mis parabienes a la manera del moralista de Tibur:
—¡Vive et regna, fortunate Jacinthe!
De ahí a poco, a través de la puerta abierta que nos separaba, sentí una carcajada fresca, moza, genuina y consolada. Era Jacinto que leía el Don Quijote. ¡Oh, bienaventurado Jacinto! ¡Conservaba el agudo poder de criticar, y recuperaba el don divino de reír!
Cuatro años van pasados. Jacinto aún habita Torges. Las paredes de su solar continúan bien encaladas, mas desnudas.
Por el invierno pónese un gabán de lana y enciende un brasero. Para llamar a Grillo o a la moza, bate las manos, como hacía Catón. En sus deliciosos vagares, ya leyó la Iliada. No se afeita. En los caminos silvestres, párase y habla con las criaturas. Todos los casales de la sierra le bendicen. Oigo que se va a casar con una fuerte, sana y bella rapaza de Guiães. ¡De seguro crecerá allí una tribu, que será grata al señor!
Como él, recientemente, me pidiera libros de su librería (una Vida de Buda, una Historia de Grecia y las obras de San Francisco de Sales), fui, después de estos cuatro años, al Jazminero desierto. ¡Cada paso mío sobre los fofas alfombras de Caranania sonaba triste como en un cementerio. Todos los brocados estaban arrugados, resquebrajados. Por las paredes pendían, como ojos fuera de órbitas, los botones eléctricos de los timbres y de las luces; y había vagos hilos de alambre, sueltos, enroscados, donde la araña regalada y reinando tejiera telas espesas. En la librería, todo el vasto saber de los siglos yacía en una inmensa mudez, debajo de una inmensa polvareda. Sobre los lomos de los sistemas filosóficos blanqueaba el moho; vorazmente la polilla devastara las Historias Universales; erraba allí un olor blando de literatura podrida; y yo partí, con el pañuelo en la nariz, seguro de que en aquellos veinte mil volúmenes no restaba una verdad viva! Quise lavarme las manos, manchadas por el contacto con estos detritos de conocimientos humanos. Mas los maravillosos aparatos del lavatorio, de la sala de baño, herrumbrosos, tenaces, desoldados, no echaban una gota de agua; y, como llovía en esa tarde de abril, tuve que salir al balcón y pedir al cielo que me lavase.
Al bajar, penetré en el gabinete de trabajo de Jacinto, y tropecé en un montón negro de herrajes, ruedas, láminas, campanillas, tornillos... Entreabrí la ventana, y reconocí el teléfono, el teatrófono, el fonógrafo, otros aparatos, caídos de sus soportes, sórdidos, deshechos, bajo el polvo de los años. Empujé con el pie esta basura del ingenio humano. La máquina de escribir, descubierta, con los agujeros negros marcando las letras desarraigadas, era como una boca desdentada. El telégrafo parecía aplastado, enredado en sus tripas de alambre. En la trompa del fonógrafo, torcida, para siempre muda, revolvíanse cucarachas. Así yacían, tan lamentables y grotescas, aquellas geniales invenciones, que yo salí riendo, como de una enorme facecia, de aquel super-civilizado palacio.
La lluvia de abril cesara; los tejados remotos de la ciudad negreaban sobre un poniente de carmesí y oro. Y, a través de las calles más frescas, iba yo pensando que este nuestro magnífico siglo XIX se semejaría, un día, a aquel Jazminero abandonado, y que otros hombres, con una certeza más pura de lo que es la Vida y la Felicidad, darán, como yo, con el pie en la basura de la super-civilización, y, como yo, reirán alegremente de la gran ilusión que quedará, inútil y cubierta de herrumbre.
De seguro que, a aquella ahora, Jacinto, en el balcón, en Torges, sin fonógrafo y sin teléfono, reentrado en la simplicidad, veía, bajo la paz lenta de la tarde, al temblar de la primera estrella, recogerse a la boyada entre el canto de los boyeros.