En aquel tiempo Jesús aún no se ausentara de Galilea y de las dulces, luminosas márgenes del lago de Tiberiades; mas la nueva de sus Milagros penetrara ya hasta Enganim, ciudad rica, de fuertes murallas, entre olivares y viñedos, en el país de Isacar.
Una tarde, un hombre de ojos ardientes y deslumbrados pasó por el fresco valle y anunció que un nuevo Profeta, un Rabí hermoso, recorría los campos y las aldeas de Galilea, prediciendo la llegada del Reino de Dios, curando todos los males humanos. Mientras descansaba, sentado al borde de la Fuente de los Vergeles, contó que ese Rabí, en el camino de Magdala, sanó de la lepra a un siervo de un Decurión Romano solo con extender sobre él la sombra de sus manos; y que en otra mañana, atravesando en una barca para la tierra de los Gerasenios, en donde comenzaba la recolección del bálsamo, resucitó a la hija de Jairo, hombre docto y considerable que comentaba los libros en la Sinagoga.
Asombrados todos los que se hallaban en derredor, labradores, pastores y mujeres trigueñas con el cántaro al hombro, preguntáronle si ese era, en verdad, el Mesías de la Judea, y si delante de él refulgía la espada de fuego, y si le acompañaban, caminando como las sombras de dos torres, las sombras de Gog y de Magog. El hombre, sin beber siquiera de aquella agua tan fría de que bebiera Josué, recogió el cayado, sacudió los cabellos y encaminose pensativamente por bajo el Acueducto, luego sumido en la espesura de los almendros en flor.
Mas una esperanza deliciosa como el rocío en los meses en que canta la cigarra, refrescó las almas sencillas; por toda la campiña que verdea hasta Ascalón, el arado pareció más blando de enterrar, más leve de mover la piedra del lagar; las criaturas, cogiendo ramos de almendras, acechaban por los caminos a ver si por allá de la esquina del muro, o por debajo del sicomoro, surgía una claridad; y, en los bancos de piedra, a la puerta de la ciudad, los viejos, corriendo los dedos por los rizos de las barbas, ya no desarrollaban, con tan sapiente certeza, los antiguos dictámenes.
Vivía por entonces en Enganim un viejo, llamado Obed, de una familia pontifical de Samaria, que había sacrificado en las aras del Monte Ebal, señor de hartos rebaños y de hartas viñas, y con el corazón tan lleno de orgullo como su granero de trigo. Mas un viento árido y abrasado, ese viento de desolación que por mandato del Señor sopla de las torvas tierras de Assur, matara las reses más gordas de sus manadas, y por los ribazos en donde sus viñas se enroscaban al olmo y se tendían en airoso enrejado, solo dejara, en torno de los olmos y pilares desnudos, sarmientos, cepas descarnadas y la parra roída de áspero herrumbre. Acurrucado Obed en la solera de su puerta, con la punta del manto sobre la cara, palpaba el polvo, lamentaba la vejez, rumiaba amargas quejas contra Dios cruel.
Cuando oyó hablar de ese nuevo Rabí, que alimentaba las multitudes, amedrentaba a los demonios, enmendaba todas las desventuras, Obed, hombre leído, que había viajado en Fenicia, pensó a seguida que Jesús sería uno de esos hechiceros tan frecuentes en Palestina, como Apolonio o Rabí Ben-Dossa, o Simón el Sutil. También esos, aunque sea en noche tenebrosa, conversan con las estrellas, para ellos siempre fáciles y claras en sus secretos: con una simple vara ahuyentan de sobre los sembrados los moscardones engendrados en los lodos de Egipto, y agarran entre los dedos las sombras de los árboles, que conducen como benéficos toldos por encima de las eras, a la hora de la siesta. Acaso Jesús de Galilea, más joven, de cierto con magias más fogosas, si se le pagase largamente, haría cesar la mortandad de sus ganados y reverdecería sus viñedos. Ordenó entonces Obed a sus siervos que partiesen, buscasen por toda Galilea al Rabí nuevo y con la promesa de dineros o alhajas le trajesen a Enganim, en el país de Isacar.
Apretáronse los siervos los cinturones de cuero, y echaron a andar por el camino de las caravanas, que costeando el Lago, se extiende hasta Damasco.
Una tarde, vieron sobre el Poniente, rojo como una granada muy madura, las finas nieves del monte Hermón. Después, en la frescura de una suave mañana, el lago de Tiberiades resplandeció delante de ellos, transparente, cubierto de silencio, más azul que el cielo, orlado de floridos prados, de densos vergeles, de rocas de pórfido, y de blancos terraplenes por entre los pomares, bajo el vuelo de las tórtolas. Un pescador que desamarraba perezosamente su barca de una ensenada de césped, escuchó, sonriendo, a los siervos: ¿El Rabí de Nazaret? ¡Oh! Ya en el mes de Ijar, descendiera el Rabí, con sus discípulos, para los lados adonde el Jordán lleva las aguas.
Corriendo, los siervos siguieron por las márgenes del río hasta delante del vado en donde aquel se estira en un largo remanso, y descansa, y un instante duerme, verde e inmóvil, a la sombra de los tamarindos. Un hombre de la tribu de los Esenios, vestido de lino blanco, cogía lentamente hierbas saludables por la orilla del agua, con un blanco corderillo al cuello. Saludáronle humildemente los siervos, porque el pueblo ama a aquellos hombres de corazón tan limpio, y claro, y cándido como sus vestiduras, cada mañana lavadas en estanques purificados. ¿Podía decirles algo del paso del nuevo Rabí de Galilea que, como los Esenios, enseñaba la dulzura y curaba a las gentes y a los ganados? El Rabí atravesará el Oasis de Engaddi, y después se adelantara para allá... —murmuró el Esenio—. —¿Y dónde es allá? —Moviendo un ramo de flores rojas que cogiera, el Esenio señaló las tierras de Alem Jordán, la planicie de Moab. Los siervos vadearon el río, y en vano buscaron a Jesús jadeando por los rudos caminos, hasta los peñascos en que se levanta la siniestra ciudadela de Makaur... En el Pozo de Ya-Kob reposaba una larga caravana, que conducía a Egipto mirra, especierías y bálsamos de Gilead; y los camelleros, sacando el agua con los baldes de cuero, contaron a los siervos de Obed que en Gadara, por la luna nueva, un maravilloso Rabí, mayor que David o Isaías, arrancó del pecho de una tejedora siete demonios, y que, a su voz, un hombre degollado por el salteador Barrabás, se irguió de su sepultura y se volvió a su huerto. Algo más esperanzados, encamináronse los siervos por la subida de los Peregrinos hasta Gadara, ciudad de altas torres, y aún más lejos, hasta las nascientes de Amalha... En esa misma madrugada, Jesús, seguido por un pueblo que cantaba y sacudía ramos de mimosa, embarcara en el lago, en un batel de pesca, y navegara a vela con rumbo a Magdala. Descorazonados de nuevo, los siervos de Obed, atravesaron el Jordán por el Puente de las Hijas de Jacob. Yendo ya con las sandalias rotas del largo camino, pisando tierras de la Judea Romana, un día, cruzáronse con un sombrío fariseo, que retornaba a Efrain, montado en su mula. Detuvieron, con devota reverencia, al hombre de la Ley. ¿Había encontrado él, por ventura, a ese nuevo Profeta de Galilea que, como un Dios paseando en la tierra, esparcía milagros? La corva faz del Fariseo se oscureció arrugada, y su cólera retumbó como un tambor orgulloso:
—¡Oh, esclavos paganos! ¡Oh, blasfemos! ¿En dónde oísteis que existiesen profetas o milagros fuera de Jerusalén? Solo Jehová tiene fuerza en su templo. De Galilea salen los necios y los impostores...
Y en viendo a los siervos retroceder ante su puño erguido, el furioso Doctor, enroscado de dísticos sagrados, apeose de la mula, y con las piedras del camino, apedreó a los siervos de Obed, vociferando: ¡Racca! ¡Racca! y todos los Anatemas rituales. Los siervos huyeron para Enganim. El desconsuelo de Obed fue grande, porque sus ganados morían, sus viñas se secaban, y a pesar de ello, radiantemente, como una alborada por detrás de las sierras, crecía, consoladora y llena de divinas promesas, la fama de Jesús de Galilea.
Por ese tiempo, un Centurión Romano, Publius Septimus, mandaba el fuerte que domina el valle de Cesarea, hasta la ciudad y el mar. Hombre áspero, veterano de la campaña de Tiberio contra los Partos, Publius habíase enriquecido durante la revuelta de Samaria con presas y saqueos, poseía minas en el Ática, y gozaba, como supremo favor de los Dioses, la amistad de Flacus, Legado Imperial de la Siria. Mas un dolor roía su poderosa prosperidad, lo mismo que un gusano roe un fruto suculento. Su única hija, más amada para él que vida y bienes, iba enflaqueciendo con un mal sutil y lento, extraño hasta al saber de los mágicos y esculapios que se mandaran consultar a Sidón y a Tiro. Blanca y triste como la luna en un cementerio, sin una queja, sonriendo pálidamente a su padre, adelgazaba, sentada en la alta explanada del fuerte, bajo un velario, alongando los tristes ojos negros por el azul del mar de Tiro, por el cual ella navegara, volviendo de Italia, en una opulenta galera. A las veces, un legionario, a su lado, entre las almenas, apuntando lentamente a lo alto la flecha, atravesaba una gran águila, que volaba serena, en el cielo rutilante. La hija de Septimus seguía un momento el ave, dando vueltas en el aire hasta caer muerta sobre las rocas; después, con un suspiro, más pálida y más triste, recomenzaba a mirar para el mar.
Ello es que como entonces Septimus oyese contar a unos mercaderes de Corazín, de este admirable Rabí, tan potente sobre los Espíritus, que sanaba los males tenebrosos del alma, destacó tres decurias de soldados para que lo buscasen por la Galilea y por todas las ciudades de la Decápola, hasta la costa y hasta Ascalón. Los soldados dispusieron los escudos en los sacos de lona, espetaron ramos de oliva en los yelmos, y ferradas las sandalias apresuradamente, apartáronse, resonando sobre las losas de basalto del camino romano que desde Cesarea hasta el Lago corta toda la Tetrarquía de Herodes. De noche, sus armas brillaban en lo alto de las colinas, por entre la llama ondeante de los hachones erguidos. De día, invadían los casales, rebuscaban en la espesura de los pomares, chuzaban con la punta de las lanzas la paja de las hacinas; en tanto que las mujeres asustadas, acudían para amansarlos, con bollos de miel, higos nuevos y escudillas llenas de vino, que los soldados bebían de un trago, sentados a la sombra de los sicomoros. Corrieron así la Baja Galilea, y del Rabí solo hallaron un surco luminoso en los corazones.
Disgustados con las inútiles marchas, desconfiando que los Judíos les ocultasen al hechicero para que no se aprovecharan los Romanos del superior hechizo, derramaban su cólera con tumulto, a través de la piadosa tierra sumisa. Detenían los peregrinos en la entrada de los puentes, gritando el nombre del Rabí; rasgaban los velos de las vírgenes, y a la hora en que se llenan los cántaros en las cisternas, invadían las estrechas calles de los arrabales, penetraban en las Sinagogas y batían sacrílegamente, con los puños de las espadas en las Thebahs, los Santos Armarios de cedro que contenían los Libros Sagrados. En las cercanías de Hebrón arrastraron a los Solitarios fuera de las grutas para arrancarles el nombre del desierto o del palmar en que se ocultaba el Rabí; y dos mercaderes fenicios, que venían de Joppé con una carga de malobrato, y a quien nunca llegara el nombre de Jesús, pagaron por ese delito cien dracmas a cada Decurión. Toda la gente de los campos, hasta los bravíos pastores de Idumea, que llevan las blancas reses al Templo, huían empavorecidos hacia las serranías, apenas lucían, en alguna vuelta del camino, las armas del bando violento. Desde el borde de las terrazas, las viejas sacudían como talegos la punta de los cabellos desgreñados, y arrojaban sobre ellos las malas suertes, invocando la venganza de Elías. Así erraron hasta Ascalón, sin hallar a Jesús; y retrocedieron a lo largo de la costa, enterrando las sandalias en la ardiente arena.
Un amanecer, cerca de Cesarea, marchando por un valle, echaron de ver sobre un otero un verdinegro bosque de laureles, en donde blanqueaba, recogidamente, el fino y claro pórtico de un templo. Un viejo, de largas barbas blancas, coronado de hojas de laurel, vestido con una túnica de color de azafrán, asiendo una corta lira de tres cuerdas, esperaba sobre los peldaños de mármol, la aparición del sol. Desde abajo, los soldados, agitando un ramo de olivo, vociferaban al Sacerdote. ¿Conocía él a un nuevo Profeta que apareciera en Galilea, tan diestro en milagros, que resucitaba a los muertos y trocaba el agua en vino? Alargando los brazos, el sereno viejo exclamó por sobre la rociada verdura del valle:
—¡Oh, romanos! ¿Por qué creéis que en Galilea o Judea aparezcan profetas consumando milagros? ¿Cómo podrá un bárbaro alterar la Orden instituida por Zeus?... ¡Mágicos y hechiceros son vendedores ambulantes que murmuran palabras huecas, para arrebatar la propina a los simples...! Sin el permiso de los Inmortales, ni un retoño seco puede caer del árbol, ni hoja seca puede ser sacudida en el árbol. No hay profetas, no hay milagros... ¡Solo Apolo Délfico conoce el secreto de las cosas!
Los soldados, entonces, muy despacio, con la cabeza caída, como en una tarde de derrota, recogiéronse a la fortaleza de Cesarea. Fue grande el desconsuelo de Septimus, por ver que su hija moría, sin una queja, mirando el mar de Tiro, siendo así que la fama de Jesús, curador de lánguidos males, crecía cada vez más consoladora y fresca, como el aire de la tarde que sopla de Hermón, y a través de los huertos, reanima y levanta las azucenas pendidas.
Vivía por ese tiempo, entre Enganim y Cesarea, en una casa arruinada, sumida en lo más oculto de un cerro, una viuda, mujer más desgraciada que todas las mujeres de Israel. Su único hijito, todo tullido, había pasado del magro pecho a que ella le criara, a los harapos del podrido jergón, en donde ya llevaba siete años gimiendo y consumiéndose.
A ella también una enfermedad la comprimiera dentro de trapos jamás mudados, dejándola más oscura y torcida que una cepa arrancada. Creció la miseria espesamente sobre ambos, como el moho sobre cazos perdidos en un yermo. En la lámpara de barro colorado secara ya el aceite. No quedaba grano ni corteza dentro del arca pintada. La cabra, sin pasto, muriera en el estío. Secó la higuera en el quintal. Tan lejos de poblado, nunca limosna de pan o miel entraba en la choza. ¡Con hierbas cogidas en las hendiduras de las rocas, cocidas sin sal, nutríanse aquellas criaturas de Dios en la Tierra Escogida, en la cual hasta a las aves maléficas sobraba el sustento!
Un día apareció un mendigo por allí, entró en la choza, repartió de su lío con la amargada madre, y sentado en la piedra del lar, rascándose las heridas de las piernas, contó de esa grande esperanza de los tristes, de ese Rabí que apareciera en Galilea, que de un pan hacía siete, y amaba todas las criaturas, y enjugaba todos los llantos, y prometía a los pobres un grande y luminoso reino, de abundancia mayor que la corte de Salomón. La mujer escuchaba con ojos hambrientos. ¿Y ese dulce Rabí, esperanza de los tristes, en dónde se encuentra? El mendigo suspiró. ¡Ah, ese dulce Rabí, cuantos lo deseaban, se desesperanzaban! Andaba su fama por sobre toda la Judea, como el sol que hasta por cualquier viejo muro se extiende y se goza; mas para distinguir la claridad de su rostro, solo aquellos dichosos que elegía su deseo. Tan rico como es Obed, mandó a sus siervos por toda Galilea para que le buscasen a Jesús, y con promesas le trajeran a Enganim; tan soberano, Septimus, destacó a sus soldados hasta la costa del mar, para que buscasen a Jesús, y por orden suya lo condujeran a Cesarea.
Errando, pidiendo limosna por tantos caminos, halló a los siervos de Obed y luego a los legionarios de Septimus. Retornaron todos, derrotados, con las sandalias rotas, sin haber descubierto en qué matorral o ciudad, en qué cubil o palacio, se escondía Jesús.
Caía la tarde. Cogió el mendigo su bordón y descendió por el duro camino, entre el brezo y las rocas.
Volviose la madre a su rincón, más curvada, más abandonada. El hijito entonces, con un murmurio más débil que el rozar de un ala, pidió a la madre que le trajese a ese Rabí que amaba a los niños, aun a los más pobres, sanaba los males, aun los más antiguos. La madre apretó su cabecita desgreñada:
—¡Oh, hijo!, y ¿cómo quieres que te deje y me meta por los caminos en busca del Rabí de Galilea? Obed es rico y tiene siervos que en balde buscaron a Jesús por arenales y colinas, desde Corazín hasta el país de Moab. Septimus es fuerte, y tiene soldados, y en vano corrieron detrás de Jesús, desde el Hebrón hasta el mar. ¿Cómo quieres que te deje? Jesús anda muy lejos y nuestro dolor está con nosotros, dentro de estas paredes, y dentro de ellas nos prende. Y aunque le encontrase, ¿cómo convencería yo a Rabí tan deseado, por quien suspiran ricos y fuertes, para que descendiese a través de ciudades hasta este desierto, para curar a un tullido tan pobre, sobre jergón tan roto?
La criatura, con dos largas lágrimas corriéndole por la faz escurrida, murmuró:
—¡Oh, madre! Jesús ama a todos los pequeñitos. ¡Y yo soy aún tan pequeño, y tengo un mal tan pesado! ¡Yo me quería curar!
Y la madre, sollozando:
—¡Oh, hijo mío, cómo te voy a dejar! Son largos los caminos de Galilea, y corta la piedad de los hombres. Tan rota, tan renca, tan triste, hasta los perros me ladrarían desde la puerta de los casales. No me atendería nadie. Nadie me enseñaría la morada del dulce Rabí. ¡Oh, hijo! Jesús tal vez muriese... Ni los ricos y los fuertes le encuentran. Le trajo el cielo, y el cielo se le llevó. Y con él para siempre murió la esperanza de los tristes.
Por entre los negros trapos, irguiendo sus pobres manecitas que temblaban, la criatura murmuró:
—Madre, yo quiero ver a Jesús...
En esto, abriendo despacio la puerta y sonriendo, dijo Jesús al niño:
—Aquí estoy.